CAPÍTULO 34

LOS JUEGOS CONTINÚAN

Como sucede con todos los aspectos de la vida, las cosas entraron en una rutina propia. Chávez y sus hombres pasaban la mayor parte del tiempo con la gente del coronel Wilkerson, casi siempre sentados en el centro de vigilancia mirando los juegos por televisión, pero también recorriendo las instalaciones (supuestamente para vigilar de cerca, pero en realidad para «ver» de cerca las diversas competencias). Sus pases de seguridad les permitían entrar a todas partes. Ding comprobó que los australianos eran feroces fanáticos del deporte, maravillosamente hospitalarios. En su día franco eligió un pub vecino para pasar el rato. La cerveza era buena y la atmósfera amistosa. Al enterarse de que era estadounidense, sus nuevos «amigos» lo invitaron a beber cerveza y le hicieron toda clase de preguntas mientras miraban los eventos deportivos en los enormes televisores empotrados en las paredes. Lo único que no le gustaba era el humo del cigarrillo (la cultura australiana todavía no había condenado por completo el deplorable vicio), pero bueno… el lugar perfecto no existía.

Todas las mañanas, Ding y sus hombres se entrenaban con el coronel Wilkerson y los suyos, en una suerte de competencia olímpica que no logró establecer diferencias sustanciales entre estadounidenses y australianos. Una mañana fueron al polígono de tiro olímpico, tomaron prestadas las armas olímpicas (automáticas calibre 22 que parecían juguetes comparadas con las .45 que solían portar los muchachos del Rainbow), y comprobaron que los sistemas de blancos y aciertos eran realmente muy difíciles al no estar relacionados con disparos de combate en el mundo real. A pesar de toda su práctica y experiencia, Chávez decidió que (con mucha suerte) podría derrotar al equipo de Mali. Indudablemente no tendría nada que hacer con los estadounidenses o los rusos, tiradores suprahumanos que ostentaban la habilidad de abrir agujeros en los blancos de papel a la velocidad del rayo. Pero esos blancos de papel no devolvían los disparos, pensó el chicano, y eso marcaba una diferencia. Además, el éxito de un disparo equivalía (en su caso) a la muerte de una persona. Eso también marcaba una diferencia, pensaron Ding y Pierce en voz alta, opinión compartida por sus colegas australianos. Lo que ellos hacían jamás podría ser un deporte olímpico, a menos que alguien decidiera revivir a los gladiadores romanos (cosa bastante improbable). Además, lo que hacían para ganarse la vida no era precisamente un deporte, ¿verdad? Tampoco era una forma de entretenimiento masivo propia del más amable y más gentil mundo moderno. A Chávez le habría gustado ver los juegos en el anfiteatro de los Flavios en la Roma clásica, pero no era algo que se pudiera decir en voz alta (los demás lo habrían considerado un bárbaro salvaje). ¡Ave, César! ¡Los que vamos a morir te saludamos! No se parecía en nada a la Copa del Mundo, ¿no? Y así, el «mayor» Domingo Chávez, los sargentos Mike Pierce, Homer Johnston y George Tomlinson, y el agente especial Tim Noonan se dedicaron a mirar los juegos sin pagar un centavo, a veces con chaquetas «oficiales» para adquirir cierta pátina de anonimato.

Lo mismo podía decirse de Dimitri Popov, quien, en la otra punta del mundo, miraba las Olimpíadas por televisión. Los juegos lo distraían un poco de las preguntas que atenazaban su cerebro. El equipo ruso (su favorito, naturalmente) estaba andando bien, aunque los australianos se destacaban en su carácter de locales (especialmente en natación, que parecía ser la pasión nacional). El problema eran, como de costumbre, los husos horarios. Ver los eventos en vivo implicaba sentarse frente al televisor a horas estrafalarias… lo cual atentaba en cierto modo contra sus cabalgatas matinales en compañía de Maclean y Killgore (la gran diversión del día en Kansas).

Esa mañana era como las diez anteriores: brisa fresca del oeste y naranjado sol naciente arrojando una luz extraña pero encantadora sobre los ondulantes campos cubiertos de hierba y trigo. Buttermilk ya lo reconocía y recompensaba con evidentes señales de afecto, que él recompensaba a su vez con terrones de azúcar o, como hoy, con una manzana robada en el desayuno que la yegua devoraba alegremente de su mano. Había aprendido a ponerle la montura, cosa que hizo rápidamente. Luego la llevó afuera y se reunió con los demás en el corral.

—Buen día, Dimitri —dijo Maclean.

—Buen día, Kirk —replicó el ruso, complacido. Pocos minutos después cabalgaban hacia el sur, rumbo a uno de los trigales. Trotaban más rápido que la primera vez.

—¿Y? ¿Cómo es ser agente de inteligencia? —preguntó Killgore cuando estaban a media milla de la caballeriza.

—En realidad nos llaman oficiales de inteligencia —dijo Popov, decidido a corregir el primer error conceptual generado por Hollywood—. Sinceramente, es un trabajo muy aburrido. Pasamos la mayor parte del tiempo esperando una reunión, o llenando formularios para enviar a las centrales. Se corre cierto peligro… no de morir, sino de ser arrestado. Se ha transformado en un negocio civilizado. Los oficiales de inteligencia capturados se intercambian, generalmente luego de un breve período de cárcel. Jamás me ocurrió, por supuesto. Estaba bien entrenado —y tuve suerte, omitió agregar.

—Entonces, ¿nada de James Bond? ¿Usted jamás mató a nadie ni nada por el estilo? —preguntó Maclean.

—Santo cielo, no —replicó Popov soltando una carcajada—. De eso se encargan otros si es necesario. Y casi nunca lo es.

—¿Cómo casi nunca?

—¿Hoy en día? Yo diría que nunca. Nuestro trabajo en la KGB era conseguir información y transmitirla a nuestro gobierno… como si fuéramos periodistas, como los de Associated Press. Y gran parte de la información obtenida provenía de fuentes públicas, diarios, revistas, televisión. La CNN es probablemente la mejor fuente de información del mundo, y la más usada.

—¿Pero qué clase de información conseguía?

—Principalmente inteligencia diplomática o política, trataba de discernir intenciones. Otros conseguían inteligencia técnica —a qué velocidad vuela un avión o cuán lejos dispara un cañón— pero esa no era mi especialidad, ya ven. Yo tenía lo que ustedes llaman «don de gentes». Me reunía con distintas personas y transmitía mensajes y cosas por el estilo. Luego, llevaba las respuestas a mi central.

—¿Qué clase de personas?

Popov titubeó un instante y decidió decir la verdad.

—Terroristas. Así los llaman ustedes.

—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles?

—Principalmente europeos, pero también algunos de Oriente Medio. Hablo varios idiomas y eso me permite comunicarme fácilmente con gente de distintos países.

—¿Era difícil? —preguntó Killgore.

—No. Teníamos creencias políticas similares y mi país les proporcionaba armas, entrenamiento y acceso a facilidades del bloque socialista. Casi siempre actué como agente de viajes y ocasionalmente sugerí algunos blancos a atacar… en pago a la ayuda que les habíamos brindado, ya ve.

—¿Les daban dinero?

—Sí, pero no demasiado. La Unión Soviética tenía reservas monetarias limitadas y jamás les pagamos mucho a nuestros agentes. Por lo menos yo no lo hice —admitió Popov.

—Entonces, ¿usted mandaba a los terroristas a matar gente? —preguntó Killgore.

Popov asintió.

—Sí. Solía hacerlo. Y por esa razón —agregó— me contrató el Dr. Brightling.

—¿En serio? —preguntó Maclean.

Dimitri se preguntó hasta dónde llegar en su tarea divulgadora.

—Sí, me pidió que hiciera algo similar para Horizon Corporation.

—¿Usted es el que armó el alboroto en Europa?

—Contacté a varias personas e hice sugerencias que ellos llevaron a cabo, sí. Y por lo tanto, sí, tengo un poco de sangre en las manos, supongo. Pero uno no puede tomarse las cosas demasiado en serio, ¿no les parece? Negocios son negocios.

—Bueno, lo felicito, Dimitri. Por eso está aquí —dijo Maclean—. John es muy leal a su gente. Usted debe haberlo hecho muy bien.

Popov se encogió de hombros.

—Tal vez. Nunca me dijo por qué quería que lo hiciera, pero supongo que fue para ayudar a su amigo Henriksen a conseguir el contrato de seguridad para las Olimpíadas de Sydney que estoy viendo por televisión.

—Así es —confirmó Killgore—. Eso era muy importante para nosotros —Míralas bien, pensó, porque serán las últimas.

—¿Pero por qué?

Vacilaron ante la pregunta directa. Intercambiaron una mirada rápida. Killgore respondió.

—¿Qué piensa del medio ambiente, Dimitri?

—¿A qué se refiere? ¿A lo de afuera? Es bello. Estas cabalgatas matinales me han enseñado mucho, amigos míos —replicó el ruso eligiendo cuidadosamente las palabras—. El cielo y el aire, y los hermosos campos cubiertos de pasto y trigales. Nunca había apreciado la belleza del mundo. Supongo que se debe a que me crie en Moscú —que había sido una ciudad espantosamente sucia, pero ellos no lo sabían.

—Sí, bueno. Pero no todo el mundo es así.

—Ya lo sé, John. En Rusia… bueno, el Estado no se preocupa tanto como ustedes en Estados Unidos. Mataron casi todo lo que vivía en el mar Caspio —de allí viene el caviar— por envenenamiento químico. Y hay un lugar al este de los Urales donde nuestras investigaciones atómicas dejaron la tierra yerma. No lo he visto, pero escuché hablar de él. Los carteles de la autopista indican pasar a alta velocidad para salir lo más pronto posible de la zona de radiación.

—Sí, bueno, si no tenemos cuidado acabaremos con el planeta —observó Maclean.

—Eso sería un crimen, como el de los hitlerianos —acotó Popov—. Nosotros lo llamamos nekulturny, obra de bárbaros no civilizados. Los videos y revistas que tengo en mi cuarto son muy explícitos al respecto.

—¿Qué opina de matar gente, Dimitri? —preguntó Killgore.

—Depende de a quién se mate. Hay mucha gente que merece morir por una u otra razón. Pero la cultura occidental sostiene la bizarra idea de que matar casi siempre está mal… Ustedes los estadounidenses ni siquiera pueden matar a los criminales, a los asesinos… Eso me resulta muy curioso.

—¿Y los crímenes contra la Naturaleza? —preguntó Killgore, mirando a lo lejos.

—No entiendo.

—Bueno, las cosas que perjudican al planeta, la eliminación de especies completas, la contaminación de la tierra y el mar. ¿Qué opina de eso?

—Eso también es un acto bárbaro, Kirk, y debería ser castigado severamente. ¿Pero cómo se hace para identificar a los criminales? ¿La culpa es del industrial que da la orden y saca provecho? ¿O es del obrero que cobra un sueldo para hacer lo que le ordenan?

—¿Qué dijeron en Nuremberg al respecto? —preguntó Killgore.

—¿En el juicio a los criminales de guerra? Se decidió que obedecer órdenes no exime de culpa —no era precisamente un concepto que hubiera aprendido en la Academia de la KGB, donde le habían enseñado que el Estado Siempre Tiene Razón.

—Correcto —dijo el epidemiólogo—. Pero, como bien sabe, nadie persiguió a Harry Truman por haber bombardeado Hiroshima.

Porque ganó, idiota, omitió responder Popov.

—¿Me está preguntando si eso fue un crimen? —prosiguió Popov—. No, creo que no, porque puso fin a un mal mayor y el sacrificio de esa gente fue necesario para restaurar la paz.

—¿Y la salvación del planeta?

—No comprendo.

—Si el planeta estuviera muriendo, ¿qué tendríamos que hacer para… qué sería correcto hacer para salvarlo?

La discusión tenía la pureza ideológica y filosófica de un debate sobre dialéctica marxista en la Universidad Estatal de Moscú… y aproximadamente la misma relevancia en el mundo real. ¿Matar al planeta? Imposible. Sí, probablemente una explosión nuclear total tendría ese efecto, pero ya no era posible. El mundo había cambiado, y Estados Unidos había provocado el cambio. ¿Acaso esos dos druidas no veían lo maravilloso del cambio? Más de una vez el mundo había estado a punto de liberar sus mortíferas armas nucleares, pero eso estaba enterrado en el salvaje pasado.

—Jamás me hice esa pregunta, amigos míos.

—Nosotros sí —respondió Maclean—. Dimitri, actualmente hay fuerzas y personas que podrían matar todo lo que existe. Alguien tiene que impedírselos, ¿pero cómo?

—No se refiere a una simple acción política, ¿verdad? —observó el ruso.

—No, es demasiado tarde para eso… y de todos modos, muy poca gente escucharía —Killgore dobló hacia la izquierda, seguido por los otros dos—. Lamentablemente habrá que tomar medidas drásticas.

—¿Cuáles? ¿Matar a toda la población mundial? —bromeó Popov. Pero la respuesta a su pregunta retórica fue una mirada idéntica en dos pares de ojos. La mirada no le heló la sangre, pero hizo que su cerebro se moviera en una dirección nueva e inesperada. Eran fascisti. Peor aún, fascisti que creían en un ethos. ¿Pero estaban dispuestos a actuar de acuerdo con sus creencias? ¿Existía alguien capaz de hacer algo semejante? Ni siquiera el peor de los stalinistas… no, los stalinistas no eran locos sino románticos políticos.

El ruido de un avión perturbó el silencio de la mañana. Era uno de los Gulfstream de Horizon. Despegó del complejo, ascendió y giró a la derecha, rumbo al este… hacia Nueva York, probablemente. ¿Iría a buscar más gente del «proyecto»? Probablemente. El complejo estaba un 80 por ciento lleno, reflexionó Popov. El promedio de llegadas había disminuido, pero seguía arribando gente (casi siempre por tierra). La cafetería casi siempre estaba colmada a la hora del almuerzo o la cena, y las luces seguían encendidas hasta tarde en los laboratorios. ¿Pero qué estaban haciendo?

Horizon Corporation, recordó Popov, era una compañía de tecnología biológica especializada en medicamentos y tratamientos médicos. Killgore era médico y Maclean ingeniero especialista en cuestiones de medio ambiente. Ambos eran druidas, adoradores de la naturaleza, la nueva clase de paganismo que florecía en Occidente. John Brightling también lo era, a juzgar por la conversación que habían mantenido en Nueva York. Entonces, ese era el ethos de esos hombres y de la empresa. Dimitri recordó las revistas que tenía en el cuarto. Los humanos eran una especie parásita que hacía más mal que bien en la Tierra. Y esos dos acababan de decir que convenía sentenciar a muerte a la perjudicial raza humana… Estaba claro que para ellos todo el mundo era dañino. ¿Qué se proponían hacer, matar a todos los hombres? Qué basura. La puerta que llevaba a la respuesta definitiva se había entreabierto. Su cerebro corría más rápido que Buttermilk… pero no lo suficiente.

Cabalgaron en silencio unos minutos. Luego, una sombra cruzó el suelo y Popov levantó la vista.

—¿Qué es eso?

—Un halcón de cola roja —respondió Maclean—. Está buscando algo para desayunar.

Mientras lo observaban, el predador subió a quinientos pies de altura y desplegó las alas para dejarse llevar por el viento. Bajó la cabeza y escrutó la superficie terrestre en busca de un roedor desprevenido. Los tres hombres detuvieron la marcha para mirarlo. Tardó varios minutos, y fue algo a la vez bello y horrible de contemplar. El halcón plegó las alas y descendió a pico, velozmente, luego se detuvo, aceleró como una bala emplumada, volvió a desplegar las alas, levantó la cabeza y abrió sus garras amarillas…

—¡Sí! —festejó Maclean.

Como el niño que aplasta un hormiguero, el halcón usó sus talones para matar a su presa, retorciéndola y desgarrándola. Luego, aferrando el cadáver tubular con sus poderosas garras, levantó vuelo y se perdió en el horizonte. El perro de la pradera que había matado no tuvo opción de escapar, pensó Popov, pero así era la naturaleza. Igual que la gente. Ningún soldado le daba ocasión de escapar al enemigo. No era seguro ni inteligente hacerlo. Uno golpeaba con furia absoluta y sin advertencia. Esa era la mejor manera de matar rápido y fácil —y sin correr peligro—, y si el enemigo no había tenido la astucia de protegerse, bueno, eso era problema suyo. En cuanto al halcón, había evitado que el sol proyectara su sombra, de modo tal que el perro de la pradera asomado al agujero que era su hogar no pudiera verlo. Y luego lo había matado sin piedad. El halcón tenía que comer, claro. Tal vez tenía hijos que alimentar, o tal vez cazaba sólo para sí mismo. Como fuera, el perro de la pradera colgaba muerto de sus garras, como un calcetín marrón vacío, y pronto sería devorado por su matador.

—Maldición, me encanta ver estas cosas —dijo Maclean.

—Es cruel, pero bello —acotó Popov.

—Así es la Madre Naturaleza, compañero. Cruel pero bella —Killgore observó al halcón perderse en la distancia—. Digno de verse.

—Tengo que capturar uno y entrenarlo —anunció Maclean—. Quiero entrenarlo para que me traiga la presa muerta al puño.

—¿Los perros de la pradera corren peligro de extinción?

—No, para nada —respondió Killgore—. Los predadores controlan la cantidad de presas, pero jamás las exterminan. La naturaleza mantiene su equilibrio.

—¿Y qué lugar ocupa el hombre dentro de ese equilibrio? —preguntó Popov.

—Ninguno —replicó Maclean—. El hombre destruyó todo lo que pudo porque es demasiado torpe para distinguir entre el bien y el mal. Y es indiferente al daño que causa. Ese es el problema.

—¿Y cuál es la solución? —preguntó el ruso. Killgore se dio vuelta y lo miró directo a los ojos.

—Nosotros.

—Ed, debe haber usado el mismo nombre secreto durante muchos años —insistió Clark—. Los tipos del IRA no lo veían desde hacía tiempo, pero lo conocían por ese nombre.

—Tiene lógica —tuvo que admitir Ed Foley por teléfono—. Entonces, ¿realmente quieres hablar con él, eh?

—Bueno, en realidad no es para tanto, Ed. Simplemente ordenó matar a mi esposa, mi hija y mi nieto, ¿sabes? Y sus esbirros mataron a dos de mis hombres. Ahora bien, ¿tengo permiso para contactarme con él o no? —exigió Rainbow Six desde su escritorio.

En su oficina del séptimo piso en la central de la CIA, el director Ed Foley vaciló desusadamente. Si le permitía hacerlo (y si Clark obtenía lo que deseaba) funcionarían las reglas de reciprocidad. Sergey Nikolayevich llamaría algún día a la CIA y pediría información delicada, y él, Ed Foley, tendría que brindársela. De lo contrario, el débil lazo de amistad entre las agencias de inteligencia internacional se cortaría definitivamente. Pero Foley no podía predecir lo que le pediría el ruso, y ambos bandos se seguían espiando, de modo tal que las reglas amistosas de la vida moderna se aplicaban y no se aplicaban al mundillo de los agentes secretos. Uno fingía que sí, pero actuaba como si no. Mantener contacto con el exenemigo era excepcional, y Golovko los había ayudado dos veces en operaciones importantes. Y jamás había pedido nada a cambio, tal vez porque las operaciones habían beneficiado directa o indirectamente a su país. Pero Sergey no era de los que olvidan deudas o favores otorgados y…

—Sé lo que estás pensando, Ed, pero he perdido dos hombres por culpa de este tipo y quiero saber quién carajo es… y Sergey puede ayudarnos a identificarlo.

—¿Y si todavía está adentro? —tentó Foley.

—¿De verdad lo crees posible? —se burló Clark.

—Bueno, no.

—Yo tampoco, Ed. Entonces, si es un amigo, hagámosle una pregunta de amigos. Tal vez obtengamos una respuesta de amigo. El quid pro quo podría ser que los rusos de operaciones especiales se entrenaran unas semanas con nosotros. Es el precio que estoy dispuesto a pagar.

Era inútil discutir con John, exentrenador de Foley y su esposa Mary Pat (actualmente subdirectora de Operaciones).

—OK, John, aprobado. ¿Quién hará el contacto?

—Tengo su número —dijo Clark.

—Entonces llámalo, John. Aprobado —concluyó el DCI, bastante molesto—. ¿Algo más?

—No, señor, y gracias. ¿Cómo están Mary Pat y los niños?

—Bien. ¿Y tu nieto?

—Muy bien. Patsy se está recuperando y Sandy se ha hecho cargo de JC.

—¿JC?

—John Conor Chávez —aclaró Clark.

Nombre difícil de llevar, pensó Foley. Pero no lo dijo.

—Bueno, OK. Adelante, John. Nos vemos.

—Gracias, Ed. Hasta pronto —Clark apretó otra tecla—. Bill, nos aprobaron.

—Excelente —replicó Tawney—. ¿Cuándo llamarás?

—¿Qué te parece mañana?

—Paso a paso, Clark —aconsejó Tawney.

—No te preocupes —mató esa línea y apretó otra tecla para activar un grabador a casete. Luego apretó otra y llamó a Moscú.

—Seis-Seis-Cero —respondió una voz femenina en ruso.

—Necesito hablar personalmente con Sergey Nikolayevich. Dígale que lo llama Ivan Timofeyevich, por favor —dijo Clark en su ruso más erudito.

Da —replicó la secretaria, preguntándose cómo habría conseguido esa persona el teléfono directo del Director.

—¡Clark! —tronó una voz masculina—. ¿Se encuentra bien en Inglaterra? —Y otra vez, la cosa había empezado. El director del reconfigurado servicio de inteligencia exterior ruso quería hacerle saber que sabía dónde estaba y lo que estaba haciendo. No tenía sentido preguntarle cómo lo había averiguado.

—El clima me resulta agradable, director Golovko.

—Esa nueva unidad que dirige estuvo muy atareada últimamente. Ese atentado contra su esposa y su hija… ¿están bien ahora?

—Fue muy desagradable, pero sí, gracias, están muy bien —hablaban en ruso, idioma que Clark dominaba como un nativo de Leningrado… perdón, San Petersburgo, se autocorrigió mentalmente. Ciertos viejos hábitos no se borraban fácilmente—. Y ya soy abuelo.

—¿En serio, Vanya? ¡Felicitaciones! Es una noticia fabulosa. No me gustó enterarme de ese atentado contra ustedes —comentó Golovko con sinceridad. Los rusos eran un pueblo muy sentimental, especialmente en lo que concernía a los niños.

—A mí tampoco —retrucó Clark—. Pero dio sus frutos, como decimos por aquí. Yo mismo capturé a uno de esos miserables.

—No lo sabía, Vanya —prosiguió el ruso. Clark no sabía si creerle o no—. Y bien, ¿a qué debo el honor de su llamada?

—Necesito que me ayude con un nombre.

—¿Y qué nombre es ese?

—Una identidad encubierta: Serov, Iosef Andréyevich. El oficial en cuestión —exoficial, creo— trabaja con elementos progresistas en Occidente. Tenemos razones para creer que instigó operaciones en las que murió mucha gente, incluyendo el atentado de Hereford.

—Nosotros no tuvimos nada que ver con eso, Vanya —se apresuró a decir Golovko, repentinamente serio.

—No tengo razones para pensar que estén involucrados, Sergey, pero un hombre llamado Serov, de nacionalidad rusa, entregó dinero y drogas a los terroristas irlandeses. Los irlandeses lo conocían de experiencias anteriores, incluido el valle del Bekaa. Por lo tanto creo que perteneció a la KGB. También tengo su descripción física —acotó, y procedió a dársela.

—Dijo «Serov». Es un apellido raro porque…

—Sí. Ya lo sé.

—¿Esto es importante para usted?

—Sergey, además de matar a dos de mis hombres, esta operación amenazó directamente a mi esposa, hija y nieto. Sí, amigo mío, es muy importante para mí.

Golovko se quedó pensando. Conocía a Clark, se habían visto hacía dieciocho meses. Oficial de campo de talento inusual y suerte asombrosa, John Clark había sido un enemigo peligroso, la quintaesencia del profesional de inteligencia. Igual que su joven colega, Domingo Estebanovich Chávez, si mal no recordaba. Y Golovko sabía que la hija de Clark estaba casada con ese chico Chávez… de hecho, acababa de enterarse. Alguien se lo había dicho a Kirilenko en Londres, pero no recordaba quién.

Pero si era un ruso (un ex chekist, nada menos) el que estaba agitando el avispero terrorista… malas noticias para su país. ¿Acaso debía cooperar? ¿Cuáles eran las ventajas y desventajas de hacerlo? Si aceptaba ahora tendría que llegar hasta el fin. De lo contrario, la CIA y otros servicios occidentales se negarían a cooperar con él. ¿Cooperar estaba en los intereses de su país? ¿En los de su institución?

—Veré qué puedo hacer, Vanya, pero no le prometo nada —fue la concisa respuesta. Bravo, pensó Clark, eso significa que al menos lo pensará.

—Lo consideraría un favor personal, Sergey Nikolayevich. —Comprendo. Permítame ver qué puedo averiguar.

—Muy bien. Buen día, amigo mío.

Dosvidaniya.

Clark retiró el casete y lo guardó en el cajón de su escritorio.

—OK, compañero. Veamos qué puedes hacer por mí.

El sistema de computadoras del servicio de inteligencia ruso no era tan avanzado como sus equivalentes occidentales, pero las diferencias técnicas eren ampliamente superadas por las deficiencias humanas, ya que los cerebros de los operadores se movían más despacio que la más lenta de las computadoras. Golovko había aprendido a manejarlo porque no siempre le agradaba que otros hicieran las cosas por él. Un minuto después tenía una pantalla llena de datos obtenidos a partir del apellido encubierto.

POPOV, DIMITRI ARKADEYEVICH, decía la pantalla. Y adjuntaba número de servicio, fecha de nacimiento y tiempo de empleo. Se había retirado como coronel hacia el final del primer gran RIF que había reducido a la ex KGB en casi un tercio. Buen concepto de sus superiores, observó Golovko, pero se había especializado en un campo que ya no le interesaba a la agencia. Casi todos los miembros de ese subdepartamento habían sido despedidos y recibían una pensión miserable, inexistente. Bueno, no podía hacer nada al respecto. Ya era bastante difícil que la Duma destinara fondos a su reducida agencia, a pesar de que su menguada nación necesitaba más que nunca sus servicios… Y ese Clark había llevado a cabo dos misiones que habían beneficiado a su nación, recordó Golovko… además, por supuesto, de acciones previas que habían perjudicado considerablemente a la Unión Soviética. Pero bueno, precisamente esas acciones lo habían ayudado a alcanzar la dirección de su agencia.

Sí, tenía que ayudarlo. Haría un buen negocio con los estadounidenses. Además, Clark había tratado honorablemente con él y en cierto modo le molestaba que un exoficial de la KGB se hubiera metido con su familia: los ataques a no combatientes estaban prohibidos en el negocio de inteligencia. Oh, de vez en cuando habían molestado un poco a la esposa de algún oficial de la CIA en los lejanos días de la Guerra Fría, ¿pero daño verdadero? Jamás. Además de ser nekulturny hubiera iniciado una serie de vendettas que hubieran interferido con lo que de verdad importaba: conseguir información. Desde la década del 50 en adelante el negocio de inteligencia se había transformado en una actividad civilizada, predecible. La calidad de predecible era lo que siempre habían querido los rusos de Occidente, y viceversa. Clark era predecible.

Una vez tomada su decisión, Golovko imprimió la información que acababa de leer en pantalla.

—¿Y? —le preguntó Clark a Bill Tawney.

—Los suizos fueron un poco lentos. Resulta que el número de cuenta que nos dio Grady era auténtico…

—¿Era? —lo interrumpió John, seguro de poder tolerar otra mala noticia.

—Bueno, la cuenta no está en actividad. La abrieron con un depósito de casi seis millones de dólares, luego retiraron varios miles… y luego, el mismo día del atentado al hospital, retiraron todo el dinero, excepto mil dólares, y lo depositaron en otra cuenta, en otro banco.

—¿Dónde?

—Dicen que no pueden decirnos.

—Ah, bueno, entonces dile a su jodido ministro de Justicia ¡que la próxima vez que necesite nuestra ayuda dejaremos que los jodidos terroristas hagan mierda a sus prolijos ciudadanos! —bramó Clark.

—Tienen leyes, John —señaló Tawney—. ¿Y si la transferencia la hizo un abogado? En ese caso se aplicarían los privilegios abogado/cliente y ningún país puede traspasar esa barrera. Los suizos tienen leyes que protegen fondos de supuesto origen criminal, pero no tenemos manera de probarlo, ¿no te parece? Supongo que podríamos inventar algo para pasarle por encima a la ley, pero llevará tiempo, viejo.

—Carajo —farfulló Clark. Luego lo pensó un segundo—. ¿El ruso?

Tawney asintió sabiamente.

—Sí, tiene lógica, ¿no? Les abrió una cuenta numerada y cuando ustedes los atraparon él seguía teniendo el número.

—Carajo, entonces fue y los esquilmó.

—Completamente —observó Tawney—. Grady dijo seis millones de dólares en el hospital y los suizos confirmaron la cifra. Usó varios miles para comprar los camiones y el resto de los vehículos —tenemos los registros de la investigación policial al respecto— y dejó el resto en la cuenta. Pero el rusito decidió que ya no necesitarían los fondos. Bueno, ¿por qué no? Los rusos son tipos notoriamente codiciosos, ya sabes.

—Rusia lo da, y Rusia lo quita. Él también les dio inteligencia sobre nosotros.

—No me atrevería a contradecirte, John.

—OK, repasemos un poco —propuso John, metiéndose los nervios en el bolsillo—. Aparece el ruso, les da información de inteligencia sobre nosotros y fondos para la operación conseguidos quién sabe dónde. No en Rusia, es obvio. Primero porque no tienen motivos para llevar a cabo semejante operativo y segundo porque no tienen tanto dinero para desperdiciar. Primer pregunta: ¿de dónde salió el dinero…?

—Y la droga, John. No te olvides de la droga.

—OK, y la droga. ¿De dónde carajo salieron?

—Probablemente será fácil rastrear el tema droga. La Garda dice que la cocaína es de uso médico, lo cual significa que proviene de una droguería. Todos los países del mundo controlan la producción de cocaína. Diez libras es mucho, suficiente para llenar una valija grande… No olvides que la cocaína es tan densa como el tabaco. Por lo tanto, el bulto equivaldría a diez libras de cigarrillos. Digamos una valija grande. Es una enorme cantidad de droga, John, y habrá dejado un hueco en la droguería.

—¿Estás pensando que vino de Estados Unidos?

—En principio, sí. Las droguerías más grandes del mundo están allí y en Gran Bretaña. Puedo hacer que la policía investigue falta de cocaína en Distillers Limited y las demás empresas. Espero que la DEA estadounidense pueda hacer otro tanto.

—Llamaré al FBI —dijo Clark en el acto—. Entonces, Bill, ¿qué sabemos?

—Supondremos que Grady y O’Neil dijeron la verdad acerca del ruso Serov. Tenemos un ex (presumiblemente) oficial de la KGB que instigó el atentado contra Hereford. A decir verdad los contrató para llevarlo a cabo, como si fueran mercenarios, y les pagó con droga y efectivo. Cuando el atentado fracasó, el ruso confiscó el dinero, supongo que en beneficio propio. Por otra parte, el ruso no podía tener tanto dinero… bueno, tal vez la mafia rusa, los ex KGB que acaban de descubrir la libre empresa… pero no veo por qué habrían de atacarnos. El Rainbow no significa una amenaza para ellos, ¿no te parece?

—No —coincidió Clark.

—Entonces, tenemos una gran cantidad de droga y seis millones de dólares entregados por un ruso. Por el momento supongo que la operación se originó en Estados Unidos, teniendo en cuenta el tema droga y la cantidad de dinero.

—¿Por qué?

—No puedo justificarlo, John. Tal vez sea cuestión de olfato.

—¿Cómo llegó a Irlanda? —preguntó Clark, dispuesto a confiar en el olfato de Tawney.

—No sabemos. Debe haber volado a Dublín… sí, ya sé, no es prudente hacerlo con semejante cantidad de droga encima. Tendremos que consultar a nuestros amigos.

—Dile a la policía que es muy importante. A partir de eso podríamos conseguir el número del vuelo y el punto de origen.

—Absolutamente —Tawney tomó nota.

—¿Qué más nos falta?

—Haré que mis compañeros de «Six» verifiquen los nombres de oficiales de la KGB que hayan trabajado con grupos terroristas. Tenemos una descripción física que puede sernos útil. Relativamente útil, bah. Creo que nuestra mayor esperanza son las diez libras de droga.

Clark asintió.

—OK, llamaré ya mismo al FBI.

—¿Diez libras, dijiste?

—Sí, Dan, y pura. Es un montón de coca, viejo, y tendría que haber un hueco grande en algún depósito.

—Llamaré a la DEA y les pediré que echen un rápido vistazo —prometió el director del FBI—. ¿Alguna otra novedad?

—Estamos pateando el árbol para que largue los frutos, Dan —replicó John—. Por el momento suponemos que la operación se originó en Estados Unidos —procedió a explicarle a Murray los motivos de la suposición.

—Ese ruso, Serov, dijiste que era ex KGB y que tenía vínculo con terroristas. No había tantos de esos y tenemos información sobre su especialidad.

—Bill también les pidió a los «Six» que averiguaran, y yo hablé con Ed Foley. Y también con Sergey Golovko.

—¿Realmente piensas que te ayudará? —preguntó Murray.

—Lo peor que puede decir es no, Dan, y él no es lo único que tenemos por ahora —señaló Rainbow Six.

—Es cierto —admitió Dan—. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Si se me ocurre algo te lo haré saber, compañero.

—OK, John. ¿Estuviste viendo las Olimpíadas?

—Sí, de hecho tengo parte de un comando allí.

—¿Cómo?

—Sí, Ding Chávez y algunos hombres. Los australianos nos pidieron que observáramos el operativo de seguridad. Ding dice que son muy buenos.

—Un viaje gratis a las Olimpíadas… suena bastante bien —comentó Murray.

—Supongo que sí, Dan. De todos modos, llámanos en cuanto tengas algo, ¿sí?

—Claro, John. Nos vemos, compañero.

—Sí. Adiós, Dan.

Colgó el teléfono seguro y se respaldó en su silla, preguntándose qué estaría pasando por alto. Estaba verificando todo lo que se le ocurría, todos los cabos sueltos, con la esperanza de que alguien, en algún lugar, se apareciera con factor aparentemente inocente que los llevara a develar el enigma. Nunca había apreciado debidamente lo difícil que era ser policía e investigar un crimen importante. El color del auto de los malos podía ser importante, y uno debía acordarse de preguntarlo. Pero él no estaba entrenado para eso y debía confiar en que los policías hicieran bien su trabajo.

Lo estaban haciendo. En Londres, la policía había trasladado a Timothy O’Neil a la acostumbrada sala de interrogatorios. Le habían ofrecido té, y él había aceptado.

No era fácil para O’Neil. Él no quería decir nada, pero el impacto de la información que le había tirado la policía (y que sólo podía haberles suministrado Grady) había minado su fe y su resolución. A resultas de ello había dicho un par de cosas… y una vez que el proceso se iniciaba no había vuelta atrás.

—El ruso, Serov —comenzó el detective inspector—. ¿Voló a Irlanda?

—El charco es muy grande, compañero —se burló O’Neil.

—Sí, y difícil de atravesar a nado —admitió el inspector—. ¿En qué voló?

Silencio por toda respuesta. Desalentador, pero no inesperado.

—Puedo decirte algo que no sabes, Tim —ofreció el inspector para acelerar un poco la cosa.

—¿Y qué podría ser?

—Ese tipo Serov les abrió una cuenta numerada en un banco suizo y depositó el dinero allí. Bueno, los suizos acaban de informarnos que retiró el dinero.

—¿Qué?

—El día del atentado alguien llamó al banco y retiró casi todo el dinero. De modo que tu amigo ruso les dio con una mano y les quitó con la otra. Aquí tienes —el inspector le pasó una hoja de papel—. Ese es el número de cuenta y este el número de activación de transferencias. Seis millones de dólares, menos lo que gastaron en camiones y demás. Transfirió todo lo que quedaba, me atrevería a sugerir que a su cuenta personal. Se equivocaron de cómplice, Tim.

—¡Ladrón de mierda! —Definitivamente, O’Neil había perdido la calma.

—Sí, Tim. Ya lo sé. Ustedes nunca fueron ladrones. Pero este tipo Serov lo es, y eso es un hecho, muchacho.

O’Neil lanzó una maldición naturalmente contraria a su fe católica. Había reconocido el número de cuenta, sabía que Sean lo había escrito y estaba razonablemente seguro de que el policía no le estaba mintiendo.

—Voló a Shannon en un jet privado. No sé desde dónde.

—¿En serio?

—Probablemente por las drogas que traía. No suelen revisar a los plutócratas, ¿verdad? Actúan como si fueran malditos nobles.

—¿Sabes qué clase de avión?

O’Neil negó con la cabeza.

—Tenía dos motores y la cola en forma de T, pero no, no sé qué avión era.

—¿Y cómo llegó al lugar del encuentro?

—Mandamos un coche a buscarlo.

—¿Quién conducía el coche?

—No le daré nombres. Ya se lo dije.

—Perdóname, Tim, pero debo preguntar. Sabes cómo es esto —se disculpó el policía. Se había esforzado mucho para ganar la confianza del terrorista—. Sean confiaba en este Serov. Evidentemente cometió un error. Los fondos fueron transferidos dos horas después de iniciada la operación. Sospechamos que estaba cerca, observando, y que cuando vio cómo andaban las cosas decidió robarles el dinero. Los rusos son unos bandoleros codiciosos —proclamó el policía. Sus ojos no demostraron el placer que le producía la reciente información. La sala estaba llena de micrófonos, por supuesto, y la policía de la metrópolis ya estaría telefoneando a Irlanda.

La fuerza policial irlandesa, llamada Garda, casi siempre cooperaba con su equivalente británica. Esta vez no fue la excepción. El Garda local de más alto rango se dirigió inmediatamente a Shannon para verificar los registros de vuelos… en lo que a él concernía, lo único que quería saber era cómo habían ingresado a su país diez libras de droga ilegal. El error táctico cometido por el IRA había enfurecido a los policías locales (muchos de ellos tenían una simpatía tribal por el movimiento revolucionario del norte). Pero la simpatía se evaporó rápidamente cuando saltó el tema del tráfico de droga. Los Garda, como la mayoría de los policías del mundo, lo consideraban el más sucio de los crímenes.

La oficina de operaciones de vuelo en Shannon tenía registrados por escrito todos los vuelos que despegaban o aterrizaban en el complejo. Con ayuda de la fecha, el subgerente de operaciones encontró la hoja indicada en menos de tres minutos. Sí, un Gulfstream había llegado a la mañana temprano, recargado combustible y partido poco después. Los documentos indicaban el número de cola y los nombres de los tripulantes. Más puntualmente, mostraban que el avión estaba registrado en una compañía de charters estadounidense. El Garda irlandés se dirigió inmediatamente al control de inmigración y aduana, donde descubrió que un tal Joseph Serov había pasado por la aduana esa misma mañana. Fotocopió todos los documentos importantes y volvió a su estación. Desde allí los envió por fax a la central de la Garda en Dublín, y desde allí a Londres, y desde allí a Washington DC.

—Maldición —farfulló Dan Murray en su escritorio—. Empezó aquí, efectivamente.

—Así parece —dijo Chuck Baker, subdirector a cargo de la división criminal.

—Quiero que sigas esta pista, Chuck.

—Ya mismo, Dan. La cosa se está poniendo oscura.

Treinta minutos después, un par de agentes del FBI llegaron a la oficina de la empresa de charters en el aeropuerto de Teterboro, New Jersey. Inmediatamente comprobaron que el avión había sido alquilado por un tal Joseph Serov, que había pagado con un cheque a su nombre perteneciente a una cuenta del Citibank. No, no tenían la foto del cliente. La tripulación del vuelo estaba de viaje en ese momento pero apenas regresara cooperaría con el FBI, desde luego.

Desde allí se dirigieron (con un montón de fotocopias) a la sucursal bancaria donde Serov tenía su cuenta… y se enteraron de que nadie lo había visto jamás. Su dirección era la misma maldita casilla de correo donde había terminado (en punto muerto) la investigación sobre sus tarjetas de crédito.

Llegado ese momento, el FBI tenía una copia de la foto del pasaporte de Serov… pero esa clase de fotos generalmente servían para identificar a las víctimas de accidentes aéreos antes que a personas vivas, en opinión de Dan Murray.

Pero el archivo del caso estaba creciendo, y por primera vez se sentía optimista. Poco a poco iban reuniendo información sobre el sujeto y tarde o temprano sabrían dónde se había metido, porque (profesional de la KGB o no) cuando uno aparecía en el radar colectivo del FBI nueve mil detectives empezaban a buscarlo, y no dejaban de hacerlo hasta recibir nuevas órdenes. Foto, cuenta bancaria, resúmenes de tarjetas de crédito… el próximo paso sería descubrir cómo había llegado el dinero a la cuenta. Necesariamente debía tener un empleador y/o patrocinador, y esa persona o entidad sería interrogada para obtener más información. Sólo era cuestión de tiempo, y Murray creía tener todo el tiempo necesario para hacer salir al topo de su guarida. No solían enfrentarse con agentes secretos profesionales. Eran las presas más elusivas y, por esa misma razón, los del FBI disfrutaban horrores cuando podían colgar sus cabezas sobre la estufa a leña. Terrorismo y narcotráfico. Sería un caso jugosísimo para cualquier procurador de los Estados Unidos.

—Hola —dijo Popov.

—Encantado —replicó el hombre—. Usted no es de aquí.

—Dimitri Popov —dijo el ruso, tendiéndole la mano.

—Foster Hunnicutt —dijo el estadounidense, estrechándola—. ¿Qué está haciendo aquí?

Popov esbozó una débil sonrisa.

—Aquí… absolutamente nada, aunque aprendí a montar a caballo. Trabajo directamente para el Dr. Brightling.

—¿Quién… ah, para el gran jefe del lugar?

—Sí, así es. ¿Y usted?

—Soy cazador y guía —respondió el hombre de Montana.

—Qué bien. ¿Y no es vegetariano?

—No exactamente. Me gusta la carne roja como a cualquier hijo de vecino. Pero prefiero la carne de alce a estos cortes misteriosos —prosiguió, mirando con cierto disgusto lo que tenía en el plato.

—¿Alce?

—El ciervo más grande que verá en toda su vida. Un buen alce produce entre cuatrocientas y quinientas libras de excelente carne. Buena percha, también.

—¿Percha?

—Las astas, los cuernos de la cabeza. También me gusta la carne de oso.

—Supongo que eso les caerá pésimo a muchos de los que están aquí —comentó el Dr. Killgore, devorando un bocado de ensalada.

—Mire, hombre, cazar es la primera forma de conservación. Si alguien no cuidara de los bichos, no habría nada que cazar. Ya sabe, como Teddy Roosevelt y el Parque Nacional Yellowstone. Si uno quiere entender a las presas, hablo de entenderlas de verdad, es mejor que se haga cazador.

—No tengo nada que objetar —dijo el epidemiólogo.

—Tal vez yo no sea un «abraza conejitos». Tal vez mate animales, sí, pero, maldita sea, como lo que cazo. No mato a los bichos sólo para verlos morir… bueno —agregó—, tampoco mato animales en peligro. Pero no me molestaría liquidar a unos cuantos humanos ignorantes.

—Para eso estamos aquí, ¿no? —preguntó Maclean con una sonrisa.

—Claro. Hay demasiada gente en el mundo jodiendo con sus cepillos de dientes eléctricos, sus autos y sus casas más feas que un culo peludo.

—Yo traje a Foster al proyecto —acotó Mark Waterstone. Conocía a Maclean desde hacía años.

—¿Sabe de qué se trata? —preguntó Killgore.

—Sí, señor, y para mí está muy bien. ¿Sabe? Siempre me pregunté cómo sería estar en la piel de Jim Bridger o Jedediah Smith. Tal vez ahora pueda averiguarlo, de aquí a unos años.

—Cinco, aproximadamente —dijo Maclean—. Claro, según las proyecciones de nuestras computadoras.

—¿Bridger? ¿Smith? —preguntó Popov.

—Eran montañeses —explicó Hunnicutt—. Fueron los primeros hombres blancos que vieron el Oeste. Fueron legionarios, exploradores, cazadores, pelearon contra los indios.

—Sí, es una lástima lo que pasó con los indios.

—Tal vez —concedió Hunnicutt.

—¿Cuándo llegaron? —le preguntó Maclean a Waterhouse.

—Hoy, en auto —replicó Mark—. El lugar está casi lleno, ¿no? —no le agradaban las multitudes.

—Así es —confirmó Killgore. A él tampoco le agradaban—. Pero afuera sigue siendo bello. ¿Le gusta montar, señor Hunnicutt?

—¿Cómo cazan los hombres en el Oeste si no es a caballo? No me gusta usar esa mierda de SUV, señor.

—¿Así que es guía y cazador?

—Sí —Hunnicutt asintió complacido—. Fui geólogo en varias empresas petroleras, pero dejé hace tiempo. Me cansé de ayudar a destruir el planeta, ¿sabe?

Otro druida adorador de árboles, pensó Popov. No era particularmente sorprendente, aunque este parecía excesivamente verborrágico y petardista.

—Pero luego —prosiguió el cazador—, bueno, descubrí lo que era importante —habló unos cuantos (soporíferos) minutos acerca de la Mancha Marrón—. Así que agarré mi dinero y colgué los botines, como dicen los futbolistas. Siempre me gustó cazar, así que me construí una cabaña en las montañas —compré un viejo rancho ganadero— y me dediqué exclusivamente a la caza full-time.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo hace? Me refiero a cazar todo el tiempo. Está prohibido ¿no? —preguntó Killgore.

—Depende. A un policía se le ocurrió meterse conmigo y… bueno, finalmente dejó de molestarme.

Popov vio que Waterhouse le guiñaba el ojo a Killgore y supo en el acto que ese primitivo Hunnicutt había matado a un policía y salido indemne. ¿Qué clase de gente reclutaban en ese «proyecto»?

—Como sea, salimos a cabalgar todas las mañanas. ¿Quiere venir con nosotros?

—¡Claro, viejo! Jamás rechazó una invitación a montar.

—Yo he aprendido a disfrutarlo —acotó Popov.

—Usted debe tener sangre cosaca, Dimitri —Killgore lanzó una carcajada—. De todos modos, Foster, baje a desayunar poco antes de las siete y saldremos juntos.

—Trato hecho —confirmó el cazador.

Popov se puso de pie.

—Con su permiso, la competencia ecuestre olímpica empieza dentro de diez minutos.

—Ni sueñe con empezar a saltar vallas, Dimitri. ¡Todavía no es tan bueno! —se burló Maclean.

—Pero puedo mirar a quienes las saltan, ¿no? —replicó el ruso, marchándose.

—¿Qué hace este tipo? —preguntó Hunnicutt apenas Popov se alejó.

—Como bien dijo, nada. Pero colaboró con el éxito del proyecto.

—¿Ah, sí? —preguntó el cazador—. ¿Y cómo?

—¿Recuerda la seguidilla de atentados terroristas en Europa?

—Sí, los grupos antiterroristas les dieron su merecido a esos miserables. Hubo algunos disparos espectaculares, carajo. ¿Dimitri tuvo parte en eso?

—Él inició los atentados, todos —dijo Maclean.

—Caramba —observó Waterhouse—. ¿Entonces ayudó a que Bill consiguiera el contrato de las Olimpíadas?

—Sí. Y sin ese contrato, ¿cómo diablos propagaríamos el Shiva?

—Buen tipo —decidió Waterhouse, bebiendo un trago de Chardonnay de California. Extrañaría ese vino cuando se activara el proyecto. Bueno, había cualquier cantidad de bodegas en todo el país. El stock no se agotaría, de eso estaba seguro.