CAPÍTULO 35

MARATÓN

Lo disfrutaba tanto que se levantaba antes del alba… para poder disfrutarlo aún más. Esa mañana, Popov despertó con la primera luz del día y admiró el resplandor naranja rosado sobre el horizonte. El presagio del amanecer, pensó. Jamás había montado a caballo antes de llegar a Kansas, y había descubierto que montar implicaba algo fundamentalmente placentero y viril. Era grandioso tener un animal grande y poderoso entre las piernas y dominarlo con un leve tirón de las riendas de cuero… o incluso chasqueando la lengua. Cabalgar ofrecía una perspectiva mucho mejor que caminar, y le resultaba sumamente… agradable a un nivel sub-intelectual.

Bajó temprano a la cafetería y eligió su desayuno —más una manzana roja fresca para Buttermilk— apenas llegó el personal de cocina. Todo auguraba un día claro y agradable. Los agricultores vecinos seguramente estarían tan contentos con el clima como él. Las cosechas habían recibido agua y sol por partes iguales. Los trigales estadounidenses debían ser los más productivos de todo el mundo, pensó Popov. No era para sorprenderse, ya que contaban con una tierra tan buena y unas maquinarias increíbles. Levantó la bandeja y caminó hasta la mesa de siempre. Estaba por terminar sus huevos revueltos cuando llegaron Killgore y el nuevo, Hunnicutt.

—Buen día, Dimitri —lo saludó el alto cazador.

Popov tragó antes de responder.

—Buen día, Foster.

—¿Qué le pareció la competencia de anoche?

—El inglés que ganó la medalla de oro era maravilloso… pero su caballo era mejor todavía.

—Eligen los mejores —comentó Hunnicutt—. ¿Así que era espía, eh?

—Oficial de inteligencia. Sí, ese era mi trabajo en la Unión Soviética.

—Trabajaba con terroristas, según dice John.

—También es cierto. Me asignaban misiones que, por supuesto, debía llevar a cabo.

—Yo no tengo ningún problema con eso, Dimitri. Esos tipos jamás me molestaron… ni a mí ni a ningún conocido mío. Diablos, una vez trabajé en Libia para la Royal Dutch Shell. Les encontré un bonito yacimiento y los libios que trabajaban conmigo eran buena gente —igual que Popov, Hunnicutt había pedido huevos revueltos y tocino. Necesitaba mucha comida para mantener semejante complexión, pensó Dimitri—. Y bien, ¿qué le parece Kansas?

—Me recuerda a Rusia. Los horizontes anchos, las granjas enormes… aunque los agricultores estadounidenses son mucho más eficientes. Muy poca gente para cultivar tanto cereal.

—Sí, contamos con eso para tener pan —admitió Hunnicutt restregándose la cara—. Tenemos suficiente tierra aquí para cultivar lo que se nos antoje, y también las maquinarias necesarias. Tal vez me haga granjero.

—¿En serio?

—Sí, bueno, todo el mundo tendrá que trabajar para el proyecto. Tiene lógica, cada uno deberá aportar su granito de arena al principio. Pero en realidad tengo ganas de conseguirme unos búfalos. Incluso me compré un rifle especial para cazarlos.

—¿De qué habla?

—Hay una compañía en Montana, Shiloh Arms, que fabrica réplicas de los auténticos rifles para cazar búfalos. Me compré uno hace un mes —Sharps .40-90— y dispara como un hijo de puta —concluyó el cazador.

—Muchos no lo aprobarán —dijo Popov. Pensaba en los vegetarianos, evidentemente los elementos druidas más extremos.

—Sí, bueno, esa gente… si creen poder vivir en armonía con la naturaleza y sin armas, les convendría leer a Lewis y Clark. El oso gris no entiende nada de esa fraternidad entre las especies. Sólo sabe qué es lo que puede matar para comer, y qué es lo que no puede. A veces hay que recordarle lo que no puede hacer. Lo mismo pasa con los lobos.

—Oh, vamos, Foster —dijo Killgore, uniéndose a sus amigos en la mesa—. Jamás se confirmó un solo caso de un lobo asesino de personas en Estados Unidos.

Hunnicutt pensó que decía pavadas.

—¿Ah, no? Bueno, es bastante difícil contar algo si un lobo se lo come a uno. Los muertos no cuentan cuentos, doc. ¿Y en Rusia, Dimitri? ¿Qué hacen los lobos rusos?

—Los agricultores los odian, siempre los odiaron, pero los cazadores estatales los persiguen con helicópteros y ametralladoras. No es precisamente deportivo, como dicen ustedes, ¿no les parece?

—Para nada —coincidió Hunnicutt—. Hay que tratar a la presa con sumo respeto. El territorio es de ellos, no nuestro, y hay que moverse de acuerdo con las reglas imperantes. Así se aprende de los animales, cómo viven, cómo piensan. Para eso tenemos los reglamentos de caza mayor de Boone y Crockett. Por eso voy a cazar montado a caballo y cargo las presas sobre la grupa de mi montura. Hay que jugar limpio con las bestias. Pero no así con la gente, por supuesto —agregó con un guiño cómplice.

—Nuestros amigos vegetarianos no entienden nada de caza —dijo Killgore con tristeza—. Supongo que creen que podrán alimentarse a base de pasto y dedicarse a sacar fotos de las formas vitales.

—Eso es una pelotudez —pregonó Hunnicutt—. La muerte es parte del proceso de la vida, y nosotros somos los principales predadores y los animales lo saben. Además, no hay nada más sabroso que el alce cocinado a cielo abierto, muchachos. No estoy dispuesto a perderme ese sabor y maldita sea mi suerte si alguna vez lo pierdo. Si esos extremistas quieren comer alimento para conejos, bueno, que lo hagan… Pero si alguno se atreve a decirme que no puedo comer carne, bueno, supe conocer a un policía ecologista que intentó decirme cuándo podía cazar y cuándo no —sonrió cruelmente—. Bueno, ya no molestará a nadie más. Maldita sea, yo sé cómo funciona el mundo.

¿Mataste a un policía por esa estupidez?, no pudo preguntar Popov. Nekulturny bárbaro. Podría haber comprado la carne en el supermercado. Un druida con revólver, esa sí que era una especie peligrosa. Terminó su desayuno y salió. Pronto se le unieron los demás. Hunnicutt sacó un cigarro de la alforja que cargaba sobre el hombro y lo encendió mientras caminaban hacia el Hummer de Killgore.

—¿Tienes necesidad de fumar dentro del auto? —se quejó el médico apenas olió el humo.

—Lo sacaré por la maldita ventanilla, John. Dios santo, ¿también eres un nazi antitabaquismo de segunda? —preguntó el cazador. Luego se adaptó a la lógica del momento y bajó la ventanilla para sacar el cigarro durante todo el viaje a la caballeriza. No fue largo. Popov le puso la montura a la afable Buttermilk, le dio la manzana robada en la cafetería y la llevó afuera. Montado en la yegua observó el mar verde ámbar que rodeaba el complejo. Hunnicutt salió montando un caballo que Dimitri jamás había visto, un padrillo Appaloosa que, supuso, pertenecería al cazador. Miró mejor y…

—¿Lleva pistola? —preguntó azorado.

—Es un Colt M-1873 del ejército —replicó Foster, sacándolo de la cartuchera Threepersons (igualmente auténtica)—. El revólver que conquistó el Lejano Oeste. Jamás salgo a cabalgar sin mi viejo amigo, Dimitri —dijo con una sonrisa autosatisfecha.

—¿Cuarenta y cinco? —preguntó el ruso. Las había visto en el cine, pero nunca en la vida real.

—No, es un .44-40. Calibre cuarenta y cuatro, con cuarenta granos de pólvora negra. Cien años atrás usaban el mismo cargador para los revólveres y los rifles. Era más barato —explicó—. Y las balas mataban cualquier cosa que uno quisiera matar. Tal vez no pudieran matar un búfalo —concedió—, pero sí un ciervo…

—¿O un hombre?

—Claro. Estas son las balas más mortíferas que se han fabricado, Dimitri —Hunnicutt guardó el revólver en la cartuchera de cuero—. Bueno, esta cartuchera no es auténtica en realidad. La llaman Threepersons… en homenaje a Billy Threepersons, supongo. Fue un marshal estadounidense de aquellos tiempos… era un nativo estadounidense, un tipo de ley, al menos eso dice la historia. Como sea, inventó la cartuchera o pistolera a fines del siglo XIX. Es más fácil desenfundar así, ¿ve? —hizo la pertinente demostración. A Popov le impresionó ver en la vida real lo que tantas veces había admirado en el cine. El cazador estadounidense incluso llevaba puesto un sombrero de vaquero de ala ancha. Ese hombre le simpatizaba… a pesar de sus alardes y su primitivismo.

—Arre, Jeremiah —dijo Hunnicutt, abriendo la marcha hacia el horizonte.

—¿Es suyo el caballo? —preguntó Popov.

—Ah, sí, se lo compré a un amigo indio. Tiene ocho años, la edad perfecta para mí —Foster sonrió cuando traspasaron la tranquera seguidos por los otros dos. El hombre estaba feliz en su elemento, pensó Popov.

Las cabalgatas se habían puesto un tanto repetitivas. Por todas partes había un vasto territorio que recorrer y examinar, pero el placer de hacerlo no había cambiado en lo más mínimo. Esa mañana se dirigieron al norte. Cruzaron lentamente la ciudad de los perros de la pradera y se acercaron a la interestatal atestada de vehículos.

—¿Dónde está el pueblo más cercano? —preguntó Popov.

—Por allí —señaló Killgore—, a unas cinco millas. No es gran cosa.

—¿Tiene aeropuerto?

—Uno pequeño, sólo para aviones particulares —replicó el médico—. Veinte millas más al este hay otro pueblo con aeropuerto regional. Desde allí se puede volar a Kansas City, y desde allí a cualquier parte.

—Pero nosotros seguiremos nuestra propia pista para los Gulfstream, ¿verdad?

—Sí —confirmó Killgore—. Los nuevos podrán ir directo a Johannesburgo desde aquí.

—¿No estás bromeando? —preguntó Hunnicutt—. ¿Quiere decir que podremos ir a cazar a África si se nos antoja?

—Sí, Foster, pero trasladar al elefante a lomo de mula será un poco engorroso, creo yo —se burló el epidemiólogo.

—Bueno, tal vez me quede con el marfil —replicó el cazador, soltando una carcajada—. Estaba pensando en leopardos y leones, John.

—A los africanos les gusta comer testículos de león. Ya ves, el león es el más viril de todos los animales —dijo Killgore.

—¿Cómo es eso?

—En cierta ocasión, unos tipos que filmaban videos sobre la naturaleza observaron a una hembra en celo servida por dos machos. Se la estuvieron montando una vez cada diez minutos durante un día y medio. Entre los dos, por supuesto. Por lo tanto, cada macho sirve a la hembra tres veces por hora, durante treinta y seis horas seguidas. Son mucho más viriles que yo —otra risotada, en este caso compartida por todos—. Como sea, algunas tribus africanas siguen creyendo que si uno come cierta parte del cuerpo del animal que mató, hereda automáticamente los atributos de esa parte. Por eso les gusta comer las bolas del león.

—¿Sirve para algo? —preguntó Maclean.

A Killgore le gustó la pregunta.

—Si sirviera, ya no habría leones en el mundo, Kirk.

—¡Tienes razón John! —risotada general y prolongada.

El intercambio de opiniones no divertía a Popov tanto como a sus compañeros. Miró la autopista y vio pasar un Greyhound a setenta millas por hora aproximadamente… pero luego disminuyo la velocidad y se detuvo frente a una extraña construcción cuadrada.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una parada de ómnibus interurbanos —replicó Mark Waterhouse—. Hay muchas por estos lados. Uno se sienta a esperar y luego le hace señas al ómnibus para que frene, como se hacía antes con los trenes.

—Ah —musitó Dimitri, enfilando hacia el este. El halcón que vivía en los alrededores había vuelto a salir de caza, en busca de un sabroso roedor tubular para el desayuno. Observó atentamente, pero el halcón no encontró nada. Cabalgaron una hora más y emprendieron el regreso. Popov terminó cerca de Hunnicutt.

—¿Hace cuánto que cabalga?

—Poco más de una semana —respondió Dimitri.

—Lo hace muy bien por ser novato —lo animó Foster.

—Me gustaría hacerlo más seguido, aprender a andar más rápido.

—Bueno, ¿qué le parece esta tardecita, antes de que caiga el sol?

—Gracias, Foster. Sí, me gustaría. ¿Digamos después de cenar?

—Seguro. Nos encontraremos a las seis treinta en el corral.

—Gracias. Nos vemos —prometió Popov. Una cabalgata nocturna bajo las estrellas… eso sí que sería agradable.

***

—Tengo una idea —dijo Chatham apenas llegó al Javits Building.

—¿Cuál?

—Ese ruso, Serov. Tenemos la foto del pasaporte, ¿no?

—Sí —dijo Sullivan.

—Probemos otra vez con los volantes. Probablemente su banco estará muy cerca de su departamento, ¿no crees?

—Sí. Me gusta la idea —dijo el agente especial Tom Sullivan denotando cierto entusiasmo—. Veamos si podemos hacerlo rápido.

—Hola, Chuck —dijo una voz por teléfono.

—Buen día… buenas tardes para usted, supongo.

—Sí, recién termino de almorzar —dijo Clark—. ¿Tuvimos suerte con la investigación sobre Serov?

—Todavía nada —respondió Baker—. Estas cosas no aparecen de la noche a la mañana, pero aparecen. Toda la división de campo de Nueva York está buscando a ese tipo. Si está aquí, lo encontraremos —prometió el subdirector de la división criminal—. Nos llevará un tiempo, pero lo haremos.

—Temprano es mejor que tarde —señaló Rainbow Six.

—Lo sé. Siempre es así, pero estas cosas no se solucionan por arte de magia —Baker sabía que lo estaban presionando para que priorizara esa investigación. Tenían miedo de que la dejaran de lado. Eso jamás sucedería, pero ese tipo Clark era de la CIA y no tenía la menor idea de lo que era ser policía—. Encontraremos a ese rufián, John. Es decir, si está aquí. ¿La policía británica también lo está buscando?

—Oh, sí. Lo cierto es que no sabemos cuántas identidades puede tener.

—¿Cuántas tendría usted en su lugar?

—Tres o cuatro probablemente, y similares, para poder recordarlas sin dificultad. El tipo es un agente secreto profesional. Probablemente tendrá una buena cantidad de «leyendas» que podrá cambiar con la misma celeridad con que se cambia la camisa.

—Lo sé, John. Ya trabajé en Contrainteligencia Exterior. Son presas elusivas, pero sabemos cómo cazarlas. ¿Les sacó más información a los terroristas?

—No hablan demasiado —replicó Clark—. Los policías británicos no pueden hacer interrogatorios eficaces.

¿Qué? ¿Se supone que deberíamos asarlos a fuego lento?, omitió preguntar Baker. El FBI operaba de acuerdo con reglas establecidas por la constitución de Estados Unidos. Supuso que la CIA no respetaba esas reglas y, como a la mayoría de los funcionarios del FBI, esa diferencia de actitud no le agradó. Jamás había visto a Clark, sólo lo conocía por reputación. El director Murray lo respetaba pero tenía sus reservas. Según él, Clark había torturado a varios sujetos… y eso era inadmisible para la gente del FBI (por muy eficaz que fuera como medida). La constitución pronunciaba un «no» rotundo al respecto, y por lo tanto no se podía torturar a nadie… ni siquiera a los que raptaban niños (criminales que, a ojos de todos los agentes del FBI, merecían el peor de los castigos).

—Confíe en los policías británicos. Son excelentes, John, y tienen muchísima experiencia con la gente del IRA. Saben cómo hablarles.

—Si usted lo dice, Chuck —respondió la voz dubitativamente—. OK, en cuanto sepamos algo me comunicaré con usted.

—Bueno. Lo mismo digo, John.

—Perfecto, hasta luego.

Baker se preguntó si no debería ir a lavarse las manos al baño luego de esa conversación. Conocía la existencia del comando Rainbow y sus recientes actividades, y aunque admiraba la manera de hacer las cosas de los militares —como la mayoría de los agentes del FBI había sido marine, reclutado por la agencia en la base de Quantico—, esta se diferenciaba en varias áreas importantes de la manera de hacer las cosas del FBI… Por ejemplo, en no violar la ley. Ese John Clark era un condenado hijo de mil putas, un exagente de la CIA que había hecho varias cosas raras. Eso le había dicho Dan Murray con una mezcla de admiración y reprobación. Pero qué diablos, estaban del mismo lado… y ese sujeto ruso probablemente había instigado un atentado contra la familia de Clark. Eso le sumaba un elemento personal al caso, elemento que Baker debía respetar.

Chávez volvió a su cuarto después de otro largo día de ver correr y sudar a los atletas. Habían sido dos semanas interesantes, y aunque extrañaba muchísimo a Patsy y JC (a quien apenas había podido ver), no podía negar que se estaba divirtiendo. Pero se terminaría pronto. Los periodistas deportivos estaban haciendo el recuento de medallas (Estados Unidos había estado muy bien y los australianos habían sido espectaculares, especialmente en las competencias de natación) para anticiparse al anuncio de la nación «ganadora» de los Juegos. Dentro de tres días correrían la maratón (tradicionalmente el último evento olímpico), seguida por las ceremonias de cierre y la extinción de la antorcha. Los corredores ya estaban caminando y/o corriendo por la pista para reconocer las pendientes y las curvas. No querían perderse, aunque sería prácticamente imposible (ya que la ruta estaría atestada de fanáticos aullantes a cada paso). Y ya se estaban entrenando (corrían en el área de práctica de la Villa Olímpica), no tanto como para cansarse, pero sí lo suficiente para mantener el estado de sus músculos y pulmones (que deberían soportar la más agotadora de las carreras pedestres). Chávez se sentía en forma, pero jamás había corrido semejante distancia. Los militares debían saber correr, pero no tan lejos. Además, correr semejante distancia sobre caminos pavimentados sería fatal para los pies y los tobillos (a pesar de las suelas amortiguadas de las zapatillas de última generación). Sí, esos bastardos tenían que estar en forma, pensó Ding acostado muellemente en su cama.

Desde las ceremonias de apertura (cuando habían encendido la antorcha olímpica) hasta ese día los Juegos habían marchado a la perfección, como si el alma y la fuerza de Australia se hubieran consagrado a una única tarea (tal como Estados Unidos con el viaje a la Luna). La organización era soberbia… una prueba más de que su presencia allí era una absoluta pérdida de tiempo. No había problemas de seguridad. Los policías australianos eran amistosos, competentes y numerosos, y el SAS australiano que los respaldaba era casi tan bueno como el Rainbow. Además, contaban con el apoyo y los sabios consejos de la gente de Global Security (que les habían conseguido las mismas radios tácticas que usaba Rainbow). Parecía una empresa seria. Pensó recomendarle a John una consulta con sus directivos. Nunca estaba de más tener una opinión de afuera.

Lo único malo era el tiempo, horriblemente caluroso durante toda la Olimpíada. Debido a eso, los médicos no habían parado de trabajar un segundo en los puestos de primeros auxilios. Todavía no había muerto nadie, pero habían internado por lo menos a cien personas y los paramédicos del cuartel de bomberos y el ejército australiano habían atendido a otras trescientas mil. Eso sin contar a la gente que se sentaba a refrescarse sin recibir atención médica de ninguna clase. A él no le molestaba tanto el calor —nunca había temido transpirar en forma— pero también se sentía aplacado y, como todos los presentes en el estadio olímpico, agradecía al cielo por el sistema de niebla refrigerante. Incluso habían contado la historia por televisión (buena propaganda para la empresa estadounidense que lo había diseñado e instalado). Estaban hablando de instalar un sistema semejante en los campos de golf de Texas y otros lugares, también extremadamente calurosos. Pasar de los noventa grados Fahrenheit a una sensación térmica de ochenta era verdaderamente agradable, casi como una buena ducha, y los pasillos solían estar colmados de gente que escapaba del sol feroz y cegador.

Su último pensamiento de la noche fue que no le hubiera molestado tener la concesión para la venta de filtros solares. Por todas partes había carteles que prevenían a la gente contra el agujero en la capa de ozono, y Chávez sabía que el melanoma de origen solar no era una forma grata de morir (¿acaso había alguna?). Por lo tanto, Chávez y sus hombres se ponían protector solar todas las mañanas como cualquier hijo de vecino. Bueno, dentro de pocos días estarían de regreso en Gran Bretaña, donde sus relucientes bronceados se destacarían contra la proverbial palidez de los ingleses y los días serían frescos como agua. Los británicos no toleraban el calor. Una temperatura superior a los setenta y cinco grados Fahrenheit los haría caer muertos en plena calle… Ding no pudo evitar preguntarse de qué hablaba entonces la vieja canción que decía «sólo los perros locos y los ingleses salen bajo el sol del mediodía». En aquel entonces debían ser más resistentes, decidió Chávez. Y se quedó dormido.

Popov le puso la montura a Buttermilk aproximadamente a las seis de la tarde. El sol aún no se había puesto, pero faltaba poco, y su yegua (que había descansado y comido todo el día) no se mostró reacia a sus atenciones. Además, le había traído otra manzana que el animal parecía disfrutar como un hombre disfruta su primera cerveza de la noche luego de un largo día de trabajo.

Jeremiah, el caballo de Hunnicutt, era más pequeño que Buttermilk pero parecía más poderoso. Tenía un aspecto bizarro: su pelaje grisáceo estaba cubierto desde el pescuezo a las ancas por una mancha cuadrada en forma de manta (casi perfecta) color carbón. De allí el nombre «Appaloosa manta» supuso el ruso. Foster Hunnicutt llegó con su enorme montura estilo Lejano Oeste al hombro y, luego de arrojarla pesadamente sobre la «manta», se agachó para sujetar las cinchas. Su última acción de a pie fue guardar la pistola Colt en la cartuchera. Luego deslizó la bota izquierda en el estribo izquierdo y montó a caballo. Al padrillo Jeremiah debía gustarle que lo montaran; era como si se transformara con ese nuevo peso en el lomo. Alzó la cabeza orgullosamente y giró las orejas, esperando la orden de su jinete. Hunnicutt chasqueó la lengua y el padrillo avanzó hacia el corral y se detuvo junto a Popov y Buttermilk.

—Buen caballo, Foster.

—Es el mejor que he tenido —dijo el cazador—. Los Appaloosa son fabulosos para andar por todas partes. Vienen de la tribu de los Nez Percé. Los indios domaron a los auténticos caballos salvajes del Oeste… descendientes de los que se les escaparon a los conquistadores españoles. Bueno, los Nez Percé se las ingeniaron para recuperar las raíces árabes de la cepa hispana y el resultado fue el Appaloosa —palmeó el pescuezo del caballo con recio afecto. Al animal pareció gustarle la caricia—. Es el mejor caballo que hay, si quiere saber mi opinión. Inteligente, sereno, saludable, no bobo como los árabes, y absolutamente hermoso, creo yo. No se destacan especialmente en nada, pero son buenos en todo. Son una gran montura para todo terreno. Este Jeremiah es un gran caballo de caza y de tiro. Pasamos mucho tiempo cazando alces en terrenos altos. Incluso encontró oro, así como lo ve.

—¿Perdón? ¿Oro?

Hunnicutt lanzó una carcajada.

—En mi propiedad de Montana. Formaban parte de un rancho ganadero, pero las montañas son demasiado empinadas para las vacas. Como sea, hay un arroyo que baja de la montaña. Una tarde Jeremiah estaba bebiendo y vi algo brillante, ¿sabe? Era oro, una enorme masa de oro y cuarzo… la mejor formación geológica para el oro, Dimitri. Bueno, supongo que tengo un yacimiento bastante grande en mi propiedad. ¿Cuán grande? Imposible saberlo, y de todos modos no tiene importancia.

—¿Cómo que no tiene importancia? —Popov se dio vuelta en la montura para mirar a su compañero—. Foster, los hombres se han venido matando unos a otros desde hace diez mil años por conseguir oro.

—Ya no, Dimitri. Eso va a terminar… para siempre, probablemente.

—¿Pero cómo? ¿Por qué? —preguntó Popov.

—¿Acaso no sabe lo del proyecto?

—Sé algo, pero no lo suficiente para comprender lo que acaba de decirme.

Qué diablos, pensó el cazador.

—Dimitri, la vida humana se detendrá en el planeta, ¿entiende?

—Pero…

—¿No se lo dijeron?

—No, Foster, no del todo. ¿Podría decírmelo usted?

Qué diablos, volvió a pensar Hunnicutt. Las Olimpíadas casi habían terminado. ¿Por qué no? Ese rusito comprendía la naturaleza, sabía cabalgar, y seguramente trabajaba para John Brightling en un área sumamente comprometida.

—Se llama Shiva —empezó. Tardó varios minutos en contarle todo lo que sabía.

Popov puso su mejor cara de indiferencia para neutralizar sus emociones. Incluso esbozó una sonrisa para disimular el horror que empezaba a sentir.

—¿Pero cómo lo propagan?

—Bueno, verá, John tiene una empresa que también trabaja para él. Global Security… el dueño es un tipo llamado Henriksen.

—Ah, sí, lo conozco. Era del FBI.

—¿Ah, sí? Sabía que era policía, pero no federal. Bueno, como sea. La consultora consiguió el contrato con los australianos para las Olimpíadas y uno de los hombres de Bill propagará el Shiva. Según me dijeron, a través del sistema acondicionador de aire del estadio. Van a soltarlo el último día, durante las ceremonias de clausura. Al día siguiente todo el mundo volverá a su casa y bueno… miles de personas portarán el virus a todos los rincones de la Tierra.

—¿Cómo nos protegeremos nosotros?

—Le dieron una inyección al llegar aquí, ¿no?

—Sí, Killgore dijo que era una especie de refuerzo.

—Oh, claro que lo es, Dimitri. Es un refuerzo precisamente. Es la vacuna que lo protegerá de Shiva. A mí también me la dieron. Es la vacuna B, compañero. Según dicen hay otra, la A, pero no creo que le convenga recibirla —Hunnicutt procedió a explicarle las notorias desventajas de la aborrecible vacuna A.

—¿Cómo sabe todo esto? —preguntó Popov.

—Bueno, verá. Soy uno de los que instaló el sistema de seguridad perimetral en este complejo. Por si alguien se da cuenta de lo que hicimos, sabe. Tuvieron que decirme por qué necesitamos seguridad perimetral. Es una cosa muy seria, viejo. Si alguien descubre lo que hicimos, diablos, podrían venir a liquidarnos, ¿no le parece? —acotó Foster con una sonrisa irónica—. No todo el mundo entiende lo que significa salvar el planeta. Quiero decir… o hacemos esto ahora, o dentro de veinte años todo habrá muerto. No sólo la gente. También los animales. No podemos permitir que eso suceda, ¿no?

—Veo adonde apunta. Sí, tiene lógica —admitió Dimitri Arkadeyevich. Tenía ganas de vomitar.

Hunnicutt asintió con cierta satisfacción.

—Sabía que usted comprendería, viejo. Por eso los atentados terroristas que instigó fueron tan importantes. Si la gente no se hubiera enloquecido y preocupado por el resurgimiento del terrorismo internacional, Bill Henriksen tal vez no habría conseguido el contrato. Entonces —prosiguió, buscando un cigarro en el bolsillo—, gracias, Dimitri. Usted fue una parte muy importante de este Proyecto.

—Gracias, Foster —respondió Popov. ¿Es posible esto?, se preguntó aterrado—. ¿Y están seguros de que funcionará?

—Tiene que funcionar. Yo también hice esa pregunta. Me dejaron ver parte del plan porque soy científico… fui un excelente geólogo, créame. Sé mucho sobre el tema. La enfermedad es una verdadera madre. La clave está en las modificaciones de ingeniería genética sobre el virus Ébola original. Diablos, ¿recuerda lo espantoso que fue hace un año y medio?

Popov asintió.

—Oh, sí, yo estaba en Rusia por ese entonces. Fue aterrador —pero la respuesta del presidente estadounidense fue más aterradora todavía, recordó Popov.

—Bueno, ellos, los científicos del proyecto, aprendieron muchísimo de ese episodio. La clave de la cosa está en la vacuna A. La epidemia inicial matará varios millones de personas, pero eso es esencialmente psicológico. La vacuna que Horizon comercializará tiene el virus vivo, como la vacuna Sabin contra la polio. Pero digamos que está vivito y coleando en este caso. No detiene a Shiva, viejo. Lo propaga. Los síntomas tardan entre un mes y seis semanas en aparecer. Lo probaron en el laboratorio.

—¿Cómo?

—Bueno, Kirk tuvo parte en eso. Raptó a varias chicas en la calle y los científicos experimentaron el Shiva y las vacunas en ellos. Todo funcionó, incluso la primera fase del sistema de propagación que van a emplear en Sydney.

—Es algo grande… digo, esto de cambiarle la cara al mundo —pensó Popov en voz alta. Miró al norte, en dirección a la autopista.

—Hay que hacerlo, viejo. Si no lo hacemos… bueno, empiece a despedirse de todo lo que ve, Dimitri. Yo no puedo permitir que tanta belleza desaparezca.

—Lo que piensan hacer es terrible, pero tiene lógica. Brightling es un genio, evidentemente. Ve lo que pasa, encuentra la manera de resolver el problema y tiene el coraje de hacerlo —esperaba que su voz no sonara demasiado paternalista, pero Hunnicutt era un tecnócrata, no un experto en el alma humana.

—Sí —dijo el cazador. Mordió la punta de su cigarro y lo encendió con un fósforo de cocina. Apagó la llama de un soplido y esperó que la madera se enfriara antes de arrojarlo al pasto. Lo que menos quería era provocar un incendio en la llanura—. Es un científico brillante, y sabe de qué se trata la cosa. No sé si me explico. Gracias a Dios tiene los recursos necesarios para poner esto en marcha. Este complejo debe haber costado cerca de mil millones de dólares… diablos, eso sin contar el de Brasil.

—¿Brasil?

—Una versión más pequeña del complejo al oeste de Manaos, creo. Nunca estuve. La selva tropical no me interesa demasiado. Soy un tipo de llanura —explicó Hunnicutt—. Ahora bien, las planicies africanas, eso sí que es fabuloso. Bueno, supongo que podré verlas… y cazar en ellas.

—Sí, también me gustaría verlas… contemplar la vida salvaje, ver cómo prospera bajo la luz del sol —dijo Popov. Acababa de tomar una decisión.

—Sí. Pienso cargarme un par de leones con mi H&H .375 —Hunnicutt chasqueó la lengua y Jeremiah empezó a trotar más rápido. Popov intentó ponérsele a la par inmediatamente. Ya había trotado antes, pero por alguna extraña razón le resultaba difícil sincronizar los movimientos de Buttermilk. Estaba desconcentrado. No era para menos. Finalmente lo consiguió.

—Entonces… transformarán al país en un inmenso Lejano Oeste ¿eh? —La interestatal estaba a dos millas de distancia. Los camiones pasaban a toda velocidad con sus fugaces luces ambarinas. Popov esperaba que también pasaran vehículos interurbanos.

—Sí, es una de las tantas cosas que haremos.

—¿Y piensa llevar su pistola a todas partes?

—Es un revólver, Dimitri —lo corrigió Foster—. Pero claro. Seré como los tipos que tanto admiro, viviré en armonía con la naturaleza. Tal vez encuentre una mujer que piense como yo, tal vez me construya una bonita cabaña en las montañas como hizo Jeremiah Johnson… sólo que no habrá indios crow para molestarme —agregó con una mueca.

—¿Foster?

El cazador se dio vuelta.

—¿Sí?

—¿Me presta su pistola? —preguntó el ruso, rogando recibir la respuesta que esperaba.

Plegaria atendida.

—Claro —Hunnicutt se la entregó. Tenía el seguro puesto.

Popov sintió el peso y el equilibrio.

—¿Está cargada?

—No hay nada más inútil que un arma descargada. Demonios, ¿quiere disparar? Retire el percusor y luego suéltelo… pero antes sujete bien las riendas de la yegua, ¿entendido? Jeremiah está acostumbrado al ruido. Esa yegua tal vez no lo esté.

—Ya veo —Popov tomó las riendas con la mano izquierda para controlar a Buttermilk. Luego extendió el brazo derecho y retiró el percusor del Colt. Oyó el característico triple clic del arma, apuntó a una estaca y apretó el gatillo. La estaca se partió en dos.

Buttermilk corcoveó ligeramente debido al ruido (demasiado próximo a sus sensibles orejas), pero no reaccionó tan mal. Y la bala había destrozado la estaca, observó Popov. Bueno, todavía sabía disparar.

—Bonito, ¿no? —le preguntó Hunnicutt—. Si quiere saber mi opinión, ese revólver es el arma manual mejor balanceada que se ha fabricado jamás.

—Sí —coincidió Popov—, es muy buena.

Popov se dio vuelta. Foster Hunnicutt estaba sentado sobre su padrillo, Jeremiah, a menos de tres metros de distancia. Sería fácil. Volvió a retirar el percusor y apuntó directo al corazón del cazador. Apretó el gatillo antes de que su víctima pudiera sorprenderse.

Hunnicutt abrió mucho los ojos (ya fuera porque no creía lo que estaba sucediendo o por el impacto de la pesada bala… pero eso no tenía la menor importancia). La bala le atravesó el corazón. Su cuerpo se irguió en la montura unos segundos —todavía tenía los ojos muy abiertos— y luego cayó de espaldas sobre el pasto.

Dimitri desmontó y se acercó al cazador para comprobar su muerte. Luego le quitó la montura a Jeremiah. El animal aceptó flemáticamente la muerte de su dueño. Popov le quitó las riendas, un tanto sorprendido de que no lo mordiera por lo que acababa de hacer… pero bueno, un caballo no era un perro. Palmeó al padrillo en el anca. Este se alejó trotando unos cincuenta metros, pero luego se detuvo y empezó a ramonear la hierba.

Popov montó nuevamente a Buttermilk y le ordenó trotar hacia el norte. Miró atrás, vio las ventanas iluminadas del edificio del proyecto y se preguntó si alguien los echaría de menos. Probablemente no, decidió. La autopista interestatal estaba cada vez más cerca. Supuestamente había un pueblito al oeste, pero Popov decidió ir a la parada de ómnibus… o hacer dedo en el peor de los casos. Todavía no sabía qué haría después, pero sí sabía que debía salir de ese lugar lo más rápido y lo más lejos posible. Popov no creía en Dios. Su educación y su crianza no lo habían orientado en esa dirección… pero había aprendido algo importante. Tal vez jamás sabría si Dios existía o no, pero indudablemente existían los diablos… y él había trabajado para ellos, y el horror que eso le provocaba superaba todo lo que había experimentado cuando era un joven coronel de la KGB.