CAPÍTULO 33

EMPIEZAN LOS JUEGOS

Chávez hizo lo posible por no tropezar en el avión, un tanto sorprendido por la frescura y lozanía de los tripulantes. Bueno, tenían práctica, y tal vez estaban más adaptados que él a los malestares del vuelo. Como todos los demás civiles, se lamió los labios para eliminar el sabor amargo, entrecerró los ojos y avanzó hacia la puerta con la prisa de un hombre recién liberado de una cárcel de máxima seguridad. Tal vez recorrer grandes distancias en barco no fuera tan malo después de todo.

—¿Mayor Chávez? —preguntó una voz con acento australiano.

—¿Sí? —farfulló el susodicho, clavando sus ojos soñolientos en un tipo vestido de civil.

—Buen día, soy el teniente coronel Frank Wilkerson, del Servicio Aéreo Especial australiano.

—Encantado —Chávez se las ingenió para darle la mano sin caerse—. Le presento a mis hombres, los sargentos Johnston, Pierce y Tomlinson y el agente especial Tim Noonan, del FBI… es nuestro mago técnico —más apretones de manos.

—Bienvenidos a Australia, caballeros. Acompáñenme, por favor.

Demoraron quince minutos en recoger sus equipos (que incluían media docena de recipientes plásticos que fueron cargados en un minibús). Diez minutos después salían del aeropuerto rumbo a la Autopista 64 que los llevaría a Sydney.

—¿Qué tal el vuelo? —preguntó el coronel Wilkinson, dándose vuelta para mirarlos.

—Largo —respondió Chávez. Miró a su alrededor. Estaba saliendo el sol (eran poco más de las 6 de la mañana), aunque para el reloj corporal de los Rainbow debería estar poniéndose. Esperaban que una ducha y una buena taza de café los ayudaran a recuperarse.

—Es un vuelo espantoso. Londres queda muy lejos —dijo el coronel.

—Así es —admitió Chávez en nombre de todos.

—¿Cuándo empiezan los juegos? —preguntó Mike Pierce.

—Mañana —replicó Wilkerson—. Ya tenemos instalados a la mayoría de los atletas y los comandos de seguridad están operando al máximo. Esperamos que no haya dificultades. Según inteligencia, no hay peligro a la vista. Nuestros vigilantes en el aeropuerto no han visto nada raro hasta el momento y tenemos fotos y descripciones de todos los terroristas internacionales conocidos. Ya no son tantos como antes, en gran parte gracias a ustedes —agregó el coronel del SAS con una sonrisa amistosa y estrictamente profesional.

—Sí, bueno, tratamos de cumplir nuestra misión, coronel —observó George Tomlinson restregándose los ojos.

—Los tipos que los atacaron directamente… ¿eran del IRA como dijeron los medios?

—Sí —respondió Chávez—. Una de las facciones. Tenían buena inteligencia. De primera, a decir verdad. Habían identificado a sus blancos civiles por nombre y ocupación… entre ellos mi esposa y mi suegra, y…

—No lo sabía —dijo el australiano, abriendo los ojos como platos.

—Bueno, no fue nada divertido. Y perdimos dos hombres, más cuatro heridos, uno de ellos Peter Covington. Es el líder del Comando 1 —explicó Ding—. Como dije, no fue divertido. Tim fue el que sacó las papas del fuego —señaló a Noonan.

—¿Cómo es eso? —le preguntó Wilkerson al avergonzado agente del FBI.

—Tengo un sistema que anula las comunicaciones por teléfono celular. Los chicos malos pensaban coordinar sus movimientos por celular —explicó Noonan—. Les impedimos hacerlo e interferimos con sus planes. Después, Ding y los muchachos terminaron de aplastarlos. Tuvimos mucha pero mucha suerte, coronel.

—Así que pertenece al FBI. Supongo que conoce a Gus Werner.

—Oh, sí. Nos conocemos desde hace tiempo. Es el director de la División Terrorismo… una nueva división del FBI. Supongo que habrá estado en Quantico.

—Hace unos meses me estuve entrenando con el Comando de Rescate de Rehenes y el grupo Delta del coronel Byron. Buenos muchachos, todos ellos —el chofer salió de la autopista y entró directamente al centro de Sydney. El tráfico era liviano. Todavía era demasiado temprano y había poca gente en actividad, con la consabida excepción de los repartidores de leche y diarios. El minibús se detuvo frente a un hotel de primera categoría, cuyo conserje estaba despierto a pesar de lo intempestivo de la hora.

—Tenemos un convenio con este hotel —explicó Wilkerson—. La gente de Global Security también se aloja aquí.

—¿Quiénes? —preguntó Ding.

—Global Security, la empresa consultora de seguridad. Es probable que usted conozca a su director, señor Noonan. Bill Henriksen.

—¿Bill el «abraza árboles»? —Noonan no pudo reprimir una carcajada—. Oh, sí, claro que lo conozco.

—¿«Abraza-árboles»?

—Coronel, hasta hace unos años Bill era un agente de alto rango en el CRR. Es un tipo competente, pero se dejó llevar por su locura medioambientalista. Ahora abraza árboles y besa conejitos. Se preocupa por la capa de ozono y toda esa mierda —le explicó Noonan.

—No lo sabía. Nosotros también nos preocupamos por la capa de ozono, ¿sabe? Tenemos que usar filtro solar cuando vamos a la playa, etcétera. Tal vez la cosa empeore dentro de unos años, al menos eso dicen los que saben.

—Tal vez —admitió Tim con un bostezo—. No soy surfista.

El conserje abrió la puerta del hotel y los soldados entraron en desordenada hilera. El coronel Wilkerson debía haber llamado para anunciar su llegada, pensó Ding. Inmediatamente los acompañaron a sus habitaciones —cómodas y bonitas—, donde pudieron ducharse y desayunar abundantemente y beber litros de café. Por muy horrible que fuera el malestar producido por el vuelo, la mejor manera de contrarrestarlo era aguantar sobriamente la rutina del primer día, dormir decentemente al llegar la noche, y adaptarse a la nueva situación con la menor cantidad de sobresaltos. Por lo menos así era en teoría, pensó Ding, secándose frente al espejo del baño y comprobando que parecía tan exhausto como en verdad se sentía. Poco después, vestido con ropa cómoda, se presentó en la cafetería del hotel.

—¿Sabe, coronel? Si alguien fabricara un narcótico para paliar el malestar de los vuelos se haría rico de la noche a la mañana.

—Indudablemente. Sé lo que es eso, mayor.

—Llámeme Ding. Mi nombre de pila es Domingo, pero prefiero que me digan Ding.

—¿Cuál es su formación? —preguntó Wilkerson.

—Empecé en la infantería, pasé a la CIA, y ahora estoy en Rainbow. No sé por qué me otorgaron rango falso de mayor. Soy el comandante del Comando 2 del Rainbow y supongo que esa es mi jerarquía actual.

—Tuvieron mucho trabajo últimamente.

—Es un hecho, coronel —coincidió Ding, aceptando el café que le ofrecía el mozo. Se preguntó si en algún lugar servirían café como en el ejército (es decir, un café que triplicara la cantidad normal de cafeína). Le hubiera venido muy bien en ese momento. El café y una buena práctica física matinal. Además de la fatiga, su cuerpo se estaba rebelando contra el día entero de confinamiento en el 747. El maldito avión era lo suficientemente grande para estirar un poco las piernas, pero los diseñadores se habían olvidado de que transportaban seres humanos. Se sintió ligeramente culpable por los pobres tipos que viajaban en clase turista. Ellos sí que debían sufrir, estaba seguro. Bueno, por lo menos había pasado rápido. En barco habrían tardado un mes… de confort palaciego, ejercicios físicos diversos y buena comida. La vida estaba llena de contradicciones, ¿no?

—¿Estuvieron en el Parque Mundial?

—Sí —asintió Ding—. Mi comando tomó el castillo. Yo estaba a unos metros cuando ese miserable asesinó a la niñita. No fue nada divertido, coronel.

—Frank.

—Gracias. Sí, Frank, fue horrible. Pero liquidamos al hijo de puta… es decir, Homer Johnston lo hizo polvo. Es uno de mis rifles largos.

—De acuerdo con lo que vimos por TV, no fue un disparo particularmente eficaz.

—Homer quiso dejar en claro su opinión —explicó Chávez. Enarcó una ceja—. No volverá a hacerlo.

Wilkerson entendió la sutileza.

—Ah, sí, claro. ¿Tiene hijos, Ding?

—Fui padre hace unos días. Un varón.

—Felicitaciones. Beberemos una cerveza para festejarlo, probablemente hoy a la noche.

—Frank, si llego a beber una sola copa tendrán que sacarme a la rastra —Ding bostezó, un poco avergonzado por su deficiente estado físico—. Como sea, ¿por qué nos quieren tener aquí? Todo el mundo dice que ustedes son muy buenos en lo que hacen.

—Nunca está de más tener una segunda opinión, Ding. Mis muchachos están bien entrenados, pero no tenemos demasiada experiencia práctica. Y necesitamos renovar la tecnología. Las nuevas radios de E-Systems que nos consiguió Global Security son fabulosas. ¿Ustedes tienen alguna otra herramienta mágica?

—Noonan tiene algo que lo dejará atónito, Frank. Yo mismo no puedo creerlo, pero supongo que no lo necesitaremos. Hay demasiada gente. Pero le resultará interesante. Palabra de honor.

—¿Y qué es esa maravilla?

—Tim lo llama Tricorder… como el aparato que usaba el señor Spock en Star Trek. Encuentra gente así como los radares encuentran aviones.

—¿Cómo lo hace?

—Él le explicará. Tiene que ver con el campo eléctrico que rodea al corazón humano.

—Jamás escuché algo así.

—Es nuevo —aclaró Chávez—. Lo fabrica una pequeña empresa estadounidense llamada DKI, creo. Es un aparatito mágico. Little Willie de Fort Bragg está loco por él.

—¿Se refiere al coronel Byron?

—Precisamente. ¿Trabajó con él últimamente?

—Oh, sí, es un tipo espléndido.

Chávez hizo una mueca.

—Pero Rainbow no le cae muy bien. Le robamos a sus mejores hombres, ¿sabe?

—Y les encomendaron tareas de índole práctica.

—Así es —admitió Chávez, bebiendo su café. En ese momento llegaron los demás, vestidos con ropa cómoda semimilitar igual que su comandante. Apenas vieron a Chávez y Wilkerson, fueron a reunirse con ellos.

Eran las cuatro de la tarde en Kansas. La cabalgata matinal le había dejado doloridas algunas partes del cuerpo. Especialmente las caderas y los muslos. No obstante, conservaba un recuerdo agradable y casi heroico.

No tenía nada que hacer allí. No le habían asignado ninguna tarea y, hacia el mediodía, ya se habían agotado sus posibilidades de explorar. Le quedaba la televisión para entretenerse, pero no era una de sus diversiones favoritas. Popov era un hombre brillante que se aburría con facilidad, y odiaba estar aburrido. La CNN repetía constantemente las noticias de las Olimpíadas… pero la competencia todavía no había comenzado. Salió a recorrer los pasillos del hotel y se detuvo a contemplar la inmensa llanura desde un ventanal. Al día siguiente saldría a cabalgar… así, por lo menos, cambiaría de lugar. Siguió vagabundeando durante una hora y finalmente llegó a la cafetería.

—Ah, hola, Dimitri —dijo Kirk Maclean, que lo precedía en la cola. Tampoco era vegetariano: tenía una enorme feta de jamón en el plato. Popov lo tuvo muy en cuenta.

—Como dije esta mañana, no fuimos diseñados para ser vegetarianos —señaló Maclean con una sonrisa burlona.

—¿Cómo lo sabe?

—Por los dientes —replicó Maclean—. Los herbívoros mastican pasto y esas cosas, y hay mucha tierra y suciedad en esa clase de alimentos, y los dientes se les gastan como si mordieran constantemente papel de lija. Por eso el esmalte de sus dientes es muy grueso, para que les duren varios años. El esmalte del diente humano es muchísimo más fino que el del diente de vaca. Entonces, o nos adaptamos a lavar nuestros alimentos antes de consumirlos… o estamos diseñados para comer carne. No creo que nos hayamos adaptado tan rápido a dejar correr el agua en la cocina, ¿no le parece? —preguntó Kirk sin abandonar su sonrisa burlona. Caminaron juntos hacia la misma mesa—. ¿Qué hace para John? —le preguntó apenas se sentaron.

—¿Se refiere al Dr. Brightling?

—Sí, ayer dijo que trabajaba directamente para él.

—Yo fui parte de la KGB —valía la pena arrojar el anzuelo.

—Ah, ¿entonces espía para nosotros? —preguntó Maclean, cortando la feta de jamón.

Popov negó con la cabeza.

—No exactamente. Establecí contacto con personas en las que el Dr. Brightling estaba interesado y les pedí que hicieran ciertas cosas que él deseaba que hicieran.

—¿Ah, sí? ¿Para qué?

—No estoy seguro de poder decírselo.

—¿Material secreto, eh? Bueno, hay muchos secretos en este lugar, sabe. ¿Ya le dijeron de qué se trata el proyecto?

—No exactamente. Tal vez formo parte de él, pero por el momento no me han explicado de qué se trata. ¿Usted lo sabe?

—Oh, claro. Estuve desde el principio. Es algo muy importante, viejo. Tiene algunas cosas verdaderamente desagradables, pero —agregó con mirada gélida— es imposible hacer un omelette sin romper varios huevos, ¿no?

Lenin lo dijo primero, recordó Popov. En la década del veinte, cuando lo interpelaron por la violencia destructiva llevada a cabo en nombre de la revolución soviética. El comentario se había hecho famoso, especialmente dentro de la KGB, cuando alguien objetaba misiones particularmente crueles… como las de Popov con los terroristas, individuos que generalmente actuaban de manera inhumana y… que últimamente habían vuelto a la luz gracias a sus «buenos oficios». ¿Pero qué clase de omelette estaba ayudando a preparar el hombre que estaba sentado frente a él?

—Vamos a cambiar el mundo, Dimitri —dijo Maclean.

—¿De qué manera, Kirk?

—Ya lo verá. ¿Recuerda la cabalgata de esta mañana?

—Sí, fue muy agradable.

—Imagine si el mundo entero fuera igual —Maclean no estaba dispuesto a revelar más.

—¿Pero cómo podría serlo… a dónde irían todos los agricultores? —preguntó Popov, sinceramente confundido.

—Piense que son huevos. Simplemente —respondió Maclean con una sonrisa. A Dimitri se le heló la sangre en las venas, aunque no sabía por qué. Su mente no podía dar el salto, por mucho que lo deseara. Se sentía nuevamente como un agente secreto tratando de discernir las intenciones del enemigo. Conocía parte de la información necesaria (tal vez mucha), pero no lo suficiente para pintar el cuadro completo. Lo aterrador era que esa gente del proyecto hablaba de la vida humana como los fascistas del pasado. Pero son sólo judíos. Escuchó un ruido, levantó la vista y vio aterrizar otro avión en la ruta de ingreso. Había varios automóviles detenidos a lo lejos, esperando para entrar al complejo. También había más gente en la cafetería, casi el doble que el día anterior. Horizon Corporation estaba trasladando a su gente a Kansas. ¿Por qué? ¿Eso sería parte del proyecto? ¿Sería la manera de activar ese costoso complejo de investigación? Tenía todas las piezas del rompecabezas ante los ojos, pero la resolución del enigma seguía siendo un misterio.

—¡Hola, Dimitri! —dijo Killgore, y se sentó con ellos—. ¿Un poco dolorido, tal vez?

—Un poco —admitió Popov—, pero no me quejo. ¿Podríamos volver a hacerlo?

—Claro. Es parte de mi rutina matinal cuando estoy aquí. ¿Quiere seguirme el ritmo?

—Sí, gracias, es muy amable de su parte.

—A las 7 en punto, aquí mismo, compañero —respondió Killgore con una sonrisa—. ¿Tú también vienes, Kirk?

—Claro. Mañana iré a comprar un par de botas nuevas. ¿Hay alguna tienda buena en los alrededores?

—A media hora de aquí, la de Caballería de EE.UU. La segunda salida al este por la interestatal.

—Grandioso. Quiero comprarlas antes de que los recién llegados vacíen los negocios.

—Tiene lógica —opinó Killgore—. Y bien, Dimitri, ¿cómo es ser espía? —le preguntó a Popov.

—Suele ser muy frustrante —respondió sinceramente el ruso.

—Caramba, esto sí que es un estadio olímpico —comentó Ding.

El estadio tenía capacidad para cien mil personas sentadas. Pero haría calor, muchísimo calor… Sería casi como estar dentro de un enorme wok de concreto. Bueno, había montones de concesionarios en las instalaciones y seguramente habría vendedores ambulantes de Coca-Cola y otras gaseosas. Y a la salida del estadio había toda clase de pubs para aquellos que preferían la cerveza. El reluciente césped del estadio estaba casi vacío por el momento; sólo había algunos empleados acicalando algunos sectores. La mayoría de las competencias se realizarían aquí. La pista oval estaba marcada para las distintas carreras de velocidad y de vallas, y había hoyos para las competencias de salto. En el extremo más apartado del estadio había un monstruoso tanteador y un Jumbotron, de modo que los espectadores pudieran ver la repetición instantánea de los eventos más importantes. Ding comenzaba a entusiasmarse. Jamás había asistido a una competencia olímpica y se sentía lo suficientemente atleta como para apreciar el grado de dedicación y capacidad que requerían esa clase de cosas. Lo más loco era que por muy eficientes que fueran sus hombres, no igualaban a los atletas —la mayoría niños, en opinión de Ding— que marcharían sobre ese campo al día siguiente. Ni siquiera sus tiradores ganarían los torneos de rifle o pistola. Sus hombres eran profesionales abarcativos y estaban entrenados para hacer muchas cosas. Los atletas olímpicos, en cambio, eran especialistas extremos, entrenados para hacer una sola cosa absolutamente bien. Las Olimpíadas tenían tanta relevancia para la vida real como un partido de béisbol profesional, pero sería hermoso asistir.

—Sí, invertimos muchísimo dinero para que lo fuera —acotó Frank Wilkerson.

—¿Dónde se ubicará la fuerza de contraataque? —preguntó Chávez. Su anfitrión dio media vuelta y le indicó:

—Por aquí.

—Eh, es una sensación agradable —dijo Chávez al pasar bajo la finísima niebla refrescante.

—Sí, lo es. Reduce la sensación térmica aproximadamente quince grados. Espero que sean muchos los que pasen a refrescarse por aquí durante la competencia. Como ve, tenemos televisores para que puedan seguir los juegos.

—Me parece perfecto, Frank. ¿Y los atletas?

—Tenemos el mismo sistema en los túneles de acceso y también en el túnel principal que usarán para entrar. Pero, una vez en el campo, tendrán que sudar.

—Que Dios ayude a los maratonistas —comentó Chávez.

—Ojalá —coincidió Wilkerson—. Tendremos personal médico en diversos sectores del estadio. El pronóstico meteorológico anuncia clima caluroso y despejado, lamentablemente. Pero tenemos numerosos puestos de primeros auxilios por todas partes. El velódromo será uno de los lugares más difíciles, creo yo.

—Gatorade —dijo Chávez automáticamente.

—¿Qué?

—Una bebida para deportistas. Agua y cantidades de electrolitos para evitar el golpe de calor.

—Ah, sí, aquí tenemos una bebida similar. También habrá pastillas de sal. Baldes llenos.

Pocos minutos después llegaron al área de seguridad. Chávez vio a los SAS australianos cómodamente sentados en su salón especial, también lleno de televisores que transmitirían los juegos… y ciertos puntos neurálgicos de vigilancia. Wilkerson hizo las presentaciones del caso, y la mayoría de los soldados australianos se acercaron a saludar a los Rainbow con el estilo amistoso y abierto propio del país. Los sargentos se pusieron a conversar con sus equivalentes australianos y pronto empezó a imperar el respeto mutuo. Cada profesional se veía reflejado en el otro y su fraternidad internacional tenía características de elite.

El complejo se estaba llenando rápidamente. El primer día había estado solo en el cuarto piso, reflexionó Popov. Pero ya no. Había por lo menos otros seis cuartos ocupados y al mirar por la ventana vio que la playa de estacionamiento estaba colmada de autos particulares llegados ese mismo día. Suponía que el trayecto entre Nueva York y Kansas implicaba entre dos y tres días de viaje, de modo que la orden de trasladar a la gente había sido dada recientemente… ¿pero dónde estaban los camiones de mudanza? ¿Acaso la gente pensaba quedarse a vivir allí indefinidamente? El hotel era cómodo… por tratarse de un hotel, pero no tenía las mismas comodidades que una residencia permanente. Los que tenían niños pequeños se volverían locos teniéndolos tan cerca todo el tiempo. Escuchó al pasar la conversación de una pareja joven recién llegada. Evidentemente estaban muy entusiasmados por la presencia de animales salvajes. Sí, los ciervos y otros herbívoros eran agradables de contemplar, pensó Popov en mudo acuerdo, pero no merecían que se les dedicara una charla tan animada. ¿Acaso pertenecerían al equipo científico de Horizon Corporation? Hablaban como Jóvenes Pioneros salidos de Moscú por primera vez, atónitos ante las maravillas de una granja estatal. Era mucho mejor ver los grandes teatros líricos de Viena o París, pensaba el exoficial de la KGB. Entró a su cuarto. Entonces pensó otra cosa. Todos los que estaban allí eran amantes de la naturaleza. Tal vez tendría que estudiar un poco el tema. ¿Acaso no tenía los videos en el cuarto…? Sí. Eligió uno al azar, lo metió en la VCR, apretó la tecla PLAY y encendió el televisor.

Ah, la capa de ozono, algo que parecía preocupar mucho a los occidentales. Pensó que él empezaría a preocuparse recién cuando los pingüinos antárticos que vivían bajo el agujero de ozono empezaran a morir por quemaduras solares. De todos modos, miró y escuchó. El video había sido producido por un grupo llamado Earth First, y pronto comprobó que su contenido era mucho más polémico que cualquier cosa que hubieran producido las empresas cinematográficas del Estado soviético. Esa gente evidentemente conocía el tema y pedía la eliminación de varias sustancias químicas industriales… ¿pero cómo funcionarían los acondicionadores de aire sin ellas? ¿Dejar de tener aire acondicionado para salvar a los pingüinos de un exceso de radiación ultravioleta? ¿Qué era toda esa mierda?

El video duró cincuenta y dos minutos por reloj. Escogió otro, producido por el mismo grupo, dedicado a las represas. Comenzaba castigando a los «delincuentes medioambientalistas» que habían diseñado y construido la represa del río Colorado. Pero era una represa hidroeléctrica, ¿no? ¿Acaso la gente no necesitaba electricidad? ¿Y la electricidad generada por represas no era acaso la más limpia que había? ¿Acaso ese video no había sido producido en Hollywood utilizando la electricidad que producía la mencionada (y denostada) represa? ¿Quiénes eran esos tipos… y por qué estaban esos videos en su habitación? ¿Druidas? La palabra le volvió a la mente. Inmoladores de vírgenes, adoradores de árboles… Si así fuera, habían elegido un lugar bastante raro. Había muy pocos árboles en las planicies cubiertas de trigales del oeste de Kansas.

¿Druidas? ¿Adoradores de la naturaleza? Rebobinó la cinta y echó un vistazo a los periódicos. Algunos pertenecían al grupo Earth First.

¿Qué clase de nombre era ese? Earth First… Primero la Tierra… ¿primero que qué? Los artículos destilaban ira contra varios insultos inferidos al planeta. Bueno, tenía que admitir que excavar minas era algo espantoso. Se suponía que el planeta debía ser bello y justamente apreciado. Popov disfrutaba contemplando los verdes bosques igual que cualquier hijo de vecino, y lo mismo podía decir de la roca púrpura de las montañas carentes de vegetación. Si Dios existía, era un gran artista… ¿pero qué era todo esto?

La humanidad, rezaba el segundo artículo, era una especie parásita sobre la superficie del planeta, cuya esencia era destruir antes que nutrir. La gente había exterminado numerosas especies y variedades de animales y plantas y, al hacerlo, había anulado su derecho a habitar el planeta… Un concepto sumamente polémico, pensó Popov.

Pura basura, decidió en seguida. ¿Acaso la gacela que huía del león llamaba a la policía o a un abogado para defender su derecho a la vida? ¿Acaso el salmón que nadaba corriente arriba para desovar protestaba contra las mandíbulas del oso que lo arrancaban del agua y luego lo desmenuzaban para satisfacer sus propias necesidades (las del úrsido, se entiende)? ¿Acaso la vaca era igual al hombre? ¿A los ojos de quién?

En la ex Unión Soviética creían (con fe casi religiosa) que por muy formidables y ricos que fueran los estadounidenses, también era un pueblo loco, inculto e impredecible. Eran codiciosos, robaban las riquezas ajenas y explotaban a los desposeídos en beneficio propio. Popov había comprobado la falsedad de esa propaganda negativa durante su primera misión secreta en el extranjero, pero también había comprobado que los europeos occidentales estaban convencidos de que los estadounidenses eran un poco locos… y si ese grupo Earth First representaba a Estados Unidos, entonces… indudablemente tenían razón. Pero muchos británicos pintaban con aerosol a las mujeres que usaban abrigos de piel. El visón también tenía derecho a vivir según ellos. ¿Un visón? Un roedor peludo, una rata tubular de pelaje suntuoso. ¿Ese roedor tenía derecho a la vida? ¿Bajo qué ley?

Esa misma mañana habían protestado ante la sugerencia de matar a los… ¿cómo se llamaban? Perros de la pradera. Sí, otras ratas tubulares cuyos pozos podían mancar a los caballos que ellos mismos montaban… ¿pero qué habían dicho? Sí, habían dicho que pertenecían al lugar, ¿pero acaso los caballos y la gente no? ¿A qué se debía tanta solicitud hacia una rata? Los animales nobles, los halcones, los osos, los ciervos, incluso esos extraños antílopes eran bellos… ¿pero ratas? Había mantenido conversaciones similares con Brightling y Henriksen, quienes también parecían amar excesivamente a todas las cosas que vivían y se arrastraban por el suelo. Se preguntó qué sentirían por los mosquitos y las hormigas.

¿Acaso esa basura druídica sería la respuesta a la gran pregunta? Lo pensó un poco y decidió que necesitaba averiguar más datos, aunque sólo fuera para asegurarse de que no estaba sirviendo a un loco… Loco no… ¿tal vez asesino masivo? La idea no le resultó particularmente reconfortante.

—¿Qué tal el vuelo?

—Esperable, todo un maldito día atrapado en un 747 —se quejó Ding por teléfono.

—Bueno, por lo menos viajaste en primera clase —comentó Clark.

—Fabuloso. La próxima vez dejaré ese placer en sus manos, John. ¿Cómo están Patsy y JC? —preguntó Chávez, pasando a los temas importantes.

—Muy bien. No es tan malo ser abuelo —podría haberle dicho que hasta el momento no había cambiado un solo pañal. Sandy se había hecho cargo de las tareas de higiene con manifiesta dedicación y sólo le permitía tener al bebé en los brazos de vez en cuando. Clark suponía que ciertos instintos eran más fuertes en las mujeres y no quería interferir con las decisiones de la naturaleza—. Es un precioso hombrecito, Ding. Te felicito, muchacho.

—Gracias, papá —fue la irónica respuesta—. ¿Y Patsy?

—Está muy bien, pero casi no puede dormir. JC sólo duerme tres horas seguidas por el momento. Pero eso ya habrá cambiado cuando regreses. ¿Quieres hablar con ella?

—¿A usted qué le parece, Mr. C.?

—OK, espera un momento. ¡Patsy! —llamó—. Es Domingo.

—Hola, nena —dijo Chávez desde su cuarto de hotel.

—¿Cómo estás, Ding? ¿Qué tal el vuelo?

—Largo, pero todo bien —mintió. En opinión de Domingo Chávez, un hombre jamás debía mostrarse débil ante su esposa—. Nos tratan muy bien, pero hace mucho calor. Había olvidado lo que era el calor.

—¿Te quedarás para la apertura?

—Oh, sí, Pats, todos tenemos pases de seguridad. Cortesía de los australianos. ¿Cómo está JC?

—Maravilloso —fue la inevitable respuesta—. Es tan hermoso. No llora demasiado. Es maravilloso tenerlo, ¿sabes?

—¿Duermes poco, nena?

—Bueno, duermo varias horas, pero de a ratos. No tiene importancia. Era mucho peor ser residente.

—Bueno, deja que tu madre te ayude un poco, ¿OK?

—Claro que me ayuda —aseguró Patsy.

—OK, tengo que volver a hablar con tu padre… cuestiones de negocios. Te amo, nena.

—Yo también te amo, Ding.

—Domingo, creo que finalmente voy a aprobarte como yerno —dijo Clark tres segundos después—. Jamás vi sonreír tanto a Patricia… y supongo que es obra tuya.

—Sí. Gracias, papi —se burló Chávez. Miró su reloj con hora británica. Eran las siete de la mañana en Hereford. En Sydney, en cambio, eran las cuatro de una calurosa tarde.

—Bueno, ¿cómo andan las cosas por ahí? —preguntó Clark.

—Bien —replicó Chávez—. Nuestro contacto es un coronel petiso llamado Frank Wilkerson. Es un tipo sólido. Sus hombres son muy buenos, están bien entrenados, son confiados, agradables y serenos. Tienen una excelente relación con la policía. El plan de seguridad me parece bueno… Para hacerla corta: no nos necesitan aquí tal como no necesitan más canguros en el outback que sobrevolé esta mañana, John.

—Bueno. Entonces, disfruta de los juegos —por mucho que se quejaran, Chávez y sus hombres tendrían vacaciones gratis… y eso no era exactamente una condena a la cárcel.

—Estamos perdiendo el tiempo, John —insistió Chávez.

—Sí, bueno, uno nunca sabe… ¿no te parece, Domingo?

—Supongo que no —tuvo que admitir Chávez. Habían pasado varios meses demostrándolo.

—¿Tu gente está bien?

—Sí, nos tratan muy bien aquí. Buenos cuartos de hotel, próximos al estadio. Podríamos ir caminando pero tenemos coches oficiales. Así que supongo que somos turistas a sueldo, ¿no?

—Sí. Tal como dije, Ding, disfruten los juegos.

—¿Cómo está Peter?

—Mejor, pero no podrá reintegrarse a las actividades hasta dentro de un mes, probablemente seis semanas. Los médicos son buenos. Las piernas de Chin me preocupan más. Le quedan dos meses y medio de arnés.

—Debe estar enloquecido.

—Lo está.

—¿Y nuestros prisioneros?

—La policía los está interrogando —respondió Clark—. Tuvimos más noticias del muchacho ruso, pero nada útil todavía. Los policías irlandeses están tratando de identificar al fabricante de la cocaína… es de uso medicinal. Diez libras de coca pura cuyo valor de venta permitiría comprar un avión. La Garda teme que esto marque el comienzo de una tendencia y que los grupos del IRA se dediquen a traficar drogas. Pero no es problema nuestro.

—Ese ruso… Serov, ¿no?… ¿Él fue quien les dio inteligencia sobre nosotros?

—Afirmativo, Domingo. Pero no sabemos de dónde la sacó y nuestros amigos irlandeses no nos están dando nada más que lo que ya tenemos… probablemente es todo lo que saben. Grady se niega a hablar. Y su abogado se queja porque lo interrogamos al salir de cirugía.

—¿No es un pedazo de mierda el tipo ese?

—Te escucho, Ding —se burló Clark. No obstante, podrían utilizar la información en un tribunal. Incluso había una filmación de la BBC que mostraba a Grady saliendo de la escena del crimen. Sean Grady estaría preso durante un período definido por «el deseo de la reina», lo cual significaba cadena perpetua (a menos que el tratado de la Unión Europea interfiriera con la voluntad real). Timothy O’Neil y los que se habían rendido con él podrían salir en libertad a los sesenta años, según le había dicho Bill Tawney el día anterior—. ¿Algo más?

—No, todo anda bien por aquí, John. Mañana me reportaré a esta misma hora.

—Entendido, Domingo.

—Dele un beso a Patsy de mi parte.

—Si quieres puedo abrazarla también.

—Sí, gracias, abuelito —respondió Ding con una sonrisa.

—Hasta mañana —dijo Clark, y colgó.

—No es mal momento para estar lejos de casa, jefe —comentó Mike Pierce—. Las primeras dos semanas son francamente espantosas. De este modo, cuando vuelvas a casa el muchachito ya dormirá entre cuatro y cinco horas seguidas. Tal vez más si tienes suerte —predijo el padre de tres varones.

—¿Ves algún problema aquí, Mike?

—Como le dijiste a Six, los australianos tienen todo bajo control. Parecen buena gente, viejo. Estamos perdiendo el tiempo, pero diablos… al menos veremos las Olimpíadas.

—Supongo. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué armas llevaremos?

—Pistolas solamente, y ropa casual. Circularemos de a dos: tú conmigo y George con Homer. También llevaremos las radios tácticas, pero nada más.

—Sí, señor. Me parece bien. ¿Qué tal el malestar del vuelo?

—¿Y el tuyo, Mike?

—Como si me hubieran metido en una bolsa y apaleado con un bate de béisbol —se quejó Price—. Pero mañana estaré mejor. Mierda, no me gustaría pensar que soportar el día de hoy no mejorará mi estado mañana. Eh, a propósito. Mañana por la mañana podríamos entrenarnos un poco con los australianos, correr por la pista olímpica. Suena interesante, ¿no?

—Me gusta la idea.

—Sí, será bueno cruzarse con esos nenitos atletas y ver si corren tan rápido con armas y chaleco antibalas —en su mejor estado, Pierce podía correr una milla en cuatro minutos treinta segundos… pero jamás había bajado de los cuatro minutos, ni siquiera en short y zapatillas. Louis Loiselle proclamaba haberlo hecho una vez, y Chávez le creía. El diminuto francés tenía el tamaño perfecto para ser corredor de larga distancia. Pierce era demasiado alto y ancho de hombros. Más un gran danés que un lebrel.

—Tranquilo, Mike. Tenemos que protegerlos de los muchachos malos. En eso somos los mejores —lo animó Chávez.

—Entendido, señor —Price se prometió no olvidarlo.

Popov se despertó de golpe, sin saber por qué… Pero claro, acababa de aterrizar otro Gulfstream. Supuso que los miembros importantes del proyecto llegaban de esa manera. Los menos jerárquicos, o los que tenían familia, llegaban por tierra o en vuelos comerciales. El Gulfstream abrió sus puertas y bajaron varias personas que inmediatamente subieron a los autos que las trasladarían al edificio del hotel. Popov se preguntó quiénes serían, pero estaba demasiado lejos para reconocer las caras. Probablemente los vería en la cafetería a la mañana siguiente. Se sirvió un vaso de agua en el baño y volvió a la cama. El complejo se estaba llenando rápidamente, y todavía no sabía por qué.

El coronel Wilson Gearing estaba en su cuarto de hotel, unos pisos más arriba que los soldados del Rainbow. Había guardado sus valijas en el ropero y colgado su ropa. Las mucamas y el personal de servicio no habían tocado nada. Se habían limitado a revisar el ropero, hacer las camas y limpiar el cuarto de baño. No habían revisado las valijas (Gearing tenía un sistema personal para comprobarlo). Dentro de una de ellas había un recipiente plástico cuya etiqueta decía «Cloro». Exteriormente era idéntico al que estaba en el sistema de niebla refrigerante del estadio olímpico. De hecho, había sido comprado a la misma compañía que había instalado el sistema y posteriormente limpiado y vuelto a llenar con las invisibles y livianas nanocápsulas. También tenía las herramientas necesarias para hacer el cambio, acto que había ensayado en Kansas con una instalación idéntica. Podía hacerlo con los ojos cerrados, una y otra vez, reduciendo el tiempo al mínimo para no afectar el sistema. Pensó en el contenido del recipiente. Era la primera vez que un recipiente tan pequeño contenía tanta muerte en potencia. Mucho más que un elemento de orden nuclear, porque a diferencia de estos, el peligro que contenían las nanocápsulas podía reproducirse muchas veces en lugar de detonar una única vez. Debido al funcionamiento mismo del sistema, las nanocápsulas tardarían aproximadamente treinta minutos en ingresar en él. Los modelos de computadora y las pruebas mecánicas habían demostrado que las cápsulas podían atravesar los conductos y salir por los rociadores de niebla sin ser vistas. Todos los que pasaran por los túneles que conducían al estadio y las pistas las respirarían, a un promedio de doscientas nanocápsulas en cuatro minutos de respiración (lo cual superaba ampliamente la dosis letal calculada). Las cápsulas entrarían a través de los pulmones, pasarían a la corriente sanguínea y allí se disolverían, liberando a Shiva. Las cepas del virus (sabiamente manipuladas por la ingeniería genética) viajarían por la corriente sanguínea de espectadores y atletas hasta toparse con el hígado y los riñones (órganos de su absoluta predilección), donde iniciarían un lento proceso de multiplicación. Todo esto había sido establecido en el laboratorio de Binghamton a partir de los sujetos de experimentación «normales». Por lo tanto, en pocas semanas el Shiva se habría multiplicado en cantidad suficiente para comenzar su trabajo. En el ínterin, los portadores lo habrían propagado por contacto sexual besos, toses y roces carnales (o no tanto) varios. Esto también había sido demostrado en el laboratorio de Binghamton. Aproximadamente dentro de cuatro semanas la gente empezaría a sentirse ligeramente enferma. Algunos visitarían a sus médicos de cabecera y (tras un inútil y superficial examen que los señalaría como víctimas de una gripe pasajera) comenzarían a tomar aspirinas y beber mucho líquido reposando frente al televisor. Lo harían, y se sentirían mejor (porque la gente solía sentirse mejor luego de ver al médico) durante un par de días. Pero no habrían mejorado. Ni mucho menos. Tarde o temprano padecerían las hemorragias internas (producto final de Shiva) y entonces, aproximadamente cinco semanas después de la liberación de las nanocápsulas, algún médico ordenaría un análisis de anticuerpos y comprobaría azorado que algo parecido a la célebre y temida fiebre de Ébola volvía a asolar a la humanidad. Un buen programa epidemiológico podría identificar a las Olimpíadas de Sydney como foco de propagación de la epidemia. Obviamente, era el lugar perfecto para distribuir el virus y los miembros jerárquicos del proyecto lo habían decidido años atrás… incluso antes de la plaga lanzada por Irán contra EE.UU. (que probablemente había fracasado porque no habían usado el virus correcto y por el carácter azaroso del método de propagación). No, este plan era la perfección misma. Todas las naciones de la Tierra enviaban atletas y jurados a los Juegos Olímpicos, y todos ellos caminarían bajo la niebla refrescante en ese estadio caluroso. Se amontonarían bajo los rociadores para eliminar el exceso de calor corporal, respirarían hondo e intentarían relajarse. Luego regresarían a sus hogares, desde Estados Unidos a Argentina, desde Rusia a Rwanda, donde propagarían el Shiva y provocarían el pánico inicial.

Luego vendría la Fase Dos. Horizon Corporation fabricaría y distribuiría la vacuna A, que llegaría por vuelos expresos a todos los países del mundo. Una vez allí, los médicos y enfermeras de los hospitales públicos inocularían a todos los ciudadanos que se cruzaran con sus jeringas. La Fase Dos concluiría la tarea iniciada por el pánico global que seguramente produciría la Fase Uno. De cuatro a seis semanas después de haber sido vacunados, los receptores de la A comenzarían a sentirse enfermos. Entonces, pensó Gearing, tres semanas a partir de hoy, más otras seis semanas, más dos semanas, más otras seis, más dos. Punto final. Diecinueve semanas en total, ni siquiera medio año, y más del noventa y nueve por ciento de la población mundial habría muerto. Y el planeta se habría salvado. Ya no habría más masacres de ovejas por liberación de armas químicas. No más extinción de especies por culpa de la crueldad humana. La capa de ozono se recuperaría, pronto. La naturaleza volvería a florecer. Y él estaría allí para verlo, para disfrutarlo y apreciarlo junto con sus amigos y colegas del proyecto. Salvarían el planeta y enseñarían a sus hijos a respetarlo, amarlo y protegerlo. El mundo volvería a ser verde y bello.

No obstante, sus sentimientos no carecían de cierta ambigüedad. Al mirar por la ventana y ver a la gente caminando por las calles de Sydney, su corazón sufría de sólo pensar lo que iba a ocurrirles. Pero había visto demasiado sufrimiento inocente. Las ovejas en Dugway. Los monos, cerdos y otros animales de experimentación en Edgewood Arsenal. Ellos también sufrían. Y mucho. Ellos también tenían derecho a la vida, y el ser humano había despreciado sus padeceres y sus inalienables derechos. La gente que pasaba por la calle no usaba champú que no hubiera sido probado previamente en los ojos de los conejos de laboratorio, amontonados en jaulas cruelmente reducidas donde sufrían sin decir palabra, sin expresión para la mayoría de la gente… que no entendía a los animales y cuyo destino les importaba tan poco como la cocción de las hamburguesas que devoraban en el McDonald’s local. Con su indiferencia estaban ayudando a destruir el planeta. Debido a su indiferencia ni siquiera intentaban ver qué era lo importante, y como no apreciaban lo verdaderamente importante… tendrían que morir. Ellos mismos se habían puesto en peligro de extinción como especie y serían atrapados por el remolino de su propia, egoísta ignorancia. No eran como él, pensó Gearing. Estaban ciegos. Y bajo las crueles pero justas leyes de Charles Darwin, su incapacidad de ver los ponía en desventaja. Y así, tal como un animal reemplazaba a otro, él y los suyos reemplazarían a los ignorantes, los ciegos voluntarios. Después de todo, sólo era un instrumento del proceso de selección natural.

El malestar provocado por el vuelo había desaparecido casi del todo, pensó Chávez. El entrenamiento matutino había sido delicioso, especialmente la carrera por la pista olímpica. Mike Pierce y Chávez habían corrido cuerpo a cuerpo, sin tomar el tiempo pero esforzándose al máximo, y mientras corrían habían contemplado las tribunas vacías e imaginado los aplausos que habrían recibido de haber sido atletas profesionales. Luego se habían duchado y bromeado al respecto. Una vez vestidos con ropa cómoda, colocaron las pistolas entre el cinturón y la camisa, las radios tácticas en los bolsillos y se colgaron del cuello los pases de seguridad.

Más tarde sonaron las trompetas y el equipo de la primera nación del desfile, Grecia, salió del túnel e inició la marcha por el estadio bajo el atronador aplauso de los espectadores. Habían comenzado los Juegos Olímpicos. Chávez se dijo que como oficial de seguridad debía vigilar a la multitud… pero descubrió que no podía hacerlo. Los jóvenes y orgullosos atletas marchaban con gallardía militar, escoltando a sus jurados y sus banderas nacionales por la pista oval. Debían sentirse muy orgullosos de representar a su tierra natal ante todas las naciones del mundo, pensó Ding. Cada uno de ellos se habría entrenado durante meses para obtener ese honor, aceptar los aplausos y creerse digno del momento. Bueno, no era lo mismo que ser agente secreto de la CIA ni comandante del Comando 2 del Rainbow. Esto era deporte puro, pura competencia… y si no se aplicaba al mundo real ¿en qué podía perjudicarlo? Cada evento sería una forma de actividad llevada a su esencia… y la mayoría eran de naturaleza militar. Correr: la capacidad marcial más importante era correr hacia la batalla o huir de ella. La jabalina: una lanza arrojada contra el enemigo. El lanzamiento de disco: un arma misilística. Salto con garrocha: saltar una pared y entrar en territorio enemigo. Salto en largo: superar el pozo que el enemigo cavó en el campo de batalla. Todas estas eran actividades marciales de la antigüedad y, por si fuera poco, los Juegos modernos incluían competencias de tiro con rifle y pistola. El moderno pentatlón se basaba en las cualidades que debía reunir un correo militar a fines del siglo XIX: cabalgar, correr y llegar a destino, decirle a su comandante lo que necesitaba saber para mover sus tropas con eficacia.

Esos hombres y mujeres eran una especie de guerreros, decididos a obtener la gloria para sí mismos y sus banderas, a batir al enemigo sin derramar sangre, a conseguir una victoria pura en el más puro campo de honor. Y eso era, en opinión de Chávez, una meta digna para cualquiera… pero él era demasiado viejo y no estaba en condiciones de competir. ¿Que no estaba en condiciones? Bueno, dada su edad estaba en mejores condiciones que la mayoría de la gente que atestaba el estadio, pero no lo suficiente para ganar una sola competencia. Sintió su pistola Beretta bajo la camisa. Eso, y su habilidad de usarla, lo hacían perfecto para defender a esos chicos de cualquiera que quisiera hacerles daño. Y eso, decidió, tendría que bastarle.

—Esto es fabuloso, jefe —comentó Price, mirando desfilar a los griegos.

—Sí, Mike. Es fabuloso.