CAPÍTULO 26

CONCLUSIONES

Uno de los problemas de esa clase de investigación era que se corría el riesgo de alertar al sujeto, cosa que no siempre podía evitarse. Los agentes Sullivan y Chatham circularon por el bar hasta la medianoche y encontraron a dos mujeres que conocían a Mary Bannister y a una que conocía a Anne Pretloe. En el primer caso, les dieron el nombre de un tipo con el que habían visto bailar a Bannister… un habitué del bar que esa noche no había ido, pero cuya dirección obtendrían rápidamente a partir de su número telefónico (conocido, evidentemente, por casi todas las mujeres presentes). Pasada la medianoche decidieron marcharse, un poco molestos por haber estado tanto tiempo en un bar tan movido bebiendo Coca-Cola, pero con nuevas pistas para seguir. Hasta el momento era un caso típico. El agente especial Sullivan decidió que lo era mientras recorría el supermercado en busca de algo para comer. Siempre elegía los productos al azar, sin saber cómo resultarían una vez cocinados.

—Buen día, nena —dijo Ding antes de levantarse de la cama, iniciando (como de costumbre) su día con un beso.

—Hola, Ding —Patsy intentó darse vuelta, pero era difícil, casi tan difícil como dormir boca arriba. Apenas podía moverse con su vientre enorme. No veía el momento de que naciera, a pesar de los dolores del parto. Sintió la mano de Ding sobre la piel estirada de lo que otrora había sido un abdomen chato y musculoso.

—¿Cómo anda mi muchachito?

—Despertándose, parece —respondió Patsy con una sonrisa lejana, preguntándose qué aspecto tendría su hijo. O hija. Ding estaba convencido de que sería varón. Aparentemente no estaba dispuesto a aceptar otra posibilidad. Tal vez fuera un rasgo latino. Como médica, ella pensaba otra cosa. Fuera lo que fuese, sería sano. No había dejado de moverse desde que sintió el primer «blup» (así lo llamaba ella) a los tres meses de embarazo—. Ahí lo tienes —informó cuando el bebé se dio vuelta en el mar de líquido amniótico.

Domingo Chávez lo sintió en la palma de la mano, sonrió, y se inclinó para besar nuevamente a su esposa antes de ir a ducharse.

—Te amo, Pats —dijo, camino al baño. Como de costumbre, el mundo era tal como debía ser. Echó un vistazo al cuarto de su hijo, con las paredes cubiertas de conejitos y la cuna lista para ser ocupada. Pronto, se dijo. En cualquier momento, había dicho la obstetra (acotando, sin embargo, que los primogénitos solían retrasarse un poco). Quince minutos después caminaba hacia la puerta, luego de haber tomado un café solo, ya que no le gustaba desayunar antes de las prácticas. Como de costumbre, fue en auto hasta el edificio del Comando 2. Los demás estaban llegando.

—Hola, Eddie —saludó Chávez.

—Buen día, mayor —respondió Price. Cinco minutos más tarde, el comando se hallaba al aire libre. Esa mañana, la rutina fue liderada por el sargento Mike Pierce: quince minutos de ejercicios de estiramiento y endurecimiento y luego a correr.

—Los que saltan de un avión —empezó Price, y el resto del equipo coreó:

—¡Tienen cerebros de cartón!

El cantito tradicional tenía una lógica perfecta en opinión de Chávez, quien había estado en la Escuela de Pilotos de Fort Benning, pero no en la Escuela de Salto. Era mucho mejor pelear la batalla desde el helicóptero que ser una mancha en el suelo, un blanco perfecto para los delincuentes, imposibilitado de disparar para defenderse. La sola idea lo aterraba. Pero era el único integrante del Comando 2 que jamás había saltado. Era extraño que jamás hubiera escuchado a sus hombres bromear al respecto, pensó al pasar el mojón de la primera milla. Pierce era un corredor dotado y estaba imponiendo un ritmo velocísimo, tal vez con la esperanza de que alguno abandonara. Pero nadie lo haría, eso lo sabían todos. En casa, pensó Ding, Patsy se estaría preparando para ir a trabajar a la sala de emergencias del hospital. Por el momento parecía querer especializarse en emergencias, para lo cual necesitaría un certificado quirúrgico habilitante. Era gracioso que todavía no hubiera elegido su especialidad. Ciertamente tenía cerebro para hacer casi cualquier cosa, y perfectas manos de cirujana. Le gustaba demostrar su destreza manual levantando complicados castillos de naipes, y en los últimos meses se había vuelto una experta en trucos de magia. Ella le enseñaba lo que hacía y cómo lo hacía, pero ni siquiera estando cerca lograba ver cuándo lo hacía, cosa que lo asombraba y enojaba un poco. Sus nervios de control motriz deben ser increíbles, pensó Ding orgulloso, entrando en la tercera milla de la carrera. Ahí empezaba uno a sentirlo, porque en la tercera milla las piernas ya estaban convencidas de haber cumplido con creces su deber y pretendían aminorar la marcha. Por lo menos eso le pasaba a Ding. Dos miembros del comando corrían maratones —Loiselle y Weber, el más bajo y el más alto del equipo respectivamente— y, hasta donde él sabía, jamás se cansaban. Especialmente el alemán, graduado en la escuela montañesa de guerra Bundeswehr y poseedor de la placa Bergermeister, era el hijo de puta más recio que había conocido en su vida. Y Loiselle era como un maldito conejo enano, se movía con gracia e invisible poder.

Diez minutos más, pensó Chávez. Sus piernas empezaban a quejarse pero, decidido a no demostrarlo, su rostro adoptó una expresión calma y determinada, casi de aburrimiento. El Comando 1 también estaba corriendo en el andarivel opuesto de la senda. Afortunadamente, no se les daba por jugar carreras. Registraban los tiempos, por supuesto, pero la competencia directa los hubiera forzado a un régimen destructivo y productor de lesiones… y ya era bastante con las del entrenamiento de rutina, aunque por el momento el Comando 2 estaba en perfectas condiciones de emprender cualquier misión.

—¡Compañía… tiempo, march! —gritó finalmente Price. Los soldados se detuvieron cincuenta metros más allá.

—Bueno, muchachos, buen día. Espero que hayan disfrutado despertar a otro día de proteger al mundo contra los muchachos malos —les dijo Price, con el rostro sonriente cubierto de sudor—. Mayor Chávez —dijo luego, regresando a su puesto habitual en la hilera.

—OK, caballeros, fue un buen entrenamiento. Gracias por liderar la carrera esta mañana, sargento Pierce. Duchas y desayuno, soldados. Dispérsense —obedeciendo la orden, las cuatro hileras de cinco se desintegraron y los hombres enfilaron hacia el edificio para ducharse. Algunos trabajaron un poco más las piernas y los brazos. Las endorfinas tenían mucho que ver en eso: producían el llamado «high» del corredor, un exceso de energía que posteriormente se traducía en una deliciosa sensación de bienestar que les duraría el resto de la mañana. Otros ya se habían puesto a conversar sobre cosas diversas, profesionales y de las otras.

El desayuno inglés se parecía mucho al estadounidense: tocino, huevos, tostadas, café —té inglés para algunos—, combustible para el día que los esperaba. Algunos comían poco y otros mucho, según el metabolismo de cada uno. Ya se habían puesto el uniforme y estaban listos para ir a sus escritorios. Tim Noonan les daría una conferencia sobre seguridad en las comunicaciones. Las nuevas radios de E-Systems no necesitaban presentación, pero Noonan quería que supieran lo más posible sobre ellas, incluyendo el funcionamiento de los sistemas de encriptado. Gracias a esos aparatos los miembros del comando podrían comunicarse libremente y todo el que intentara interferirlos sólo escucharía el siseo de la estática. Eso no era nada nuevo, en realidad, pero las nuevas radios portátiles (con sus auriculares y sus minúsculos micrófonos directos a la boca) implicaban un gran adelanto técnico, según Noonan. Luego Bill Tawney les informaría las novedades de inteligencia e investigación sobre sus tres misiones cumplidas. Después irían al polígono de tiro para afinar la puntería, pero ese día no habría ejercicios con blancos. En cambio practicarían despliegues con soga larga desde el helicóptero de Malloy.

Prometía ser un día pleno, aunque rutinario, para el comando Rainbow. Chávez estuvo a punto de sumar el calificativo «aburrido» a la descripción, pero sabía que John se esforzaba por variar la rutina diaria y que, además, había que practicar los básicos porque, bueno, eran básicos para hacer bien el trabajo, y eran las cosas a las que uno apelaba cuando la situación táctica se venía abajo y no había tiempo para pensar qué hacer. Llegado este momento, cada miembro del Comando 2 sabía cómo pensaban los demás y, debido a esto, cuando el teatro de operaciones difería de la inteligencia táctica recibida sus hombres se adaptaban perfectamente, a veces sin decir palabra, como si se comunicaran por telepatía. Esa era la recompensa del entrenamiento intensivo e intelectualmente aburrido. Los Comandos 1 y 2 se habían transformado en organismos vivos y pensantes cuyas partes actuaban apropiadamente… y de manera automática. Si lo pensaba, le parecía notable… pero mientras se entrenaban era tan natural como respirar. Como Mike Pierce saltando sobre el escritorio en el Parque Mundial. Eso no era parte del régimen de entrenamiento pero igual lo hizo, y a la perfección, y el único error fue que su primer disparo no dio en la cabeza del sujeto sino en la espalda (produciendo, no obstante, heridas fatales), seguido por un segundo disparo que sí le voló la cabeza. Buum. Y los otros miembros del comando confiaron en que Price cubriera su sector y luego los ayudara. Como los dedos de una mano, pensó Chávez, capaces de cerrarse en un puño mortífero, pero también capaces de moverse por separado, porque cada dedo tenía cerebro propio. Y eran sus hombres. Y eso era lo mejor de todo.

Conseguir armas era lo más fácil. A los extraños les parecía cómico: los irlandeses hacían con las armas lo que las ardillas con las nueces, siempre las estaban almacenando y muchas veces olvidaban para qué. Durante una generación, la gente había enviado armas al IRA y el IRA las había aceptado, enterrándolas para el glorioso momento en que la nación irlandesa en pleno se decidiera a enfrentar a los ingleses invasores y los expulsara para siempre del sagrado suelo de Irlanda… o algo por el estilo, pensó Grady. Él mismo había enterrado más de tres mil armas, en su mayor parte rifles de asalto AKMS de fabricación rusa, como los que tenía en la granja familiar de Tipperary. Había enterrado las armas cuarenta metros al oeste de un inmenso roble, sobre la colina próxima a la casa, y a dos metros de profundidad (el pozo era lo suficientemente profundo para que los tractores no las estropearan o desenterraran accidentalmente, y lo suficientemente superficial para que ellos pudieran rescatarlas en una hora con sus palas). Eran cien rifles, entregados en 1984 por un alma servicial que había conocido en Líbano, y veinte cargadores plásticos precargados por rifle. Los habían colocado en cajas, envolviendo armas y municiones en papel engrasado (como hacían los rusos) para protegerlas de la humedad. Grady comprobó que la mayoría de los envoltorios estaban intactos. Seleccionó veinte armas: les arrancó el papel para verificar posibles efectos de óxido o corrosión y probó los mecanismos. En todos los casos la grasa estaba intacta, tal como cuando habían salido de la fábrica en Kazan. Los AKMS eran la versión actualizada de los AK-47, y estos eran además plegables y mucho más fáciles de ocultar. Y, por si fuera poco, sus hombres se habían entrenado con esa arma en Líbano. Era fácil de usar, confiable y ocultable. Estas características la volvían perfecta para la misión en ciernes. Cargó las quince que había elegido, junto con trescientos cartuchos de treinta, en la caja del camión. Ya era hora de rellenar el pozo. Tres horas después, el camión iba camino a otra granja, esta vez en la costa de Cork, donde vivía un granjero que tenía un singular pacto con Sean Grady.

Sullivan y Chatham llegaron a la oficina antes de las siete de la mañana, luego de haber superado los embotellamientos y encontrado un lugar decente para estacionar. La primera orden del día era utilizar una grilla computarizada para rastrear nombres y direcciones a partir de los números telefónicos. Fue un proceso rápido. Luego tendrían que encontrar a los tres hombres que supuestamente conocían a Mary Bannister y Anne Pretloe y entrevistarlos. Era posible que uno de ellos fuera asesino serial o secuestrador. En el primer caso, probablemente sería un criminal muy inteligente y circunspecto. Un asesino serial era un cazador de seres humanos. Los más astutos actuaban con la disciplina de un soldado: seguían a sus víctimas, discernían sus hábitos y debilidades, y luego las atrapaban para entretenerse un rato… hasta que se acababa la diversión y llegaba el momento de matarlas. Los aspectos homicidas de las actividades de un asesino serial no entraban, estrictamente hablando, en la jurisdicción del FBI. Pero el rapto sí, siempre que el asesino trasladara a su víctima de un estado a otro, y dado que había un límite interestatal a poca distancia de Manhattan, los agentes estaban autorizados a proceder. Tendrían que formular sus preguntas con extrema cautela y recordar que el asesino serial casi siempre tenía un disfraz elegante para ganar la confianza de sus víctimas. Solía ser un hombre amable, incluso apuesto, amistoso y absolutamente inofensivo… hasta que era demasiado tarde y la víctima estaba condenada. Ambos agentes sabían que se enfrentaban al más peligroso de los criminales.

La Sujeto F4 progresaba rápidamente. Ni el Interferon ni el Interleukin-3a habían afectado las cepas de Shiva, que se reproducían con gusto y atacaban su hígado con feroz rapacidad. Lo mismo ocurría con su páncreas, cuya desintegración progresiva había provocado una grave hemorragia interna. Raro, pensó el Dr. Killgore. Shiva había tardado en afirmarse, pero una vez desatado comenzó a devorar el cuerpo de la joven con la gula de un glotón de fiesta. A Mary Bannister le quedaban cinco días de vida como mucho, decidió.

M7, Chip Smitton, estaba un poco mejor. Su sistema inmunitario se defendía a brazo partido, pero Shiva era demasiado maligno para él y, aunque trabajaba más lentamente que en F4, el destino de Smitton era igualmente inexorable.

F5, Anne Pretloe, pertenecía al extremo privilegiado del espectro genético. Killgore se había tomado la molestia de rescatar la historia clínica de todos los sujetos. Bannister tenía antecedentes de cáncer familiar: su madre y su abuela habían fallecido de cáncer de mama y Shiva la estaba devorando rápidamente. ¿Tal vez habría cierta correlación entre la vulnerabilidad al cáncer y las enfermedades infecciosas? ¿Eso indicaría que el cáncer era fundamentalmente una enfermedad del sistema inmunológico, como sospechaban muchos médicos y científicos? Si trataba el tema en un artículo para el New England Journal of Medicine probablemente obtendría mayor reconocimiento dentro de su comunidad… pero no tenía tiempo y, además, cuando por fin lo publicaran quedarían muy pocos para leerlo. Bueno, podrían hablarlo en Kansas… porque allí seguirían practicando la medicina y trabajando en el Proyecto Inmortalidad. La mayoría de los mejores investigadores médicos de Horizon no formaban parte del proyecto, pero no podían matarlos, ¿verdad? Y así, como tantos otros, se verían beneficiados por la generosidad del proyecto. Dejarían vivir a más gente de la necesaria… ah, claro, necesitaban diversidad genética, ¿y por qué no elegir personas inteligentes que eventualmente comprenderían los alcances del proyecto? Y aunque no los comprendieran, ¿qué otra opción tendrían… salvo vivir? Todos estaban destinados a recibir la vacuna B que Steve Berg había desarrollado a la par de la letal variante A. En cualquier caso, su especulación tenía valor científico… aunque fuera particularmente inútil para los sujetos de experimentación que llenaban todos los cuartos disponibles del área de tratamiento. Killgore recogió sus notas e inició el recorrido habitual.

Sólo la tremenda dosis de morfina hacía tolerable la vida para Mary Bannister (dosis que bastaría para matar a una persona sana y hubiera hecho las delicias del drogadicto intravenoso más avezado).

—¿Cómo se siente esta mañana? —le preguntó alegremente.

—Cansada… débil… dolorida —replicó la paciente.

—¿Cómo anda el dolor, Mary?

—Sigue ahí, pero no tan fuerte… principalmente en el estómago —su rostro estaba mortalmente pálido por la hemorragia interna y las petequias sobresalían lo suficiente para prohibirle el uso del espejo… a menos que uno quisiera matarla del susto. Todos querían que los sujetos murieran cómodamente. De ese modo sería menos complicado para todos… Sin embargo, no se trataba con tanta amabilidad a otros sujetos experimentales, pensó Killgore. Era injusto, pero práctico. Los animales inferiores que habían usado en sus experimentos no tenían la capacidad de crear problemas, y tampoco contaban con información fehaciente para medicarlos contra el dolor. Tal vez se ocuparía de eso en Kansas. Sería la manera más digna de usar sus conocimientos, pensó, aumentando apenas el dosaje de morfina de F4… lo suficiente para… sí, para que perdiera la conciencia. Killgore mostraba por ella una piedad que hubiera preferido dedicar a los monos rhesus. ¿Harían experimentos con animales en Kansas? Eso traería dificultades prácticas. Trasladar los animales a los laboratorios sería muy difícil sin servicios internacionales de cargamento aéreo. Y, además, estaba la cuestión estética. Varios miembros del proyecto no lo aprobarían, y tendrían razón. Pero, maldita sea, era difícil desarrollar drogas y modalidades de tratamiento sin algunos experimentos con animales. Sí, pensó Killgore, saliendo de la habitación, aunque fuera duro para la conciencia, el progreso científico tenía su precio… y ellos estaban salvando literalmente a millones de animales, ¿verdad? Se habían necesitado miles para crear a Shiva y nadie puso objeciones. Otro tema para discutir con el equipo, pensó tranquilamente. Entró al cuarto de M7.

—¿Cómo nos sentimos hoy, Chip? —preguntó.

Agradecieron colectivamente a la providencia por la falta de Garda en esa parte de County Cork. Después de todo, casi no había crímenes. La policía nacional irlandesa era tan eficaz como su colega británica, y su departamento de inteligencia lamentablemente cooperaba con la gente del Five en Londres. No obstante, ninguno de los dos servicios había logrado encontrar a Sean Grady… mucho menos después de que identificara y eliminara a los informantes metidos en su propia célula. Ambos se habían evaporado de la faz de la Tierra y alimentado a los salmones… o a cualquier pez que encontrara sabrosa la carne de informante. Grady recordaba las expresiones de sus caras y sus protestas de inocencia hasta el momento mismo en que los arrojaron al mar, a quince millas de la costa, con pesas de hierro atadas a las piernas. ¿Protestas de inocencia? ¿Entonces por qué el SAS no había vuelto a meterse con su célula luego de tres intentos serios para eliminarla? Al diablo con la inocencia.

Los terroristas llenaron el encantador pub provinciano The Foggy Dew (bautizado así en homenaje a una canción rebelde) luego de varias horas de práctica armada en la aislada granja costera, demasiado alejada de la civilización para que alguien escuchara el distintivo sonido de las automáticas. Sus hombres habían gastado varios cartuchos hasta ponerse a tono con los rifles de asalto AKMS, pero las armas de hombro eran fáciles de manejar, y esa más que ninguna otra. Ahora hablaban de bueyes perdidos, como un grupo de amigos que se juntan a tomar cerveza. La mayoría miraba un partido de fútbol por TV. Grady también, pero mantenía su cerebro en posición neutra y de vez en cuando le permitía deslizarse a la próxima misión, y analizaba por enésima vez el teatro de operaciones preguntándose cuánto tardarían en llegar los británicos o el nuevo comando Rainbow. La dirección era obvia. Lo tenía todo planeado, y cuanto más repensaba su concepto operativo, más le gustaba. Tal vez perdería algunos hombres, pero ese era el precio que debía pagar todo revolucionario, y además sabía que ellos aceptaban los riesgos con tanta presteza como él.

Miró su reloj, restó cuatro horas y encendió el teléfono celular que tenía en el bolsillo. Lo hacía tres veces por día, y jamás lo dejaba encendido más de diez minutos por vez como medida de seguridad. Debía moverse con cautela. Eso —y un poco de suerte, admitió para sus adentros— le había permitido prolongar la guerra hasta este punto. Dos minutos después sonó el teléfono. Grady se levantó de su silla y salió para atender el llamado.

—Hola.

—Sean, habla Joe.

—Hola, Joe —dijo complacido—. ¿Cómo van las cosas en Suiza?

—A decir verdad, en este momento estoy en Nueva York. Sólo quería decirle que el financiamiento es un hecho —dijo Popov.

—Excelente. ¿Y el otro asunto, Joe?

—Lo llevaré personalmente. Llegaré dentro de dos días. Volaré a Shannon en mi jet comercial. Supongo que arribaré a las seis treinta de la mañana.

—Iré a buscarlo —prometió Grady.

—De acuerdo, amigo. Nos vemos allí.

—Adiós, Joe.

—Adiós, Sean —línea muerta. Grady apagó el celular y lo guardó en el bolsillo. Si alguien los había escuchado (no era probable, dado que abarcaba todo el camino hasta el horizonte y no había vehículos estacionados a la vista… y además, si alguien supiera dónde estaba irían a buscarlo, a él y a sus hombres, con un pelotón de soldados y/o policías), sólo habría escuchado una charla de negocios, breve, críptica y directa al grano. Volvió al pub.

—¿Quién era, Sean? —preguntó Roddy Sands.

—Joe —replicó Grady—. Hizo lo que le pedimos. Así que supongo que debemos movilizarnos.

—Claro —Roddy elevó su copa en un brindis silencioso.

El Servicio de Seguridad, otrora llamado MI (Inteligencia Militar) 5, había pasado más de una generación con dos misiones de perfil alto. Una era rastrear agentes de penetración soviética dentro del gobierno británico: misión lamentablemente laboriosa, ya que la KGB y sus antecesoras habían penetrado más de una vez la seguridad británica. En determinado momento estuvieron a punto de colocar a su agente encubierto Kim Philby al frente del Five. En caso de haberlo logrado, los soviéticos hubieran controlado el servicio de contrainteligencia británico, error que todavía producía escalofríos colectivos a los Five. La segunda misión era la penetración del IRA y otros grupos terroristas irlandeses, más que nada para identificar y eliminar a sus líderes, porque esta guerra se peleaba a la antigua. A veces la policía arrestaba a los terroristas, pero otras veces los comandos SAS resolvían las cosas de manera más directa y contundente. Las diferencias de técnica eran producto de la incapacidad del gobierno de Su Majestad para decidir si el «Problema Irlandés» era un asunto criminal o de seguridad nacional… y el resultado de esa indecisión había sido, en opinión del FBI, la prolongación de «Los Problemas» durante por lo menos una década.

Pero los empleados del Five no tenían posibilidad de hacer política. De eso se encargaban los funcionarios electos, quienes la mayoría de las veces no escuchaban a los expertos profesionales que se habían pasado la vida manejando esos asuntos. Sin la posibilidad de hacer política o afectarla, seguían reuniendo y conservando voluminosos archivos de operativos conocidos y sospechosos del IRA que eventualmente serían utilizados por otras agencias del gobierno.

La tarea principal era el reclutamiento de informantes. Delatar a los propios camaradas era otra antigua tradición irlandesa que los británicos habían explotado profusamente. Los miembros del Five solían especular sobre sus orígenes. En parte tenía que ver con la religión. El IRA se consideraba a sí mismo protector de los católicos irlandeses, y esa identificación tenía un precio: las reglas y normas éticas del catolicismo a menudo se derramaban en los corazones y las mentes de personas que mataban en nombre de su filiación religiosa. Una de las cosas que se derramaban era la culpa. Por una parte, la culpa era el inevitable resultado de su actividad revolucionaria, y por otra, era lo único que no podían darse el lujo de cultivar en sus conciencias.

El Five tenía un grueso archivo sobre Sean Grady, entre tantos otros. No obstante, el de Grady era especial, ya que habían tenido un informante particularmente bien ubicado en su unidad que, desafortunadamente, había desaparecido… indudablemente asesinado por el propio Grady. Sabían que había reemplazado muy pronto la voladura de rótula por el asesinato como medio de resolver las fallas de seguridad dentro de su unidad. El Five tenía veintitrés informantes en distintas unidades del PIRA. Cuatro eran mujeres de moral más liviana que lo habitual en Irlanda. Los otros diecinueve eran hombres reclutados por distintos medios… aunque tres de ellos no sabían que estaban compartiendo sus secretos con agentes británicos. El Servicio de Seguridad hacía lo imposible por protegerlos, y una vez extinguida su utilidad, los trasladaba a Inglaterra y luego a Canadá para permitirles comenzar una nueva vida. Pero el Five prefería tratarlos como vacas a ordeñar durante el mayor tiempo posible, porque en su mayoría eran personas que habían matado o ayudado a otros a matar, y eso los convertía en criminales y traidores que despertaban escasa simpatía entre los oficiales que «trabajaban» con ellos.

Según la información del archivo, Grady se había evaporado de la faz de la Tierra. Algunos suponían que podía haberlo matado un rival… aunque probablemente no, porque en ese caso la noticia se habría filtrado a través del liderazgo del PIRA. Grady era respetado (incluso por sus enemigos de facción dentro del Movimiento) como verdadero creyente en la causa y eficaz operador que había matado una buena cantidad de policías y soldados en Londonderry. Y el Servicio de Seguridad todavía quería atraparlo por los tres miembros del SAS que había capturado, torturado y asesinado. Los cadáveres habían sido recuperados y la ira colectiva del SAS no se había desvanecido… porque el Regimiento Vigesimosegundo del Servicio Aéreo Especial jamás perdonaba ni olvidaba esa clase de cosas. Asesinato, tal vez; tortura, jamás.

Cyril Holt, director del Servicio de Seguridad, estaba realizando su revisión quincenal de archivos importantes. Se detuvo al llegar al de Grady. El miserable había desaparecido por completo del mapa. Si hubiera muerto, Holt se habría enterado. También era posible que hubiera abandonado la lucha, pues su organización madre parecía finalmente dispuesta a negociar alguna clase de paz con los ingleses. Pero Holt y su gente no se tragaban esa píldora. El perfil psicológico elaborado por el jefe de psiquiatría del Guy’s Hospital en Londres decía que Grady sería uno de los últimos en bajar las armas y buscar una ocupación pacífica.

La tercera posibilidad era que siguiera merodeando por ahí, tal vez en el Ulster, tal vez en la República… más probablemente en esta última porque el Five tenía la mayoría de sus informantes en el norte. Miró las fotos de Grady y su veintitantos «soldados» del PIRA (de quienes también tenía archivos). Ninguna era demasiado buena a pesar de haber sido ampliadas por computadora. Tuvo que asumir que aún seguía en actividad, liderando su facción militante del PIRA, planeando operaciones que podían o no resultar, y manteniendo un perfil bajo gracias a las identidades encubiertas que debía haber generado. Lo único que él podía hacer era seguir vigilando. Anotó algo en un papel, cerró el archivo, lo colocó en la pila OUT y seleccionó otro. Al día siguiente, las anotaciones serían ingresadas en la computadora del Five (que a paso lento pero seguro iba reemplazando a los archivos en papel, para disgusto de Holt). Prefería poder tener los archivos en la mano.

—¿Tan rápido? —preguntó Popov.

—¿Por qué no? —respondió Brightling.

—Como usted diga, señor. ¿Y la cocaína? —agregó con disgusto.

—La valija está llena. Diez libras en estado puro, de nuestros propios laboratorios. La dejaremos en el avión.

La idea de transportar drogas disgustaba por completo a Popov. No por un repentino ataque de moralidad sino por los funcionarios de aduana y sus perros de fino olfato. Brightling lo vio preocupado y sonrió.

—Relájese, Dimitri. Si se presenta algún problema, usted está transportando la droga a nuestra subsidiaria en Dublín. Tendrá los documentos necesarios para probarlo. Pero asegúrese de no tener que usarlos. Podría ser embarazoso.

—Como usted diga —respondió Popov, manifiestamente aliviado. Esta vez volaría en un jet Gulfstream V privado, porque era demasiado peligroso pasar las drogas en un aeropuerto o un vuelo internacional. Los países europeos tendían a ser laxos con los estadounidenses que llegaban decididos a gastar sus dólares sin causar problemas, pero ahora todos tenían perros (porque todos los países del mundo estaban preocupados por el tráfico de narcóticos).

—¿Esta noche?

Brightling asintió y miró su reloj.

—El avión llegará a Teterboro. Esté allí a las seis.

Popov salió y tomó un taxi de regreso a su departamento. Empacar no era difícil, pensar sí. Brightling estaba violando las consideraciones más rudimentarias de seguridad. El hecho de alquilar un avión privado vinculaba por primera vez a Popov con su corporación, al igual que la documentación que justificaba el transporte de cocaína. Aparentemente no quería desvincularse de él. Tal vez se debiera a que Brightling no confiaba en su lealtad ni en que mantuviera la boca cerrada si lo arrestaban… pero no, pensó Dimitri Arkadeyevich. Si no confiara en él no le habría encargado la misión. Popov siempre había sido el nexo entre Brightling y los terroristas.

Entonces, pensó el ruso, él confía en mí. Pero también estaba violando la seguridad y… y eso sólo podía significar que, en opinión de Brightling, la seguridad no tenía importancia. ¿Por qué… cómo podía no tener importancia? ¿Acaso Brightling pensaba eliminarlo? Era una posibilidad, pero no. Brightling era despiadado pero no lo bastante inteligente… al contrario, demasiado inteligente. Habría considerado la posibilidad de que Popov hubiera dejado un registro escrito en algún lugar y que su muerte revelara su participación directa en asesinatos masivos. Descontado, pensó.

¿Entonces qué?

El exoficial de inteligencia se miró al espejo y vio una cara que todavía no sabía lo que necesitaba saber. Desde el principio se había dejado seducir por el dinero. Se había convertido en un agente mercenario motivado por el lucro personal, pero estaba trabajando para alguien que no otorgaba la menor importancia al dinero. Hasta la CIA, rica como siempre había sido, controlaba el dinero que entregaba a sus agentes. El servicio de inteligencia estadounidense pagaba cien veces mejor que su equivalente ruso, pero incluso eso debía ser justificado porque la CIA tenía contadores que controlaban a los agentes secretos tal como los burócratas del zar habían controlado a las pequeñas aldeas. Popov sabía (gracias a sus prolijas investigaciones) que Horizon Corporation tenía muchísimo dinero, pero nadie se hacía rico por disoluto. En una sociedad capitalista, uno se hacía rico por su inteligencia, tal vez por su crueldad… pero no por su estupidez, y tirar el dinero con la prodigalidad de una agencia gubernamental era un acto estúpido.

Entonces, ¿qué es esto?, se preguntó por enésima vez Dimitri, apartándose del espejo para empezar a empacar.

Sea lo que fuere lo que está planeando, cualquiera sea el motivo de estos atentados terroristas… ¿está a mano?

No tenía lógica. Uno ocultaba mientras tenía necesidad de hacerlo, pero cuando ya no tenía esa necesidad no desperdiciaba sus energías. Obviamente, se trataba de un amateur. Y un amateur, incluso uno talentoso como Brightling, no sabía, no había aprendido por amarga experiencia institucional que la seguridad jamás se violaba, ni siquiera después de concluida una operación exitosa, porque incluso entonces el enemigo podría descubrir cosas que luego utilizaría contra uno en la próxima…

¿A menos que no hubiera una próxima?, pensó Dimitri, eligiendo varios calzoncillos. ¿Esta será la última operación? No, se corrigió, ¿será la última operación a mi cargo?

Volvió a pensarlo. Las operaciones habían crecido en magnitud, ¡y ahora estaba transportando cocaína para dejar contento a un terrorista luego de haberle transferido seis millones de dólares! Para facilitar el contrabando de droga llevaría documentación justificando el envío de una filial de la corporación a otra, documentación que los vincularía (a él y a la cocaína) con la compañía de Brightling. Tal vez su pasaporte falso pasaría por bueno si la policía se interesaba en él… Bueno, seguramente pasaría por bueno, a menos que la Garda tuviera línea directa con el MI-5, cosa bastante improbable. Tampoco era probable que el Servicio de Seguridad Británico tuviera su nombre falso, ni siquiera una foto, buena o mala… y además había cambiado de corte de pelo hacía años.

No, decidió Popov mientras cerraba la valija, lo único que tenía lógica era que esta sería la última operación. Brightling cerraría el negocio. Eso significaba que era su última oportunidad de obtener dinero. Esperaba que Grady y sus secuaces fueran tan imbéciles como los terroristas de Berna y Viena… y los de España, aunque no había tenido nada que ver con ese golpe. Tenía el número y el código de control de la nueva cuenta suiza, en la que había dinero suficiente para vivir cómodamente el resto de su vida. Lo único que necesitaba era que el comando Rainbow los liquidara a todos… Entonces, él desaparecería para siempre. Con esa esperanza en mente, salió de su edificio y tomó un taxi rumbo a Teterboro.

Lo pensaría mejor cuando estuviera cruzando el Atlántico.