ETAPAS
El último vagabundo había superado todas las predicciones… sólo para prolongar lo inevitable. Se llamaba Henry. Negro, de cuarenta y seis años, aparentaba veinte más. Se presentaba como veterano de guerra a todo el que quisiera escucharlo y tenía una sed extrema, que, milagrosamente, no le había destruido el hígado. Y su sistema inmunitario había luchado vigorosamente contra Shiva. Probablemente pertenecía al extremo privilegiado del espectro genético, pensó el Dr. Killgore, aunque de poco le había servido. Hubiera sido útil tener su historia clínica, saber cuánto habían vivido sus padres, pero cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde. Henry estaba ido. Y sus análisis indicaban, sin lugar a dudas, que moriría pronto. Su hígado había sucumbido finalmente a las cepas de Shiva. En cierto modo, era una lástima. El médico que aún latía en Killgore quería que sus pacientes sobrevivieran. Tal vez sólo por espíritu deportivo, pensaba, rumbo a la habitación del enfermo.
—¿Cómo se siente, Henry? —le preguntó.
—Como la mierda, doc, como la misma mierda. Siento como si el vientre se me estuviera desgarrando.
—¿Puede sentirlo? —preguntó Killgore. Era toda una sorpresa. Le estaban inoculando doce miligramos de morfina diarios… Aunque era una dosis letal para un hombre sano, los muy enfermos la toleraban.
—Un poco —replicó Henry, sonriendo entre dientes.
—Bueno, vamos a solucionarlo, ¿sí? —extrajo de su bolsillo una jeringa de 55 cc y una ampolla de Dilaudid. La dosis normal era de dos a cuatro miligramos. Decidió aplicar cuarenta para estar seguro. Llenó la jeringa, expulsó la potencial burbuja de aire, y luego la inyectó en la sonda de suero intravenoso.
—Ah —alcanzó a decir Henry antes de sumirse en el sopor. Inmediatamente, su rostro se ablandó y abrió muchos los ojos, las pupilas dilatadas por el último placer que conocería en este mundo. Diez segundos después le tocó la carótida derecha. No pasaba nada, y la respiración se había interrumpido en el acto. Para estar completamente seguro, Killgore sacó el estetoscopio del bolsillo y lo apoyó sobre el pecho de Henry. Seguro, el corazón se había detenido.
—Buen combate, socio —le dijo al cadáver. Luego retiró la sonda de suero intravenoso, apagó el sistema electrónico de medicamentos y le cubrió la cara con la sábana. Y bien, los vagabundos se habían terminado. La mayoría habían durado poco, excepto Henry. El bastardo había luchado hasta el fin, desafiando todas las predicciones. Killgore se preguntó si deberían haberle inoculado alguna de las vacunas. La «B» lo habría salvado, ciertamente, pero en ese caso se hubieran quedado con un vagabundo saludable, y el proyecto no apuntaba a salvar a esa clase de gente. ¿A quién le servía un tipo como Henry? Tal vez al dueño del bar. Salió de la habitación y le hizo señas a un paramédico. En quince minutos, las cenizas de Henry flotarían en el aire y, al caer, sus químicos servirían para fertilizar árboles y pasto… la mejor contribución al planeta a la que un individuo como él podía aspirar.
Era hora de visitar a Mary, F4, en su habitación.
—¿Cómo se siente? —le preguntó.
—Bien —respondió soñolienta. Todos sus malestares eran controlados por el goteo de morfina.
—¿Anoche salió a dar un paseo? —insistió Killgore, tomándole el pulso. 92, todavía fuerte y regular. Bueno, aún no manifestaba síntomas graves, aunque era imposible que resistiera tanto como Henry.
—Quería decirle a papá que estaba bien —explicó la chica.
—¿Teme que esté preocupado?
—No hablo con él desde que estoy aquí, y pensé —se adormeció.
—Sí, claro, pensaste —le espetó Killgore a la masa inconsciente—, pero nos aseguraremos de que no vuelva a ocurrir —cambió la programación del monitor de suero, aumentando el goteo de morfina en un 50 por ciento. Eso le impediría levantarse de la cama.
Diez minutos después salía del edificio y caminaba en dirección norte hacia… ahí estaba. Vio la camioneta de Ben Farmer estacionada en el lugar de siempre. El interior del edificio olía a pájaros, aunque más parecía un establo. Las rejas de las puertas estaban muy juntas: imposible deslizar el brazo entre ellas, imposible que se escapara un pájaro. Cruzó la hilera de puertas y encontró a Farmer con uno de sus favoritos.
—¿Haciendo horas extra? —le preguntó.
—Un poco —admitió el guardia de seguridad—. Vamos, Festus —dijo luego. La lechuza de campanario agitó las alas, enfurecida, y voló hasta el brazo enguantado de Farmer—. Creo que ya estás bien, amiguito.
—No parece muy amigable —observó el médico.
—No siempre es fácil trabajar con lechuzas, y Festus es un poco artero —le dijo el ex marine, dejando a la lechuza en su percha. Luego salió del compartimento—. Tampoco son los cazadores más astutos. Muy difíciles de entrenar. Con Festus ni siquiera voy a intentarlo.
—¿Piensa liberarlo?
—Sí. Al final de la semana, creo —Farmer asintió—. Tardó dos meses, pero creo que el ala está curada. Espero que se consiga un establo lleno de ratones.
—¿Es el que atropelló el auto?
—No, ese es Niccolo, el búho cornudo. No, Festus probablemente chocó con un cable de alta tensión. Supongo que estaría mirando hacia otro lado. Tiene ambos ojos en perfectas condiciones. Pero los pájaros también meten la pata, como las personas. Como sea, le arreglé el ala… hice un excelente trabajo, si me permite decirlo —se ufanó con una sonrisa satisfecha—. Pero el viejo Festus no parece estar muy agradecido.
—Ben, tendría que ser médico ya que es tan bueno para estas cosas. ¿Fue médico con los marines?
—Mero aprendiz. Los marines tienen médicos de la Armada, doc —Farmer se quitó el guante de cuero grueso y flexionó un poco los dedos antes de volver a ponérselo—. ¿Vino por lo de Mary?
—¿Qué pasó?
—¿La verdad? Fui a orinar, volví, me senté a leer mi revista y, cuando levanté la vista, ya no estaba. Supongo que anduvo suelta… digamos diez minutos hasta que di la alarma. Metí la pata, doc, es un hecho —admitió.
—Creo que no pasó nada grave, de todos modos.
—Sí. Bueno, ¿qué le parece si guardamos la computadora en un cuarto con llave? —Fue al extremo de la habitación y abrió otra puerta—. Hola, Barón —dijo. Un segundo después, el halcón Harris saltó al brazo que le ofrecía—. Sí, ese es mi amigo. Tú también estás listo para volver a la naturaleza, ¿no? ¿Tal vez quieres conseguirte unos sabrosos conejitos?
Killgore pensó que esas aves poseían una nobleza regia. Sus ojos eran claros y agudos, sus movimientos poderosos y cargados de decisión, y aunque esa decisión podía resultar cruel para su presa, era obra de la naturaleza, ¿verdad? Esas rapaces mantenían el equilibrio del planeta eliminando a los lentos, los tullidos y los estúpidos… Más que eso, los pájaros de presa eran nobles porque volaban a grandes alturas y desde allí contemplaban el mundo que yacía a sus garras y decidían quién debía vivir y quién morir. Muy parecido a lo que estaban haciendo Killgore y sus compañeros. Aunque los ojos humanos no tenían la dureza de un ojo de halcón. Le sonrió a Barón, que pronto sería devuelto a la naturaleza, liberado para emprender su vuelo solitario sobre las planicies de Kansas…
—¿Podré seguir haciendo esto cuando el proyecto esté en pleno? —preguntó Farmer, dejando a Barón sobre su percha de madera.
—¿A qué se refiere, Ben?
—Bueno, doc, algunos dicen que no podré tener más pájaros cuando salgamos al mundo… porque interfiere. Eso dicen. Diablos, cuido muy bien a mis pájaros. Usted sabe, las rapaces cautivas viven dos o tres veces más que las salvajes, y sí, sé que eso va un poco contra las reglas del proyecto, pero, maldita sea…
—Ben, no vale la pena preocuparse. Entiendo su relación con los halcones. A mí también me agradan.
—Son la bomba inteligente de la naturaleza, doc. Me encanta verlos trabajar. Y cuando se lastiman sé cómo curarlos.
—Usted es muy bueno en eso. Todos sus pájaros se ven saludables.
—Deberían estarlo. Los alimento bien. Atrapo ratones vivos para ellos. Les gusta la comida caliente ¿sabe? —fue hasta su mesa de trabajo, se quitó el guante y lo colgó de un clavo—. Bueno, terminé mi trabajo de la mañana.
—Bueno, vaya a su casa entonces. Me ocuparé de que cierren la sala de la computadora. No permitiremos que ningún otro sujeto salga a dar un paseíto por las instalaciones.
—Sí, señor. ¿Cómo está Henry? —preguntó Farmer, buscando las llaves de la camioneta en el bolsillo.
—Murió.
—Suponía que le quedaba poco tiempo. Entonces, ya no quedan vagabundos, ¿verdad? —Killgore negó con la cabeza—. Bueno, que se joda. Era un tipo resistente, ¿no?
—Más duro que la piedra, Ben, pero así son las cosas.
—Ya sé, doc. Es una lástima que no podamos enterrar el cuerpo para los gusanos. Ellos también tienen que comer, pero es un poco feo ver cómo lo hacen —abrió la puerta—. Nos vemos esta noche, doc.
Killgore apagó las luces y salió. No, no podrían negarle a Ben el derecho a conservar sus pájaros. La halconería era un deporte de reyes y gracias a él se podían aprender muchas cosas de esos pájaros, cómo cazaban, cómo vivían. Entrarían en el Gran Plan de la Naturaleza. El problema era que había algunos personajes sumamente radicales en el proyecto, como los que objetaban la presencia de los médicos porque consideraban que interferían con la naturaleza: curar las enfermedades de la gente equivalía a permitir que esta se reprodujera demasiado rápido y volviera a desequilibrar el ecosistema. Sí, claro. Dentro de cien años (probablemente doscientos) habrían repoblado el estado de Kansas… aunque no todos se quedarían en Kansas, ¿verdad? No, se dispersarían para estudiar las montañas, los pantanos, las selvas, la sabana africana… y luego regresarían a Kansas para transmitir lo que habían aprendido y mostrar sus filmaciones de la naturaleza en acción. Killgore anhelaba ese futuro. Como la mayoría de los miembros del proyecto, devoraba la programación del Discovery Channel. Había tanto que aprender, tanto que entender… porque, como tantos otros, Killgore quería comprender la naturaleza en su totalidad. Era una ambición suprema, por supuesto, tal vez poco realista… Pero si él no lo lograba, sus hijos lo harían. O los hijos de sus hijos, que serían criados y educados para apreciar la naturaleza en toda su gloria. Viajarían mucho, todos serían científicos de campo. Se preguntó qué pensarían cuando llegaran a las ciudades muertas… Probablemente sería buena idea hacerlos ir, para que comprendieran los errores garrafales cometidos por el hombre y aprendieran a no repetirlos. Tal vez él mismo sería guía de esos viajes. Nueva York sería la más importante de todas, la gran lección de «no vuelvas a hacer esto». Pasarían mil años, tal vez más, hasta que los edificios se derrumbaran por el oxidamiento de las estructuras de acero y la falta de mantenimiento… Las partes de piedra jamás desaparecerían… pero los ciervos regresarían relativamente pronto (dentro de unos diez años) al Central Park.
Los buitres lo pasarían bien durante un tiempo. Tendrían carradas de cadáveres para comer… o tal vez no. Al principio los cuerpos serían enterrados de manera civilizada, pero a las pocas semanas los sistemas no darían abasto y la gente moriría, probablemente en su cama, y entonces llegarían… las ratas, por supuesto. El año próximo sería glorioso para las ratas. Pero, las ratas dependían de la gente para comer. Vivían de la basura y los desechos de la civilización (verdaderos parásitos especializados) y el año próximo el mundo sería un banquete en el que comerían hasta hartarse… ¿y después qué? ¿Qué pasaría con la población de ratas? Los gatos y los perros se alimentarían de ellas, probablemente, hasta alcanzar gradualmente cierto equilibrio… Pero a falta de los millones de personas productoras de desechos (o alimento fino para el roedor), la cantidad de ratas disminuiría en los próximos cinco o diez años. Sería una investigación interesante para los científicos de campo. ¿A qué velocidad disminuiría la población de ratas, y hasta qué punto?
Demasiados en el proyecto se preocupaban por los animales grandes. Todos amaban a los lobos y ocelotes, animales bellos y nobles horriblemente masacrados por el hombre por su actitud depredadora hacia los animales domésticos. Se recuperarían apenas desaparecieran las trampas y el veneno. Pero ¿y los predadores menores? ¿Y las ratas? Aparentemente no le importaban a nadie, pero ellas también eran parte del ecosistema, ¿no? No era justo aplicar la estética al estudio de la naturaleza, ¿verdad? En caso de hacerlo, ¿cómo justificar la muerte de Mary Bannister, Sujeto F4? Después de todo, era una mujer atractiva, brillante, agradable… no como Chester, Pete o Henry, no ofensiva a la vista como habían sido ellos… Pero, como ellos, era una persona que no comprendía la naturaleza, incapaz de apreciar su belleza, incapaz de ver su propio lugar en el gran sistema de la vida… y por consiguiente indigna de participar. Lástima por ella. Lástima por todos los sujetos del experimento, pero el planeta estaba muriendo y había que salvarlo… Y sólo había una manera de hacerlo, porque eran demasiados los que no comprendían el ecosistema (como organismos menores). Sólo el hombre podía alimentar la esperanza de comprender el equilibrio supremo. Sólo el hombre tenía la responsabilidad de mantener ese equilibrio, y si eso conllevaba la reducción de su propia especie, bueno, todo tenía su precio. La mayor y más exquisita ironía era que requería un enorme sacrificio, y que el sacrificio venía de los propios adelantos científicos del hombre. Sin los instrumentos que amenazaban la vida del planeta, la capacidad de salvarlo no hubiera existido. Bueno, la realidad estaba hecha de ironías, pensó el epidemiólogo.
El proyecto salvaría a la naturaleza misma, y el proyecto estaba integrado por relativamente pocas personas: menos de mil, más los seleccionados para sobrevivir y continuar el esfuerzo humano, los desconocidos que jamás conocerían los crímenes cometidos en nombre de ellos. La mayoría no comprendería la causa de su supervivencia: ser esposos, hijos o parientes cercanos de un miembro del proyecto o tener habilidades que el proyecto necesitaba (aviadores, agricultores, mecánicos, especialistas en comunicaciones, etc.). Algún día se enterarían… Era inevitable, por supuesto. En la sociedad humana, algunos hablaban y otros escuchaban. Cuando estos últimos se enteraran de lo ocurrido probablemente sentirían horror, pero sería demasiado tarde para actuar. Todo estaba teñido por una maravillosa inevitabilidad. Oh, sí, extrañaría algunas cosas. El teatro, los buenos restaurantes de Nueva York, pero seguramente habría buenos cocineros en el proyecto… y tendrían la mejor materia prima para su labor. En la dependencia de Kansas se cultivaría todo el cereal necesario, y también habría ganado… hasta que el búfalo se propagara.
El proyecto se sostendría a través de la caza. Era innecesario decir que varios miembros objetaban esa posibilidad… en realidad, objetaban matar cualquier cosa viviente, pero las cabezas más frías y más sabias habían prevalecido en ese tema. El hombre era predador y fabricante de herramientas, de modo que también tendrían armas. Era la manera más piadosa de cazar, y el hombre también tenía que comer. Y así, en pocos años los hombres ensillarían sus caballos y saldrían a cazar búfalos… para luego carnearlos y llevar a sus hogares la saludable carne baja en grasas. Y ciervos, y antílopes, y venados.
Los agricultores cultivarían granos y verduras. Todos comerían bien y vivirían en armonía con la naturaleza —después de todo, las armas de fuego eran primas hermanas del arco y la flecha, ¿no?—, y ellos podrían estudiar el mundo natural en relativa paz.
Era un hermoso futuro en potencia, aunque los cuatro a ocho meses iniciales serían espantosos. Lo que aparecería en los medios —mientras existieran— sería terrible, pero, nuevamente, todo tenía su precio. La humanidad debía morir como fuerza dominante del planeta y ser reemplazada por la naturaleza misma, y sólo debían quedar unos pocos elegidos para observar y apreciar lo que la naturaleza era y hacía.
—La Dra. Chávez, por favor —le dijo Popov a la telefonista del hospital.
—Un momento, por favor —pasaron setenta segundos.
—Habla la Dra. Chávez —dijo una voz.
—Oh, perdón, número equivocado —dijo Popov, y colgó. Excelente, las esposas de Clark y Chávez trabajaban en el hospital tal como le habían dicho. Ese dato confirmaba que Domingo Chávez también estaba en Hereford. Bueno, ya conocía al jefe del comando Rainbow y a uno de sus integrantes de mayor rango. ¿Chávez sería el jefe de inteligencia del grupo? No, pensó Popov, era demasiado joven para eso. Tenía que ser un británico, un tipo de MI-6, alguien conocido por los servicios continentales. Evidentemente Chávez era un oficial paramilitar, igual que su mentor. Eso significaba que era un soldado, ¿tal vez líder de campo? Pura suposición de su parte, pero buena. Un oficial joven, físicamente inigualable según los informes. Pero demasiado joven para otra clase de puesto. Sí, tenía lógica.
Popov le había robado a Miles el mapa de la base y había marcado la casa de Clark. A partir de allí pudo deducir fácilmente el trayecto que seguía su esposa hasta el hospital local… y averiguar sus horarios tampoco sería difícil. La semana había sido generosa con él y era tiempo de partir. Empacó sus ropas y fue hasta su automóvil alquilado, y desde allí al lobby del motel. En Heathrow lo esperaba un pasaje de regreso a Nueva York. Como le sobraba tiempo, descansó en el salón de primera clase de British Airways: un lugar siempre acogedor, lleno de botellas de vino, o incluso de champagne. Se dio un gusto etílico y luego fue a sentarse a uno de los cómodos sillones. Tomó uno de los diarios del día, pero en lugar de leer se puso a repasar lo que había averiguado, preguntándose qué uso le daría su empleador a la suculenta información. Imposible saberlo por el momento, pero su instinto lo hizo recordar ciertos números telefónicos de Irlanda.
***
—Sí, habla Henriksen.
—Soy Bob Auckland —Bill recordó al superintendente de policía—. Tengo buenas noticias para usted.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles, señor?
—Me llamo Bob, viejo. Hablamos con el ministro y está de acuerdo en otorgar a Global Security el contrato de las Olimpiadas.
—Gracias, señor.
—¿Podría venir mañana a resolver los detalles conmigo?
—Claro, está bien. ¿A qué hora puedo visitar la dependencia?
—Yo mismo lo llevaré mañana por la tarde.
—Excelente, Bob. Gracias por haberme escuchado. ¿Y los muchachos del SAS?
—También estarán en el estadio.
—Grandioso. Me muero de ganas de trabajar con ellos —aseguró Henriksen.
—Y ellos quieren ver ese nuevo equipo de comunicaciones del que les habló.
—E-Systems ha empezado a fabricarlos para nuestros Delta. Seis onzas por unidad, tiempo real de encriptado 128 bits, frecuencia banda X, banda lateral, transmisión interrumpida. Casi imposible de interceptar y altamente confiable.
—¿Por qué merecemos este honor, Ed? —preguntó Clark.
—Tienen un hada madrina en la Casa Blanca. Los primeros treinta les corresponden. Deberían llegar dentro de dos días —dijo Foley.
—¿Quién?
—Carol Brightling, asesora científica presidencial. Sabe mucho de estas cosas y después del Parque Mundial me llamó para sugerirme que les consiguiera estos radios.
—Ella desconoce nuestra existencia, Ed —recordó Clark—. Por lo menos, no recuerdo haber visto su nombre en la lista.
—Bueno, entonces alguien se lo habrá dicho, John. Cuando llamó conocía la contraseña y tiene acceso a casi todo, no lo olvides. Armas nucleares y compañía.
—Al presidente no le gusta, eso escuché decir…
—Sí, es una «abrazadora de árboles» radical. Ya sé. Pero también es muy inteligente y conseguirte estos equipos fue una buena señal de su parte. Hablé con Sam Wilson y me dijo que sus muchachos los recibieron con entusiasmo. A prueba de choques, encriptado, claridad digital y liviano como una pluma —claro que debía ser bueno a siete mil dólares por equipo, pero eso incluía los costos de R&D, recordó Foley. Se preguntó si sus oficiales de campo podrían utilizarlo en operaciones encubiertas.
—OK. ¿Dijiste dos días?
—Sí. Encomienda de Dover a Mildenhall, y desde allí en camión, supongo. Ah, otra cosa.
—¿Qué?
—Dile a Noonan que su carta sobre ese aparato «busca gente» dio resultado. La empresa acaba de enviarle una nueva unidad para que juegue… cuatro, a decir verdad. Mejoraron la antena y el localizador GPS. ¿Qué carajo es eso?
—Lo vi una sola vez. Aparentemente, rastrea a los individuos por los latidos del corazón.
—Ah, ¿y cómo hace?
—Ojalá lo supiera, Ed, pero puedo decirte que lo vi detectar personas a través de una pared. Noonan está enloquecido. Pero, según él necesita mejoras.
—Bueno, DKL —la empresa— le prestó atención. Los cuatro equipos nuevos incluyen un pedido de evaluación.
—OK, se lo pasaré a Tim.
—¿Se sabe algo de los terroristas de España?
—Hoy recibimos un fax. Ya identificaron a seis. Principalmente sospechosos vascos. Los franceses les van en zaga, sólo tienen dos probables… bueno, uno es seguro. Y todavía no saben quién los está azuzando contra nosotros.
—Los rusos —dijo Foley—. Un KGB exonerado, estoy seguro.
—No me atrevería a negarlo, viendo cómo se apareció en Londres… pero los muchachos del Five todavía no tienen nada más.
—¿Quién se ocupa del caso?
—Holt, Cyril Holt —respondió Clark.
—Ah, bueno, conozco a Cyril. Buen tipo. Puedes creer todo lo que te diga.
—Bueno, pero en este mismo momento le creo que no tiene una mierda. Estuve jugando con la idea de llamar personalmente a Sergey Nikolayevich para pedirle ayuda.
—No me parece, John. Esas cosas pasan por mí, ¿recuerdas? También me gusta Sergey, pero no para esto. Demasiado obvio.
—Eso nos deja con las manos atadas, Ed. No me gusta que haya un rusito rondando por ahí que conoce mi nombre y lo que hago.
Foley tuvo que asentir. A ningún agente secreto le agradaba que lo conocieran y Clark tenía vastas razones para preocuparse, ya que compartía su base de operaciones con toda su familia. Jamás había utilizado a Sandy para encubrir su identidad, como otros agentes secretos. Y si bien ninguno había perdido a su esposa de esa manera, más de una se había llevado un susto y la CIA había prohibido la práctica. Más aún, John había vivido toda su vida profesional como un fantasma que muy pocos veían, nadie reconocía, y sólo reconocían los que estaban de su lado. Tenía tantas ganas de modificar su invisibilidad como de cambiar de sexo… pero alguien se había metido en su anonimato y eso lo perturbaba. Bueno, los rusos lo conocían y sabían cosas de él debido a sus acciones en Japón e Irán… En aquel momento debió haber pensado que sus actos tendrían consecuencias.
—Te conocen, John. Demonios, Golovko te conoce personalmente, y es obvio que despiertas su interés, ¿no?
—Ya lo sé, Ed, pero… ¡carajo!
—John, comprendo… pero ahora tienes perfil alto y no hay manera de evadir ese hecho. Así que siéntate en tu silla, haz tu trabajo y déjanos agitar el avispero para ver qué ocurre, ¿te parece bien?
—Supongo que sí, Ed —respondió resignado.
—Si me entero de algo, te avisaré por teléfono en el acto.
—A sus órdenes, señor —replicó Clark, utilizando la fórmula naval que fuera parte de su vida muchos años atrás. Ahora la reservaba para todo lo que no le gustaba.
El agente especial al mando de la oficina del FBI en Gary, Indiana, era un negro serio y muy profesional llamado Chuck Ussery. Cuarenta y cuatro años, recién llegado a la oficina, hacía diecisiete años que integraba el FBI. Antes había sido oficial de policía en Chicago. El llamado de Skip Bannister fue rápidamente desviado a su escritorio y, luego de una breve conversación, le pidió que fuera a verlo personalmente. Veinticinco minutos después, Bannister entraba en su oficina. Era un hombre corpulento, cincuentón y profundamente asustado. Cuando consiguió hacerlo sentar le ofreció un café, que Bannister rechazó. Luego comenzaron las preguntas, al principio pura rutina. Después, directo al punto.
—Señor Bannister, ¿trajo el e-mail del que me habló?
Sin decir palabra, James Bannister sacó la hoja de papel de su bolsillo y se la entregó.
Tres párrafos, comprobó Ussery, agramaticales y confusos. Su primera impresión fue…
—Señor Bannister, ¿tiene razones para sospechar que su hija consumiera alguna clase de droga?
—¡Mi Mary no! —fue la respuesta inmediata—. Imposible. OK, le gusta beber vino y cerveza, pero drogas no… ¡mi hijita no, jamás!
Ussery levantó las manos.
—Por favor, entiendo cómo se siente. He visto raptos varias veces y…
—¿Piensa que la raptaron? —preguntó Skip Bannister, enfrentándose a la confirmación de su temor más grande. Eso era mucho peor que la insinuación de que su hijita podía ser drogadicta.
—Basándome en esta carta, sí, creo que es una posibilidad y que deberíamos caratular el caso como rapto —Ussery levantó el teléfono—. Mándeme a Pat O’Connor, por favor —le pidió a su secretario.
El agente especial Pat O’Connor era uno de los supervisores del escuadrón de Gary. Treinta y ocho años, pelirrojo, de piel clara y muy musculoso, O’Connor entró en la oficina de Ussery.
—¿Sí, Chuck?
—Te presento al señor James Bannister. Tiene una hija desaparecida, veintiún años, desapareció en Nueva York hace un mes aproximadamente. Ayer recibió esto por e-mail —Ussery le pasó el papel.
O’Connor lo leyó y asintió.
—OK, Chuck.
—El caso es tuyo, Pat. Acelerador a fondo.
—Claro, Chuck. ¿Me haría el favor de acompañarme, señor Bannister?
—Pat se encarga de estos casos —explicó Ussery—. Él tomará el caso y se reportará conmigo todos los días. Señor Bannister, el FBI considera que el rapto es un crimen mayúsculo. Será un caso prioritario hasta que lo resolvamos. ¿Diez hombres, Pat?
—Sí, para empezar. Pero necesito más en Nueva York. Señor —miró a Bannister—, todos nosotros tenemos hijos. Sabemos cómo se siente. Si hay alguna manera de encontrar a su hija, la encontraremos. Ahora necesito hacerle unas cuantas preguntas para iniciar la investigación. ¿De acuerdo?
—Sí.
Bannister siguió a O’Connor a su oficina. Pasó las siguientes tres horas contándoles a los agentes todo lo que sabía de su hija y de su vida en Nueva York. En primer lugar les entregó una foto reciente, bastante buena. O’Connor la observó atentamente. La guardaría en el archivo del caso. Hacía varios años que no tenían un caso de secuestro. El FBI había extinguido ese crimen en Estados Unidos… En todo caso, sólo había secuestros por dinero. No había porcentaje. El FBI siempre los resolvía, y caía sobre los miserables como la Ira de Dios. Generalmente secuestraban niños. Casi siempre eran pervertidos sexuales que los usaban para gratificarse y luego los asesinaban. Aunque no necesariamente. Esa clase de crimen despertaba la ira institucional del FBI. El Caso Bannister (así estaba caratulado) tendría prioridad suprema en cuanto a hombres y recursos. Los casos pendientes de la mafia quedarían postergados. Era parte de la filosofía institucional del FBI.
Cuatro horas después de la visita de Skip Bannister a la oficina de Gary, dos agentes de la división Nueva York (Jacob Javits Building) golpearon la puerta del encargado del edificio donde vivía Mary Bannister. El hombre les dio la llave y los acompañó hasta el departamento. Los agentes entraron e iniciaron la búsqueda. En primer lugar recogieron anotaciones, fotos, correspondencia. Todo lo que pudiera servirles. Hacía una hora que estaban allí cuando se presentó un detective del NYPD. Había 30 000 policías en la ciudad y todos debían colaborar en las investigaciones de secuestros.
—¿Tienen la foto? —preguntó el detective.
—Aquí está —el agente le entregó la foto enviada por fax desde Gary.
—¿Saben? Hace unas semanas recibí un llamado de Des Moines, el apellido de la chica era… Pretloe, creo. Sí, Anne Pretloe, veinticinco años, secretaria jurídica. Vivía a pocas cuadras de aquí. Desapareció de golpe. No fue más a trabajar… se evaporó, literalmente. La misma edad, el mismo sexo… —señaló el detective—. ¿Podrían estar conectados?
—¿Chequearon posibles Jane Does? —preguntó el agente más joven. Pensamiento obvio de los tres: ¿había un asesino serial en Nueva York? Esos criminales casi siempre atacaban mujeres entre dieciocho y treinta años de edad. Eran tan selectivos como cualquier predador de la naturaleza.
—Sí, pero nada que encaje con la descripción de la chica Pretloe… ni tampoco con Bannister —les devolvió la foto—. Este caso es un rompecabezas. ¿Encontraron algo?
—Todavía no —replicó el agente más viejo—. Un diario íntimo, pero no tiene nada útil. No hay fotos de hombres. Sólo ropa, cosméticos, lo habitual en una chica de esta edad.
—¿Huellas digitales?
Gesto afirmativo.
—Es el próximo paso. Nuestro experto viene en camino —pero los tres sabían que no serviría de mucho, ya que el departamento estaba vacío desde hacía un mes. Los aceites que formaban las huellas digitales se evaporaban con el tiempo, aunque tal vez quedara una esperanza… dado que el departamento había permanecido cerrado.
—No será fácil —comentó el detective.
—Nunca es fácil —replicó uno de los agentes del FBI.
—¿Y si hay más de dos? —preguntó el otro.
—Cada día desaparecen cientos de personas en esta ciudad —dijo el detective—. Pero veremos qué nos dicen las computadoras.
La Sujeto F5 tenía una figura espléndida, comprobó Killgore. Y también le gustaba Chip Smitton. Mala suerte para él, que no había sido expuesto a Shiva por inoculación, vacuna o aspersión. No, sólo había sido expuesto al virus por contacto sexual y su sangre ya empezaba a mostrar anticuerpos. Entonces, ese medio de transmisión también funcionaba y, mejor aún, funcionaba de mujer a hombre y no sólo de hombre a mujer. Shiva era todo lo que esperaban de él… y mucho más.
Era desagradable ver a un par de humanos hacer el amor. No lo excitaba en lo más mínimo… y eso que le gustaba mirar. Anne Pretloe, F5, estaba a dos días de la aparición de los síntomas a juzgar por sus análisis, su apetito, su sed y su desparpajo sexual. Bueno, los tranquilizantes desinhibían a los sujetos y no había manera de saber cómo era Pretloe en la vida real… aunque ciertamente conocía muy bien las técnicas.
Curiosamente, Killgore nunca le había prestado atención al coito entre animales. Suponía que las ratas entraban en celo y fornicaban alegremente, pero, por alguna razón, jamás las había visto. Las respetaba como formas de vida, pero sus escarceos amorosos le interesaban muy poco… Pero no podía decir lo mismo de lo que veía en la pantalla. Bueno, Pretloe, Sujeto F5, era la más bonita de todas, y de haberla conocido en un bar la habría invitado a beber algo, charlado un poco con ella y… dejado que las cosas siguieran su curso. Pero también estaba condenada, tan condenada como las ratas blancas de laboratorio especialmente criadas con ese propósito. Esas graciosas criaturitas de ojos rojos se utilizaban en todo el mundo porque eran genéticamente idénticas. Probablemente carecían de recursos para vivir en estado salvaje, era una lástima. Pero su color blanco conspiraría contra ellas… perros y gatos las detectarían fácilmente y eso no era aconsejable, ¿verdad? De todos modos constituían una especie artificial: no eran parte del plan de la naturaleza sino obra del hombre, y por lo tanto indignas de perpetuarse. Qué lástima que fueran tan lindas… Pero esa era una observación subjetiva, no objetiva, y Killgore había aprendido hacía tiempo la diferencia entre ambas. Después de todo, Pretloe F5 también era linda… y la pena que sentía por ella era un residuo atávico, indigno de un miembro del Proyecto. Pero se quedó pensando… mientras veía cómo Chip Smitton penetraba rabiosamente a Anne Pretloe. Eso podría haber hecho Hitler con los judíos: salvar a unos pocos como ratas de laboratorio humanas… Y bien, ¿eso lo convertía en un nazi? Estaban utilizando a F5 y M7 como ratas blancas… sí, pero no, ellos no discriminaban por raza, religión ni género, ¿verdad? La política no tenía nada que ver en esto… bueno, tal vez, según cómo se definiera el término. Como lo definía él, no. Lo de ellos era ciencia. La totalidad del proyecto era ciencia y amor por la naturaleza. Los miembros del proyecto eran de todas las razas y clases sociales y orientaciones sexuales. No podía decirse lo mismo de la religión, a menos que el amor a la naturaleza fuera una religión. Y en cierto sentido lo era. Sí, claro que lo era.
Lo que estaban haciendo en la pantalla de TV era natural, o casi —el coito había sido instigado por los depresores del sistema nervioso—, pero la mecánica sí lo era. Lo mismo que los instintos: él quería arrojar su semilla lo más lejos posible y ella quería recibirla. Mientras tanto, su propio instinto de predador lo impulsaba a decidir cuáles miembros de la especie vivirían y cuáles no, pensó Killgore.
Esos dos no vivirían, por muy atractivos que fueran… como las ratas de laboratorio con su bonito pelaje blanco y sus preciosos ojitos rojos y sus bigotes puntiagudos. Bueno, ninguno de ellos seguiría aquí por mucho tiempo, ¿verdad? La opción, aunque estéticamente conflictiva, era válida con vistas al futuro que todos anhelaban.