VUELOS DE NECESIDAD
El miedo era tan malo como el horror. Popov jamás había sentido miedo en sus épocas de oficial de inteligencia. Había pasado momentos de tensión, especialmente al comienzo de su carrera, pero poco a poco había adquirido confianza en sus capacidades… que se transformaron para él en una suerte de manta protectora, cuyos cálidos pliegues eran cifra y consuelo de su alma. Pero ya no.
Ahora estaba en un lugar extraño. No sólo en tierra extranjera, aunque él era un bicho de ciudad. Sabía hacerse humo en las ciudades, evaporarse a tal punto que ninguna policía del mundo había podido encontrarlo jamás. Pero esto no era una ciudad. Desmontó a cien metros de la parada de ómnibus y le quitó la montura y las riendas a Buttermilk. Un caballo con montura y sin jinete llamaría la atención seguramente, pero un caballo pastando solitario no, no allí precisamente, donde tanta gente tenía caballos por placer. Saltó el alambrado de púas y caminó hasta el refugio. Estaba vacío. No había ningún horario adherido a las paredes pintadas de blanco. Era la más simple de las estructuras, aparentemente de concreto, con techo grueso para soportar el peso de las nevadas invernales… y acaso sobrevivir a los tornados de los que tanto había escuchado hablar. El banco también era de concreto. Decidió sentarse un momento para ver si dejaba de temblar. Jamás se había sentido así en toda su vida. Tenía miedo… Si esos tipos estaban dispuestos a matar millones (miles de millones) de gente, seguramente no tendrían el menor reparo en acabar con su vida solitaria. Tenía que huir.
Diez minutos después de llegar al refugio miró su reloj y se preguntó si pasarían ómnibus a esa hora. Si no, bueno, había autos y camiones, y tal vez…
Caminó hasta la banquina y levantó la mano. Los autos pasaban a más de ciento treinta kilómetros por hora. La velocidad les impediría a sus conductores ver a Popov en la oscuridad… Ni pensar en frenar de golpe. Pero quince minutos después, una camioneta Ford color crema frenó al costado de la ruta.
—¿A dónde vas, hermano? —preguntó el conductor. Parecía un granjero. Tendría unos sesenta años… Su rostro y su cuello ostentaban surcos profundos. Demasiadas tardes al sol, pensó Popov.
—Al aeropuerto más cercano. ¿Puedes llevarme? —dijo Dimitri, y subió a la camioneta. El conductor no tenía puesto el cinturón de seguridad, lo cual iba probablemente contra la ley, pero bueno… lo mismo podía decirse del asesinato a sangre fría. Razón de más para salir corriendo de ese lugar endemoniado.
—Claro, justo tengo que tomar esa salida. ¿Cómo te llamas?
—Joe… Joseph —dijo Popov.
—Bueno, yo soy Pete. No eres de por aquí, ¿verdad?
—No. Soy inglés —respondió Dimitri, marcando el acento.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te trae por estos lados?
—Negocios.
—¿De qué tipo?
—Soy consultor, una especie de intermediario.
—¿Y cómo fue que llegaste al medio del campo, Joe?
¿Qué carajo le pasaba a ese tipo? ¿Acaso era policía? Hacía preguntas como un miembro del Segundo Directorato.
—Mi, eh, amigo… tuvo una emergencia familiar… y no tuvo más remedio que dejarme en la parada de ómnibus.
—Ah —eso le cerró la boca. Popov bendijo su más reciente mentira. Acabo de asesinar a alguien que quería matarte a ti y a toda la gente que conoces… Era uno de esos momentos en que la verdad no ayudaba a nadie. Se le había disparado la mente. Por cierto, iba mucho más rápido que esa maldita camioneta. El granjero no parecía dispuesto a pisar a fondo el acelerador, a pesar de que todos los vehículos pasaban junto a él como centellas. Era un hombre viejo y evidentemente tenía paciencia de sobra. De haber estado Popov al volante, inmediatamente hubiera averiguado la máxima velocidad del maldito vehículo. A pesar de todo, tardaron sólo diez minutos en llegar al cartel verde de salida. Trató de no clavar el puño en el apoyabrazos cuando el granjero tomó lentamente la salida y dobló en dirección a lo que parecía un pequeño aeropuerto regional. Un minuto después, Pete lo dejaba frente a la puerta de US Air Express.
—Gracias, señor —dijo Popov.
—Que tengas un buen viaje, Joe —dijo el granjero con una amistosa sonrisa de Kansas.
Popov entró rápidamente a la minúscula terminal y fue directo al mostrador.
—Tengo que viajar a Nueva York —dijo—. En primera clase, si fuera posible.
—Bueno, tenemos un vuelo dentro de quince minutos a Kansas City, y desde allí puede tomar un vuelo de US Airways al aeropuerto de La Guardia, ¿señor…?
—Demetrius —replicó Popov, recordando el apellido de la única tarjeta de crédito que le quedaba—. Joseph Demetrius —dijo. Sacó la tarjeta de su billetera y se la entregó al empleado. Tenía un pasaporte con el mismo nombre en una caja de seguridad en Nueva York y la tarjeta de crédito era bastante decente (tenía un alto límite de gastos y no la había usado en los últimos tres meses). El empleado debía creer que cumplía con celeridad sus funciones, pero Popov necesitaba ir al baño. Hizo lo imposible por no demostrar su urgencia física. Recién en ese momento se dio cuenta de que tenía un revólver cargado en la montura. Debía deshacerse de eso inmediatamente.
—OK, señor Demetrius, aquí tiene su primer pasaje, Puerta 1, y este es el del vuelo de Kansas City. Saldrá de la puerta A-34 y tiene un asiento en primera clase, pasillo 2C. ¿Alguna pregunta, señor?
—No, no, gracias. —Popov recibió los pasajes y los guardó en el bolsillo. Luego se dirigió a la sala de espera, se detuvo junto a un tacho de basura y, luego de mirar atentamente a su alrededor, sacó la monstruosa pistola de la alforja, la limpió, y la tiró a la basura. Volvió a mirar en torno. No, nadie lo había visto. Revisó las alforjas por si quedaba algún objeto incriminatorio. Pero no, estaban completamente vacías. Satisfecho, se dirigió al control de seguridad, cuyo magnetómetro afortunadamente no sonó. Recogió las alforjas de cuero, buscó y encontró el baño de hombres, entró, y un minuto después salió sintiéndose más aliviado.
El aeropuerto regional tenía sólo dos puertas, pero también tenía bar. Popov tenía cincuenta dólares en efectivo en la billetera y gastó cinco en un vodka doble, que bebió de un solo trago antes de dirigirse a la puerta de embarque. Una vez allí, le entregó el pasaje al asistente y abordó el avión. Para su sorpresa, vio que el avión tenía hélices. Hacía años que no viajaba en uno de esos. Cinco minutos después, las hélices del Saab 340B empezaron a girar y Popov empezó a relajarse. 35 minutos hasta Kansas City, cuarenta y cinco minutos de espera, y luego a Nueva York en un 737… En primera clase, donde las bebidas alcohólicas eran gratuitas. Lo mejor de todo era que viajaba solo en el lado izquierdo del avión, sin que nadie lo molestara con conversaciones aburridas. Necesitaba pensar, mucho, y rápido… Pero no demasiado.
Cerró los ojos cuando el avión empezó a carretear. El ruido de los motores anulaba todos los demás ruidos. OK, pensó, ¿qué sabes, y qué debes hacer con lo que sabes? Dos preguntas simples, tal vez, pero debía organizar la respuesta a la primera antes de conocer la respuesta a la segunda. Estuvo a punto de rezarle a un Dios en cuya existencia no creía, pero se quedó mirando por la ventana la tierra oscura mientras su mente cavilaba en una oscuridad propia.
Clark se despertó de golpe. Eran las tres de la mañana en Hereford y había tenido un sueño cuya sustancia se había evaporado de su conciencia como una nube de humo, informe e imposible de asir. Sabía que había sido un sueño desagradable, y sólo podía estimar la medida del desagrado por el hecho de que lo había despertado, cosa que ocurría muy raramente, incluso cuando enfrentaba misiones peligrosas. Le temblaban las manos… y no sabía por qué. Intentó despejarse, se dio vuelta y cerró los ojos para seguir durmiendo. Ese día tenía una reunión clave y aburrida: la lacra de su existencia como comandante del Rainbow, el triste papel de contador. Tal vez fuera esa la sustancia de su sueño, pensó con la cabeza en la almohada. Atrapado para siempre en un mar de contadores, dedicado a discutir de dónde venía el dinero y en qué sería gastado…
El aterrizaje en Kansas City fue suave. El Saab carreteó hasta la terminal y las hélices dejaron de girar. Un empleado ató una soga a la punta de la hélice para impedir que siguiera girando mientras desembarcaban los pasajeros. Popov miró su reloj. Había llegado unos minutos antes de lo esperado. Entró a la terminal. Allí, a tres puertas de la A-34, encontró otro bar. Incluso permitían fumar, cosa bastante inusual en un aeropuerto estadounidense. Olió el humo de segunda mano y recordó su juventud, cuando fumaba cigarrillos Trud, y estuvo a punto de pedirle un cigarrillo a alguien. Pero decidió no hacerlo y bebió otro vodka doble en una mesa del rincón, de cara a la pared, ya que no quería que nadie lo recordara. Treinta minutos después, anunciaron su vuelo. Dejó diez dólares sobre la mesa y salió cargando las alforjas vacías. Hubiera preferido tirarlas, pero no era conveniente que subiera al avión con las manos vacías. Las conservó y luego las guardó en el compartimento correspondiente. Afortunadamente el asiento 2-D no estaba ocupado. Decidió sentarse allí y mirar todo el tiempo por la ventana para que la azafata no le viera la cara. El Boeing 737 recorrió velozmente la pista y despegó en la oscuridad. Popov rechazó la bebida que le ofrecieron. Ya había bebido bastante, y aunque un poco de alcohol lo ayudaba a organizar sus pensamientos, el exceso los enturbiaba. Ya tenía suficiente alcohol en el cuerpo como para relajarse, y eso era todo lo que necesitaba.
¿Exactamente de qué se había enterado ese día? ¿Cómo se relacionaba eso con todo lo que había averiguado en el complejo de Kansas? La respuesta a la segunda pregunta era más fácil que la primera: todo lo que había averiguado últimamente no contradecía en nada la naturaleza, localización o el decorado del proyecto. No contradecía las revistas en su mesa de luz ni los videos, tampoco las conversaciones que había escuchado en los pasillos y en la cafetería. Esos locos planeaban destruir el mundo en nombre de sus creencias paganas… ¿pero cómo carajo podría convencer a alguien de que así era? ¿Y exactamente qué información tenía para transmitir… y a quién podría transmitírsela? Tenía que ser alguien que creyera en él y que pudiera hacer algo. ¿Pero quién? Además, tenía el problema adicional de haber asesinado a Foster Hunnicutt… no tenía opción al respecto, tenía que alejarse del proyecto, y la única forma de hacerlo era subrepticiamente. Pero tenían todo el derecho de acusarlo de asesinato, lo cual significaba que la policía intentaría arrestarlo… ¿y entonces cómo haría para impedir que esos lunáticos druidas hicieran lo que se proponían hacer? Ningún policía en el mundo creería su historia. Era demasiado grotesca para ser comprendida por una mente normal… Y seguramente la gente del proyecto tenía los recursos suficientes para evitar cualquier clase de interrogatorio oficial. Esa era la medida de seguridad más rudimentaria, y Henriksen seguramente se había encargado de cumplimentarla en persona.
Carol Brightling estaba en su oficina. Acababa de imprimir una carta dirigida al jefe del equipo donde le anunciaba que tomaría licencia para trabajar en un proyecto científico especial. Había discutido el tema con Arnie van Damm temprano ese día y él no había puesto objeciones graves a su partida. No la extrañarían, había quedado claro. Bueno, pensó mirando fríamente la pantalla de la computadora, tampoco lo extrañarían a él cuando llegara el momento.
Guardó la carta en un sobre, lo cerró, y lo dejó sobre el escritorio de su secretario para que lo enviara a la Casa Blanca al día siguiente. Había hecho su trabajo para el proyecto y para el planeta, y ya era hora de partir. Hacía tanto, tanto tiempo que John no la abrazaba. El divorcio había tenido mucha publicidad. Tuvo que tenerla. Jamás hubiera conseguido ese puesto en la Casa Blanca de haber seguido casada con uno de los hombres más ricos del país. Y así había abjurado de él, y él había condenado públicamente el movimiento, las creencias que ambos habían sostenido diez años atrás cuando formularon la idea del proyecto. Pero él jamás había dejado de creer, y ella tampoco. Así había logrado meterse en el gobierno y obtenido un pase de seguridad que le daba acceso literalmente a todo, incluso a inteligencia operativa, y había transmitido a John toda la información que necesitaba. Más específicamente había accedido a información sobre armas biológicas. Gracias a eso sabían lo que USAMRIID y otros habían hecho para proteger a Estados Unidos, y también sabían cómo modificar a Shiva de manera tal que burlara todas las vacunas posibles, excepto las fabricadas por Horizon Corporation.
Pero el precio había sido alto. John se había paseado en público con toda clase de jovencitas… e indudablemente había intimado con muchas de ellas dado que era un hombre apasionado. No lo habían discutido antes del divorcio, y por esa razón le había resultado sumamente desagradable verlo en los acontecimientos sociales a los que ambos debían asistir, siempre con una bella jovencita colgada del brazo… Siempre con una diferente, eso sí, ya que su única relación seria había sido (y sería) con ella. Carol Brightling pensó que era una buena señal, dado que significaba que ella era la única mujer en la vida de John, y que esas molestas jovencitas eran sólo una manera de disipar sus hormonas masculinas… Pero no le había resultado fácil de ver, y mucho menos de aceptar, sola en su casa, con Jiggs por toda compañía, casi siempre llorando su soledad.
Pero las mezquinas consideraciones personales no eran nada comparadas con el proyecto. Su trabajo en la Casa Blanca sólo había servido para fortalecer sus creencias. Lo había visto todo, desde las especificaciones para nuevas armas nucleares hasta los informes sobre guerra biológica. El intento iraní de propagar una plaga a nivel nacional (que había precedido a su nombramiento) la había asustado y estimulado. Asustado, porque había sido una amenaza real contra su país que podría haber iniciado un esfuerzo masivo para contrarrestar un futuro ataque. Estimulado, porque había comprendido que una defensa eficaz contra esa clase de cosas era difícil, dado que las vacunas siempre correspondían a virus específicos. Y, si lo pensaba mejor, la plaga iraní había despertado la conciencia pública respecto a la guerra biológica, y eso facilitaría la distribución y venta al público de la vacuna A… Y además los burócratas del gobierno, allí y en todas partes del mundo, se lanzarían sobre la curación milagrosa. Incluso regresaría a su oficina en el OEOB en el momento adecuado para exigir la aprobación de esa medida esencial para la salud pública… y confiarían en ella.
Salió de su oficina, dobló a la izquierda por el pasillo, luego nuevamente a la izquierda, y bajó la escalera hasta su auto estacionado. Veinte minutos después cerró su auto y entró a su departamento, donde fue recibida por el fiel Jiggs, que saltó a sus brazos y restregó su peluda cabeza contra sus pechos, como de costumbre. Sus diez años de miseria habían terminado, y aunque el sacrificio había sido duro de soportar, la recompensa sería un planeta nuevamente verde, y una naturaleza devuelta a su merecida gloria.
Era bueno estar de regreso en Nueva York. Aunque no se atrevía a volver a su departamento, por lo menos estaba en una ciudad y podría desaparecer con tanta facilidad como una rata por un tirante. Le pidió al taxista que lo llevara a Essex House, un hotel de categoría en Central Park South, donde se registró con el nombre de Joseph Demetrius. Como era de esperar, había un minibar en la habitación, y mezcló un poco de agua con dos botellitas de vodka estadounidense. Estaba demasiado ansioso para molestarse por la calidad inferior de la bebida. Luego, una vez tomada su decisión, llamó a la aerolínea para confirmar la información del vuelo, miró su reloj, llamó a la recepción y le pidió al conserje que lo despertara a las 3.30 de la madrugada. Se derrumbó en la cama sin desvestirse. Tendría que hacer algunas compras rápidas en la mañana y también pasar por el banco a retirar su pasaporte de la caja de seguridad. Luego retiraría quinientos dólares de un cajero ATN, cortesía de su Mastercard Demetrius, y estaría a salvo… Bueno, si no del todo a salvo, al menos más de lo que estaba ahora, lo suficiente para abrigar cierta confianza en sí mismo y en su futuro. Sólo tendría futuro si el proyecto era abortado. Si no, pensó cerrando los ojos, por lo menos sabría qué cosas evitar para seguir con vida. Probablemente.
Clark se despertó a la hora de siempre. JC estaba durmiendo mejor ahora, a sus dos semanas de vida, y esa mañana se había sincronizado con el amo del hogar. John pudo comprobarlo al emerger de su afeitada matinal y escuchar los chillidos de su nieto en el dormitorio que compartía con Patsy. El ruido despertó a Sandy, quien, aunque se las ingeniaba para ignorar el despertador de John, respondía obviamente a sus instintos maternales. Fue a la cocina, encendió la máquina de café y abrió la puerta del frente para recoger la edición matutina del Times, el Daily Telegraph y el Manchester Guardian. La calidad de la escritura de los diarios británicos era mejor que la de la mayoría de los diarios estadounidenses, y los artículos eran mucho más concisos.
El hombrecito estaba creciendo, pensó John cuando Patsy entró en la cocina con JC prendido al pecho izquierdo y Sandy detrás. Pero su hija no tomaba café últimamente, evidentemente temía que la cafeína perjudicara la leche materna. En cambio, ella también tomaba leche. John Conor Chávez estaba totalmente dedicado a su desayuno y, diez minutos después, su abuelo hacía lo propio mientras escuchaba el informativo radial de la BBC. La radio y los diarios confirmaban que el mundo estaba esencialmente en paz. La noticia más importante eran los Juegos Olímpicos, que Ding les comentaba cada noche (cada mañana para él, dados los husos horarios que los separaban). Los comentarios solían terminar con el teléfono apoyado sobre la carita de JC para que su orgulloso padre pudiera escuchar los gorgoritos que ocasionalmente emitía (casi nunca cuando los adultos más lo deseaban).
A las 6:30 John salió de su casa y, a diferencia de otras mañanas, se dirigió al campo atlético para ejercitarse un poco. Los hombres del Comando 1 ya estaban allí y, aunque faltaban varios debido a los últimos acontecimientos, se los veía orgullosos y recios como de costumbre. El sargento Fred Franklin lideraba la práctica esa mañana y Clark intentó seguir sus instrucciones, sin la capacidad de los hombres jóvenes pero con enérgica voluntad… ganándose varias miradas de respeto, aunque también algunos comentarios despectivos dirigidos al viejo pedorro que creía ser lo que no era. El también menguado Comando 2 estaba en el otro extremo del campo, liderado por el sargento mayor Eddie Price. Media hora después, John volvió a ducharse… hacerlo dos veces en noventa minutos casi todos los días siempre le había parecido raro, pero la ducha del despertar era parte fundamental de su vida y no podía desecharla y, luego de ejercitarse y transpirar con las tropas, siempre necesitaba otra. Una vez duchado, vestido con su «traje de jefe», entró en el edificio central, chequeó la máquina de fax, como siempre, y encontró un mensaje del FBI donde le informaban que no había novedades en el caso Serov. Un segundo fax decía que le enviarían un paquete desde Whitehall esa mañana temprano, pero no especificaba qué clase de paquete. Bueno, pensó John yendo hacia la máquina de café, ya lo descubriría a su debido tiempo.
Al Stanley llegó poco antes de las ocho, todavía afectado por las heridas recibidas… pero recuperándose bastante bien por tratarse de un hombre de su edad. Bill Tawney llegó dos minutos después. Acababa de comenzar un nuevo día de trabajo para el comando Rainbow.
***
El teléfono lo despertó de golpe. Popov buscó el tubo en la oscuridad, erró, volvió a intentarlo.
—Hola —masculló.
—Son las tres treinta, señor Demetrius —dijo el conserje.
—Sí, gracias —replicó Dimitri Arkadeyevich.
Encendió la luz y deslizó los pies sobre la alfombra. Junto al teléfono había una nota con el número que debía marcar: nueve… cero-uno-uno-cuatro-cuatro…
Alice Foorgate llegó unos minutos más temprano. Guardó su cartera en el cajón del escritorio, se sentó, y empezó a revisar sus notas sobre lo que, supuestamente, debía suceder durante el día. Ah, tendrían reunión de presupuesto. El señor Clark estaría malhumorado hasta después de almorzar. En ese momento sonó el teléfono.
—Necesito hablar con el señor John Clark —dijo una voz.
—¿Podría decirme quién lo llama?
—No —dijo la voz—. No puedo.
La secretaria parpadeó, confundida. Estuvo a punto de responder que no podía pasar una llamada en esas condiciones, pero no lo hizo. Era demasiado temprano para mostrarse desagradable. Dejó la llamada en espera y apretó otro botón.
—Tiene un llamado por línea uno, señor.
—¿Quién es? —preguntó Clark.
—No quiso decirme, señor.
—OK —gruñó John. Cambió de botones y dijo—: Habla John Clark.
—Buen día, señor Clark —lo saludó la voz anónima.
—¿Quién habla?
—Tenemos un conocido en común. Su nombre es Sean Grady.
—¿Sí? —Clark aferró el tubo con fuerza y apretó la tecla RECORD del grabador anexado al teléfono.
—Por consiguiente, es probable que me conozca como Iosef Andréyevich Serov. Tendríamos que encontrarnos, señor Clark.
—Sí —replicó John casualmente—, me gustaría. ¿Cómo hacemos?
—Hoy mismo, en Nueva York. Tome el vuelo 1 del Concorde de British Airways al aeropuerto JFK. Nos encontraremos a la una de la tarde en la entrada del Central Park Zoo. El edificio de ladrillo rojo que parece un castillo. Estaré allí exactamente a las once en punto. ¿Alguna pregunta?
—Supongo que no. OK, a las once en punto en Nueva York.
—Gracias. Adiós —línea muerta. Clark volvió a cambiar de botones.
—Alice, ¿podría llamar a Bill y Alistair, por favor?
Ambos llegaron en menos de tres minutos.
—Escuchen esto, muchachos —dijo John, y pulsó la tecla PLAY del grabador.
—Demonios —murmuró Bill Tawney un segundo antes de que Al Stanley hiciera lo propio—. ¿Quiere encontrarse contigo? Me pregunto por qué.
—Sólo hay una manera de averiguarlo. Tengo que tomar el Concorde a Nueva York. Al, ¿podemos despertar a Malloy para que me lleve a Heathrow?
—¿Vas a ir? —preguntó Stanley. La respuesta era obvia.
—¿Por qué no? Diablos —sonrió John—, tendré que faltar a la jodida reunión de presupuesto.
—No sé. Podrías correr peligro.
—Haré que el FBI envíe algunos hombres para protegerme, y llevaré a un viejo amigo —acotó Clark, aludiendo a su Beretta .45—. Estamos tratando con un agente secreto profesional. Él corre más peligro que yo, a menos que tenga una operación muy elaborada en marcha. Como sea, tendremos que averiguarlo. Quiere encontrarse conmigo. Es un profesional, y eso significa que quiere decirme algo… o tal vez preguntarme algo. Pero me inclino por la primera opción, ¿qué les parece?
—No me queda otro remedio que estar de acuerdo —dijo Tawney.
—¿Alguna objeción? —Clark quería conocer la opinión de sus subordinados jerárquicos. No plantearon objeciones. Estaban tan intrigados como él, pero querían mucha seguridad en Nueva York. Eso no sería un problema, John estaba seguro.
Miró su reloj.
—Son casi las cuatro de la mañana en Nueva York… y quiere que nos encontremos hoy. Está bastante apurado. ¿A qué podrá deberse tanta prisa? ¿Alguna sugerencia?
—Tal vez quiera decirte que no tuvo vinculación alguna con el atentado al hospital. ¿Aparte de eso…? —Tawney se limitó a sacudir la cabeza.
—El timing es un problema. El vuelo sale a las diez treinta, John —señaló Stanley—. Ahora son las tres treinta en la costa este de Estados Unidos. Nadie trabaja a esa hora.
—Entonces tendremos que despertarlos —Clark miró el teléfono y marcó el número de la central del FBI.
—FBI —respondió otra voz anónima.
—Necesito hablar con el subdirector Chuck Baker.
—No creo que el señor Baker esté en la dependencia.
—Ya lo sé. Llámelo a su casa. Dígale que lo llama John Clark —casi pudo escuchar el carajo al otro extremo de la línea… pero una voz importante había dado una orden, y sería cumplida.
—Hola —dijo otra voz, un tanto soñolienta, un minuto después.
—Chuck, habla John Clark. Apareció algo en el caso Serov.
—¿Qué? —¿Y por qué carajo no puede esperar cuatro horas?, omitió decir.
John le dio las explicaciones del caso… y lo escuchó despertar de golpe.
—OK —dijo Baker—. Varios muchachos de Nueva York irán a buscarte a la terminal, John.
—Gracias, Chuck. Lamento haberte despertado tan temprano.
—Sí, John. Hasta luego.
El resto fue fácil. Malloy llegó a la oficina luego del entrenamiento matinal y ordenó que le prepararan el helicóptero. No tardó mucho. El único dolor de cabeza fue tener que filtrarse entre el denso tráfico aéreo, pero el helicóptero finalmente aterrizó en la terminal de aviación general y un vehículo de seguridad del aeropuerto trasladó a John a la terminal apropiada veinte minutos antes del vuelo. Pasó por alto los controles de seguridad, ahorrándose la vergüenza de tener que explicar por qué llevaba una pistola (algo que en el Reino Unido equivalía a anunciar que uno padecía lepra contagiosa). El servicio era sumamente británico y tuvo que rechazar una copa de champagne antes de abordar el avión. Finalmente anunciaron el vuelo y Clark abordó el avión más veloz del mundo hacia el aeropuerto JFK en Nueva York. El capitán les dio la habitual bienvenida y un tractor arrastró al enorme Concorde hacia la pista. En menos de cuatro horas estaría de vuelta en su país, pensó John. ¿No era una maravilla el transporte aéreo? Pero lo mejor de todo era que tenía sobre las rodillas el paquete que acababan de enviarle. Eran los datos personales de un tal Popov, Dimitri Arkadeyevich. Habían editado la información, estaba seguro, pero sería una lectura interesante para el viaje. Gracias, Sergey Nikolayevich, pensó John mientras empezaba a hojear las páginas. Debía ser el auténtico archivo de la KGB. Algunas de las páginas fotocopiadas tenían agujeros en el extremo superior izquierdo, lo cual indicaba que databan de la época en que la KGB usaba alfileres para sujetar las páginas en lugar de ganchos (cosa que habían copiado del MI-6 británico en la década del veinte). Era una trivialidad que sólo los que estaban en el ajo conocían.
Clark estaba a medio camino sobre el Atlántico cuando Popov volvió a despertarse a las siete quince sin necesidad de que lo llamaran. Pidió que le llevaran el desayuno al cuarto y comenzó a acicalarse para el largo día que lo esperaba. A las ocho quince salió del hotel y buscó una tienda de ropa para hombres. La búsqueda resultó frustrante (la mayoría estaban cerradas), pero finalmente encontró una que abría sus puertas a las nueve. Treinta minutos después compró un traje gris, caro pero mal cortado, y varias camisas y corbatas. Volvió a cambiarse a su hotel. Era hora de ir al Central Park.
El edificio que protegía el Central Park Zoo era extraño. Estaba hecho de ladrillo y tenía alcázares en el techo, como para defender el área de un ataque armado. Pero las paredes también tenían ventanas y el edificio estaba emplazado sobre una depresión, no en lo alto de una loma como debía estarlo un castillo. Bueno, los arquitectos estadounidenses tenían ideas propias. Popov recorrió el área, decidido a detectar a los agentes del FBI (¿o tal vez oficiales de la CIA?), que seguramente cubrirían el encuentro… ¿y acaso intentarían arrestarlo? Bueno, no podía hacer nada al respecto. Por fin sabría si ese John Clark era un verdadero oficial de inteligencia. El negocio tenía sus reglas y Clark las respetaría por una cuestión de cortesía profesional. Popov estaba apostando fuerte y Clark lo respetaría precisamente por eso, pero no podía estar seguro. Bueno, en este mundo uno no podía estar seguro de nada.
El Dr. Killgore llegó a la cafetería a la hora de siempre y se sorprendió al no encontrar al ruso ni a Foster Hunnicutt. Bueno, tal vez se habían acostado tarde. Esperó veinte minutos y finalmente se dirigió a las caballerizas. Allí se encontró con otra sorpresa. Buttermilk y Jeremiah estaban en el corral, sin montura y sin riendas. No podía saber que ambos caballos habían regresado solos al corral la noche anterior. Los llevó de vuelta a la caballeriza antes de montar. Esperó otros quince minutos en el corral, preguntándose si sus amigos aparecerían. Como no aparecieron, Kirk Maclean y Killgore se marcharon cabalgando hacia el oeste.
El costado secreto de la actividad podía ser divertido, pensó Sullivan. Allí estaba, conduciendo lo que parecía ser una camioneta Consolidated Edison y vistiendo el overol azul que pregonaba el mismo empleo. La vestimenta era lo suficientemente amplia como para llevar una docena de armas adentro, pero su mejor característica era que lo tornaba invisible. Había tantos uniformes iguales a ese en las calles de Nueva York que nadie les prestaba atención. La discreta misión de vigilancia había sido organizada a los apurones: no menos de ocho agentes en el lugar de la cita, todos con la foto del pasaporte del sujeto Serov. No tenían el peso ni la altura estimados, y eso significaba que estaban buscando un HBC (hombre blanco común), de los que la ciudad de Nueva York tenía por lo menos tres millones para ofrecer.
Dentro de la terminal, su compañero Frank Chatham (prudentemente vestido con traje y corbata) esperaba en la rampa de salida del Vuelo 1 de British Airways. Su correspondiente overol estaba en la camioneta Con Ed que Sullivan había estacionado afuera de la terminal. Ni siquiera conocían a ese tal Clark que habían ido a buscar, pero el subdirector Baker les había dicho que era un tipo muy importante.
El vuelo llegó puntual. Clark, sentado en el 1-C, fue el primero en levantarse y bajar del avión. Detectó inmediatamente a su escolta del FBI.
—¿Me está esperando?
—¿Cómo se llama, señor?
—John Clark. Chuck Baker seguramente…
—Lo hizo. Acompáñeme, por favor —Chatham lo llevó por la vía rápida. Pasaron por alto aduana y migraciones, y una vez más el pasaporte de John no fue sellado para celebrar su entrada a un país soberano. Identificó en el acto la camioneta Con Ed. Sin que nadie le dijera nada, Clark fue hacia ella y subió de un salto.
—Hola, soy John Clark —le dijo al chofer.
—Tom Sullivan. Ya conoce a Frank.
—En marcha, señor Sullivan —dijo John.
—Sí, señor —la camioneta arrancó en el acto. En la parte de atrás, Chatham empezó a desnudarse: debía cambiar su traje por un overol azul igual al de Sullivan.
—Está bien, señor. ¿Qué está pasando aquí?
—Voy a encontrarme con un tipo.
—¿Serov? —preguntó Sullivan. Acababan de entrar en la autopista.
—Sí, pero su verdadero nombre es Popov. Dimitri Arkadeyevich Popov. Fue coronel en la vieja KGB. Tengo su archivo personal, lo leí durante el viaje. Es especialista en terrorismo, y probablemente tiene más contactos que la compañía telefónica.
—Ese individuo puso en marcha el atentado que…
—Sí —John asintió con un dejo de furia—. El atentado contra mi esposa y mi hija. Ellas fueron los blancos primarios.
—¡Carajo! —comentó Chatham, subiendo el cierre del mameluco. No sabían eso—. ¿Y todavía quiere encontrarse con ese topo miserable?
—Negocios son negocios, muchachos —acotó John, preguntándose si de verdad creía lo que estaba diciendo.
—¿Y usted quién es?
—CIA.
—¿Cómo conoce al señor Baker?
—Ahora tengo un trabajo ligeramente distinto y mantengo relaciones con el FBI. Principalmente con Gus Werner, pero últimamente estuve hablando también con Baker.
—¿Usted forma parte del comando que liquidó a los terroristas que atentaron contra el hospital en Inglaterra?
—Soy el jefe —dijo Clark—. Pero no lo anden desparramando por ahí, ¿de acuerdo?
—No se preocupe —replicó Sullivan.
—¿Trabajan en el caso Serov?
—Es uno de los temas que tenemos sobre el escritorio, sí.
—¿Qué tienen sobre él?
—La foto del pasaporte… supongo que usted también la tiene.
—Mejor aún, tengo su foto oficial de la KGB. Es mejor que la del pasaporte, frente y perfil, pero tiene diez años de antigüedad. ¿Qué más tienen?
—Cuentas bancarias, resúmenes de tarjetas de crédito, casilla postal. Sin dirección por el momento. Estamos trabajando en eso.
—¿Por qué lo buscan? —preguntó John.
—Principalmente por conspiración —respondió Sullivan—. Conspiración e incitación de actos terroristas, conspiración y tráfico de drogas ilegales. Los estatutos son muy amplios, y los usamos cuando no tenemos pistas concretas sobre lo que pasa en realidad.
—¿Pueden arrestarlo?
—Claro. In situ —dijo Chatham desde atrás—. ¿Quiere que lo arrestemos?
—No estoy seguro —Clark se respaldó en el incómodo asiento y contempló la silueta de Nueva York. No podía dejar de preguntarse qué demonios estaba pasando. Pronto lo averiguaría, aunque nunca sería lo suficientemente pronto para conocer al hijo de puta que había instigado a un grupo de hombres armados contra su esposa y su hija. Frunció el ceño, pero los agentes del FBI no se dieron cuenta.
Popov creía haber detectado a dos del FBI, por no mencionar a un par de policías uniformados que podían (o no) ser parte de la vigilancia que indefectiblemente se estaría reuniendo en el lugar. Sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Tenía que encontrarse con ese tipo Clark, y el encuentro debía ser en un lugar público. De lo contrario habría tenido que meterse en la boca del león, cosa que no podía resolverse a hacer. Allí al menos tendría la oportunidad de ir caminando hasta la estación del subterráneo y bajar corriendo a tomar el tren. Eso los confundiría bastante y le daría opciones. Tirar el saco del traje al demonio y cambiar de aspecto, ponerse el sombrero que llevaba en el bolsillo del pantalón. Suponía que incluso tendría la chance de evadir el contacto si era necesario. Sería casi imposible que le dispararan en el corazón de la ciudad más grande de Estados Unidos. Pero su mejor opción era hablar con Clark. Si era tan profesional como creía Popov, podrían hacer negocios. Tendrían que hacerlos. Ninguno de los dos tendría otra alternativa, reflexionó Dimitri.
La camioneta cruzó el East River y enfiló hacia el oeste por las calles atestadas. John miró su reloj.
—No se preocupe, señor. Llegaremos diez minutos antes —le dijo Sullivan.
—Bueno —replicó John. Estaba tenso. Se acercaba el momento y debía controlar al máximo sus emociones. Siendo un hombre apasionado, John Terence Clark las había manifestado más de una vez en su trabajo, pero ahora no podría permitírselo. Quienquiera que fuese ese ruso, lo había invitado a encontrarse con él… y eso significaba algo, seguramente. Todavía no sabía qué, pero tenía que ser algo verdaderamente fuera de lo común. Por lo tanto, debía dejar de lado el recuerdo de los peligros corridos por su amada familia. Debía mantener la cabeza fría durante el encuentro. Respiró hondo y se relajó, y poco a poco se fue enfriando. Luego, la curiosidad se apoderó de él. El ruso debía saber que Clark sabía lo que había hecho, y no obstante le había pedido que se encontraran, y rápido. Eso tenía que significar algo, pensó Clark cuando por fin entraron en la Quinta Avenida. Volvió a mirar el reloj. Faltaban catorce minutos para la hora de la cita. La camioneta se detuvo sobre la derecha. Clark bajó y caminó hacia el sur por la vereda colmada de gente. A sus espaldas, los agentes del FBI arrancaron nuevamente la camioneta, estacionaron cerca del edificio de la cita y bajaron. Llevaban demasiados papeles y el disfraz de empleados de Con Ed era demasiado obvio, pensó Clark. Dobló a la derecha, bajó las escaleras y contempló el edificio de ladrillo rojo que alguien había pensado como castillo cien años atrás. No pasó mucho tiempo solo.
—Buen día, John Clark —dijo una voz masculina a sus espaldas.
—Buen día, Dimitri Arkadeyevich —replicó John sin darse vuelta.
—Muy bien —dijo la voz con tono aprobador—. Lo felicito por conocer uno de mis nombres.
—Tenemos buena base de inteligencia —prosiguió John, siempre de espaldas.
—¿Tuvo un vuelo agradable?
—Rápido, diría yo. Nunca había volado en el Concorde. No fue desagradable. Y bien, Dimitri, ¿qué puedo hacer por usted?
—Ante todo deseo pedirle disculpas por mis contactos con Grady y sus hombres.
—¿Y las otras operaciones? —preguntó Clark. Tenía ganas de empezar las apuestas fuertes.
—No le conciernen a usted personalmente, y sólo murió una persona.
—Pero esa persona era una niñita enferma —observó Clark. Inmediatamente lo lamentó; se había apresurado.
—No, yo no tuve nada que ver con el Parque Mundial. Sí con el banco en Berna y el magnate en las afueras de Viena. Esas fueron mis misiones, pero no tuve nada que ver con ese parque de diversiones.
—Por lo tanto está implicado en tres operaciones terroristas. Eso va contra la ley, y usted lo sabe.
—Sí, lo tengo muy presente —replicó secamente el ruso.
—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted? —volvió a preguntar Clark.
—Se trata de lo que yo puedo hacer por usted, señor Clark.
—¿Y qué es? —Seguía sin darse vuelta. Pero debía haber por lo menos media docena de agentes del FBI vigilando, incluso alguno con micrófono grabando la conversación. Con la prisa, Clark no había podido adherir un buen sistema de grabación a su traje.
—Clark, puedo darle el motivo de las misiones y el nombre del individuo que las instigó… es monstruoso. Recién ayer descubrí, todavía no hace veinticuatro horas, el propósito que se esconde detrás de todo esto.
—Y bien, ¿cuál es el objetivo? —preguntó John.
—Matar a casi todos los seres humanos del planeta —replicó Popov.
Clark se detuvo en seco y lo miró por primera vez. La foto de la KGB era muy buena, comprobó satisfecho.
—¿Me está contando el guion de una película? —preguntó fríamente.
—Clark, ayer estaba en Kansas. Allí me enteré del plan de este «proyecto». Maté a la persona que me contó todo para poder escapar. El hombre que maté se llamaba Foster Hunnicutt, era un guía y cazador de Montana. Le disparé en el pecho con su propia Colt calibre cuarenta y cuatro. Fui a la autopista más cercana y conseguí que me llevaran al aeropuerto regional más próximo, y desde allí a Kansas City, y desde allí a Nueva York. Lo llamé desde mi hotel hace menos de ocho horas. Sí, Clark, sé que puede arrestarme. Debe haber personal de seguridad vigilándonos en este preciso instante, presumiblemente del FBI —dijo cuando llegaban al sector de los animales enjaulados—. Sólo tiene que levantar la mano y me arrestarán, y acabo de decirle el nombre de un tipo al que maté y el lugar donde lo hice. Además me tiene por incitar atentados terroristas, y supongo que también por tráfico de drogas. Lo sé, y sin embargo le pedí que nos encontráramos. ¿Supone que le estoy haciendo una broma pesada, John Clark?
—Tal vez no —respondió Rainbow Six, mirándolo fijamente a los ojos.
—Muy bien. En ese caso le propongo que vayamos a la central del FBI o a algún otro lugar seguro. Quiero darle toda la información necesaria bajo circunstancias controladas. Sólo pido que me dé su palabra y me garantice que no seré detenido ni arrestado.
—¿Me creería si le diera mi palabra?
—Sí. Usted es agente de la CIA y conoce las reglas del juego, ¿verdad?
Clark asintió.
—OK, le doy mi palabra… siempre y cuando me esté diciendo la verdad.
—Ojalá estuviera mintiendo, John Clark —dijo Popov—. Ojalá estuviera mintiendo, tovarich…
John lo miró fijamente a los ojos y vio miedo en ellos… no, algo más profundo que el miedo. Ese hombre acababa de llamarlo camarada. Eso significaba algo, particularmente en esa circunstancia.
—Vamos —dijo John, y enfiló hacia la Quinta Avenida.
—Ese es el sujeto, muchachos —dijo una agente por circuito radial—. El sujeto Serov avanza envuelto con moño de regalo como un juguete de F.A.O. Schwarz. Esperen. Modifican el rumbo. Se dirigen al este, a la Quinta Avenida.
—¿Bromeas? —preguntó Frank Chatham. Justo en ese momento los vio avanzar a paso rápido hacia la camioneta.
—¿Tienen un lugar seguro cerca de aquí? —preguntó Clark.
—Bueno, sí, tenemos, pero…
—¡Llévennos inmediatamente! —ordenó—. Y pueden dar por terminada la operación de vigilancia. Suba, Dimitri —dijo luego, y abrió la puerta deslizante.
La casa segura estaba a sólo diez cuadras de distancia. Sullivan estacionó la camioneta y entraron los cuatro.