CAPÍTULO 37

LLAMA AGONIZANTE

La casa segura era un edificio de piedra marrón de cuatro pisos donado al gobierno federal varias décadas atrás por un empresario agradecido cuyo hijo secuestrado había sido rescatado con vida por el célebre FBI. Principalmente se la utilizaba para entrevistar a diplomáticos de las Naciones Unidas que trabajaban (de una u otra manera) para el gobierno de Estados Unidos, y había sido uno de los lugares preferidos de Arkady Schevchenko (el desertor e informante soviético de más alto rango de todos los tiempos). De fachada nada destacable, la casa contaba con un elaborado sistema de seguridad y tres habitaciones con sistemas ocultos de grabación y espejos dobles, además de mesas y sillas (estas últimas notablemente cómodas). Estaba vigilada las veinticuatro horas, generalmente por un agente de la división de campo de Nueva York que oficiaba de portero.

Chatham los llevó a la sala de entrevistas del último piso, y les indicó que se sentaran en el cubículo sin ventanas. El micrófono estaba encendido y la cinta del grabador corría a pleno. Detrás de uno de los espejos había una cámara de TV con su correspondiente VCR.

—OK —dijo Clark, y anunció la fecha, la hora y el lugar—. Me acompaña el coronel Dimitri Arkadeyevich Popov, retirado, de la ex KGB soviética. El tema de la entrevista es la actividad terrorista internacional. Mi nombre es John Clark, y soy oficial de inteligencia de la CIA. También nos acompañan…

—Agente especial Tom Sullivan…

—Y…

—Agente especial Frank Chatham…

—De la oficina del FBI en Nueva York. Puede comenzar, Dimitri —le dijo a Popov.

El ruso estaba sumamente intimidado por lo que iba a hacer, tal como lo demostró en los primeros minutos del relato. Los dos agentes del FBI mantuvieron una expresión de incredulidad absoluta durante la primera media hora… hasta que Popov comenzó a narrar sus cabalgatas matinales en Kansas.

—¿Maclean? ¿Nombre de pila?

—Kirk, creo, tal vez Kurt, pero creo que terminaba con K —replicó Popov—. Hunnicutt me dijo que había raptado gente en Nueva York para usarla como conejillos de Indias en los experimentos con el virus Shiva.

—Carajo —resopló Chatham—. ¿Cómo es físicamente?

Popov lo describió detalladamente, desde el largo del cabello hasta el color de ojos.

—Conocemos a ese tipo, señor Clark. Lo entrevistamos por la desaparición de una joven, Mary Bannister. Y otra mujer, Anne Pretloe, también desapareció en circunstancias similares. Carajo. ¿Nos está diciendo que fueron asesinadas?

—No, les estoy diciendo que murieron como sujetos de experimentación de la enfermedad Shiva que planean propagar en Sydney.

—Horizon Corporation. Allí es donde trabaja ese Maclean. En este momento no está en la ciudad, según nos dijeron sus compañeros.

—Claro, porque está en Kansas —repitió Popov.

—¿Ustedes saben lo grande que es Horizon Corporation? —preguntó Sullivan.

—Muy grande. OK, Dimitri —dijo Clark—. Volviendo al tema, ¿cómo piensan propagar el virus según usted?

—Foster me dijo que lo harían a través del sistema de refrigeración del estadio. Es todo lo que sé.

John pensó en las Olimpíadas. Ese día correrían la maratón, el último evento, seguido por las ceremonias de clausura esa misma noche. No tenía mucho tiempo para pensar. Se dio vuelta, levantó el teléfono y llamó a Inglaterra.

—Páseme a Stanley —le dijo a la señora Foorgate.

—Alistair Stanley —respondió una voz.

—Al, habla John. Comunícate con Ding y dile que me llame inmediatamente —le dio el número de teléfono—. Ahora mismo… ya. ¿Entiendes, Al?

—Entendido, John.

Clark esperó cuatro minutos y medio por reloj hasta que sonó el teléfono.

—Tienen suerte de haberme encontrado, John. Me estaba vistiendo para ir a ver la mara…

—Cierra ese maldito pico y escucha lo que voy a decirte, Domingo —dijo Clark. No estaba de humor para bromas.

***

—Sí, John, adelante —respondió Chávez. Sacó una libreta para tomar nota—. ¿Habla en serio? —preguntó unos segundos después.

—Creemos que sí, Ding.

—Parece el argumento de una película mala —¿tendría algo que ver con SPECTRE?, se preguntó Chávez. ¿Qué esperaban ganar con esto?

—Ding, el hombre que me dio la información se llama Serov, Iosef Andréyevich. Está aquí conmigo.

—OK, entiendo, Mr. C. ¿Cuándo comenzará la operación?

—Durante las ceremonias de clausura, supuestamente. ¿Hay alguna otra competencia aparte de la maratón?

—No, la maratón es el último evento importante y no deberíamos tener mucho trabajo hasta que termine. Esperamos que el estadio empiece a llenarse a eso de las cinco de la tarde. Luego se harán las ceremonias de clausura y todo el mundo se irá a su casa —Yo incluido, omitió agregar Chávez.

—Bueno, ese es el plan, Ding.

—Y usted quiere que lo impidamos.

—Correcto. Muévete. Conserva este número. Estaré aquí todo el día en el STU-4. A partir de ahora todas las comunicaciones se harán por vía segura. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Empiezo a moverme, John.

—Muévete —dijo Clark—. Adiós.

Chávez colgó, preguntándose cómo diablos haría lo que Clark le había ordenado. Primero reuniría a sus hombres. Todos estaban alojados en el mismo piso. Salió al pasillo, golpeó todas las puertas y les pidió que fueran inmediatamente a su suite.

—OK, muchachos, tenemos un trabajito para hoy. Este es el trato —empezó. Tardó cinco minutos en contar el cuento.

—Santo Dios —musitó Tomlinson en nombre de todos los presentes. El relato era absolutamente increíble, pero estaban acostumbrados a escuchar información bizarra y a actuar en consecuencia.

—Tenemos que encontrar la sala de control del sistema de niebla refrigerante. Cuando la encontremos, pondremos gente adentro. Rotaremos la guardia. George y Homer tomarán el primer turno, y luego los reemplazaremos Mike y yo. Haremos turnos de dos horas. Las radios estarán encendidas todo el tiempo. Autorizo el uso de fuerza letal, muchachos.

Noonan también estaba presente.

—Ding, esta historia suena bastante improbable…

—Lo sé, Tim, pero vamos a actuar como si fuera cierta.

—Si tú lo dices, viejo.

—En marcha, muchachos —ordenó Ding, levantándose.

***

—Hoy es el día, Carol —le dijo John Brightling a su exesposa—. El proyecto comenzará en menos de diez horas.

Carol dejó a Jiggs en el suelo y corrió a abrazarlo.

—¡Oh, John!

—Ya sé —dijo él, acariciándole el cabello—. Pasó demasiado tiempo. No podría haberlo hecho sin ti.

Henriksen estaba con ellos.

—Bueno, hablé con Wil Gearing hace veinte minutos. Colocará el distribuidor de Shiva antes de que empiecen las ceremonias de clausura. El clima trabaja a nuestro favor. Será un día muy caluroso en Sydney, la temperatura supuestamente alcanzará los noventa y siete grados Fahrenheit. Por lo tanto… la gente acampará bajo los rociadores de niebla.

—Y respirará hondo —confirmó el Dr. John Brightling. Era otro de los métodos corporales para eliminar el exceso de calor.

Chávez ya estaba en el estadio, sudando copiosamente y preguntándose si alguno de los maratonistas caería muerto durante la carrera. La gente de Global Security también estaba recorriendo las instalaciones. Se preguntó si recordaría todas las caras que había visto en las dos breves conferencias que habían compartido, pero por ahora lo más importante era encontrar al coronel Wilkerson. Se topó con él cinco minutos más tarde, en el puesto de seguridad.

—Buen día, mayor Chávez.

—Hola, Frank. Quiero preguntarle algo.

—Adelante, Ding.

—El sistema de niebla refrigerante. ¿De dónde viene?

—La sala de distribución está en el Sector Cinco, justo a la izquierda de la rampa.

—¿Cómo hago para entrar?

—Yo puedo darle una llave de la puerta y el código de la alarma. ¿Por qué, muchacho?

—Oh, por nada. Simplemente quiero ver cómo es.

—¿Hay algún problema, Ding? —preguntó Wilkerson.

—Tal vez. Estuve pensando —prosiguió Chávez, intentando una mentira convincente para salvar el momento—. ¿Qué pasaría si alguien quisiera propagar un agente químico, eh? Y pensé que podía…

—¿Revisar el sistema? La gente de Global ya se encargó de hacerlo, muchacho. El coronel Gearing para más datos. Revisó toda la instalación. Tuvo el mismo temor que usted, sólo que un poco antes.

—Bueno, ¿podría revisarlo también yo?

—¿Por qué?

—Por paranoia, si quiere —replicó Chávez.

—Supongo que sí —Wilkerson se levantó de la silla y sacó una llave del tablero de la pared—. El código de la alarma es uno-uno-tres-tres-seis-seis.

Once treinta y tres sesenta y seis, memorizó Ding.

—Bueno. Gracias, coronel.

—De nada, mayor —replicó el teniente coronel del SAS australiano.

Chávez salió del puesto de seguridad, se reunió con sus hombres y todos volvieron rápidamente al estadio.

—¿Les contaste lo que pasaba? —preguntó Noonan.

Chávez negó con la cabeza.

—No estoy autorizado a hacerlo. John espera que podamos manejarlo solos.

—¿Y si nuestros amigos están armados?

—Bueno, Tim, estamos autorizados a utilizar toda la fuerza necesaria, ¿no?

—Podría ser un desastre —advirtió el agente del FBI, preocupado como siempre por las leyes y jurisdicciones locales.

—Sí, supongo que sí. Usemos la cabeza, ¿sí? También sabemos cómo hacerlo.

La tarea de Kirk Maclean dentro del proyecto era vigilar los sistemas medioambientales, principalmente los acondicionadores de aire y el sistema de sobrepresurización (aunque realmente no entendía para qué los habían instalado). Después de todo, todos habían recibido la vacuna B y, aunque Shiva lograra ingresar en el complejo, supuestamente no correrían peligro. Imaginó que John Brightling no quería dejar ningún cabo suelto. Mejor para él. Una vez concluida su fácil tarea diaria —principalmente consistía en chequear diales y sistemas de grabación— decidió salir a cabalgar. Fue a la oficina de transporte, retiró las llaves de uno de los Hummer del proyecto, y se dirigió a las caballerizas. Veinte minutos después, ya a caballo, puso rumbo al norte. Cruzó los pastos altos, los surcos de los trigales abiertos por máquinas agrícolas, atravesó lentamente una de las ciudades subterráneas de los perros de la pradera en dirección a la autopista interestatal que conformaba el límite norte del terreno del proyecto. A los cuarenta minutos de cabalgata vio algo inusual.

Como todas las tierras rurales del Oeste norteamericano, esta tenía su población de buitres residentes. Aquí, como en la mayoría de los lugares, se los llamaba buitres pavo (sin tener en cuenta su verdadero origen). Eran enormes aves de rapiña que se alimentaban de carroña y se distinguían por su tamaño y su fealdad: plumaje negro y calvas cabezas rojizas con picos largos y poderosos destinados a arrancar la carne putrefacta de los esqueletos de los animales muertos. Eran los recolectores de residuos de la naturaleza —o, según algunos, los empleados fúnebres de la Madre Tierra—, parte importante del ecosistema, aunque desagradables para muchos. Vio seis buitres volando en círculo sobre los pastos altos del noreste. Seis ya eran muchos… pero luego vio que había más. Divisó sus negras siluetas angulares sobre el pasto a dos millas de distancia. Evidentemente había muerto algo voluminoso y se habían acercado a limpiar. Es decir, a devorar carroña. Los buitres eran aves conservadoras, escrupulosas. Sus prolongados vuelos en círculo les servían para comprobar si lo que estaban viendo y oliendo ya había muerto. De lo contrario, el agonizante podría atacarlos cuando bajaran a alimentarse de sus despojos… y a esos pájaros no les gustaban los malentendidos. Las aves eran las más delicadas entre las criaturas de la naturaleza: estaban hechas para el aire y necesitaban estar en perfectas condiciones para volar y sobrevivir.

¿Qué estarán comiendo?, se preguntó Maclean. Avanzó a paso lento en dirección a ellos. No quería molestar a las laboriosas aves y temía que se asustaran del jinete y el caballo. Probablemente no, decidió, pero pronto lo sabría.

Fuera lo que fuese, evidentemente les gustaba. Era un proceso feo de completar, pensó Maclean, pero no más feo que cuando él mismo devoraba una hamburguesa (al menos, en lo que a la vaca concernía). Así era la naturaleza. Los buitres comían carroña y procesaban las proteínas, que luego excretaban devolviendo los nutrientes al suelo para que la cadena de la vida prosiguiera su círculo infinito de vida-muerte-vida. Ni siquiera a cien yardas pudo distinguir lo que comían: había demasiados buitres en el banquete. Probablemente un ciervo o un antílope mocho, pensó, por la cantidad de pájaros y por la manera en que subían y bajaban sus cabezas calvas y rojizas, consumiendo la criatura que la Madre Naturaleza había reclamado para sí. ¿De qué morían los antílopes?, se preguntó Kirk. ¿De un ataque cardíaco? ¿De un derrame cerebral? ¿De cáncer? Sería interesante averiguarlo dentro de unos años, tal vez convendría que un médico del proyecto le practicara una autopsia a alguno… si lograba llegar antes que los buitres. Porque esos carroñeros, pensó con una sonrisa, eran especialistas en devorar evidencia. A las cincuenta yardas se detuvo en seco. Lo que estaban comiendo tenía puesta una camisa a cuadros. Azuzó a su caballo. A las diez yardas los buitres advirtieron su presencia: primero giraron ofuscados sus odiosas cabezas rojizas y sus crueles ojos negros, luego se alejaron dando saltitos, luego, finalmente, alzaron vuelo.

—Oh, mierda —musitó Maclean cuando logró acercarse. Le habían desgarrado el cuello, dejando parcialmente expuesta la columna vertebral, y en algunos sectores habían destrozado la camisa con sus picos poderosos. La cara también estaba destrozada, faltaban los ojos y la mayor parte de la carne y la piel, pero el cabello estaba intacto y…

—Dios mío… ¿Foster? ¿Qué te pasó, hermano? —tuvo que acercarse más para ver el pequeño orificio rojo en el centro de la camisa oscura. No desmontó. El hombre estaba muerto y, aparentemente, lo habían matado de un disparo. Miró a su alrededor y vio las huellas de uno o dos caballos… probablemente dos, decidió. Retrocedió un poco y decidió volver al galope al edificio del proyecto. Tardó quince minutos. La cabalgata dejó rendido al corcel y tembloroso al jinete. Desmontó de un salto, subió al Hummer y fue a buscar a John Killgore.

La sala era esencialmente indescriptible a ojos de Chávez. Un montón de cañerías, de acero y de plástico, y una bomba en funcionamiento. El sistema de niebla refrigerante se había puesto en marcha hacía unos minutos, y lo primero que pensó Chávez fue: ¿y si el virus ya está en el sistema… yo acabo de pasar bajo los rociadores, y si ya respiré la maldita cosa?

Pero allí estaba, y si ese fuera el caso… pero no, John le había dicho que el envenenamiento tendría lugar mucho más tarde, y se suponía que el ruso sabía lo que estaba pasando allí. Uno debía confiar en sus fuentes de inteligencia. Simplemente tenía que hacerlo. La información de inteligencia equivalía a la vida o la muerte en este negocio.

Noonan se agachó a mirar el recipiente de cloro que pendía sobre las cañerías.

—Parece un producto de fábrica, Ding —dijo convencido—. Ya veo cómo lo colocan. Apagan este motor —lo señaló—, cierran esta válvula, retiran el recipiente con una llave como la que está en la pared, colocan el nuevo, reabren la válvula y encienden el motor de la bomba. Se puede hacer en treinta segundos, tal vez menos. Bum, bum, bum… y listo.

—¿Y si ya lo hubieran hecho? —preguntó Chávez.

—En ese caso estamos fritos —replicó Noonan—. Espero que tu inteligencia sea óptima, socio.

La niebla tenía un ligero olor a cloro, pensó Chávez esperanzado, como el agua de las ciudades norteestadounidenses, y el cloro se usaba para matar gérmenes. Era el único elemento, además del oxígeno, que soportaba la combustión ¿verdad? Lo había leído en alguna parte.

—¿Qué opinas, Tim?

—Opino que la idea tiene lógica, pero es una operación infernalmente grande para cualquiera, y además… ¿quién carajo querría hacer algo semejante, Ding? ¿Y por qué, por el amor de Dios?

—Supongo que tendremos que averiguarlo. Pero por ahora nos dedicaremos a vigilar esta cosa como si fuera el aparato más valioso de este jodido mundo. OK —Ding miró a sus hombres—. George y Homer se quedarán aquí. Si quieren mear, abren tranquilamente sus braguetas y mean en el suelo —había una rejilla, afortunadamente—. Mike y yo estaremos afuera. Tú también andarás cerca, Tim. Nos comunicaremos por radio. Dos horas adentro, dos horas afuera, pero jamás nos alejaremos más de cincuenta yardas de este lugar. ¿Preguntas?

—No —dijo el sargento Tomlinson en nombre de todos—. ¿Si alguien entra y pretende meter mano en esto…?

—Ustedes se lo impiden, como sea. Y piden ayuda por radio.

—Entendido, jefe —dijo George. Homer asintió.

Chávez y los otros dos salieron. El estadio se había llenado, la gente quería ver el comienzo de la maratón… ¿y luego qué?, se preguntó Ding. ¿Se quedarían allí sentados y esperarían tres horas? No, dos horas y media. Las maratones solían durar eso, ¿no? Veintiséis millas. Cuarenta y cuatro kilómetros aproximadamente. Un largo camino para recorrer, una distancia aterradora incluso para él, admitió Chávez para sus adentros. Una distancia más adecuada para un helicóptero o un camión que para un hombre… o una mujer, por qué no. Caminaron hasta una de las rampas y se quedaron mirando la televisión.

Los corredores ya estaban en la línea de partida. Los periodistas nombraban a los favoritos, e incluso ofrecían la biografía sucinta de algunos. El comentarista australiano discutía la importancia del evento, destacaba a los favoritos y dirimía las apuestas. Aparentemente el elegido era un keniano, aunque un estadounidense había batido el récord de maratón de Boston por medio minuto el año anterior —evidentemente un margen importante en ese tipo de carrera—. También había un holandés de treinta años entre los favoritos. Treinta años y competía en las Olimpíadas, pensó Chávez. Bravo por él.

—Comando a Tomlinson —dijo por radio.

—Aquí estoy, Comando. Sin novedad en el frente, excepto el ruido de esta maldita bomba. Te llamaré en cuanto pase algo, cambio.

—OK, Comando fuera.

—Y bien, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Mike Pierce.

—Esperar. Merodear y esperar.

—Si usted lo dice, jefecito —respondió Pierce. Todos sabían esperar, aunque a ninguno le gustaba.

—Dios santo —farfulló Killgore—. ¿Estás seguro?

—¿Quieres ir a ver? —preguntó acaloradamente Maclean. Luego comprendió que de todos modos tendrían que ir a recoger el cuerpo para enterrarlo como correspondía. Ahora comprendía las costumbres funerarias occidentales. Era horrible ver a los buitres despedazar un cadáver de ciervo. Pero verlos devorar el cuerpo de un ser humano que uno conocía era intolerable, por mucho amor que uno sintiera por la naturaleza y sus emisarios.

—¿Dices que le dispararon?

—Así parece.

—Grandioso —Killgore levantó el teléfono—. Bill, soy John Killgore. Encontrémonos en el lobby principal ahora mismo. Tenemos un problema. ¿OK? Bueno —colgó el teléfono y se levantó—. Vamos —le dijo a Maclean.

Henriksen llegó al lobby de la residencia dos minutos después que ellos, y los tres juntos fueron en un Hummer a buscar el cadáver. Nuevamente hubo que espantar a los buitres. Henriksen, exagente del FBI, se acercó a mirar lo que quedaba de Hunnicutt. Era lo más desagradable que había visto en su vida, a pesar de su carrera detectivesca.

—Le dispararon en el pecho, sí —dijo en primer lugar—. Una bala grande, directo al corazón —la herida habría sorprendido a Hunnicutt, pensó, aunque casi no le quedaba cara para demostrarlo. El cuerpo estaba lleno de hormigas. Maldición, pensó Henriksen, dependía de ese tipo para la seguridad perimetral del proyecto. Alguien había asesinado a un miembro importante del proyecto. ¿Pero quién?

—¿Quién más solía andar con Foster? —preguntó.

—El ruso, Popov. Salíamos a cabalgar los cuatro juntos —respondió Maclean.

—Eh —dijo Killgore—. Los dos caballos estaban afuera esta mañana, Jeremiah y Buttermilk estaban en el corral. Sin montura y…

—Aquí están la montura y las riendas —dijo Henriksen. Se había alejado unos metros del cadáver—. OK, alguien mató a Hunnicutt y luego le sacó los aperos al caballo… OK, para que nadie viera un caballo con montura y sin jinete. Hay un asesino entre nosotros, muchachos. Vayamos a buscar a Popov ahora mismo. Tengo que hablar con él. ¿Alguien lo vio últimamente?

—Esta mañana no bajó a desayunar como todos los días —reveló Killgore—. Desde hace una semana desayunamos juntos y luego salimos a cabalgar. Le gusta.

—Sí —confirmó Maclean—. Salíamos los cuatro juntos. ¿Cree que él…?

—Todavía no creo nada. OK, carguemos el cuerpo en el Hummer y regresemos. ¿Me das una mano con esto, John?

Esto era una manera más bien fría de aludir a un colega muerto, pensó Killgore. Pero asintió.

—Claro, no creo que pese demasiado.

—OK, encárgate de los pies —dijo Bill. Se agachó y trató de evitar los sectores devorados por los buitres. Veinte minutos después estaban de vuelta en el complejo. Henriksen subió al cuarto de Popov en el cuarto piso y utilizó su llave maestra para entrar. Nada. La cama estaba intacta. Tenía un sospechoso. Popov había matado a Hunnicutt, probablemente. ¿Pero por qué? ¿Y dónde diablos se había metido ese ruso miserable?

Tardaron media hora en revisar todo el complejo. El ruso se había evaporado de la faz de la Tierra. Tenía lógica, ya que el Dr. Killgore había encontrado su caballo suelto esa misma mañana. OK, pensó el exagente del FBI. Popov había asesinado a Hunnicutt y escapado. ¿Pero a dónde? Probablemente habría cabalgado hasta la interestatal y pedido que lo llevaran, o tal vez habría caminado hasta la parada de ómnibus. Estaban a sólo veinte millas del aeropuerto regional, y desde allí el miserable podría haber viajado a Australia por ejemplo. Henriksen estaba descorazonado. ¿Qué motivos habrían impulsado a Popov a hacerlo?

—¿John? —le preguntó a Killgore—. ¿Qué sabía Popov?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué sabía sobre el proyecto?

—No mucho. Brightling no lo informó demasiado, ¿verdad?

—No. OK. ¿Qué sabía Hunnicutt?

—Carajo, Bill. Foster lo sabía todo.

—OK, entonces pensamos que Popov y Hunnicutt salieron a cabalgar anoche. Hunnicutt aparece muerto y Popov desaparece. Ahora bien, ¿Hunnicutt podría haberle dicho a Popov de qué se trata el proyecto?

—Supongo que sí —confirmó Killgore.

—Entonces, Popov se entera, le quita el revólver a Foster, lo mata, y escapa.

—¡Dios santo! ¿Crees que podría…?

—Sí, podría. Carajo, hermano, cualquiera podría.

—Pero le inoculamos la vacuna B. ¡Yo mismo se la inyecté!

—Ah, bueno —comentó Bill Henriksen. Oh, mierda, pensó. ¡WH Gearing iniciará hoy la Fase Uno! Como si pudiera olvidarlo. Tendría que hablar inmediatamente con Brightling.

Ambos doctores Brightling se encontraban en el penthouse, en el último piso de la residencia, observando la pista que ya alojaba cuatro Gulfstreams V. La noticia que les transmitió Henriksen no les agradó a ninguno de los dos.

—¿Es peligroso esto? —preguntó John.

—Potencialmente es muy peligroso —tuvo que admitir Bill.

—¿Cuánto falta para…?

—Cuatro horas, tal vez menos —replicó Henriksen.

—¿Él lo sabe?

—Es posible, pero no estamos seguros.

—¿Dónde pudo haber ido? —preguntó Carol Brightling.

—Carajo, no lo sé… a la CIA, al FBI. No sé. Popov es un agente secreto profesional. En su lugar, yo iría a la embajada rusa en Washington y hablaría con el rezident. Ellos le creerían, pero los husos horarios y la burocracia trabajan a nuestro favor. La KGB no puede hacer nada rápido, Carol. Pasarán horas tratando de asimilar lo que les diga Popov.

—OK. Entonces, ¿procedemos? —preguntó John Brightling.

Gesto afirmativo.

—Sí, creo que sí. Llamaré a Wil Gearing para confirmar la orden, ¿les parece bien?

—¿Podemos confiar en él? —preguntó John.

—Creo que sí, sí… diablos, por supuesto que sí. Hace años que está con nosotros. Es parte del proyecto. Si no pudiéramos confiar en él ya estaríamos en la cárcel. Conoce los protocolos de experimentación en Binghamton y nadie interfirió con eso, ¿recuerdan?

John Brightling se respaldó en su sillón.

—¿Dices que podemos relajarnos?

—Sí —decidió Henriksen—. Mira, aunque todo fracasara estamos cubiertos, ¿no? Sacamos la vacuna B en lugar de la A y nos transformamos en salvadores de la asquerosa raza humana. Nadie podrá vincularnos con las personas desaparecidas a menos que alguien hable, y siempre habrá maneras de solucionarlo. No hay evidencia física de que hayamos hecho nada malo… por lo menos nada que no podamos destruir en cuestión de segundos, ¿verdad?

Esa parte había sido pensada cuidadosamente. Todos los recipientes del virus Shiva estaban a dos minutos a pie de los incineradores, tanto allí como en Binghamton. Los cuerpos de los sujetos de experimentación eran ceniza. Había personas que sabían lo que había pasado, pero si a alguno se le ocurría hablar con las autoridades quedaría vinculado automáticamente a un asesinato masivo… Además, tenían ejércitos de abogados que los escudarían durante los interrogatorios. Sería un momento difícil para todos los involucrados, pero no insuperable.

—OK —John Brightling miró a su esposa.

Habían trabajado demasiado duro y demasiado tiempo para echarse atrás. Ambos habían tolerado una dolorosa separación para servir al amor que sentían por la naturaleza, y habían invertido tiempo y enormes sumas de dinero en el proyecto. No, no podían echarse atrás. Y si ese ruso hablaba —no sabían con quién—, aun así, ¿alguien podría detener el proyecto a tiempo? Casi imposible. El marido-médico-científico intercambió una rápida mirada con su esposa-científica y luego ambos miraron a su director de Seguridad.

—Dile a Gearing que proceda, Bill.

—OK, John —Henriksen se puso de pie y fue a su oficina.

***

—Sí, Bill —dijo el coronel Gearing.

—No hay problema. Proceda tal como planeamos y llámeme para confirmar que la encomienda fue entregada de acuerdo con lo previsto.

—OK —replicó Gearing—. ¿Tengo que hacer algo más? Tengo mis propios planes, sabe.

—¿Por ejemplo? —preguntó Henriksen.

—Mañana volaré al norte, voy a pasar unos días buceando en los arrecifes de coral.

—¿Ah, sí? Bueno, tenga cuidado con los tiburones hambrientos.

—¡No lo dude! —fue la risueña respuesta. La línea quedó en punto muerto.

OK, pensó Bill Henriksen. Está decidido. Podía confiar en Gearing. Estaba seguro. Se había integrado al proyecto luego de pasarse la vida envenenando el planeta y también conocía las restantes actividades de la organización. Si hubiera querido hablar, jamás habrían llegado tan lejos. Pero ojalá que ese rusito chupapijas no hubiera desaparecido. ¿Qué podía hacer al respecto? ¿Reportar el asesinato de Hunnicutt a la policía local y señalar a Popov/Serov como el probable asesino? ¿Valía la pena hacerlo? ¿Cuáles eran las posibles complicaciones? Bueno, Popov podía vomitar todo lo que sabía (mucho o poco), pero ellos podían decir que era un ex KGB que actuaba extrañamente, que había hecho algunos trabajos para Horizon Corporation, sí, pero Dios santo… ¿instigar atentados terroristas en Europa? ¡Por favor! Ese tipo es un asesino de imaginación exaltada que acaba de inventar una mentira para disimular un asesinato a sangre fría cometido aquí mismo, en Estados Unidos… ¿Funcionaría? Tal vez, decidió Henriksen. Podía funcionar, y de ese modo sacarían al bastardo del juego. Para siempre. Que dijera lo que se le antojara, ¿qué evidencia física tenía para probarlo? Ninguna. Absolutamente ninguna.

Popov se sirvió un vaso de Stolichnaya. El FBI había tenido la gentileza de comprarle una botella en la despensa de la esquina. Ya había bebido cuatro vasos. La bebida lo ayudaba a pensar mejor.

—Y bien, John Clark. Estamos esperando.

—Sí, estamos esperando —admitió Rainbow Six.

—¿Quiere preguntarme algo?

—¿Por qué me llamó a mí?

—Porque nos habíamos visto antes.

—¿Dónde?

—En su edificio, en Hereford. Estuve allí con el plomero.

—Me preguntaba cómo había hecho para reconocerme —admitió Clark, bebiendo su cerveza—. Son muy pocos los que me conocen del otro lado de la Cortina de Hierro.

—¿Ya no quiere matarme?

—Lo pensé más de una vez —replicó Clark, mirándolo directo a los ojos—. Pero supongo que tiene escrúpulos después de todo, y si me está mintiendo… bueno, en ese caso usted mismo deseará estar muerto.

—¿Su esposa y su hija están bien?

—Sí, y también mi nieto.

—Qué bueno —proclamó el ruso—. Esa misión fue desagradable. ¿Usted tuvo misiones desagradables en su carrera, John Clark?

El estadounidense asintió.

—Sí, algunas.

—¿Entonces comprende?

No es lo que tú piensas, imbécil, pensó Rainbow Six. Pero eligió otra respuesta.

—Sí, supongo que comprendo, Dimitri Arkadeyevich.

—¿Cómo averiguó mi nombre? ¿Quién se lo dijo?

La respuesta le cayó como un balde de agua helada.

—Sergey Nikolayevich y yo somos viejos amigos.

—Ah —atinó a decir Popov, sin desmayarse. ¿Su propia agencia lo había traicionado? ¿Cómo era posible?

—Aquí tiene —dijo Clark, pasándole una pila de fotocopias. Parecía que le hubiera leído la mente—. Lo tienen en muy buen concepto.

—No lo suficiente —replicó Popov, sin poder recuperarse de la impresión de estar viendo un archivo que jamás había visto antes.

—Bueno, el mundo cambió ¿no le parece?

—No tanto como yo esperaba.

—Quiero preguntarle algo.

—¿Sí?

—El dinero que le entregó a Grady, ¿dónde está?

—En lugar seguro, John Clark. Todos los terroristas que conozco se han transformado en capitalistas en lo que respecta al dinero, pero gracias a sus hombres, los que contacté ya no tendrán necesidad de él, ¿no le parece? —preguntó el ruso retóricamente.

—Cerdo codicioso —comentó Clark con una semisonrisa.

La carrera empezó puntualmente. Los espectadores aplaudieron a los maratonistas, quienes dieron la primera vuelta al estadio y luego desaparecieron por el túnel rumbo a las calles de Sydney, de las que regresarían dentro de dos horas y media aproximadamente. En el ínterin, sus progresos serían transmitidos por Jumbotron a todo el estadio y por televisión a las rampas y otras áreas. Los camiones de televisión avanzaban delante de los corredores. El keniano Jomo Nyreiry llevaba la delantera, seguido por el estadounidense Edward Fulmer y el holandés Willem terHoost. El espectacular trío superaba por diez metros al siguiente grupo de corredores.

Como la mayoría de la gente, Wil Gearing seguía la maratón por televisión mientras empacaba. Mañana alquilaría un buen equipo de buceo, pensó el excoronel del ejército, y se dirigiría a la mejor zona de buceo del mundo… sabiendo que la polución oceánica que estaba destruyendo el más bello de los medioambientes pronto llegaría a su fin. Guardó prolijamente toda su ropa en dos valijas Tumi y las dejó junto a la puerta. Mientras él estuviera buceando, las víctimas ignorantes de la plaga volarían a sus casas en distintos lugares del mundo sin saber lo que estaban propagando. Se preguntó cuántos morirían en la Fase Uno del proyecto. Las proyecciones de la computadora indicaban de seis a treinta millones, pero Gearing consideraba esas cantidades sumamente conservadoras. Cuantos más murieran mejor, obviamente… porque en ese caso la gente suplicaría que le dieran la vacuna A, acelerando así su propia muerte. La clave de la cosa residía en que si los receptores desarrollaban anticuerpos Shiva, la vacuna podría explicarlo… ya que la A era una vacuna con virus vivo, como todos sabrían. Sólo que un poco más vivos de lo necesario. Pero cuando se dieran cuenta, sería demasiado tarde.

En Nueva York era diez horas más tarde. Clark, Popov, Sullivan y Chatham estaban mirando la cobertura televisiva de los Juegos Olímpicos, como millones de estadounidenses. No podían hacer otra cosa. Todos estaban bastante aburridos (no eran maratonistas) y los pasos de los corredores líderes eran siempre iguales, como eslabones de una cadena perfecta.

—Debe ser horrible correr con tanto calor —comentó Sullivan.

—No es divertido —coincidió Clark.

—¿Alguna vez corrió una carrera de esta clase?

—No —negó con la cabeza—. Pero he corrido mucho en mi vida, principalmente en Vietnam. Allí también hacía mucho calor.

—¿Estuvo en Vietnam? —se interesó Popov.

—Un año y medio. En el Tercer SOG… Grupo de Operaciones Especiales.

—¿Haciendo qué?

—Principalmente miraba e informaba. También participé en algunas operaciones serias… ataques aéreos, asesinatos, esas cosas. En fin, eliminar gente que no nos gustaba —habían pasado treinta años, pensó John. Treinta años. Había consagrado su juventud a un conflicto bélico, y sus mejores años a otro, y ahora, al acercarse a la vejez dorada, ¿qué diablos haría? ¿Sería posible lo que les había dicho Popov? Parecía tan irreal, pero el episodio del Ébola había sido más real que la mierda. Recordaba haber volado por el mundo por culpa de ese virus, y recordaba la noticia que había sacudido a su país hasta los cimientos… y recordaba la terrible venganza de Estados Unidos. Más que nada, recordaba haber estado con Ding Chávez en un techo de Teherán y haber dirigido dos bombas inteligentes contra el responsable de aquella desgracia, aplicando por primera vez la nueva doctrina del presidente. Pero si esto era real, si este «proyecto» que Popov les había contado era tal como él decía, ¿qué haría su país al respecto? ¿El tema podría resolverse por vía legal o no? ¿Esa gente podría ser juzgada? Si no, entonces… ¿qué? Las leyes no habían sido escritas para crímenes de semejante magnitud, y el juicio sería un circo horrendo que propagaría noticias que harían temblar al mundo hasta sus cimientos. Que una corporación tuviera el poder de hacer cosas como esa…

Clark tuvo que admitir que su mente no se había expandido lo suficiente para abarcar la totalidad de la idea. Había actuado en respuesta a ella, pero en realidad no la había aceptado. Era un concepto demasiado monstruoso.

—Dimitri, ¿por qué dijo que estaban haciendo esto?

—Son druidas, John Clark, veneran la naturaleza como si fuera un dios. Dicen que los animales son dueños de los lugares, no así los humanos. Dicen que quieren restaurar la naturaleza… y para eso están dispuestos a matar a toda la humanidad. Es una locura, lo sé, pero es lo que me dijeron. En mi cuarto en Kansas encontré videos y revistas que proclaman esas creencias. No sabía que existía gente así. Dicen que la naturaleza nos odia, que el planeta nos odia por lo que nosotros (los hombres) hemos hecho. Pero el planeta no tiene mente y la naturaleza no tiene voz para hablar. No obstante, ellos creen que sí las tienen. Es asombroso —concluyó el ruso—. Es como si hubiera descubierto un nuevo movimiento religioso, demencial y fanático, cuyos dioses exigen nuestra muerte, el sacrificio humano o como demonios quiera llamarlo —agitó las manos, frustrado por su incapacidad de comprenderlo.

—¿Sabemos qué aspecto tiene este tipo Gearing? —preguntó Noonan.

—No —dijo Chávez—. Nadie me dijo cómo es. Supongo que el coronel Wilkerson lo conoce, pero no quiero preguntarle.

—Dios santo, Ding, ¿cómo puede ser posible?

—Supongo que lo sabremos en unas horas, viejo. Sé que algo parecido ocurrió una vez, y sé que John y yo eliminamos al bastardo responsable. En cuanto al aspecto técnico, tendría que preguntarle a Patsy. No sé nada de biología. Ella sí.

—Dios —concluyó Noonan, mirando la entrada a la sala de la bomba. Los tres se acercaron a un concesionario y compraron vasos de medio litro de Coca-Cola. Luego se sentaron a vigilar la puerta pintada de azul. La gente pasaba todo el tiempo, pero nadie se acercaba.

—¿Tim?

—¿Sí, Ding?

—¿Podrías arrestar a este tipo?

Noonan asintió.

—Creo que sí. La conspiración para cometer el asesinato se originó en Estados Unidos y el sujeto es ciudadano estadounidense, de modo que sí, podría arrestarlo. Incluso podría ir un paso más allá. Si lo raptamos y lo llevamos a Estados Unidos… bueno, a las cortes les importa un bledo cómo llegan los acusados al banquillo. Lo importante es que lleguen a ser juzgados, sabes.

—¿Cómo diablos haremos para sacarlo del país? —se preguntó Chávez. Activó su teléfono celular.

Clark levantó el tubo del STU-4. El sistema encriptado de Ding tardó cinco segundos en entrar al suyo. Finalmente, la voz de la computadora anunció Línea segura, seguida por dos bips.

—¿Hola?

—John, soy Ding. Tengo una pregunta.

—Dispara.

—Si atrapamos a este tipo Gearing, ¿qué hacemos con él? ¿Cómo lo llevamos de regreso a Estados Unidos?

—Buena pregunta. Déjame pensarlo.

—Bueno —línea muerta. Lo más lógico era llamar a Langley, pero, lamentablemente, el DCI no estaba en su oficina. La llamada fue desviada inmediatamente a su domicilio particular.

—¿Qué carajo está pasando allá, John? —preguntó Ed Foley desde la cama.

Clark le dijo todo lo que sabía. Tardó aproximadamente cinco minutos.

—Tengo a Ding vigilando el único lugar donde pueden hacerlo y…

—Dios santo, John, ¿la cosa va en serio? —preguntó Foley. Apenas podía respirar.

—Lo sabremos cuando ese tipo Gearing se aparezca con el recipiente del virus, supongo —replicó Clark—. Si lo hace, ¿cómo regresarán Ding, sus hombres y Gearing al país?

—Déjame pensarlo. ¿Cuál es tu número? —John se lo dijo y Foley lo anotó en un papel—. ¿Hace cuánto te enteraste de esta locura?

—Menos de dos horas. El ruso está aquí conmigo. Estamos en una casa segura del FBI en Nueva York.

—¿Carol Brightling está implicada en esto?

—No estoy seguro. Su exmarido está metido hasta las pelotas —respondió Clark.

Foley cerró los ojos y pensó.

—Sabes, hace poco me llamó y me preguntó por ustedes. Ella consiguió las nuevas radios de E-Systems. Habló conmigo como si estuviera absolutamente al tanto de la existencia del Rainbow.

—No está en mi lista, Ed —señaló Clark. Él había aprobado personalmente a todas las personas con acceso a Rainbow.

—Sí, veré de qué se trata. OK, déjame averiguar un par de cosas. Volveré a llamarte.

—Bueno —Clark cortó la comunicación—. Tenemos un tipo del FBI con el equipo de Sydney —les dijo a los demás.

—¿Quién es? —preguntó Sullivan.

—Tim Noonan. ¿Lo conocen?

—¿Hacía apoyo técnico en el CRR?

Clark asintió.

—El mismo.

—Escuché hablar de él. Supuestamente es muy eficaz.

—Lo es. Nos salvó la vida en Hereford, probablemente salvó a mi esposa e hija también.

—Entonces… él podría arrestar a ese topo Gearing. Legalmente, quiero decir.

—Sabe, nunca me preocupó demasiado imponer la ley… generalmente impongo la política, pero no la ley.

—Supongo que las cosas son distintas en la CIA, ¿eh? —preguntó Sullivan con una sonrisa. El factor James Bond jamás desaparecía del todo, ni siquiera con la gente más avezada.

—Sí, un poco.

Gearing salió del hotel con una mochila al hombro (como la mayoría de la gente) y le hizo señas a un taxi. La maratón terminaría dentro de media hora. Se descubrió mirando (con mirada no exenta de piedad) a la gente que llenaba las aceras. Los australianos parecían un pueblo amistoso y lo que había visto del país era sumamente agradable. Se preguntó por los aborígenes, por lo que podría pasarles, y también por los bosquimanos del desierto de Kalahari y otras tribus del mundo, tan apartadas de la vida normal que no quedarían expuestas al virus Shiva bajo ningún concepto. Si el destino les sonreía, mejor. Esa clase de gente no dañaba la naturaleza per se. Además, eran demasiados pocos para causar daño aunque quisieran. Pero no querían, adoraban los árboles y el trueno tal como lo hacían los miembros del proyecto. ¿De ser más numerosos habrían presentado problemas? Probablemente no. Los bosquimanos podrían dispersarse, pero sus costumbres les impedirían modificar el carácter esencial de la tribu, y, aunque aumentarían en número, probablemente no resultarían peligrosos. Lo mismo pasaría con los aborígenes australianos. No quedaban muchos desde la llegada de los europeos, después de todo, y habían tenido milenios para asolar el continente. Entonces… el proyecto perdonaría muchas vidas, ¿no? La idea de que Shiva sólo mataría a los enemigos de la naturaleza consoló vagamente al coronel retirado. Dejó de preocuparse por la gente que veía por la ventanilla del taxi.

El taxi frenó en la parada del estadio. Pagó la tarifa (más una generosa propina), bajó y se dirigió a la enorme estructura de concreto. Al llegar a la entrada mostró su pase de seguridad. Empezó a sentir escalofríos. Probaría su vacuna B de manera muy inmediata, primero al liberar el virus Shiva en el sistema de niebla refrigerante y luego al respirar las mismas nanocápsulas que los miles de turistas allí reunidos. Si la vacuna B no funcionaba, se estaría autocondenando a una muerte espantosa… pero siempre lo había sabido. Valía la pena correr el riesgo.

—Ese holandés es muy resistente —dijo Noonan. Willem terHoost llevaba la delantera marcando el ritmo. Probablemente batiría un nuevo récord a pesar de las condiciones climáticas. El calor había eliminado a muchos corredores. Muchos de ellos aminoraban la marcha para beber un refresco y algunos pasaban bajo las duchas para refrescarse, aunque los comentaristas decían que el agua endurecía los músculos de las piernas y por lo tanto era nociva para los maratonistas. No obstante, la mayoría buscaba un alivio momentáneo o aceptaba vasos de agua helada.

—Autoabuso —dijo Chávez. Miró el reloj y habló por radio—. Comando a Tomlinson.

—Aquí estoy, jefe —oyó Chávez.

—Vamos a relevarlos.

—Entendido, todo bien por aquí, jefe —replicó el sargento desde la sala cerrada.

—Vamos —Ding se levantó, seguido por Pierce y Noonan. Estaban a pocos metros de la puerta azul. Hizo girar el picaporte y entraron.

Tomlinson y Johnston se habían ocultado en las sombras, en el extremo opuesto. Recién salieron al reconocer a sus compañeros.

—OK, quédense cerca y manténgase alertas —les ordenó Chávez.

—Entendido —dijo Homer Johnston camino a la puerta. Estaba sediento y planeaba conseguir algo para beber… además de sacudir el ruido de la bomba de sus oídos.

El ruido era perturbador, Chávez pudo comprobarlo en los primeros minutos. No demasiado fuerte, pero sí constante, como un motor de automóvil. Penetraba hasta el límite de la conciencia y no se iba más. El ruido de una colmena, pensó después. Tal vez eso fuera lo más molesto.

—¿Por qué dejamos la luz prendida? —preguntó Noonan.

—Buena pregunta —Chávez apagó la luz. La sala quedó a oscuras, excepto por un hilo de luz que se filtraba bajo la puerta de acero. Fue hasta la pared opuesta y se apoyó contra su dura superficie mientras sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad.

Gearing llevaba puesto un pantalón corto, botas cortas y zoquetes. Los locales habían adoptado esa vestimenta para defenderse del calor y a él le resultaba muy cómoda, igual que la mochila y el sombrero liviano. El estadio estaba atestado de fanáticos que anhelaban presenciar las ceremonias de clausura. Muchos de ellos se detenían bajo los rociadores de niebla para aliviarse del opresivo calor. Los meteorólogos locales habían explicado ad nauseam, cómo la versión local del fenómeno El Niño había afectado el clima global e infligido temperaturas inusualmente altas a su país. Aparentemente, tenían necesidad de disculparse por los horrores climáticos. Gearing estuvo a punto de reírse. ¿Disculparse por un fenómeno natural? Qué ridículo. Avanzó en dirección a su objetivo y pasó junto a Homer Johnston, que bebía pacíficamente su Coca-Cola.

—¿Podría usar algún otro lugar? —preguntó Chávez en la oscuridad, súbitamente preocupado.

—No —replicó Noonan—. Verifiqué el panel al llegar. Todo el sistema de niebla refrigerante del estadio parte de esta sala. Si pasa, pasará aquí.

—Si pasa —repitió Chávez, esperando que no pasara. Si así fuera, buscarían al teniente coronel Wilkerson, averiguarían dónde se alojaba ese tal Gearing, lo llamarían y tendrían una charlita amistosa con él.

Gearing divisó la puerta azul y miró en torno. Los soldados del SAS eran fáciles de detectar si uno conocía su uniforme. Vio dos policías de Sydney caminando por los pasillos, pero ningún hombre de seguridad armado. Hizo una pausa a pocos metros de la puerta. Los nervios habituales de toda misión, pensó. Estaba a punto de hacer algo que no tenía punto de retorno. Se preguntó por milésima vez si realmente quería hacerlo. Estaba rodeado de seres humanos, hombres y mujeres iguales a él, con sueños, esperanzas y aspiraciones… Pero no, esa gente no pensaba lo mismo que él, ¿verdad? No entendían nada, no sabían qué era importante y qué no. No veían a la naturaleza como lo que era, y debido a eso llevaban vidas que sólo apuntaban a lastimarla o incluso a destruirla. Conducían autos que inyectaban hidrocarbonos en la atmósfera, usaban químicos que contaminaban el agua, pesticidas que mataban pájaros o les impedían reproducirse, aerosoles que destruían la capa de ozono. Estaban matando a la naturaleza con casi todos los actos de sus vidas. No les importaba. Ni siquiera intentaban comprender las consecuencias de lo que estaban haciendo, y por lo tanto, no, no tenían derecho a vivir. Su trabajo era proteger a la naturaleza, eliminar la escoria del planeta, restaurar y salvar. Debía hacerlo. Decidido, Wil Gearing avanzó hacia la puerta azul, buscó la llave en su bolsillo y la introdujo en la cerradura.

—Comando, aquí Johnston, ¡tienen compañía! Hombre blanco, shorts kaki, camisa polo roja y mochila —anunció Homer por micrófono. A su lado, el sargento Tomlinson comenzó a caminar en esa dirección.

—Levanten la cabeza —dijo Chávez en la oscuridad. Se veían dos sombras en la rendija de luz. Luego se escuchó el sonido de la llave en la cerradura, y luego otro hilo de luz, esta vez vertical. La puerta se abrió dando paso a una silueta humana… y con la misma rapidez Chávez supo que lo que estaba pasando era real después de todo. Las luces revelarían acaso un monstruo inhumano, algo de otro planeta, o…

… solamente un hombre. Sí, un hombre como ellos. De aproximadamente cincuenta años, cabello entrecano. Un hombre que sabía lo que iba a hacer. Tomó la pinza que colgaba del tablero de la pared, se quitó la mochila, y aflojó las correas que la sujetaban. A Chávez le parecía estar viendo una película, algo separado de la realidad. El hombre apagó el motor de la bomba, poniendo fin al espantoso zumbido. Luego cerró la válvula y llevó la pinza hacia…

—Quieto, compañero —dijo Chávez, emergiendo de las sombras.

—¿Quién es usted? —preguntó sorprendido el hombre. Su cara era transparente. Estaba haciendo algo que no debía. Lo sabía, y ahora alguien más lo sabía.

—Podría hacerle la misma pregunta, salvo que yo sé quién es usted. Wil Gearing. ¿Qué se propone hacer, señor Gearing?

—Simplemente vine a reemplazar el recipiente de cloro del sistema de niebla refrigerante —replicó Gearing aterrado al ver que ese latino conocía su nombre. ¿Cómo era posible? ¿Sería parte del proyecto? ¿Y si no lo era? ¿Entonces qué? Era como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Le dolía todo el cuerpo.

—¿Ah, sí? Vamos a ver, señor Gearing. ¿Tim? —Chávez le indicó a Noonan que revisara la mochila. El sargento Pierce se quedó atrás, la mano apoyada sobre la pistola y los ojos clavados en el visitante.

—Parece normal —dijo Noonan. Si era una imitación, era perfecta. Tuvo la tentación de desenroscar la tapa, pero tenía buenas razones para no hacerlo. Chávez retiró el recipiente de cloro de la bomba.

—A mí me parece que está bastante lleno, compañero. Todavía no hay que reemplazarlo, mucho menos con algo llamado Shiva. Ten mucho cuidado con ese otro, Tim.

—Ni que lo digas —Noonan guardó el recipiente en la mochila de Gearing y ajustó las correas—. Lo haremos revisar. Está arrestado, señor Gearing. Tiene derecho a permanecer callado. Tiene derecho a que haya un abogado presente durante el interrogatorio. Si no puede pagar un abogado, nosotros le pondremos uno. Todo lo que diga a partir de ahora podrá ser usado en su contra en el tribunal. ¿Conoce sus derechos, señor?

Gearing estaba temblando. Miró la puerta, preguntándose si podría…

… no, imposible. Tomlinson y Johnston eligieron precisamente ese momento para entrar.

—¿Lo tienen? —preguntó Homer.

—Sí —replicó Ding. Abrió su teléfono celular y llamó a Estados Unidos. Los sistemas encriptados nuevamente cumplieron el proceso de sincronización—. Lo tenemos —le dijo Chávez a Rainbow Six—. Y tenemos el recipiente, o como quieran llamarlo. ¿Cómo carajo volvemos a casa?

—Hay un C-17 de la Fuerza Aérea en Alice Springs. Los estaré esperando.

—OK, veré si podemos llegar. Hasta luego, John —Chávez apretó la tecla END y miró a su prisionero—. OK, compañero, vendrás con nosotros. Si cometes una estupidez el sargento Pierce te meterá una bala en la cabeza. ¿No es cierto, Mike?

—Sí, señor, no le quepa duda que lo haré —respondió Pierce con una voz salida de la tumba.

Noonan reabrió la válvula y encendió el motor de la bomba. Luego volvieron al estadio y fueron hasta la parada de taxis. Tomaron dos vehículos hasta el aeropuerto. Allí tuvieron que esperar una hora y media para abordar el 737 que los llevaría a Alice Springs. El vuelo duraría aproximadamente dos horas.

Alice Springs se encuentra en el centro mismo de esa isla continental llamada Australia, cerca de la cadena montañosa McDonnell. Ciertamente era un lugar bastante extraño para encontrar equipos tecnológicos de última generación, pero allí estaban las enormes antenas de los radares que recibían información de reconocimiento, inteligencia electrónica y satélites de comunicaciones militares. El complejo era operado por la Agencia de Seguridad Nacional, ASN, cuya central se encuentra en Fort Meade, Maryland, entre Baltimore y Washington.

El vuelo de Qantas estaba casi vacío, y al llegar al aeropuerto una camioneta los llevó directamente a la terminal de la USAF, que era sorprendentemente cómoda a pesar del calor.

—¿Usted es Chávez? —preguntó el sargento en el área VIP.

—Así es. ¿Cuándo sale el avión?

—Los están esperando, señor. Venga por aquí.

Subieron a otra camioneta que los llevó a la puerta del avión, donde un sargento uniformado los invitó a subir a bordo.

—¿Adónde vamos, sargento? —preguntó Chávez.

—Primero a Hickam, en Hawaii, señor. Luego a Travis, California.

—Me parece bien. Dígale al piloto que podemos despegar.

—Sí señor —el jefe de la tripulación lanzó una carcajada, cerró la puerta y fue hacia la cabina de mando.

Ese monstruoso transporte aéreo parecía una caverna móvil, y aparentemente no había más pasajeros a bordo. Gearing no estaba esposado, para decepción de Ding, y se comportaba dócilmente, aunque vigilado de cerca por Noonan.

—Y bien, ¿quiere que hablemos un poco, señor Gearing? —preguntó el agente del FBI.

—¿Qué tiene para ofrecerme?

Noonan supuso que Gearing tenía que hacer esa pregunta. No obstante, era una señal de debilidad. La respuesta fue fácil:

—Su propia vida, si tiene suerte.