VIGILANCIA ESTRICTA
Cuando Henriksen llegó al aeropuerto internacional JFK apenas sentía el cuerpo, como si lo hubieran apaleado, clavado y mutilado antes de arrojarlo al tacho de basura… Era de esperar. Había cruzado literalmente medio planeta en un día y su reloj interno estaba confundido, furioso y vengativo. Durante toda la semana se sentiría alerta y adormilado a horas bizarras, pero era inevitable. Un par de píldoras y unos tragos lo ayudarían a descansar cuando fuera necesario. El empleado que lo estaba esperando recogió su equipaje de mano sin decir palabra y se dirigió al sector de reclamo de equipaje donde, gracias al cielo, su valija fue la quinta del carrusel. Inmediatamente abandonaron la terminal y tomaron la autopista rumbo a Nueva York.
—¿Qué tal el viaje?
—Conseguimos el contrato —le contó Henriksen. El empleado no era parte del proyecto.
—Qué bueno —dijo el empleado, sin saber lo bueno que era… y lo malo que sería para él.
Henriksen aflojó su cinturón de seguridad y se recostó para descansar un poco durante el trayecto, poniendo fin a la conversación.
—Entonces, ¿qué tenemos? —preguntó el agente del FBI.
—Hasta el momento, nada —replicó D’Alessandro—. Tengo otra chica probablemente desaparecida, vive en el mismo sector de la ciudad, aspecto y edad similares, etcétera. Desapareció en la misma época que Bannister. Se llama Anne Pretloe, es secretaria jurídica, y desapareció de la faz de la Tierra.
—¿Jane Does? —preguntó el federal.
—Todo concuerda. Muchachos, debemos considerar la posibilidad de tener un asesino serial suelto en el área…
—¿Pero cómo se explica el e-mail?
—¿Concuerda con los otros e-mail que la señorita Bannister le envió a su padre? —preguntó el detective.
—No mucho —admitió el agente del FBI—. El que llevó a la oficina de Gary parece… bueno, a mí me huele a drogas, ¿saben?
—Pienso lo mismo —dijo D’Alessandro—. ¿Tiene algún otro?
—Aquí —el agente le entregó seis copias enviadas por fax a la oficina de Nueva York. El detective las leyó. Eran perfectamente gramaticales y organizadas, no les faltaban letras ni tenían errores de ortografía.
—¿Y si no lo hubiera enviado ella? ¿Si lo hubiera enviado otra persona?
—¿El asesino serial? —preguntó el agente más joven. Lo pensó un poco, y su cara reflejó instantáneamente sus pensamientos—. Tendría que estar muy enfermo, Mario.
—Sí, claro. Pero los asesinos seriales no son boy scouts, ¿recuerdan?
—¿Atormentar a las familias? ¿Saben de alguno que lo haya hecho? —preguntó el más viejo.
—No que yo sepa, Tom, pero, el hombre propone…
—Mierda —lo interrumpió el más viejo, Tom Sullivan.
—¿Llamo a Ciencias del Comportamiento? —preguntó el más joven, Frank Chatham.
Sullivan asintió.
—Sí, por algo hay que empezar. Llamaré a Pat O’Connor. Próximo paso: imprimir volantes con la foto de Mary Bannister y hacerlos correr por el West Side. Mario, ¿puedes conseguirnos la cooperación de tu gente?
—Claro. Si esto es lo que parece, quiero atraparlo antes de que bata ningún récord. No en mi ciudad, muchachos —concluyó el detective.
—¿Vas a probar nuevamente con el Interleukin-3a? —preguntó Barbara Archer.
—Sí —Killgore asintió—. Se supone que el Interleukin-3a amplía el sistema inmunológico, pero no saben cómo. Yo tampoco, pero debemos averiguar si tiene algún efecto.
—¿Y las complicaciones pulmonares? —Uno de los problemas del Interleukin era que atacaba el tejido pulmonar, también por razones desconocidas, y podía ser peligroso para fumadores y personas con problemas respiratorios.
Gesto afirmativo.
—Sí, ya sé, como el Interleukin-2, pero F4 no es fumadora y quiero asegurarme de que Interleukin-3a no comprometa a Shiva. No podemos correr el riesgo, Barb.
—De acuerdo —observó Archer. Como Killgore, no creía que esa nueva versión de Interleukin sirviera para nada, pero todas las suposiciones debían confirmarse—. ¿Y el Interferon?
—Los franceses vienen probándolo con la fiebre hemorrágica desde hace cinco años, sin resultados. También podemos probarlo, pero no pasará nada, Barb.
—De todos modos, probémoslo en F4 —sugirió.
—Bueno —Killgore anotó algo en la planilla y salió. Un minuto después apareció en el monitor.
—Hola, Mary. ¿Cómo se siente esta mañana? ¿Mejor?
—No —la chica sacudió la cabeza—. El estómago me sigue doliendo mucho.
—¿Oh, en serio? Veamos qué podemos hacer —el caso avanzaba rápidamente. Killgore se preguntó si la muchacha tendría alguna anormalidad genética en el aparato digestivo, ¿tal vez cierta propensión a la úlcera péptica? De ser así, Shiva la devoraría en segundos. Aumentó el dosaje de morfina—. OK, ahora vamos a aplicarle dos medicamentos nuevos. Dentro de dos o tres días estará bien, ¿de acuerdo?
—¿Son los que autoricé que me aplicaran? —preguntó débilmente F4.
—Sí, así es —replicó Killgore, colgando los recipientes de Interferon e Interleukin-3a en el soporte—. Esto la hará sentirse muchísimo mejor —prometió con una sonrisa. Era tan extraño hablarles a las ratas de laboratorio. Bueno, como decía muchas veces, una rata era un cerdo, era un perro, era una… chica, en este caso. Realmente no había mucha diferencia, ¿verdad? No, concluyó. El cuerpo de la joven se relajó por la morfina y sus ojos perdieron focalización. Bueno, esa era una diferencia. A las ratas no les daban sedantes ni narcóticos para calmarles el dolor. No porque no quisieran, simplemente no había manera de aliviarlas. Nunca le había gustado ver perder su brillo a esos ojitos rojos… y mucho menos verlos reflejar el dolor. Bueno, en este caso, el sopor reflejaba el momentáneo alivio del dolor.
La información era muy interesante, pensó Henriksen, y el ruso sabía lo que hacía. Hubiera sido un buen agente en la División de Contrainteligencia Extranjera… pero bueno, en cierto modo lo había sido, sólo que para el otro bando, por supuesto. Recordó lo que había pensado en el vuelo de Qantas.
—Dimitri —le preguntó—, ¿tiene contactos en Irlanda?
Popov asintió.
—Sí, unos cuantos.
Henriksen miró al Dr. Brightling, quien asintió sin decir palabra.
—¿Les gustaría meterse con el SAS?
—La posibilidad se discutió muchas veces, pero no es practicable. Es como mandar a un ladrón de bancos a un banco vigilado… no, no es eso. Es como enviar al ladrón a la agencia gubernamental que imprime los billetes. Hay demasiadas ventajas defensivas que garantizan el fracaso de la misión.
—Pero no tendrían por qué ir a Hereford, ¿no le parece? Podríamos hacerlos salir de su guarida y prepararles una pequeña sorpresa… —explicó Henriksen.
Era una idea muy interesante en opinión de Popov. Pero:
—Sigue siendo una misión muy peligrosa.
—Muy bien. ¿Cuál es el estado actual del IRA?
Popov se respaldó en su silla.
—Están muy dispersos. Hay varias facciones. Unos quieren la paz. Otros quieren que continúen los desórdenes. Ambos tienen razones de orden ideológico y personal. Principalmente de orden ideológico, porque creen sinceramente en el objetivo político de derrocar al gobierno británico de Irlanda del Norte y el gobierno republicano de Dublín y establecer un gobierno «progresista socialista». Como objetivo es demasiado ambicioso para un mundo práctico, no obstante creen en él y a él se atienen. Son marxistas comprometidos… a decir verdad, más maoístas que marxistas, pero eso no tiene importancia en este momento.
—¿Y el aspecto personal? —preguntó Brightling.
—Cuando uno es revolucionario, no sólo es cosa de fe sino también de percepción popular. Para mucha gente, un revolucionario es un personaje romántico, alguien que cree en determinada idea del futuro y está dispuesto a dar su vida por ella. De allí su status social. Quienes los conocen, generalmente los respetan. Por lo tanto, la pérdida de ese status perjudica al revolucionario. Debe empezar a trabajar para ganarse la vida, conduciendo camiones o lo que sea capaz de hacer y…
—Tal como le pasó a usted cuando fue exonerado de la KGB, en otras palabras —acotó Henriksen.
Popov tuvo que asentir sumisamente.
—En cierto sentido, sí. Como oficial de campo de Seguridad Estatal tenía un status y una importancia que muy pocos compartían en la Unión Soviética, y perderlos fue más doloroso para mí que la pérdida de mi modesto salario. Supongo que estos marxistas irlandeses sentirán lo mismo. Y por lo tanto tienen dos motivos para querer que continúen los desórdenes: su ideología política y su necesidad de reconocimiento personal, de ser más que vulgares y silvestres trabajadores.
—¿Conoce a algunos de ellos? —preguntó Henriksen.
—Sí, probablemente pueda identificar a varios. Conocí a muchos en el Valle del Bekaa, en Líbano, donde se entrenaban con otros «elementos progresistas». Y en una ocasión viajé a Irlanda para entregar mensajes y dinero para respaldar sus actividades. Las operaciones del IRA involucraban grandes segmentos del ejército británico y, por lo tanto, la URSS estaba encantada de distraer a uno de sus mayores enemigos de la OTAN —Popov concluyó su discurso y miró a sus dos interlocutores—. ¿Qué querrían que hicieran?
—No importa tanto qué, sino cómo —le contestó Bill—. Sabe, cuando estaba en el FBI solíamos decir que el IRA tenía los mejores terroristas del mundo. Dedicados, inteligentes y manifiestamente perversos.
—Estoy de acuerdo con esa valoración. Estaban muy bien organizados, eran ideológicamente fuertes, y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que tuviera impacto político.
—¿Qué opinarían de esta misión?
—¿Cuál misión? —preguntó Popov, y Bill le explicó el concepto básico. El ruso escuchó cortés y sesudamente antes de responder—: Les gustaría, pero el alcance y los peligros son muy grandes.
—¿Qué pedirían para cooperar?
—Dinero, armas, explosivos, todo lo que necesitan para llevar a cabo una operación. La pelea entre facciones probablemente habrá perjudicado su organización logística. Indudablemente la facción pacifista intenta controlar a la facción violenta restringiéndole el acceso a las armas. Sin armas, no pueden realizar acciones concretas y eso va en desmedro de su ya maltrecho prestigio. Por lo tanto, si les ofrecen los medios para llevar a cabo operaciones, escucharán su plan con mucha atención.
—¿Dinero?
—El dinero sirve para comprar cosas. Las facciones con las que vamos a tratar deben carecer de fondos regulares.
—¿Aportados por? —preguntó Brightling.
—Por lo que ustedes llaman «enrejado de protección», creo.
—Correcto —confirmó Henriksen—. Así consiguen el dinero y las fuentes están probablemente controladas por las facciones pacifistas.
—Entonces, ¿cuánto dinero será necesario, Dimitri? —preguntó Brightling.
—Varios millones de dólares, diría yo. Por lo menos.
—Tendrá que estar muy bien lavado —le advirtió Bill a su jefe—. Yo puedo ayudar.
—¿Digamos cinco millones…?
—Creo que alcanzará —dijo Popov luego de pensarlo un momento—, más el atractivo psicológico de mesarle las barbas al león tan cerca de su guarida. Pero no puedo prometerles nada. Los irlandeses toman sus propias decisiones, por motivos que me son ajenos.
—¿Cuándo podría encontrarse con ellos?
—Dos o tres días después de llegar a Irlanda —respondió Popov.
—Compre ya mismo el pasaje —le ordenó John Brightling.
—Uno de ellos habló antes de desplegarse —dijo Tawney—. Se llamaba René. Antes de viajar a España habló con una novia que tenía. A ella le remordía la conciencia y se presentó sola. Los franceses la entrevistaron ayer.
—¿Y? —preguntó Clark.
—Y el propósito de la misión era liberar a Carlos, pero André no dijo en ningún momento que alguien se las hubiera asignado. De hecho dijo muy poco, aunque en la entrevista apareció el nombre de otro integrante de la misión. Eso piensan los franceses. Ahora están investigando el nombre. La mujer en cuestión… bueno, André y ella fueron amigos, amantes durante un tiempo, y evidentemente confiaba en ella. Bueno, se presentó a la policía por el asesinato de la niña holandesa. Los diarios de París le dedicaron muchas páginas al crimen y evidentemente la chica empezó a tener problemas de conciencia. Según le dijo a la policía, intentó hacerlo desistir de la misión —no sé si creerle— y él le prometió pensarlo. Evidentemente no le hizo caso, pero los franceses se preguntan si habría tenido la posibilidad de abandonar. Están interrogando a los sospechosos de siempre. Tal vez consigan algo —concluyó Tawney, esperanzado.
—¿Eso es todo? —preguntó Clark.
—Y es mucho, realmente —comentó Peter Covington—. Es mucho más de lo que teníamos ayer y permite que nuestros amigos franceses sigan otras pistas.
—Tal vez —admitió Chávez—. ¿Pero por qué salieron? ¿Quién está soltando a esta banda de cucarachas?
—¿Algo más sobre los otros dos atentados? —preguntó Clark.
—Nada de nada —replicó Tawney—. Los alemanes agitaron todos los avisperos. Vieron entrar y salir autos diversos de la finca Fürchtner/Dortmund, pero ella era pintora y podían ser clientes. En cualquier caso, no hay descripciones de los vehículos, ni mucho menos números de patente. El caso está muerto, a menos que alguien se presente ante la policía y haga una declaración.
—¿Socios conocidos? —preguntó Covington.
—Todos entrevistados por el BKA, sin resultado. Hans y Petra no eran famosos por su elocuencia. Lo mismo puede decirse de Model y Guttenach —Tawney agitó las manos en señal de frustración.
—Está ahí afuera, John —dijo Chávez—. Puedo olerlo.
—Coincido —dijo Covington—. Pero la cosa es ponerle la mano encima.
Clark frunció el ceño… pero conocía el paño por sus épocas de agente secreto. Uno quería información, pero con sólo quererla no alcanzaba. Las cosas aparecían cuando se les antojaba, en el momento menos pensado. Así de simple, y de enloquecedor, especialmente cuando uno sabía que estaba allí y sabía que la necesitaba. Con un poquito de información, Rainbow podría soltar a las fuerzas policiales de algún país, que atraparían a los miserables y los asarían a fuego lento hasta obtener lo que necesitaban. Lo mejor sería contar con los alemanes o los franceses (no tenían las restricciones legales impuestas por estadounidenses y británicos a sus fuerzas policiales). Pero no era una buena manera de pensar, y los del FBI generalmente conseguían que más de uno vomitara todo lo que sabía… aunque trataban a todos los criminales con guantes de seda. Hasta los terroristas cantaban como pajaritos… bueno, los irlandeses no, recordó John. Algunos de esos bastardos eran incapaces de decir «buuu» y hasta de pronunciar su propio nombre. Bueno, había maneras de manejar semejante obstinación recalcitrante. Era cuestión de sacarlos del discurso político e inocularles miedo a Dios… y al dolor. Generalmente funcionaba… siempre en el caso de John Clark. Pero, primero, había que tener con quién hablar. Eso era lo más difícil.
Como oficial de la CIA había realizado misiones en lugares lejanos e incómodos, y muchas veces las misiones fueron abortadas —o, lo que es peor, pospuestas— por falta o pérdida de información. Había visto morir a tres hombres y una mujer por ese motivo, en cuatro lugares diferentes, todos detrás de la Cortina de Hierro. Cuatro personas cuyos rostros conocía, perdidas, judicialmente asesinadas por sus países de origen. Su lucha contra la tiranía había prosperado finalmente, pero ellos no habían vivido para verlo ni para disfrutar los frutos de su coraje. Clark los recordaba siempre, uno por uno, y odiaba a la gente que teniendo la información necesaria no la entregó a tiempo. Lo mismo estaba pasando ahora. Ding tenía razón. Alguien estaba sacando a esos animales de sus cuevas, y Clark quería a ese alguien. Encontrarlo equivaldría a obtener cantidades de nombres, números telefónicos y direcciones que la policía europea metería en una gran bolsa… acabando así con buena parte del terrorismo que pendía como una daga sobre el viejo continente. Y eso sería mucho mejor que enviar a sus hombres al campo con las armas cargadas.
Popov hizo las valijas. Ya era todo un experto del equipaje, pensó. Había aprendido a doblar las camisas de modo tal que no salieran arrugadas de la valija, cosa que jamás había logrado cuando era oficial de la KGB. Bueno, estas camisas eran más caras y le gustaba cuidarlas. No obstante, las valijas reflejaban su ocupación anterior e incluían varios bolsillos y compartimientos para guardar pasaportes «alternativos». Siempre los llevaba con él. Si el proyecto se derrumbaba por su propio peso, querría desaparecer sin dejar rastro y sus tres juegos de pasaportes sin usar le resultarían muy útiles. En el último de los casos accedería a su cuenta bancaria en Berna y volvería a Rusia, aunque tenía otros planes para el futuro…
… pero temía que la codicia le estuviera obnubilando la mente. Cinco millones de dólares. Si lograba quedarse con ellos, tendría los recursos necesarios para vivir cómodamente hasta el fin de sus días en cualquier lugar de su elección, especialmente si invertía con astucia. ¿Pero cómo haría para defraudar al IRA? Bueno, ya se le ocurriría cómo. Cerró los ojos y pensó en la codicia. ¿Realmente estaba obnubilando su criterio operativo? ¿Estaba corriendo un riesgo innecesario, arrastrado por el deseo de apoderarse del dinero? Era difícil ser objetivo respecto a las propias motivaciones. Y también era difícil ser un hombre libre, no uno de tantos oficiales del Comité de Seguridad Estatal condenado a justificar cada dólar, libra o rublo gastado ante los contadores de Dzerzhinsky, los personajes con menos sentido del humor de una agencia singularmente malhumorada y agria.
Codicia, pensó Popov, preocupado. Tendría que olvidarse del tema. Debía seguir adelante como el profesional que siempre había sido, cuidadoso y circunspecto a cada paso, a menos que deseara ser atrapado por los servicios enemigos de contrainteligencia o incluso por la gente que iba a ver. El Ala Provisional del Ejército Republicano Irlandés (PIRA) era ruda y despiadada como todas las organizaciones terroristas del mundo. Aunque sus miembros podían compartir alegremente una cerveza con cualquiera —en eso se parecían increíblemente a los rusos—, mataban a sus enemigos, dentro y fuera de la organización, con tantos remordimientos como el médico que mata a sus ratas de laboratorio. Pero, eran leales hasta la locura. En eso eran predecibles, mucho mejor para Popov. Y además, sabía cómo tratar con ellos. Lo había hecho con frecuencia en el pasado, tanto en Irlanda como en el Valle del Bekaa. Simplemente, debía impedir que percibieran que quería quedarse con su dinero, ¿no?
Llevó las valijas al ascensor y bajó a la planta baja, donde el portero del edificio llamó al taxi que lo llevaría al aeropuerto de La Guardia. Allí abordaría un vuelo al aeropuerto internacional Logan (Boston), donde tomaría el vuelo de Aer Lingus con destino a Dublín. Desde que trabajaba para Brightling había acumulado una interesante cantidad de millas, aunque la diversidad de aerolíneas no lo favorecía. Pero siempre volaba en primera clase (algo imposible con la KGB). Dimitri Arkadeyevich Popov sonrió complacido y se respaldó en el asiento del taxi. Lo único que debía hacer era tratar honestamente con la PIRA. Si se presentaba la ocasión de robarles, lo haría. Pero de algo estaba seguro: saltarían como perros hambrientos sobre la operación que iba a proponerles. Estaba contento. Aunque más no fuera, la PIRA tenía élan.
El agente especial Patrick O’Connor leyó la información enviada por Nueva York. El problema de las investigaciones de secuestros era el tiempo. Ninguna investigación marchaba lo suficientemente rápido, pero en el caso de los secuestros era peor, porque uno sabía que en algún lugar había una persona de carne y hueso cuya vida dependía de la habilidad del investigador para conseguir información y actuar antes de que el secuestrador decidiera poner fin a su jueguito repugnante, matar a su víctima y salir a buscar otra. ¿Buscar otra? Sí, probablemente, porque no había pedidos de rescate, y eso significaba que quien había raptado a Mary Bannister no estaba dispuesto a devolverla. No, la estaría usando como un juguete, casi seguro para satisfacerse sexualmente. Y cuando se cansara de ella, casi seguro la mataría. Y así, O’Connor sentía que estaba corriendo una carrera sobre una pista que no podía ver y contra un cronómetro oculto en la mano de otro. Tenía la lista de los amigos y compañeros locales de Mary Bannister y había enviado a sus hombres a hablar con ellos con la esperanza de conseguir un nombre o un número telefónico que los guiara al próximo paso de la investigación… pero probablemente no serviría de nada, pensó. No, el caso pertenecía exclusivamente a Nueva York. La jovencita había ido a probar fortuna en la ciudad luminosa, como tantas otras. Y muchas de ellas encontraban lo que estaban buscando, y por eso iban, pero esta chiquilina de los suburbios de Gary, Indiana, había viajado a Nueva York sin saber lo que era estar en una gran ciudad, y carecía de los niveles de autoprotección necesarios en una ciudad de ocho millones…
… y probablemente ya estaba muerta, admitió O’Connor para sus adentros, asesinada por el monstruo que la había raptado en la calle. Y él no podía hacer nada al respecto, excepto identificar, arrestar y encerrar al miserable, hecho que salvaría a otras víctimas potenciales pero le importaría un bledo a la muchacha cuyo nombre encabezaba la carpeta que tenía sobre el escritorio. Bueno, ese era uno de los problemas de ser policía. Uno no podía salvarlas a todas. Pero intentaba vengarlas y eso ya era algo, pensó el policía, levantándose para volver a su casa.
Chávez bebió un trago de Guinness y observó el club. El Águila de la Legión pendía de la pared opuesta a la barra y la gente iba a tocarla con respeto. Tres de sus muchachos estaban en una mesa, bebiendo y charlando con dos soldados de Peter Covington. El televisor estaba encendido… ¿campeonatos de snooker? ¿Eso era un acontecimiento nacional? Sintonizó las noticias y el servicio meteorológico.
Más información sobre El Niño, pensó con un bostezo. Antes se llamaba simplemente el tiempo, pero un maldito oceanógrafo había descubierto que la mezcla de agua cálida y fría en las costas de Sudamérica cambiaba cada pocos años, y que cuando eso sucedía el clima mundial se modificaba un poco en algunas regiones. Y los medios se habían arrojado sobre el nuevo fenómeno, deleitados, al parecer, de tener una nueva etiqueta para colocar a las cosas cuya precaria educación les impedía entender. Ahora decían que la última manifestación de El Niño era un clima inusualmente caluroso en Australia.
—MR. C., usted es lo bastante viejo para recordar. ¿Qué decían antes de esta basura?
—Hablaban de clima extraordinariamente caluroso, frío o templado, intentaban predecir si haría calor, frío, sol o lluvia al día siguiente, y luego especulaban sobre los resultados del béisbol —con menor precisión en cuanto al clima, omitió agregar Clark—. ¿Cómo está Patsy?
—Faltan un par de semanas, John. Lo lleva muy bien, pero está furiosa por el tamaño de su panza —miró el reloj—. Tendría que llegar a casa dentro de treinta minutos. Tiene el mismo turno que Sandy.
—¿Duerme bien? —insistió John.
—Sí, se inquieta un poco cuando el hombrecito se da vuelta, pero tiene todo lo que necesita. Tranquilo, John. La estoy cuidando bien. ¿Tiene ganas de ser abuelo?
Clark bebió su tercera pinta de la noche.
—Una piedra más en el camino a la muerte, supongo —luego sonrió—. Sí, Domingo, tengo muchas ganas —de malcriar al pequeño truhan y devolverlo apenas se ponga a llorar—. ¿Estás listo para ser padre?
—Creo que sí, John. ¿Es difícil? Usted lo sabe por experiencia.
Clark ignoró el desafío implícito.
—Dentro de unas semanas enviaremos un grupo a Australia.
—¿Para qué?
—Los australianos están un poco preocupados por las Olimpiadas y las tres misiones que realizamos nos hacen muy sexys. Entonces, quieren que vayamos a ver cómo están las cosas junto con el SAS.
—¿Son buenos?
Clark asintió.
—Eso me han dicho, pero no nos hará mal echar un vistazo, creo yo.
—¿Quiénes irán?
—Todavía no lo decidí. Ya tienen una compañía consultora. Global Security Ltd., dirigida por un ex FBI. Noonan lo conoce. Henriksen, creo que se llama así.
—¿Alguna vez tuvieron un atentado terrorista?
—Nada importante que yo recuerde, pero bueno, tú no te acuerdas de Munich 1972, ¿verdad?
Chávez sacudió la cabeza.
—Sólo lo que leí al respecto. Los policías alemanes se comieron una muy difícil.
—Sí, supongo. Nadie les había dicho que tendrían que enfrentarse a gente como esa. Bueno, ahora todos estamos al tanto, ¿no? Así empezó el GSG-9, y son muy buenos.
—Como el Titanic, ¿no? Desde entonces los barcos empezaron a tener suficientes botes salvavidas.
John asintió.
—Así son las cosas. La letra con sangre entra, hijo —John dejó su vaso vacío sobre la barra.
—OK, ¿entonces cómo es posible que los chicos malos nunca aprendan? —preguntó Chávez terminando su segunda cerveza de la noche—. Les dimos unas cuantas lecciones sangrientas, ¿no? ¿Pero acaso cree que podemos levantar las carpas? Ni por casualidad, Mr. C. Todavía están allá afuera, John, y no piensan retirarse. No aprendieron una mierda.
—Bueno, yo sí hubiera aprendido. Tal vez sean más burros que nosotros. Pregúntale a Bellow —sugirió Clark.
—Tal vez lo haga.
Popov estaba a punto de sucumbir al sueño. El océano bajo el Aer Lingus 747 se había convertido en una masa oscura y el ruso buceaba en su mente intentando recordar rostros y voces del pasado, preguntándose si su contacto se habría vuelto informante del Servicio de Seguridad británico, hecho que inevitablemente llevaría a su identificación y posible arresto. Probablemente no. Parecían estar absolutamente consagrados a su causa… pero era imposible estar seguro. La gente traicionaba por diversos motivos. Popov lo sabía muy bien. Había ayudado a muchos a cambiar de lealtad y traicionar a sus países, a menudo por ínfimas sumas de dinero. ¿Acaso no era más fácil traicionar a un ateo extranjero que les había conseguido fondos equívocos? ¿Y si sus contactos habían visto por fin la futilidad de su causa? Por mucho que lo desearan, Irlanda jamás sería un estado marxista. La lista de naciones marxistas era cada vez más corta, aunque los académicos de todo el mundo seguían declamando las palabras e ideas de Marx y Engels, y hasta las de Lenin. Tontos. Estaban incluso los que decían que el comunismo se había impuesto en el país equivocado, que Rusia sufría un atraso demasiado profundo para que esas maravillosas ideas funcionaran.
De sólo pensarlo, una sonrisa irónica asomó a sus labios. Sacudió la cabeza. Otrora había formado parte de la organización llamada Espada y Escudo del Partido. Había cursado la academia, asistido a todas las clases de política, aprendido todas las respuestas a las inevitables preguntas de examen, y sido lo bastante inteligente como para escribir exactamente lo que sus instructores deseaban leer. De ese modo se había asegurado notas altas y el respeto de sus mentores… A decir verdad, eran pocos los que creían las mentiras del Estado comunista pero ninguno había tenido el coraje de decir lo que pensaba. Era sorprendente lo mucho que habían durado esas mentiras, y Popov todavía recordaba su asombro al ver bajar la bandera roja de su mástil en la puerta del Kremlin. Nada duraba más que una idea perversa, evidentemente.