MEDIDAS
—Entonces, ¿no sabemos nada de nuestro amigo ruso? —preguntó Bill Tawney.
—Nada —confirmó Cyril Holt—. En los videos Kirilenko va caminando a trabajar como todos los días, por el mismo camino y a la misma hora, cuando las calles están atestadas, para en su pub a beber una cerveza cuatro de cada cinco noches, y tropieza con toda clase de gente. Pero en esas condiciones no sería difícil confundirnos, a menos que realmente estrechemos la vigilancia, en cuyo caso sería muy probable que Ivan Petrovich se diera cuenta y aumentara sus precauciones. No queremos correr ese riesgo.
—Claro que no —admitió Tawney, desilusionado—. ¿No tenemos nada de otras fuentes?
«Otras fuentes» aludía a cualquiera que trabajara para el Servicio de Seguridad dentro de la embajada rusa. Casi siempre tenían a alguien, pero Holt no discutiría el tema por teléfono (encriptado o no) porque si había algo que era imprescindible proteger en ese negocio era la identidad de las fuentes. La falta de protección podía significarles la muerte.
—No, Bill, nada. Vania no habló por teléfono a Moscú sobre el tema. Tampoco utilizó su línea segura de fax. Por el momento no tenemos ninguna cara, salvo la del tipo del pub, que bien podría ser un fiasco. Hace tres meses hice que uno de mis hombres entablara una conversación con él en la barra. Hablaron de fútbol… es un fanático consuetudinario, conoce muy bien el juego y en ningún momento reveló su nacionalidad. Su acento es perfecto. Por lo tanto, el tipo de la foto podría ser cualquiera, una mera coincidencia. Kirilenko es un profesional, Bill. No comete muchos errores. Cualquier información surgida de ese encuentro fue indudablemente escrita y enviada por mensajero.
—Entonces, probablemente tenemos un ex KGB merodeando por Londres, probablemente con toda la información de Moscú sobre nuestro Clark… y no sabemos qué está haciendo ni qué se propone.
—Correcto, Bill —admitió Holt—. No te diré que me gusta, pero así están las cosas.
—¿Conseguiste algo sobre contactos KGB-PIRA?
—Tenemos algunas cosas. Una foto de otro tipo en Dublín hace ocho años e informes orales de otros contactos, descripciones físicas incluidas. Alguno que otro podría ser el tipo de la foto, pero las descripciones abarcan a un tercio de la humanidad de sexo masculino y todavía no queremos hacer circular las fotos.
Tawney no necesitó que le dijera por qué. Cabía la posibilidad de que algunos informantes de Holt jugaran a dos puntas, y en ese caso, enseñarles las fotos del pub sólo serviría para alertar al blanco de la investigación. El sujeto se volvería más cauteloso, quizás cambiaría de aspecto, y las cosas empeorarían en vez de mejorar. El suyo era el más complejo de los juegos, recordó Tawney. ¿Y si todo el asunto no era más que pura curiosidad de los rusos? ¿Ganas de seguirle el rastro a un oficial de inteligencia del otro bando? Diablos, todo el mundo lo hacía. Era parte normal del oficio.
El resultado final era que sabían lo que no sabían… No, pensó Tawney. Ni siquiera eso. Sabían que no sabían algo, pero no sabían qué querían descubrir. ¿Qué significaba esa señal detectable de información que había aparecido en la mira?
—¿Para qué es esto? —preguntó Henriksen inocentemente.
—Es un sistema de refrigeración a base de niebla. Ustedes nos lo pasaron —dijo Auckland.
—¿Eh? No comprendo —replicó el estadounidense.
—Uno de nuestros ingenieros lo vio en… Arizona, creo. Asperja una niebla muy fina. Las minúsculas gotas absorben la energía del calor y se evaporan en la atmósfera. Tiene el mismo efecto que un acondicionador de aire, pero gasta muy poca energía.
—Aaah —dijo Henriksen, esforzándose por demostrar sorpresa—. ¿Y el sistema está distribuido?
—Sólo en los túneles y los campos de juego. El arquitecto quiso instalarlo en todo el estadio pero la gente se quejó. Dijeron que interferiría con las cámaras y esas cosas —respondió Aukland—. Se parece mucho a la niebla auténtica.
—OK. me gustaría echarle un vistazo.
—¿Por qué?
—Bien, señor, es una excelente manera de asperjar agentes químicos, ¿no le parece? —La pregunta tomó al policía por sorpresa.
—Bueno… sí, supongo que sí.
—Bien. Uno de mis hombres en la empresa, exoficial del Regimiento Químico del Ejército de EE.UU., es experto en esta clase de cosas. Se graduó en la MIT. Haré que revise los sistemas.
—Sí, buena idea, Bill. Gracias —dijo Aukland, maldiciéndose por no haberlo pensado antes. Bueno, para eso había contratado a un experto, ¿no? Y ese yanqui parecía un verdadero experto.
—¿Hace mucho calor aquí?
—Oh, sí, mucho. Esperamos temperaturas del orden de los noventa grados… Fahrenheit. Se supone que debemos pensar en Celsius, pero todavía no aprendí.
—Sí, yo tampoco —acotó Henriksen.
—De todos modos, el arquitecto dijo que era una manera barata de refrescar a los espectadores y bastante fácil de instalar. Se alimenta del sistema de bocas de incendio. Ni siquiera utiliza mucha agua. Hace un año que lo instalaron. Lo probamos periódicamente. Una compañía estadounidense se encarga de hacerlo, en este momento no recuerdo el nombre.
Cool-Spay de Phoenix, Arizona, pensó Henriksen. Tenía el diseño del sistema en el archivo de su oficina. Jugaría un papel crucial en los planes del proyecto y había sido considerado un regalo de Dios desde el primer momento. Ya tenían el lugar. Pronto llegaría la hora.
—¿Tuvo noticias de los británicos?
—Les preguntamos, pero todavía no tuvimos respuesta —respondió Aukland—. Es un proyecto muy secreto, evidentemente.
Henriksen asintió.
—La política siempre se interpone —y, con un poco de suerte, seguiría siendo así.
—Absolutamente —dijo Aukland, asintiendo.
El detective teniente Mario d’Allesandro encendió su computadora y accedió al archivo central del NYPD. Seguro, Mary Bannister estaba allí, y Anne Pretloe también. Luego eligió un menú de búsqueda: género, MUJER; edades, dieciocho a treinta. El sistema generó cuarenta y seis nombres, que el detective salvó en un archivo especialmente creado con ese propósito. El sistema no incluía fotos. Tendría que ir a buscarlas personalmente. Por el momento retiró de la selección los nombres de diez chicas de Queens y Richmond; quería dedicarse exclusivamente a las desaparecidas de Manhattan. El número se redujo a veintiuno. Luego retiró de la selección a las afroestadounidenses, porque, si se trataba de un asesino serial, esos criminales generalmente escogían víctimas «clonadas»: el más famoso de todos, Theodore Bundy, elegía casi exclusivamente chicas que se peinaban con raya al medio, por ejemplo. Bannister y Pretloe eran blancas, solteras, razonablemente atractivas, edades veintiuno y veinticuatro, de cabello oscuro. Pensó que el abanico de edades escogido previamente sería adecuado para empezar. Por último, retiró de la selección todos los nombres que no encajaban en el modelo.
Luego abrió el archivo Jane Doe del departamento para ver los cadáveres recuperados de víctimas que aún no habían sido identificadas. Conocía la mayoría de los casos. Dos de ellas encajaban en los parámetros, pero no eran Bannister ni Pretloe. Por lo tanto, estaban frente a un agujero negro. Eso era bueno y malo a la vez. Las dos mujeres desaparecidas no estaban comprobadamente muertas… eso era lo bueno. Pero el asesino podría haberse deshecho hábilmente de sus cuerpos… los pantanos de Jersey estaban cerca (famoso vaciadero de cadáveres desde principios de siglo).
Imprimió su lista de mujeres desaparecidas. Quería examinar todos los archivos en papel, fotos incluidas, con los dos agentes del FBI. Pretloe y Bannister tenían ambas cabello cobrizo, casi del mismo largo. Ese rasgo podía bastarle a un asesino serial… pero no, Bannister todavía seguía con vida a juzgar por el e-mail… a menos que el asesino serial sumara a su maldad intrínseca la perversión de martirizar a las familias de sus víctimas. D’Alessandro nunca se había cruzado con uno de esos, pero los asesinos seriales eran unos bastardos seriamente enfermos y era imposible predecir lo que eran capaces de hacer para divertirse un poco. Si uno de esos miserables estaba suelto en Nueva York, no sólo el FBI querría echarle la zarpa. Qué bueno que el estado de Nueva York tuviera finalmente pena de muerte…
—Sí, lo he visto —le dijo Popov a su jefe.
—¿En serio? —preguntó John Brightling—. ¿A qué distancia?
—Casi tan cerca como estamos ahora, señor —replicó el ruso—. No fue intencional, pero sucedió. Es un hombre macizo y poderoso. Su esposa es enfermera en el hospital comunitario local, y tienen una hija médica, casada con un integrante del comando, que trabaja en el mismo hospital. La Dra. Patricia Chávez. Su marido es Domingo Chávez, también oficial de campo de la CIA, actualmente destinado al comando Rainbow. Probablemente sea el líder. Clark y Chávez son oficiales de la CIA. Clark estuvo involucrado en el rescate de la esposa y la hija del exdirector de la KGB hace unos años… Imagino que recordará la noticia. Bueno, Clark fue quien las ayudó a escapar del territorio soviético. También participó en el conflicto con Japón y fue responsable de la muerte de Mamoud Haji Daryaei en Irán. Chávez y Clark tienen mucha experiencia y son dos oficiales de inteligencia muy capaces. Sería peligroso subestimarlos —concluyó Popov.
—OK, ¿qué nos dice todo esto?
—Nos dice que Rainbow es lo que parece: un grupo antiterrorista multinacional activo en toda Europa. España es miembro de la OTAN, pero Austria y Suiza no lo son. ¿Podrían entonces expandir sus operaciones a otros países? Ciertamente, sí. Son una seria amenaza para cualquier operativo terrorista. No se trata precisamente —prosiguió Popov— de una organización a la que me gustaría enfrentarme. Hemos visto por televisión su destreza en operaciones «de combate». Además, cuentan con apoyo técnico y de inteligencia de primerísima calidad. Ambos aspectos logísticos son inseparables.
—OK. Ya sabemos quiénes son. ¿Hay alguna posibilidad de que ellos conozcan nuestra existencia? —preguntó el Dr. Brightling.
—Es posible, aunque improbable —opinó Popov—. Si ese fuera el caso, los agentes del FBI vendrían a arrestarlo, y a mí también, por conspiración criminal. Por el momento, nadie me rastrea ni me sigue. Bueno, al menos eso creo. Sé qué buscar y hasta el momento no he visto nada alarmante, pero también debo admitir que un experto podría seguirme sin que lo advirtiera. Es difícil, ya que soy un profesional de la contravigilancia, pero teóricamente posible.
Brightling quedó perplejo. Popov acababa de admitir que no era perfecto. Sus exsupervisores de la KGB lo habrían sabido de antemano y aceptado como un riesgo propio del negocio de inteligencia… pero cabía recordar que tampoco corrían peligro de ser arrestados y perder los billones de dólares que cimentaban su poder personal.
—¿Qué riesgos corremos?
—¿Se refiere a los métodos que podrían usar contra usted…? —gesto afirmativo—. Bueno, podrían pinchar sus teléfonos, grabar las conversaciones y…
—Mis teléfonos están encriptados. Se supone que el sistema es a prueba de intrusos. Mis consultores dicen que…
Popov levantó la mano para interrumpirlo.
—Señor, ¿realmente cree que su gobierno permite la fabricación de sistemas de encriptado que él no pueda violar? —preguntó, como si le estuviera explicando algo a un niño—. La Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade tiene algunos de los matemáticos más brillantes del mundo, y las computadoras más poderosas del mundo… y si le caben dudas de cuán arduamente trabajan, sólo tiene que echarle un vistazo a la playa de estacionamiento.
—¿Eh? ¿Cómo es eso?
—Si a las siete de la tarde el estacionamiento está lleno, quiere decir que están trabajando mucho en algo. Todos tienen auto en su país, y los estacionamientos son generalmente demasiado grandes para pasar desapercibidos. Es la manera más fácil de controlar el grado de actividad de las agencias de su gobierno —y si uno estaba realmente interesado, averiguaba unos cuantos nombres y direcciones para conocer la marca de los autos y las patentes. Fiel a ese método sencillo, la KGB le había seguido los pasos al jefe del grupo «Z» de la ASN (grupo consagrado a violar y crear sistemas y códigos de encriptado) durante más de una década (e indudablemente la renacida RVS estaría haciendo lo mismo en la actualidad). Popov sacudió la cabeza—. No, yo no confiaría en un sistema de codificación comercial. Tengo mis dudas sobre los sistemas que utiliza el gobierno ruso. Los estadounidenses son muy hábiles para interceptar sistemas cifrados. Siempre lo han sido, desde antes de la Segunda Guerra Mundial, y además están aliados con los británicos, que también tienen una tradición de excelencia en ese rubro. ¿Nadie se lo dijo jamás? —preguntó sorprendido.
—Bien… no. Me dijeron que el sistema que tengo aquí no puede ser violado porque tiene 128 bit…
—Ah, sí, el STU-3 estándar. Su gobierno lo utilizó durante veinte años aproximadamente. Ahora lo cambiaron por el STU-4. ¿Acaso cree que lo cambiaron porque tenían ganas de gastar dinero, Dr. Brightling? ¿No le parece que deber haber otra razón? Cuando trabajaba para la KGB tenía un sistema de encriptado que se usaba una sola vez, compuesto por trasposiciones azarosas. Es inviolable, pero tedioso de usar. Enviar un solo mensaje puede llevar horas. Desafortunadamente es muy difícil de usar para comunicaciones verbales. Su gobierno tiene un sistema llamado TAP-DANCE, cuyo concepto es similar al del nuestro, pero jamás logramos copiarlo.
—Entonces, ¿me está diciendo que alguien podría estar escuchando todas mis llamadas telefónicas?
Popov asintió.
—Por supuesto. ¿Por qué cree que insistí en que nos viéramos personalmente para todas nuestras conversaciones sustanciales? —Ahora sí estaba shockeado, comprobó Dimitri. El genio era un bebé con los pañales mojados—. Ahora bien, ¿no le parece que ya es hora de decirme por qué ejecuté esas misiones para usted?
***
—Sí, ministro… excelente… gracias —decía Bob Aukland por su teléfono celular. Pulsó el botón END, guardó el aparato en el bolsillo y miró a Bill Henriksen—. Buenas noticias. Ese comando Rainbow también vendrá a revisar nuestros sistemas de seguridad.
—¿Ah, sí? —comentó Henriksen—. Bueno, supongo que no le hará mal a nadie.
—¿Le parece intrusivo?
—No, en realidad no —mintió el estadounidense—. Probablemente conozco a algunos de ellos, y ellos a mí.
—Y mantendremos el trato con usted, Bill —dijo el australiano. Fueron a su coche, y luego a un pub, para beber unas cervezas antes de llevar al estadounidense al aeropuerto.
Carajo, pensó Henriksen. La Ley de Consecuencias No Intencionales nuevamente se erguía para morderle el culo. Su mente se disparó, pero pronto se autopersuadió de que la presencia del Rainbow no tenía la menor importancia… siempre y cuando él hiciera bien su trabajo. Incluso podría serle útil, pensó, casi creyéndolo.
No podía decírselo a Popov, estaba seguro. Confiaba en él —diablos, lo que sabía ese ruso podía llevarlo a la cárcel, incluso a la pena de muerte—, ¿pero decirle la verdad desnuda? No, no podía correr ese riesgo. No conocía la opinión de Popov sobre el medioambiente y la naturaleza. No podía predecir su reacción al proyecto. Popov le resultaba peligroso de muchas maneras, como un halcón entrenado pero con voluntad propia, avenido a matar un ratón o un conejo, tal vez, pero nunca completamente suyo, siempre dispuesto a volar lejos y retomar la vida salvaje… Y si era libre para hacer eso, también era libre para dar información a otros. No por primera vez, Brightling pensó en dejar que Bill Henriksen se hiciera cargo de su potencial problema. Él sabría cómo. Seguro, el exinvestigador del FBI sabía cómo investigar un asesinato… y por lo tanto cómo desorientar a los investigadores y hacer desaparecer ese pequeño problema de aspecto ruso.
Ventajas, pensó Brightling inmediatamente. ¿Qué más podía hacer para mejorar la seguridad de su posición y su proyecto? Si el Rainbow era un problema, ¿no convendría atacarlo directamente? ¿Destruirlo en el mejor de los casos, o, en el peor, distraerlo, obligarlo a mirar hacia otra parte?
—Primero tengo que pensarlo, Dimitri —dijo por fin.
Popov asintió discretamente, preguntándose qué pensamientos habrían cruzado la mente de su empleador durante los quince segundos que se había dado para considerar la pregunta. Le llegó el turno de preocuparse. Acababa de informarle a John Brightling los peligros operativos de utilizarlo a él, Popov, para preparar los atentados, y sobre todo la deficiencia de seguridad en sus comunicaciones. Esto último lo había asustado. Tal vez tendría que habérselo advertido antes, pero el tema nunca había surgido y… Dimitri comprendió que había cometido un gravísimo error. Bueno, tal vez no fuera tan grave. La seguridad operativa no era tan mala. Sólo dos personas sabían lo que pasaba… bueno, probablemente Henriksen también. Pero era un exagente del FBI y, de haber sido informante, ya estarían todos en la cárcel. El FBI contaría con toda la evidencia necesaria para investigarlos y juzgarlos, y no permitiría que las cosas siguieran avanzando… a menos que esperara descubrir una conspiración criminal de mayor envergadura…
¿Pero qué podía tener mayor envergadura que conspirar para cometer asesinatos? No, la seguridad era buena. Y aunque el gobierno estadounidense poseía la capacidad técnica de decodificar las líneas telefónicas supuestamente seguras de Brightling, para poder grabarlas necesitaba una orden judicial, y para eso necesitaba evidencia, y la evidencia sola bastaría para condenar a muerte a varias personas. Yo mismo incluido, recordó Popov.
¿Qué está pasando aquí?, se preguntó el ruso. Lo que estaba haciendo su empleador, fuera lo que fuese, era más grande que un asesinato masivo. ¿Qué diablos podía ser? Lo más preocupante de todo era que había aceptado las misiones con la esperanza —realizada, sin duda— de sacar una buena tajada de dinero. Ya tenía más de un millón de dólares en su cuenta bancaria en Berna. Lo suficiente para regresar a la Madre Rusia y vivir muy bien… pero no lo suficiente para lo que de verdad quería. Era extraño descubrir que un «millón» (palabra mágica que describía un número mágico), cuando uno por fin lo tenía, no era tan mágico. Era sólo una cantidad a la que había que restarle todo lo que uno quería comprar. Un millón de dólares estadounidenses no le alcanzaban para comprar la casa que quería, el coche que quería, la comida que quería… ni tampoco para mantener el estilo de vida que anhelaba para el resto de sus días… salvo en Rusia (probablemente), donde (desafortunadamente) no deseaba vivir. Visitarla, sí; quedarse, no. Y así, Dimitri también estaba atrapado.
¿Atrapado en qué? No lo sabía. Allí estaba, sentado frente a alguien que, como él, intentaba llegar a una conclusión… sin lograrlo. Uno de ellos sabía lo que estaba pasando y el otro no… pero el otro sabía cómo hacer que pasaran las cosas, y el uno no. Era un impasse interesante y hasta cierto punto, elegante.
Y así pasaron más de un minuto, mirándose el uno al otro, sin saber qué decir… y renuentes a correr el riesgo de decir lo que querían. Finalmente, Brightling rompió el silencio.
—Realmente necesito pensarlo. ¿Me concederá uno o dos días para hacerlo?
—Ciertamente.
Popov se levantó, le estrechó la mano y salió de la oficina. Jugador avezado durante más de la mitad de su vida del más interesante y fascinante de los juegos, acababa de comprender que estaba jugando a otra cosa, según nuevos parámetros. Había embolsado una gran suma de dinero… suma trivial para su empleador, por otra parte. Estaba involucrado en una operación cuya importancia superaba la de un asesinato masivo. De todos modos, no era tanta novedad para él, reflexionó Popov. Había servido a una nación acosada por el enemigo y finalmente victorioso Imperio del Mal… y aquella guerra fría había superado ampliamente los alcances de un asesinato masivo. Pero Brightling no era una nación, y por muy grandes que fueran sus recursos, eran minúsculos comparados con los de cualquier país desarrollado. La gran pregunta permanecía sin respuesta: ¿qué diablos quería lograr ese hombre? ¿Y por qué necesitaba los servicios de Dimitri Arkadeyevich Popov para lograrlo?
Henriksen tomó el vuelo de Qantas con destino a Los Angeles. Pasaría la mayor parte del día en su asiento de primera clase. Tenía tiempo de sobra para considerar lo que sabía.
El plan de las Olimpiadas estaba prácticamente en marcha. El sistema de refrigeración por niebla ya estaba instalado, lo cual era simplemente perfecto para los propósitos del proyecto. Uno de sus hombres revisaría el sistema y el último día ocuparía su puesto para el último paso (la aspersión del virus). Así de simple. El contrato lo habilitaba para lograr sus objetivos. Pero ahora esos tipos de Rainbow meterían la nariz en el asunto. ¿Hasta qué punto serían intrusivos? Maldición, imposible saberlo. En el peor de los casos, era posible que una pequeñez desbaratara por completo el plan. Casi siempre ocurría así. Lo sabía de su época en el FBI. Un patrullero o un policía que pasaban por casualidad podían abortar un robo planeado hasta el último detalle. O, ya en la fase de investigación, la memoria inesperadamente aguda de un transeúnte o un comentario casual hecho por el sujeto a un amigo podían llegar a oídos del investigador adecuado y resolver un caso. Buum, así de simple… había ocurrido un millón de veces. Y el alud siempre debía aplastar al otro bando, ¿no?
Por consiguiente, desde su perspectiva, debía eliminar la intervención del azar. Había estado muy cerca de hacerlo. El concepto operativo era brillante… y le pertenecía de raíz. John Brightling sólo había aportado los fondos. Los atentados terroristas en Europa habían despertado la conciencia internacional y eso le había permitido conseguir el contrato de supervisión de los sistemas de seguridad para las Olimpiadas. Pero luego ese maldito Rainbow había resuelto tres atentados importantes… —¿y quién era el imbécil que había instigado el tercero?— y los australianos les habían pedido que fueran a echar un vistazo. Si lo hacían, probablemente estarían presentes durante los Juegos… y si pensaban en armas químicas, encontrarían el sistema perfecto para utilizarlas y…
Demasiadas incógnitas, pensó Henriksen. Demasiadas. Demasiadas cosas debían andar mal para abortar el proyecto. Ese pensamiento lo consoló. Tal vez le convendría reunirse con los tipos del Rainbow y alejarlos persuasivamente de la amenaza. Después de todo, tenía un experto en armas químicas y ellos no (probablemente), y eso le daba ventaja, ¿no? Con un poco de inteligencia, su experto podría hacer su trabajo frente a las narices del Rainbow… sin ser visto. Para eso estaban los planes, ¿no?
Relájate, se dijo. La azafata le ofreció un trago y pidió otra copa de vino. Relájate. Pero no, no podía relajarse. Tenía demasiada experiencia como investigador para aceptar la mera posibilidad de intervención del azar sin medir las posibles consecuencias. Si detenían a su hombre, incluso por error, el proyecto correría peligro. Y eso implicaría más que un fracaso. En el mejor de los casos, prisión de por vida… algo que no estaba preparado para aceptar. No, estaba consagrado al proyecto por más de una razón. En primer lugar, su misión era salvar el mundo… y en segundo lugar, quería estar allí para gozar lo que había ayudado a salvar.
Por eso, los riesgos de toda clase y/o magnitud eran inaceptables. Tenía que encontrar la mejor manera de eliminarlos. La clave era el ruso, Popov. Se preguntó qué habría averiguado en su viaje a Inglaterra. Contando con la información correcta podría diseñar un plan para obstruir al Rainbow. Interesante, ¿verdad? Reclinó el asiento y eligió una película para disimular. Sí, decidió diez minutos después, con la información correcta y las ventajas correctas… el plan funcionaría.
Popov estaba cenando solo en un restaurante de segunda al sur de Manhattan. La comida era buena, aunque el lugar parecía contar con los servicios de limpieza nocturnos de una pandilla de ratas. Pero el vodka era excelente y, como de costumbre, un par de tragos lo ayudaron a pensar mejor.
¿Qué sabía de John Brightling? Bueno, era un genio científico y un hábil negociante. Había estado casado con una mujer igualmente brillante, actualmente asesora científica de la presidencia, pero el matrimonio terminó mal… y ahora su empleador saltaba de cama en cama y era uno de los solteros más codiciados de EE.UU. (tenía la fortuna imprescindible y su foto aparecía con frecuencia en las páginas sociales, cosa que seguramente incomodaría a su exesposa).
Tenía buenas conexiones entre la gente con acceso a asuntos clasificados. El grupo Rainbow estaba evidentemente «en negro», pero él había conseguido su nombre y el de su comandante en un día. En un solo día. Impresionante. Asombroso. ¿Cómo carajo lo había logrado?
Y estaba en una operación cuyas implicancias eran más graves que las de un asesinato masivo. Una vez más se le obstruyó la mente. Era como caminar por una calle atestada y toparse con una pared desnuda. ¿Qué podía hacer un empresario que fuera más grave que eso? ¿Más importante que arriesgar su libertad y su vida? Si era más grave que un asesinato masivo, ¿acaso el plan contemplaría un asesinato mayor? ¿Pero con qué propósito? Iniciar una guerra, tal vez, pero no era jefe de Estado y, por consiguiente, no podía declarar la guerra. ¿Brightling era un espía que conseguía información clasificada de seguridad para un gobierno extranjero…? ¿Pero a cambio de qué? ¿Y cómo se hacía, gobierno o no gobierno, para sobornar a un billonario? No, el dinero estaba fuera de cuestión. ¿Qué le quedaba entonces?
Había un clásico acróstico inglés que revelaba los posibles motivos de traición contra la tierra natal: MICE (RATONES). Dinero (Money), Ideología, Conciencia y Ego. El dinero estaba fuera de cuestión. Brightling tenía demasiado. La ideología solía ser la mejor motivación de los traidores/espías… Era más fácil que alguien se jugara la vida por sus creencias que por lucro, ¿pero qué ideología podía tener Brightling? Popov no lo sabía. Conciencia. ¿Pero conciencia de qué? ¿Qué mal estaba tratando de corregir? Difícil de encontrar, ¿no? Quedaba el ego. Bueno, Brightling tenía un ego poderoso, pero el ego justificaba la venganza contra alguna persona o institución más poderosa que lo hubiera maltratado. ¿Quién podría herir al billonario John Brightling, y tanto que su éxito material no fuera medicina suficiente para restañar la herida? Pidió otro vodka. Esa noche volvería en taxi a su departamento.
No, el dinero estaba fuera de cuestión. El ego también. Quedaban la ideología y la conciencia. ¿Qué creencias, qué males podían motivar a un hombre a cometer asesinatos en gran escala? Brightling no era un fanático religioso ni estaba abiertamente insatisfecho con su país. El dinero y el ego estaban indudablemente fuera de cuestión y, si bien la ideología y la conciencia eran igualmente improbables, Popov no las eliminaba porque… ¿por qué? Porque sólo tenía cuatro motivos posibles, a menos que Brightling estuviera completamente loco. Y no era el caso, ¿verdad?
No, se dijo Popov. Su empleador no estaba desequilibrado mentalmente. Pensaba exhaustivamente todos sus actos, y aunque su perspectiva —particularmente en cuestiones de dinero— difería en mucho de la suya… Bueno, la diferencia era comprensible. Todo era cuestión de perspectiva… un millón de dólares era para John Brightling lo que cincuenta centavos de dólar para Dimitri Arkadeyevich Popov. Entonces ¿podría ser una especie de loco que…? Como un jefe de Estado, un nuevo Saddam Hussein o Adolf Hitler o Josef Vissarionovich Stalin… Pero no, no era jefe de Estado y no tenía aspiración de serlo, y sólo esos hombres cultivaban esa clase de locura.
Popov había visto toda clase de curiosidades durante su carrera en la KGB. Había competido con adversarios de primera clase y jamás lo habían atrapado, jamás había fracasado en una misión. Por lo tanto, se consideraba un tipo inteligente. Pero eso sólo servía para aumentar su frustración. Tenía más de un millón de dólares en un banco de Berna. Tenía el propósito de conseguir más dinero a su debido tiempo. Había planeado dos misiones terroristas que cumplieron sus objetivos… ¿o no? Su empleador evidentemente pensaba que sí, a pesar del abyecto fracaso táctico de ambas. Cada vez sabía menos. Cuanto más cavilaba, menos sabía. Y cuanto menos sabía, más descontento se sentía. Más de una vez le había preguntado a su empleador el motivo de sus actividades, pero Brightling se negaba a revelarlo. Tenía que ser algo muy grande… ¿pero qué carajo era?
Empezaron a practicar los ejercicios respiratorios. A Ding le parecían entretenidos, pero también sabía que eran necesarios. Aunque Patsy era alta y flexible, no era una atleta como él y necesitaba ejercitar la respiración para facilitar la salida del bebé. Se sentaron en el piso de su casa con las piernas abiertas y comenzaron a inhalar y exhalar como si quisieran destruir la morada de un cerdo mitológico… y Ding tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse.
—Respira profundo, Pats —dijo Domingo luego de tomar el tiempo de la contracción imaginaria. Le tomó la mano y se inclinó para besarla—. ¿Cómo va eso, nena?
—Estoy lista, Ding. Sólo quiero que pase y termine.
—¿Estás preocupada?
—Bueno —respondió ella—, sé que me va a doler un poco y me gustaría que ya hubiera pasado, ¿sabes?
—Sí —Ding asintió. La anticipación de un hecho desagradable generalmente era peor que el hecho mismo, al menos en el aspecto físico. Él lo sabía por experiencia, pero ella no. Todavía. Tal vez por eso el segundo parto solía ser más fácil que el primero. Uno sabía qué esperar, sabía que aunque era difícil lo superaría… y que al final de todo tendría un bebé en los brazos. Esa era la clave de todo para Domingo. ¡Ser padre! Tener un hijo, iniciar la más grande de todas las aventuras, criar una nueva vida, hacer lo mejor posible, cometer algunos errores pero aprender de ellos, y ofrecer a la sociedad un nuevo ciudadano responsable. Eso era ser hombre, estaba seguro. Ah, claro, portar un arma y hacer su trabajo también era importante… dado que era un guardián de la sociedad, un corregidor de males, un protector de inocentes, una de las fuerzas del orden que sostenía la civilización… Pero esta era su oportunidad de involucrarse personalmente en la civilización: criar hijos moralmente sanos y educarlos y guiarlos para hacer Lo Correcto, incluso a las tres de la madrugada y medio dormido. Tal vez el niño fuera agente secreto/militar como él, tal vez, mejor aún, médico como Pats, parte importante y buena de la sociedad, consagrado al servicio de los demás. Pero eso sólo pasaría si Pats y él hacían bien su trabajo, y esa era la responsabilidad más grande que podía asumir un ser humano. Domingo no veía la hora, anhelaba tener a su bebé en brazos, besarlo y mimarlo, cambiarle los pañales y limpiarle la colita. Ya le había construido una cuna, decorado las paredes de su cuarto con conejitos rosados y celestes y comprado montones de juguetes para distraer a la bestezuela… Y aunque todas esas cosas parecían incongruentes con su vida habitual, él y sus compañeros del Rainbow sabían que no era así, porque todos tenían hijos y comprendían el compromiso moral y afectivo que implicaba. Eddie Price tenía un chico de catorce años, un poco rebelde y decididamente testarudo (probablemente muy parecido a su padre a su misma edad), pero también brillante, cuestionador y decidido a buscar sus propias respuestas (que encontraría a su debido tiempo, igual que su padre). El chico tenía la palabra «soldado» escrita en el cuerpo, pensó Ding… pero, con un poco de suerte, primero iría a la escuela y se haría oficial (cosa que Price tendría que haber hecho, y seguramente hubiera hecho en Estados Unidos). Pero allí el sistema era diferente y Price se había convertido en un excelente sargento mayor, mano derecha de Ding, siempre listo para ofrecer opciones y dispuesto a ejecutar sus órdenes a la perfección. Sí, había mucho que hacer y mucho que esperar, se dijo Ding, todavía con la mano de Patsy entre las suyas.
—¿Tienes miedo?
—Miedo no, estoy un poco nerviosa —admitió ella.
—Querida, si fuera tan difícil, no habría tanta gente en el mundo.
—Eso dicen los hombres —protestó Patsy—. Para ustedes es fácil hablar. No tienen que hacerlo.
—Estaré allí para ayudarte —prometió su esposo.
—¡Más te vale!