AGENTES TRANSMISORES
—Es una verdadera pérdida de tiempo —dijo Barbara Archer en la sala de conferencias—. F4 está muerta aunque su corazón siga latiendo. Lo hemos intentado todo. Nada detiene a Shiva. Absolutamente nada.
—Excepto los anticuerpos de la vacuna B —acotó Killgore.
—Excepto eso —admitió Archer—. Pero nada más.
Todos coincidieron con su apreciación. Habían probado literalmente todas las modalidades de tratamiento conocidas por la medicina, incluyendo algunas meramente especuladas en el CDC, el USAMRIID y el Instituto Pasteur de París. Incluso habían probado todo el arsenal de antibióticos, desde penicilina a Keflex y dos nuevos productos sintéticos todavía bajo experimentación en Merck y Horizon. Dado que no servían para infecciones virales, la aplicación de antibióticos fue de carácter exclusivamente preventivo: en momentos de desesperación la gente tomaba medidas desesperadas y tal vez podría ocurrir algo nuevo e inesperado…
… pero no con Shiva. Esta nueva versión mejorada de la fiebre hemorrágica Ébola, genéticamente modificada para superar a la versión natural que todavía asolaba el valle del río Congo, era casi 100 por ciento fatal y 100 por ciento resistente a todos los tratamientos conocidos por la ciencia médica… y a menos que hubiera un avance sensacional en el tratamiento de enfermedades infecciosas, nada ayudaría a las víctimas del virus. Muchos se contagiarían durante la liberación inicial, y el resto mediante la vacuna A desarrollada por Steve Berg. A través de ambas modalidades, Shiva barrería el mundo como una tormenta ominosa y lenta. Dentro de un período de seis meses, los que quedaran vivos se dividirían en tres categorías. Primero, los no expuestos al virus. Serían pocos, dado que todos los países del mundo comprarían cantidades de vacuna-A para inocular a sus ciudadanos (ya que las primeras víctimas de Shiva horrorizarían a cualquier humano con acceso a la red televisiva). El segundo grupo estaría integrado por aquellos (excepcionales) individuos protegidos por sus sistemas inmunitarios. El laboratorio todavía no había encontrado ninguno, pero inevitablemente los habría… (Felizmente, la mayoría moriría por el colapso de los servicios sociales en todas las ciudades y pueblos del mundo, principalmente de hambre, pánico generado por la plaga o enfermedades bacterianas originadas por las montañas de muertos sin enterrar).
El tercer grupo serían los pocos miles destinados a Kansas. El Bote Salvavidas del Proyecto, así lo llamaban. Este grupo estaría formado por miembros activos del proyecto —poco más de cien— y sus familias, y otros científicos seleccionados (todos ellos protegidos por la vacuna B de Berg). El complejo de Kansas era grande, aislado, y estaba protegido por grandes cantidades de armas (en caso de que se acercaran visitas inesperadas).
Seis meses, pensaron. Veintisiete semanas. Eso decían las proyecciones de las computadoras. Algunas áreas caerían más rápido que otras. Los modelos sugerían que África sería la última… porque serían los últimos en obtener la vacuna A, y también debido a su deficiente infraestructura de distribución de servicios vitales. Europa sería la primera en caer, gracias a sus sistemas médicos sociales y sus obedientes ciudadanos que irían a vacunarse en cuanto los llamaran… Después Estados Unidos, y luego, a su debido tiempo, el resto del mundo.
—El mundo entero, así de simple —comentó Killgore, mirando por la ventana la frontera entre los estados de New Jersey y Nueva York con sus suaves pendientes y frondosas arboledas. Los enormes campos de cultivo desde Canadá a Texas por fin descansarían, aunque algunos darían trigo salvaje durante muchos siglos por venir. El bisonte se propagaría rápidamente desde sus enclaves en Yellowstone y en cotos de caza privados, y con él los lobos y el desterrado oso gris, y los pájaros, los coyotes y los perros de la pradera. La naturaleza recuperaría rápidamente su equilibrio, según las computadoras; en menos de cinco años, toda la Tierra se habría transformado.
—Sí, John —coincidió Barbara Archer—. Pero todavía falta para eso. ¿Qué hacemos con los sujetos del experimento?
Killgore sabía lo que estaba insinuando. Archer odiaba la medicina clínica.
—¿Primero F4? —preguntó.
—Mantenerla respirando es desperdiciar el aire, y todos lo sabemos. Todos sufren y nosotros no estamos aprendiendo nada, salvo que Shiva es letal… cosa que ya sabíamos. Además, dentro de unas semanas nos trasladaremos al oeste. ¿Para qué mantenerlos con vida tanto tiempo? Porque no vamos a llevarlos con nosotros, ¿no?
—Bueno, claro que no —admitió otro médico.
—OK, estoy cansada de perder el tiempo atendiendo gente muerta. Propongo que hagamos lo que debemos hacer y terminemos con esto.
—Comparto —dijo otro científico.
—¿A favor? —preguntó Killgore. Contó las manos levantadas—. ¿En contra? —Sólo dos—. Respuesta afirmativa. OK. Barbara y yo nos haremos cargo… ¿hoy mismo, Barb?
—¿Para qué esperar, John? —preguntó Archer con hastío.
—¿Kirk Maclean? —preguntó el agente Sullivan.
—Soy yo —dijo el hombre sin abrir la puerta.
—FBI —Sullivan acercó su identificación a la mirilla—. ¿Podemos hablar con usted?
—¿Sobre qué? —La alarma de siempre.
—¿Es imprescindible que hablemos con la puerta cerrada? —preguntó razonablemente Sullivan.
—Oh, claro, seguro, entren —Maclean abrió la puerta y los hizo pasar al living. El televisor estaba encendido. Una película por cable. Kung Fu y armas aparentemente.
—Soy Tom Sullivan, y él es Frank Chatham. Estamos investigando la desaparición de dos mujeres —dijo Sullivan después de sentarse—. Esperamos que pueda ayudarnos.
—Claro… ¿quiere decir que fueron raptadas o algo así?
—Es una posibilidad. Sus nombres son Anne Pretloe y Mary Bannister. Algunas personas nos dijeron que usted podía conocer a una de ellas o a ambas —dijo Chatham.
Maclean cerró los ojos, y luego miró por la ventana unos segundos.
—¿Del Turtle Inn, tal vez?
—¿Ahí fue donde las conoció?
—Eh, muchachos, conozco muchísimas chicas, ¿saben? Es un buen lugar para eso, con la música y todo lo demás. ¿Tienen fotos?
—Sí —Chatham se las entregó.
—OK, sí, recuerdo a Annie… nunca supe su apellido —explicó—. Secretaria jurídica, ¿no?
—Correcto —confirmó Sullivan—. ¿La conocía bien?
—Bailamos un poco, hablamos, tomamos unos tragos, pero nunca salí con ella.
—¿Nunca salió del bar con ella ni fueron a caminar?
—Creo que una vez la acompañé a su casa. Su departamento estaba a pocas cuadras, ¿no?… Sí —recordó después de unos segundos—. A media cuadra de Columbus Avenue. La acompañé hasta su casa… pero, caramba, no entré… quiero decir que nunca… en fin, yo no, bueno… saben, nunca tuve sexo con ella —parecía avergonzado.
—¿Sabe si tenía otros amigos? —preguntó Chatham, tomando nota.
—Sí, había un tipo que le interesaba, Jim algo. Contador, creo. No sé qué relación tenían, pero cuando se encontraban en el bar bebían juntos. En cuanto a la otra, recuerdo la cara, pero no el nombre. Tal vez hayamos hablado, pero no recuerdo. Eh, saben… es un bar de solteros y se conoce un montón de gente, y a veces uno conecta con alguien, pero generalmente no.
—¿Números telefónicos?
—No. Tengo los de otras dos chicas que conocí allí. ¿Los quieren? —Preguntó Maclean.
—¿Conocían a Mary Bannister o Anne Pretloe? —preguntó Sullivan.
—Tal vez. Las mujeres se conectan mejor que los hombres, saben, se entienden a su manera, nos evalúan… tal como hacemos los hombres, pero ellas están mejor organizadas, creo yo.
Hubo más preguntas durante aproximadamente media hora, algunas repetidas a intervalos… cosa que a Maclean no pareció importarle. Finalmente le preguntaron si podían echarle un vistazo al departamento. No tenían derecho legal a hacerlo pero, curiosamente, hasta los criminales lo permitían (más de uno fue atrapado por tener evidencia incriminatoria a la vista). En este caso, los agentes buscarían revistas con fotos de prácticas sexuales desviadas o incluso fotos personales del mismo tenor. Pero cuando Maclean los hizo pasar a su cuarto, lo único que vieron fueron fotos de animales, revistas de naturaleza y conservación (algunas publicadas por grupos considerados extremistas por el FBI), y toda clase de equipos para actividades al aire libre.
—¿Senderista? —preguntó Chatham.
—Me encanta el campo —confirmó Maclean—. Necesito una chica a la que también le guste, pero no hay muchas en la ciudad.
—Supongo que no —Sullivan le dio su tarjeta—. Llámeme en seguida si se le ocurre algo. El número de mi casa está en el dorso. Gracias por su colaboración.
—No sé si les fui útil —comentó Maclean.
—Todo sirve, como dicen por ahí. Hasta pronto —dijo Sullivan, estrechándole la mano.
Maclean cerró la puerta y resopló. ¿Cómo carajo habían conseguido su nombre y su dirección? Las preguntas habían sido tal como esperaba, y había pensado retiradamente las respuestas… pero mucho tiempo atrás, pensó. ¿Por qué ahora? ¿Los policías eran idiotas, lentos o qué?
—Un montón de nada —dijo Chatham apenas subieron al auto.
—Bueno, tal vez las mujeres puedan decirnos algo.
—Lo dudo. Anoche hablé con una de ellas en el bar.
—Habla otra vez. Pregúntale qué piensa de Maclean —sugirió Sullivan.
—OK, Tom. Puedo hacerlo. ¿El tipo te mandó alguna vibración? A mí no —dijo Chatham.
Sullivan negó con la cabeza.
—No, pero todavía no aprendí a leer la mente.
—Claro —asintió Chatham.
Era hora, y demorarlo no tenía sentido. Barbara Archer abrió el gabinete de medicamentos, extrajo diez ampollas de solución salina de potasio, y se las guardó en el bolsillo. Antes de entrar a la habitación de F4 llenó una jeringa de 50 cc. Luego abrió la puerta.
—Hola —gruñó la paciente. Yacía inmóvil en la cama, mirando sin ver un televisor empotrado en la pared.
—Hola, Mary. ¿Cómo nos sentimos hoy? —Archer se preguntó por qué los médicos preguntaban cómo nos sentíamos. Curiosa licencia lingüística, pensó, probablemente aprendida en la facultad de medicina, tal vez destinada a crear cierta solidaridad con el paciente… inexistente en este caso. Uno de sus primeros trabajos de verano en la universidad había sido en una perrera. Los animales tenían un plazo de siete días y, si nadie iba a reclamarlos, les practicaban eutanasia… los asesinaban, en opinión de Archer, casi siempre con grandes dosis de fenobarbital. La inyección se aplicaba en la pata delantera izquierda y los perros tardaban cinco segundos en quedarse dormidos. Siempre lloraba después… Lo hacían todos los martes, justo antes de almorzar. Pero ella no podía almorzar y, a veces, ni siquiera cenar cuando la obligaban a exterminar a un perro particularmente bonito. Los colocaban en fila sobre mesadas de acero inoxidable y un empleado los sostenía para facilitar el asesinato. Ella les hablaba suavemente, para tranquilizarlos y aliviarles el miedo y darles una muerte más sosegada. Archer se mordió los labios, sintiéndose como Adolf Eichmann se habría sentido… o más bien como debería haberse sentido.
—Horrible —respondió Mary Bannister.
—Bueno, esto ayudará —prometió Archer, sacando la jeringa del bolsillo y quitando el protector plástico de la aguja. Caminó tres pasos hasta el costado izquierdo de la cama, tomó el brazo de F4, lo estiró y clavó la aguja en la vena del codo. Luego miró a los ojos a su víctima y liberó el contenido de la jeringa.
Mary abrió mucho los ojos. La solución de potasio le quemaba las venas a medida que las atravesaba. Se llevó la mano derecha al brazo izquierdo y luego, un segundo después, al pecho. La sensación quemante avanzaba rápidamente hacia su corazón. El potasio hizo que dejara de latir en el acto. La línea del monitor saltó hacia arriba y luego se puso absolutamente recta, disparando la alarma. Los ojos de Mary seguían abiertos (porque el cerebro tiene oxígeno suficiente para seguir activo durante más de un minuto luego del paro cardíaco masivo). Parecía asombrada. No podía hablar, no podía quejarse, porque su respiración se había detenido junto con el corazón, pero miró a Archer directo a los ojos… tal como hacían los perros, pensó la doctora, sólo que los ojos de los perros no parecían acusarla como los de esa joven. Le sostuvo la mirada sin emoción (a diferencia de su época en la perrera). Luego, en menos de un minuto, F4 cerró los ojos. Estaba muerta. Una menos. Todavía le quedaban nueve antes de poder irse a su casa. Esperaba que la VCR funcionara bien. Quería grabar el programa del Discovery Channel sobre los lobos de Yellowstone, pero esa maldita videocasetera la volvía loca.
Treinta minutos después los cadáveres fueron colocados en bolsas plásticas y trasladados al incinerador. Era un modelo especial diseñado para aplicaciones médicas (destrucción de material biológico descartable, como fetos o miembros amputados). Alimentado a gas natural, alcanzaba una temperatura extremadamente alta (destruía incluso las emplomaduras de las muelas) y transformaba todo en una ceniza muy fina que el viento llevaba a la estratosfera, y desde allí al mar. Las salas de tratamiento serían desinfectadas para eliminar todo vestigio de Shiva, y, por primera vez en meses, no habría cepas del virus buscando víctimas en el complejo. Los miembros del proyecto estarían encantados, pensó Archer camino a su casa. Shiva era una herramienta útil para el objetivo supremo, pero también lo suficientemente peligrosa para que todos anhelaran su desaparición.
Popov se las ingenió para dormir cinco horas durante el viaje y recién despertó cuando la azafata le tocó el hombro a veinte minutos de Shannon. La exfacilidad donde aterrizaban los Boeings de Pan American antes de seguir vuelo a Southampton —y donde la aerolínea inventó el café irlandés para despertar a los pasajeros— se encontraba sobre la costa oeste de Irlanda, rodeada de granjas y verdes marjales que brillaban a la luz del alba. Popov se lavó la cara y volvió a su asiento para el aterrizaje. El avión carreteó hasta la terminal general, donde había otros jets comerciales similares al G-V que Horizon Corporation había alquilado para él. Apenas se detuvo, un hombre saltó de un sucio automóvil oficial y subió las escaleras. El piloto le indicó que pasara a la cabina.
—Bienvenido a Shannon, señor —dijo el oficial de migraciones—. ¿Me permite su pasaporte, por favor?
—Aquí tiene —Popov se lo entregó.
El burócrata lo hojeó lentamente.
—Ah, estuvo aquí hace poco. ¿Cuál es el propósito de su viaje, señor?
—Negocios. Farmacéuticos —agregó el ruso, por si al funcionario se le ocurría abrir sus valijas.
—Ajá —respondió con desinterés. Selló el pasaporte y se lo devolvió—. ¿Algo que declarar?
—No.
—Muy bien. Que tenga un buen día, señor —la sonrisa fue tan mecánica como todos sus movimientos. Luego bajó del avión y se alejó en su auto destartalado.
Popov no suspiró de alivio… más bien gruñó con disgusto por haberse tensionado en vano. Después de todo, ¿quién alquilaría semejante avión por 100 000 dólares para traficar drogas? Otra cosa más que aprender del capitalismo. Si uno tenía suficiente dinero para viajar como un príncipe, uno no podía estar fuera de la ley. Asombroso, pensó. Se puso el piloto y salió del avión. Un Jaguar negro lo estaba esperando. Sus valijas ya estaban dentro del baúl.
—¿Señor Serov? —preguntó el chofer, abriéndole la puerta. Había tanto ruido que nadie podría escucharlos.
—Sí. ¿Vamos a ver a Sean?
—Sí, señor.
Popov asintió y subió al auto. Un minuto después salían del aeropuerto. Los caminos eran parecidos a los de Inglaterra, más angostos que los de EE.UU. y el volante seguía estando a la derecha. Qué raro, pensó. Si a los irlandeses no les gustaban los ingleses, ¿por qué emulaban sus normas de tránsito?
El viaje duró media hora y concluyó en una granja, bastante apartada de los caminos principales. Vio dos autos y una camioneta, y un hombre montando guardia. Popov lo reconoció en el acto. Era Roddy Sands, el cauto de la unidad.
Bajó del Jaguar y lo miró, pero no se acercó a darle la mano. Sacó la valija llena de droga del baúl y entró en la casa.
—Buen día, Iosef —Grady le dio la bienvenida—. ¿Qué tal el vuelo?
—Cómodo —Popov le entregó la valija—. Ahí tiene lo que pidió, Sean.
El tono de su voz fue por demás expresivo. Grady lo miró fijo a los ojos, un poco avergonzado.
—A mí tampoco me gusta, pero hay que tener dinero para financiar las operaciones y esta es una manera de conseguirlo —el valor de las diez libras de cocaína era variable. Le habían costado apenas 25 000 dólares a Horizon Corporation (las había comprado en el mercado exclusivo de los laboratorios). Una vez diluida, en la calle, costaría quinientas veces más. Otro aspecto del capitalismo, pensó Popov despectivamente. Luego le entregó a Grady una hoja de papel.
—Número y código de activación de la cuenta segura en Suiza —explicó—. Sólo pueden hacer extracciones los lunes y los miércoles por razones de seguridad. Hay seis millones de dólares estadounidenses depositados en la cuenta, suma que puede ser chequeada en todo momento.
—Como siempre, es un placer hacer negocios con usted, Joe —dijo Sean, permitiéndose una sonrisa. Jamás había tenido tanto dinero en su poder en sus veintipico de años de revolucionario profesional. Bueno, pensó Dimitri, tampoco eran empresarios, ¿verdad?
—¿Cuándo darán el golpe?
—Muy pronto. Hemos chequeado el objetivo y nuestro plan es una belleza, amigo mío. Les clavaremos el aguijón, Iosef Andréyevich —prometió Grady—. Los golpearemos donde más les duele.
—Necesito saber cuándo, exactamente. También tengo que hacer algunas cosas —dijo Popov.
Eso no le gustó al irlandés. Por cuestiones de seguridad operativa, obviamente. Uno de afuera quería saber cosas que sólo los de adentro podían conocer. Se miraron fijo durante unos segundos. Pero el irlandés aflojó. Apenas comprobó que el dinero estaba en la cuenta, su confianza en el ruso se reafirmó. Por otra parte, las diez libras de cocaína eran prueba fehaciente de su buena voluntad… suponiendo que la Garda no lo arrestara esa misma tarde. Pero Popov no era esa clase de tipo, ¿verdad?
—Pasado mañana. La operación comenzará a la una de la tarde.
—¿Tan pronto?
A Grady le agradó que el ruso lo hubiera subestimado.
—¿Para qué demorarse? Tenemos todo lo que necesitamos, ahora que el dinero está en su lugar.
—Como usted diga, Sean. ¿Necesita algo más de mí?
—No.
—Entonces voy a retirarme, con su permiso.
Esta vez se dieron la mano.
—Daniel lo llevará… ¿a Dublín?
—Sí, al aeropuerto.
—Dígaselo, él lo llevará.
—Gracias, Sean… y buena suerte. Tal vez nos veamos después —agregó Dimitri.
—Me agradaría.
Popov lo miró por última vez… Estaba seguro de que sería la última, a pesar de lo que acababa de decir. Los ojos de Grady habían adquirido renovado brillo al pensar en la demostración revolucionaria que coronaría su carrera. Tenían una crueldad que Popov no había notado antes. Como Fürchtner y Dortmund, Grady era un animal predador antes que un ser humano, y, por mucha experiencia que tuviera con esa clase de gente, no dejaba de perturbarlo. Supuestamente era un lector profesional de mentes, pero en esta sólo veía vacío, ausencia de sentimientos humanos, reemplazados por la ideología que lo guiaba hacia… ¿dónde? ¿Acaso Grady lo sabía? Probablemente no. Creía estar hollando el sendero que conducía a un Futuro Radiante —expresión favorita del Partido Comunista de la Unión Soviética—, pero la luz que lo guiaba estaba más lejos de lo que creía y su resplandor ocultaba los profundos y amenazantes pozos del sendero que empezaba a recorrer. Y ciertamente, si llegaba a conseguir lo que anhelaba sería un líder desastroso, como aquellos que intentaba emular —Stalin, Mao, etcétera—, tan divorciado del parecer del hombre común como un extraterrestre para quien la vida y la muerte fueran meras herramientas de su visión, completamente ajenas a la humanidad. Su visión del futuro fue lo peor que Karl Marx legó al mundo. Sean Grady había reemplazado su humanidad y sus emociones por un modelo geométricamente preciso de lo que el mundo debería ser… y estaba demasiado embebido en esa visión como para advertir que había fracasado en todos los lugares donde había sido implementada. Perseguía una quimera, una criatura irreal y siempre inasible que lo arrastraba a su propia destrucción… y también a la de todos los que pudiera matar en el camino. Y en sus ojos ardía el entusiasmo feroz de la cacería. Su ceguera ideológica le impedía ver el mundo tal cual era… tal como lo veían los propios rusos luego de setenta años de infructuosa persecución de la misma quimera. Ojos radiantes al servicio de un amo ciego. Qué extraño, pensó el ruso antes de marcharse.
—OK, Peter, estás de turno —le dijo Chávez al líder del Comando 1.
—Como tú digas, Ding —replicó Covington—. Pero aparentemente no pasa nada en ninguna parte.
La inteligencia que habían recibido de las diversas agencias nacionales era bastante alentadora. Los informantes en contacto con terroristas conocidos o supuestos —principalmente con estos últimos, dado que los más activos hubieran sido arrestados— decían que el atentado al Parque Mundial había enfriado considerablemente la atmósfera, especialmente desde que los franceses habían publicado los nombres y las fotos de los terroristas muertos en España, y uno de ellos había resultado ser un respetado y venerado exmiembro de Action Directe con seis asesinatos sobre sus espaldas y reputación de operador experto. Su eliminación pública se había propagado como un reguero de pólvora a través de la comunidad terrorista, junto con un respeto creciente por la policía española… que medraba institucionalmente gracias al comando Rainbow para gran disgusto de los vascos, quienes, según fuentes españolas, también se habían visto afectados por la pérdida de varios de sus miembros más respetados.
Si eso era cierto, el informe de Bill Tawney sugería que Rainbow estaba teniendo el efecto esperado. Tal vez tendrían que entrar en acción y matar gente con frecuencia para probar su valor.
Pero todavía nada indicaba un posible motivo para los tres atentados sucesivos, ni tampoco quién los había instigado. Los analistas del Servicio Secreto de Inteligencia británico lo atribuían al azar, señalando que Suiza, Alemania y España eran tres países distintos y que, por lo tanto, era improbable que una misma persona tuviera contactos con grupos terroristas en los tres. En dos, tal vez; en los tres, imposible. También sugería entablar contacto con los servicios de inteligencia del ex Boque Oriental para averiguar a qué se dedicaban ciertos miembros retirados. Incluso valía la pena comprarles información al precio de plaza, mucho más alto ahora, ya que los exagentes de inteligencia debían ganarse la vida en el mundo real… pero no tan alto como un nuevo atentado con costo de vidas humanas. Tawney hizo hincapié en esto último cuando le pasó su informe a John Clark, y este volvió a discutir el tema en Langley… sólo para ser rechazado una vez más, cosa que lo hizo bufar una semana seguida contra los REMF de la CIA. Tawney pensó en sugerírselo por su cuenta a los «Six» de Londres, pero sin el apoyo de la CIA hubiera sido un esfuerzo vano.
Por otra parte, Rainbow funcionaba. Hasta el propio Clark lo admitía, descontento con su rol de «trajeado» que mandaba a los jóvenes a realizar misiones excitantes mientras él se quedaba detrás del escritorio. Durante toda su carrera como oficial de inteligencia se había quejado de la supervisión de «los de arriba». Ahora que él mismo supervisaba, tal vez empezara a entender un poco mejor las cosas. Estar al mando podía ser estimulante pero jamás divertido para alguien que se había pasado la vida esquivando y repartiendo balas en el ojo del huracán.
La idea de que sabía cómo hacerlo y que, por consiguiente, podía transmitir su saber a sus subordinados seguía resultándole tan difícil de aceptar como cinco años atrás. La vida era una trampa, se dijo, y la única manera de escapar tampoco era divertida. Por eso, cada mañana se ponía el traje y lamentaba las consecuencias de los años sobre su vida (como todos los hombres de su edad a lo largo y a lo ancho del planeta). ¿Dónde había ido a parar su juventud? ¿Cómo la había perdido?
Popov llegó al aeropuerto de Dublín antes de almorzar y compró un pasaje directo a Gatwick. Extrañaba el G-V alquilado. Era una manera muy conveniente de trabajar, libre del tumulto de los aeropuertos. El G-V era tan bueno como el Jumbo… pero jamás tendría tanto dinero como para permitirse ese placer. Apartó la idea de su mente. Tendría que conformarse con viajar en primera clase, farfulló el ruso para sus adentros, bebiendo un sorbo de vino mientras el 737 alcanzaba su altitud crucero. Nuevamente, tenía mucho que pensar, y descubrió que el viaje solitario en primera clase era un ámbito propicio para ejercitar la mente.
¿Quería que Grady tuviera éxito en su misión? Más precisamente, ¿su empleador quería que Grady triunfara? No había sido el caso en Berna y Viena, ¿pero acaso ahora sería diferente? Tal vez Henriksen lo creyera así. Le había dado esa impresión en las conversaciones. ¿Había una diferencia? Y si la había, ¿cuál era?
Henriksen era un exagente del FBI. Tal vez eso lo explicara todo. Como Popov, no toleraba el fracaso en nada. ¿O realmente quería baldar a ese comando Rainbow hasta tal punto que no pudiera… que no pudiera qué? ¿Interferir con alguna operación?
Nuevamente la pared de ladrillos, nuevamente se daba de cabeza contra ella. Había iniciado dos operaciones terroristas cuyo único propósito discernible hasta el momento era despertar la conciencia internacional sobre la amenaza del terrorismo. Henriksen tenía una empresa consultora en esa área y quería concientizar al mundo para obtener más contratos… pero superficialmente parecía una manera costosa e ineficaz de hacerlo, reflexionó Popov. Ciertamente, las sumas que ganaría con los contratos serían menores que las que ya había gastado (o embolsado) Popov. Por enésima vez recordó que el dinero había sido aportado por John Brightling y su Horizon Corporation —tal vez sólo por Brightling— y no por la Global Security Inc. de Henriksen. Entonces, ambas compañías estaban vinculadas en cuanto a sus objetivos pero no en cuestiones financieras.
Por lo tanto, pensó Popov bebiendo su Chablis francés, la operación es cosa de Brightling y Henriksen se limita a respaldarlo con su pericia y sus consejos…
… pero, uno de los objetivos era que Henriksen obtuviera el contrato para las Olimpiadas de Sydney que comenzarían dentro de pocas semanas. Eso había sido muy importante para Brightling y Henriksen por igual. Por consiguiente, Henriksen estaba haciendo algo muy importante para Brightling, indudablemente en beneficio de sus objetivos.
¿Pero a qué se dedicaban Brightling y su compañía? La Horizon Corporation y sus numerosas subsidiarias internacionales estaban en el negocio de la investigación médica. La compañía fabricaba medicamentos y cada año gastaba enormes sumas de dinero en inventar nuevos productos. Era líder mundial en el campo de la investigación médica. En sus laboratorios trabajaban ganadores del Premio Nobel y, según la Internet, estaban investigando importantes áreas de potenciales avances médicos. Popov volvió a sacudir la cabeza. ¿Qué tenían que ver la ingeniería genética y la fabricación farmacéutica con el terrorismo?
La luz que se apagó sobre el mar de Irlanda le recordó que hacía pocos meses Estados Unidos había padecido un ataque con armas biológicas… que habían provocado la muerte de cinco mil personas y la ira letal de EE.UU. y su presidente. El dossier recibido por Popov en aquel momento consignaba que el jefe del comando Rainbow, Clark, y su yerno Chávez habían desempeñado un papel secreto pero fundamental en la resolución del conflicto.
Guerra biológica, pensó Popov. Su sola mención bastaba para hacer temblar al mundo. En los hechos había resultado ineficaz como arma estatal… especialmente porque Estados Unidos había reaccionado con su acostumbrada rapidez y furiosa eficiencia en los campos de batalla de Arabia Saudita. Gracias a eso, ningún estado se atrevía a planear un ataque de esas características contra los estadounidenses. Las fuerzas armadas de EE.UU. recorrían el mundo como un sheriff de frontera en un western, respetadas y sobre todo temidas por sus capacidades letales.
Popov terminó su vino y acarició el vaso vacío mientras contemplaba las verdes costas de Inglaterra. Guerra biológica. El mundo entero había temblado de miedo y disgusto. Horizon Corporation era pionera en investigaciones médicas. Entonces, seguramente, Brightling podría estar involucrado en investigaciones de armas biológicas… ¿pero con qué fin? Además, era una simple corporación, no un Estado. No tenía política exterior. No tenía nada que ganar en una guerra. Las corporaciones no hacían la guerra, excepto tal vez a otras corporaciones. Intentaban robar secretos importantes, ¿pero derramar sangre? Por supuesto que no. Nuevamente la pared de ladrillo para estrellarse de cabeza.
—OK —les dijo el sargento mayor Dick Voss—. En primer lugar, la calidad de sonido de estas radios digitales es tan buena que permite reconocer las voces como si uno estuviera conversando en el living de su casa. En segundo lugar, están codificadas de modo tal que si hay dos comandos diferentes en acción, un comando entra por el oído izquierdo y el otro por el oído derecho. Eso evita que el comandante se confunda excesivamente —bromeó—. Este aparato otorga mayor control positivo de las operaciones y mantiene a todo el mundo informado sobre lo que está sucediendo. Cuanto más sepan, más eficaces serán en acción. El volumen se gradúa con este dial…
—¿Qué alcance tiene? —preguntó uno de los NCO australianos.
—Más de quince mil metros. Un poco más si ven la línea del horizonte. Después empieza a fallar. Las baterías son recargables y cada aparato viene con dos repuestos. Duran aproximadamente seis meses, pero les recomendamos recargarlas todas las semanas. No es difícil, cada aparato trae su cargador y el enchufe es universal. Tendrán que jugar un poco con el aparatito hasta acostumbrarse… —hizo la demostración. La mayoría de los presentes se quedaron mirando los suyos durante unos segundos—. OK, muchachos, adelante. Vamos a probarlos. El dispositivo de encendido y apagado está aquí…
—¿Quince kilómetros, eh? —preguntó Malloy.
—Así es —dijo Noonan—. De esta manera podrá escuchar lo que estamos haciendo en tierra, sin tener que esperar que se lo digamos. Entra perfectamente en su casco de vuelo y no interferirá demasiado con el intercom. El botón de control baja por la manga hasta la mano, de modo que pueda encenderlo y apagarlo sin dificultad. También tiene la modalidad «escuchar solamente». Es la tercera posición, aquí.
—De primera —comentó el sargento Nance—. Será bueno saber qué está pasando en tierra.
—Claro que sí. Si los de abajo necesitan ser evacuados, estaré a mitad de camino cuando me llamen. Me gusta —acotó el coronel Malloy—. Supongo que nos quedaremos con él, Tim.
—Todavía estamos en la etapa experimental. E-Systems dice que puede tener algunos virus, pero nadie los encontró aún. El sistema de encriptado es de 128 bits continuos, sincronizado con el aparato maestro, pero jerarquizado de modo tal que si un aparato se estropea otro lo cubre inmediatamente. Los chicos de Fort Meade probablemente podrían interferirlo, pero sólo doce horas después de haberlo usado.
—¿Y dentro del helicóptero… podría interferir con alguno de los sistemas a bordo? —preguntó el teniente Harrison.
—No que yo sepa. Fue probado en Night Hawks y Stalkers en Fort Bragg y no descubrieron ningún problema.
—Vamos a probar este —dijo Malloy en el acto. Había aprendido a no confiar en la electrónica… y además era una buena excusa para volar el Night Hawk—. Sargento Nance, al pájaro.
—Sí, mi coronel —se levantó y fue hacia la puerta.
—Usted quédese aquí, Tim. Lo probaremos adentro y afuera y también chequearemos el alcance.
Treinta minutos después el Night Hawk sobrevolaba Hereford.
—¿Cómo va eso, Noonan?
—Fuerte y claro, Mr. Oso.
—OK, bueno, estamos bastante lejos. Estas radios digitales funcionan como los dioses, ¿no?
—Sí —Noonan subió a su auto y confirmó la inocuidad del revestimiento metálico. Comprobaron que las radios seguían trabajando a más de dieciocho kilómetros, lo cual no estaba nada mal para un aparato de batería pequeña y antena más corta que un escarbadientes—. Este aparatito mejorará los despliegues con soga larga, Mr. Oso.
—¿De qué manera, Noonan?
—Bueno, los muchachos en el extremo de la soga podrán decirle si está volando demasiado alto o demasiado bajo.
—Noonan, ¿para qué cree que existe la percepción de profundidad? —Fue la respuesta airada.
—Entendido, Mr. Oso —rio el agente del FBI.