RECUPERACIÓN
El día no había terminado para el doctor Bellow. Luego de beber un vaso de agua para refrescarse la garganta saltó al camión verde del ejército británico y emprendió el regreso a Hereford. Tampoco había terminado para los que quedaron atrás.
—Hola, nena —dijo Ding. Finalmente había encontrado a su esposa fuera del hospital, rodeada por un grupo de SAS.
Patsy corrió hacia él y lo abrazó con toda la fuerza que le permitía su enorme vientre.
—¿Estás bien?
La joven asintió. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y tú? —musitó.
—Estoy bien. Fue un poco difícil al comienzo… y perdimos algunos hombres, pero ahora todo está bajo control.
—Uno de ellos… alguien lo mató y…
—Lo sé. Te estaba apuntando con un arma. Por eso murió —Chávez recordó que le debía una cerveza al sargento Tomlinson por el disparo… de hecho, le debía mucho más que una cerveza, pero así se pagaban las deudas en la comunidad de los guerreros. Por ahora, sólo le importaba tener a Patsy en sus brazos. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó para ahuyentarlas. El llanto no condecía con su imagen machista. Se preguntó cuánto daño le habría hecho a su esposa lo ocurrido ese día. Patsy se había consagrado a curar, no a matar, y había visto por lo menos una muerte violenta. ¡Esos miserables del IRA! Habían invadido su vida, atacado a no combatientes y asesinado a algunos de sus compañeros. Alguien les había informado cómo hacerlo. Por algún lugar se estaba filtrando información… Era un agujero grande, y su primera prioridad sería encontrarlo.
—¿Cómo está mi muchachito? —le preguntó a su esposa.
—Bien, Ding. De verdad. Estoy bien —le aseguró Patsy.
—OK, nena, tengo que ir a hacer unas cuantas cosas. Tú volverás a casa —le hizo señas a un soldado del SAS—. Llévela de regreso a la base, por favor.
—Sí, señor —replicó el sargento. Fueron caminando hasta la playa de estacionamiento. Sandy y John ya estaban allí, abrazados. Lo mejor sería trasladar a ambas mujeres a lo de John. Un oficial del SAS se ofreció a acompañarlas, y también un sargento. Como de costumbre, cerraban y vigilaban la puerta del establo cuando el caballo ya había escapado. Pero tal era la tendencia humana universal y un minuto después las dos mujeres se retiraban del hospital, escoltadas (por si fuera poco) por un patrullero policial.
—¿A dónde vamos, Mr. C.? —preguntó Chávez.
—Nuestros amigos fueron trasladados al hospital de la base. Paul ya está allí. Quiere entrevistar a Grady —el líder— cuando salga de cirugía. Creo que nos convendría presenciar la entrevista.
—Entendido, John. Vamos.
Popov ya estaba cerca de Londres, escuchando la radio de su auto alquilado. Quienquiera que fuese el que informaba a los medios, sabía y hablaba demasiado. Cuando supo que el líder de los terroristas del IRA había sido capturado la sangre se le congeló en las venas. Si tenían a Grady, tenían al hombre que sabía quién era él, que conocía su nombre secreto, que sabía todo sobre la transferencia de los fondos, que sabía demasiado. No era momento de entrar en pánico sino de actuar con celeridad.
Miró su reloj. Los bancos todavía estaban abiertos. Activó su teléfono celular y llamó a Berna. Un minuto después daba la orden de transferir los fondos a otra cuenta. El empleado del banco no se mostró desilusionado por perder un depósito tan importante. Después de todo el banco tenía muchísimos depósitos, ¿no? A partir de ahora el ruso tenía una ventaja —cinco millones de dólares más en su cuenta— y una desventaja —el enemigo pronto conocería su nombre secreto y su descripción física. Tenía que abandonar el país. Tomó la salida a Heathrow y llegó a la Terminal 4. Diez minutos después compraba un boleto de primera clase a Chicago. Tuvo que apurarse para llegar al avión, pero finalmente logró abordarlo. Una bella azafata lo acompañó hasta su asiento y el 747 cerró sus puertas.
—Fue un verdadero desastre —comentó John Brightling, bajando el volumen del televisor de su oficina. El episodio de Hereford encabezaba todos los noticieros del mundo.
—Tuvieron mala suerte —replicó Henriksen—. Pero esos comandos son muy buenos, y si uno les da una mínima ventaja la aprovechan. Qué diablos, perdieron cuatro o cinco hombres. No es tan fácil eliminar a tipos como esos.
Brightling sabía que el corazón de Henriksen estaba dividido. Por un lado, debía sentir cierta simpatía por la gente que había ordenado atacar.
—¿Fue un fracaso?
—Bueno, si tienen al líder vivo intentarán exprimirlo. Pero esos tipos del IRA no cantan como pajaritos. Quiero decir, nunca cantan. La única línea que podrían tener hacia nosotros es Dimitri, y el ruso es un profesional. En este momento debe estar haciéndose humo, probablemente habrá abordado algún avión hacia un lugar recóndito e impensable. Tiene un arsenal de pasaportes, tarjetas de crédito y documentos de identidad falsos. Así que probablemente estará a salvo. La KGB sabía entrenar a sus hombres, John, confía en mí.
—Si lo atrapan, ¿hablará? —insistió Brightling.
—Es un riesgo. Sí, podría vomitar las entrañas —tuvo que admitir Henriksen—. Si vuelve con nosotros le comunicaré todos los riesgos implícitos y…
—¿No sería mejor… eh… eliminarlo?
La pregunta avergonzaba a Brightling. Henriksen preparó una respuesta cautelosa y sincera.
—Estrictamente hablando, sí… pero sería peligroso hacerlo, John. Popov es un profesional. Probablemente tiene una casilla de correo en alguna parte —viendo la confusión de Brightling, prosiguió—: Uno se protege de ser eliminado escribiendo todo lo que sabe y guardándolo en lugar seguro. Si uno no accede a la información al menos una vez por mes, esta es distribuida según un plan preestablecido. Generalmente hay un abogado detrás. Eso es un grave riesgo para nosotros, ¿no? Vivo o muerto, puede quemarnos. Y en este caso sería mucho peor si estuviera muerto —hizo una pausa—. No, lo necesitamos vivo… y bajo control, John.
—OK, encárgate tú, Bill —Brightling se recostó en su silla y cerró los ojos. Estaban demasiado cerca de correr riesgos innecesarios. OK, controlarían al ruso, lo envolverían bien. Incluso le salvarían la vida… demonios, claro que le salvarían la vida. Esperaba que el ruso apreciara el gesto. Pero Brightling también debía apreciar sus logros. Ese comando Rainbow había quedado baldado, o al menos malherido. Popov había cumplido dos misiones: despertar la conciencia mundial respecto al terrorismo (logrando que Global Security firmara contrato con las Olimpiadas de Sydney) y baldar a ese nuevo comando antiterrorista (tal vez al punto de eliminarlo del juego). La operación ya no sufriría contratiempos y sólo había que esperar el momento adecuado para iniciarla.
Estamos tan cerca, pensó Brightling. Probablemente fuera normal tener miedo en momentos como ese. La confianza tenía que ver con la distancia. Cuanto más lejos estaba uno, más fácil era creerse invencible… pero cuando uno se acercaba, la proximidad aumentaba proporcionalmente los peligros. Pero eso no cambiaba nada, ¿verdad? No, claro que no. El plan era perfecto. Sólo tenían que ejecutarlo.
Sean Grady salió de cirugía a las ocho de la noche, luego de pasar tres hora y media en la mesa de operaciones. Bellow comprobó que lo había operado un cirujano de primera línea. El húmero fue colocado en su lugar con una placa permanente de acero-cobalto (lo suficientemente grande para que, en el improbable caso de que Grady entrara a un aeropuerto internacional en el lejanísimo futuro, los detectores de metales comenzaran a sonar aunque estuviera completamente desnudo). Afortunadamente para él, el plexo braquial no había sido dañado por las dos balas que ingresaron a su cuerpo (por lo que no perdería el uso del brazo). Las heridas del pecho eran menores. Se recuperaría del todo, en opinión del cirujano del ejército, y disfrutaría de buena salud física durante el período de prisión perpetua que seguramente le esperaba.
Lo habían operado con anestesia general, por supuesto. Bellow se sentó junto a la cama del terrorista, observando los monitores y esperando que despertara. El proceso sería lento, probablemente.
La sala de recuperación estaba llena de policías, uniformados y de civil. Clark y Chávez también estaban allí, de pie, observando al hombre que se había atrevido a sus hombres… y a sus mujeres. Los ojos de Chávez parecían dardos —duros, oscuros y fríos—, pero su rostro estaba sereno. Bellow creía conocer bien a la gente del Rainbow. Eran profesionales, y en el caso de Clark y Chávez, habían vivido en negro y hecho algunas cosas muy negras, en su mayoría felizmente ignoradas por él. Pero sabía que ambos eran hombres del orden, como los oficiales de policía, protectores de las leyes. Tal vez las violaran de vez en cuando, pero sólo para defenderlas. Eran románticos, igual que los terroristas, pero la diferencia radicaba en la causa elegida. El objetivo de Clark y Chávez era proteger. El de Grady, perturbar. Y en la diferencia de las misiones yacía la diferencia entre los hombres. Así de simple. Ahora, por muy furiosos que estuvieran con el hombre anestesiado, no le causarían daño físico. Dejarían que lo castigara la sociedad que el propio Grady había atacado tan maliciosamente (y cuyas leyes ellos habían jurado proteger, aunque no siempre respetar al pie de la letra).
—Despertará en cualquier momento —dijo Bellow. Grady empezaba a mostrar signos vitales. Movió un poco el cuerpo apenas el cerebro empezó a recuperar la conciencia. Algunas partes no responderían como debían hacerlo, pero el dolor no se manifestaría aún. La cabeza del terrorista inició un movimiento lento hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y luego…
Entreabrió los ojos, lentamente. Bellow consultó la lista de terroristas, anhelando que la policía británica y los muchachos del Five le hubieran proporcionado buena información.
—¿Sean? —dijo—. ¿Estás despierto, Sean?
—¿Quién…?
—Soy yo, Jimmy Carr, Sean. ¿Estás de vuelta con nosotros, Sean?
—¿Dónde… es… toy? —musitó con un hilo de voz.
—En el Hospital de la Universidad. En Dublín, Sean. El doctor McCaskey acaba de arreglarte el hombro. Estás en la sala de recuperación. Vas a reponerte, Sean. Pero, por Dios, traerte aquí fue muy difícil. ¿Te duele el hombro, Sean?
—No, ahora no duele, Jimmy. ¿Cuántos…?
—¿Cuántos de nosotros? Diez, diez lograron escapar. Ahora están en las casas seguras, viejo.
—Bien —abrió los ojos y vio a un individuo con barbijo y gorra quirúrgicos, pero no podía focalizar bien y la imagen estaba borrosa. El cuarto… sí… era un hospital… el cielo raso, las planchas regulares sostenidas por la estructura metálica… las luces, fluorescentes. Tenía la garganta seca y un poco dolorida por la intubación, pero no le importaba. Era parte de un sueño y nada de eso estaba pasando en realidad. Flotaba en una nube blanca, extraña… pero al menos Jimmy Carr estaba allí.
—Roddy, ¿dónde está Roddy?
—Roddy está muerto, Sean —respondió Bellow—. Lo lamento, no pudo escapar.
—Oh, maldición… —resopló Grady—. Roddy no, no…
—Sean, necesitamos cierta información, y rápido.
—¿Cuál… información?
—El tipo que nos consiguió la información, tenemos que contactarlo… pero no sabemos cómo encontrarlo.
—¿Te refieres a Iosef?
Bingo, pensó Paul Bellow.
—Sí, Sean —prosiguió—, Iosef. Tenemos que entrar en contacto con él…
—¿El dinero? Lo tengo en la billetera, viejo.
Ah, pensó Clark, dándose vuelta. Bill Tawney tenía todas las posesiones personales de Grady sobre una mesa portátil. En la billetera había sólo doscientas diez libras británicas, ciento setenta libras irlandesas y varios pedazos de papel. En uno de color amarillo había dos números, de seis dígitos cada uno, sin explicación. ¿Pertenecerían a una cuenta suiza numerada?, se preguntó el agente secreto.
—¿Cómo accedemos al dinero, Sean? Necesitamos acceder ya, amigo.
—El Banco Comercial Suizo en Berna… llama… número de cuenta y número de control en… en mi billetera.
—Bueno, gracias, Sean… y Iosef, ¿cómo era el apellido… cómo nos comunicamos con él, Sean? Por favor, necesitamos comunicarnos ahora mismo, Sean —el falso acento irlandés de Bellow no habría engañado a un borracho, pero Grady se encontraba en un estado más alienado que el que produce el alcohol.
—No… sé. Él se comunica con nosotros, ¿te acuerdas? Iosef Andréyevich me contacta a través de Robert… a través de la red… nunca me dio una manera de contactarlo.
—Su apellido, Sean, nunca me dijiste cuál era.
—Serov, Iosef Andréyevich Serov… ruso… de la KGB… Valle del Bekaa… hace años.
—Bueno, nos dio buena información sobre esos tipos del Rainbow, ¿no te parece, Sean?
—¿Cuántos… cuántos…?
—Diez, Sean, liquidamos a diez y logramos escapar, pero a ti te hirieron en tu Jaguar, ¿recuerdas? Pero los herimos, Sean, los herimos de gravedad —le aseguró Bellow.
—Bueno… qué bueno… herirlos… matarlos… matarlos a todos —susurró Grady.
—No del todo, infeliz —farfulló Chávez en voz muy baja.
—¿Matamos a las dos mujeres?… Jimmy, ¿las matamos?
—Oh, sí, Sean, yo mismo las maté. Ahora, Sean, volvamos al ruso. Necesito saber más sobre él.
—¿Iosef? Es… un buen tipo, KGB, nos consiguió el dinero y las drogas. Muchísimo dinero… seis millones… seis… y la cocaína —agregó Grady para el registro de la Minicam colocada en un trípode junto a la cama—. Nos llevó todo a Shannon, ¿recuerdas? Voló en el jet privado, trajo el dinero y las drogas de Estados Unidos… bueno, creo que de Estados Unidos… casi seguro… viste cómo habla ahora, tiene acento estadounidense, como la televisión, es gracioso para un ruso, Jimmy…
—¿Iosef Andréyevich Serov?
Grady trató de asentir.
—Así son los nombres rusos, Jimmy. José, hijo de Andrés.
—¿Qué aspecto tiene, Sean?
—Alto como yo… cabello cobrizo, ojos… pardos, cara redonda, habla muchos idiomas… en el Valle del Bekaa… 1986… buen tipo, nos ayudó mucho…
—¿Cómo vamos, Bill? —le preguntó Clark a Tawney.
—Bueno, no podremos usar nada de esto en una corte, pero…
—¡Al carajo con las cortes, Bill! ¿Esto sirve para algo? ¿Los datos encajan?
—El apellido Serov no me dice nada, pero verificaré con los archivos. Podemos ingresar estos números en la computadora y descubrir ciertas pistas, pero… —miró su reloj— tendremos que esperar hasta mañana.
Clark asintió.
—Vaya método de interrogatorio.
—Nunca vi algo parecido. Es genial.
Grady abrió más los ojos. Vio a los demás y quedó perplejo.
—¿Quién es usted? —preguntó, abotagado. Acababa de descubrir un rostro extraño en su sueño.
—Me llamo Clark, John Clark, Sean.
Grady abrió los ojos como platos un breve instante.
—Pero usted es…
—Así es, camarada. Ese soy yo. Y gracias por cantar como un pajarito. Los atrapamos a todos, Sean. A los quince, muertos o capturados. Espero que te guste Inglaterra, muchacho. Vas a pasar aquí un largo, larguísimo período. ¿Por qué no duermes otro poco, chiquilín? —preguntó con fingida cortesía. He matado hombres mucho mejores que tú, novato, pensó. Su máscara supuestamente impasible proclamaba sus verdaderos sentimientos.
El Dr. Bellow guardó la grabación y sus anotaciones. Casi nunca fallaba. El estado semiconsciente post-anestesia hacía que la mente humana fuera vulnerable a la sugestión. Por eso la gente que tenía acceso a información de seguridad jamás iba sola al hospital. En este caso había tenido diez minutos para sumergirse en la mente del terrorista y emerger con una buena dosis de información. La información no podría ser presentada ante un tribunal, pero Rainbow no era una organización de policías.
—Malloy lo atrapó, ¿no? —preguntó Clark camino a la puerta.
—En realidad fue el sargento Nance —respondió Chávez.
—Tendremos que hacerle un buen regalo —comentó Rainbow Six—. Se lo debemos. Ahora tenemos un nombre, Domingo. Un nombre ruso.
—Pero no sirve. Por fuerza tiene que ser falso.
—¿Ah, sí?
—Sí, John, ¿acaso no se da cuenta? Serov, exdirector de la KGB en la década del 60, creo, despedido hace tiempo por meter la pata.
Clark asintió. Aunque no fuera el nombre del pasaporte verdadero del tipo, seguía siendo un nombre… y los nombres podían rastrearse. Salieron del hospital a la fría noche británica. El auto de John los estaba esperando. El cabo Mole parecía contento consigo mismo. Obtendría una bonita condecoración por el trabajo de ese día y probablemente una hermosa carta de su pseudogeneral estadounidense. John y Ding subieron al auto y se dirigieron a la cárcel de la base. Allí estaba el resto de los terroristas, ya que las cárceles locales no eran lo suficientemente seguras. Apenas llegaron, los condujeron a la sala de interrogatorio. Timothy O’Neil los estaba esperando, esposado a una silla.
—Hola —dijo John—. Mi nombre es Clark. Él es Domingo Chávez.
El prisionero se limitó a mirarlos.
—Ustedes vinieron aquí a matar a nuestras esposas —prosiguió John. El terrorista ni siquiera parpadeó—. Pero fracasaron rotundamente. Eran quince. Ahora sólo quedan seis. Los demás no volverán a hacer daño. Sabe, la gente como ustedes me hace avergonzar de ser irlandés. Dios santo, nene, ni siquiera son delincuentes eficaces. A propósito, Clark es el nombre que uso para trabajar. Antes era John Kelly, y el apellido de soltera de mi esposa es O’Toole. ¿Así que ustedes, imbéciles del IRA, se están dedicando a matar estadounidenses de origen católico irlandés, eh? No van a quedar bien en los diarios, infeliz.
—Por no mencionar la venta de cocaína, toda esa cocaína que les trajo el ruso —agregó Chávez.
—¿Drogas? Nosotros no…
—Claro que sí. Sean Grady vomitó todo, cantó como un maldito canario. Tenemos el número de la cuenta bancaria en Suiza, y ese ruso…
—Serov —acotó Chávez—, Iosef Andréyevich Serov, el amiguito de Sean en el Valle del Bekaa.
—No tengo nada que decir —eso ya era más de lo que había planeado decir. Sean Grady había hablado. ¿Sean? Imposible… ¿pero de qué otro modo podrían haber obtenido la información? ¿Acaso el mundo se había vuelto loco?
—Hermano —prosiguió Ding—, quisiste matar a mi esposa, y ella tiene a mi hijo en el vientre. ¿Crees que vas a seguir con vida mucho tiempo? John, ¿este tipo saldrá alguna vez de la cárcel?
—No creo, Domingo.
—Bueno, Timmy, déjame decirte algo. Donde yo nací, si te metes con la esposa de alguien tienes que pagar un precio. Y no es bajo. Y donde yo nací, jamás, nunca hay que meterse con los hijos de un hombre. El precio que se paga por eso es todavía más alto, pequeño cogedor. ¿Cogedor? —se preguntó Chávez—. No, creo que podremos resolverlo, John. Puedo hacer que este miserable no vuelva a coger jamás.
Extrajo un cuchillo de combate K-Bar tipo marine de su cinturón. La hoja era negra, excepto por el reluciente filo de un cuarto de pulgada.
—No creo que sea buena idea, Ding —objetó débilmente Rainbow Six.
—¿Por qué no? A mí me parece una idea excelente, viejo —se levantó de la silla y caminó hasta donde estaba O’Neil. Bajó la mano del cuchillo—. No será difícil cortártela, viejo, sólo hay que deslizar el cuchillo y… zap… cambiarte el sexo. No soy médico, como te darás cuenta, pero conozco la primera parte de la intervención, ¿sabes? —Se inclinó y apoyó su nariz contra la del terrorista—. ¡Viejo, uno nunca, JAMAS se mete con la mujer de un latino! ¿Entiendes lo que digo?
Timothy O’Neil había tenido un día lo suficientemente malo hasta el momento. Miró los ojos hispanos, identificó el acento y supo que no estaba frente a un inglés, ni siquiera uno de los estadounidenses que tan bien creía conocer.
—Ya lo hice antes, viejo. Principalmente mato con armas de fuego, pero una o dos veces eliminé a un par de miserables a punta de cuchillo. Es divertido verlos desangrarse… pero a ti no voy a matarte, muchacho. Sólo voy a transformarte en mujer —apretó el cuchillo contra la entrepierna del hombre esposado a la silla.
—¡Basta, Domingo! —ordenó Clark.
—¡Váyase al carajo, John! Este delincuente quiso lastimar a mi esposa. Bueno, haré que este pequeño cogedor no vuelva a meterse con ninguna mujer, manito —miró nuevamente al prisionero—. Voy a mirarte a los ojos mientras te la corto, Timmy. Quiero ver qué cara pondrás cuando empieces a convertirte en mujer.
O’Neil parpadeó. Miró hondamente los ojos oscuros, hispanos. Vio ira en ellos, ardiente y apasionada… pero por muy malo que eso fuera para él, tenía sobradas razones para sentirla. Sus compañeros y él habían planeado raptar y tal vez matar a una mujer embarazada. Era una vergüenza, un crimen, y por eso había justicia en la furia desatada ante sus ojos.
—¡No fue así! —jadeó—. Nosotros no… no…
—¿No tuvieron ocasión de violarla, eh? Bueno, ¿no te parece una verdadera lástima, cabrón? —lo interrumpió Chávez.
—No, no, violarla no… nunca, ninguno de nosotros violó jamás a nadie, en la unidad no…
—Eres una mierda cogedora, Timmy… pero pronto sólo serás una mierda, porque no veo más cogidas en tu futuro —movió apenas el cuchillo—. Será divertido, John. Como el tipo que liquidamos en Libia hace dos años, ¿recuerda?
—Dios santo, Ding, todavía tengo pesadillas con él —admitió Clark. Desvió la vista—. Te digo que no lo hagas, Ding.
—Al carajo, John —con la mano libre aflojó el cinturón de O’Neil y le desabrochó el primer botón de la bragueta. Luego encontró lo que buscaba—. Bueno, carajo, no hay mucho que cortar. Este miserable casi no tiene pija.
—O’Neil, si tiene algo para decirnos será mejor que lo diga ya. No puedo controlar a este muchacho. Ya lo he visto así antes y…
—Habla demasiado, John. Mierda, Grady ya vomitó todo lo que sabía. ¿Qué puede saber este? Voy a cortarle la pija y luego voy a arrojársela a los perros de la base. Les gusta la carne fresca.
—Domingo, somos hombres civilizados y no…
—¿Civilizados? Las pelotas, John. ¡Este tipo quiso matar a mi esposa y mi bebé!
O’Neil abrió mucho los ojos.
—No, no, nunca quisimos…
—Claro, imbécil —se burló Chávez—. Le apuntaron con fusiles porque querían conquistar su mente y su corazón, ¿no? Asesino de mujeres, asesino de bebés —escupió.
—Yo no maté a nadie, ni siquiera disparé mi rifle. Yo…
—Grandioso, encima eres incompetente. ¿Crees tener derecho a una pija sólo porque eres incompetente?
—¿Quién es el ruso? —preguntó Clark.
—Un amigo de Sean. Serov, Iosef Serov. Él consiguió el dinero y las drogas…
—¿Drogas? Carajo, John. ¡Encima son drogadictos!
—¿Dónde está el dinero?
—En un banco suizo, en una cuenta numerada. Iosef lo depositó, seis millones de dólares… y… y Sean le pidió que nos trajera diez kilos de cocaína para vender. Necesitábamos más dinero para continuar con nuestras operaciones.
—¿Dónde está la droga, Tim? —preguntó Clark.
—En la gran… en la granja —O’Neil les indicó cómo llegar.
—Este tipo Serov, ¿qué aspecto tiene? —El terrorista lo describió escuetamente.
Chávez retrocedió, más sereno. Luego sonrió.
—OK, John, vamos a hablar con los otros. Gracias, Timmy. Puedes conservar tu pija diminuta, manito.
Estaba atardeciendo sobre la provincia de Quebec, en Canadá. El sol se reflejaba en los incontables lagos, algunos todavía cubiertos por una capa de hielo. Popov no había podido dormir durante el vuelo, obteniendo el dudoso honor de ser el único pasajero despierto en primera clase. Su mente volvía, incansable, a la misma idea. Si los británicos habían capturado a Grady, ya tendrían su nombre secreto (el que figuraba en su pasaporte). Bueno, se desharía de él ese mismo día. También tendrían su descripción física, pero por suerte carecía de rasgos destacables. Grady tenía el número de la cuenta bancaria que había abierto en Suiza, pero Popov ya había transferido los fondos a otra cuenta (imposible de rastrear hasta él). Teóricamente era posible que la oposición investigara los datos proporcionados por Grady —Popov no se hacía ilusiones al respecto— y tal vez consiguiera un conjunto de huellas digitales de… no, eso era bastante improbable, y ningún servicio de inteligencia occidental tendría con qué compararlas. Ningún servicio de inteligencia occidental sabía nada acerca de él… de lo contrario lo habrían arrestado hacía años.
Entonces, ¿qué les quedaba? Un nombre que pronto se evaporaría, una descripción física semejante a la de millones de hombres, y el número de una cuenta bancaria difunta. Muy poco, en suma. No obstante, todavía debía verificar (muy rápidamente) los procedimientos de transferencia de fondos de los bancos suizos, y sobre todo averiguar si el proceso en cuestión estaba protegido por las mismas leyes de anonimato que protegían las cuentas propiamente dichas. En el peor de los casos… los suizos no eran paradigmas de integridad, ¿verdad? No, seguramente habría un arreglo entre los bancos y la policía. Tenía que haberlo, aunque más no fuera para que la policía suiza pudiera mentir eficazmente a las demás fuerzas policiales del mundo. Pero la segunda cuenta era en realidad una cuenta fantasma. La había abierto a través de un abogado que no podría traicionarlo (ya que sólo se conocían por teléfono). Por lo tanto, no había nada que vinculara la información proporcionada por Grady con su situación actual. Eso sí que era bueno. Tendría que pensarlo muy bien en el caso de acceder a los 5.7 millones de dólares de la segunda cuenta, pero encontraría la manera de hacerlo. A través de otro abogado, tal vez, ¿en Liechtenstein, donde las leyes de secreto bancario eran aún más estrictas que en Suiza? Tendría que pensarlo. Un abogado estadounidense podría guiarlo convenientemente, también bajo el anonimato más absoluto.
Estás a salvo, Dimitri Andréyevich, se dijo Popov. A salvo y rico, pero había llegado el momento de dejar de correr riesgos. No iniciaría más operativos para John Brightling. Apenas llegara a O’Hare tomaría el próximo vuelo a Nueva York, iría a su departamento, se reportaría con Brightling y buscaría una ruta de escape elegante. ¿Pero Brightling lo dejaría ir sin más?
Tendría que dejarlo, pensó Popov. Henriksen y él eran los únicos hombres en todo el planeta que podían vincularlo a los asesinatos masivos. Podría pensar en matar a Popov, pero Henriksen le aconsejaría no hacerlo. Henriksen también era un profesional y conocía las reglas del juego. Popov había escrito un diario (guardado en lugar seguro, en la bóveda de un estudio jurídico neoyorquino) con instrucciones específicas. De modo que… no, no corría peligro de ser asesinado, siempre y cuando sus «amigos» conocieran las reglas… y, llegado el caso, Popov no tendría inconveniente en refrescárselas.
Entonces, ¿para qué volver a Nueva York? ¿Por qué no desaparecer del mapa? Era una posibilidad tentadora… pero no. Tendría que decirles a Brightling y Henriksen que no volvieran a buscarlo y explicarles por qué les convenía seguir su consejo. Además, Brightling tenía una conexión singularmente importante en el gobierno estadounidense y Popov podía utilizar la información proporcionada por esa persona para protegerse. Uno nunca estaba lo suficientemente protegido.
Una vez decididos los pasos a seguir, finalmente pudo relajarse. Faltaban noventa minutos para llegar a Chicago. A sus pies yacía un mundo inmenso, con infinitos lugares donde desaparecer. Ahora tenía el dinero necesario para hacerlo. Había valido la pena.
—OK, ¿qué tenemos? —les preguntó John a sus ejecutivos jerárquicos.
—El nombre Iosef Serov no figura en nuestras computadoras en Londres —dijo Cyril Holt, del Servicio de Seguridad—. ¿Y la CIA?
Clark negó con la cabeza.
—Tenemos dos tipos de apellido Serov en los libros. Uno está muerto. El otro tiene casi setenta años y está retirado en Moscú. ¿Y la descripción física?
—Bueno, encaja con este tipo —Holt pasó una foto.
—Lo he visto antes.
—Es el tipo que se encontró con Ivan Kirilenko hace unas semanas en Londres. Es la pieza que faltaba en el rompecabezas, John. Creemos que estuvo involucrado en la filtración de información acerca de su organización. Podría estar en contacto con Grady… bueno, todo encaja a la perfección, a decir verdad.
—¿Tenemos alguna manera de confirmarlo?
—Podemos acudir al RVS… tanto la CIA como nosotros tenemos buenas relaciones con Sergey Golovko, y tal vez puedan ayudarnos. Presionaré hasta el límite para lograrlo —prometió Holt.
—¿Qué más?
—Estos números —prosiguió Bill Tawney—. Probablemente uno sea el número de identificación de una cuenta bancaria, y el otro el del código de control y activación. La policía se encargará de averiguarlo. Así sabremos algunas cosas, siempre y cuando el dinero no haya sido lavado y la cuenta siga activa.
—Las armas —acotó un policía presente—. A juzgar por el número de serie son de origen soviético, de la fábrica ubicada en Kazan. Son muy viejas, tienen por lo menos diez años, pero ninguna de ellas había sido disparada hasta el día de hoy. En cuanto a las drogas, remití la información a Dennis Maguire… el jefe de la Garda. Mañana saldrá por televisión. Encontraron e incautaron diez kilos de cocaína pura… cuando digo «pura» aludo a calidad medicinal, casi como si la hubieran comprado en una empresa farmacéutica. El precio de venta al público es muy alto. Millones —les dijo el superintendente—. La encontraron en una granja semiabandonada en la costa oeste de Irlanda.
—Hemos identificado a tres de los seis prisioneros. Uno de ellos todavía no pudo hablar con nosotros a raíz de sus heridas. Ah, utilizaban teléfonos celulares para comunicarse, como walkie-talkies. Noonan hizo un gran trabajo. Sólo Dios sabe cuántas vidas salvó —les dijo Holt.
En la otra punta de la mesa, Chávez asintió pensando en lo que podría haber pasado. Si esos miserables hubieran podido coordinar sus acciones… Dios santo. No habría sido un buen día para los muchachos buenos. Por otra parte, ya había sido bastante malo. Habría funerales. La gente tendría que vestir sus uniformes Clase A y formar fila y disparar sus armas… y luego tendrían que reemplazar a los muertos. No muy lejos de allí, Mike Chin estaba en una cama de hospital con la pierna rota. El Comando 1 estaría fuera de acción por lo menos un mes, pero se había defendido bien. Noonan había estado grandioso (había matado a tres con su pistola), lo mismo que Franklin, quien luego de decapitar a uno con su gran MacMillan .50 había usado su rifle monstruo para destruir la camioneta marrón, impidiendo la huida a cinco terroristas. Chávez tenía los ojos clavados en la mesa de conferencias cuando sonó su beeper. Vio que llamaban de su casa. Se levantó de un salto y llamó desde el teléfono de la pared.
—¿Sí querida?
—Ding, quiero que vengas en seguida. Ya empezó —dijo Patsy serenamente. La respuesta de Ding fue el repentino aumento del ritmo cardíaco.
—Ya voy, nena —colgó—. John, tengo que volver a casa. Patsy dice que ya empezó.
—OK, Domingo —Clark esbozó una sonrisa—. Dale un beso de mi parte.
—Entendido, Mr. C. —Chávez salió corriendo.
—El timing de estas cosas nunca es propicio, ¿no? —comentó Tawney.
—Bueno, por lo menos pasará algo bueno en el día de hoy —John se restregó los ojos. Incluso aceptaba la idea de ser abuelo. Todavía no era del todo consciente de la gente que había perdido. Sus hombres. Dos de ellos, muertos. Varios heridos. Sus hombres.
—OK —prosiguió—. ¿Y la filtración de información? Fuimos delatados y atacados, muchachos. ¿Qué vamos a hacer al respecto?
—Hola, Ed. Habla Carol.
—Hola, Dra. Brightling. ¿En qué puedo servirla?
—¿Qué demonios ocurrió hoy en Inglaterra? ¿Fue nuestra gente… nuestro comando Rainbow, quiero decir?
—Sí, Carol, fueron ellos.
—¿Cómo les fue? La televisión no dice mucho y…
—Dos muertos, cuatro o más heridos —respondió Foley—. Nueve terroristas muertos, seis capturados, el líder incluido.
—Las radios que les conseguimos, ¿funcionaron bien?
—No estoy seguro. Todavía no vi los informes, pero sé qué es lo más importante que querrán averiguar.
—¿Y qué es, Ed?
—Quién filtró información. Los terroristas conocían los nombres, identidades y lugares de trabajo de John, su esposa y su hija. Tenían buena inteligencia y John no se siente muy feliz al respecto.
—¿Los familiares están bien?
—Sí, no hubo civiles heridos, gracias a Dios. Diablos, Carol, conozco a Sandy y a Patricia. Va a haber problemas serios a raíz de esto.
—¿Puedo ayudar en algo?
—No sé, pero lo tendré en cuenta.
—Sí, bueno, quiero saber si esos aparatos funcionaron. Les pedí a los de E-Systems que los sacaran pronto, porque nuestros muchachos son muy importantes. Caramba, espero que hayan servido para algo.
—Pronto lo sabremos, Carol —prometió Foley.
—Está bien, ya sabe dónde encontrarme.
—OK, gracias por llamar.