CAPÍTULO 28

A PLENA LUZ DEL DÍA

El dinero facilitaba las cosas. En vez de robar camiones, los habían comprado con cheques de una cuenta abierta con documentos falsos… utilizando también papeles falsos para la transacción. Los camiones eran Volvos de fabricación sueca cuyas cubiertas de lona proclamaban los nombres de empresas inexistentes.

Habían cruzado en ferry el Mar de Irlanda con destino a Liverpool cargados con cajas de cartón para heladeras y atravesado la aduana británica sin mayores dificultades. A partir de allí, todo fue cuestión de conducir dentro de los límites legales. Los camiones recorrieron en fila india el oeste del país y llegaron a las cercanías de Hereford antes del atardecer. Una vez allí, estacionaron en un lugar predeterminado y los choferes fueron a beber a un pub.

Sean Grady y Roddy Sands llegaron ese mismo día. Pasaron los controles de aduana e inmigración en Gatwick con papeles falsos (utilizados con éxito en ocasiones anteriores), comprobando con no poca satisfacción que los oficiales de migración británicos eran ciegos además de sordos y mudos. Ambos alquilaron sendos automóviles con tarjetas de crédito falsas y se dirigieron a Hereford, también por rutas previamente acordadas. Llegaron al mismo pub poco antes que los camiones.

—¿Algún problema? —les preguntó Grady a los mellizos Barry.

—Ninguno —replicó Sam, y Peter lo confirmó con un gesto. Como de costumbre, los miembros de su unidad demostraban una alarmante sangre fría (a pesar de los nervios anteriores a la misión que todos debían padecer). Al poco rato llegaron los últimos que faltaban, y los dos grupos (uno de siete y otro de ocho) se sentaron a beber sus Guinness y charlar silenciosamente, sin llamar la atención de los habitués del pub.

—Funcionan muy bien —le dijo Malloy a Noonan mientras bebían una cerveza en el club—. ¿E-Systems, no?

—Son excelentes. Usábamos muchas cosas fabricadas por ellos en el ERR.

El marine asintió.

—Sí, lo mismo pasaba en el Comando de Operaciones Especiales. Pero sigo prefiriendo los aparatos con alambres y cables.

—Bueno, sí, coronel, señor… pero es un poco difícil lanzarse de un helicóptero con dos tazas de papel, ¿no le parece?

—No soy tan retrógrado, Tim —igualmente esbozó una sonrisa—. Y jamás necesité ayuda para un despliegue con soga larga.

—Usted es experto en eso —Noonan bebió un sorbo de cerveza—. ¿Hace cuánto que pilotea helicópteros?

—Veinte años… veintiuno en octubre próximo. Sabe, es la última aeronave de verdad que queda en el mundo. Los nuevos aviones de alta velocidad, diablos… las computadoras deciden si les gusta o no lo que uno está haciendo… y después lo hacen ellas. Me gusta jugar con la computadora, el e-mail y todas esas cosas, pero maldita sea mi suerte si alguna vez les permito volar por mí —era un alarde vacuo, o casi, pensó Noonan. Tarde o temprano esa forma del progreso afectaría también a los helicópteros, y los pilotos se enfurecerían… pero luego lo aceptarían (no les quedaría más remedio), y probablemente los vuelos serían más eficaces y seguros después de eso—. Estoy esperando la respuesta de mi destacamento —agregó el coronel.

—¿Ah, sí? ¿Respecto a qué?

—Estoy propuesto para CO del VMH-1.

—¿Piloto del presidente?

Malloy asintió.

—Hank Goodman tiene el puesto, pero le dieron una estrella y van a ascenderlo a otra cosa. Y supongo que alguien escuchó decir que soy bastante bueno con los controles.

—No parece muy excitante —comentó Noonan.

—Bastante aburrido, a decir verdad, directo y nivelado todo el tiempo, cero diversión —admitió el marine, dando muestras de falso disgusto. Volar el VMH-1 era un honor para todo capitán, y por sobre todo indicaba que el Cuerpo confiaba en sus capacidades—. Tendría que enterarme dentro de dos semanas. Me gustaría volver a ver los partidos de los Redskins en persona.

—¿Qué nos espera mañana?

—Antes de almorzar, práctica de inserción a nivel bajo. Por la tarde, papeleo. Tengo que hacer una tonelada para la Fuerza Aérea. Bueno, son los dueños del maldito helicóptero y tienen la amabilidad de mantenerlo y darme una buena tripulación. Pero, apuesto a que los pilotos de aerolínea no tienen que hacer estas cosas —esos afortunados bastardos sólo tenían que volar, aunque sus vuelos eran tan excitantes como una maratón de cultivo de césped.

Chávez todavía no se había acostumbrado al humor británico y, debido a eso, los programas de la televisión local lo aburrían soberanamente. No obstante, podía ver por cable The History Channel… obviamente su favorito, aunque no el de Patsy.

—Sólo una, Ding —le dijo. Ahora que se acercaba el parto quería que su marido estuviera sobrio todo el tiempo… y eso equivalía a una sola cerveza por noche.

—Sí, querida —a las mujeres les resultaba tan fácil manejar a los hombres, pensó Domingo, mirando el vaso casi vacío y sintiéndose solo. Era grandioso beber cerveza en el club, discutir asuntos militares en un ambiente cómodo e informal, y estrechar vínculos con los compañeros… pero últimamente no se apartaba más de cincuenta pies de su esposa, excepto cuando debía hacerlo, y para esos casos ella tenía su número de beeper. El bebé había bajado, fuera lo que fuese lo que eso significaba… bueno, sabía que el parto era inminente, pero no lo que significaba «bajar». Bueno, para él significaba que sólo podía beber una cerveza por noche, aunque bebiendo tres… incluso cuatro conservaba la sobriedad de una piedra.

Estaban sentados muy juntos, cada uno en su sillón. Ding trataba de mirar la tele y leer documentos de inteligencia. Aparentemente tenía la capacidad de hacerlo, para molesta sorpresa de su esposa, que leía una revista médica y automáticamente escribía notas al margen.

El panorama no era muy diferente en lo de los Clark… salvo porque miraban una película alquilada.

—¿Alguna novedad en la oficina? —preguntó Sandy.

En la oficina, pensó John. Jamás le había hecho esa pregunta cuando regresaba de sus misiones. No, en aquellos tiempos preguntaba «¿Estás bien?». Siempre con un dejo de preocupación, porque, aunque nunca —bueno, casi nunca— le contaba lo que hacía, Sandy sabía que difería bastante de estar sentado frente a un escritorio. Bueno, acababa de confirmar (una vez más, por si fuera necesario) que era un REMF. Gracias, querida, pensó.

—No, en realidad no —contestó—. ¿Y cómo van las cosas en el hospital?

—Tuvimos un accidente automovilístico antes del almuerzo. Nada grave.

—¿Cómo anda Patsy?

—Será una excelente médica cuando aprenda a relajarse un poco más. Pero bueno, hace más de veinte años que estoy en Sala de Emergencias, ¿no? Ella sabe más que yo en el aspecto teórico pero necesita conocer mejor el lado práctico. Pero, sabes, se está adaptando muy bien.

—¿Alguna vez pensaste que podías haber sido médica? —preguntó su marido.

—Supongo que pude haberlo sido, pero… era otra época, ¿no?

—¿Y el bebé?

Sandy sonrió de oreja a oreja.

—Patsy está como estaba yo, impaciente. Cuando llegas a ese punto quieres que nazca de una vez por todas.

—¿Algo te preocupa?

—No, el Dr. Reynolds es muy bueno y Patsy está muy bien. Sólo que no sé si estoy preparada para ser abuela —agregó con una carcajada.

—Te entiendo perfectamente, nena. Llegará en cualquier momento, ¿no?

—Bajó ayer. Eso significa que el muchachito está listo.

—¿«El muchachito»? —preguntó John con sorna.

—Eso piensan todos, pero recién lo sabremos cuando nazca.

John gruñó. Domingo había insistido desde un comienzo en que tenía que ser un varón, apuesto como su padre y… bilingüe, jefe, solía agregar con su sinuosa sonrisita latina. Bueno, podría haber tenido un yerno peor. Ding era inteligente, el tipo más rápido con quien se había cruzado en toda su vida, y había ascendido de joven sargento del regimiento 11 Bravo de infantería liviana a respetado oficial de inteligencia de la CIA, con un master de la George Manson University… y últimamente barajaba la posibilidad de estudiar otros dos años para obtener el PhD. Probablemente en Oxford, había especulado esa semana, si conseguía tener tiempo libre. Eso sí que sería una patada en el estómago… ¡un chicano de Los Angeles vistiendo la túnica de Oxford! Algún día llegaría a DCI, y entonces sí que se pondría insoportable. Volvió a gruñir, bebió un sorbo de Guinness y se concentró en la película.

Popov decidió que debía estar alerta. De vuelta en Londres, se alojó en un hotel de mediana categoría (es decir, un grupo de casas colindantes comunicadas por pasillos y recicladas). No podía distraerse. Sería una operación terrorista de primera. Tenían un plan real… aunque sugerido por Bill Henriksen, pero Grady se había apoderado de la idea, que realmente era todo un acierto táctico… siempre y cuando supieran cuándo darlo por concluido y escapar. En cualquier caso, Dimitri quería verlo, más que nada para saber si podía llamar al banco y transferir el dinero a su propia cuenta, y luego… desaparecer de la faz de la tierra en cuanto tuviera ganas. A Grady no se le había pasado por la cabeza que por lo menos dos personas tenían acceso a los fondos transferidos. Tal vez fuera un alma confiada, pensó Popov, por extraño que pareciera. Había aceptado rápidamente el contacto con su examigo de la KGB y, aunque impuso dos condiciones mayores (el dinero y la cocaína), en cuanto tuvo lo que quería puso manos a la obra. Era una actitud notable, ahora que Popov se permitía pensarlo. Pero igualmente iría a vigilar el terreno en su Jaguar alquilado. No sería difícil ni peligroso si lo hacía bien. Satisfecho, bebió su último Stolichnaya de la noche y apagó la luz.

Esa mañana se despertaron a la misma hora. Domingo y Patricia en una casa, John y Sandra en otra, todos abrieron los ojos a las 5:30 cuando sonaron los despertadores iniciando la rutina diaria. Las mujeres debían presentarse en el hospital local a las 6:45 para comenzar el turno de las 7:00 a las 15:00 en la sala de emergencia. Por eso, en ambas casas fueron las primeras en ocupar el baño mientras los hombres iban a preparar café en la cocina, recogían los diarios de la puerta y encendían las radios para escuchar las noticias de la mañana. Veinte minutos después intercambiaron diarios y cuartos de baño, y quince minutos después, ambas parejas se sentaron a desayunar… aunque en el caso de Domingo sólo una segunda taza de café, ya que acostumbraba desayunar con sus hombres después del entrenamiento matutino. En lo de los Clark, Sandy se esmeró con los tomates fritos, delicadeza local que había aprendido a preparar pero que su marido se negó a probar aduciendo sus principios de ciudadano estadounidense. A las 6:20 ambas mujeres y ambos hombres se pusieron sus respectivos uniformes y los cuatro salieron de sus casas rumbo a sus actividades diarias.

Clark no entrenaba con los comandos. Finalmente había tenido que admitir (para sus adentros, claro) que era demasiado viejo para seguirles el ritmo. No obstante, acudía a los mismos lugares y practicaba los mismos ejercicios diarios. No era muy diferente de sus épocas de SEAL, aunque faltaba la natación… en Hereford tenían una pileta demasiado chica para su gusto. En cambio, corría tres millas diarias. Los comandos corrían cinco… y a mayor velocidad, tuvo que admitir avergonzado. John Clark sabía que, dada su edad, mantenía un estado físico excepcional… pero mantenerlo le resultaba cada día más duro y el próximo mojón en su camino hacia la muerte tenía el número sesenta grabado con sangre. Le parecía raro no ser ya el joven temperamental que se había casado con Sandy… Era como si le hubieran robado algo sin que se diera cuenta. Simplemente, un día se había visto diferente de lo que creía ser. No fue una sorpresa grata, pensó al concluir las tres millas. Tenía las piernas doloridas y empapadas de sudor y necesitaba su segunda ducha del día.

Camino a los cuarteles generales vio a Alistair Stanley preparándose para sus ejercicios diarios. Al era cinco años menor que él y probablemente aún mantenía la ilusión de juventud. Se habían hecho amigos. Stanley tenía instinto, especialmente para información de inteligencia, y era un operador de campo eficiente en su bizarro y anticuado estilo británico. Como una serpiente, parecía inofensivo hasta que uno lo miraba a los ojos, y aun así uno debía saber qué buscar en ellos. Bien parecido, garboso, todavía rubio y de sonrisa radiante, había matado en acción (como John) y (como John) no tenía pesadillas por haberlo hecho. A decir verdad, tenía más instinto de comandante que Clark (cosa que este último sólo admitía para sus adentros). Ambos seguían siendo tan competitivos como a sus veinte años y ninguno se prodigaba en elogios gratuitos.

Recién duchado, Clark fue a su oficina, se sentó detrás del escritorio y estudió el consabido papeleo (maldiciendo en silencio el tiempo que llevaba y la energía que debía desperdiciar en estupideces tales como cuestiones de presupuesto). Su Beretta .45 estaba en el primer cajón de su escritorio, prueba fehaciente de que no era un funcionario civil más. Pero hoy no tendría tiempo de practicar en el polígono las destrezas marciales que lo habían convertido en comandante del Rainbow… posición que irónicamente le negaba la posibilidad de demostrar que era uno de ellos. La señora Foorgate llegó poco después de las ocho, asomó la cabeza y vio el ceño fruncido que acompañaba siempre a sus tareas administrativas. Encendió la máquina de café, recibió el habitual gruñido matinal a manera de saludo, volvió a su escritorio y chequeó la máquina de fax. Nada nuevo bajo el sol. Acababa de empezar un nuevo día en Hereford.

Grady y sus hombres también estaban despiertos. Habían tomado su rutinario desayuno de té, huevos, tocino y tostadas (el desayuno irlandés típico no difería en mucho del británico). De hecho, ambos países no diferían en ninguna de sus costumbres fundamentales (rasgo que Grady y su gente no habían considerado jamás). Ambas sociedades eran corteses y extremadamente hospitalarias con los visitantes. Los ciudadanos de ambos países sonreían, trabajaban duro, miraban los mismos programas de TV, leían las mismas páginas deportivas, y practicaban casi los mismos deportes, que en ambos países eran pasión nacional… y bebían similares cantidades de cervezas similares en pubs fácilmente intercambiables de una nación a otra (a juzgar por los carteles y nombres que los identificaban).

Pero iban a distintas iglesias y tenían distintos acentos (aunque aparentemente idénticos para los extraños) que sonaban muy diferentes para cada uno de ellos. Tener oído para esas cosas era parte importante de la vida cotidiana, pero la televisión global estaba cambiando lentamente el mundo. Un visitante de cincuenta años atrás habría notado la cantidad de americanismos que impregnaban el habla, pero el proceso había sido tan gradual que los afectados no se habían dado cuenta. Era una situación común a todos los países con movimientos revolucionarios. Las diferencias eran ínfimas para los observadores de afuera pero quienes abogaban por el cambio las magnificaban al extremo, al punto tal que Grady y los suyos consideraban la semejanza con Inglaterra como un mero camuflaje conveniente para sus operaciones, y no como un rasgo en común que pudiera acercar a ambas naciones. Individuos con quienes podrían haber compartido una cerveza y charlado de fútbol eran para ellos tan extraños como marcianos… y por lo tanto fáciles de matar. Eran cosas, no «compañeros», y por raro que esto fuera para un tercero observador y objetivo, ellos le prestaban tanta atención como al aire de esa mañana clara y despejada mientras se preparaban para la misión del día.

A las 10:30, Chávez y su grupo ingresaron al polígono de tiro. Dave Woods había colocado las cajas de municiones en los lugares adecuados. Como el día anterior, Chávez decidió practicar con la pistola y no con la MP-10 (tan fácil de usar que cualquiera con un par de ojos y un dedo sanos podía dispararla). Devolvió las municiones de 10 mm y tomó dos cajas de .45 ACP de fabricación estadounidense, con una punta hueca tan ancha que uno podía preparar cocktails en ella… o al menos esa impresión daba al mirarla.

El teniente coronel Malloy y sus tripulantes —el teniente Harrison y el sargento Nance— entraron al polígono cuando el Comando 2 empezaba a disparar. Los tres iban armados con la Beretta M9 estándar de las fuerzas armadas estadounidenses y disparaban balas de 9 mm, tal como lo requería la Convención de La Haya (EE.UU. no había firmado el tratado internacional que indicaba qué se podía hacer y qué no en el campo de batalla, pero EE.UU. respetaba las reglas por sobre todas las cosas). Los hombres del Rainbow usaban municiones más eficaces basándose en el principio de que no estaban en el campo de batalla sino, por el contrario, persiguiendo criminales que no merecían la amabilidad acordada a enemigos mejor organizados y uniformados. Cualquiera que lo pensara un poco diría que era una locura, pero ellos sabían que no había manera de hacer entrar en razón al mundo y disparaban las balas que debían disparar. En el caso de los comandos Rainbow, no menos de cien por día. Malloy y sus hombres tal vez llegaban a disparar cincuenta por semana, pero supuestamente no eran tiradores y su presencia allí era una simple cuestión de cortesía. Malloy era un excelente tirador, sin embargo, aunque disparaba con una sola mano (como los viejos militares estadounidenses). Harrison y Nance practicaban la moderna postura Weaver, con ambas manos sobre el arma. Malloy también extrañaba la .45 de su juventud, pero los servicios armados estadounidenses habían adoptado municiones de menor diámetro para complacer a los países de la OTAN… aunque abrían agujeros mucho más pequeños en las personas que uno supuestamente debía eliminar.

La niña se llamaba Fiona. Estaba a punto de cumplir cinco años y se había caído de la hamaca en el jardín de infantes. Las astillas de la madera le habían raspado un poco la piel, pero temían que se le hubiera quebrado el radio del antebrazo izquierdo. Cuando Sandy Clark le tomó el brazo, la niña se echó a llorar desconsoladamente. Lo manipuló lenta y cuidadosamente, sin modificar en nada la intensidad del llanto infantil. No estaba roto… bueno, probablemente tendría una fractura menor, pero casi seguro que no.

—Vamos a tomar una radiografía —le dijo Patsy, y le ofreció un caramelo de uva. El truco funcionó en Inglaterra tal como en Estados Unidos. Las lágrimas cesaron y la pequeña Fiona usó la mano derecha y los dientes para desgarrar el envoltorio plástico. Luego se metió el caramelo en su bonita boquita. Sandy le limpió el brazo con una gasa húmeda. No habría que darle puntos, eran sólo unos raspones desagradables que pintaría con antiséptico y cubriría con dos bandas adhesivas grandes.

Esa Sala de Emergencias no era tan agitada como sus equivalentes estadounidenses. En primer lugar, estaba en el campo y había menos ocasiones de sufrir heridas graves… la semana pasada habían atendido a un granjero que casi se había arrancado el brazo con un implemento de agricultura, pero Sandy y Patsy no estaban de turno. Había menos accidentes automovilísticos que en áreas similares de EE.UU., porque los británicos, a pesar de las rutas angostas y la laxitud de los límites de velocidad, conducían mejor que los estadounidenses (hecho que no dejaba de sorprender a las Clark). En conjunto, el servicio era más civilizado en Inglaterra. El hospital tenía demasiado personal para los parámetros estadounidenses, de modo que nadie estaba casi nunca sobrecargado de trabajo (para asombro de las Clark). Diez minutos después, Patsy observó a contraluz la radiografía y comprobó que los huesos del antebrazo de Fiona estaban en perfectas condiciones. Treinta minutos después la envió de regreso al jardín de infantes. Ya era hora de almorzar. Patsy se sentó en su escritorio y retomó la lectura del último número de The Lancet. Su madre volvió al mostrador y se puso a charlar con un colega. Ambas deseaban perversamente tener más trabajo que hacer (aunque eso significara dolor para un desconocido). Sandy Clark le hizo notar a su colega inglés que desde que estaba en Inglaterra no había visto un solo herido por arma de fuego. En su hospital de Williamsburg, Virginia, tenían casi un caso por día, hecho que horrorizaba a sus colegas pero era parte del paisaje de la enfermera de emergencias estadounidense.

Hereford no era exactamente una comunidad soñolienta, pero el tránsito vehicular tampoco la convertía en una metrópolis agitada. Grady manejaba su auto alquilado, siguiendo a los camiones rumbo al objetivo. Iban más lento que de costumbre porque había previsto mayor cantidad de autos y, por lo tanto, un viaje más largo en duración. Podría haber apretado el acelerador e iniciado la misión más temprano, pero era un tipo metódico y cuando decidía un plan se atenía a él como un esclavo. De esa manera todos sabían qué debía ocurrir y cuándo, lo cual tenía una innegable lógica operativa. Para situaciones inesperadas cada miembro del equipo tenía un teléfono celular con esquemas de discado rápido para comunicarse con los otros miembros. En opinión de Sean, eran casi tan buenos como los radios tácticos de los militares.

Ahí estaba el hospital. En la base de una pendiente suave. La playa de estacionamiento parecía bastante despejada. Tal vez no hubiera muchos pacientes internados, o tal vez las visitas habían salido a almorzar para luego regresar junto a sus seres queridos.

Dimitri estacionó su auto alquilado al costado del camino principal. Estaba a medio kilómetro del hospital y, desde la cima de la colina, podía ver las entradas principal y lateral de la sala de emergencias. Apagó el motor luego de bajar las ventanillas automáticas y esperó. En el asiento de atrás tenía un par de binoculares baratos comprados en el aeropuerto. Decidió usarlos. En el asiento de al lado reposaba su teléfono celular, en caso de que fuera necesario. Vio detenerse tres camiones pesados cerca del hospital. Estaban más cerca que él, pero igualmente cubrían los accesos a la sala de emergencia.

Le vino un pensamiento bizarro a la cabeza. ¿Y si llamaba a Clark a Hereford y le advertía lo que estaba por ocurrir? Él, Popov, no quería que esos irlandeses sobrevivieran, ¿no? Si morían, tendría más de cinco millones de dólares y podría desaparecer de la faz de la tierra. Las islas del Caribe lo atraían, había estado mirando folletos de agencias de viajes. Tenían ciertas ventajas británicas —policías honestos, pubs, gente cordial— sumadas a una vida tranquila y despreocupada… y estaban lo suficientemente cerca de Estados Unidos para poder manejar sus inversiones sin dificultad…

Pero… no. Existía la posibilidad de que Grady escapara con vida y él no quería correr el riesgo de ser perseguido por ese irlandés intenso y vicioso. No, era mejor dejarlo jugar sin interferir. Así, se quedó sentado con los binoculares en las rodillas, escuchando música clásica por una de las estaciones de la BBC.

Grady estacionó su Jaguar. Abrió el baúl, retiró su paquete y guardó las llaves en el bolsillo. Timothy O’Neil bajó de su vehículo —había elegido una camioneta pequeña— y se quedó inmóvil, esperando que llegaran los otros cinco. Apenas llegaron abrió el teléfono celular y tocó el discado rápido número uno. A cien yardas de distancia, el celular de Grady empezó a sonar.

—¿Sí?

—Estamos listos, Sean.

—Adelante, entonces. También estamos listos. Buena suerte, muchacho.

—Muy bien, vamos a entrar.

O’Neil vestía el mameluco marrón típico de los repartidores. Caminó hacia la entrada lateral del hospital con una enorme caja de cartón seguido por cuatro hombres de civil con cajas de tamaño similar, aunque no del mismo color.

Molesto, Popov miró por el espejo retrovisor. Un patrullero acababa de entrar en el camino y, pocos segundos después, un agente de policía se acercó a su auto.

—¿Algún problema, señor? —le preguntó.

—Oh, no, en realidad no… es decir, llamé a la empresa de alquiler y, según ellos, viene alguien en camino. Ya ve.

—¿Qué pasó?

—No estoy seguro. El motor empezó a andar mal y me pareció buena idea frenar y apagarlo. De todos modos —repitió el ruso— llamé a la empresa y ya enviaron a alguien a solucionarlo.

—Ah, muy bien, entonces —el policía se desperezó. Aparentemente tenía más ganas de estirar las piernas que de ayudar a un automovilista en problemas. El timing podría haber sido mejor, pensó Popov.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó el recepcionista.

—Tengo una entrega para la Dra. Chávez y la enfermera —miró la etiqueta de la caja en un alarde actoral— Clark. ¿Están de turno? —preguntó Timmy O’Neil.

—Ya mismo iré a buscarlas —dijo el recepcionista yendo a la sala de emergencia.

La mano del soldado del IRA se deslizó por el borde interno de la caja, lista para abrirla. Se dio vuelta y miró a los otros cuatro, que esperaban cortésmente en fila a sus espaldas. O’Neil se rascó la nariz y uno de ellos —llamado Jimmy Carr— salió del hospital. Había un patrullero afuera, un Range Rover, blanco con una banda naranja lateral. El policía estaba comiendo un sándwich, matando el tiempo tal como hacían sus equivalentes estadounidenses. Vio al hombre parado en la entrada con algo que parecía una caja de flores. Varios otros habían entrado con cajas similares, pero era un hospital y la gente solía llevarles flores a los enfermos… No obstante… el hombre de la caja blanca estaba mirando el patrullero, como solía hacer todo el mundo. El policía lo miró por pura curiosidad, pero sintió que su instinto policial empezaba a despertarse.

—Soy la Dra. Chávez —dijo Patsy. O’Neil vio que era casi tan alta como él y que su vientre enorme empujaba el guardapolvo blanco—. ¿Trajo algo para mí?

—Sí, doctora —en ese momento se acercó otra mujer. El parecido era sorprendente. Tenían que ser madre e hija… había llegado la hora.

Arrancó la tapa de la caja y extrajo en el acto su rifle AKMS. Por mirarlo, se perdió la expresión azorada de las dos mujeres. Tomó un cargador con la mano derecha y lo metió en el arma. Luego cambió de mano y apuntó. El ejercicio duró menos de dos segundos.

Patsy y Sandy estaban petrificadas, como suele sucederle a las personas confrontadas con armas. Tenían los ojos muy abiertos y las caras rígidas. Alguien gritó a la izquierda. Detrás del repartidor había otros tres con idénticas armas apuntando a todos los presentes. El día rutinario en la Sala de Emergencias se había transformado en algo muy diferente.

Afuera, Carr abrió su caja y sonrió al apuntarle al patrullero.

El motor estaba en marcha y el primer impulso del policía fue salir del lugar y reportarse. Puso marcha atrás con la mano izquierda y apretó el acelerador.

La respuesta de Carr fue automática. Levantó el arma, apuntó, apretó el gatillo… y disparó quince balas contra el parabrisas. El resultado fue inmediato. El Rover estaba retrocediendo en línea recta, pero apenas entraron las balas giró a la derecha y se estrelló contra la pared de ladrillo del hospital. Carr pegó un salto y miró dentro del patrullero. Acababa de comprobar que había un policía menos en el mundo… y eso no era una gran pérdida para él.

—¿Qué fue eso? —Fue el policía servicial y no Popov quien formuló la pregunta retórica. Era retórica porque el disparo de un arma automática es inconfundible. Volvió la cabeza y vio a un patrullero —idéntico al suyo— retroceder y luego estrellarse. Y después vio acercarse a un hombre, mirar y alejarse—. ¡Maldición!

Dimitri Arkadeyevich se quedó quieto, observando al policía que le había ofrecido una ayuda innecesaria. El tipo corrió a su vehículo y sacó un micrófono. Popov no pudo escuchar lo que decía… pero no había que ser mago para adivinarlo.

—Las tenemos, Sean —anunció O’Neil. Grady recibió la información, tocó el botón END y llamó al celular de Peter Barry.

—¿Sí?

—Timothy las tiene. La situación parece estar bajo control.

—OK.

Luego llamó a otro número.

—Hola, habla Patrick Casey. Hemos tomado el hospital comunal de Hereford. Tomamos como rehenes a la Dra. Chávez y la enfermera Clark, entre otros. Liberaremos a los rehenes si satisfacen nuestras exigencias. Si no lo hacen, los iremos matando uno a uno hasta que ustedes rectifiquen su error. Exigimos la liberación de todos los presos políticos de las cárceles de Albany y Parkhurst en la Isla de Wight. Cuando sean liberados y veamos su liberación por televisión abandonaremos el área. ¿Comprendido?

—Sí, comprendo —replicó el sargento. En realidad no comprendía nada, pero tenía la grabación de esa llamada y se la enviaría inmediatamente a alguien capaz de comprenderla.

Carr cubrió la entrada de camillas; los mellizos Barry ingresaron al interior del edificio por la entrada principal. Las cosas eran un poco caóticas. No habían escuchado el fusilamiento inicial de Carr y seguían con sus actividades normales. El guardia de seguridad del hospital, un cincuentón vestido con algo parecido a un uniforme policial, iba caminando hacia la puerta cuando vio acercarse a los mellizos armados.

—¿Qué ocurre aquí? —alcanzó a decir el policía retirado (tradicionales palabras de todo policía británico) antes de que el cañón del fusil lo convenciera de levantar las manos y cerrar la boca. Sam lo agarró del cuello y lo arrastró al lobby principal. Allí, la gente vio las armas. Algunos gritaron. Otros corrieron hacia las puertas y lograron salir sin que les dispararan. Los mellizos Barry todavía tenían mucho que hacer.

El aviso radial del policía generó una respuesta muy superior al llamado telefónico de Grady, especialmente por la noticia de que un oficial de policía había sido baleado y probablemente muerto en su patrullero. La primera reacción del superintendente fue enviar todas sus unidades móviles al área del hospital. Sólo la mitad de ellas tenían armas de fuego, principalmente revólveres Smith & Wesson (absolutamente ineficaces para responder a un ataque con ametralladoras). La muerte del policía quedó comprobada cuando dejó de reportarse a pesar de las numerosas llamadas por radio.

Todas las estaciones de policía del mundo tienen respuestas preparadas para diversas emergencias. Esta tenía un archivo titulado «Terrorismo». El superintendente lo releyó para asegurarse de no haber olvidado nada, aunque conocía el contenido de memoria. El número principal para esa emergencia era el del Home Office, y el superintendente informó lo poco que sabía al funcionario civil que atendió el teléfono, agregando que estaba en vías de conseguir más información y volvería a reportarse.

El edificio central del Home Office, próximo al Palacio de Buckingham, alojaba a los burócratas encargados de supervisar casi todos los aspectos de la vida en las islas británicas. Eso incluía la aplicación de la ley, y en ese edificio también había una carpeta de procedimientos que fue retirada de su estante. En esta figuraban una nueva página y un nuevo número.

—Cuatro-dos-doble-tres —dijo Alice Foorgate al atender el teléfono. Era la línea exclusiva de tráfico vocal privilegiado.

—El señor Clark, por favor.

—Sí. Un momento, por favor.

—Señor Clark, tiene una llamada en doble-tres —anunció por intercom.

—Habla John Clark —dijo Rainbow Six levantando el receptor.

—Soy Frederick Callaway del Home Office. Tenemos una situación de emergencia —anunció.

—OK, ¿dónde?

—Muy cerca de donde están ustedes, en el hospital de Hereford.

El que llamó se identificó como Patrick Casey. Es el nombre codificado que el PIRA utiliza para designar sus operaciones.

—¿En el hospital de Hereford? —preguntó John, sintiendo que se le congelaba la mano sobre el teléfono.

—Correcto.

—Espere un segundo. Quiero que hablemos con otra persona —tapó la bocina con la mano—. ¡Alice! ¡Que Alistair atienda ya mismo!

—¿Sí, John?

—Señor Callaway, le presento a Alistair Stanley, mi mano derecha. Por favor repita lo que acaba de decirme.

Callaway lo hizo, y agregó:

—El terrorista identificó a dos rehenes: la enfermera Clark y la doctora Chávez.

—Oh, mierda —resopló John.

—Enviaré al comando de Peter, John —dijo Stanley.

—De acuerdo. ¿Algo más, señor Callaway?

—Es todo lo que sabemos por ahora. El superintendente de policía local está intentando conseguir más información.

—OK, gracias. Llámeme a este número si me necesita —Clark colgó el teléfono—. Carajo —dijo en voz muy baja.

Se le había disparado la mente. Los que habían investigado al Rainbow tenían una razón, y los dos nombres mencionados no eran pura casualidad. Era un desafío directo a él y a sus hombres… y estaban usando a su propia hija y a su esposa como carnada. Pensó que debería entregarle el mando a Al Stanley, y pensó que su esposa y su hija corrían peligro de muerte… y él no podía hacer nada para ayudarlas.

—Santo Dios —murmuró el mayor Peter Covington—. Sí, señor. Estamos en marcha —se paró y les dijo a sus soldados—: Atención, tenemos trabajo. Muévanse ya.

Los miembros del Comando 1 fueron directo a sus lockers. Mike Chin fue el primero en estar listo. Se acercó a su jefe, que se estaba poniendo el chaleco antibalas.

—¿Qué pasa?

—PIRA, hospital local, tienen como rehenes a las esposas de Clark y Ding.

—¿Cómo es eso? —preguntó Chin, parpadeando incrédulo.

—Ya me oíste, Mike.

—Oh, mierda. OK —volvió con el resto de los hombres—. Apúrense, muchachos, no es parte del entrenamiento.

Malloy acababa de subir a su Night Hawk. El sargento Nance ya estaba allí, retirando las banderas rojas de seguridad.

—Adelante, teniente —dijo Malloy.

—Encendiendo el uno —confirmó Harrison. El sargento Nance abordó el helicóptero y ajustó su cinturón de seguridad.

—Rotor de cola despejado, coronel —anunció, mirando hacia atrás.

Malloy activó el radio.

—Comando, aquí Mr. Oso, estamos listos. ¿Qué quieren que hagamos? Cambio.

—Mr. Oso, aquí Five —Malloy escuchó sorprendido la voz de Stanley—. Despeguen y orbiten el hospital local. Tenemos un atentado allí.

—Repita, Five, cambio.

—Mr. Oso, tenemos sujetos en el hospital local. Los rehenes son las señoras Clark y Chávez. Las identificaron a ambas. Sus órdenes son despegar y sobrevolar el hospital.

—Entendido, copio. Mr. Oso despega en este momento —accionó los controles con la mano izquierda y el Sikorsky ascendió al cielo.

—¿Escuché bien, coronel? —preguntó Harrison.

—Supongo que sí. Carajo —farfulló el marine. Alguien estaba agarrando al tigre de las bolas. Miró abajo y vio un par de camiones que abandonaban la base a toda velocidad en la misma dirección que él. Covington y el Comando 1, pensó. Ascendió a cuatro mil pies y llamó al centro de control de tráfico aéreo para anunciar su maniobra.

Había cuatro patrulleros bloqueando el acceso a las playas de estacionamiento del hospital pero nada más. Popov bajó los binoculares. Los policías se limitaban a mirar el edificio; dos de ellos tenían revólveres… apuntados al suelo.

Covington transmitió la información en uno de los camiones; Chin hizo lo propio en el otro. Los soldados quedaron perplejos: siempre se habían considerado a sí mismos y a sus familias inmunes ipso facto a esta clase de cosas… porque nadie había cometido hasta el momento la estupidez de atacarlos. Uno podía acercarse a la jaula del león y molestarlo con un palo, pero no si faltaban las rejas. Y uno jamás se metía con los cachorros del león, ¿no? No si quería seguir vivo cuando se pusiera el sol. Esto era una cuestión de familia para todos ellos. Atacar a la esposa del comandante de Rainbow era una cachetada en el rostro de todos sus subordinados, un acto de incomprensible arrogancia… y la mujer de Chávez estaba embarazada. Ella representaba dos vidas inocentes, y ambas le pertenecían a uno de los hombres que se entrenaba con ellos todas las mañanas y bebía con ellos en el bar, un compañero soldado, uno del equipo. Revisaron sus radios y quedaron inmóviles, con las armas en la mano, dejando vagar sus pensamientos… pero no muy lejos.

—Al, tendrás que hacerte cargo de esta operación —dijo John. Estaba parado junto a su escritorio, preparándose para partir. El Dr. Bellow estaba con ellos, y también Bill Tawney.

—Entiendo, John. Sabes lo buenos que son Peter y sus hombres.

Largo suspiro.

—Sí —no había mucho que decir.

Stanley miró a los demás.

—¿Bill?

—Usaron el código correcto. «Patrick Casey» jamás cayó en manos de la prensa. Es el nombre que utilizan para hacernos saber que la operación es auténtica… generalmente lo usan para amenazas de bombas y cosas por el estilo. ¿Paul?

—El hecho de identificar a su esposa y su hija implica un desafío directo a Rainbow. Nos están diciendo que conocen la existencia de Rainbow, que saben quiénes somos y, por supuesto, quién es usted, John. Están proclamando su pericia y su decisión de llegar hasta las últimas consecuencias —el psiquiatra sacudió la cabeza—. Pero si realmente son del PIRA, eso significa que son católicos. Tal vez pueda hacer algo. Vamos allá. Quiero comunicarme ya mismo con ellos.

Tim Noonan ya estaba en su auto, con el equipo táctico cargado en el baúl. Por lo menos sería fácil para él. Había dos nodos de teléfonos celulares en el área de Hereford y justamente los había usado para probar su nuevo software. Se dirigió al más lejano de los dos. Era la instalación típica: la usual torre candelabro emplazada en un espacio cercado con un tráiler. Había un automóvil estacionado afuera. Noonan frenó y saltó del auto. No se molestó en cerrarlo. Diez segundos después, abría la puerta del tráiler.

—¿Qué es esto? —preguntó el técnico.

—Soy de Hereford. Necesitamos intervenir esta línea celular ahora mismo.

—¿Quién lo dice?

—¡Yo lo digo! —Noonan se dio vuelta para que el tipo viera la pistola en su cadera—. Llame a su jefe. Sabe quién soy y a qué me dedico —sin más explicaciones, se acercó al panel de energía e interrumpió las transmisiones desde la torre. Luego se sentó frente al sistema de control de la computadora e insertó el disquete que había llevado en el bolsillo de la camisa. Dos clics del mouse y cuarenta segundos más tarde el sistema había sido modificado. A partir de ese momento sólo aceptaría números precedidos por el prefijo 777.

El técnico no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, pero tuvo el buen tino de no intentar discutirlo con un hombre armado.

—¿Hay alguien en el otro… al otro lado de la ciudad? —le preguntó Noonan.

—No, si hubiera algún problema yo tendría que resolverlo… pero no, no hay nadie.

—Las llaves —Noonan extendió la mano.

—No puedo hacer lo que me pide. Quiero decir, no estoy autorizado a…

—Llame a su jefe ahora mismo —sugirió el agente del FBI, pasándole el teléfono.

Covington saltó del camión cerca de unos camiones estacionados. La policía había marcado un perímetro para impedir el acceso a los curiosos. Trotó hasta el que parecía ser el oficial de mayor rango in situ.

***

—Aquí están —le dijo Grady por teléfono a Timmy O’Neil—. Seguro, y respondieron rápido. Tienen un aspecto formidable como de costumbre —agregó—. ¿Cómo andan las cosas adentro?

—Demasiada gente, Sean. No podemos controlarla adecuadamente. Tengo a los mellizos en el lobby principal, a Jimmy aquí conmigo, y a Daniel patrullando los pisos superiores.

—¿Y nuestros rehenes?

—¿Te refieres a las dos mujeres? Están sentadas en el suelo. A la joven le falta poco para dar a luz, Sean. Podría parir hoy.

—Trata de evitarlo, muchacho —aconsejó Grady con una sonrisa. Las cosas marchaban de acuerdo al plan y el tiempo estaba corriendo. Los malditos soldados habían estacionado sus camiones al lado de los suyos. Mejor, imposible.

El nombre de Houston no era Sam —su madre lo había bautizado Mortimer en homenaje a un tío dilecto—, pero lo llamaban así desde sus épocas en Fort Jackson, Carolina del Sur (once años atrás) y jamás se había quejado. Todavía tenía el rifle en la caja y estaba buscando un buen puesto de mira. Pensándolo bien, estaba parado en un buen lugar. Estaba preparado para cualquier cosa. Su rifle era gemelo del de su amigo Homer Johnston y su puntería era igualmente perfecta… (aunque, si alguien se lo preguntaba, respondería en el acto que era un poco mejor). Lo mismo podía decirse del Rifle Uno-Dos, sargento Fred Franklin, exinstructor de tiro en Fort Benning y letal a más de una milla de distancia con su rifle de acción rápida MacMillan .50.

—¿Qué opinas, Sam?

—Me quedaré aquí, Freddy. ¿Qué te parece si vas a aquella loma, pasando el helipuerto?

—Me parece bien. Hasta luego —Franklin cargó la caja sobre el hombro y avanzó en la dirección indicada.

—Esos tipos me asustan —admitió Roddy Sands por teléfono.

—Ya lo sé, pero uno de ellos está lo suficientemente cerca para ser eliminado en seguida, Roddy. Tú te encargarás de él.

—Claro, Sean —obedeció Sands. Estaba en el sector de carga del enorme camión Volvo.

***

Con las llaves del otro tráiler en su poder, Noonan volvió a su auto. Tardaría veinte minutos en llegar… no, más. La ruta estaba superpoblada, y aunque portaba una pistola e incluso identificación policial, su vehículo no tenía sirena… (adminículo que se le había pasado por alto, para su repentino y justificado enojo). ¿Cómo carajo se había olvidado de la sirena? Era policía, ¿no? Subió a la banquina, encendió las luces de emergencia y clavó el puño en la bocina mientras pasaba a toda velocidad junto a los autos detenidos.

Chávez apenas reaccionó. En vez de mostrar furia o miedo, se replegó sobre sí mismo. Su cuerpo pequeño pareció reducirse todavía más ante los ojos de Clark.

—OK —dijo por fin. Tenía la boca seca—. ¿Qué vamos a hacer?

—El Comando 1 ya debe estar allí. Al está a cargo de la operación. Nosotros somos espectadores.

—¿Vamos para allá?

Clark titubeó, algo inusual en él. Una parte de su ser le aconsejaba quedarse sentado en su oficina y esperar… No tenía sentido torturarse sabiendo que no podía hacer nada. Su decisión de delegar el mando a Stanley había sido correcta. No podía permitir que lo afectaran sus emociones personales. Había otras vidas en juego, no sólo las de su esposa e hija, y Stanley era un profesional que haría lo correcto sin necesidad de que le dijera nada. Por otra parte, quedarse allí escuchando informes telefónicos o radiales era mucho peor. Fue hasta su escritorio, abrió un cajón y sacó su Beretta .45 automática. La enganchó del cinturón sobre su cadera derecha. Vio que Chávez también llevaba su arma.

—Vamos.

—Espere —Chávez levantó el teléfono del escritorio de Clark y llamó al edificio del Comando 2.

—Sargento mayor Price —respondió una voz.

—Eddie, soy Ding. John y yo nos dirigimos al teatro de operaciones. Quedas al mando del Comando 2.

—Sí, señor, entendido. El mayor Covington y sus muchachos son tan buenos como nosotros, y el Comando 1 está en perfectas condiciones de emprender la misión.

—OK. Llevo mi radio.

—Buena suerte, señor.

—Gracias, Eddie —colgó—. Vamos, John.

Tuvieron el mismo problema que Noonan con el tránsito, y adoptaron la misma solución (luces de emergencias y bocina a pleno). Lo que debió haber sido un viaje de diez minutos se duplicó en tiempo.

—¿Quién habla?

—El superintendente Fergus Macleash —respondió el policía desde el otro extremo del circuito telefónico—. ¿Y usted quién es?

—Patrick Casey, por ahora —contestó Grady—. ¿Ya habló con la gente del Home Office?

—Sí, señor Casey, hablé —Macleash miró a Stanley y Bellow. Los tres estaban en su puesto de comando, a media milla del hospital.

—¿Cuándo liberarán a los presos tal como exigimos?

—Señor Casey, la mayoría de los funcionarios están almorzando en este momento. La gente con la que hablé en Londres está tratando de encontrarlos y hacerlos volver a sus puestos. Todavía no pude hablar con ningún funcionario jerárquico, ya ve.

—Sugiero que les diga a los de Londres que los encuentren pronto. No soy por naturaleza un hombre paciente.

—Necesito que me confirme que nadie resultó herido —intentó Macleash.

—Salvo uno de sus agentes, no, nadie resultó herido… todavía. Pero la situación cambiará radicalmente si nos atacan, y también si usted y sus amigos de Londres nos hacen esperar demasiado. ¿Entiende lo que le digo?

—Sí, señor, entiendo perfectamente lo que acaba de decir.

—Tienen dos horas. Después, empezaremos a eliminar rehenes. Tenemos una buena reserva, sabe.

—Como usted comprenderá, si lastiman a un rehén la situación cambiará fundamentalmente, señor Casey. Mis posibilidades de negociar en su favor se reducirán drásticamente si traspasa ese límite.

—Es problema suyo, no mío —fue la helada respuesta—. Tengo más de cien personas aquí, entre ellas la esposa y la hija del jefe del comando antiterrorista. Serán las primeras en sufrir las consecuencias de su inoperancia. Ahora la quedan una hora y cincuenta y ocho minutos para iniciar la liberación de todos los presos políticos de las cárceles de Albany y Parkhurst. Sugiero que empiece a moverse ya mismo. Adiós —línea muerta.

—Habla en serio —comentó Bellow—. Parece una voz madura, de unos cuarenta años, y confirmó que sabe quiénes son las señoras Clark y Chávez. Estamos frente a un profesional que cuenta con excelente información de inteligencia. ¿Cómo la habrá conseguido?

Bill Tawney clavó la vista en el piso.

—No lo sé, doctor. Teníamos indicios de que alguien nos estaba indagando, pero esto es excesivamente perturbador.

—OK. La próxima vez que llame hablaré con él —dijo Bellow—. Veré si puedo tranquilizarlo un poco.

—Peter, aquí Stanley —dijo Rainbow Five por radio táctica.

—Aquí Covington.

—¿En qué andan?

—Los dos rifleros están en posición, para vigilancia y reunión de inteligencia. Los demás están conmigo. Van a traerme un diagrama del edificio. Todavía no tenemos una estimación fehaciente de la cantidad de sujetos y/o rehenes —vaciló antes de proseguir—. Recomiendo que consideremos la posibilidad de convocar al Comando 2. El edificio es demasiado grande para cubrirlo con ocho hombres, en caso de que debamos entrar.

Stanley asintió.

—Muy bien, Peter. Los llamaré.

—¿Cómo andamos de combustible? —preguntó Malloy. Estaban sobrevolando en círculos el hospital.

—Tenemos suficiente para más de tres horas y media, coronel —respondió el teniente Harrison.

Malloy observó el sector de carga del Night Hawk. El sargento Nance estaba preparando las sogas de descenso. Una vez concluida esa tarea ocupó el asiento de salto (entre y detrás de los asientos del piloto y el copiloto), con la pistola claramente visible en su sobaquera.

—Bien, vamos a quedarnos aquí un buen rato —dijo el marine.

—¿Señor, qué opina de…?

—Opino que no me gusta en lo más mínimo, teniente. Aparte de eso, conviene que no pensemos demasiado en el asunto —era una respuesta mentirosa, y todos lo sabían. Decirles que dejaran de pensar era como decirle al mundo que dejara de dar vueltas. Malloy observaba el área del hospital, buscando ángulos de aproximación para descensos con soga larga o en línea recta. No parecía difícil de hacer, en caso de que fuera necesario.

La vista panorámica desde el helicóptero era sumamente útil. Malloy podía verlo todo. Había automóviles estacionados por todas partes y varios camiones cerca del hospital. Los patrulleros policiales se distinguían por las luces azules parpadeantes. Habían detenido el tránsito… todas las rutas estaban taponadas, por lo menos las que conducían al hospital. Como de costumbre, las rutas de salida estaban despejadas. Como por arte de magia, un camión estacionó a media milla del hospital, sobre la loma donde ya había varios autos estacionados. Probablemente con la sola intención de curiosear, pensó el marine. Siempre pasaba lo mismo, eran como buitres acechando un futuro esqueleto. Sumamente desagradable, y muy humano.

Popov se dio vuelta al escuchar la frenada del camión blanco de la televisión, a menos de diez metros del baúl de su Jaguar alquilado. Tenía una fuente satelital en el techo. Tres hombres saltaron del vehículo todavía en marcha. Uno trepó la escalera lateral y elevó la fuente angular. Otro cargó al hombro su Minicam y un tercero, evidentemente periodista, se ajustó el nudo de la corbata. Habló brevemente con uno de los otros dos y luego se dio vuelta y miró hacia el hospital. Popov los ignoró.

Por fin, masculló Noonan al llegar a la segunda estación celular. Estacionó el auto, bajó y buscó las llaves que le había dado el técnico. Tres minutos después cargaba el software en la computadora.

—Noonan a Stanley, cambio —llamó por radio táctica.

—Aquí Stanley.

—OK, Al, acabo de interceptar la otra célula. A partir de ahora, ningún teléfono celular debería funcionar en el área.

—Muy bien, Tim. Reúnete con nosotros.

—Entendido, voy para allá —se ajustó el casco, colocando el micrófono exactamente frente a sus labios y sosteniendo el auricular en su sitio. Subió a su automóvil y enfiló hacia el hospital. OK, bastardos, pensó, traten de usar sus malditos celulares, a ver si pueden.

Como solía ocurrir en las situaciones de emergencia, pensó Popov, era imposible saber qué estaba ocurriendo. Había por lo menos quince vehículos policiales a la vista, más los dos camiones del ejército de la base Hereford. Los binoculares no le permitían reconocer a nadie, pero sólo había visto a uno de cerca: al jefe de la unidad. Probablemente estaría en un puesto de comando, no a cielo abierto. Suponiendo que estuviera presente en el teatro de operaciones…

Dos hombres con cajas largas (rifleros, probablemente) se habían alejado de los camiones camuflados. Ahora era imposible verlos, aunque… sí, ahí estaba uno de ellos. Apenas una mancha verde en el paisaje. Muy inteligente de su parte. Estaría usando su mira telescópica para mirar por las ventanas y reunir información que transmitiría por radio a su comandante. Sabía que el otro andaba rondando por ahí, pero no podía verlo.

—Rifle Uno-Dos a Comando —llamó Fred Franklin.

—Uno-Dos, aquí Comando —respondió Covington.

—En posición, señor, pero no veo nada en las ventanas de planta baja. Movimiento de cortinas en el tercer piso, como si alguien estuviera espiando, pero nada más.

—Entendido, gracias. Prosiga la vigilancia.

—Entendido. Rifle Uno-Dos, fuera —varios segundos después, Houston reportó noticias similares.

—Por fin —dijo Covington. Acababa de llegar un patrullero con el diagrama del hospital. La gratitud de Peter se evaporó apenas miró las primeras dos páginas. Había montones de cuartos, la mayoría en los pisos superiores, y en cualquiera de ellos podía haber un hombre armado… peor aún, todos estarían ocupados por personas, en su mayoría enfermas, que no tolerarían el impacto de las bengalas explosivas. Ahora que sabía a qué atenerse, lo único que jugaba a su favor era reconocer la dificultad de la misión.

—¿Sean?

Grady se dio vuelta.

—¿Sí, Roddy?

—Están allá —señaló a lo lejos. Los soldados de uniformes negros estaban parados detrás de sus camiones militares, a pocos metros de los camiones de los propios irlandeses.

—Sólo cuento seis, muchacho —dijo Grady—. Esperábamos diez o más.

—Mal momento para ponerte codicioso, Sean.

Grady lo pensó un segundo, luego miró su reloj. Le había destinado entre cuarenta y cinco a sesenta minutos a la misión. A su entender, otorgarle más tiempo sería un grave error táctico ya que permitiría una mejor organización del enemigo. Faltaban diez minutos para el plazo más corto. Hasta el momento las cosas marchaban de acuerdo con lo planeado. Los caminos de ingreso al hospital estarían bloqueados, no así los de salida. Tenía sus tres camiones grandes, la camioneta y dos autos comunes, todos a cincuenta metros a la redonda. La parte crucial del trabajo aún no había empezado, pero todos sus hombres sabían perfectamente qué hacer. Roddy tenía razón. Era hora de abrir el juego. Le hizo señas a su subordinado y llamó a Timothy O’Neil por teléfono celular.

Pero no pudo comunicarse. Sólo se escuchaba un tono insistente que indicaba que el llamado no había llegado a destino. Molesto, apretó las teclas END y REDIAL… y obtuvo idéntico resultado.

—¿Qué es esto…? —dijo, intentándolo por tercera vez—. Roddy, dame tu teléfono.

Sands obedeció. Todos eran idénticos por fuera y habían sido idénticamente programados. Pulsó la misma tecla de discado rápido… y nuevamente obtuvo el tono insistente por respuesta. Más confundido que enojado, sintió un vacío repentino en el estómago. Había planeado opciones para muchas cosas, pero no para esta. Necesitaba coordinar a los tres grupos para que la misión funcionara. Todos sabían lo que debían hacer, pero no cuándo. Y no harían nada hasta que él no les diera la orden.

—Carajo… —masculló en voz muy baja, para sorpresa de Roddy Sands. Luego intentó llamar al operador de celulares, pero sin resultado—. Los malditos teléfonos dejaron de funcionar.

—Hace tiempo que no tenemos noticias —observó Bellow.

—Todavía no nos dio ningún número de teléfono.

—Prueben estos —Tawney les pasó una lista manuscrita de números del hospital. Bellow marcó el de la Sala de Emergencias en su celular, precedido por el prefijo 777. Sonó medio minuto hasta que alguien atendió.

—¿Sí? —Era una voz con acento irlandés, pero diferente de la que habían escuchado antes.

—Quiero hablar con el señor Casey —dijo el psiquiatra, activando el speaker.

—En este momento no se encuentra aquí —fue la parca respuesta.

—¿Podría llamarlo, por favor? Tengo que decirle algo.

—Espere —respondió la voz.

Bellow anuló el micrófono del celular.

—La voz es diferente. No es el mismo tipo. ¿Dónde está Casey?

—En algún otro lugar del hospital, supongo —sugirió Stanley.

Su respuesta resultó desacertada. Pasaron varios minutos y nadie respondió el llamado.

***

Noonan tuvo que demostrar su identidad en dos puestos de guardia policial, pero finalmente vio el hospital a lo lejos. Le avisó por radio a Covington que estaba a cinco minutos de distancia y se enteró de que nada había cambiado.

Clark y Chávez bajaron de su vehículo a cincuenta yardas de los camiones verdes en los que se había trasladado el Comando 1. El Comando 2 estaba en camino, también en un camión del ejército británico pintado de verde (con escolta policial para acelerar el trámite). Chávez tenía una colección de fotos de terroristas del PIRA. Las había encontrado en un escritorio de inteligencia. Lo más difícil era evitar que le temblaran las manos (no sabía si de ira o de miedo). Apeló a todo su entrenamiento profesional para concentrarse en lo que debía y dejar de preocuparse por su esposa, su suegra… y su futuro hijo. Sólo lo conseguía mirando las fotos, no el pasto, porque las fotos eran rostros que podía detectar y matar, mientras que el césped verde que rodeaba el hospital era un mero paisaje vacío, el fatal territorio del miedo. En momentos como ese lo esencial era tragarse las emociones y fingir que uno controlaba la situación, pero Chávez estaba comprobando en carne propia que, si bien era fácil mostrar arrojo y valentía cuando se trataba de uno mismo, saber que alguien que uno amaba corría peligro era devastador, y en ese caso el coraje importaba un reverendo bledo y lo único que uno podía hacer era… nada. Uno era un simple espectador, nada más: observaba una competencia brutal donde corrían grave peligro las vidas de los que amaba… pero sin poder participar en ella. Lo único que podía hacer era observar y confiar en el profesionalismo del Comando 1 de Peter Covington. Una parte de él sabía que Peter y sus muchachos eran tan buenos como él mismo y su grupo, y que si el rescate era posible, ellos lo ejecutarían a la perfección… pero no era lo mismo que estar ahí en persona, y hacerse cargo, y hacer que ocurriera lo que debía ocurrir. Ese mismo día, más tarde, volvería a tener a su amada esposa en sus brazos… o ella y su hijo aún no nacido les serían arrebatados para siempre. Sus manos aferraron las fotos generadas por computadora con tanta fuerza que se les doblaron los bordes. Su único consuelo era el peso de la pistola que llevaba metida en el cinturón. Era una sensación familiar, aunque por el momento inútil.

—Y bien, ¿cómo debo llamarlo? —preguntó Bellow cuando la línea telefónica entró nuevamente en actividad.

—Puede llamarme Timothy.

—Está bien —dijo Bellow con tono amistoso—. Me llamo Paul.

—Usted es estadounidense —comentó O‘Neil.

—Así es. Igual que sus rehenes, la doctora Chávez y la señora Clark.

—¿Y?

—Y… bien, yo creía que sus enemigos eran los británicos, no nosotros los estadounidenses. ¿Usted sabe que esas dos mujeres son madre e hija, verdad? —Tenía que saberlo, por eso podía mencionarlo sin arriesgarse a filtrar información importante.

—Sí —replicó el irlandés.

—¿Sabía que ambas son católicas, como usted?

—No.

—Bien, lo son —aseguró Bellow—. Pregúnteselos. De hecho, el apellido de soltera de la Sra. Clark es O’Toole. Es una ciudadana estadounidense de origen católico irlandés. ¿Por qué la considera su enemiga, Timothy?

—Ella es… su marido es… quiero decir…

—Él también es un estadounidense de origen católico irlandés, y hasta donde yo sé jamás realizó ninguna acción contra ustedes ni contra la gente que compone su organización. Por eso me resulta difícil entender el porqué de esta amenaza.

—Su marido es el jefe del grupo Rainbow, y ellos matan gente por orden del gobierno británico.

—No, a decir verdad no es así. Rainbow es una creación de la OTAN. La última vez que salimos en misión tuvimos que rescatar treinta niños. Yo también estuve allí. Los terroristas asesinaron a uno de sus pequeños rehenes, una niña holandesa llamada Anna. Ella estaba desahuciada, Timothy. Tenía cáncer, pero los terroristas no tuvieron paciencia. Uno de ellos le disparó por la espalda y la mató. Probablemente lo habrá visto por televisión. Es algo que una persona religiosa no haría jamás… mucho menos un católico. Un católico no podría asesinar a una niña de ese modo, ni de ningún otro. Y la Dra. Chávez está embarazada. Estoy seguro de que se dio cuenta. Si le hacen daño a ella, ¿qué pasará con el bebé? No sería un simple asesinato, Timothy. También estarían abortando su futuro hijo. Sé lo que piensa la Iglesia Católica al respecto. Y usted también lo sabe. Y el gobierno de la República de Irlanda también lo sabe. Por favor, Timothy, ¿me hará el favor de pensar seriamente en lo que piensa hacer? Son personas de carne y hueso, no abstracciones, y el bebé en el vientre de la Dra. Chávez también es una persona de carne y hueso. Como sea, tengo algo que decirle al señor Casey. ¿Todavía no lo encontraron? —preguntó el psiquiatra.

—Yo… no, no, no puede hablar por teléfono ahora.

—Bueno, tengo que irme. Si vuelvo a llamar a este número, ¿usted me atenderá?

—Sí.

—Bien. Llamaré en cuanto tenga noticias para ustedes —Bellow cortó la comunicación—. Buenas noticias. Hablé con otro individuo, más joven, no tan seguro de sí mismo. Tengo un arma psicológica contra él. Es verdaderamente católico, o al menos cree serlo. Eso significa conciencia y reglas estrictas. Puedo trabajarle la conciencia —concluyó sobriamente pero con confianza.

—¿Pero dónde está el otro? —preguntó Stanley—. A menos que…

—¿Eh? —preguntó Tawney.

—A menos que no esté allí.

—¿Eh? —preguntó Bellow.

—A menos que no esté en el hospital. Nos llamó, pero hace rato que no sabemos nada de él. ¿No tendría que habernos llamado?

Bellow asintió.

—Hubiera creído que sí, claro.

—Pero Noonan anuló los teléfonos celulares —señaló Stanley. Encendió su radio táctica—. Aquí Comando. Busquen a un sujeto que intente utilizar un teléfono celular. Podríamos tener dos grupos de sujetos in situ. Cambio.

—Comando, aquí Covington. Entendido.

—¡Carajo! —bramó Malloy en el helicóptero.

—¿Quiere que aterricemos en algún lugar? —preguntó Harrison. El marine negó con la cabeza.

—No, mientras estemos arriba no podrán vernos. Permanezcamos cubiertos un poco más.

—¿Qué diablos…? —comentó Chávez, mirando a su suegro.

—¿Adentro/Afuera? —especuló Clark.

Grady estaba a punto de perder los estribos. Había intentado siete veces seguidas hacer una llamada con su celular… sólo para encontrar el mismo sonido desquiciante. Contaba con una situación táctica virtualmente perfecta, pero carecía de la posibilidad de coordinar a sus equipos. Ahí estaban esos tipos de Rainbow, a menos de cien metros de los dos camiones Volvo. Pero no duraría demasiado. La policía local pronto comenzaría a rodear el área. Podía ver entre ciento cincuenta y doscientas personas en grupos pequeños a trescientos metros del hospital. La hora era certera. Los blancos estaban allí.

***

Noonan subió la pendiente y se dirigió a donde estaba el comando, preguntándose qué diablos podría hacer. Interferir el edificio (su tarea habitual) implicaba acercarse. Pero estaban a plena luz del día y acercarse sería difícil… más que difícil, imposible hasta que cayera la noche. Bueno, por lo menos había cumplido su deber esencial: impedir que el enemigo usara teléfonos celulares (si es que se les ocurría hacerlo, cosa que desconocía por completo). Disminuyó la velocidad al acercarse y vio a Peter Covington hablando con sus tiradores de uniformes negros.

Chávez y Clark estaban haciendo lo mismo, de pie, inmóviles, a pocas yardas del automóvil oficial de Rainbow Six.

—Tienen que asegurar el perímetro —dijo Ding. ¿De dónde habían salido todos esos vehículos? Probablemente estaban en el área cuando se oyeron los primeros disparos. Como siempre, la maldita camioneta de TV con su fuente satelital desplegada y «una cosa» (aparentemente un periodista) que hablaba sin parar frente a una Minicam a tracción humana. Entonces, pensó Chávez, su familia en peligro satisfacía el espíritu deportivo de los malditos telespectadores.

Grady debía tomar una decisión, ya mismo. Debía hacerlo ahora mismo… si quería alcanzar su objetivo y luego escapar. Su paquete de armas estaba en el suelo, cerca del auto alquilado. Se lo dejó a Roddy Sands y caminó hasta el camión Volvo más distante.

—Sean —dijo una voz desde el sector de carga—, los jodidos teléfonos no funcionan.

—Ya sé. Empezamos en cinco minutos. Cubre a los demás y luego sigue las instrucciones del plan.

—OK, Sean —replicó la voz. Gary oyó el tumulto de las armas en el interior del camión. Se acercó al otro y transmitió el mismo mensaje. Luego al tercero. Había tres hombres en cada camión. Las lonas que cubrían los sectores de carga estaban agujereadas (como las almenas de un castillo), y permitían a los terroristas espiar a los soldados a menos de cien metros de distancia. Grady volvió a su Jaguar. Confirmó la hora al subir. Miró a Roddy Sands y asintió.

El camión del Comando 2 bajaba la pendiente rumbo al hospital, precedido por el automóvil de Noonan.

***

Popov observaba el área con sus binoculares. Vio aparecer un tercer camión militar. Vio más hombres sentados atrás, probablemente refuerzos para las tropas que ya estaban en el lugar. Miró el sector de los soldados. ¿Ese no era… John Clark?, se preguntó. Apartado de los demás. Bueno, si su esposa era uno de los rehenes tenía lógica permitir que otro —debía tener una mano derecha en la organización— comandara el operativo. De modo que debería limitarse a mirar, tenso y tal vez desesperado.

—Perdón —Popov se dio vuelta y vio al periodista y su camarógrafo. Cerró los ojos, maldiciéndolos en silencio.

—¿Sí?

—¿Podría darnos su impresión de lo que está ocurriendo aquí? En primer lugar, queremos saber su nombre y el motivo de su presencia en este lugar.

—Bien, yo… mi nombre es… me llamo Jack Smith —dijo Popov con su mejor acento londinense—. Estaba aquí, en el campo… observo pájaros, sabe. Quería disfrutar de la naturaleza, es un lindo día, ya ve, y…

—¿Tiene idea de lo que está pasando allá abajo, señor Smith?

—No, no, en realidad no —respondió sin quitarse los binoculares. No quería que le vieran la cara. Nichevo! Allá estaba Sean Grady, parado junto a Roddy Sands. De haber creído en Dios, hubiera invocado su nombre en ese momento… al ver lo que estaban haciendo. Sabía exactamente lo que estaban pensando en ese efímero instante.

Grady se agachó, abrió el paquete y sacó su rifle de asalto AKMS. Luego introdujo el cargador, desplegó el arma y, con solo un movimiento suave se irguió y la apoyó sobre su hombro. Un segundo después apuntó y disparó contra el grupo de soldados de uniforme negro. Un segundo después, los hombres escondidos en los camiones hicieron lo mismo.

No hubo ninguna clase de advertencia. Las balas se incrustaron en el costado del camión que les servía de trinchera, pero, antes de que los hombres del Comando 1 pudieran reaccionar, se incrustaron también en sus cuerpos. En los primeros dos segundos cayeron cuatro soldados. Los demás lograron arrojarse al suelo. Desde allí intentaron identificar el origen de los disparos.

***

Noonan los vio caer y tardó un segundo en comprender lo que estaba ocurriendo. Luego anunció por radio táctica:

—¡Advertencia, advertencia, el Comando 1 está siendo atacado desde atrás!

Mientras hablaba, sus ojos intentaban localizar el origen de los disparos. Tenían que estar cerca, seguramente en el camión grande. Pisó el acelerador y avanzó en esa dirección, aferrando la pistola con su mano derecha.

Mike Chin había recibido un balazo en cada muslo. El efecto sorpresa sólo contribuyó a aumentar el dolor. No estaba preparado para esa clase de ataque y el dolor lo paralizó durante varios segundos. Finalmente logró arrastrarse a lugar seguro.

—Chin herido, Chin herido —musitó por radio. Se dio vuelta con dificultad y vio a otro miembro del Comando 1 tirado en el suelo. Del costado de su cabeza manaba un hilo de sangre oscura.

El sargento Houston alejó la mira de su rifle y giró la cabeza hacia la derecha, en dirección a la súbita e inesperada ráfaga. ¿Qué carajo…? Vio el cañón de un rifle asomar por el costado de uno de los camiones y apuntó hacia la derecha, al posible blanco.

Roddy Sands vio el movimiento. Sabía dónde estaba el riflero, pero el camuflaje le impedía detectarlo. El movimiento resolvió el enigma: el blanco estaba a sólo ciento cincuenta metros. Apuntó hacia abajo y a la izquierda y apretó el gatillo. Avanzó disparando ráfagas continuas contra la sombra oculta en la pendiente.

Houston alcanzó a disparar una ráfaga, pero una bala se le incrustó en el hombro derecho (el protector corporal podía rechazar balas de pistola, pero no de rifle de repetición). Ni el coraje ni la fuerza física curaban los huesos rotos. El impacto lo hizo caer al suelo y, un segundo después, tuvo que admitir que su brazo derecho no volvería a moverse. Por puro instinto giró a la izquierda e intentó desenfundar su pistola con la mano que le quedaba sana mientras anunciaba por radio que él también estaba herido.

Para Fred Franklin fue más fácil. Estaba demasiado lejos y bien oculto bajo el camuflaje para ser blanco fácil de los terroristas. Tardó unos segundos en comprender lo que estaba pasando, pero los gritos y gruñidos que escuchó por el auricular bastaron para enterarlo de que algunos miembros del comando estaban malheridos. Barrió el área con la mira y vio el cañón de un rifle asomando de un camión. Retiró el seguro, apuntó y disparó su primera ráfaga calibre .50. Sus disparos retumbaron en el silencio. El rifle MacMillan utilizaba el mismo cargador calibre .50 que una ametralladora pesada y disparaba balas de 2 onzas a 2700 pies por segundo. Dadas sus características, cubrió la distancia en menos de un tercio de segundo y abrió un orificio de media pulgada en el costado del camión. Pero era imposible saber si había dado en el blanco humano. Giró el rifle a la izquierda en busca de un nuevo blanco. Vio otro camión grande, con agujeros en la lona, pero sin nadie adentro. Más a la izquierda… allí, vio un tipo disparando su rifle… contra Sam. El sargento Fred Franklin apuntó y disparó su segunda ráfaga del día.

Roddy Sands estaba seguro de haber herido a su blanco… y ahora pretendía matarlo. A su izquierda, Sean ya había regresado al auto y se preparaba para la fuga que emprenderían en menos de dos segundos.

Grady encendió el motor y se dio vuelta para mirar a su subordinado más confiable. Justo en ese momento, la bala se incrustó en la nuca de Sands. El enorme proyectil calibre .50 le hizo explotar la cabeza como si fuera una lata de sopa. En su larga trayectoria terrorista Grady jamás había visto algo así. Sólo quedaba la mandíbula en su lugar. El cuerpo cayó al suelo, desarticulado, y el Comando 1 se anotó su primer muerto del día.

Noonan frenó a menos de un metro del tercer camión. Bajó cautelosamente y escuchó el característico sonido de las armas tipo Kalashnikov. Eran enemigos… y debían estar cerca. Sosteniendo su Beretta con las dos manos, observó la parte de atrás del camión y se preguntó cómo… ¡sí! Había una escalera de mano en la puerta trasera. Deslizó el pie sobre el primer escalón y trepó. Encontró una lona enorme desplegada en el extremo. Guardó la pistola en el cinturón y sacó su cuchillo de combate K-Bar. Cortó una de las cuerdas que sujetaban la lona y levantó uno de los extremos con la mano izquierda. Debajo había tres hombres disparando hacia la izquierda con sus armas automáticas. OK. No se le pasó por la cabeza decirles ni gritarles nada. Siempre sosteniendo la lona con la mano izquierda, apuntó con la derecha. Va primera ráfaga era doble acción: su dedo apretó lentamente el gatillo y la cabeza más cercana voló en pedazos, separándose del cuerpo (que cayó sin ruido). Vos otros dos estaban demasiado distraídos por el ruido de sus armas y no escucharon la pistola. Noonan volvió a apuntar y disparó una segunda ráfaga contra la siguiente cabeza. El tercer hombre sintió el peso del cuerpo de su compañero y se dio vuelta para mirar. Abrió muy grandes sus ojos pardos. Saltó al costado del camión y levantó su rifle, pero no con la velocidad necesaria. Noonan le disparó dos balas en el pecho, recargó su pistola, y le plantó un último disparo en el centro de la nariz. La bala salió por el cerebro, pero el hombre ya estaba muerto. Miró a los tres blancos y, una vez seguro de que estaban muertos, saltó del camión y se dirigió al próximo. Se detuvo a recargar su pistola. (Una parte de su mente reconocía vagamente que Timothy Noonan estaba funcionando con piloto automático, casi sin pensar).

Grady arrancó a toda velocidad y empezó a tocar bocina. Esa era la señal para que los demás despejaran el terreno, incluidos los que estaban en el hospital (a quienes no podía alertar por teléfono celular).

—¡Cristo Santo! —farfulló O’Neil al escuchar los primeros disparos—. ¿Por qué carajo no…?

—Demasiado tarde para preocuparse por eso, Timmy —le dijo Sam Barry, haciéndole señas a su hermano y enfilando hacia la puerta. Jimmy Carr ya estaba allí y el último miembro del equipo interno se les unió diez segundos después.

—Es hora de partir, muchachos —anunció O’Neil. Miró a las dos rehenes principales y pensó en llevarlas con ellos, pero la embarazada no podría seguirles el paso y había que recorrer treinta metros para llegar a la camioneta. El plan había fracasado, aunque no sabía por qué, y era hora de escapar de allí.

El tercer camión militar se detuvo a pocas yardas del auto de Noonan. Eddie Price fue el primero en bajar de un salto, con su MP-10 en la mano. Inmediatamente se agachó e intentó identificar los ruidos. Fuera lo que fuese, estaba sucediendo demasiado rápido… y no tenía ningún plan. Se había entrenado para esta clase de situación en la infantería, pero habían pasado veinte años de aquello. Ahora era soldado de operaciones especiales y supuestamente debía conocer cada paso antes de darlo. Mike Pierce se detuvo junto a él.

—¿Qué mierda está pasando, Eddie?

En ese preciso instante vieron saltar a Noonan del camión Volvo, quien también los vio y les hizo señas de acercarse.

—Supongo que lo seguimos a él —dijo Price. Louis Loiselle apareció al lado de Pierce y ambos salieron corriendo. Paddy Connolly se sumó al grupo, buscando en su mochila una bengala explosiva.

O’Neil y sus cuatro hombres salieron corriendo por la entrada de emergencia y llegaron a su camioneta sin ser detectados ni derribados. Había dejado las llaves puestas y el vehículo arrancó antes de que los otros tuvieran tiempo de cerrar las puertas.

—Advertencia, advertencia —llamó Franklin por radio—. Los malos abandonan el hospital en una camioneta marrón, aparentemente son cuatro —luego apuntó su rifle y disparó contra el neumático izquierdo delantero.

La pesada bala atravesó el neumático como si fuera una hoja de papel de diario y se incrustó en el motor de seis cilindros. Penetró uno de los cilindros y destruyó el pistón, provocando la inmediata detención del motor. La camioneta estuvo a punto de volcar debido a la súbita pérdida de energía, pero se estrelló contra una pared y se enderezó con el golpe.

O’Neil lanzó una maldición y trató de encender nuevamente el motor… sin resultado. No sabía por qué, pero su vehículo estaba completamente muerto… y él corría peligro de caer en manos del enemigo.

Franklin contempló el resultado de su disparo con cierta satisfacción… y se preparó para disparar por segunda vez. En esta oportunidad a la cabeza del conductor. Centró la retícula de la mira y apuntó, pero la cabeza se movió un poco y erró el disparo. Jamás le había pasado antes. Se quedó azorado un momento y volvió a recargar el arma.

***

O’Neil sufrió varios cortes en la cara (por los fragmentos del parabrisas). La bala casi lo había rozado y, presa del terror, saltó al área de carga de la camioneta. Allí se quedó, inmóvil, sin saber qué hacer.

Homer Johnston y Dieter Weber todavía tenían los rifles en las cajas y, dado que aparentemente no tendrían grandes oportunidades de utilizarlos, se abocaron a sus pistolas. Desde la retaguardia del grupo vieron a Eddie Price abrir un boquete en la lona del segundo camión Volvo. Acto seguido, Paddy Connolly arrojó adentro una bengala explosiva. Dos segundos después, la explosión de la carga pirotécnica hizo volar por el aire la lona. Pierce y Loiselle subieron de un salto al camión con las armas apuntadas… pero los tres sujetos que lo ocupaban estaban casi inconscientes por la explosión. Pierce los desarmó en el acto, arrojó lejos sus armas y se arrodilló junto a ellos.

En cada uno de los camiones Volvo, uno de los hombres armados cumplía también funciones de chofer. El del primero se llamaba Paul Murphy, y desde el principio había dividido su tiempo entre disparar contra el enemigo y vigilar el Jaguar de Sean Grady. Al ver que el auto arrancaba, arrojó su arma y encendió el motor diesel. Levantó la vista y vio lo que debía ser el cuerpo de Roddy Sands… aparentemente decapitado. ¿Qué demonios había pasado? Sean sacó el brazo derecho por la ventanilla, indicándole que lo siguiera. Murphy arrancó inmediatamente. Al girar a la derecha vio la camioneta de Tim O’Neil detenida en la playa de estacionamiento del hospital. Su primer instinto fue ir a rescatar a sus camaradas, pero sería bastante difícil y Sean no dejaba de hacerle señas. Siguió al líder. En la parte de atrás, uno de sus tiradores levantó la lona y se asomó con el rifle AKMS en las manos. Quería ver qué pasaba con los otros camiones. Ninguno se movía, y estaban rodeados por hombres de uniforme negro…

… Uno de ellos era el sargento Scotty McTyler, quien levantó su MP-10 y apuntó. Disparó tres ráfagas contra el rostro lejano y tuvo la satisfacción de ver una mancha rojiza antes de que desapareciera de su vista.

—Comando, McTyler, ¡un camión abandona el área con sujetos a bordo! —Disparó varias veces, sin efecto visible, y se dio vuelta. Tenía que hacer algo, ya.

Popov jamás había visto antes una batalla… y eso era, precisamente, lo que estaba viendo. Parecía caótica, la gente corría de un lado a otro sin propósito evidente. Los de negro… bueno, tres habían caído con los disparos iniciales, pero los demás se seguían moviendo, aparentemente detrás del Jaguar (virtualmente idéntico al suyo) y del camión que abandonaban el estacionamiento. A menos de tres metros de distancia, el periodista de TV hablaba a toda velocidad por su micrófono mientras el camarógrafo enfocaba lo que sucedía abajo. Popov estaba seguro de que sería muy excitante para los que estaban sentados en los livings de sus casas. También estaba seguro de que había llegado el momento de marcharse.

Subió a su auto, encendió el motor y arrancó, levantando una estela de polvo que cubrió unos segundos al periodista.

—Los tengo, Mr. Oso los tiene —informó Malloy, descendiendo a dos mil pies y clavando sus ojos de aviador en los dos vehículos—. ¿Alguien está al mando de este desastre? —preguntó inmediatamente.

—¿MR. C.? —preguntó Ding.

—Mr. Oso, aquí Six. Yo estoy al mando —Clark y Chávez subieron de un salto al automóvil oficial del primero y el chofer inició la persecución. Era cabo de la policía militar del ejército británico y no formaba parte del comando Rainbow (cosa que lo resentía bastante). Pero no era momento de ventilar viejos rencores.

No era un gran desafío. El Volvo era poderoso, pero no podía competir con el Jaguar V-8 que lo precedía como un rayo.

Paul Murphy miró por el espejo retrovisor y sufrió un ataque de confusión. Por el camino se acercaba un Jaguar idéntico al de… miró mejor, sí, Sean estaba allí, delante de él. ¿Entonces quién era el que venía atrás? Se dio vuelta para gritarles a los del fondo, pero comprobó que uno de ellos estaba muerto… y el otro agazapado.

***

—Aquí Price. ¿Dónde están todos? ¿Dónde están los sujetos?

—Price, aquí Rifle Uno-Dos. Creo que tenemos uno o más sujetos en la camioneta marrón, cerca del hospital. Le destruí el motor con mi rifle. No irán a ninguna parte, Eddie.

—OK —Price miró a su alrededor. La situación local parecía estar bajo control. Se sentía como si lo hubiera despertado un tornado y estuviera contemplando los restos de su granja, buscándole una explicación a lo inexplicable. Respiró hondo y asumió la responsabilidad del mando—. Connolly y Lincoln vayan por la derecha. Tomlinson y Vega bajen la pendiente por la izquierda. Patterson vendrá conmigo. McTyler y Pierce vigilen a los prisioneros. Weber y Johnston, reúnanse con el Comando 1. ¡Muévanse! —concluyó.

—Price, aquí Chávez —anunció la radio.

—Sí, Ding.

—¿Cuál es la situación?

—Tenemos dos o tres prisioneros, una camioneta con una cantidad no identificada de sujetos adentro, y Dios sabe qué más. Ahora mismo voy a averiguarlo. Fuera —así concluyó la brevísima conversación.

—Cara de póker, Domingo —dijo Clark desde el asiento delantero del Jaguar.

—¡Ya lo escuché, John! —ladró Chávez.

—Cabo… ¿Mole, verdad?

—Sí, señor —dijo el chofer, sin mover los ojos ni un milímetro.

—De acuerdo, cabo. Acérquese por la derecha. Vamos a dispararle a la goma delantera derecha. Trate de no tragarse el camión cuando lo hagamos.

—Muy bien, señor —fue la serena respuesta—. Allá vamos.

El Jaguar saltó hacia adelante y en veinte segundos se puso a la par del Volvo. Clark y Chávez bajaron los vidrios de sus ventanillas. Iban a setenta millas por hora.

Cien metros más adelante, Sean Grady era presa de la ira y el impacto emocional. ¿Qué demonios había fallado? La primera ráfaga disparada por sus hombres había eliminado a varios enemigos de uniforme negro, pero después… ¿qué? Había pensado un buen plan y su gente lo había ejecutado bien al principio… ¡pero esos malditos teléfonos! ¿Qué mierda les habría pasado? Lo habían arruinado todo. Pero, aparentemente, las cosas estaban bajo control. Estaba a diez minutos del área comercial donde estacionaría y abandonaría el auto, desaparecería entre la multitud, caminaría hasta otro estacionamiento, subiría a otro auto alquilado y conduciría rumbo a Liverpool para tomar el ferry de regreso a su casa. Saldría con vida de esta, igual que los muchachos del camión… Miró por el espejo retrovisor. ¿Qué carajo estaba pasando?

El cabo Mole maniobró a la izquierda del camión, luego aminoró la velocidad y se tiró a la izquierda, tomado al conductor por sorpresa.

Chávez le vio la cara desde el asiento de atrás. Piel muy clara y cabello pelirrojo. Un verdadero irlandés, pensó Domingo, apuntando a la rueda delantera derecha con su pistola.

—¡Ahora! —gritó John desde el asiento delantero. En ese instante, el chofer se tiró a la izquierda.

Paul Murphy vio el Jaguar que se acercaba e instintivamente aceleró para esquivarlo. Entonces oyó los disparos.

Clark y Chávez dispararon varias veces cada uno, a muy corta distancia de los neumáticos negros. Las balas dieron en el blanco y los orificios de casi media pulgada desinflaron la goma en el acto. El Jaguar no había acabado de pasar cuando el camión viró a la derecha. El conductor trató de frenar y detenerse, pero su reacción instintiva sólo sirvió para empeorar las cosas (para él). El Volvo se deslizó a la derecha y el rigor de la frenada hizo que la rueda delantera se clavara en el pavimento. El camión se detuvo en seco, la parte de atrás se desprendió, aterrizó sobre el costado derecho y siguió deslizándose por el camino a más de sesenta millas por hora. Por muy resistente que fuera, no había sido diseñada para eso y empezó a romperse en pedazos.

El cabo Mole miró por el espejo retrovisor las piezas esparcidas por el camino. Afortunadamente, los restos del camión no lograron alcanzarlos. Disminuyó un poco la velocidad sin dejar de observar la destrucción paulatina del enorme Volvo.

—¡Jesusito santo! —resopló Ding, dándose vuelta para mirar. Vio salir volando un cuerpo humano que se estrelló de plano contra el pavimento.

—¡Detenga el auto! —ordenó Clark.

Mole frenó y retrocedió marcha atrás hasta quedar a pocos metros del camión destrozado. Chávez bajó de un salto, pistola en mano, y avanzó en dirección al vehículo.

—Mr. Oso, aquí Chávez, ¿está ahí?

—Mr. Oso copia.

—Trate de alcanzar al auto, ¿sí? Este camión ya es historia, viejo.

—Entendido, Mr. Oso inicia la persecución.

—¿Coronel? —dijo el sargento Nance por intercom.

—¿Sí?

—¿Vio cómo lo hicieron?

—Sí… ¿crees poder hacer lo mismo? —preguntó Malloy.

—Tengo mi pistola, señor.

—Bueno, entonces será aire-a-tierra, muchachos —descendió a cien pies sobre la ruta y se colocó detrás del auto que estaba persiguiendo. A menos que el bastardo se asomara por el techo, no tendría manera de detectar la presencia del helicóptero.

—¡Cartel de salida! —anunció Harrison.

—OK, Harrison, te encargarás del camino. Yo del auto. Dale duro si es necesario, hijo.

—Entendido, coronel.

—OK, sargento Nance, allá vamos —Malloy chequeó el indicador de velocidad. Ocho-cinco. El tipo del Jaguar pisaba fuerte el acelerador, pero el Night Hawk era mucho más poderoso. No era muy diferente de volar en formación con otros helicópteros, pero Malloy jamás lo había hecho con un automóvil. Lo encerró a aproximadamente cien pies de altura—. A la derecha, sargento.

—Sí, señor —Nance deslizó la puerta y se arrodilló en el piso de aluminio, empuñando su Beretta 9 mm con ambas manos—. Listo, coronel. ¡Adelante!

—Listos para atacar —dijo Malloy, mirando por última vez el camino. Maldición, era como atrapar la manguera de reabastecimiento de un Pájaro Herky, pero más despacio y casi al ras de la tierra…

Grady se mordió el labio al ver que el camión había desaparecido. Pero el camino estaba vacío a sus espaldas, y también al frente por el momento. Le faltaban apenas cinco minutos para estar a salvo. Resopló relajado, flexionó los dedos sobre el volante y bendijo a los obreros que habían fabricado un vehículo tan veloz para él. En ese preciso instante percibió algo negro a su izquierda. Giró apenas la cabeza para mirar… qué diablos…

***

—¡Lo tengo! —dijo Nance. Acababa de ver al conductor por el espejo retrovisor del acompañante y lo estaba apuntando con su pistola. Esperó que el coronel Malloy descendiera un poco más y…

… apoyando el brazo izquierdo sobre la rodilla, Nance apretó el gatillo y disparó. El arma pegó un salto en su mano. La dominó sin retirar el dedo del gatillo. La pistola saltaba como loca a pesar de todos sus esfuerzos, pero la cuarta bala dio en el blanco.

Los vidrios se hacían trizas a su alrededor. Grady no reaccionó bien. Podría haber clavado los frenos impidiendo el accionar del helicóptero, pero la situación lo superó. Quiso acelerar, pero el Jaguar había llegado al límite de sus capacidades. Su hombro izquierdo explotó en una llamarada. Se dobló en dos por el dolor. Su mano derecha bajó automáticamente haciendo virar el vehículo en esa dirección… directamente hacia la valla de acero.

Malloy accionó la palanca de comando, satisfecho. En segundos, el Night Hawk ascendió a trescientos pies de altura. El marine giró a la derecha y miró hacia abajo. Sólo quedaba un auto detenido y humeante en medio del camino.

—¿Bajamos a buscarlo? —preguntó el copiloto.

—Puedes apostar tu sabroso culito a que sí, hijo mío —respondió Malloy. Metió la mano en su bolso de viaje. Su Beretta estaba allí. Harrison se encargó del aterrizaje y detuvo el Sikorsky a cincuenta pies del Jaguar. Malloy desabrochó su cinturón de seguridad y se dirigió a la puerta. Nance fue el primero en saltar. Avanzó en cuclillas bajo el rotor en movimiento hasta el auto detenido. Malloy avanzó dos segundos después.

—¡Cuidado, sargento! —gritó Malloy, deteniéndose en seco. La ventanilla había volado en pedazos y pudo ver la cara del sujeto. Todavía respiraba, pero nada más. La ventanilla de atrás también había desaparecido. Nance metió la mano por el hueco y abrió la puerta del auto. El conductor no se había puesto el cinturón de seguridad. El cuerpo salió con facilidad. Malloy vio un rifle de fabricación rusa en el asiento trasero. Lo recogió, le puso el seguro y dio la vuelta al auto.

—Mierda —dijo Nance bastante sorprendido—. ¡Todavía está vivo! —¿Cómo se las había ingeniado para no matar al miserable a doce pies de distancia?

En el hospital, Timothy O’Neil seguía preguntándose qué hacer. Creía saber qué le había pasado al motor. Había un orificio de tres cuartos de pulgada en la ventanilla de la puerta izquierda. No entendía por qué la bala no le había perforado la cabeza. Comprobó que uno de los camiones Volvo y el Jaguar alquilado de Sean Grady habían desaparecido de la vista. ¿Acaso Sean los habría abandonado? Todo había pasado tan rápido… ¿Por qué demonios Sean no lo había llamado para avisarle lo que haría? ¿Por qué había fallado el plan? Pero las respuestas a esas preguntas importaban mucho menos que el hecho de estar en una camioneta estacionada, rodeado de enemigos. Esa situación tendría que cambiar.

Lieber Gott! —musitó Weber al ver las heridas. Uno de los muchachos del Comando 1 estaba decididamente muerto. Había recibido un disparo en la cabeza. Había otros cuatro heridos, tres de ellos en el pecho. Weber conocía las técnicas de primeros auxilios, pero no se necesitaba saber mucho de medicina para darse cuenta de que dos de los heridos necesitaban atención urgente de manos expertas. Uno de ellos era Alistair Stanley.

—Aquí Weber. ¡Necesitamos un médico ya mismo! —pidió por radio táctica—. ¡Rainbow Five está herido!

—Oh, mierda —murmuró Homer Johnston, acercándose—. No estás bromeando, viejo. Comando, aquí Rifle Dos-Uno, ¡necesitamos médicos en el acto, carajo!

Price los escuchó. Estaba a treinta yardas de la camioneta, intentando avanzar sin ser visto, acompañado por el sargento Hank Patterson. A su izquierda veía el imponente volumen de Julio Vega, acompañado por Tomlinson. A la derecha alcanzaba a ver la cara de Steve Lincoln. Paddy Connolly debía estar junto a él.

—Comando 2, aquí Price. Tenemos sujetos en la camioneta. No sé si queda alguno dentro del edificio. Vega y Tomlinson, entren a verificar… ¡y háganlo con suma cautela!

—Aquí Vega. Entendido, Eddie. Allá vamos.

Oso cambió de dirección y enfiló hacia la entrada principal cubierto por Tomlinson, mientras los otros cuatro no le quitaban los ojos de encima a la maldita camioneta. Los dos sargentos se acercaron lentamente a la puerta delantera y espiaron por la ventanilla. Sólo alcanzaron a ver un confuso amontonamiento de gente. El sargento primero Vega apoyó el índice en su pecho y luego señaló el interior del edificio. Tomlinson asintió. Vega avanzó rápidamente. Entró al lobby central y barrió el área de un vistazo. Dos personas gritaron al ver aparecer otro hombre armado, a pesar de la diferencia de aspecto. Vega levantó la mano izquierda.

—Tranquilos, muchachos, soy uno de los buenos. ¿Alguien sabe dónde están los malos? —la respuesta a su pregunta fue una serie de murmullos y señas confusos, pero dos personas indicaron el fondo del edificio, en dirección a la sala de emergencias… Tenía lógica. Vega avanzó hacia la puerta doble y anunció por radio—: Lobby despejado. Adelante, George —y luego—: Comando, aquí Vega.

—Vega, aquí Price.

—El lobby del hospital está despejado, Eddie. Tenemos veinte civiles aquí. Alguien tiene que hacerse cargo de ellos, ¿OK?

—No puedo mandarte a nadie, Oso. Estamos muy ocupados aquí afuera. Weber reportó que tenemos varios heridos graves.

—Aquí Franklin. Copio. Puedo entrar si me necesitan.

—Franklin, Price, entre por el oeste. Repito, entre por el oeste.

—Franklin entra por el oeste —replicó el riflero—. Allá voy.

—Su lamentable carrera ha terminado —dijo Nance, cargando el cuerpo en el Night Hawk.

—Indudablemente, si es zurdo. Volvemos al hospital, supongo —Malloy subió al helicóptero y tomó los controles. Un minuto después volaban rumbo al hospital. Nance ató fuertemente al prisionero en la parte de atrás de la nave.

Era un verdadero desastre. Chávez vio que el conductor estaba muerto, había quedado aplastado entre el enorme volante y el respaldo de su asiento cuando el camión se estrelló contra la valla de acero. Tenía los ojos y la boca abiertos, y de esta última manaba un grueso hilo de sangre. El de atrás también estaba muerto: dos orificios de bala en plena cara. Sólo quedaba uno con vida. Tenía las dos piernas rotas y horribles quemaduras en el rostro. Estaba inconsciente, por eso no aullaba de dolor.

—Mr. Oso, aquí Six —dijo Clark.

—Mr. Oso copia.

—¿Puedes recogernos? Tenemos un sujeto herido y quiero volver y ver qué demonios está pasando.

—En un minuto estaré allí. También tengo un sujeto herido a bordo.

—Entendido, Mr. Oso —Clark miró hacia el oeste. Vio al Night Hawk alterar su rumbo y avanzar en dirección a ellos.

Chávez y Mole arrastraron el cuerpo al camino. Las piernas estaban horriblemente desarticuladas… pero era un terrorista. No tenían por qué ser solícitos con él.

—¿De vuelta al hospital? —le preguntó uno de los terroristas a O’Neil.

—¡Pero entonces quedaremos atrapados! —protestó Sam Barry.

—¡Aquí es donde estamos atrapados! —señaló Jimmy Carr—. Tenemos que movernos. ¡Ahora!

O’Neil pensó que tenía lógica.

—OK, OK. Yo empujo la puerta y ustedes corren a la entrada.

¿Listos? —Todos asintieron, aferrando sus armas—. ¡Ahora! —gritó, abriendo la puerta de un empujón.

—¡Mierda! —observó Price desde una cancha de fútbol vecina—. Los sujetos están volviendo al hospital. Conté cinco.

—Confirmado, son cinco —acotó otra voz por el circuito radial.

Vega y Tomlinson estaban muy cerca de la sala de emergencias, lo suficiente para ver a la gente pero no las puertas de vidrio dobles que daban afuera. Oyeron más gritos. Vega se quitó su casco Kevlar y espió por la esquina. Oh, carajo, pensó al ver a un sujeto con un AKMS. El tipo miraba hacia adentro del edificio… y a sus espaldas se veía medio cuerpo de alguien que miraba hacia afuera. Oso casi se salió de su propia piel al sentir una mano sobre el hombro. Se dio vuelta en el acto. Era Franklin. No portaba su rifle monstruo, sólo una pistola Beretta.

—Acabo de enterarme, ¿hay cinco chicos malos adentro?

—Eso dijo alguien —confirmó Vega. Le hizo señas al sargento Tomlinson al otro lado del pasillo—. Ven conmigo, Fred.

—Entendido, Oso. ¿Te gustaría tener tu M-60 ahora?

—Qué te parece, viejo —por muy bueno que fuera el MP-10 alemán, era como un juguete en sus manos.

Volvió a mirar. Vio a la esposa de Ding, parada. Estaba mirando a los malos, embarazada hasta la locura y con su guardapolvo blanco puesto. Chávez y el Oso se conocían desde hacía diez años. No podía permitir que le ocurriera nada a esa mujer. Se pegó a la pared y le hizo señas.

Patsy Clark Chávez vio movimiento por el rabillo del ojo y giró la cabeza. Un soldado de uniforme negro le estaba haciendo señas. Asintiendo apenas con la cabeza, empezó a moverse, muy lentamente, hacia su derecha.

—¡Usted, quieta! —gritó enfurecido Jimmy Carr. Empezó a caminar hacia ella. Invisible a su izquierda, el sargento George Tomlinson asomó la cara y el caño de su arma por la esquina. Vega seguía haciendo señas, cada vez más frenéticas, y Patsy seguía moviéndose en dirección a él. Carr dio un paso más, levantó su rifle, y…

… apenas apareció en su línea visual, Tomlinson apuntó y, viendo el arma apuntada contra la esposa de Ding, apretó suavemente el gatillo.

El silencio que siguió fue en cierto sentido peor que el ruido más estrepitoso. Patsy se dio vuelta para mirar al sujeto del arma justo cuando la ráfaga de Tomlinson le voló la cabeza… sin hacer ruido, excepto por el suave sonido del arma silenciada y la estridencia húmeda y farragosa del cráneo destruido. El cuerpo —la cara había volado en pedazos y la nuca había vomitado nubes de sangre— cayó redondo. El sonido más fuerte fue el que produjo el rifle contra el piso, abandonado por las manos muertas.

—¡Venga aquí! —gritó Vega. Patsy obedeció. Corrió hacia él, tambaleante.

El Oso la aferró del brazo y la levantó en el aire como a una muñeca. El sargento Franklin la recibió en sus brazos y empezó a correr por el pasillo. Encontró al guardia de seguridad del hospital en el lobby principal, dejó a Patsy con él y volvió corriendo a la sala de emergencias.

—Franklin a Comando. La Dra. Chávez está a salvo. La tenemos en el lobby principal. Manden a alguien, por favor. Debemos evacuar a los civiles lo más rápido posible, ¿entendido?

—Price a Comando 2. ¿Dónde están todos? ¿Dónde están los sujetos?

—Price, aquí Vega, tenemos a cuatro sujetos. George acaba de eliminar a uno. Están en la sala de emergencias. Probablemente la señora Clark sigue allí. Escuchamos ruido, hay civiles adentro. Les cerramos la vía de escape. Tengo a Tomlinson y Franklin conmigo. Fred sólo tiene una pistola. Cantidad desconocida de rehenes, pero cuatro sujetos con seguridad. Cambio.

—Tengo que ir —dijo el Dr. Bellow. Estaba muy conmovido. Habían herido a varias personas cerca de él. Alistair Stanley tenía una herida grave en el pecho y por lo menos un soldado Rainbow había muerto. Además, había otros tres heridos, uno de ellos de gravedad.

—Por allá —Price señaló el frente del hospital. Un miembro del Comando 1 se ofreció a acompañar a Bellow. Era Geoff Bates, un tirador del SAS armado hasta los dientes, aunque ese día no había disparado una sola bala. Ambos salieron corriendo hacia el hospital.

Carr había muerto sin que nadie se diera cuenta. O’Neil se dio vuelta y lo vio: su cuerpo parecía el tallo de una enorme flor roja de sangre sobre el pegajoso piso de mosaico. La cosa iba de mal en peor. Tenía cuatro hombres armados pero no sabía qué estaba pasando a la vuelta de la esquina. Seguramente habría montones de soldados del SAS armados hasta los dientes. No podría escapar. Le quedaban ocho personas que podrían servirle de rehenes, tal vez, pero el peligro del juego era dramáticamente obvio. Sin salida, decía su mente… pero sus emociones decían otra cosa. Tenía armas, y sus enemigos estaban cerca, y supuestamente debía matarlos, y si tenía que morir, moriría por la Causa, por la idea a la que había consagrado su vida (idea por la que se había jurado mil veces estar dispuesto a morir). Bueno, allí estaba ahora, y la muerte estaba cerca. Y no era algo en qué pensar mientras intentaba conciliar el sueño acostado en su cama o bebía cerveza en el pub recordando a los camaradas muertos. Esta muerte, la verdadera, no se dejaba seducir por bravatas. Todo se reducía a esto. El peligro se había hecho presente, y era hora de descubrir si su bravura era puro palabrerío o tenía sustancia, y sus emociones querían mostrarle al maldito mundo que él era un hombre de palabra y fiel a sus creencias… pero una parte de sí (nada desdeñable) quería huir de regreso a Irlanda… no morir ese mismo día en un hospital inglés.

Sandy Clark lo estaba observando a pocos metros de distancia. Era un hombre apuesto, y probablemente valiente… aunque criminal, agregó inmediatamente. Recordó que John siempre decía que la valentía era mucho más común que la cobardía… por una cuestión de vergüenza. La gente no iba sola al peligro, sino con sus amigos, y no quería mostrarse débil ante ellos. Y así, del miedo a la cobardía nacían los actos más insanos (y, entre estos, los exitosos eran posteriormente celebrados como hechos de gran heroísmo). Sandy siempre había creído que esa opinión era una horrible manifestación del peor cinismo por parte de John… pero su marido no era un hombre cínico. ¿Acaso le habría dicho una verdad?

En este caso era un hombre de treinta y pocos años, que sostenía un arma en las manos y parecía no tener un solo amigo en el mundo…

… pero su instinto maternal le decía que su hija estaba a salvo… Su hija y también su nieto. El muerto le había apuntado con su arma, pero ahora era una masa informe sobre el piso del hospital… así que, probablemente, Patsy habría logrado escapar. Eso era lo mejor que había pasado en el día. Cerró los ojos para rezar una plegaria de agradecimiento.

—Hola, doc —saludó Vega.

—¿Dónde están?

—A la vuelta de la esquina —señaló el militar—. Creemos que son cuatro. George eliminó a uno.

—¿Ya hablaron con ellos?

El Oso negó con la cabeza.

—No —dijo.

—OK —respiró hondo—. Soy Paul —gritó—. ¿Timothy está allí? —Sí.

—¿Se encuentra bien? Quiero saber si está herido —preguntó el psiquiatra.

O’Neil se limpió la sangre de la cara (los pedazos de vidrio le habían provocado cortes menores).

—Nosotros estamos bien. ¿Quién es usted?

—Soy médico. Me llamo Paul Bellow. ¿Y usted?

—Timothy, por ahora.

—OK, bueno. Timothy, eh, creo que debe pensar un poco en su situación, ¿no le parece?

—Sé perfectamente cuál es —respondió O’Neil con voz cortante.

Afuera, las cosas empezaban a organizarse. Habían llegado varias ambulancias y personal paramédico del ejército británico. Estaban retirando a los heridos, que serían trasladados al hospital de la base en Hereford para ser intervenidos quirúrgicamente. Treinta soldados del SAS estaban en camino para reforzar al comando Rainbow. No lejos de allí, el helicóptero del coronel Malloy descendió en el helipuerto de la base y los dos prisioneros fueron llevados al hospital militar.

***

—Tim, no podrá salir de aquí. Creo que ya lo sabe —observó Bellow con el tono más amable que pudo lograr.

—Puedo matar a los rehenes si no me dejan salir —contraatacó O’Neil.

—Sí, podría hacerlo… y en ese caso entraríamos a impedírselo. De todos modos, usted no podría escapar. ¿Pero qué gana asesinando gente, Tim?

—¡La libertad de mi país!

—Eso ya está en marcha, ¿no le parece? —preguntó Bellow—. Hay acuerdos de paz, Tim. Y dígame, ¿qué clase de país se funda en el asesinato de personas inocentes? ¿Qué pensarán sus compatriotas si asesina a los rehenes?

—¡Luchamos por la libertad!

—OK, sí, son soldados revolucionarios —admitió Bellow—. Pero los soldados, los verdaderos soldados, no asesinan gente. Está bien, en el día de hoy usted y sus soldados se batieron con nuestros soldados. Eso no es asesinato. Pero matar a gente desarmada es asesinato, Tim. Creo que usted lo sabe. Esas personas que están con usted, ¿alguna de ellas tiene un arma? ¿Alguna de ellas viste uniforme?

—¿Y qué? ¡Son enemigos de mi país!

—¿Qué los hace enemigos de su país, Tim? ¿El lugar donde nacieron? ¿Alguno de ellos intentó lastimarlo? ¿Alguno de ellos lastimó a su país? ¿Por qué no les pregunta? —sugirió.

O’Neil sacudió la cabeza. El médico quería persuadirlo a rendirse. Lo sabía. Miró a sus camaradas. Apenas podían mirarse a los ojos. Estaban atrapados, y todos lo sabían. Su resistencia era más una cosa de la mente que de las armas, y todos albergaban dudas que aún no habían expresado… pero existían, y todos conocían su existencia.

—¡Queremos un ómnibus que nos lleve!

—¿Que los lleve dónde?

—¡Limítese a conseguir el maldito ómnibus! —bramó O’Neil.

—OK, puedo hacerlo. Pero antes tendría que saber a dónde piensan ir… para que la policía despeje los caminos —observó Bellow razonablemente. Sólo era cuestión de tiempo. Tim (habría sido útil saber si ese era su verdadero nombre, aunque Bellow confiaba en que lo era) no había hablado de matar; de hecho, no había amenazado con hacerlo ni tampoco dado un ultimátum ni arrojado el primer cadáver. No era un asesino. Se consideraba un soldado, diferente de un criminal, diferencia muy importante para los terroristas. No temía a la muerte, pero sí al fracaso… casi tanto como temía ser recordado como un asesino de inocentes. Matar soldados era una cosa. Asesinar mujeres y niños era otra. Era la historia de siempre con los terroristas. La parte más vulnerable de las personas es, indefectiblemente, la imagen que tienen de sí mismas. Había posibilidades de trabajar con aquellos a quienes les importaba lo que los demás pensaban de ellos, con los que se miraban al espejo al afeitarse. Era cuestión de tiempo. Estos irlandeses no eran fanáticos. Se podía hablar con ellos—. ¿Tim?

—¿Sí?

—¿Podría hacerme un favor?

—¿Cuál?

—¿Podría asegurarme de que los rehenes están bien? Tengo que tranquilizar a mi jefe. ¿Puedo entrar a verlos?

O’Neil titubeó.

—Vamos, Tim, ¿sí? Usted tiene que hacer sus cosas y yo las mías, ¿no? Soy médico. No porto armas. No tiene nada que temer —decirles que no tenían nada que temer (sugiriéndoles veladamente que abrigaban temores innecesarios) era generalmente una buena carta. El terrorista vacilaba, confirmando que tenía miedo… eso significaba que era racional. Buenas noticias para el psiquiatra del Rainbow.

—¡No, Tim, no! —intervino Barry—. No les des nada.

—¿Pero cómo saldremos de aquí, cómo conseguiremos el ómnibus, si no cooperamos un poco? —Miró a los otros tres. Sam Barry asintió. Dan McCorley también.

—Está bien —dijo O’Neil—. Venga.

—Gracias —respondió Bellow. Miró a Vega, el militar de más alto rango in situ.

—Cuídese, doc —sugirió el Oso. A su entender, acudir desarmado a la guarida de delincuentes armados no era una idea muy brillante. Jamás hubiera pensado que el psiquiatra fuera capaz de hacerlo.

—Siempre —aseguró Paul Bellow. Respiró hondo y caminó los pocos metros que lo separaban de la esquina. Dobló, y desapareció de la vista de los miembros del Rainbow.

Siempre le había resultado extraño, casi cómico, que la diferencia entre estar a salvo o en peligro fuera una distancia de pocos metros. No obstante, experimentaba un genuino interés. Jamás había conocido a un criminal en semejantes circunstancias. Era mejor que ellos estuvieran armados y él no. Necesitarían cierta reconfortante sensación de poder para equilibrar el hecho de que, armados o no, estaban atrapados en una jaula sin puertas.

—Está herido —dijo al ver la cara de Timothy.

—No es nada, sólo un par de raspones.

—¿Por qué no hace que alguien lo cure?

—No es nada —repitió O’Neil.

—OK, la cara es suya —dijo Bellow. Contó cuatro terroristas, todos armados con la misma clase de arma. AKMS, si la memoria no le fallaba. Después contó a los rehenes. Reconoció a Sandy Clark. Había siete más, todos muy asustados a juzgar por su aspecto. Era de esperar—. Y bien, ¿qué quieren exactamente?

—Queremos un ómnibus, y lo queremos ya —replicó O’Neil.

—OK, puedo conseguirlo, pero llevará tiempo organizar las cosas… y necesitaremos algo a cambio.

—¿Qué?

—La liberación de algunos rehenes —respondió el psiquiatra.

—No, sólo tenemos ocho.

—Mire, Tim, cuando hable con la gente con la que tendré que hablar para… para conseguir el ómnibus que ustedes me piden… tendré que ofrecerle algo a cambio. De lo contrario, ¿por qué habrían de darme algo para ustedes? Así se juega este juego, Tim. Tiene sus reglas. Vamos, usted las conoce. Uno suele cambiar parte de lo que tiene por parte de lo que quiere.

—¿Y?

—Y, en señal de buena fe, tendrá que darme un par de rehenes… mujeres y niños, como de costumbre. Es lo que queda mejor —Bellow volvió a mirar a los rehenes. Cuatro mujeres, cuatro hombres. Sería bueno liberar a Sandy Clark.

—¿Y luego?

—Y luego les diré a mis superiores que ustedes quieren un ómnibus y han dado muestra de buena fe. Tendré que representarlos ante ellos, ¿verdad?

—Ah, ¿y usted está de nuestro lado? —preguntó otro de los sujetos. Bellow vio que era mellizo de otro, parado muy cerca. Terroristas mellizos. Qué curioso.

—No, yo no diría eso. Mire, no quiero insultar su inteligencia. Ustedes saben en qué están metidos. Pero si quieren conseguir cosas tendrán que negociar. Esa es la regla, regla que yo no inventé. Yo vengo a ser el mediador. Eso quiere decir que los represento a ustedes ante mis jefes, y a mis jefes ante ustedes. Si necesitan tiempo para pensarlo, está bien. Estaré cerca, pero cuanto más rápido se decidan, más rápido podré moverme. Les pido que lo piensen, ¿de acuerdo?

—Consiga el ómnibus —dijo Timothy.

—¿A cambio de qué? —preguntó Bellow.

—Dos mujeres —O’Neil se dio vuelta para señalarlas—. Esa y aquella.

—¿Pueden venir conmigo? —Timothy había señalado a Sandy Clark. El chico estaba superado por las circunstancias, y eso sería beneficioso probablemente.

—Sí, ¡pero consiga ese maldito ómnibus!

—Haré lo posible —prometió Bellow. Les indicó a las dos mujeres que lo siguieran.

—Bienvenido a casa, doc —dijo Vega tranquilamente—. ¡Eh, qué grande! —agregó al ver a las dos mujeres—. Encantado, señora Clark. Soy Julio Vega.

—¡Mamá! —Patsy Chávez corrió a abrazar a su madre. Un par de soldados del SAS se llevaron a las tres mujeres.

—Vega a Comando —llamó el Oso.

—Price a Vega.

—Dile a Six que su esposa y su hija están a salvo.

En el hospital, Vega le pasó sus auriculares a Bellow.

—¿John? Soy Paul.

—Sí, doc, ¿qué está pasando ahora?

—Dame un par de horas y serán tuyos, John. Saben que están atrapados. Es cuestión de seguir hablando. Son cuatro en total, treintañeros, todos armados. Ahora les quedan seis rehenes. Pero hablé con el líder y puedo trabajar con él, John.

—OK, doc, llegaremos en diez minutos. ¿Qué es lo que piden?

—Lo de siempre —respondió Bellow—. Quieren un ómnibus para ir a algún lugar.

John se quedó pensando. Tal vez conviniera hacerlos salir y dejar que sus rifleros resolvieran el problema. Cuatro disparos, un juego de niños.

—¿Se lo mandamos?

—Todavía no. Los haremos esperar un poco.

—OK, doc, como usted diga. Hablaremos luego. Nos vemos. Fuera.

—OK —Bellow le devolvió la radio al sargento primero Vega, quien tenía un diagrama de la planta baja pegado en la pared.

—Los rehenes están aquí —dijo el psiquiatra—. Los sujetos aquí y aquí. A propósito, dos de ellos son mellizos. Todos caucásicos en la treintena, armados con la versión plegable del AK-47.

Vega asintió.

—OK. Si tenemos que atacarlos…

—No tendrán necesidad de hacerlo, no creo. El líder no es un asesino, bueno… no quiere serlo.

—Si usted lo dice, doc —comentó Vega, dubitativo. Pero lo bueno era que podrían arrojar un manojo de bengalas explosivas desde la esquina, entrar inmediatamente después y eliminar a los cuatro miserables… pero a riesgo de perder un rehén, opción que convenía evitar dentro de lo posible. El Oso jamás había pensado que ese médico fuera tan cojonudo… Había entrado a hablar (desarmado) con los cuatro terroristas… y había liberado a la señora Clark. Así de simple. Carajo. Miró a los seis SAS recién llegados, vestidos de negro como sus hombres y dispuestos a entrar en acción cuando fuera necesario. Paddy Connolly estaba afuera, con su bolsa de pirotecnia. La posición estaba aislada y la situación, bajo control. O casi. Por primera vez en una hora, el sargento primero Vega se permitió relajarse un poco.

—Bueno. Hola, Sean —dijo Bill Tawney. Acababa de reconocerlo en el hospital de la base, en Hereford—. Tenemos un día difícil, ¿no?

El hombro de Grady estaba inmovilizado y necesitaba cirugía. Tenía un par de balas de 9 mm adentro y una de ellas le había hecho pedazos el húmero izquierdo. Era una herida muy dolorosa a pesar de la medicación que le habían administrado diez minutos antes. Giró la cabeza y vio a un inglés de traje y corbata. Naturalmente, lo tomó por un policía… y guardó silencio.

—Hoy eligieron el lugar equivocado, muchachos —prosiguió Tawney—. Por si no lo sabe, está internado en el hospital de la base militar en Hereford. Hablaremos más tarde, Sean —por el momento, el cirujano ortopédico tendría que reparar el brazo estropeado. Un enfermero militar comenzó a medicarlo para la intervención.

Tawney fue a otra habitación para hablar con el que había sido rescatado de los restos del camión.

Iba a ser un «día de gloria» para todos los involucrados, pensó el Six. La autopista estaba cerrada a consecuencia de los dos choques y los agentes de policía oscurecían el paisaje con sus uniformes. (Eso sin contar a los hombres de Rainbow y el SAS). Pronto se les sumarían sendos grupos de individuos «Five» y «Six» en camino desde Londres (todos reclamarían jurisdicción sobre el atentado, lo cual sería un verdadero desastre, puesto que había un acuerdo escrito entre los gobiernos del Reino Unido y EE.UU. relativo al status del Rainbow, que si bien no había sido redactado pensando en situaciones como esa, garantizaba que el director de la CIA en Londres se haría cargo). Tawney supuso que le tocaría el papel de domador en ese peculiarísimo circo… y que tal vez necesitaría látigo, silla y pistola.

Su buen humor decayó al enterarse de que dos comandos Rainbow habían muerto y cuatro estaban siendo atendidos en ese mismo hospital. Hombres que conocía vagamente, cuyos rostros le eran familiares (dos de los cuales no volvería a ver jamás). Pero habían atrapado a Sean Grady, uno de los miembros más extremistas del PIRA, quien a partir de ahora iniciaría una nueva vida, perpetuamente custodiado por el gobierno de Su Majestad. Sería una rica fuente de información que Tawney debería explorar atentamente.

—¿Dónde está ese maldito ómnibus?

—Tim, hablé con mis superiores y lo están pensando.

—¿Qué carajo tienen que pensar? —exigió O’Neil.

—Usted conoce la respuesta a esa pregunta, Tim. Estamos tratando con burócratas del gobierno, y ellos jamás actúan sin cubrirse primero.

—Paul, tengo seis rehenes aquí y puedo…

—Sí, puede… pero en realidad no puede, ¿verdad? Timothy, si hace eso los soldados se abalanzarán sobre el edificio y pondrán fin a esta situación… y usted será eternamente recordado como un asesino de inocentes. Un asesino. ¿Es eso lo que quiere, Tim? ¿Realmente es eso lo que quiere? —Hizo una pausa—. ¿Y su familia? ¿Y la percepción pública de su movimiento político? Será difícil justificar el asesinato de inocentes, ¿no le parece? Ustedes no son extremistas musulmanes, ¿verdad? Ustedes son cristianos, ¿recuerda? Los cristianos no hacen ciertas cosas. De todos modos, su amenaza es útil como amenaza, pero no como herramienta. Usted no puede hacer eso, Tim. El único resultado sería su propia muerte y la condena política de su movimiento. Ah, a propósito, tenemos a Sean Grady —agregó Bellow en el momento preciso.

—¿Qué? —La noticia conmovió a Timothy.

—Fue capturado cuando intentaba escapar. Resultó herido, pero sobrevivirá. En este momento lo están operando.

Fue como pinchar un globo enorme. Acababa de sacarle el aire a su antagonista. Así se hacían las cosas, de a poco. El apuro solía provocar reacciones violentas, pero si uno los desgastaba lentamente ganaba la partida. Bellow había escrito un libro completo sobre el tema. Primero había que establecer contacto físico, lo que equivalía a contención. Luego había que controlar la información. Luego era menester transmitirla, poco a poco, como si de un tesoro se tratase. Así y sólo así se ganaba la partida.

—Tienen que entregarnos a Sean. ¡Vendrá con nosotros en el ómnibus!

—Timothy, en este momento está en la sala de operaciones… y seguirá allí varias horas. Si intentaran moverlo, los resultados podrían ser fatales… podría morir, Tim. Entonces, por mucho que usted lo quiera, no es posible. No puede pasar. Lo lamento, pero nadie puede modificar el destino.

¿Su líder estaba preso?, pensó O’Neil. ¿Sean, capturado? Curiosamente, le parecía peor que su propia situación. Si él estuviera preso Sean encontraría la manera de liberarlo, pero con Sean en la Isla de Wight… todo estaba perdido, ¿no? Pero…

—¿Cómo sé que me está diciendo la verdad?

—Tim… en una situación como esta es imposible mentir. Podría meter la pata. Es muy difícil mentir bien, y si usted me pescara en una no volvería a creerme, y en ese caso dejaría de serles útil a mis jefes y también a usted, ¿no le parece? —Nuevamente, la voz de la razón.

—¿Dijo que era médico?

—Sí —asintió Bellow.

—¿Dónde ejerce?

—Principalmente aquí, pero hice mi residencia en Harvard. Ejercí en cuatro lugares diferentes y también enseñé un poco.

—Entonces, ¿su trabajo es lograr que tipos como yo se rindan? —finalmente, enojo ante lo obvio.

Bellow negó con la cabeza.

—No, creo que mi trabajo es hacer que la gente siga con vida. Soy médico, Tim. No puedo matar ni ayudar a otros a hacerlo. Hace mucho tiempo juré solemnemente respetar la vida humana. Usted tiene armas. Los soldados que están afuera tienen armas. Yo no quiero que muera nadie más. Ya murieron muchos hoy, ¿no le parece? ¿A usted le gusta matar gente, Tim?

—Bueno… no, por supuesto que no, ¿a quién podría gustarle?

—Bien, a algunos les gusta —respondió Bellow, decidido a estimularle el ego—. Los denominamos personalidades sociópatas, pero usted no es uno de ellos. Usted es un soldado. Pelea por algo en lo que cree. Lo mismo que ellos —señaló en dirección a los hombres del Rainbow—. Ellos lo respetan, y espero que usted los respete. Los soldados no asesinan gente. Los criminales sí, pero un soldado no es un criminal —además de ser cierto, era una idea importante para comunicarle a su interlocutor. Tanto más porque los terroristas eran también unos románticos, y ser considerados vulgares criminales les resultaba muy hiriente a nivel psicológico. Bellow intentaba estimular su vanidad para evitar que cometieran actos irreparables. Eran soldados, no criminales, y por lo tanto debían actuar como soldados, no como criminales.

—¡Dr. Bellow! —llamó una voz desde afuera—. Tiene un llamado telefónico, señor.

—¿Puedo ir a atender, Tim? —Siempre había que pedirles permiso. Darles la ilusión de estar al mando de la situación.

—Sí —O’Neil hizo una seña. Bellow se reunió con los soldados.

John Clark estaba allí. Caminaron unos metros para poder hablar a solas.

—Gracias por liberar a mi esposa y a mi chiquita, Paul.

Bellow se encogió de hombros.

—Fue cuestión de suerte. El sujeto está superado por la situación y no puede pensar bien. Quieren un ómnibus.

—Ya me lo dijo —le recordó Clark—. ¿Se lo damos?

—No tendríamos que hacerlo. Estoy jugando al póker, John, y tengo escalera real. A menos que algo salga muy, pero muy mal, lo tenemos bajo control.

—Noonan está afuera y puso un micrófono en la ventana. Escuché la última parte. Excelente, doctor.

—Gracias —Bellow se pasó la mano por la cara. Estaba atravesando momentos de gran tensión, pero sólo allí podía demostrarlo. F rente a Timothy debía mostrarse frío como el hielo, como un profesor amable y respetado—. ¿Y los otros prisioneros?

—Todo sigue igual. Grady está en la sala de operaciones… y no saldrá hasta dentro de varias horas, según dicen. El otro sigue inconsciente y no conocemos su identidad.

—¿Grady es el líder?

—Eso creemos, basándonos en inteligencia.

—Entonces podrá contarnos muchas cosas. Me gustaría estar cuando salga de cirugía —dijo Bellow.

—Primero debemos terminar con esto.

—Ya lo sé. Debo volver a entrar —Clark le palmeó el hombro y Bellow volvió con los terroristas.

—¿Y bien? —preguntó Timothy.

—Y bien… todavía no decidieron el tema del ómnibus. Lo lamento —agregó en voz baja—. Pensé que los había convencido, pero no logran decidirse.

—Dígales que si no se deciden pronto vamos a…

—No, no van a hacer nada, Tim. Usted lo sabe perfectamente bien. Yo también lo sé. Y ellos lo saben.

—¿Entonces por qué enviarían el ómnibus? —preguntó O’Neil, a punto de perder los estribos.

—Porque yo les dije que hablan en serio, y que deben tomar en serio la amenaza. Aunque no lo crean posible deben tener en cuenta que podrían hacerlo… y si llegan a hacerlo, ellos quedarán muy mal ante sus jefes —Timothy sacudió la cabeza ante la complicada lógica. Parecía más confundido que furioso—. Confíe en mí —prosiguió Bellow—. Ya lo hice antes, y sé cómo funciona. Es más fácil negociar con soldados como ustedes que con esos malditos burócratas. Los tipos como ustedes pueden tomar decisiones. Los burócratas huyen a los saltos ante la sola idea de hacerlo. No les importa que muera gente. Lo único que les importa es no verse mal en los diarios.

En ese instante ocurrió algo positivo. Tim metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Señal segura de estrés e intento de controlarlo.

—Es peligroso para la salud, muchacho —comentó Clark, mirando la imagen por TV. El plan de asalto estaba listo. Connolly había colocado cargas explosivas en las ventanas (destinadas a abrirles paso y a distraer a los terroristas). Vega, Tomlinson y Bates arrojarían bengalas explosivas al mismo tiempo y entrarían a la sala para eliminar a los sujetos. El único peligro, como siempre, era que uno de ellos disparara a quemarropa contra los rehenes en su último acto consciente, o incluso por accidente. Aparentemente, Bellow estaba haciendo bien las cosas. Si los sujetos tenían neuronas sabrían que era hora de rendirse, pero recordó que hasta el momento no habían contemplado la posibilidad de terminar sus días en la cárcel. Seguramente no era un proyecto divertido. Los hombres del SAS se habían puesto a su disposición, aunque su coronel se había allegado a husmear el lobby principal del hospital.

—Es un día difícil para todos, ¿no, Tim? —preguntó Bellow.

—Podría haber sido mejor —admitió O‘Neil.

—Y usted sabe cómo terminará, ¿no? —tanteó Bellow.

—Sí, doctor, lo sé —hizo una pausa—. Hoy no disparé mi rifle. No maté a nadie. Jimmy sí —prosiguió, señalando el cadáver yacente—, pero ninguno de nosotros mató a nadie.

¡Bingo!, pensó Bellow.

—Eso es muy importante, Tim. Es importantísimo, de hecho. La guerra terminará pronto, sabe. Finalmente van a hacer la paz, y cuando eso sucede, bien, hay amnistía para la mayor parte de los combatientes. De modo que pueden tener esperanzas. Todos ustedes —les dijo a los otros tres, quienes observaban y escuchaban… y vacilaban como Tim. Debían saber que todo estaba perdido. Rodeados, capturado su líder, la situación podía terminar de dos maneras para ellos: muerte o cárcel. La huida no era una posibilidad y sabían que el intento de trasladar a los rehenes a un ómnibus sólo serviría para exponerlos a una muerte segura.

—¿Tim?

—¿Sí? —respondió, mirándolo a través de una cortina de humo.

—Si dejan las armas sobre el piso, les doy mi palabra de que no resultarán lastimados.

—¿E iremos a la cárcel? —desafío y enojo en la respuesta.

—Timothy, algún día saldrán de la cárcel. Pero es imposible salir de la muerte. Por favor, piénselo. Por el amor de Dios, soy médico —le recordó Bellow—. No me gusta ver morir a la gente.

Timothy O’Neil miró a sus camaradas. Todos bajaron los ojos. Ni siquiera los mellizos Barry adoptaron una actitud desafiante.

—Muchachos, si en el día de hoy no hirieron a nadie, entonces… sí, irán a la cárcel, pero tendrán la posibilidad de salir cuando se promulgue la amnistía. De otro modo, morirán por nada. No por su país. Sus compatriotas no respetan como héroes a los asesinos de civiles inocentes —repitió Bellow por enésima vez. La repetición era importante. La insistencia. La gota que horada la piedra—. Matar soldados… sí, eso hacen los soldados, pero asesinar gente inocente… jamás. Ya saben: morirán por nada… o vivirán y algún día volverán a ser libres. Ustedes deciden, muchachos. Ustedes tienen las armas. Pero el ómnibus no vendrá. No escaparán y, sí, pueden matar a estas seis personas… ¿pero qué conseguirán con eso? ¿Un pasaje al infierno, tal vez? Piénselo, Timothy —concluyó, preguntándose si alguna monja católica le habría hablado así en la escuela.

No era tan fácil para Tim O’Neil. La idea de estar metido en una jaula con delincuentes comunes y que su familia fuera a visitarlo como a un animal del zoológico le producía escalofríos… pero desde siempre había sido una posibilidad. Y aunque prefería la imagen mental de la muerte heroica —su ametralladora escupiendo fuego contra los enemigos de su país—, ese médico estadounidense había dicho la verdad. No era heroico asesinar a seis civiles ingleses. No se cantarían loas a su hazaña, no se beberían cervezas en su honor en los pubs del Ulster… Lo esperaba una muerte deshonrosa, desdichada… Y la vida, en prisión o no, era preferible a esa clase de muerte.

Timothy Dennis O’Neil miró a sus camaradas del PIRA y vio la misma expresión en sus rostros. Todos asintieron, sin decir palabra. O’Neil dejó su rifle en el piso. Los demás hicieron lo mismo.

Bellow se acercó a darles la mano.

—Six a Vega, ¡entren ya mismo! —ordenó Clark, contemplando la imagen en el pequeño monitor blanco y negro.

El Oso Vega dio rápidamente la vuelta a la esquina con su MP-10 en alto. Allí estaban, parados junto a Bellow. Tomlinson y Bates los empujaron (sin excesiva rudeza) contra la pared. Bates los palpó de armas. Segundos después entraron dos policías uniformados y, ante el asombro de los soldados, los esposaron y les leyeron sus derechos. Y así, fácilmente, serenamente, terminó otro día de combate.