CAPÍTULO 24

ADUANAS

Una de las diferencias entre Europa y Estados Unidos era que los países europeos recibían con beneplácito a los extranjeros en tanto que Estados Unidos, a pesar de su carácter hospitalario, dificultaba la entrada al país. Ciertamente, los irlandeses no ponían trabas. Apenas le sellaron el pasaporte, Popov recogió su equipaje (cuya inspección fue tan «rutinaria» que, probablemente, el empleado de aduana jamás supo si el dueño de las valijas era hombre o mujer). Salió del edificio y tomó un taxi hasta su hotel. Al llegar a su suite, que daba a una ancha avenida, se desvistió inmediatamente para dormir unas horas antes de efectuar el primer llamado. Su último deseo antes de cerrar los ojos a la mañana soleada fue que su contacto no hubiera cambiado de número telefónico ni estuviera en una situación comprometida. En el último de los casos, tendría que darle explicaciones a la policía local… pero tenía una historia convincente a mano (por si era necesario). Aunque no era perfecta, siempre sería bueno proteger a una persona que no había cometido crímenes en la República de Irlanda.

—Aerotransporte, aerotransporte, ¿escuchan? —dijo Vega cuando entraron en la última milla—. ¡Vamos a saltar del culo del pajarraco!

A Chávez lo sorprendía que la osamenta del voluminoso sargento primero Julio Vega no sufriera durante las carreras diarias. Pesaba veinte kilos más que el resto de sus hombres. Si llegaba a aumentarle el contorno del pecho tendrían que mandarle hacer las camisas a medida, pero, a pesar de su corpachón, las piernas y la respiración no le fallaban. Y así, esa mañana lideraba la carrera… Dentro de cuatros minutos verían la línea de llegada (bienvenida por todos, aunque ninguno estaba dispuesto a admitirlo).

—Buen tiempo… ¡march! —gritó Vega al cruzar la línea amarilla. Todos aminoraron la marcha a los habituales ciento veinte pasos por minuto—. ¡Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda! —Medio minuto más y—: Compañía… ¡alto!

Todos se detuvieron. Hubo un par de toses (ocasionadas por una o dos cervezas de más la noche anterior), pero nada más.

Chávez avanzó a la posición de mando frente a las dos hileras de soldados.

—Dispersarse —ordenó.

El Comando 2 volvió a su edificio a tomar una ducha luego de haber estirado y ejercitado los músculos. Más tarde volverían a correr hasta el polígono de tiro para iniciar la práctica… que en sí misma sería bastante aburrida, ya que habían probado todas las variantes posibles de rehenes y chicos malos. La puntería del comando era casi perfecta. Su estado físico era perfecto, y su moral tan alta que parecían aburridos. Confiaban ciegamente en sus capacidades y las habían demostrado en acción, disparando balas de verdad contra blancos reales. Ni siquiera en la época de la 7.a División de Infantería había confiado tanto en su gente. Las cosas habían llegado a tal punto que los soldados del SAS británico —dueños de una larga y enorgullecedora historia, y que inicialmente habían mirado a los hombres del Rainbow con velado o franco escepticismo— los invitaban a beber y admitían que podían aprender de ellos. Y eso era todo un logro, porque el SAS era reconocido mundialmente como el maestro de los grupos de operaciones especiales.

Pocos minutos después, duchado y vestido, Chávez se dirigió al edificio del comando. Sus hombres estudiaban la información de inteligencia enviada por Bill Tawney y su grupo y chequeaban fotos, muchas de ellas retocadas por los sistemas de computación ya que habían sido tomadas años atrás. Los sistemas parecían mejorar día a día gracias a la evolución del software. Una foto tomada desde determinado ángulo era transformada por la computadora en un retrato frontal del sospechoso. Sus hombres las estudiaban con el mismo cuidado con que podrían examinar una foto de sus hijos, y les sumaban toda la información que tenían. A Chávez le parecía una pérdida de tiempo, pero uno no podía pasar el día corriendo y disparando… y después de todo, eso de las fotos tenía cierta utilidad. Gracias a ellas habían identificado a Fürchtner y Dortmund cuando se dirigían a Viena, ¿no?

El sargento mayor Price estaba estudiando cuestiones de presupuesto. Cuando terminara, dejaría la pila de papeles sobre el escritorio de Ding, quien tendría que justificar los gastos y pedir más fondos para probar nuevas ideas. Tim Noonan se entretenía con sus nuevos juguetes electrónicos y Clark pasaba su tiempo peleando presupuestos con la CIA y otras agencias norteestadounidenses. Eso sí que era un desperdicio de energía, en opinión de Chávez. Desde el principio, Rainbow era a prueba de balas —el respaldo presidencial no le hacía mal a nadie—, y, por si fuera poco, sus misiones no habían afectado en nada la credibilidad del comando. Dentro de dos horas irían al polígono para gastar su cuota diaria de balas de pistola y municiones SMG. Otro día de rutina. «Rutina» era sinónimo de «aburrimiento» para Ding, pero no podía evitarse, y dentro de todo era mucho menos aburrido que ciertas misiones de la CIA, que consistían en pasar horas sentado esperando una reunión y/o llenar formularios describiendo las operaciones para los burócratas de Langley, que exigían documentación completa sobre lo ocurrido en acción porque… porque así lo exigían las reglas. Reglas en el mejor de los casos impuestas por individuos que habían hecho lo mismo una generación antes y creían que aún sabían hacerlo, y en el peor de los casos por individuos que no tenían la menor idea y eran mucho más exigentes por esa misma razón. Pero el gobierno, que diariamente desperdiciaba billones de dólares, se mostraba mezquino cuando se trataba de unos pocos miles. Y Chávez jamás podría hacer nada para modificar lo arbitrario de esa situación.

Desde que le habían otorgado el rango de comandante de división del Rainbow, el coronel Malloy tenía oficina propia en el edificio central. Como oficial del Cuerpo de Marines de Estados Unidos estaba acostumbrado a las insensateces, y pensó en colgar un tablero de dardos en la pared para entretenerse cuando no trabajaba. Para él, trabajar era pilotear su helicóptero… Resignado, recordó que no tenía nada que hacer porque el que le habían asignado estaba, en ese preciso instante, en la división de mantenimiento. Reemplazarían una pieza por otra, nueva y mejorada, que aumentaría su capacidad de hacer algo que todavía no le habían informado, pero que sería importante, estaba seguro, especialmente para el contratista civil que había concebido, diseñado y manufacturado la pieza nueva y mejorada.

Podía haber sido peor. A su esposa y sus hijos les gustaba vivir allí, y a él también. El suyo era un puesto de habilidad, no de peligro. Ser piloto de helicóptero en operaciones especiales no era particularmente arriesgado. Lo único que lo preocupaba era chocar con postes de energía eléctrica, dado que las operaciones del Rainbow solían tener lugar en áreas edificadas y en los últimos veinte años se habían perdido más helicópteros por esa clase de accidente que por todas las armas antiaéreas del mundo. Su MH-60K no tenía cortadoras de cables, y Malloy le había enviado un rajante memo al respecto al comandante del Escuadrón Vigesimocuarto de Operaciones Especiales, quien le envió a manera de contrita respuesta seis fotocopias de otros tantos memos que él mismo había enviado al comandante de la base respecto al mismo tema. Posteriormente le había explicado que un experto del Pentágono estaba considerando la modificación de las aeronaves en existencia… lo cual, pensó Malloy, equivaldría a un contrato con una firma consultora por 300 000 dólares aproximadamente, y todo para que un individuo cualquiera les dijera que sí, es una buena idea en cuatrocientas páginas de aborrecible prosa burocrática… que nadie leería jamás pero serían entronizadas en un archivo para la eternidad. La modificación en sí misma costaría tres mil dólares en repuestos y mano de obra. La mano de obra sería proporcionada por un sargento que trabajara tiempo completo para la Fuerza Aérea (ya efectivamente trabajara o pasara sus horas leyendo Playboy repantigado en el escritorio)… pero las reglas eran las reglas, desafortunadamente. Y, quién sabe, tal vez dentro de un año los Night Hawks tendrían cortadoras de cables.

Malloy sonrió pensando en sus dardos. No tenía necesidad de ver la información de inteligencia. Las caras de los terroristas no le servían. Nunca se acercaba demasiado a ellos. Ese era el trabajo de los tiradores y, comandante de división o no, él era simplemente un chofer. Bueno, podría haber sido peor. Por lo menos podía vestir su mameluco de aviador aunque no volara, casi como si estuviera en una organización de aviadores. Volaba cuatro días de cada siete, lo cual no estaba tan mal, y después de este destino tal vez podría comandar un VMH-1 e incluso transportar al presidente. Sería aburrido, pero útil para su carrera. Seguramente no había perjudicado a su viejo amigo, el coronel Hank Goodman, que acababa de aparecer en la lista de estrellas (logro por demás bizarro para un piloto de helicóptero, ya que la aviación naval estaba despiadadamente dominada por los bombarderos). Bueno, tenían echarpes más lindos. Para entretenerse un poco antes de almorzar, sacó su manual del MH-60K y empezó a memorizar información adicional sobre desempeño de motores (tarea usualmente a cargo de un oficial ingeniero o tal vez de su jefe de tripulación, el sargento Jack Nance).

El primer encuentro tuvo lugar en un parque público. Popov había revisado la guía telefónica y llamado a un tal Patrick X. Murphy poco antes del mediodía.

—Hola, habla Joseph Andrews. Estoy buscando al señor Yates —dijo.

Sus palabras fueron seguidas por un breve silencio. En el otro extremo de la línea, su interlocutor intentaba recordar la frase codificada. Era vieja, pero la recordó en menos de diez segundos.

—Ah, sí, señor Andrews. Hace tiempo que no sabemos nada de usted.

—Acabo de llegar a Dublín esta mañana y me gustaría verlo. ¿Cuándo podríamos encontrarnos?

—¿Qué le parece esta tarde a la una? —Luego vinieron las instrucciones.

Y allí estaba ahora, con su impermeable, su sombrero de ala ancha y un ejemplar del Irish Times en la mano derecha, sentado en un banco cerca de un viejo roble. Aprovechó para echarle un vistazo al diario y averiguar qué estaba pasando en el mundo… No difería mucho de lo que había visto por la CNN en Nueva York el día anterior… Las noticias internacionales eran tan aburridas desde la desaparición de la Unión Soviética que Popov no dejaba de preguntarse cómo se las arreglaban los editores de los diarios más importantes. Bueno, en Rwanda y Burundi los negros se seguían masacrando unos a otros con obsceno deleite… y los irlandeses se preguntaban en voz alta si debían enviar sus soldados (de ambos bandos) para mantener la paz. Qué raro, pensó Popov. Habían demostrado ser peculiarmente incapaces de mantener la paz en su propio país y ahora querían hacer la prueba en otro lugar.

—¡Joe! —gritó una voz jubilosa. Popov levantó la vista y vio acercarse a un cuarentón de sonrisa radiante.

—¡Patrick! —respondió el ruso, parándose para estrecharle la mano—. Pasó tanto tiempo… —En realidad jamás se habían visto antes, pero se saludaron como dos viejos amigos. Luego se dirigieron a la calle O’Connell, donde los esperaba un auto. Se sentaron atrás y el conductor arrancó en el acto. Conducía despacio y miraba constantemente por el espejo retrovisor. Por su parte, «Patrick» tenía la vista clavada en el cielo para detectar helicópteros. Bueno, pensó Dimitri, estos soldados del PlRA no llegaron a los cuarenta por falta de cautela. Se respaldó en el asiento y empezó a relajarse. Podría haber cerrado los ojos, pero esa actitud les hubiera parecido despectiva a sus anfitriones. Miró al frente. No era la primera vez que estaba en Dublín pero, excepto por algunos hitos obvios, recordaba pocas cosas de la ciudad. Sus compañeros de viaje no le habrían creído, ya que se suponía que los oficiales de inteligencia tenían memoria fotográfica profesional… y era cierto, pero sólo hasta cierto punto. Pasearon cuarenta minutos por la ciudad hasta llegar a un edificio comercial y girar sobre un callejón. El auto se detuvo y ellos bajaron y entraron por una puerta en una pared de ladrillo a la vista.

—Iosef Andréyevich —dijo una voz en la oscuridad. Luego apareció una cara.

—Sean, cuánto tiempo… —Popov se adelantó con la mano extendida.

—Once años y seis meses, para ser precisos —dijo Sean Grady, estrechándole la mano con entusiasmo.

—Su estrategia sigue siendo excelente —sonrió Popov—. No tengo la menor idea de dónde estamos.

—Bueno, hay que ser cauteloso, Iosef —Grady hizo una seña—. Venga por aquí, por favor.

Lo guio a una habitación pequeña con una mesa y pocas sillas. Había té caliente. Los irlandeses no habían perdido el sentido de la hospitalidad, comprobó Popov. Se quitó el impermeable y lo arrojó sobre un sillón. Luego procedió a sentarse.

—¿Qué podemos hacer por usted? —preguntó Grady. Frisaba los cincuenta, pero sus ojos conservaban su juventud y su mirada dedicada, estrecha, exteriormente desapasionada pero intensa como siempre.

—Antes de ir al grano me gustaría saber cómo van sus cosas, Sean.

—Podrían ir mejor —admitió Grady—. Algunos excolegas del Ulster se han consagrado a rendirse a la corona británica. Desafortunadamente son muchos los que comparten su flojera, pero estamos persuadiendo a los demás a adoptar un punto de vista más realista.

—Gracias —le dijo Popov al que acababa de servirle una taza de té. Bebió un sorbo antes de hablar—. Sean, desde que nos conocimos en Líbano sabe que respeto la lealtad de ustedes hacia sus ideales. Me sorprende que sean tantos los que cedieron.

—Fue una guerra larga, Iosef, y supongo que no todo el mundo puede mantenerse firme. Es una lástima, amigo mío —nuevamente, su voz carecía de toda emoción. Su rostro no era cruel sino vacuo. Hubiera podido ser un soberbio oficial de inteligencia, pensó Popov. No revelaba nada, ni siquiera la satisfacción ocasional por la misión cumplida. Probablemente habría mostrado el mismo desapasionamiento al torturar y asesinar a dos comandos SAS que cometieron el error de bajar la guardia. Esas cosas no sucedían a menudo, pero Sean Grady había alcanzado dos veces el objetivo más difícil… a costa, la verdad sea dicha, de una sangrienta vendetta de la unidad de elite del ejército británico contra su propia célula del PIRA. El SAS había matado a por lo menos ocho de sus compañeros más próximos y en otra ocasión, siete años atrás, Grady se salvó de seguirlos a la tumba porque se le rompió el auto camino a un mitín… mitín interrumpido por el SAS, que en esa ocasión aniquiló a tres miembros jerárquicos del PIRA. Sean Grady era un hombre marcado y Popov estaba seguro de que el Servicio de Seguridad británico había gastado miles de libras en rastrearlo infructuosamente. Al igual que las operaciones de inteligencia, este era un juego muy peligroso para todos los jugadores, pero más que nada para los revolucionarios. Y ahora, los propios líderes se vendían al enemigo. Grady jamás haría la paz con los británicos. Creía demasiado obstinadamente en su visión del mundo, por retorcida que fuera. Iosef Vissarionovich Stalin tenía una cara semejante, y la misma voluntad férrea, y la misma incapacidad absoluta de comprometerse en temas estratégicos.

—Hay un nuevo comando antiterrorista en Inglaterra —le dijo Popov.

—¿Ah, sí? —Grady no lo sabía, y la revelación lo sorprendió.

—Sí. Se llama Rainbow. Está integrado por británicos y estadounidenses. Ellos resolvieron los atentados del Parque Mundial, Berna y Viena. Todavía no han pensado en ustedes, pero a mi entender sólo es cuestión de tiempo.

—¿Qué sabe de ellos?

—Muchas cosas —le pasó un resumen impreso.

—Hereford —murmuró Gary—. Fuimos a dar un vistazo, pero no es un lugar que se pueda atacar fácilmente.

—Sí, ya lo sé, Sean, pero siempre hay puntos vulnerables adicionales y, con el planeamiento adecuado, creemos que es posible dar un golpe rotundo contra ese comando Rainbow. Verá, la esposa y la hija del comandante, un estadounidense llamado John Clark, trabajan en el hospital comunal local. Ese sería el cebo de la misión…

—¿Cebo? —preguntó Grady.

—Sí, Sean —acto seguido, Popov describió el concepto de la misión. Como de costumbre, Grady no reaccionó, pero dos de sus hombres sí: se revolvieron en las sillas e intercambiaron rápidas miradas mientras esperaban la palabra de su comandante.

—Coronel Serov —dijo finalmente Grady, con un dejo de formalidad mentirosa—, nos propone correr un grave riesgo.

Dimitri asintió.

—Sí, es cierto, y a ustedes les corresponde decidir si la recompensa vale la pena —no tenía que recordarle que los había ayudado en el pasado (mínimamente, por supuesto, pero esa gente no olvidaba a sus benefactores) ni tampoco que, de resultar exitosa, la misión catapultaría a Grady al frente de los comandantes del IRA, y tal vez podría envenenar el proceso de paz entre el gobierno británico y la facción «oficialista» del PIRA. Si derrotaba al SAS y a otros comandos especiales en su propio terreno sería el revolucionario irlandés más prestigioso desde la década del veinte. Esa era la debilidad de estos tipos, y Popov lo sabía. Su consagración a la ideología los hacía esclavos de sus egos, de sus ideas, y no sólo de sus objetivos políticos sino de sí mismos.

—Desafortunadamente, Iosef Andréievich, no tenemos los recursos necesarios para considerar una misión de esta envergadura.

—Comprendo. ¿Qué recursos serían esos, Sean?

—Más de lo que usted puede ofrecer —por experiencia propia, y por haber hablado con otros terroristas de la comunidad mundial, Grady sabía que la KGB era particularmente mezquina con el dinero. Pero tuvo que tragarse otra sorpresa.

—Cinco millones de dólares, en una cuenta numerada y controlada por código secreto en Suiza —dijo Popov al pasar. Esta vez sí que vio emoción en los ojos del irlandés. Parpadeó. Abrió un poco la boca, como para formular una objeción, pero inmediatamente se controló.

—Seis —dijo Grady, probando el paño.

A Popov le vino como anillo al dedo.

—Muy bien, supongo que puedo ofrecerles hasta seis millones. ¿Cuándo los necesitarán?

—¿Cuándo podríamos tenerlos?

—Dentro de una semana, supongo. ¿Cuánto tiempo necesita para planear la operación?

Grady lo pensó unos segundos.

—Dos semanas —conocía el área aledaña a Hereford. El hecho de no haber podido atacar la base en los viejos tiempos no le había impedido pensar, soñar con hacerlo ni reunir la inteligencia necesaria. También había intentado conseguir información sobre las operaciones del SAS, pero, para su desdicha, los del SAS no hablaban demasiado, ni siquiera después de las misiones, excepto dentro de su comunidad. Había conseguido unas pocas fotos, inútiles. No, lo que necesitaban y no habían tenido hasta el momento era la combinación de gente dispuesta a correr un gran riesgo y recursos suficientes.

—Otra cosa —dijo Grady.

—¿Sí?

—¿Tiene buenos contactos con narcotraficantes?

Popov quedó perplejo, aunque no lo demostró. ¿Grady quería vender drogas? ¡Cómo había cambiado el ethos del PIRA! En los viejos tiempos, asesinaban o baldaban a los narcotraficantes para mostrarse dignos del apoyo de la comunidad. ¿Eso también habría cambiado?

—Tengo algunos contactos indirectos, supongo. ¿Qué necesitaría, exactamente?

—Cocaína, en grandes cantidades, preferentemente pura.

—¿Para venderla aquí?

—Sí. El dinero es el dinero, Iosef —señaló Grady—. Y necesitamos ingresos continuos para mantener nuestras operaciones.

—No le prometo nada, pero veré qué puedo hacer.

—Muy bien. Téngame al tanto sobre el dinero. Cuando esté disponible, le haré saber si es posible llevar a cabo la misión y si estamos en condiciones de hacerlo.

—¿Armas?

—No hacen falta.

—Necesito un número telefónico para llamarlo.

Grady asintió, tomó un anotador y garrapateó el número. Teléfono celular, obviamente. El ruso guardó el papel en el bolsillo.

—Servirá durante unas semanas. ¿Alcanza a cubrir sus necesidades?

—Sí —Popov se puso de pie. No había nada más que decir. Lo llevaron de regreso al auto. La reunión había sido un éxito, pensó Dimitri camino al hotel.

—¡Es una misión suicida, Sean! —le advirtió Roddy Sands en el depósito.

—No si controlamos la situación, Roddy —replicó Grady—. Y podemos hacerlo si contamos con los recursos necesarios. Tendremos que ser cautelosos, y muy rápidos, pero podemos hacerlo —y cuando lo hayamos hecho, pensó ansiosamente, el movimiento comprobará quiénes son los verdaderos representantes del pueblo de Irlanda—. Necesitaremos quince hombres. Podemos conseguirlos, Roddy.

Se levantó y salió por otra puerta. Subió a su auto y se dirigió a su casa segura. Lo esperaba mucho trabajo, la clase de trabajo que solía hacer solo.

Henriksen estaba armando su equipo. Diez hombres en total, todos experimentados, y todos al tanto del proyecto. El más destacado sería el teniente coronel Wilson Gearing, exoficial del Cuerpo Químico del ejército de EE.UU. Un verdadero experto en armas químicas. Él sería el encargado de propagar el virus. El resto del equipo trabajaría con las fuerzas de seguridad locales y les diría lo que ya sabían (cumpliendo y reafirmando la regla internacional que indica que el Experto Siempre Es Alguien De Otro Lugar). Los SAS australianos escucharían cortésmente todo lo que les dijeran, y tal vez aprenderían un par de cosas, especialmente cuando les enseñaran el nuevo equipo de radio de E-Systems y Dick Voss los entrenara para utilizarlo. Las nuevas radios para tropas de operaciones especiales y policías SWAT eran una belleza. Una vez hecho eso, merodearían por los alrededores con una identificación especial que les permitiría pasar todos los controles de seguridad e incluso entrar a todos los sectores del enorme estadio. Podrían ver las Olimpiadas de cerca, lo cual sería muy interesante para algunos de ellos, verdaderos fanáticos del deporte que disfrutarían viendo los últimos Juegos Olímpicos de la historia.

Seleccionó a sus mejores hombres y le pidió al agente de viajes de la corporación que se ocupara de los pasajes y hoteles… La policía australiana ya les había reservado un conjunto de suites cerca del estadio. Henriksen se preguntó si despertarían la atención de los medios. En otra ocasión hubiera insistido en eso, sólo por publicidad, pero esta vez no. Ya no tenía sentido publicitar su empresa, ¿verdad?

Entonces, el proyecto estaba terminado. Rodeado por la gran llanura de Kansas, Hollister contempló los edificios, los caminos, las playas de estacionamiento, y la pista aérea cuya construcción había supervisado. La parte final había sido el habitual fárrago de pequeños detalles descuidados, pero todos los subcontratistas habían respondido bien a sus exigencias… particularmente porque los contratos tenían cláusulas de incentivo.

Un automóvil de la compañía frenó junto a su cuatro por cuatro y Hollister quedó pasmado. El hombre que bajó del auto era el gran jefe, John Brightling en persona. Jamás lo había visto antes, pero conocía su nombre y lo había visto por televisión un par de veces. Debía haber llegado esa misma mañana en uno de los jets de la corporación.

—Usted es el señor Hollister, supongo.

—Sí, señor —le estrechó la mano—. Ya hemos terminado, señor.

—Se adelantó dos semanas y media al plazo establecido —observó Brightling.

—Bueno, el clima nos ayudó bastante. No puedo jactarme de eso.

Brightling rio complacido.

—Yo me jactaría —bromeó.

—Lo más difícil fueron los sistemas medioambientales. Tenían la lista de especificaciones más exigente que vi en mi vida. ¿Cuál es el secreto, Dr. Brightling?

—Bien, trabajamos con algunos materiales que exigen aislamiento absoluto… Nivel Cuatro, así los llamamos en jerga científica. Debemos manejarlos con sumo cuidado, como podrá imaginar. Debemos respetar las reglas federales.

—¿Pero en todo el edificio? —preguntó Hollister. Había sido como construir un barco o un avión. Rara vez se diseñaban estructuras grandes completamente a prueba de aire. Pero esta lo era, y Hollister había tenido que realizar pruebas de presión de aire al terminar cada módulo (cosa que había enloquecido a los contratistas de las ventanas).

—Bueno, quisimos hacerlo a nuestro modo.

—El edificio es suyo, doc —admitió Hollister. Esa especificación había sumado cinco millones al costo laboral del proyecto… que habían ido a manos del contratista de ventanas, cuyos obreros detestaban el trabajo detallista pero no la paga extra que recibían por realizarlo. La vieja planta de Boeing en Wichita no podía jactarse de una obra semejante—. Eligieron un bonito emplazamiento.

—Así es.

Todo alrededor, la tierra estaba cubierta por una oscilante alfombra de trigo. Se veían algunas máquinas destinadas a fertilizar y desmalezar la cosecha. Tal vez no fuera bello como un campo de golf, pero sí más práctico. El complejo tenía su propia panadería institucional para amasar su propio pan, ¿con la harina del trigo cosechado en sus propios campos?, se preguntó Hollister. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Las granjas compradas con el terreno incluían comederos y pasturas para ganado y sectores para almacenamiento. El complejo podía autoabastecerse si fuera necesario. Bueno, tal vez sólo querían que armonizara con la región. Esa parte de Kansas era tierra de cultivo, y, si bien los edificios de acero y vidrio del complejo no parecían establos ni depósitos, el paisaje que los rodeaba morigeraba en cierto modo su carácter invasivo. Y además, apenas se los podía ver desde la autopista interestatal al norte, y sólo desde algunos caminos. Estaban protegidos contra tornados y ni siquiera un granjero solitario con una calibre .50 podría dañarlos.

—Bueno, se ha ganado la bonificación. El dinero será depositado mañana mismo en su cuenta —prometió John Brightling.

—De acuerdo, señor —Hollister buscó la llave maestra en su bolsillo, la única que abría todas las puertas del complejo. Siempre realizaba esa pequeña ceremonia cuando terminaba un proyecto. Se la entregó al jefe—. Bueno, señor, el complejo es todo suyo a partir de ahora.

Brightling miró la llave electrónica y sonrió. Había sido el emprendimiento más ambicioso del proyecto. Alojaría a casi toda su gente. Dos meses atrás habían terminado en Brasil una estructura similar pero mucho más pequeña, con comodidades para cien personas. Este complejo podría alojar tres mil —un poco apretadas, pero cómodas— durante unos meses. Con eso bastaba. Luego de los dos primeros meses podría continuar sus investigaciones con los mejores científicos (la mayoría desconocían los alcances del proyecto, pero no obstante merecían vivir). En los últimos días, los experimentos habían tomado direcciones inesperadamente prometedoras. Tan prometedoras que empezaba a preguntarse cuánto tiempo viviría allí. ¿Cincuenta años? ¿Cien? ¿Acaso mil? ¿Cómo saberlo?

Lo llamaría Olimpo, decidió Brightling. La morada de los dioses, porque eso sería. Desde allí podría observar el mundo, estudiarlo, disfrutarlo, apreciarlo. Adoptaría la señal de llamada OLIMPO-1 para su radio portátil. Desde allí podría volar a todo el mundo con compañeros escogidos para observar y aprender el funcionamiento de la ecología. Durante veinte años aproximadamente podrían utilizar satélites de comunicaciones… imposible saber cuánto tiempo durarían, y luego se comunicarían por radio. Ese sería un inconveniente en el futuro, pero lanzar sus propios satélites de reemplazo era demasiado difícil en términos de mano de obra y recursos, y además, las lanzaderas de satélites eran los mayores agentes contaminantes que había inventado la humanidad.

Se preguntó cuánto tiempo querría vivir allí su gente. Algunos se irían enseguida, probablemente a distintas regiones del país donde establecerían sus propios enclaves y, en un principio, se reportarían vía satélite. Otros irían a África… probablemente el destino más popular. Otros a Brasil y a la selva tropical. Tal vez algunas tribus primitivas de la región escaparían a Shiva y sus científicos podrían estudiar al Hombre Primitivo viviendo en un medio ambiente prístino, en plena armonía con la naturaleza. Los estudiarían como lo que eran, una especie única digna de protección… y demasiado atrasada para significar un peligro para el medio ambiente. ¿Tal vez sobrevivirían algunas tribus africanas? Improbable. Los países africanos permitían que sus primitivos se relacionaran con la gente de las ciudades, y las ciudades operarían como centros distribuidores de muerte en todos los países de la tierra… especialmente cuando se repartiera la vacuna A. Producirían miles de litros, los repartirían por todo el mundo, ostensiblemente para proteger la vida humana, pero en realidad para destruirla… lentamente, por supuesto.

Todo progresaba según lo esperado. En los cuarteles generales de la corporación ya estaban preparando la documentación ficticia de la vacuna A. Supuestamente la habían probado en mil monos posteriormente expuestos al virus Shiva y sólo dos de ellos habían manifestado síntomas, y sólo uno de los dos había muerto en los diecinueve meses de experimentación que sólo existían en los papeles y en la memoria de las computadoras. Todavía no se habían acercado al FDA para probar la vacuna en seres humanos porque no era necesario… pero cuando Shiva comenzara a asomar su ominosa cabeza en todo el mundo, Horizon Corporation anunciaría que había estado trabajando silenciosamente en vacunas contra la fiebre hemorrágica desde el atentado iraní contra Estados Unidos. Enfrentado a una emergencia global y contando con una modalidad de tratamiento completamente documentada, el FDA no tendría más opción que aprobar su inoculación en humanos, bendiciendo así oficialmente la meta suprema del proyecto: el exterminio de la raza humana. No tanto el exterminio, reflexionó John Brightling, sino el aplacamiento de la especie más peligrosa del planeta, hecho que permitiría la recuperación de la Madre Naturaleza, con un ejército de servidores humanos dedicados a observar, estudiar y apreciar el proceso. Dentro de mil años habría un millón de humanos, pero era una cantidad pequeña dentro del gran esquema, y además serían educados para comprender y respetar a la naturaleza. No para destruirla. El objetivo del proyecto no era aniquilar el mundo. Era construir un nuevo mundo, de acuerdo con el plan de la naturaleza. Su nombre brillaría por toda la eternidad. John Brightling, el hombre que salvó al planeta.

Miró la llave que tenía en la mano y volvió a su auto. El chofer lo llevó hasta la entrada principal, donde utilizó por primera vez la llave, sorprendido y molesto al encontrar la puerta abierta. Bueno, todavía quedaba gente entrando y saliendo. Tomó el ascensor hasta su oficina-vivienda en el último piso del edificio principal. Esa puerta sí estaba cerrada como debía. La abrió en una suerte de ceremonia personal y se sentó en el trono del dios supremo del Olimpo. No, no estaba bien. Si había un dios, era la naturaleza. Desde las ventanas de su oficina contempló la llanura de Kansas, el cimbreante trigo joven… era tan bello. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Naturaleza. Podía ser cruel con los individuos, pero los individuos no importaban. A pesar de todas las advertencias, la humanidad no había aprendido nada.

Bien, ahora aprendería, tal como la naturaleza enseñaba todas sus lecciones. Con sangre.

Pat O’Connor llevó su informe diario a la ASAC al atardecer. Sin chaqueta, se dejó caer en la silla opuesta al escritorio de Ussery con una carpeta en la mano. Ya estaba bastante gorda.

—Caso Bannister —dijo Chuck Ussery—. ¿Algún cabito suelto, Pat?

—Nada —replicó O’Connor—. Entrevistamos a catorce amigos de la chica en Gary. Ninguno tenía la menor idea de lo que hacía en Nueva York. Sólo seis de ellos sabían que estaba allí, y jamás les había hablado de novios ni de trabajo. Por lo tanto, cero al as.

—¿Nueva York?

—Hay dos agentes en el caso, Tom Sullivan y Frank Chatham. Se conectaron con un detective del NYPD apellidado D’Allessandro. Los forenses registraron su departamento… nada. Todas las huellas digitales le pertenecen, ni siquiera hay huellas de una sirvienta. Los vecinos del edificio sólo la conocían de vista. Los de Nueva York quieren imprimir volantes y hacerlos circular vía el NYPD. El detective local teme que haya un asesino serial suelto. Tiene otra mujer desaparecida, de la misma edad, aspecto semejante y misma área de residencia, evaporada del mundo en la misma época.

—¿Ciencias del Comportamiento? —preguntó Ussery en el acto.

O’Connor asintió.

—Analizaron los hechos que tenemos hasta la fecha. Se preguntan si el e-mail fue enviado por la víctima o por un asesino serial que pretende martirizar a su familia. Hay diferencias de estilo en el mensaje que presentó el señor Bannister… bueno, ambos vimos que parecía escrito por otra persona o bajo el efecto de las drogas, pero la chica no era drogadicta. Y no podemos rastrear el e-mail. Hay un sistema que protege al generador de correo electrónico, supongo que por cuestiones pornográficas. Hablé con Eddie Morales en Baltimore. Es el mago técnico de Imágenes Inocentes (proyecto del FBI destinado a rastrear, arrestar y encarcelar a los cultores de la pornografía infantil) y dice que están jugando con recursos fijos. Ellos tienen un hacker que cree poder violar la red de anonimato, pero todavía no lo logró y el procurador de Nueva York no está seguro de que sea legal hacerlo.

—Carajo —opinó Ussery sobre la opinión legalista. La pornografía infantil era uno de los odios señeros del FBI e Imágenes Inocentes se había convertido en prioridad de investigación a nivel nacional.

O’Connor asintió.

—Eso mismo dijo Bert, Chuck.

—¿Entonces estamos con las manos vacías?

—Por el momento. Nos quedan algunos amigos de Mary por entrevistar… cinco de ellos mañana mismo. Pero si hay algún cabo suelto, apuesto a que está en Nueva York. Alguien que conocía. Alguien que la invitó a salir. Pero no aquí, Chuck. Mary Bannister se fue de Gary sin mirar atrás.

Ussery frunció el ceño, pero los procedimientos de investigación de O’Connor eran inobjetables y tenían doce agentes trabajando en el caso Bannister. Esos casos corrían y se detenían a su propio ritmo. Cuando James Bannister llamara (lo hacía todos los días) tendría que decirle que el FBI seguía trabajando y preguntarle si no había olvidado incluir a nadie en la lista de amigos de Mary.