TRABAJO PESADO
—¿Te parece buena idea? —preguntó Brightling.
—Creo que sí. De todos modos, Kirk estaba en la lista de viajeros. Haremos que sus colegas digan que tuvo que salir de la ciudad por cuestiones de trabajo… si es que alguien va a preguntarles —dijo Henriksen.
—¿Y si los agentes del FBI vuelven a buscarlo?
—Él no estará en la ciudad y tendrán que esperar —replicó Henriksen—. Las investigaciones de este tipo duran meses. Pero en este caso no habrá meses disponibles, ¿no te parece?
Brightling asintió.
—Supongo que no. ¿Qué tal anda Dimitri en Kansas?
—Dave Dawson dice que muy bien. Hace un montón de preguntas turísticas, pero nada más. Johnny Killgore le practicó un examen médico y le inyectó la vacuna B.
—Espero que le guste estar vivo. Por lo que dijo, podría resultar uno de los nuestros, ¿sabes?
—No estoy tan seguro, pero por suerte no sospecha nada, y cuando se entere será demasiado tarde. Will Gearing está en Australia y dice que todo marcha de acuerdo con el plan, John. Tres semanas más y lo habremos logrado. Ha llegado el momento de iniciar el traslado a Kansas.
—Qué lástima. El proyecto de longevidad está en su mejor momento.
—¿Ah, sí?
—Bueno, los progresos son difíciles de predecir, pero todas las vías de investigación parecen muy fructíferas por el momento, Bill.
—¿Entonces podríamos haber vivido eternamente…? —preguntó Henriksen con una sonrisa amarga. A pesar de su prolongado vínculo con Brightling y Horizon Corporation le resultaba difícil creer en ese tipo de predicciones. La compañía había producido algunos milagros auténticos, pero eso era demasiado.
—Puedo pensar en cosas peores. Voy a asegurarme de que todo el grupo reciba la vacuna B —dijo Brightling.
—Bueno, tendrán mucho que hacer en Kansas —dijo Bill—. ¿Qué pasará con el resto de la compañía?
A Brightling no le gustó la pregunta. Tampoco le agradaba el hecho de que más de la mitad de los empleados de Horizon fueran tratados como el resto de la humanidad: abandonados a morir en el mejor de los casos, asesinados por la vacuna A en el peor. Todavía le quedaba un resto de moral, y una parte de su ser era leal a la gente que trabajaba para él (por eso mismo Dimitri Popov estaba en Kansas con los anticuerpos clase B dentro de su sistema). Entonces, ni siquiera el Gran Jefe se sentía absolutamente cómodo con lo que estaba haciendo. Henriksen se dio cuenta. Bueno, así era la conciencia humana. Shakespeare había escrito bastante acerca del fenómeno.
—Ya está decidido —dijo Brightling después de unos incómodos segundos. Salvaría a los que eran parte del proyecto y a aquellos cuyos conocimientos científicos fueran útiles para el anhelado futuro. Contadores, abogados y secretarios no serían salvados. Ya era bastante con salvar aproximadamente cinco mil personas (tantas como podían albergar los complejos de Kansas y Brasil), sobre todo teniendo en cuenta que sólo muy pocos sabían de qué se trataba el proyecto. De haber sido marxista, Brightling hubiera pensado o incluso dicho en voz alta que el mundo necesitaba una elite intelectual capaz de crear el Nuevo Mundo, pero en verdad no pensaba en esos términos. Sinceramente creía estar salvando el planeta, y aunque el precio era salvajemente alto, la suya era una meta digna de ser perseguida. No obstante, una parte de su ser esperaba que pudiera sobrevivir al período de transición sin suicidarse por el factor culpa que seguramente lo asaltaría.
Para Henriksen era más fácil. Lo que la humanidad le estaba haciendo al mundo era un crimen. Los que lo cometían, apoyaban o no hacían nada para impedirlo eran criminales. Su tarea era detenerlos. Era la única manera. Y al final los inocentes serían salvados, y la naturaleza, también. En todo caso, los hombres y los instrumentos del proyecto ya estaban in situ. Wil Gearing confiaba en llevar a cabo su misión (gracias a la inserción de Global Security en el ámbito de las Olimpíadas, con la inestimable ayuda de Popov y sus atentados europeos). El proyecto avanzaría raudo y dentro de un año el planeta se habría transformado. La única preocupación de Henriksen era saber cuántos sobrevivirían a la plaga. Los científicos del proyecto lo habían discutido hasta el cansancio. La mayoría moriría de hambre y otros factores, y muy pocos tendrían la capacidad necesaria para organizarse y averiguar por qué habían sobrevivido los miembros del proyecto… y luego atacarlos. La mayoría de los sobrevivientes naturales serían invitados a contar con la protección de los elegidos, y los más inteligentes aceptarían esa protección. Los otros… ¿a quién le importaban? Henriksen también había instalado los sistemas de seguridad en el complejo de Kansas. Había suficiente cantidad de armas pesadas como para devastar a millones de granjeros rebeldes con síntomas de Shiva. Estaba seguro.
El resultado más probable de la plaga sería el rápido quebrantamiento de la sociedad. Hasta los militares se separarían, pero el complejo de Kansas estaba a una interesante distancia de la base militar más próxima y los soldados de Fort Riley serían enviados a mantener el orden en las ciudades hasta que ellos, también, manifestaran los primeros síntomas. Entonces serían atendidos por los médicos militares —inútilmente— y, cuando la cohesión de las unidades se disolviera, ni siquiera los soldados podrían emprender una acción organizada. Sería un período difícil, pero pasaría pronto, y siempre que la gente de Kansas conservara la calma, sería improbable que sufrieran un ataque directo. Diablos, lo único que debían hacer era hacerle creer al mundo que allí también estaban muriendo, tal vez cavar unas cuantas tumbas y arrojar bolsas portacadáveres para las cámaras —mejor aún, incinerarlas a cielo abierto—, de modo tal que nadie quisiera acercarse al centro emisor de la plaga. No, lo habían pensado durante años. El proyecto triunfaría. Tenía que triunfar. De lo contrario, ¿quién salvaría al planeta?
Al día siguiente, el menú de la cafetería era italiano y Popov se sintió particularmente complacido al comprobar que los cocineros no eran vegetarianos. La lasaña tenía carne en el relleno. Al avanzar en busca de una mesa con su bandeja y su copa de Chianti detectó al Dr. Killgore comiendo solo y decidió cenar con él.
—Ah, hola, señor Popov.
—Buen día, doctor. ¿Cómo salieron mis análisis de sangre?
—Bien. Tiene el colesterol un poco alto y el HDL/LDL un poco bajo, pero no creo que sea para preocuparse. Bastará con un poco de ejercicio físico para resolverlo. Su APS es bueno…
—¿Qué es eso?
—Anticuerpo Prostático Específico, un examen para detectar un posible cáncer de próstata. Todos los hombres mayores de cincuenta años deberían realizarlo. El suyo está bien. Tendría que habérselo dicho ayer, pero estaba tapado de trabajo. Lo lamento… pero por suerte no tenía nada importante que decirle. En este caso, la falta de noticias equivale a buenas noticias, señor Popov.
—Me llamo Dimitri —dijo el ruso, tendiéndole la mano.
—John —replicó el médico, estrechándola—. Iván para ustedes, creo.
—Veo que no es vegetariano —acotó Dimitri, señalando el plato de Killgore.
—¿Oh? ¿Qué? ¿Yo? No, Dimitri, no soy uno de esos. El Homo Sapiens es omnívoro. No tenemos dientes de vegetarianos. El esmalte no es lo suficientemente grueso. Los vegetarianos son una suerte de movimiento político. Algunos ni siquiera aceptan usar zapatos de cuero porque el cuero es un producto animal —Killgore devoró media albóndiga de carne para ilustrar fehacientemente sus ideas al respecto—. Incluso me gusta cazar.
—¿Ah, sí? ¿Dónde está el coto de caza?
—No tenemos coto de caza dentro del territorio del proyecto. Tenemos reglas al respecto, pero a su debido tiempo podré cazar ciervos, venados, búfalos, pájaros, todo lo que se me antoje —dijo Killgore, mirando entusiasmado las enormes ventanas.
—¿Búfalos? Creía que se habían extinguido —dijo Popov, recordando que lo había leído u oído decir.
—No del todo. Estuvieron a punto de extinguirse hace unos años, pero algunos sobrevivieron y se reprodujeron en Yellowstone y en otras reservas privadas. Alguna gente los cruza con ganado doméstico y obtiene una carne muy buena. Se llama carne de búfalo y se consigue en algunos mercados de la zona.
—¿Un búfalo puede aparearse con una vaca?
—Claro. Son animales muy semejantes genéticamente hablando, y la cruza es fácil de llevar a cabo. Lo más difícil —prosiguió con una sonrisa— es que la vaca bisonte intimida al toro doméstico y este tiene dificultades para cumplir con su deber de macho. No sé si soy claro. No obstante, lo solucionan criándolos juntos desde la infancia, de modo que el toro ya se haya acostumbrado a la vaca cuando llegue el momento de servirla.
—¿Y los caballos? Hubiera creído que este lugar estaría lleno de caballos.
—Oh, tenemos caballos, principalmente percherones y algunos Appaloosas. El establo se encuentra en el sector sudoeste de la propiedad. ¿Le gusta cabalgar, Dimitri?
—No, pero he visto muchas películas del Lejano Oeste. Cuando Dawson me llevó a recorrer las instalaciones esperaba ver vaqueros arreando ganado con sus pistolas Colt metidas en la cintura.
Killgore lanzó una carcajada.
—Veo que es un típico muchacho de ciudad. Bueno, yo también lo fui… pero he llegado a amar estos parajes, especialmente a caballo. ¿Le gustaría salir a cabalgar?
—Jamás monté a caballo —admitió Popov, intrigado por la invitación. Ese médico era un hombre abierto, tal vez confiado. Podría sacarle una buena tajada de información, pensó el ruso.
—Bueno, tenemos una yegua percherona bastante dócil… Buttermilk —hizo una pausa—. Es hermoso estar aquí, carajo.
—¿Usted llegó hace poco?
—La semana pasada. Solía trabajar en el laboratorio de Binghamton, al noroeste de Nueva York —explicó.
—¿Qué clase de trabajo hace?
—Soy médico… epidemiólogo para más datos. Supuestamente me especializo en descubrir cómo se propagan las enfermedades entre la población humana. Pero también hago clínica y soy médico de familia. Como en los viejos tiempos. Sé un poco de todo, pero no soy experto en ningún campo… salvo la epidemiología, que se parece más a ser contador que médico.
—Tengo una hermana médica —tentó Popov.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En Moscú. Es pediatra. Se graduó en la Universidad Estatal de Moscú en la década de 1970. Se llama Maria Arkadeyevna. Yo soy Dimitri Arkadeyevich. Nuestro padre se llamaba Arkady, ya ve.
—¿También era médico? —preguntó Killgore.
Popov negó con la cabeza.
—No, era como yo, espía… oficial de inteligencia de Seguridad Estatal —hizo una pausa para esperar la reacción de Killgore. Suponía que no debía guardar más el secreto… y además, podía serle útil. Si uno quería obtener algo, debía dar algo a cambio y…
—¿Usted pertenecía a la KGB? ¿No está bromeando? —preguntó el médico, impresionado.
—Sí, estuve en la KGB, pero debido a los cambios ocurridos en mi país la KGB se achicó y fui… ¿cómo dicen ustedes? ¿Pateado del tablero?
—¿Qué hacía en la KGB? ¿Puede decirlo?
Era como si acabara de conocer a una estrella del deporte, pensó Popov.
—Era oficial de inteligencia. Reunía información y establecía contacto con gente que podía interesarle a la KGB.
—¿Qué significa eso?
—Oh, me reunía con determinadas personas y grupos para discutir… asuntos de interés mutuo —replicó astutamente.
—¿Cómo quiénes?
—Supuestamente no debería decirlo. El Dr. Brightling sabe. De hecho, por eso me contrató.
—Pero usted es parte del proyecto, ¿no?
—No sé qué es el proyecto… John me envió aquí, pero no me dijo por qué lo hacía.
—Ah, ya veo. Bueno, pasará una temporada con nosotros, Dimitri —la diferencia había quedado clara en el fax enviado por Nueva York. Ese Popov ya era parte del proyecto, lo quisiera o no. Después de todo, ya le había inoculado su vacuna B.
El ruso intentó recuperar el control de la conversación.
—Varias veces escuché hablar del proyecto… ¿qué proyecto? ¿Exactamente qué están haciendo aquí?
Killgore se puso incómodo por primera vez.
—Bueno, John lo pondrá al tanto cuando llegue, Dimitri. ¿Y? ¿Qué le pareció la cena?
—La comida es buena… por tratarse de comida institucional —replicó Popov, preguntándose qué mina acababa de pisar. Había estado cerca de descubrir algo importante. Lo sabía por instinto, por olfato de espía. Había preguntado algo que supuestamente debía saber, y su falta de conocimiento específico había tomado por sorpresa a Killgore.
—Sí, tenemos buen personal en el rubro alimenticio —Killgore terminó su pan—. Entonces, ¿quiere salir a cabalgar?
—Sí, me gustaría mucho.
—Encontrémonos aquí mismo, mañana por la mañana, digamos a las siete. Lo disfrutará mucho —Killgore se alejó caminando lentamente, preguntándose para qué estaría allí el ruso. Bueno, si John Brightling lo había reclutado personalmente debía ser importante para el proyecto… pero si así fuera, ¿por qué diablos no sabía de qué se trataba el proyecto? ¿Tendría que preguntárselo a alguien? En ese caso, ¿a quién?
Golpearon a la puerta, pero no hubo respuesta. Sullivan y Chatham esperaron unos minutos —el tipo podía estar en la ducha o en el baño—, nuevamente sin respuesta. Bajaron por el ascensor, buscaron al portero y se identificaron.
—¿Sabe dónde puede estar el señor Maclean?
—Se fue hoy temprano. Llevaba varias valijas, como si viajara a alguna parte, pero no sé adónde.
—¿Tomó un taxi al aeropuerto? —preguntó Chatham.
El portero negó con la cabeza.
—No, un auto lo pasó a buscar y se fueron hacia el oeste —señaló en esa dirección, en caso de que los detectives no supieran dónde estaba el mencionado punto cardinal.
—¿Le dijo algo respecto a su correspondencia?
Otro gesto negativo.
—No.
—Bueno, gracias —dijo Sullivan, y empezó a caminar hacia el auto—. ¿Viaje de negocios? ¿Vacaciones?
—Mañana llamaremos a su oficina para averiguarlo. No es un verdadero sospechoso, ¿no?
—Supongo que no —respondió Sullivan—. Vayamos al bar. Les mostraremos las fotos a otras personas.
—Bueno —accedió Chatham de mala gana. Este caso le estaba impidiendo relajarse frente al televisor, lo cual era bastante malo para sus nervios. Y por el momento estaba estancado, lo cual era mucho peor para todos.
Clark se despertó con el ruido y tardó unos segundos en recordar que Patsy se había mudado con ellos para no estar sola y tener la invalorable ayuda de su madre con JC (así habían decidido llamarlo). Decidió levantarse a pesar de que era muy temprano todavía. Sandy ya estaba en pie, su instinto maternal activado por el llanto del recién nacido. John llegó a tiempo para ver a su esposa entregar a su recién cambiado nieto a su hija, quien estaba sentada, apenas despierta, en una mecedora especialmente comprada para ella, con la bata abierta y los pechos al descubierto. John apartó la vista un tanto avergonzado y miró a su esposa, quien, también apenas cubierta por la bata, sonreía benévola ante el cuadro maternal que se ofrecía a sus ojos.
Era un precioso muchachito, pensó Clark. Espió un poco la escena. La boca de JC atrapó el pezón ofrecido y comenzó a succionar… tal vez el único instinto con el que nacían los bebés humanos, el vínculo madre-hijo que los hombres simplemente no podían imitar ni compensar en esa etapa de la vida del niño. Qué preciosa era la vida humana.
Pocos días atrás John Conor Chávez era un feto, una cosa viva en el vientre de su madre… y el hecho de que viviera o no dependía de lo que uno pensara del aborto, un tema sumamente controvertido para John Clark. Él había matado en su vida, no demasiadas veces, pero tampoco tan pocas como hubiera deseado. En aquellos momentos había pensado que la gente cuya vida segaba merecía su destino, ya fuera por sus propios actos o por sus vínculos. Como actuaba en defensa de los intereses de su país había podido, en cierto modo, deshacerse de la culpa. Pero ahora, viendo a JC, se vio obligado a recordar que todas las vidas que había eliminado habían empezado como esa: indefensas, totalmente dependientes de los cuidados de una madre… Pero luego se habían hecho hombres determinados por sus propias acciones y la influencia de otros, convirtiéndose recién entonces en agentes del bien o el mal. ¿Cómo pasaba eso? ¿Qué era lo que empujaba a una persona al mal? ¿Una decisión? ¿El destino? ¿La suerte, buena o mala? ¿Qué era lo que había empujado su propia vida al bien…? ¿Y su vida estaba verdaderamente al servicio del bien? Tonterías, tonterías que se le metían a uno en la cabeza a esa hora oscura de la madrugada. Bueno, lo que sí sabía era que jamás había lastimado a un bebé en toda su vida, por muy violenta que hubiera sido. Y jamás lo haría. No, sólo había perjudicado a aquellos que antes habían perjudicado a otros, o amenazado con hacerlo. Y los había detenido porque era necesario proteger a los inocentes, porque los inocentes también tenían derechos y su deber era protegerlos del mal y del peligro.
Avanzó un paso y acarició los piecitos del bebé. Ninguna reacción. JC tenía claras sus prioridades. Alimento. Y los anticuerpos que proporcionaba la leche materna, que lo mantendrían sano. Con el tiempo, sus ojos reconocerían las caras adultas y su carita inocente sonreiría. Luego aprendería a sentarse, a gatear, a caminar y finalmente a hablar… y así comenzaría a integrarse al mundo de los hombres. Ding sería un buen padre y un buen modelo a emular, Clark estaba seguro, especialmente si Patsy reprimía sabiamente sus tendencias adversas. Sonriendo, volvió a la cama. Trató de recordar exactamente dónde estaba en ese momento Chávez el Viejo y decidió dejar las tareas femeninas en manos de las mujeres de la casa.
Horas más tarde, el alba despertó a Popov en su cuarto tipo motel. Había adoptado rápidamente una rutina: primero encendía la máquina de café, luego se duchaba y afeitaba, y diez minutos después sintonizaba el televisor en CNN. La noticia central eran las Olimpíadas. El mundo se había puesto tan aburrido… Recordó su primera misión en Londres. En aquella época los noticieros comentaban las aparentemente insalvables diferencias entre Oriente y Occidente, los movimientos de los ejércitos y el aumento de las sospechas entre los grupos políticos que habían definido el mundo de su juventud. Especialmente recordaba los temas estratégicos tantas veces mal comunicados por los periodistas, tanto por vía impresa como electrónica: MIRV, misiles y sistemas ABM que supuestamente habían amenazado el equilibrio de poder. Todo eso pertenecía al pasado, se dijo Popov. Para él, era como si hubiera desaparecido una cadena montañosa. La forma del mundo había cambiado de la noche a la mañana, y las cosas que creía inmutables habían mutado en algo que jamás hubiera creído posible. La tan temida guerra global, junto con su agencia y su nación, ya no eran el terrible meteorito que acabaría con todo.
Era hora de conseguir más información. Se vistió y fue a la cafetería, donde encontró al Dr. Killgore desayunando tal como lo había prometido la noche anterior.
—Buen día, John —dijo el ruso, sentándose a la mesa del epidemiólogo.
—Buen día, Dimitri. ¿Listo para la cabalgata?
—Sí, creo que sí. ¿Dice que el caballo es dócil?
—Es una yegua cuarto de ocho años. Sí, por eso la bautizaron Buttermilk. No le hará daño.
—¿Yegua cuarto? ¿Qué significa eso?
—Significa que sólo puede correr un cuarto de milla, pero, ya sabe, una de las carreras de caballos más importantes de Texas abarca precisamente esa distancia. No recuerdo el nombre de la competencia, pero los premios son importantes. Bueno, otra institución que pronto dejaremos de ver —prosiguió Killgore, untando manteca en su tostada.
—¿Cómo dice? —preguntó Popov.
—¿Mmm? Ah, nada importante, Dimitri —y no lo era. La mayor parte de los caballos sobrevivirían y volverían a la vida salvaje. Ojalá pudieran adaptarse luego de tantos siglos de dominación y cuidados humanos. Suponía que los instintos, codificados genéticamente en el ADN, salvarían a la mayoría de los animales. Y algún día los miembros del proyecto y/o sus descendientes volverían a capturarlos, domarlos y montarlos para disfrutar ampliamente de la naturaleza y sus dones. Los caballos de trabajo, percherones y Appaloosas, se adaptarían bien. Tenía más reserva respecto a los de carrera, ya que estaban superadaptados a hacer una sola cosa: correr en círculo a la mayor velocidad que les permitiera su fisiología. Bueno, tal había sido su suerte. Las leyes darwinianas eran duras, aunque justas a su manera. Terminó su desayuno y se puso de pie—. ¿Vamos?
—Sí, John —Popov lo siguió a corta distancia. Subieron al Hummer de Killgore y enfilaron hacia el oeste en la mañana clara y brillante. Diez minutos después estaban en las caballerizas. Killgore eligió una montura y caminó hasta la puerta que decía BUTTERMILK. La abrió y entró. Rápidamente le colocó la montura a la yegua y le entregó las riendas a Popov.
—Llévela afuera caminando. No muerde ni patea. Es muy dócil, Dimitri.
—Si usted lo dice, John —observó el ruso, dubitativo. Llevaba puestas zapatillas en lugar de botas y se preguntó si el detalle tendría alguna importancia. La yegua lo miró con sus enormes ojos pardos, sin revelar lo que pensaba (si es que pensaba algo) del humano que sostenía sus riendas. Dimitri la llevó hasta la puerta de la caballeriza y la yegua lo siguió tranquilamente al despejado aire de la mañana. Killgore apareció pocos minutos después montado en su caballo, aparentemente castrado.
—¿Sabe montar? —le preguntó.
Popov había visto demasiados westerns. Metió el pie izquierdo en el estribo y trepó, balanceando la pierna derecha sobre el lomo del animal hasta encontrar el estribo derecho.
—Muy bien. Ahora sostenga las riendas como yo y chasquee la lengua. Así —Killgore hizo la demostración.
Popov lo imitó y la yegua, que hasta el momento parecía sorda, empezó a trotar. Seguramente por instinto, pensó el ruso. Estaba haciendo cosas —aparentemente correctas— sin saber. ¿Acaso no era notable?
—Allá vamos, Dimitri —dijo Killgore con tono de aprobación—. Así se monta, hombre. Es una hermosa mañana, tiene un caballo entre las piernas y enormes distancias que recorrer.
—Pero no tengo pistola —comentó Popov con una sonrisa.
Killgore también sonrió.
—Bueno, aquí no hay indios ni bandoleros que matar, compañero. Vamos —azuzó al caballo con las piernas y este empezó a trotar más rápido. Buttermilk hizo lo mismo. Popov adaptó el ritmo de su cuerpo al de la yegua y se puso a la par de Killgore.
Era magnífico, pensó Dimitri Arkadeyevich. Ahora comprendía el ethos de todas las películas malas que había visto. Había algo fundamental y viril en montar a caballo, aunque careciera del sombrero adecuado y el revólver de seis balas. Se puso sus anteojos de sol, miró a su alrededor y se sintió parte de la llanura agreste.
—Quiero agradecerle, John. Nunca había hecho esto. Es maravilloso —dijo sinceramente.
—Es la naturaleza, hombre. Así deben ser las cosas. Así lo fueron. Vamos, Mystic —le dijo a su caballo, que aumentó un poco la velocidad. Se dio vuelta para ver si Popov lograba incitar a su yegua.
No era fácil sincronizar los movimientos de su cuerpo con el ritmo del animal, pero poco a poco lo logró y volvió a ponerse a la par de Killgore.
—Entonces, ¿fue así como los estadounidenses conquistaron el Oeste?
Killgore asintió.
—Sí. En el pasado esta llanura estaba tapizada de búfalos, tres o cuatro manadas inmensas, hasta donde llegaba la vista…
—Los cazadores los exterminaron, los liquidaron en menos de diez años, utilizando principalmente rifles Sharp. Los mataron para hacer mantas con las pieles, por la carne… a veces sólo por las lenguas. Los masacraron, tal como hizo Hitler con los judíos —Killgore negó con la cabeza—. Fue uno de los peores crímenes que cometió Estados Unidos, Dimitri. Los asesinaron simplemente porque estaban allí. Pero volverán a cubrir estas planicies —predijo, preguntándose cuánto tiempo tardaría en producirse el milagro. Cincuenta años… tal vez llegaría a verlo con sus propios ojos. ¿Tal vez cien? También regresarían los lobos y los osos grises, pero los predadores eran animales de ritmos más lentos. No se reproducían tan rápido como sus presas. Quería ver esa llanura tal como había sido en el glorioso pasado. Lo mismo querían otros miembros del proyecto… y algunos incluso pensaban vivir en carpas, como los indios. Pero eso le parecía un tanto excesivo… A decir verdad, Killgore no toleraba que las ideas políticas desplazaran al sentido común.
—¡Hola, John! —gritó alguien a sus espaldas. Ambos se dieron vuelta y vieron una silueta que galopaba hacia ellos. Un minuto después Killgore reconoció al tercer jinete.
—¡Kirk! ¿Cuándo llegaste?
—Anoche —respondió Maclean. Frenó su caballo para darle la mano a Killgore—. ¿Y tú?
—La semana pasada, con la gente de Binghamton. Cerramos la operación y decidimos que era hora de levantar las apuestas.
—¿Todos? —preguntó Maclean. A Popov le llamó la atención el tono de su voz. ¿Todos quiénes?
—Sí —Killgore asintió discretamente.
—¿Todo fue tal como estaba previsto? —preguntó Maclean, dejando de lado toda perturbación sentimental.
—Casi a la perfección según las proyecciones. Eh, bueno… ayudamos un poco a los últimos.
—Ah —Maclean bajó la vista un segundo. Evidentemente se sentía mal por las mujeres que había reclutado. Pero no tanto—. ¿Entonces la cosa avanza?
—Sí, Kirk. Avanza. Las Olimpíadas comienzan pasado mañana y…
—Sí. Entonces sí que empezará.
—Hola —interrumpió Popov. Killgore parecía haber olvidado que estaba presente.
—Oh, lo siento, Dimitri. Kirk Maclean, te presento a Dimitri Popov. John nos lo mandó hace un par de días.
—Encantado, Dimitri —apretones de manos—. ¿Ruso? —preguntó Maclean.
—Sí —gesto afirmativo—. Trabajo directamente para el Dr. Brightling. ¿Y usted?
—Soy una pequeña pieza del proyecto —admitió Maclean.
—Kirk es bioquímico e ingeniero medioambientalista —explicó Killgore—. Y por ser tan buen mozo tuvo que hacer un par de cositas extra para nosotros —bromeó—. Pero eso ya pasó. Entonces, ¿por qué viniste tan rápido, Kirk?
—¿Recuerdas a Mary Bannister?
—Sí. ¿Qué pasa con ella?
—El FBI me preguntó si la conocía. Lo consulté con Henriksen y decidió mandarme aquí un poco antes de lo esperado. Entiendo que ella…
Killgore asintió.
—Sí, la semana pasada.
—¿Entonces la A funciona?
—Sí, funciona. La B también.
—Qué bueno. Ya me inocularon la B.
Popov recordó que Killgore le había puesto una inyección. La etiqueta de la ampolla tenía una B mayúscula, ¿verdad? ¿Y qué era eso del FBI? Killgore y Maclean hablaban a boca de jarro, pero era como si hablaran en otro idioma… No, no era otro idioma, era el discurso de los conocedores: utilizaban palabras y frases claves como todos los médicos e ingenieros… bueno, los oficiales de inteligencia también lo hacían. Popov estaba entrenado para recordar todo lo que se decía frente a él por más que no lo entendiera. De modo que grabó cada palabra en su mente, a pesar de su expresión ignara.
Killgore hizo andar a su caballo.
—¿Es la primera vez que sales, Kirk?
—Es la primera vez que monto a caballo en meses. Tenía un trato con un tipo de Nueva York, pero nunca tuve tiempo de hacerlo. Mañana me arderán las piernas y el culo, John —rio el ingeniero biológico.
—Sí, pero es un ardor sano —Killgore soltó una carcajada. Había tenido un caballo en Binghamton y esperaba que la familia que lo cuidaba lo dejara en libertad cuando llegara la hora… y que Stormy pudiera alimentarse por las suyas… Pero Stormy estaba castrado y por consiguiente era irrelevante para el mundo, excepto como consumidor de pasto. Qué lástima, pensó el médico. Había sido un buen caballo.
Maclean se paró en los estribos para mirar el paisaje que lo rodeaba. Si miraba atrás veía los edificios del proyecto… pero si miraba al frente o a los costados sólo veía una ondulante pradera. Interminable. Algún día quemarían todas las casas y graneros. Sólo servían para interrumpir lo infinito del paisaje.
—Cuidado, John —dijo, señalando unos agujeros.
—¿Qué es eso? —preguntó Popov.
—Perros de la pradera —dijo Killgore, disminuyendo la marcha de su montura—. Son roedores salvajes, cavan pozos y hacen ciudades subterráneas. Les dicen «pueblos de perros de la pradera». Si un caballo mete la pata en el agujero… bueno, es malo para el caballo. Pero si andamos despacio pueden evitar los agujeros.
—¿Roedores? ¿Por qué no los exterminan? ¿A balazos, con veneno? Si pueden lastimar a un caballo, entonces…
—Son parte de la naturaleza, Dimitri. ¿Comprende? Pertenecen a este lugar, incluso más que nosotros mismos —explicó Maclean.
—Pero un caballo es… —Caro, pensó Dimitri. El médico lo interrumpió con un gesto.
—En realidad no son parte de la naturaleza —prosiguió Killgore—. Yo también los amo, pero en rigor de verdad tampoco pertenecen a este lugar.
—Los halcones y otros predadores volverán y controlarán a los perros de la pradera —dijo Maclean—. Los criadores de pollos de granja ya no volverán a molestarlos. Adoro verlos trabajar, hermano.
—Yo también. Son la bomba inteligente de la naturaleza —acotó Killgore—. Ese era el deporte de los reyes, entrenar a un halcón para que les llevara la presa al puño. Dentro de unos años podré hacer lo mismo. Siempre me gustó el gerifalte.
—El que es completamente blanco. Sí, es un ave de porte noble —comentó Maclean.
Creen que esta región cambiará esencialmente en pocos años, pensó Popov. ¿Pero cómo podría pasar algo así?
—Díganme —preguntó el ruso—. ¿Qué aspecto tendrá este lugar dentro de cinco años?
—Un aspecto mucho mejor —respondió Killgore—. Ya habrán vuelto los búfalos. Incluso tendremos que evitar que nos coman el trigo.
—¿Los arrearemos con los Hummers? —preguntó Maclean.
—Con helicópteros, tal vez —especuló Killgore—. Tendremos unos cuantos para medir las poblaciones. Mark Holtz está hablando de capturar algunos en Yellowstone y traerlos aquí para acelerar el proceso reproductivo. ¿Conoces a Mark?
Maclean negó con la cabeza.
—No, nunca lo vi.
—Es un pensador muy abarcativo en el aspecto ecológico, pero se opone radicalmente a interferir con la naturaleza. Sólo está dispuesto a ayudarla un poco. Nada más.
—¿Qué vamos a hacer con los perros? —preguntó Kirk. Aludía a las mascotas domésticas que se volverían fieras asesinas al ser repentinamente arrojadas al medio natural.
—Veremos —dijo Killgore—. La mayoría no serán lo suficientemente grandes como para matar animales maduros y muchos estarán castrados, de modo que no se aparearán. Tal vez debamos matar a unos cuantos. Ojalá no debamos eliminarlos a todos.
—A algunos no les gustará. Ya sabes cómo es la cosa: se supone que no debemos hacer otra cosa que observar. Yo no me trago esa píldora. Si hicimos mierda el ecosistema tendríamos que poder componer las partes que destruimos. Por lo menos algunas.
—Estoy de acuerdo contigo. Pero, tendremos que hacer una votación. Diablos, yo quiero cazar… y ellos también tendrán que votar acerca de eso —anunció Killgore con una mueca desagradable.
—¿No bromeas? ¿Y Jim Bridger? Excepto atrapar castores, ¿qué hizo de malo el pobre tipo?
—Los vegetarianos son extremistas, Kirk. Quieren hacer las cosas a su manera o nada, ¿sabes?
—Oh, que se vayan al carajo. Diles que no estamos diseñados para ser herbívoros, por el amor de Dios. Es ciencia pura —el perro de la pradera era pequeño. Lo vieron excavando el último de sus agujeros.
—¿Y qué pensarán sus vecinos de todo esto? —preguntó Popov con una sonrisa bonachona. ¿De qué carajo estaban hablando esos tipos?
—¿Qué vecinos? —preguntó Killgore.
¿Qué vecinos? No fue eso lo que le molestó a Popov, sino que la respuesta fuera retórica por naturaleza. Pero el médico cambió de tema.
—Es una hermosa mañana para andar a caballo.
¿Qué vecinos?, pensó Popov. Se veían techos de graneros y casas a menos de diez kilómetros de distancia, iluminados por el sol de la mañana. ¿Qué habían querido decir con esa pregunta? ¿Cómo qué vecinos? Hablaban de un futuro radiante con animales salvajes por todas partes, pero sin gente. ¿Acaso planeaban comprar todas las granjas vecinas? Ni siquiera Horizon Corporation tenía tanto dinero, ¿no? Estaban en una región establecida, civilizada. Las granjas cercanas eran prósperas, y sus propietarios vivían bien. ¿A dónde irían si las vendían? ¿Y por qué querrían abandonar sus tierras? Una vez más, la misma pregunta le atenazó el cerebro.
¿Qué diablos es todo esto?