CAPÍTULO 25

AMANECER

No se quedó mucho tiempo, señor —comentó el inspector de migraciones al ver el pasaporte de Popov.

—Reuniones de negocios —dijo el ruso con su mejor acento estadounidense—. Volveré pronto —sonrió.

—Bueno, apúrese, señor —otra estampilla en el pasaporte ajado y Popov enfiló hacia el salón de primera clase.

Grady lo haría. Estaba seguro. El desafío era demasiado grande para que su ego lo rechazara. Lo mismo podía decirse de la recompensa. Seis millones de dólares era más de lo que el IRA había visto en toda su existencia, ni siquiera cuando Muammar Qaddafi de Libia los había respaldado a principios de los ochenta. Aportar fondos a organizaciones terroristas siempre había sido un problema práctico. Históricamente los rusos les habían dado armas, lugares para entrenar e inteligencia operativa contra los servicios de seguridad británicos, pero nunca mucho dinero. La URSS jamás había tenido grandes cantidades de moneda extranjera, que usaba principalmente para comprar tecnología de aplicación militar. Además, ¡habían descubierto que la pareja de ancianos que utilizaban como couriers en Occidente (entregaban efectivo a los agentes soviéticos residentes en Estados Unidos y Canadá) había sido vigilada por el FBI todo el tiempo! Popov tuvo que sacudir la cabeza. Por muy excelente que fuera la KGB, el FBI no le iba en zaga. Los estadounidenses tenían el buen criterio de no quemar las operaciones que iban descubriendo, y en cambio las utilizaban para obtener un cuadro sistemático de las acciones de la KGB —blancos y objetivos— y así averiguar dónde no habían penetrado los rusos.

Volvió a sacudir la cabeza camino a la puerta. Todavía estaba a oscuras, ¿no? Las preguntas seguían sin respuesta: ¿Exactamente qué estaba haciendo? ¿Qué quería Brightling? ¿Por qué atacaba al grupo Rainbow?

Chávez decidió dejar a un lado su ametralladora MP-10 y concentrarse en su Beretta .45. Hacía semanas que no erraba un disparo con el arma Heckler & Koch (en ese contexto, «errar» equivalía a hacer blanco a más de una pulgada de la ubicación ideal de la bala: entre y ligeramente sobre los ojos de la silueta de práctica). La mira dióptrica de la H&K estaba tan perfectamente diseñada que si uno veía el blanco, le acertaba. Así de simple.

Pero con las pistolas no era tan simple y él necesitaba practicar. Sacó el arma de su funda de Gore-Tex y apuntó en el acto, uniendo ambas manos sobre la culata mientras retrocedía medio paso con el pie derecho y giraba el cuerpo, adoptando la postura Weaver que le habían enseñado años atrás en Virginia. Levantó la pistola al nivel de los ojos y simultáneamente apretó el gatillo con el índice derecho…

… no con la suficiente suavidad. El disparo le habría volado la mandíbula al blanco, y tal vez destrozado alguna arteria importante, pero no hubiera sido instantáneamente fatal. El segundo disparo, realizado medio segundo después, sí lo hubiera sido. Ding gruñó, molesto consigo mismo. Guardó la pistola luego de ponerle el seguro. Otra vez. Apartó la vista del blanco. Volvió a mirar. Ahí estaba, un terrorista con el arma apuntada a la cabeza de una niña. Con la velocidad del rayo, la Beretta salió de su funda y Chávez accionó el gatillo. Mejor. Ese le habría atravesado el ojo izquierdo, y el segundo, nuevamente disparado un segundo después, abrió un bonito agujero entre los ojos de la silueta número ocho.

—Excelente doble disparo, señor Chávez.

Ding se dio vuelta y vio a Dave Woods, el maestro del polígono.

—Sí, el primero fue abierto y bajo —admitió. Volarle media cara al bastardo no le parecía suficientemente bueno.

—Menos muñeca, más dedo —le aconsejó Woods—. Y permítame volver a ver la posición de sus manos —Ding empuñó el arma—. Ah, sí, ya veo —le corrigió un poco la mano izquierda—. Es mejor así, señor.

Mierda, pensó Chávez. ¿Así de simple? Al mover dos dedos menos de un cuarto de pulgada la pistola se deslizó a una posición perfecta, como si hubieran hecho la culata a medida para él. La probó varias veces, volvió a enfundarla y ejecutó su versión de disparo rápido. Esta vez, el primer disparo fue mortífero (entre los ojos del blanco a siete metros de distancia) y el segundo no lo desmereció.

—Excelente —dijo Woods.

—¿Hace cuánto que enseña, sargento mayor?

—Bastante, señor. Hace nueve años que estoy en Hereford.

—¿Por qué no forma parte del SAS?

—Tengo mal una rodilla. Me lastimé en 1986, saltando de un Warrior. No puedo correr más de dos millas sin que se ponga rígida, ya ve —tenía un mostacho pelirrojo que terminaba en dos magníficas puntas y chispeantes ojos grises. Chávez se dio cuenta de que el muy hijo de puta podría enseñarle a disparar al mismísimo Doc Holliday—. Adelante, señor —el maestro se alejó suspirando.

—Bueno, carajo —resopló Chávez. Ejecutó cuatro disparos rápidos. Más dedo, menos muñeca, bajar apenas la mano izquierda… bingo… Tres minutos después había un agujero de dos pulgadas en el medio del sector «incapacitamiento instantáneo» del blanco. Tendría que recordar esa pequeña lección.

Tim Noonan estaba en la línea de al lado con su Beretta. Disparaba más lento que Chávez, y más espaciado, pero todas sus balas iban directo al cerebro. Finalmente, ambos se quedaron sin municiones. Chávez se quitó los protectores auditivos y le palmeó el hombro.

—Hoy estuve un poco lento —se quejó el experto técnico.

—Sí. Bueno, igual eliminaste al maldito bribón. ¿Fuiste CRR, no?

—Sí, pero no tirador. También me encargaba de la técnica. Bueno, sí, disparaba con ellos regularmente, pero no era ningún genio. Nunca llegué a ser tan rápido como quisiera. Tal vez soy lento de reflejos —Noonan sonrió mientras limpiaba su pistola.

—¿Y qué tal funciona ese buscador de gente?

—Es mágico, Ding. Dame otra semana y será perfecto. La antena tiene un accesorio parabólico, parece salida de Star Trek supongo, pero carajo, ¡encuentra a la gente! —Separó las partes y las roció con Break-Free para limpiarlas y lubricarlas—. Ese Woods es un excelente entrenador, ¿no crees?

—Sí, bueno, acaba de resolverme un problemita —dijo Ding, tomando el rociador para limpiar su automática.

—El de la Academia del FBI también hizo milagros conmigo. Supongo que todo se reduce a cómo encajan tus manos en la culata. Y a un dedo suave —Noonan pasó un paño sobre el cañón y volvió a armar la pistola—. Sabes, lo mejor de estar aquí es que somos casi los únicos que portamos armas.

—Entiendo que los civiles no tienen permitido portar armas, ¿no?

—Sí, hace unos años cambiaron la ley. Estoy seguro de que ayudará a reducir el crimen —comentó Noonan—. Votaron la primera ley de control de armas allá por 1920, para controlar al IRA. Obró por arte de magia, ¿no crees? —Lanzó una carcajada—. Oh, bueno, ellos jamás redactaron una Constitución como nosotros.

—¿La llevas siempre encima?

—¡Diablos, sí! —Noonan levantó la vista—. Eh, Ding, soy policía, ¿recuerdas? Me siento desnudo sin un amigo en la cintura. Incluso cuando trabajaba en la División Laboratorio, con estacionamiento reservado y todo, viejo, jamás caminé por Washington DC sin mi pistola.

—¿Alguna vez tuviste que usarla?

Tim negó con la cabeza.

—No, muy pocos la usan, pero es parte de la mística, ¿sabes? —miró a su blanco—. A uno le gusta tener ciertas habilidades, viejo.

—Sí, a nosotros nos pasa lo mismo —la ley británica había autorizado a los integrantes del Rainbow a portar armas dondequiera que fuesen basándose en el argumento de que, como comando antiterrorista, siempre estaban de servicio. Era un derecho que Chávez no había ejercido hasta el momento, pero Noonan tenía razón. El genio tecnológico metió un cargador lleno en la pistola limpia y recién armada, colocó el seguro y la guardó en su funda, junto con dos cargadores de reserva. Bueno, ese ritual era parte de ser policía, ¿no?

—Hasta luego, Tim.

—Nos vemos, Ding.

Muchos no podían, pero otros simplemente recordaban las caras de la gente (habilidad particularmente útil para los mozos de bar, porque a todo el mundo le agrada que el mozo lo reconozca y recuerde su trago favorito). Ese era el caso en el Turtle Inn Bar & Lounge de Nueva York, sobre Columbus Avenue. El policía entró apenas abrió el bar, al mediodía, y saludó:

—Hola, Bob.

—Hola, Jeff. ¿Café?

—Sí —dijo el joven policía, observando los movimientos del mozo. Extrañamente, ese bar servía buen café (infusión preferida por los yuppies en esa parte de la ciudad). Una de azúcar y un toque de crema.

Hacía dos años que Jeff tenía la misma parada, lo suficiente para conocer a la mayoría de los comerciantes, quienes a su vez lo conocían y sabían de memoria sus hábitos. Era un policía honesto… pero jamás rechazaba un plato o una bebida gratis, mucho menos un buen donut (alimento favorito del oficial de policía estadounidense).

—¿Y, qué anda pasando? —preguntó Bob.

—Busco a una chica desaparecida —replicó Jeff—. ¿Te dice algo esta cara? —Le pasó un volante.

—Sí, Annie algo, le gusta el Kendall Jackson Reserve Chardonnay. Solía venir siempre. Pero hace tiempo que no la veo.

—¿Y esta otra? —Le pasó el segundo volante. Bob se quedó mirando unos segundos.

—Mary… Mary Bannister. La recuerdo muy bien, es una chica que se destaca, ¿sabes? Hace tiempo que no la veo, tampoco.

El policía apenas podía creer su buena suerte.

—¿Qué sabes de ellas?

—Espera un momento, dices que desaparecieron. ¿Las raptaron o algo así?

—Algo así, viejo —Jeff bebió un sorbo de café—. El FBI anda detrás de esta —señaló la foto de Bannister—. La otra es nuestra.

—Bueno, maldita sea. No sé casi nada de ellas. Solían venir por aquí un par de veces por semana, a bailar y esas cosas, ya sabes, como todas las chicas solteras, buscaban muchachos.

—OK, te diré algo, vendrán a preguntarte por ellas. Intenta recordar, ¿quieres? —debía considerar la posibilidad de que el propio Bob las hubiera hecho desaparecer, pero toda investigación exigía que uno tomara partido y esa posibilidad parecía demasiado vaga. Como tantos mozos de Nueva York, ese tipo quería ser actor, lo cual probablemente explicaba su memoria para los detalles.

—Sí, claro, Jeff. Maldita sea, ¿raptadas, eh? Hacía tiempo que no escuchaba algo así. Carajo —concluyó.

—Hay ocho millones de historias en la Ciudad Desnuda, viejo. Hasta luego —dijo el policía, enfilando hacia la puerta. Sentía que había hecho la mayor parte de su trabajo diario y, ni bien salió a la calle, transmitió por radio la información que acababa de conseguir.

***

La cara de Grady era famosa en el Reino Unido, pero el terrorista esperaba que la barba roja y los anteojos modificaran su aspecto lo suficiente para no ser detectado por ningún conspicuo alguacil de policía. En todo caso, la presencia policial no era tan densa allí como en Londres. La puerta de la base en Hereford era tal como la recordaba, y no estaba lejos del hospital comunal. Estudió los caminos, accesos y zonas de estacionamiento y los encontró de su agrado. Tomó seis rollos de fotos con su Nikon. El plan que empezaba a gestarse en su mente era simple, como todos los buenos planes. Los caminos parecían estar de su lado, igual que los espacios abiertos. Como de costumbre, el efecto sorpresa sería su arma primordial. Iba a necesitarla, pues la operación se desarrollaría demasiado cerca de la organización militar más eficiente y peligrosa del Reino Unido. Las distancias marcarían el factor tiempo. Probablemente cuarenta minutos afuera y treinta adentro. Quince hombres, los mejores. Los demás recursos se podían conseguir con dinero, pensó Grady, aparcado en el estacionamiento del hospital. Sí, el plan funcionaría. Sólo faltaba definir si lo harían de día o de noche. Casi siempre se elegían las horas nocturnas, pero Grady había aprendido con sangre que los comandos antiterroristas amaban la noche, porque sus equipos de visión nocturna igualaban todas las horas del día en sentido táctico… y los terroristas no estaban bien preparados para operar en la oscuridad. Esa había sido la gran ventaja de la policía en Berna, Viena y el Parque Mundial. Entonces, ¿por qué no intentarlo a plena luz del día?, se preguntó. Tendría que discutirlo con sus amigos. Encendió el motor para regresar a Gatwick.

—Sí, lo vengo pensando desde que Jeff me mostró las fotos —dijo el mozo del bar. Se llamaba Bob Johnson. Vestía su uniforme nocturno: camisa blanca, pantalón negro y corbata de lazo.

—¿Conoce a esta mujer?

—Sí —asintió—. Mary Bannister. La otra es Anne Pretloe. Eran clientas regulares. Parecían agradables. Bailaban y coqueteaban con los hombres. Este lugar se pone muy movido por la noche, especialmente los fines de semana. Solían venir a eso de las ocho e irse a las once, once treinta.

—¿Solas?

—¿Cuando se iban? La mayoría de las veces, pero no siempre. A Annie le gustaba un tipo. Se llama Hank, no sé el apellido. Blanco, cabello cobrizo, ojos pardos, aproximadamente mi estatura, un poquito panzón, pero no excedido de peso. Creo que es abogado. Probablemente venga esta noche. Viene siempre. También había otro tipo… tal vez la última vez que la vi por aquí… ¿cómo carajo se llamaba? —Johnson clavó la vista en la barra—. Kurt, Kirk, algo por el estilo. Ahora que lo pienso, también la vi a Mary bailando con él, una o dos veces. Un tipo blanco, alto, bien parecido, hace tiempo que no lo veo, le gustaba el Jim Beam, dejaba buenas propinas —los mozos de los bares siempre recuerdan el monto de las propinas—. Era cazador.

—¿Cómo? —preguntó el agente Sullivan.

—Cazador de chicas, viejo. Para eso vienen los tipos a lugares como este, ¿acaso no lo sabían?

Ese muchacho era un regalo de Dios, pensaron al unísono Sullivan y Chatham.

—¿Pero hace tiempo que no lo ve?

—¿A Kurt? No, un par de semanas por lo menos, tal vez más.

—¿Existe alguna posibilidad de que nos ayude a formarnos una imagen más certera?

—¿Un identikit, como los que salen en los diarios? —les preguntó Johnson.

—Precisamente —confirmó Chatham.

—Supongo que puedo intentarlo. Algunas de las chicas que vienen regularmente también podrían conocerlo. Creo que Marissa lo conoció. Es habitué, viene casi todas las noches, se aparece a eso de las siete, siete treinta.

—Supongo que vamos a quedarnos un rato —pensó Sullivan en voz alta, mirando su reloj.

Era medianoche en Mildenhall. Malloy abandonó la rampa en su Night Hawk y puso rumbo a Hereford. Sentía los controles tan ajustados y sensibles como siempre, y la nueva pieza funcionaba. Había resultado ser un calibrador de combustible digital que indicaba con números (en reemplazo de la tradicional aguja) la cantidad de combustible en existencia. No era mala idea en opinión de Malloy. La noche ere relativamente clara, algo bastante inusual en esa parte del mundo, pero sin luna. Por eso llevaba puestos sus anteojos de visión nocturna. Estos transformaban la oscuridad en un crepúsculo verdoso y, aunque reducían la agudeza visual de 20/20 a aproximadamente 20/40, eso era mucho mejor que andar a ciegas en la oscuridad. Mantuvo el helicóptero a trescientos pies de altura para evitar los postes de energía eléctrica (terror de todos los pilotos experimentados). No llevaba pasajeros, sólo al sargento Nance, quien todavía portaba su pistola para fortalecer su ánimo guerrero… los soldados de operaciones especiales estaban autorizados a portar armas, incluso aquellos que tenían pocas probabilidades de usarlas. Malloy guardaba su Beretta M9 en su uniforme de vuelo (la pistolera colgada del hombro le parecía melodramática, especialmente para un marine como él).

—Helicóptero en la pista del hospital —dijo el teniente Harrison, viéndolo apenas giraron hacia la base—. Rotor encendido y luces parpadeantes.

—Lo tengo —confirmó Malloy. No se chocarían, ni aunque el piloto despegara en ese preciso momento—. Nada más a nuestro nivel —agregó, chequeando posibles luces de aviones a punto de despegar y/o aterrizar en Heathrow y Luton. Uno jamás dejaba de verificar esas cosas si tenía intenciones de seguir vivo. Si llegaba a comandar el VHM-1 en la Estación Aérea Naval de Anacostia, el tráfico del Aeropuerto Nacional Reagan lo obligaría a volar rutinariamente a través de un espacio aéreo superpoblado… y aunque respetaba a los pilotos de aerolíneas comerciales, confiaba menos en ellos que en su propia capacidad. Para ganarse la vida como piloto uno debía creerse el mejor, aunque en el caso de Malloy era cierto. Y ese chico Harrison era toda una promesa… siempre que conservara el uniforme. Finalmente, la pista de aterrizaje de Hereford apareció ante sus ojos. Dentro de cinco minutos tocaría tierra, y veinte minutos después, aterrizaría en su cama.

—Sí, lo hará —dijo Popov. Estaban en la mesa del rincón y la estridente música de fondo les permitía hablar con libertad—. Todavía no lo confirmó, pero lo hará.

—¿Quién es? —preguntó Henriksen.

—Sean Grady. ¿Le suena el nombre?

—PIRA… trabajó principalmente en Londonderry, ¿no?

—Sí. Capturó a tres hombres del SAS y… los eliminó. Dos atentados distintos. El SAS lo tuvo como blanco en tres misiones. En una de esas ocasiones estuvieron a punto de atraparlo y mataron a diez de sus compañeros más cercanos. A raíz de eso, Grady limpió a varios sospechosos de informantes dentro de su unidad. Es absolutamente despiadado —concluyó Popov.

—Es cierto —le aseguró Henriksen a Brightling—. Recuerdo haber leído lo que le hizo al tipo del SAS. No fue nada lindo. Grady es un perverso rufián. ¿Cuenta con la gente necesaria para encarar este operativo?

—Creo que sí —replicó Popov—. Y nos apretó con el dinero. Le ofrecí cinco y exigió seis, más drogas.

—¿Drogas? —se sorprendió Henriksen.

—Un momento, yo creía que el IRA no aprobaba el narcotráfico —objetó Brightling.

—Vivimos en un mundo práctico. El IRA luchó durante años para eliminar a los traficantes de drogas del territorio irlandés… principalmente voladuras de rótula para que la acción tomara estado público permanente. Fue una movida psicológica y política de su parte. Tal vez ahora necesita una fuente de ingresos permanente para proseguir con sus operaciones —les explicó Dimitri. La moral del tema no parecía importarle a nadie.

—Sí, bueno, supongo que podemos satisfacer ese pedido —dijo Brightling con cierto grado de disgusto—. ¿Voladura de rótula? ¿Qué significa eso?

—Tomas una pistola —explicó Bill—, colocas el caño detrás de la rodilla y disparas. El disparo hace volar la rótula en pedazos. Es muy doloroso y te deja inválido para siempre. Eso les hacían a los informantes y a otros individuos que no les agradaban. Los terroristas protestantes preferían utilizar un taladro Black and Decker para el mismo propósito. De ese modo, todo el mundo se entera de que no conviene jugar contigo —concluyó Henriksen.

—Caramba —comentó el médico que había en Brightling.

—Por eso se los llama terroristas —señaló Henriksen—. Ahora, directamente los matan. Grady tiene fama de despiadado, ¿no es cierto?

—Sí, la tiene —confirmó Popov—. No tengo dudas de que aceptará esta misión. Le gustan el concepto y sus posibles resultados, Bill. Tampoco olvidemos su ego, que es bien grande —bebió un sorbo de vino—. Quiere liderar políticamente al IRA, y para eso necesita hacer algo espectacular.

—Irlanda… tierra de amores desdichados y guerras dichosas.

—¿Tendrá éxito? —preguntó Brightling.

—El concepto es bueno. Pero recuerde que, para Grady, tener éxito implica la eliminación de los blancos primarios —las dos mujeres— y de algunos soldados. Una vez logrado eso se retirará del área e intentará regresar a Irlanda y a la seguridad. El mero hecho de sobrevivir a una operación de esta índole es éxito suficiente para sus propósitos políticos. Pelear hasta el fin sería una locura, y Grady no está loco —dijo Dimitri, dudando de sus propias palabras.

¿Acaso todos los revolucionarios no estaban locos? Era difícil entender a unos tipos que dejaban que sus ideas controlaran sus vidas. Los que triunfaban —Lenin, Mao y Gandhi en este siglo— eran los que usaban eficazmente sus ideas, por supuesto. Pero aun así, ¿cuál de los tres había triunfado en realidad? La Unión Soviética había desaparecido, la República Popular China sucumbiría eventualmente a la misma realidad político-económica que había destruido a la URSS, e India seguía siendo un desastre económico que de alguna manera se las ingeniaba para sobrevivir en su estancamiento. De acuerdo a ese modelo, Irlanda estaría más sojuzgada por un eventual triunfo del IRA que por su matrimonio económico con Gran Bretaña. Cuba, por lo menos, tenía el sol del trópico para calentarse. Para sobrevivir sin recursos naturales, Irlanda necesitaba un fuerte vínculo económico con otro país, y el Reino Unido era el que estaba más cerca. Pero esa disquisición excedía el tema que los había reunido allí.

—Entonces, usted espera que Grady «toque y se vaya» —insinuó Bill.

Dimitri asintió.

—Es la única táctica lógica. Espera vivir lo suficiente para poder utilizar el dinero que le ofrecimos. Suponiendo que ustedes aprueben el aumento requerido.

—¿Qué importa un millón más o menos? —preguntó Henriksen con una sonrisita velada.

Entonces, para ambos es una suma trivial, comprobó Popov, enfrentándose una vez más a la evidencia de que estaban planeando algo monstruoso… ¿pero qué?

—¿Cómo lo quieren? ¿En efectivo? —preguntó Brightling.

—No, les dije que lo depositaríamos en una cuenta numerada en Suiza. Yo puedo ocuparme.

—Ya tengo suficiente dinero lavado —le dijo Bill a su empleador—. Podríamos depositarlo mañana mismo si le parece.

—Eso significa que debo volver a Suiza —se quejó Popov.

—¿Está cansado de volar?

—He viajado mucho, Dr. Brightling —Popov suspiró sin disimulo. Estaba agotado de tantos vuelos y por una vez se permitió demostrarlo.

—John.

—John —asintió Popov, viendo por primera vez un rasgo de afecto en su jefe.

—Comprendo, Dimitri —dijo Henriksen—. El viaje a Australia fue una patada en el estómago para mí.

—¿Cómo fue crecer en Rusia? —preguntó Brightling.

—Más duro que en Estados Unidos. Había más violencia en las escuelas. Crímenes graves no —explicó Popov—, pero sí terribles peleas entre los niños. Peleas por el poder. Las autoridades solían hacer la vista gorda.

—¿Dónde se educó usted?

—En Moscú. Mi padre también era oficial de Seguridad Estatal. Yo estudié en la Universidad Estatal de Moscú.

—¿Qué carrera?

—Idiomas y economía —la primera le había sido sumamente útil. La segunda, perfectamente inútil, ya que la idea marxista de la economía no resultó eficaz.

—¿Alguna vez salió de la ciudad? Ya sabe, como los boy scouts

Popov sonrió, preguntándose en qué terminaría el interrogatorio y por qué lo estaban haciendo. Pero les siguió el juego.

—Es uno de los recuerdos más felices de mi infancia. Yo estaba con los Jóvenes Pioneros. Luimos a una granja estatal y trabajamos allí durante un mes, ayudando con la cosecha, viviendo con la naturaleza, como dicen ustedes los estadounidenses —y luego, a los catorce años, había conocido a su primer amor, Yelena Ivanovna. Se preguntó dónde estaría ahora. Sucumbió a un breve ataque de nostalgia al recordar su piel en la oscuridad, su primera conquista…

Brightling notó la sonrisa distante y la tomó por lo que era.

—Le gustaba, ¿no?

Evidentemente no querían escuchar esa historia.

—Oh, sí. Muchas veces me he preguntado cómo sería vivir en un lugar como ese, con el sol en la espalda todo el tiempo, labrando la tierra. Mi padre y yo salíamos a caminar por el bosque, buscábamos hongos… ese era el pasatiempo de muchos ciudadanos soviéticos en los sesenta: pasear por el bosque —a diferencia de la mayoría de los rusos, ellos llegaban en el automóvil oficial de su padre, pero al niño Popov le gustaba el bosque como lugar de aventura y romanticismo, como a todos los niños, y también disfrutaba la compañía de su padre.

—¿Juegan a algo en el bosque? —preguntó Henriksen.

—Observamos pájaros, por supuesto, los hay de muchas clases, y ocasionalmente renos… pero hay muy pocos. Los cazadores del estado los matan permanentemente. Los lobos son su blanco principal. Los cazan desde los helicópteros. A los rusos no nos gustan los lobos como a ustedes en Estados Unidos. Hay demasiados cuentos populares de lobos rabiosos asesinos, saben. En su mayor parte ficticios, espero.

Brightling asintió.

—Eso creo yo. Los lobos son sólo perros salvajes, si uno quiere puede entrenarlos como mascotas. Alguna gente lo hace.

—Me gustan los lobos —agregó Bill. Más de una vez había pensado en tener uno como mascota, pero para eso se necesitaba mucho terreno. Tal vez cuando el proyecto llegara a su fin.

¿Qué diablos era todo eso?, se preguntó Dimitri, siguiendo el juego sin vacilar.

—Siempre quise ver un oso, pero ya no quedan en el área de Moscú. Sólo pude verlos en el zoológico. Yo adoraba a los osos —agregó, mintiendo. Siempre le habían dado miedo. En Rusia se contaban terribles historias de osos, aunque no tan antinaturales como las de lobos. ¿Perros grandes? Los lobos mataban gente en las estepas. Granjeros y campesinos los detestaban y aprobaban a los cazadores estatales con sus ametralladoras y sus helicópteros. Era la mejor manera de acabar con ellos.

—Bueno, John y yo somos amantes de la naturaleza —explicó Bill, pidiéndole otra botella de vino al mozo—. Siempre lo hemos sido. Desde nuestras épocas de boy-scouts… como sus Jóvenes Pioneros, imagino.

—El Estado soviético no era amable con la naturaleza. Mucho peor que los problemas que han tenido ustedes en Estados Unidos. Los estadounidenses vinieron a Rusia a comprobar el daño y sugerir soluciones al problema de la polución y otros similares —especialmente en el Mar Caspio, donde la contaminación había matado la mayor parte de los esturiones, y con ellos los huevos de pez mundialmente conocidos como caviar: uno de los grandes medios de conseguir moneda extranjera en la Unión Soviética.

—Sí, ese fue un acto criminal —dijo sobriamente Brightling—. Pero es un problema global. La gente no respeta a la naturaleza como debiera —Brightling siguió hablando unos minutos y Popov escuchó cortésmente su pequeña conferencia «en lata».

—El movimiento ecologista tiene gran injerencia política en Estados Unidos, ¿no?

—No tanta como muchos quisieran —observó Bill—. Pero es importante para algunos de nosotros.

—Un movimiento así sería muy útil en Rusia. Es una verdadera lástima que se haya destruido tanto sin propósito alguno —respondió Popov. Y en cierto sentido lo creía así. El Estado debía conservar sus recursos para explotarlos apropiadamente, y no simplemente destruirlos porque los imbéciles políticos de turno no sabían darles uso. Pero la URSS había sido tan horriblemente ineficaz en todo lo que hacía… bueno, excepto en cuestiones de espionaje, se corrigió Popov. Estados Unidos la había hecho bien. Sus ciudades eran mucho más limpias que las rusas, incluso la mismísima Nueva York, y uno podía encontrar campos verdes y granjas prolijamente productivas a una hora en auto de cualquier ciudad estadounidense. Pero la gran pregunta era: ¿por qué una conversación iniciada con la discusión de un atentado terrorista había derivado en eso? ¿Él había hecho algo para provocarlo? No, su empleador había virado abruptamente el timón en esa dirección. Y no por casualidad. Eso significaba que lo estaban sondeando… ¿pero sobre qué? ¿Sobre la naturaleza? Bebió un sorbo de vino y observó a sus compañeros de mesa—. Saben, jamás tuve ocasión de conocer Estados Unidos. Me gustaría mucho ver los parques nacionales. ¿Cómo se llama el de los géiseres? ¿Goldstone o algo así?

—Yellowstone, en Wyoming. Probablemente el lugar más bello de Estados Unidos —dijo Henriksen.

—No, Yosemite —contraatacó Brightling—. En California. Es el valle más hermoso del mundo entero. Actualmente plagado de turistas, por supuesto. Pero ya cambiarán las cosas.

—Lo mismo pasa en Yellowstone, John, y sí, ya cambiarán las cosas. Algún día —concluyó Bill Henriksen.

Parecían estar seguros de que las cosas cambiarían. Pero los parques nacionales de Estados Unidos eran jurisdicción del gobierno y estaban abiertos a todos los ciudadanos, ¿verdad? Así debía ser, porque se sostenían con los impuestos. Nada de acceso limitado a una elite. Igualdad para todos… tal como le habían enseñado en las escuelas soviéticas, salvo que aquí la ponían en práctica. Otra razón más, pensó Dimitri, para comprender la caída de un país y el fortalecimiento del otro.

—¿Cómo que «ya cambiarán las cosas»? —preguntó Popov.

—Oh, la idea es disminuir el impacto humano en esas áreas. Es una buena idea, pero primero tienen que pasar otras cosas —replicó Brightling.

—Sí, John, tan sólo un par de cosas —acotó Henriksen con una sonrisa. Luego decidió que el proceso indagatorio se había prolongado demasiado—. Y bien, Dimitri, ¿cómo nos enteraremos cuando Grady decida actuar?

—Yo lo llamaré. Me dejó un número de teléfono celular que puedo usar a ciertas horas del día.

—Es un alma confiada y crédula.

—En lo que a mí respecta, sí. Somos amigos desde la década del 80, cuando él estuvo en el Valle del Bekaa. Y además es un teléfono celular probablemente comprado con una tarjeta de crédito falsa por alguna otra persona. Esos aparatitos les son muy útiles a los agentes de inteligencia. Son difíciles de rastrear, a menos que uno tenga un equipo muy sofisticado. Estados Unidos los tiene, e Inglaterra también, pero los demás países no.

—Bueno, llámelo en cuanto le parezca apropiado hacerlo. Queremos que esto corra rápido, ¿no es cierto, John?

—Sí —afirmó el Dr. Brightling—. Bill, prepara el dinero para la transferencia mañana mismo. Dimitri, abra la cuenta bancaria en Suiza.

—Sí, John —replicó Popov cuando el postre se acercaba a la mesa.

Grady estaba entusiasmado con la misión. Eran casi las dos de la mañana en Dublín. Un amigo del movimiento había revelado las fotos (se habían velado sólo seis). Las más grandes colgaban de la pared. Las más pequeñas estaban colocadas en lugares específicos sobre un mapa desplegado encima de la mesa de trabajo.

—Llegarán por aquí, por este camino. Sólo tienen un lugar donde estacionar sus vehículos, ¿verdad?

—Así es —dijo Rodney Sands, verificando los ángulos.

—OK, Roddy, entonces haremos esto… —Grady delineó el plan.

—¿Cómo nos comunicamos?

—Por teléfono celular. Cada grupo tendrá uno y seleccionaremos programas de discado veloz para intercambiar información rápida y eficazmente.

—¿Armas? —preguntó Danny McCorley.

—Tenemos a montones, nene. Ellos responderán con cinco hombres, tal vez con diez, pero no más. Jamás desplegaron más de diez u once hombres en una misión, ni siquiera en España. Los contamos en los videos de TV, ¿no? Quince de nosotros, diez de ellos, y el efecto sorpresa a favor nuestro en ambas fases.

Los mellizos Barry, Peter y Sam, se mostraron escépticos en un principio, pero si se movían rápido… y según lo planeado… sí, era posible.

—¿Y las mujeres? —preguntó Timothy O’Neil.

—¿Qué pasa con ellas? —saltó Grady—. Son nuestros blancos primarios.

—Una mujer embarazada, Sean… no quedará bien políticamente.

—Son estadounidenses, y sus maridos son nuestros enemigos, y ellas son el cebo que los sacará de sus guaridas. No las mataremos en el acto, y si las circunstancias lo permiten podríamos dejarlas vivas para que lloren a sus hombres muertos, nene —agregó Grady, sólo para aliviar la conciencia del joven. Timmy no era cobarde, pero padecía de sentimentalismo burgués.

O’Neil asintió, sumiso. No convenía enojar a Grady, y además era el jefe.

—¿Yo lidero el grupo del hospital entonces?

Grady asintió.

—Sí. Roddy y yo nos quedaremos afuera con el grupo de refuerzo.

—Muy bien, Sean —murmuró Timmy, comprometiéndose con la misión desde ahora y para siempre.