CAPÍTULO 30

VISTAS

Fue todo lo que había esperado —sin saber qué esperar— y mucho más. Finalmente, Domingo Chávez levantó a su hijo con ambas manos.

—Bien —dijo, mirando la nueva vida que debería proteger, educar y, a su debido tiempo, ofrecer al mundo. Después de un segundo que pareció durar semanas, le entregó el recién nacido a su esposa.

Patsy tenía la cara bañada en sudor y agotada por las cinco horas de trabajo de parto, pero el dolor ya había pasado. Había llegado a la meta: tenía a su hijo en los brazos. Era un bebé rosado, pelado y ruidoso, esta última característica rápidamente calmada por la proximidad del pecho izquierdo de Patsy. John Conor Chávez empezó a saborear su primera comida. Pero Patsy estaba exhausta y, a su debido tiempo, una enfermera se llevó al bebé a la nursery. Ding besó a su esposa y caminó junto a la camilla mientras la trasladaban a su habitación. Ya estaba dormida cuando llegaron. Volvió a besarla y salió. Volvió a la base de Hereford y fue directamente a la residencia oficial de Rainbow Six.

—¿Y? —preguntó John al abrir la puerta.

Chávez le ofreció un cigarro.

—John Conor Chávez, siete libras once onzas. Patsy está muy bien, abuelito —dijo con una sonrisa emocionada. Después de todo, a su mujercita le había tocado lo más difícil.

Hay momentos en que hasta los hombres más fuertes lloran, y este fue uno de ellos. Ambos se fundieron en un abrazo.

—Bueno —dijo John, buscando un pañuelo para secarse los ojos—. ¿A quién se parece?

—A Winston Churchill —replicó Domingo con una risotada—. Diablos, John, nunca pude decidir a quién se parecen los bebés, pero John Conor Chávez es un nombre bastante bizarro, ¿no le parece? El pequeño malandra tiene una gran herencia sobre los hombros. Le enseñaré karate y manejo de armas desde los cinco años… tal vez desde los seis —especuló Ding.

—Sería mejor que aprendiera golf y béisbol, pero es tu hijo, Domingo. Pasa por favor.

—¿Y bien? —preguntó Sandy, y Chávez repitió la noticia mientras mascaba su cigarro cubano. Despreciaba el hábito de fumar y Sandy, como buena enfermera, no aprobaba el vicio… pero ambos cedieron en homenaje a la ocasión. La Sra. Clark abrazó a su yerno—. ¿John Conor?

—¿Lo sabías? —preguntó John Terrence Clark.

Sandy asintió.

—Patsy me lo dijo la semana pasada.

—Se suponía que era un secreto —objetó el reciente padre.

—¡Soy su madre, Ding! —explicó Sandy—. ¿Quieren desayunar?

Los hombres miraron sus relojes. Eran poco más de las cuatro de la mañana. Perfecto.

—Sabe, John, esto es muy profundo —dijo Chávez. Su suegro notó que cambiaba de acento según la naturaleza de la conversación. El día anterior, interrogando a los prisioneros del PIRA, había hablado como un típico pandillero de Los Angeles, emitiendo un discurso cargado de eufemismos callejeros y acento español. Pero en sus momentos reflexivos adoptaba su identidad de graduado universitario, carente de acento por completo—. Soy papá. Tengo un hijo —sonrisa satisfecha, lenta y un poco asustada—. Caramba.

—La gran aventura, Domingo —dijo John, sirviendo café en las tazas mientras su esposa cocinaba el tocino.

—¿Eh?

—Edificar una persona íntegra. Esa es la gran aventura, hijo mío, y si no lo haces bien, ¿qué clase de hombres eres?

—Bueno, ustedes lo hicieron muy bien.

—Gracias, Domingo —dijo Sandy desde la cocina—. Nos esmeramos mucho.

—Ella más que yo —admitió John—. Estuve lejos mucho tiempo, jugando al agente secreto. Me perdí tres Navidades, maldita sea. Uno jamás se perdona esas cosas —explicó—. Es la mañana mágica, y se supone que uno debe estar ahí.

—¿Haciendo qué?

—Dos veces en Rusia, una en Irán… en misiones secretas. Dos funcionaron, pero una se vino abajo. Yo perdí, y mi contacto no logró escapar. Los rusos no perdonan la traición al Estado. Cuatro meses después lo hicieron polvo, pobre tipo. No fue una buena Navidad —concluyó Clark.

Recordó lo horrible que había sido ver a la KGB atrapar al tipo a menos de cincuenta metros de donde él estaba parado, ver que el tipo lo miraba, desesperado, no tener más remedio que iniciar la huida… sabiendo que no podía hacer nada y, no obstante, sintiéndose una basura. Luego, finalmente, había tenido que explicarle a Ed Foley lo ocurrido… sólo para enterarse de que el agente había sido delatado —«vendido» rezaba el eufemismo— por un infiltrado de la KGB en el edificio de la CIA. Y ese condenado miserable seguía vivo en una prisión oficial con televisión por cable y calefacción central.

—Eso es historia, John —dijo Chávez. Comprendía lo que le pasaba. Ellos habían realizado misiones semejantes, pero el dúo Clark-Chávez no había fallado jamás, aunque algunas veces habían rozado extremos inenarrables—. ¿Sabe qué es lo más gracioso de todo esto?

—¿Qué? —preguntó John, preguntándose si sentiría lo mismo que él había sentido.

—Ahora sé que voy a morir. Algún día, quiero decir. El bebé va a sobrevivirme. Si no lo hace, habré fallado. No puedo permitirme fallar, ¿verdad? JC es mi responsabilidad. Él crecerá, yo envejeceré, y cuando tenga mi edad, diablos, yo andaré por los sesenta. Dios santo, envejecer no figuraba en mis planes, ¿sabía?

Clark hizo una mueca.

—Sí, tampoco en los míos. Relájate, muchacho. Ahora soy un maldito abuelo. Eso tampoco estaba en mis planes.

—No es tan malo, John —comentó Sandy, cascando los huevos—. Podemos consentirlo y luego devolverlo a sus padres. Y lo haremos.

No había sido así con sus propios hijos, al menos por parte de la familia de John. Su madre había muerto hacía mucho de cáncer, y su padre de un ataque al corazón mientras rescataba a unos niños de un incendio en Indianapolis. John se preguntó si sabrían que su hijo había crecido, envejecido, y que ahora era abuelo. Imposible saberlo, ¿verdad? Supuso que era natural pensar en la mortalidad humana en momentos como ese. La gran continuidad de la vida. ¿En qué se convertiría John Conor Chávez? ¿Rico, pobre, mendigo, ladrón, médico, abogado, jefe indio? Eso quedaría en manos de Patsy y Ding y debía confiar en que hicieran bien su trabajo. Probablemente así sería. Conocía a su hija y también a Domingo. Desde la primera vez que lo vio en las montañas de Colorado supo que tenía algo especial. Y el jovencito había crecido, floreciendo como un clavel en un jardín particularmente áspero. Domingo Chávez era la versión joven de sí mismo, un hombre de honor y de coraje, y por consiguiente sería un padre digno, tal como había demostrado ser un marido digno. La gran continuidad de la vida, pensó nuevamente, sorbiendo su café y chupando su cigarro. Y si era una piedra más en el largo camino hacia la muerte… bueno. Que así fuera. Había tenido una vida interesante, una vida útil a los demás, lo mismo que Domingo, y lo mismo esperaba para John Conor. Y qué diablos, pensó John, su vida todavía no había terminado, ¿verdad?

Conseguir pasaje a Nueva York resultó más difícil de lo que esperaba. Todos los vuelos estaban llenos, pero finalmente pudo conseguir un asiento en la parte de atrás de un viejo United 727. No le gustó la ubicación, pero por suerte el viaje fue corto. Al llegar a La Guardia se deshizo de los documentos que le habían permitido cruzar el Atlántico. Le habían sido muy útiles, pero debía desprenderse de ellos. Los arrojó subrepticiamente en un tacho de basura y se dirigió a la parada de taxis. Estaba agotado. Su día había empezado después de medianoche y no había podido dormir casi nada en el vuelo transatlántico. Su cuerpo estaba exhausto.

Treinta minutos después, cuando Popov ya estaba a pocas cuadras de su departamento, el personal de mantenimiento ingresó a la terminal de United Airlines para cambiar las bolsas de basura. La rutina laboral era mecánica y bastante agotadora para los trabajadores, en su mayoría portorriqueños. Una por una, retiraban las tapas de los tachos y sacaban las enormes bolsas llenas de basura, que luego arrojaban en contenedores que posteriormente eran trasladados en camiones a Staten Island. La rutina era un buen ejercicio para el torso y la mayoría de los hombres llevaban radios portátiles para paliar el aburrimiento.

Uno de los tachos, a cincuenta metros de la parada de taxis, no encajaba perfectamente en el soporte. Cuando el empleado de mantenimiento levantó la bolsa, esta se enganchó en un borde metálico y se rompió, volcando su contenido en el piso de concreto. El empleado maldijo en silencio. Ahora tendría que agacharse y recoger toda esa basura con sus manos enguantadas. Ya había recogido casi la mitad cuando se topó con la tapa roja de un pasaporte británico. La gente no tiraba pasaportes a la basura, ¿no? Lo abrió y encontró dos tarjetas de crédito adentro, con el mismo nombre del pasaporte. Serov, un nombre bastante raro. Guardó todos los documentos en el bolsillo de su mameluco. Los dejaría en «objetos perdidos». No era la primera vez que encontraba cosas de valor en la basura. ¡Una vez había encontrado una pistola de 9 mm con el cargador lleno!

***

Popov ya había llegado a su departamento. Demasiado cansado para desarmar sus valijas, se desvistió y cayó sobre la cama sin beber siquiera un vodka para conciliar el sueño. Por puro reflejo encendió el televisor y vio un nuevo informe sobre el atentado en Hereford. La TV estaba… govno, mierda, pensó. Ahí estaban el camión y el periodista que había querido entrevistarlo. No habían utilizado ese fragmento, pero ahí estaba él, claramente, de perfil, mientras el periodista comentaba el atentado. Razón de más para desaparecer, pensó, a punto e dormirse. Ni siquiera tuvo fuerzas para apagar el televisor. Se durmió con el aparato prendido, cosa que le produjo pesadillas durante toda la noche.

El pasaporte, las tarjetas de crédito y otros objetos de valor llegaron a la oficina de la empresa en Staten Island —un tráiler estacionado in situ— al finalizar la jornada de trabajo. El recolector de basura los dejó sobre un escritorio y marcó tarjeta antes de regresar a Queens y a su habitual cena tardía.

Tom Sullivan había trabajado hasta tarde y se encontraba en el bar que frecuentaban los agentes del FBI, a una cuadra del edificio Jacob Javist en el bajo Manhattan. Su compañero Frank Chatham también estaba allí, compartiendo una cerveza con Sam Adams.

—¿Alguna novedad en lo tuyo? —preguntó Sullivan. Había pasado todo el día en la corte esperando para declarar en un caso de fraude… pero jamás había llegado al banquillo debido a las demoras en los procedimientos.

—Hoy hablé con dos chicas. Ambas dicen conocer a Kirk Maclean, pero ninguna salió con él —replicó Chatham—. Parece otro pozo seco. Quiero decir, él cooperó con nosotros, ¿no?

—¿Algún otro nombre asociado con las chicas desaparecidas?

Chatham negó con la cabeza.

—No. Ambas dijeron que lo vieron hablando con una de ellas, y que en una oportunidad acompañó a la otra, tal como él mismo nos dijo. La escena de siempre en los bares. No hay nada que contradiga lo que él nos dijo. A ninguna de las dos le agrada Maclean. Dicen que aborda a las chicas, les hace unas cuantas preguntas y después se va.

—¿Qué clase de preguntas?

—Lo de siempre: nombre, dirección, trabajo, familia. Lo mismo que preguntamos nosotros, Tom.

—Las dos chicas con las que hablaste hoy —preguntó Sullivan—. ¿De dónde son?

—Una nació aquí, la otra es de Jersey.

—Bannister y Pretloe no son de Nueva York o sus proximidades —señaló Sullivan.

—Sí, ya sé. ¿Y?

—Y, si eres un asesino serial, es más fácil atacar víctimas cuya familia está lejos, ¿no te parece?

—¿Parte del proceso de selección? Me parece demasiado abarcativo, Tom.

—Tal vez, ¿pero qué otra cosa tenemos? —casi nada. Los volantes repartidos por el NYPD habían atraído a quince personas que dijeron reconocer las caras pero no proveyeron información útil—. Estoy de acuerdo, Maclean cooperó, pero si interroga a las chicas y desecha a las que nacieron aquí o tienen familia cerca, y luego acompaña a nuestra víctima a su casa, diablos, es más de lo que tenemos sobre cualquier otro.

—¿Volvemos a hablar con él?

Sullivan asintió.

—Sí —era el procedimiento de rutina. Kirk Maclean no les había parecido un asesino serial en potencia… pero esa clase de criminales eran como camaleones, tal como habían aprendido en la academia del FBI en Quantico, Virginia. También sabían que el aburrido y rutinario trabajo de investigación resolvía más casos que los milagros pregonados en las novelas de misterio. El trabajo policial era un proceso repetitivo y agotador para la mente, y los que lograban superar el aburrimiento ganaban la partida. Casi siempre.

Fue una mañana extraña en Hereford. Por una parte, el Comando 2 estaba conmovido por los sucesos del día anterior. La pérdida de camaradas era un hueso duro de roer para cualquier unidad. Pero por otra parte, su jefe había sido padre y eso era lo mejor que podía ocurrirle a un hombre. Camino al PT matutino, el abotagado y dichoso líder del Comando 2 (que no había pegado un ojo en toda la noche) recibió el apretón de manos de todos sus subordinados (invariablemente acompañado por una palabra de felicitación y una sonrisa cómplice, ya que todos eran padres, incluso los más jóvenes). El entrenamiento fue más corto teniendo en cuenta su estado físico y, cuando terminaron las tres millas, Eddie Price le sugirió que volviera a su casa a dormir un poco, dado que no sería muy útil en ese estado. Chávez siguió el consejo y durmió hasta pasado el mediodía. Pero despertó de su sueño reparador con un terrible dolor de cabeza.

Igual que Dimitri Popov. Cosa que le parecía injusta, ya que casi no había bebido la noche anterior. Supuso que su cuerpo se estaba vengando por el abuso de los viajes reiterados y la agitación del día anterior en Londres. El televisor de su cuarto seguía encendido, sintonizado en la CNN. Popov se levantó y fue al baño para sus abluciones matinales. Luego se dirigió a la cocina para preparar un café. Dos horas después, duchado y vestido, desarmó sus valijas y colgó los trajes que había llevado a Europa. Las arrugas desaparecerían en un par de días, pensó. Era hora de tomar un taxi hacia cierto lugar.

En Staten Island, la encargada de «objetos perdidos» era una secretaria que detestaba la tarea (obviamente, se la habían impuesto como ocupación adicional). Las cosas que le dejaban sobre el escritorio generalmente apestaban, a veces al punto tal de producirle náuseas. Las de ese día no eran una excepción y la obligaron a preguntarse por enésima vez por qué la gente arrojaba objetos tan nocivos a la basura en lugar de… ¿qué? No sabía. ¿Acaso guardarlos en los bolsillos? El pasaporte rojo tampoco era una excepción a la regla. Joseph A. Serov. La foto pertenecía a un hombre de unos cincuenta años, tan llamativo como una hamburguesa de McDonald’s. Pero era un pasaporte con dos tarjetas de crédito y le pertenecía a alguien. Buscó la guía telefónica, llamó al consulado británico en Manhattan, le dijo a la recepcionista de qué se trataba, y esta la comunicó con el control de pasaportes. La secretaria no sabía que la oficina de control de pasaportes era el lugar donde trabajaban los agentes secretos del Servicio de Inteligencia. Luego de una breve conversación, un camión de la empresa recolectora dejó un sobre en el consulado, donde el guardia llamó a la oficina correspondiente y un secretario bajó a recogerlo. El joven dejó el sobre sobre el escritorio de su jefe, Peter Williams.

Williams era en realidad un agente secreto, un hombre joven que realizaba su primera misión de campo fuera de su país. El suyo era un trabajo seguro, cómodo, en una ciudad importante de un país aliado. Dirigía a varios agentes, todos ellos diplomáticos en las Naciones Unidas. A través de ellos buscaba y a veces obtenía inteligencia diplomática de bajo nivel, que posteriormente remitía a Whitehall… donde era examinada y considerada por burócratas de nivel igualmente bajo en el ministerio del Exterior.

Ese pasaporte maloliente salía fuera de lo común. Pero bueno, su trabajo implicaba ocuparse de cosas como esa (de hecho, muchas veces conseguía pasaportes duplicados para los ciudadanos británicos que perdían los suyos en Nueva York, cosa bastante frecuente aunque invariablemente molesta para quienes necesitaban el duplicado). Williams debía transmitir por fax a Londres el número del pasaporte extraviado para identificar al propietario, y luego llamarlo a su casa con la esperanza de que algún miembro de la familia supiera dónde estaba el dueño del pasaporte.

Pero en este caso recibió un llamado de Whitehall treinta minutos después de haber enviado la información.

—¿Peter?

—¿Sí, Burt?

—Este pasaporte, Joseph Serov… acaba de ocurrir algo extraño.

—¿Qué?

—La dirección que tenemos pertenece a una empresa fúnebre, igual que el número telefónico. Jamás escucharon hablar de Joseph Serov, vivo o muerto.

—¿Oh? ¿Un pasaporte falso? —Williams lo levantó de su escritorio. Si era falso, era buenísimo. ¿Por fin tendrían algo interesante entre manos?

—No, la computadora tiene registrados el nombre del tipo y el número del pasaporte, pero Serov no vive donde dice vivir. Creo que los documentos son falsos. Según nuestros registros, es un sujeto naturalizado. ¿Quieres que investiguemos un poco?

Williams se quedó pensando. Había visto documentos falsos con anterioridad y había aprendido a conseguirlos durante su entrenamiento en la academia SIS. Bueno, ¿por qué no? Tal vez descubrieran a un espía.

—Sí, Burt, ¿podrías hacerme ese favor?

—Te llamo mañana —prometió el funcionario del ministerio del Exterior.

Por su parte, Peter Williams encendió su computadora y envió un e-mail a Londres. Un día más de rutina para un joven e inexperto oficial de inteligencia en su primer destino extranjero. Nueva York se parecía mucho a Londres: era cara, impersonal y desbordaba cultura, pero lamentablemente carecía de los buenos modales de su ciudad natal.

Serov, pensó. Un apellido ruso, pero los había por todas partes. Había muchos en Londres. Incluso más en Nueva York, donde la mayoría de los taxistas bajaban del barco o del avión y salían a las calles directamente de la Madre Rusia sin conocer el idioma inglés ni el mapa de la ciudad. Pasaporte británico perdido, apellido ruso.

A tres mil cuatrocientas millas de distancia, el apellido Serov había sido ingresado en las computadoras del SIS. Hasta el momento no habían encontrado nada importante, pero el programa ejecutivo tenía muchos nombres y frases que consultar. Cuando llegó el e-mail de Nueva York, la computadora inició una nueva búsqueda. Sabiendo que Iosef era la versión rusa de Joseph, y dado que la edad del pasaporte favorecía la hipótesis, el operador remitió el e-mail a la persona que había iniciado una investigación sobre Serov, Iosef Andréyevich.

A su debido tiempo, el e-mail ingresó en la computadora de Bill Tawney. Qué cosa útil la computadora, pensó Tawney mientras imprimía el mensaje. Nueva York. Qué interesante. Marcó el número del consulado y pidió hablar con Peter Williams.

—¿Puede decirme algo sobre ese pasaporte a nombre de Serov? —preguntó, luego de las presentaciones de rigor.

—Bueno, sí, adentro había dos tarjetas de crédito, Master Card y Visa, ambas platino —no le pareció necesario agregar que ambas otorgaban generosos créditos.

—Muy bien. Quiero que me envíe la foto y los números de las tarjetas de crédito inmediatamente por línea segura —dijo Tawney, proporcionándole los números y claves necesarios.

—Sí, señor, lo haré en seguida —replicó Williams, preguntándose qué demonios estaba pasando. ¿Y quién diablos era William Tawney? Fuera quien fuese, estaba trabajando horas extra. En Inglaterra era cinco horas más tarde que en Nueva York, y él ya se estaba preguntando qué cenaría esa noche.

—¿John?

—¿Sí, Bill? —replicó John con cansancio, preguntándose si llegaría a ver a su nieto esa noche.

—Acaba de aparecer nuestro amigo Serov —dijo el SIS. Clark entrecerró los ojos.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—En Nueva York. Encontraron un pasaporte británico en un tacho de basura en el aeropuerto de La Guardia, junto con dos tarjetas de crédito. Bueno, todo estaba a nombre de un tal Joseph A. Serov.

—Debemos averiguar si…

—Llamé al agregado jurídico de la embajada estadounidense en Londres para verificar las tarjetas de crédito, sí. Dentro de una hora tendremos más información. Podría ser una pista importante para nosotros, John —agregó Tawney con voz esperanzada.

—¿Quién maneja la cosa en Estados Unidos?

—Gus Werner, subdirector de la División Terrorismo. ¿Lo conoces?

Clark negó con la cabeza.

—No, sólo de nombre.

—Yo lo conozco. Es un gran tipo.

El FBI mantenía relaciones cordiales con toda clase de empresas. Visa y Mastercard no eran la excepción a la regla. Un agente del FBI llamó a las centrales de ambas compañías desde su escritorio en el Hoover Building y transmitió los números de las tarjetas a sus respectivos jefes de seguridad. Ambos eran exagentes del FBI —el FBI envía a sus agentes retirados a ocupar esa clase de puestos, creando una eficaz y amplísima red de excompañeros— y ambos interrogaron a sus computadoras y obtuvieron la información necesaria: nombre, dirección, historia crediticia y, lo más importante de todo, movimientos recientes. El vuelo de British Airways desde Heathrow a O’Hare apareció en el fax remitido al FBI.

—¿Sí? —dijo Gus Werner cuando el joven agente entró en su oficina.

—Tomó un vuelo de Londres a Chicago ayer tarde, y luego un vuelo de Chicago a Nueva York, el último del día. Debe haber tirado el pasaporte al llegar. Aquí tiene —le entregó los registros de movimientos y la información de los vuelos. Werner leyó rápidamente las páginas.

—No es poca cosa —comentó en voz baja el exjefe del Comando de Rescate de Rehenes—. Tenemos a un pez gordo, Jimmy.

—Sí, señor —replicó el joven agente, recién salido de la división de campo de Oklahoma City—. Pero nos falta saber algo… cómo llegó a Europa. Todo lo demás está documentado, y hay un vuelo de Dublín a Londres, pero nada desde aquí a Irlanda —dijo James Washington.

—Tal vez tenga una American Express. Averígualo —le ordenó Werner.

—Lo haré —prometió Washington.

—¿Con quién tengo que hablar por esto?

—Debe llamar a este número, señor —Washington le indicó un número en la primera página.

—Oh, bueno, lo conozco. Gracias, Jimmy —Werner levantó el teléfono y marcó el número internacional—. El señor Tawney, por favor —le dijo a la operadora—. Habla Gus Werner, de la central del FBI en Washington.

—Hola, Gus. Te moviste muy rápido —dijo Tawney, con el impermeable a medio poner y muchas ganas de irse a su casa.

—Son las maravillas de la era computarizada, Bill. Es probable que tengamos a ese Serov. Voló de Heathrow a Chicago ayer. El vuelo despegó tres horas después del episodio en Hereford. Tengo un auto alquilado, una cuenta de hotel y un vuelo de Chicago a Nueva York.

—¿Dirección?

—No tuvimos tanta suerte. Casilla de correo en el bajo Manhattan —dijo Werner—. ¿Esto es muy importante, Bill?

—Importantísimo, Gus. Sean Grady nos dio el nombre y uno de los otros prisioneros lo confirmó. Este Serov depositó una enorme suma de dinero y les entregó diez libras de cocaína poco antes del atentado. Estamos trabajando con los suizos para rastrear el dinero. Y ahora me dices que el tipo está en Estados Unidos. Muy interesante.

—Ni que lo digas. Lo haremos salir de su madriguera si podemos —pensó Werner en voz alta. La jurisdicción de la investigación que se proponía abrir era amplísima. Las leyes estadounidenses sobre terrorismo abarcaban el mundo entero e imponían penas draconianas. Lo mismo que las leyes sobre drogas.

—¿Lo intentarás? —preguntó Tawney.

—Puedes apostar tus pelotas a que lo haré, Bill —replicó Werner con decisión—. Yo mismo abriré el archivo del caso. La cacería del señor Serov.

—Excelente. Gracias, Gus.

Werner consultó su computadora por una palabra clave. El caso sería importante y clasificado y la palabra clave del archivo sería… no, esa no. Le pidió que eligiera otra. Sí, PREFECTO, palabra que recordaba perfectamente a raíz de haber sido educado en un colegio jesuita en Saint Louis.

—¿Señor Werner? —llamó su secretario—. Tiene al señor Henriksen por línea tres.

—Hola, Bill —dijo Gus, atendiendo el teléfono.

—Es precioso el hombrecito, ¿no? —preguntó Chávez.

John Conor Chávez estaba en su cunita de plástico, durmiendo apaciblemente. La tarjeta adherida a uno de los extremos establecía su identidad, ayudada en cierto modo por los dos policías armados en la puerta de la nursery. También había policías en el piso de la maternidad y un grupo de tres SAS recorriendo permanentemente el hospital (estos últimos bastante difíciles de identificar debido al largo de su cabello). Nuevamente se imponía la mentalidad «cierro el establo cuando ya escapó el caballo», pero a Chávez no le molestaba que hubieran destinado gente a la protección de su esposa y su hijo.

—Casi todos lo son —acotó John Clark, recordando a Patsy y Maggie bebés… como si hubiera sido ayer. Como la mayoría de los hombres, John seguía pensando que sus hijas eran pequeñas y era incapaz de olvidar la primera vez que las había tenido en brazos. Ahora, nuevamente experimentaba esa reconfortante sensación, y sabía exactamente cómo se sentía Ding, orgulloso y un poco intimidado por las responsabilidades de la paternidad. Bueno, así eran las cosas. Sale a su madre, pensó luego, lo cual significaba que salía a su familia… Mejor. Pero inmediatamente se preguntó, con una sonrisa irónica, si el hombrecito estaría soñando en español. Y si aprendía español desde chiquito, bueno, ¿qué tenía de malo ser bilingüe? En ese momento sonó su beeper. Gruñó al sacarlo del cinturón. El número de Bill Tawney. Sacó el teléfono celular del bolsillo del pantalón y marcó el número indicado. Los sistemas de encriptado demoraron cinco segundos en sincronizarse.

—¿Qué pasa, Bill?

—Buenas noticias, John, los del FBI están rastreando a Serov. Hace media hora hablé con Gus Werner. Saben que ayer tomó un avión de Heathrow a Chicago, y luego otro a Nueva York. Esa es la dirección que figura en las tarjetas de crédito. Los del FBI se están moviendo muy rápido.

El siguiente paso fue buscar un registro de conductor. No lo encontraron. Por consiguiente, no consiguieron la foto actualizada. Los agentes del FBI en Albany quedaron un poco desilusionados, pero para nada sorprendidos. El próximo paso sería entrevistar a los empleados del correo al día siguiente.

—Entonces, Dimitri, vino prácticamente corriendo —observó Brightling.

—Me pareció buena idea —replicó Popov—. La misión fue un error. Los soldados del Rainbow son demasiado buenos. La gente de Sean actuó correctamente. El plan que tenían era excelente, pero el enemigo los superó. La capacidad de ese comando es notable, como ya hemos visto.

—Bueno, el atentado debe haberlos perturbado un poco —acotó su empleador.

—Tal vez —admitió Popov. En ese momento entró Henriksen.

—Malas noticias —anunció.

—¿Qué pasa?

—Le quedaron algunos cabos sueltos, Dimitri.

—¿Ah, sí? ¿Cómo pudo pasarme algo así? —preguntó el ruso, no sin un dejo de ironía en la voz.

—No sé, pero saben que hay un ruso involucrado en el ataque al comando Rainbow y el FBI está trabajando en el caso. Tal vez sepan que está aquí, en Nueva York.

—No es posible —objetó Popov—. Bueno… sí, tienen a Grady, y tal vez habló… sí, él sabía que yo venía de Estados Unidos, o pudo haberlo adivinado, y conoce mi nombre secreto. Pero esa identidad fue convenientemente destruida.

—Tal vez, pero acabo de hablar con Gus Werner. Le pregunté por el episodio de Hereford. Me dijo que abrieron el caso buscando un nombre ruso, que tenían razones para creer que un ruso, probablemente basado en Estados Unidos, había entrado en contacto con el PIRA. Eso significa que conocen el nombre, Dimitri, y también significa que están chequeando todas las listas de pasajeros. No subestime al FBI, compañero —advirtió Henriksen.

—No lo subestimo —replicó Popov, ahora ligeramente preocupado, pero sólo ligeramente. No les resultaría tan fácil chequear todos los vuelos transatlánticos, ni siquiera en la era de las computadoras. Decidió que sus próximos documentos falsos estarían a nombre de Jones, Smith, Brown o Johnson, no al de un deshonrado director de la KGB durante la década del 50. La elección del apellido Serov había sido una broma de mal gusto de su parte. Joseph Andrew Brown, así se llamaría a partir de ahora.

—¿Corremos peligro? —preguntó Brightling.

—Sí, si llegan a encontrarlo aquí —replicó Henriksen.

Brightling asintió y pensó a la velocidad del rayo:

—¿Alguna vez estuvo en Kansas, Dimitri?

—Hola, señor Maclean —dijo Tom Sullivan.

—Ah, hola. ¿Quieren hablar conmigo?

—Sí, si no le molesta —dijo Frank Chatham.

—Para nada. Pasen —dijo Maclean. Abrió la puerta de par en par, regresó a su living y decidió mantener la calma. Se sentó en el sofá y bajó el volumen del televisor—. Y bien, ¿qué quieren saber?

—¿Recuerda a alguien que pueda haber conocido a Mary Bannister? —Maclean frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Nadie que yo conozca. Quiero decir, ya saben, es un bar para solteros, de levante, y la gente se encuentra y habla y se hace amiga y etcétera. No sé si me explico —lo pensó un segundo—. Tal vez haya un tipo, pero no sé cómo se llama… un tipo alto, de mi edad, cabello color arena, fornido, como si trabajara los músculos en el gimnasio… pero no conozco su nombre, lo lamento. Mary bailó con él y bebió unos tragos con él, creo, pero fuera de eso… caramba, el bar es muy oscuro y siempre está lleno de gente.

—¿Y usted la acompañó a su casa una sola vez?…

—Me temo que sí. Hablamos y bromeamos un poco, pero nunca tuvimos nada que ver. Fue una cosa casual. Yo jamás, eh, me le insinué. No sé si me explico. Nunca llegamos tan lejos. Sí, claro, la acompañé a su casa, pero ni siquiera entré al edificio, no la besé, simplemente nos dimos la mano para despedirnos —vio que Chatham tomaba notaba de sus palabras. ¿Les habría dicho lo mismo la vez anterior? Creía que sí, pero era difícil estar seguro con dos policías federales metidos en su living. Lo peor era que casi no recordaba a la chica. La había elegido, la había cargado en el camión, pero eso fue todo. No tenía la menor idea de dónde estaba ahora, aunque suponía que estaba muerta. Sabía de qué se trataba esa parte del proyecto, y eso lo convertía en secuestrador y partícipe en un asesinato, dos cosas que no pensaba revelarles a esos tipos del FBI. Nueva York había impuesto la pena de muerte, lo mismo que el gobierno federal. Inconscientemente, se humedeció los labios y se limpió las manos en los pantalones. Luego se paró y fue hacia la cocina—. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

—No, gracias, pero siga con lo suyo —dijo Sullivan. Acababa de notar algo que no había advertido en la primera entrevista. Tensión. ¿Era lo de siempre cuando alguien hablaba con un agente del FBI… o ese tipo intentaba ocultarles algo? Maclean se sirvió un trago y volvió al sofá.

—¿Cómo describiría a Mary Bannister? —preguntó Sullivan.

—Linda, pero no un bombazo. Agradable, personal… quiero decir, amable, con sentido del humor, capaz de burlarse de sí misma. Una chica de provincias en su primera temporada en la gran ciudad… quiero decir, es sólo una chica, ¿saben?

—¿Pero no tenía a nadie cercano?

—No que yo sepa, pero no la conocía tanto. ¿Qué dicen los demás?

—Bueno, la gente del bar dice que usted se mostraba muy amistoso con ella…

—Bueno, tal vez, pero no tan amistoso. Quiero decir, no llegamos a nada. Nunca la besé —se estaba repitiendo. No dejaba de beber su bourbon rebajado con agua—. Deseaba besarla, pero no lo hice —agregó.

—¿Con quién está vinculado en el bar? —preguntó Chatham.

—Epa, eso pertenece a mi vida privada, ¿no? —objetó Kirk.

—Bueno, usted sabe cómo son estas cosas. Estamos tratando de conocer el lugar, de saber cómo funciona…

—Bueno, no soy de los que besan a una chica y lo pregonan. No es mi estilo.

—No puedo culparlo por eso —observó Sullivan con una sonrisa—, pero es un poco inusual entre los que concurren a un bar de solteros.

—Ah, claro, hay tipos que marcan sus conquistas en la culata del revólver, pero no es mi estilo.

—Entonces, ¿Mary Bannister desapareció y usted no se dio cuenta?

—Tal vez me di cuenta, pero no lo pensé. Es una comunidad transitoria, ¿saben? Me refiero al bar. La gente va y viene, y algunos no vuelven jamás. Sencillamente desaparecen. Se borran.

—¿Alguna vez la llamó?

Maclean frunció el ceño.

—No, no recuerdo que me haya dado su número. Supongo que estaba en la guía, pero no, nunca la llamé.

—¿Y sólo esa vez la acompañó a su casa?

—Correcto, sólo esa vez —confirmó Maclean. Bebió otro trago y deseó ardientemente que esos dos inquisidores salieran de su casa. ¿Acaso… sabrían algo? ¿Por qué habían vuelto? Bueno, en su departamento no había nada que confirmara que conocía a ninguna mujer del Turtle Inn. Bueno, tal vez un par de números telefónicos, pero ni siquiera una media huérfana de las mujeres que ocasionalmente llevaba a su casa—. Quiero decir, ya estuvieron aquí y revisaron mis cosas —agregó.

—No fue nada excepcional. Siempre pedimos permiso para hacerlo. Pura rutina —le informó Sullivan al sospechoso—. Bien, tenemos otra cita dentro de unos minutos. Gracias por permitirnos hablar con usted. ¿Todavía tiene mi tarjeta?

—Sí, en la cocina, pegada en la heladera.

—OK. Mire, este caso se nos está poniendo difícil. Por favor, intente recordar y si descubre algo… lo que sea, por favor llámeme.

—Lo haré —Maclean se levantó y los acompañó a la puerta. Luego bebió un largo trago de bourbon con agua.

—Está nervioso —dijo Chatham apenas pisaron la calle.

—Indudablemente. ¿Tenemos lo necesario para empezar a investigarlo?

—Sí.

—Mañana por la mañana, entonces —dijo Sullivan.

Era su segundo viaje a Teterboro, New Jersey, pero esta vez en un avión diferente, con las palabras HORIZON CORP. pintadas en la cola. Dimitri había aceptado las reglas del juego, convencido de que podría escapar de cualquier lugar de Estados Unidos y seguro de que Henriksen impediría a Brightling tomar medidas drásticas. Estaba un poco ansioso, pero la ansiedad no superaba a la curiosidad. Se acomodó en su asiento y esperó que el avión despegara. Incluso había una azafata, bastante bonita, que le sirvió un vaso de vodka Finlandia. Popov empezó a beber cuando el Gulfstream V comenzó a carretear. Kansas, pensó, el estado de los trigales y los tornados, a menos de tres horas de distancia.

—¿Señor Henriksen?

—Sí, ¿quién habla?

—Kirk Maclean.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Henriksen, alertado por el tono de su voz.