MOVIMIENTO
La oscuridad ocultaba el paisaje. Popov bajó del avión y encontró un automóvil grande, tipo militar, esperándolo. Luego advirtió las franjas pintadas en el pavimento y se preguntó si habría aterrizado en la pista de un aeropuerto o en medio de una carretera. Pero no, a lo lejos se veía un edificio enorme, parcialmente iluminado. Más curioso que nunca, Popov subió al vehículo y se dirigió hacia él. Sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. La tierra que lo rodeaba parecía muy llana, con algunas pendientes levísimas. Vio que un camión tanque se había acercado al avión, que probablemente, una vez reabastecido de combustible, regresaría New Jersey. Bueno, ese avión era un lujo, e indudablemente Brightling y su gente querrían tenerlo a mano para poder usarlo. Popov no sabía que Horizon Corporation era dueña de muchos aviones como ese (acababan de comprar otros tres en la fábrica de Savannah, Georgia). Entró al edificio, todavía agotado por el vuelo. Un guardia de seguridad uniformado lo acompañó al ascensor y luego a su habitación en el cuarto piso (semejante a un cuarto de hotel de tres estrellas, con cocina y heladera). Había televisor y VCR y todos los videos apilados en la videoteca eran… acerca de la naturaleza. Leones, osos, focas, salmones. Ni una sola película. Las revistas de la mesa de luz tenían la misma temática. Qué raro. Pero también había un bar muy bien provisto, vodka Absolut incluido (casi tan bueno como su predilecto ruso). Se sirvió una copa, encendió el televisor y sintonizó la CNN.
Henriksen estaba siendo excesivamente cauteloso, pensó Dimitri. ¿Qué podían saber los del FBI? ¿Un nombre? Y a partir del nombre podrían investigar… ¿qué? Tarjetas de crédito, si tenían mucha suerte, y a partir de allí las fechas de sus viajes… datos sin valor de evidencia para cualquier tribunal. No, a menos que Sean Grady lo identificara positivamente como proveedor de información y fondos estaba totalmente a salvo. Popov estaba convencido de que Grady no cooperaría con los británicos. Los odiaba demasiado para cooperar con ellos. Todo era cuestión de volver arrastrándose a su guarida y tapar la entrada con una piedra. El dinero que había transferido a la segunda cuenta podía ser descubierto, pero había maneras de resolver la situación… Con el correr de los años había aprendido que los abogados eran tan útiles como una institución. Operar a través de ellos era mejor que contar con todas las ventajas de la KGB juntas.
No, si corría algún peligro era a través de su empleador, que tal vez no conociera las reglas del juego… pero si él no las conocía, Henriksen sí. Dimitri se relajó y bebió un sorbo de vodka. Mañana exploraría el lugar y, según cómo lo trataran, sabría…
… no, había una manera todavía más fácil de averiguarlo. Levantó el teléfono, marcó el 9 para conseguir línea externa y llamó a su departamento en Nueva York. El teléfono sonó cuatro veces antes de que atendiera el contestador automático. Bueno, tenía acceso telefónico al exterior. Eso significaba que estaba a salvo. No obstante, seguía sin comprender lo que estaba pasando allí. En cierto sentido estaba en la misma situación que cuando había conocido a Brightling en París. Ahora estaba en Kansas, EE.UU., bebiendo vodka y mirando televisión, y tenía más de seis millones de dólares estadounidenses en dos cuentas numeradas en Suiza. Había llegado a una meta. Pronto definiría la próxima. ¿De qué diablos se trataba esa aventura? ¿Acaso lo descubriría estando allí? Ojalá.
Los aviones estaban atestados de pasajeros, todos con destino al aeropuerto internacional Kingsford Smith en las afueras de Sydney. Muchos de ellos aterrizaban en la pista que entraba como un dedo en Bahía Botany, famosa como lugar de desembarco de criminales y diversas escorias inglesas enviadas a fundar un nuevo país a medio mundo de distancia, cosa que, para asombro de quienes los enviaron, hicieron bastante bien. Muchos de los pasajeros eran jóvenes atletas, gloria y orgullo de los países que los habían enviado, cuya vestimenta uniformada delataba sus respectivas nacionalidades. La mayoría eran turistas que habían adquirido sus pasajes y estadías en costosas agencias de viaje o los habían recibido de manos de los políticos en sus países de origen. Muchos llevaban banderas en miniatura. Los pocos pasajeros comunes habían escuchado toda clase de predicciones entusiastas sobre los Juegos Olímpicos que comenzarían dentro de unos días.
Al llegar a Australia, los atletas eran tratados como miembros de la realeza y trasladados en ómnibus por la Autopista 64 a la ciudad, y desde allí a la Villa Olímpica (construida especialmente por el gobierno australiano para alojarlos). Desde la Villa se veía el magnífico estadio. Los atletas lo contemplaban y se preguntaban si acaso alcanzarían allí la gloria.
—Y bien, coronel, ¿qué opina?
—Es una locura de estadio, es un hecho —replicó el coronel retirado Wilson Gearing—. Pero seguramente el verano es un infierno aquí.
—Todo por culpa de El Niño. Las corrientes oceánicas de Sudamérica volvieron a cambiar, y eso produce temperaturas inusualmente altas en esta parte del planeta. Supongo que tendremos una temperatura promedio de treinta y cinco grados durante todas las Olimpiadas.
—Bueno, espero que el sistema de refrigeración por niebla funcione, porque de lo contrario tendrán numerosos casos de golpe de calor.
—Funciona —le aseguró el policía australiano—. Ya lo probamos.
—¿Puedo echarle un vistazo ahora mismo? Bill Henriksen me pidió que verificara si puede ser utilizado como vehículo de agentes químicos.
—Claro. Venga por aquí —llegaron en cinco minutos. El tanque de agua estaba en un compartimento cerrado y exclusivo. El policía tenía la llave.
—Ah, ¿es aquí donde cloran el agua? —preguntó Gearing, un tanto sorprendido. El agua provenía del sistema de provisión de Sydney, ¿verdad?
—Sí, no queremos transmitir ninguna clase de gérmenes a nuestros invitados.
—Claro que no —dijo el coronel Gearing, mirando el contenedor plástico de cloro que pendía sobre el canal de distribución. El agua era filtrada antes de ingresar a los rociadores de niebla instalados en todos los campos y rampas del estadio. Tendrían que rociar el sistema con agua no clorada antes de distribuir el virus, pero sería fácil hacerlo (y el contenedor falso que tenía en la habitación del hotel era idéntico al verdadero). Incluso los contenidos eran similares en aspecto (aunque las cápsulas disueltas en el falso contenían algo llamado Shiva). Gearing pensó en su misión con mirada vacua. Había sido experto en armas químicas durante toda su vida profesional y trabajado en Edgewood Arsenal en Maryland y Dugway Proving Ground en Utah… pero bueno, esto no era realmente una cuestión de armas químicas. Era guerra biológica, una ciencia hermana de la que había estudiado durante más de veinte años de profesión uniformada—. ¿La puerta está protegida? —preguntó.
—No, pero tiene alarma, y el sistema no es tan fácil de penetrar. La alarma suena en el centro de comando y además tenemos una voluminosa fuerza represora.
—¿Cuán voluminosa?
—Veinte miembros del SAS y veinte oficiales de policía de guardia permanente, más diez SAS circulando en parejas por el estadio. Los del centro de comando tienen armas automáticas. Los que patrullan, pistolas y radios. También tenemos una fuerza suplementaria a un kilómetro de aquí, con vehículos acorazados livianos y armas pesadas, fuerza pelotón. Además, contamos con un batallón de infantería a veinte kilómetros de distancia, con helicópteros y todo tipo de armas.
—Me parece bien —dijo el coronel Gearing—. ¿Podría darme el código de alarma de esta dependencia?
El australiano no lo dudó un segundo. Gearing era un exoficial del ejército y actual consultor de seguridad de los Juegos Olímpicos.
—Uno-Uno-Tres-Tres-Seis-Seis.
Gearing anotó el código e ingresó los números en el tablero, que armó y desarmó el sistema. Podría cambiar el contenedor de cloro con suma rapidez. El sistema tenía un excelente diseño. Funcionaría bien, tal como el modelo que habían instalado en Kansas para practicar. Habían llegado a efectuar el cambio en menos de catorce segundos. Si lograban hacerlo en menos de veinte nadie se daría cuenta de nada, porque la presión residual mantendría el funcionamiento del sistema.
Vio por primera vez el lugar donde llevaría a cabo su misión y sintió un ligero escalofrío. Una cosa era planearlo. Ver dónde sucedería era otra muy distinta. Ese sería el lugar. Allí iniciaría una plaga global que arrasaría incontables vidas humanas y a la que sólo sobrevivirían los elegidos. Salvaría al planeta… a un costo espeluznante, sin duda, pero se había consagrado a esa misión muchos años atrás. Había visto el daño que era capaz de hacer el hombre. Era un joven teniente en Dugway Proving Grounds cuando sucedió el tan publicitado accidente con el GB, un agente nervioso persistente que había devastado a centenares de ovejas… y la muerte por neurotoxinas no era agradable, ni siquiera para una oveja. Los noticieros ni siquiera se habían molestado en mencionar a la fauna salvaje que había sufrido la misma, horrible muerte, desde los insectos a los antílopes. Gearing se sintió perturbado porque su propia organización, el ejército de EE.UU., había sido capaz de cometer un error tan grave y perjudicial para otra especie. Después, vio cosas mucho peores. Por ejemplo, los agentes binarios en los que había trabajado durante años, en un esfuerzo destinado a manufacturar venenos «seguros» para ser utilizados en combate… lo más terrible era que todo había empezado con una investigación sobre insecticidas en Alemania en las décadas del 20 y el 30. La mayoría de los químicos utilizados para matar insectos eran agentes nerviosos simples que atacaban y destruían el sistema nervioso rudimentario de escarabajos y hormigas, pero esos científicos alemanes habían tropezado con algunos de los compuestos químicos más letales conocidos por la humanidad. Gearing había pasado la mayor parte de su carrera con la comunidad de inteligencia, evaluando información sobre posibles fábricas de armas químicas en países poco confiables.
Pero el problema de las armas químicas siempre había sido la distribución: cómo propagarlas en el campo de batalla para perjudicar a los soldados enemigos. El hecho de que esos mismos químicos mataran a civiles inocentes era el sucio secreto que las organizaciones y los gobiernos que las regían siempre habían pretendido ignorar. Tampoco habían considerado el exterminio masivo de la vida salvaje… ni, peor aún, el daño genético producido por esos agentes (porque las dosis marginales de gas nervioso invadían el ADN de la víctima provocando mutaciones que duraban generaciones). Gearing había pasado la vida sabiendo esas cosas y suponía que eso lo haría insensible a la eliminación de vidas humanas en gran cantidad.
Esto no era exactamente lo mismo. No propagaría venenos químicos sino minúsculas partículas virósicas. Y la gente que pasara junto a los rociadores de niebla las respiraría y su química corporal disolvería las cápsulas, permitiendo que las cepas de Shiva comenzaran a trabajar… lentamente, por supuesto… y volverían a sus casas y propagarían el Shiva, y entre cuatro y seis semanas después de las Olimpiadas de Sydney la plaga se desataría en el mundo entero y habría pánico global. Entonces la Horizon Corporation anunciaría su vacuna A experimental, probada exitosamente en animales y primates y lista para su fabricación masiva. La vacuna se fabricaría y distribuiría a nivel mundial y, entre cuatro y seis semanas después de su inoculación, los vacunados también manifestarían los síntomas del Shiva. Con un poco de suerte, la población mundial disminuiría estrepitosamente. Habría toda clase de desórdenes que eliminarían a muchos de los favorecidos por sistemas inmunológicos altamente eficaces, y luego de seis meses sólo quedarían unos pocos humanos, bien organizados y bien equipados, a salvo en Kansas y Brasil, herederos de un mundo que retornaría a su estado natural. No sería como Dugway, un accidente sin propósito. Sería un acto pensado por un hombre que había sido testigo de asesinatos masivos durante toda su vida profesional, y que sólo había ayudado a matar animales inocentes… Se dio vuelta y miró a sus anfitriones.
—¿Qué dice el pronóstico meteorológico?
—Seco y caluroso, viejo. Espero que los atletas estén en forma. Será duro para ellos.
—Bueno, el sistema de aspersión de niebla oficiará como salvavidas —observó Gearing—. Siempre y cuando nadie haga una locura. Con su permiso, destinaré parte de mi personal a vigilarlo.
—Bueno —dijo el policía. El estadounidense estaba obsesionado con el sistema… pero bueno, había trabajado con armas químicas, tal vez eso explicara su obsesión.
Popov no había cerrado las cortinas la noche anterior y el alba lo despertó un tanto abruptamente. Abrió los ojos… y tuvo que cerrarlos inmediatamente mientras el sol ascendía sobre las llanuras de Kansas. Encontró Tylenol y aspirinas en el botiquín del baño y café en grano en la cocina, pero nada digno de nota en la heladera. Se duchó, tomó un café y salió a buscar comida. Encontró una cafetería —inmensa— casi vacía. Vio algunas personas cerca de las mesas de comida. Se acercó a una, se sirvió un suculento desayuno y se sentó solo. Los demás tenían entre treinta y cuarenta y pocos años, aspecto profesional, algunos con guardapolvos blancos.
—¿Sr. Popov?
—¿Sí?
—Soy David Dawson, jefe de seguridad. Debo entregarle esta identificación —le pinchó un escudo de plástico blanco en la camisa— y mostrarle las instalaciones. Bienvenido a Kansas.
—Gracias —Popov se acomodó el escudo. Incluso tenía su foto.
—Tendrá que llevarlo puesto todo el tiempo para que la gente sepa que es uno de los nuestros —explicó Dawson.
—Sí, comprendo —de modo que el acceso estaba controlado y había un jefe de seguridad in situ. Muy interesante.
—¿Qué tal el vuelo de anoche?
—Agradable y sin complicaciones —replicó Popov, bebiendo su segundo café de la mañana—. ¿Qué es este lugar?
—Bueno, Horizon lo considera una dependencia para investigaciones. Usted sabe cuáles son las actividades de la compañía, ¿verdad?
—Sí —asintió Popov—. Líder mundial en medicamentos e investigaciones biológicas.
—Bueno, esta es otra dependencia destinada a investigación y desarrollo. Fue construida hace poco. Recién está empezando a llegar la gente. Pronto será la sede principal de la compañía.
—¿Por qué aquí, en el medio de la nada? —preguntó Popov, observando la cafetería casi vacía.
—Bueno, para empezar, está en el centro del país. Uno puede llegar a cualquier punto de nuestra nación en menos de tres horas. Y no hay gente cerca que pueda molestarnos. También es un lugar seguro. El trabajo de Horizon necesita estar protegido, sabe.
—¿Espionaje industrial?
Dawson asintió.
—Precisamente. Eso nos preocupa muchísimo.
—¿Podría recorrer un poco?
—Yo lo acompañaré. El señor Henriksen me pidió que le diera la bienvenida a esta nueva dependencia. Adelante, termine su desayuno. Tengo un par de cosas que hacer. Volveré dentro de quince minutos.
—Bueno, gracias —dijo Popov. Dawson salió de la cafetería. El lugar tenía una cualidad extraña, institucional, casi como una dependencia gubernamental… como una dependencia gubernamental rusa, precisó Popov. No parecía tener alma, carácter o dimensión humana que él pudiera identificar. Incluso la KGB hubiera colgado una foto de Lenin de las altas paredes blancas para otorgarle escala humana. Había una pared de vidrio polarizado que permitía ver los trigales y un camino, pero nada más. Era como estar en un barco en alta mar, diferente a todo lo que había experimentado hasta el momento. Terminó su desayuno y avivó sus instintos. Estaba decidido a saber más, y lo más rápido posible.
—Domingo, necesito que te hagas cargo de esto —dijo John.
—Es muy lejos, John, y acabo de ser papá —objetó Chávez.
—Lo siento, muchacho, pero Covington está fuera de carrera. Igual que Chin. Voy a enviarte con cuatro hombres más. Es un trabajo fácil, Ding. Los australianos conocen su trabajo pero nos pidieron que fuéramos a echar un vistazo… basándose en la pericia con que manejaste tus misiones de rescate, ¿OK?
—¿Cuándo salimos?
—Esta noche, vuelo 747, Heathrow —Clark le entregó el pasaje.
—Grandioso —gruñó Chávez.
—Eh, por lo menos estuviste presente durante el parto, papá.
—Supongo. ¿Y si pasa algo mientras estamos lejos? —tentó Chávez.
—Podemos armar un comando, ¿pero realmente crees que alguien querrá meterse con nosotros? ¿Después de lo que les hicimos a los del IRA? No creo —concluyó Clark.
—¿Y el ruso, Serov?
—El FBI lo está buscando en Nueva York. Asignaron varios agentes al caso.
Uno de ellos era Tom Sullivan. Desde hacía unos días montaba guardia en el correo. La casilla 1453 pertenecía al misterioso señor Serov. Tenía varias cartas y una cuenta de Visa, pero hacía nueve días que nadie la abría a juzgar por las fechas de los sobres. Por otra parte, ninguno de los empleados recordaba el aspecto del propietario de la casilla 1453, aunque uno creía que no pasaba muy a menudo por allí. Había dado una dirección para adquirir la caja, dirección que resultó pertenecer a una panadería italiana localizada a pocas cuadras de allí. El teléfono también era falso, probablemente inventado para la ocasión.
—Este tipo es un agente secreto —pensó Sullivan en voz alta, preguntándose por qué el servicio de Contrainteligencia Exterior no había tomado el caso.
—Se comporta como tal —acotó Chatham. La función de ambos terminó exactamente allí. No tenían evidencia criminal contra el sujeto y tampoco suficientes hombres para vigilar la casilla las veinticuatro horas del día.
La seguridad era buena, pensaba Popov mientras recorría el complejo en otro de los vehículos tipo militar que Dawson llamaba Hummer. Lo primero en seguridad era tener profundidad defensiva. Tenían. Había por lo menos diez kilómetros hasta la primera cerca que delimitaba otra propiedad.
—Aquí había muchas granjas grandes, pero Horizon las compró todas hace unos años y comenzó a construir el laboratorio de investigación. Llevó su tiempo, pero ya está terminado.
—¿Todavía siguen cultivando trigo?
—Sí, el complejo propiamente dicho sólo ocupa parte del terreno y decidimos conservar el resto tal como era. Diablos, cosechamos trigo suficiente para alimentar a todo el personal del laboratorio, y tenemos nuestros propios elevadores en aquella zona —señaló al norte.
Popov vio las macizas estructuras de concreto a cierta distancia. Era asombroso lo grande que era Estados Unidos, pensó, y esa zona parecía tan llana, bastante parecida a las estepas rusas. El terreno presentaba algunas lomas y pendientes que sólo servían para hacer notar la ausencia de una verdadera colina. El Hummer enfiló hacia el norte y eventualmente cruzó una vía de ferrocarril que evidentemente llevaba a los silos… ¿Dawson los había llamado elevadores? ¿Elevadores? ¿Por qué esa palabra? Más al norte se divisaba una autopista.
—Ese es el límite norte —explicó Dawson cuando entraron a territorio no cultivado.
—¿Qué es eso?
—Ah. Nuestra pequeña manada de antílopes mochos —giró el volante para acercarse un poco más a ellos. El Hummer rebotaba sobre los pastos altos.
—Lindos animales.
—Lindos, y muy veloces. Los llamamos cabras veloces. En realidad no son verdaderos antílopes, genéticamente están más cerca de los chivos. Los bebés pueden correr cuarenta millas por hora, durante más de una hora. También poseen una vista soberbia.
—Supongo que serán muy difíciles de cazar. ¿Usted caza?
—Lo son. Y no, no cazo. Soy vegetariano.
—¿Qué?
—Vegetariano. No como carne ni otros productos animales —dijo orgullosamente Dawson. Incluso llevaba cinturón de tela, no de cuero.
—¿Por qué, David? —preguntó Popov. Era la primera vez que se cruzaba con uno.
—Oh, por elección. No apruebo que se maten animales para comer ni por ninguna otra razón —lo miró fijo—. No todos están de acuerdo conmigo, ni siquiera aquí en el proyecto, pero no soy el único que piensa de este modo. Hay que respetar a la naturaleza, no explotarla.
—Entonces, jamás le comprará a su esposa un tapado de visón —dijo Popov con una sonrisa. Había oído hablar de esos fanáticos.
—¡Imposible! —Dawson soltó una carcajada.
—Jamás he cazado —dijo Popov, preguntándose qué respuesta recibiría—. Nunca le vi sentido y en Rusia han exterminado a la mayoría de las especies.
—Comprendo. Es muy triste, pero algún día volverán —anunció Dawson.
—¿Cómo, si todos los cazadores estatales se consagran a matarlos? —Ni siquiera la caída del comunismo había acabado con esa institución.
La cara de Dawson adquirió una expresión extraña, vista muchas veces por Popov en la KGB. Ese hombre sabía algo que no estaba dispuesto a revelar, algo importante.
—Ah, siempre hay maneras, amigo. Hay maneras.
El recorrido duró una hora y media, y Popov quedó notablemente impresionado por las dimensiones del complejo. La ruta de entrada al sector de los edificios era un aeropuerto, con instrumentos electrónicos para guiar a los aviones y semáforos para impedir el tránsito terrestre cuando se acercaba un avión. No obstante, interrogó a Dawson al respecto.
—Sí, es bastante obvio, ¿no? Un G puede entrar y salir de aquí sin mayores dificultades. También dicen que podríamos utilizar aviones comerciales, de tamaño mediano, pero hasta el momento no lo han hecho.
—El Dr. Brightling gastó muchísimo dinero en la construcción de este complejo.
—Sí —acotó Dawson—. Pero vale la pena, créame —frenó frente al laboratorio—. Venga conmigo.
Popov lo siguió sin preguntar por qué. Jamás había apreciado el poder de una corporación estadounidense de gran envergadura. Esa podría y tendría que haber sido una dependencia gubernamental, con todo ese terreno y ese enorme complejo edilicio. El edificio-hotel donde había pasado la noche probablemente alojaba miles de personas… ¿y por qué habrían construido allí un edificio como ese? ¿Acaso Brightling pensaba mudar a toda su corporación, con todos sus empleados? Lejos de las grandes ciudades, de los aeropuertos, de todo lo que ofrecía la civilización. ¿Por qué allí? Por razones de seguridad, tal vez. También estaba lejos de las agencias policiales y de los medios de comunicación y sus malditos periodistas. En cuanto a seguridad, era como estar en la Luna.
En opinión de Popov, el edificio del laboratorio también era más grande de lo necesario, pero a diferencia de los otros parecía estar funcionando. Al entrar se toparon con un escritorio y un recepcionista que conocía a David Dawson. Subieron tranquilamente al cuarto piso y fueron directamente a una oficina.
—Hola, doc —dijo Dawson—. Le presento a Dimitri. El Dr. Brightling nos lo mandó anoche. Va a pasar un tiempo con nosotros —agregó.
—Recibí el fax —el médico se levantó y le tendió la mano a Popov—. Soy John Killgore. Acompáñeme, por favor —entraron por una puerta lateral al consultorio. Dawson se quedó esperando afuera. Killgore le pidió a Popov que se desnudara (calzoncillos incluidos) y procedió a hacerle una revisión médica completa. Le tomó la presión, le revisó los ojos y los oídos, verificó sus reflejos, le palpó el abdomen para asegurarse de que el hígado no sobresaliera, y finalmente le extrajo cuatro muestras de sangre para analizar. Popov se sometió al examen sin plantear objeciones, un poco azorado y otro poco intimidado por el médico (como solía pasarle a la mayoría de la gente). Finalmente, Killgore sacó una ampolla y una jeringa descartable del botiquín.
—¿Qué es eso? —preguntó Dimitri.
—Un refuerzo —explicó Killgore, apoyando la ampolla vacía sobre la mesa.
Popov la recogió y leyó la etiqueta: «B-2100 11-21-00». Nada más. Entrecerró los ojos cuando la aguja se clavó en su brazo izquierdo. Nunca le había gustado recibir inyecciones.
—Bueno, ya está —dijo Killgore—. Mañana le comentaré el resultado de los análisis —una vez hecho esto, le indicó el gancho de donde colgaban sus ropas. Era una pena que el paciente no supiera que le había salvado la vida, pensó el médico.
***
—Bien podría no existir —le dijo el agente Sullivan a su jefe—. Tal vez alguien suela ir a retirar su correspondencia, pero no en los últimos nueve o diez días.
—¿Qué podemos hacer al respecto?
—Si le parece, podemos poner una cámara y un sensor de movimientos en el interior de la caja, como hacen los muchachos del FCI. Podemos hacerlo, pero requiere dinero y hombres disponibles, ya que necesitaríamos un par de agentes en la zona por si se dispara la alarma. ¿El caso lo merece?
—Sí, lo merece —le dijo el ASAC de la división de campo de Nueva York a su subordinado—. Gus Werner abrió el caso y verifica personalmente los movimientos del archivo. Así que hable con los tipos del FCI y pídales que lo ayuden a cubrir la casilla postal.
Sullivan asintió, intentando ocultar su sorpresa.
—OK, así lo haremos.
—Bueno, ¿qué pasa con el caso Bannister?
—Por el momento estamos en punto muerto. Po más cercano a una pista que tenemos es la segunda entrevista con Kirk Maclean. Estuvo bastante ansioso. Tal vez fueran los nervios, tal vez otra cosa… no tenemos nada sobre él y la víctima desaparecida, excepto que compartieron unas copas y charlaron un rato en ese bar. Investigamos sus antecedentes. Nada notable. Gana un buen sueldo en Horizon Corporation, es bioquímico de profesión, recibido en la Universidad de Delaware, tiene un master y quiere obtener el doctorado en Columbia. Pertenece a varios grupos conservacionistas, entre ellos Earth First y el Sierra Club, recibe los periódicos de ambas organizaciones. Su hobby principal es salir de excursión con su mochila a cuestas. Tiene veintidós mil dólares en el banco y paga las cuentas en término. Sus vecinos dicen que es tranquilo y reservado, no tiene muchos amigos en el edificio. No se le conocen novias. Dice haber conocido poco a Mary Bannister y haberla acompañado a su casa una sola vez. Nada sexual entre ambos. Y eso es todo, según él.
—¿Algo más?
—Vos volantes que repartió el NYPD todavía no dieron ningún resultado. Plegado a este punto, no puedo decir que tenga esperanzas.
—¿Qué haremos entonces?
Sullivan se encogió de hombros.
—Dentro de pocos días volveremos a entrevistar a Maclean. Como dije, parecía un poco perturbado, pero no lo suficiente para justificar un seguimiento.
—Hablé con el teniente D’Allessandro. Él piensa que puede haber un asesino serial suelto en ese sector de la ciudad.
—Tal vez. Hay otra chica desaparecida, Anne Pretloe, pero tampoco se sabe nada de ella. No tenemos pistas. Seguiremos buscando —prometió Sullivan—. Si hay uno de esos tipos allá afuera, tarde o temprano cometerá un error —pero hasta que lo hiciera, más mujeres jóvenes seguirían desapareciendo por ese agujero negro, y las fuerzas combinadas del NYPD y el FBI podrían hacer muy poco para impedirlo—. Nunca trabajé en un caso como este.
—Yo sí —dijo el ASAC—. El asesino de Green River, en Seattle. Pusimos una tonelada de recursos para atraparlo, pero no lo conseguimos. Misteriosamente, cesaron los asesinatos. Tal vez lo capturaron robando un supermercado y está sentado en la prisión estatal de Washington esperando salir bajo palabra para seguir exterminando prostitutas. Tenemos su perfil psicológico y sabemos cómo funciona su cerebro, pero eso es todo. No obstante, los perfiles y los cerebros no siempre encajan. Estos casos son verdaderamente imposibles.
Kirk Maclean estaba almorzando en uno de los centenares de delicatessens de Nueva York. El menú: ensalada de repollo y refresco de crema.
—¿Y bien? —preguntó Henriksen.
—Y bien. Volvieron a interrogarme, repitieron varias veces las mismas jodidas preguntas, como si esperaran que modificara mi relato.
—¿Lo hizo?
—No. Sólo tengo una versión para contar, la que preparé anticipadamente. ¿Cómo sabía que me acosarían de este modo?
—Fui agente del FBI. Trabajé en varios casos y sé cómo opera la institución. Es muy fácil subestimarlos, pero luego aparecen… no, luego usted aparece en la mira, y ellos empiezan a observarlo, y no dejan de observar hasta que por fin encuentran algo —dijo Henriksen, como dándole un último consejo a su discípulo.
—¿Y dónde están ahora? —preguntó Maclean—. Me refiero a las chicas.
—No tiene necesidad de saberlo, Kirk. No lo olvide. No tiene necesidad de saber.
—OK —Maclean asintió, sumiso—. ¿Y ahora qué?
—Vendrán a verlo nuevamente. Probablemente lo habrán investigado y…
—¿Qué significa eso?
—Habrán hablado con sus vecinos, sus compañeros de trabajo, chequeado sus créditos, su auto, sus viajes al exterior, verificado si tiene condenas criminales, en fin, cualquier cosa que indique que usted es un chico malo —explicó Henriksen.
—No habrán encontrado nada —dijo Kirk.
—Lo sé —Henriksen ya lo había verificado.
No tenía sentido tener a un individuo con antecedentes criminales violando la ley en nombre del proyecto. El único antecedente negativo de Maclean era su pertenencia a Earth First, una organización que el FBI consideraba casi terrorista (bueno, extremista). Pero el único vínculo de su empleado con esos locos era la lectura de su periódico mensual. Tenían ideas buenas y en el proyecto habían considerado la posibilidad de inocularles la vacuna B a algunos de ellos, pero tenían demasiados miembros cuyas ideas de protección del planeta se limitaban a meter clavos en los árboles para que se rompieran las sierras con que iban a talarlos. Esa clase de cosas perjudicaba a los obreros de los aserraderos y despertaba la ira del público ignorante sin dejar ninguna enseñanza útil. Ese era el problema de los terroristas, Henriksen lo sabía desde hacía años. Sus actos jamás igualaban a sus aspiraciones. Bueno, no eran lo bastante inteligentes como para desarrollar los recursos que necesitaban para ser eficaces. Uno debía vivir dentro de la eco-estructura económica para lograrlo, y ellos simplemente no podían competir en ese campo de batalla. La ideología no alcanzaba. También había que tener cerebro y saber adaptarse. Uno debía ser digno de ser un elegido. Kirk Maclean no era digno, pero formaba parte del equipo. Y ahora el FBI lo tenía en la mira. Lo único que debía hacer era atenerse a su versión de los hechos. Pero estaba conmovido, y eso significaba que no era confiable. Por lo tanto, tendrían que hacer algo al respecto.
—Empaque sus cosas. Esta misma noche lo trasladaremos al proyecto —qué demonios, de todos modos empezaría pronto. Muy pronto, a decir verdad.
—Bueno —respondió Maclean, terminando su ensalada de repollo. Vio que Henriksen había pedido pastrami. No era vegetariano. Bueno, tal vez algún día.
Obras de arte. Por fin veía algo en las paredes hasta entonces desnudas. Entonces, pensó Popov, el complejo no carecía por completo de alma. Pinturas de la naturaleza: montañas, bosques y animales. Algunas muy buenas, pero la mayoría vulgares, la clase de cosa que uno suele encontrar en los moteles baratos. Qué raro, pensó el ruso, que con todo el dinero que gastaron en la construcción de ese monstruoso complejo en el medio de la nada hubieran escogido pinturas de segunda. Bueno, todo era cuestión de gusto, y Brightling era un tecnócrata (indudablemente desconocedor de los aspectos más elevados de la vida). En otra época hubiera sido un druida, pensó Dimitri, un hombre barbado vestido con una larga túnica blanca capaz de venerar árboles y animales y sacrificar vírgenes en los altares de piedra de su religión pagana. Había mejores cosas que hacer con las vírgenes. Lo viejo y lo nuevo se mezclaban de manera tan bizarra en ese hombre… y en su gente. El director de seguridad era un «vegetariano» ¿que jamás comía carne? ¡Pura basura! La Horizon Corporation era líder mundial en diversas áreas tecnológicas pero estaba atestada de locos que sostenían creencias primitivas y extrañas. Lo atribuyó a la típica afectación estadounidense. En un país tan grande lo genial coexistía con lo insano. Brightling era un genio, pero había contratado a Popov para instigar atentados terroristas…
… y luego lo había llevado allí. No podía dejar de pensar en eso mientras masticaba su cena. ¿Por qué allí? ¿Qué tenía de especial ese lugar insulso?
Ahora entendía por qué Brightling se había encogido de hombros ante la suma requerida por los terroristas. Horizon Corporation había gastado más pavimentando una de las rutas de acceso que todo el dinero que Popov había depositado en su cuenta. Pero ese lugar era importante. Uno lo notaba en todos los detalles, desde las puertas giratorias que mantenían el aire adentro… todas las puertas parecían herméticas, como de nave espacial. No habían ahorrado un solo dólar para lograr el complejo perfecto. ¿Pero perfecto para qué?
Popov sacudió la cabeza y bebió un sorbo de té. La comida era de excelente calidad. Todo era de excelente calidad, excepto las pinturas absurdamente pedestres. Por consiguiente, no habían cometido un solo error. Brightling no era un tipo condescendiente, ¿no? Por lo tanto, todo allí era deliberado y encajaba en un molde… a partir del cual podría comprender el propósito del edificio y al hombre que lo había construido. Recordó el recorrido por las instalaciones… ¿y la revisión médica? ¿Qué diablos estaba pasando? El médico le había dado una inyección. «Es un refuerzo» había dicho. ¿Pero para qué? ¿Contra qué?
En torno al altar tecnológico había vulgares tierras de cultivo y, más allá, animales salvajes (que su anfitrión de ese día aparentemente veneraba).
Druidas, pensó. Cuando era oficial de campo en Inglaterra se había tomado el trabajo de leer libros y aprender ciertas cosas sobre la cultura de los ingleses. Había jugado al turista e incluso viajado a Stonehenge y otros lugares similares con la esperanza de comprender mejor a ese pueblo. Pero había descubierto que la historia era historia, y, aunque muy interesante, no por eso más lógica allí que en la Unión Soviética… donde la historia había sido esencialmente un compendio de mentiras destinado a sustentar el modelo ideológico del marxismo-leninismo.
Los druidas habían sido paganos cuya cultura se basaba en los dioses que supuestamente moraban en árboles y rocas, y a los cuales ofrecían sacrificios humanos. Indudablemente se trataba de una medida tomada por el sacerdocio druida para mantener bajo control a los campesinos… y también a la nobleza (tal como tendían a hacerlo todas las religiones). A cambio de ofrecer cierta esperanza y certeza respecto de los grandes misterios de la vida —qué pasaba después de la muerte, por qué llovía cuando llovía, cuál era el origen del mundo— adquirían un inmenso poder terrenal: el poder de decirles a los demás cómo debían vivir. Probablemente había sido la mejor manera de obtener poder para los hombres de talento pero sin estirpe. Pero siempre había sido, y sería, una cuestión de poder. De poder terrenal. Y, como los miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética, los sacerdotes druidas probablemente habrían creído en lo que decían e imponían porque… porque tenían que creerlo. Esa era la fuente de su poder, y debían creer en ella.
Pero estos tipos no eran primitivos, ¿verdad? En su mayoría eran científicos, algunos de ellos líderes mundiales en sus especialidades. Horizon Corporation era un conjunto de genios, ¿no? ¿Cómo, si no, hubiera acumulado Brightling una fortuna semejante?
Popov frunció el ceño. Apiló los platos en la bandeja y fue a depositarlos en la mesa de recolección. Ese lugar se parecía a la cafetería de la KGB en el número 2 de Plaza Dzerzhinsky. Buena comida y anonimato. Volvió a su cuarto, todavía sin saber qué demonios había pasado en su vida durante los últimos meses. ¿Druidas? ¿Cómo era posible que un científico se asemejara a un druida? ¿Vegetarianos? ¿Cómo era posible que una persona con sentido común se negara a comer carne? ¿Qué tenían de especial los antílopes gris parduzco que vivían en los límites de la propiedad? Y ese hombre, el director de seguridad, supuestamente debía estar muy calificado para el puesto. Un maldito vegetariano en una tierra que producía toneladas de carne, en cantidades que el resto del mundo ni siquiera se atrevía a soñar.
¿Qué diablos le habían inyectado? ¿Un refuerzo? ¿Contra qué? ¿Por qué carajo lo habían revisado? Cuanto más profundizaba, cuanta más información tenía, más complicado se volvía el rompecabezas.
Popov tuvo que admitir, una vez más, que no tenía la menor idea. Si hubiera reportado su aventura a sus superiores de la KGB, ellos habrían pensado que estaba un poco loco pero le hubieran ordenado proseguir el caso hasta llegar a alguna conclusión razonable. Y, como se había entrenado en la KGB, no podía abandonar el caso tal como no podía dejar de respirar.
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Por lo menos los asientos de primera clase eran cómodos, pensó Chávez. El vuelo sería largo (uno de los más largos posibles, dado que el destino final estaba a 10 500 millas de distancia y la circunferencia del planeta medía apenas 24 000 millas). El vuelo 9 de British Airways despegaría a las 22:15 hs, tardaría once horas cuarenta y cinco minutos en llegar a Bangkok, haría una escala de una hora y media, y luego demoraría ocho horas cincuenta minutos en llegar a Sydney. Para ese entonces, pensaba Ding, estaría tan harto que tendría ganas de desenfundar su pistola y dispararle a quemarropa a la tripulación. Eso sin contar que había debido separarse de su esposa y su hijito, sólo porque los malditos australianos querían que les sostuviera las manos para no tener miedo. Llegaría a las 5:20 de la mañana, dos días más tarde gracias al ecuador y el meridiano internacional, con el cuerpo probablemente más revuelto que los huevos que había comido en el desayuno.
Pero no podía hacer nada al respecto, y por lo menos BA había prohibido el cigarrillo en sus vuelos… los pobres fumadores se volverían locos en un viaje tan largo, pero no era problema suyo. Tenía cuatro libros y seis revistas para pasar el tiempo, más una pantalla personal de cine. Decidió sacar provecho de tantas comodidades. Las azafatas cerraron las puertas, y el capitán encendió los motores y les dio la bienvenida a bordo. Muy amablemente dijo que el avión sería el hogar de los pasajeros durante todo un día… o dos días, según cómo se mirara la cosa.