CAPÍTULO 20

CONTACTOS

Sabía que estaba enferma. No sabía hasta qué punto, pero Mary Bannister sabía que no estaba bien. Y, a pesar de las drogas, una parte de su ser temía que fuera grave. Nunca había estado en un hospital, excepto una vez en la sala de guardia (su padre la había llevado temiendo que se hubiera fracturado el tobillo), y ahora estaba en una cama de hospital, con suero intravenoso. La sola visión de la cánula plástica la horrorizaba a pesar de las drogas que intentaban anularla. Se preguntó qué le estarían inoculando. El Dr. Killgore había dicho que líquidos para mantenerla hidratada y calmantes, ¿no? Sacudió la cabeza. Bueno, ¿por qué no averiguarlo? Giró las piernas a la derecha y se levantó, temblorosa y febril. Luego se inclinó para averiguar qué eran todos esos recipientes que pendían del «arbolito de Navidad». No podía enfocar bien y se inclinó más, pero las indicaciones de las etiquetas estaban incomprensiblemente codificadas. La Sujeto F4 se irguió e intentó fruncir el entrecejo, frustrada, pero no pudo. Miró a su alrededor. Había otra cama en el extremo opuesto, desocupada. Había un televisor, apagado. El piso era de mosaicos y le enfriaba los pies. La puerta era de madera y no tenía picaporte… Una típica puerta de hospital, pero Mary no lo sabía. No había teléfono. ¿No ponían teléfonos en las habitaciones de los hospitales? ¿Acaso estaba en un hospital? Parecía un hospital, pero sabía que su cerebro andaba más lento que de costumbre, aunque no sabía cómo lo sabía. Era como si hubiera bebido demasiado. Además de sentirse mal, se sentía vulnerable y con poco control de su persona. Era hora de hacer algo, aunque no sabía qué. Se quedó pensando un momento, luego levantó el «árbol» con la mano derecha y enfiló hacia la puerta. Afortunadamente, la unidad de control electrónico del «árbol» funcionaba a pila y no necesitaba enchufarse. Rodaba fácilmente sobre sus ruedas de goma.

La puerta no estaba cerrada con llave. Mary la abrió, asomó la cabeza y miró el pasillo. Vacío. Salió, arrastrando el árbol del suero tras ella. No vio ninguna enfermería, pero eso no le llamó particularmente la atención. Se dirigió a la derecha, empujando el árbol del suero, en busca de… algo, no sabía qué. Frunció el ceño y empujó otras puertas que, al abrirse, sólo revelaron habitaciones a oscuras, la mayoría con olor a desinfectante. Finalmente llegó al fondo del pasillo. La puerta T-9 ocultaba algo diferente. No había camas, sino un escritorio con una computadora con el monitor encendido. Eso significaba que la computadora estaba funcionando. Entró y se apoyó sobre el escritorio. Era compatible con IBM. Sabía cómo manejarla. Incluso tenía modem. Bueno, entonces, ¿qué podía hacer?

Tardó un par de minutos en decidirse. Sí. Le enviaría un mensaje a su padre.

A cincuenta pies y un piso de distancia, Ben Farmer se servía una taza de café y volvía a su silla giratoria luego de una brevísima excursión al baño. Levantó el ejemplar de Bio-Watch que estaba leyendo. Eran las tres de la mañana y reinaba la tranquilidad en ese sector del edificio.

PAPÁ, NO SÉ DONDE ESTOY. DICEN QUE FIRMÉ UN FORMULARIO AUTORIZÁNDOLOS A REALIZAR EXPERIMENTOS MÉDICOS CONMIGO, ALGO SOBRE UNA NUEVA DROGA, PERO ME SIENTO MUY MAL Y NO SEP POR QUE. MEPUSIERON MEDICAIÓN EN ELBRAZO PERO ME SIENTOMUY MAL Y YO NO…

Farmer terminó el artículo sobre calentamiento global y chequeó la pantalla. Todos los enfermitos estaban en sus camas…

… excepto uno. ¿Eh?, pensó. Esperó que las cámaras repitieran el recorrido, ya que no había llegado a ver el código de la cama vacía. El proceso demoró un minuto. Oh, carajo, había desaparecido T-4. Era la chica, ¿no? Sujeto F4, Mary algo. Oh, carajo, ¿dónde mierda se habría metido? Activó los controles directos y revisó el pasillo. Nadie. Nadie había tocado ninguna puerta en el resto del complejo. Todas estaban cerradas con llave y tenían alarma. ¿Dónde carajo estaban los médicos? La que estaba de guardia, Lani algo, no le caía bien a nadie del equipo. Era una puta arrogante y odiosa. Evidentemente a Killgore tampoco le gustaba, porque siempre tenía la guardia nocturna. Palachek, ese era su apellido. Farmer se preguntó vagamente por sus orígenes mientras levantaba el micrófono del sistema PA.

—Dra. Palachek, Dra. Palachek, por favor comuníquese con seguridad —pidió Farmer. Su teléfono sonó tres minutos después.

—Habla la Dra. Palachek. ¿Qué ocurre?

—La Sujeto F4 salió a dar un paseo. Las cámaras de vigilancia no la detectan.

—Voy para allá. Llame al Dr. Killgore.

—Sí, doctora —Farmer sabía el número de memoria.

—¿Hola? —respondió una voz familiar.

—Soy Ben Farmer, señor. F4 desapareció de su habitación. La estamos buscando.

—OK, llámeme cuando la encuentren —colgó. Killgore no se preocupó demasiado. Era posible dar un paseíto por ahí, pero imposible abandonar el edificio sin ser visto.

Era la hora pico en Londres. Ivan Petrovich Kirilenko tenía un departamento cerca de la embajada, ya que le gustaba ir caminando a trabajar. Las aceras estaban atestadas de gente que corría a sus trabajos —los británicos eran un pueblo cortés, pero los londinenses siempre estaban apurados—. Llegó a la esquina acordada exactamente a las 8.20 hs. Llevaba un ejemplar del Daily Telegraph (matutino conservador) en la mano izquierda. Se detuvo justo en la esquina y esperó que cambiara el semáforo.

El intercambio fue absolutamente profesional. Ni una sola palabra, apenas dos golpecitos en el codo para aflojar el brazo y cambiar un Telegraph por otro. Todo por debajo de la cintura, para evitar posibles cámaras ocultas en los techos. El rezident reprimió una sonrisa. La práctica siempre le producía placer. A pesar de su alto rango disfrutaba las minucias del espionaje diario, tal vez para demostrarse que podía desempeñarse tan bien como los jóvenes que comandaba. Pocos segundos después el semáforo cambió y un hombre con chaqueta de pana se le adelantó. Caminaba a paso rápido, con su matutino bajo el brazo. Faltaban dos cuadras para la embajada. Cruzó la puerta de hierro, entró al edificio, pasó la seguridad y subió a su oficina del segundo piso. Una vez allí, colgó la chaqueta en el perchero, se sentó a su escritorio y abrió el sobre.

Bueno, Dimitri había cumplido su palabra. Dos hojas de papel blanco sin renglones liberalmente cubiertas de comentarios manuscritos. El oficial de la CIA John Clark estaba actualmente en Hereford, Inglaterra, y era el comandante de un nuevo grupo antiterrorista multinacional llamado «Rainbow», integrado por entre diez y veinte hombres de nacionalidad inglesa, estadounidense y probablemente otras. Se trataba de una operación en negro, cuya existencia era conocida sólo por los más jerárquicos. Su esposa era enfermera y trabajaba en el hospital público local. El comando era bien visto por los civiles locales que trabajaban en la base del SAS. Rainbow había cumplido tres misiones: Berna, Viena y Parque Mundial. En todos los casos había anulado a los terroristas.

Kirilenko advirtió que Popov había evitado usar el término de antaño: «elementos progresistas» con eficiencia y celeridad, bajo la cobertura de la policía local. El comando Rainbow tenía acceso al hardware estadounidense y lo había utilizado en España. Popov recomendaba a la embajada ver el video de la operación de rescate. La mejor manera de conseguirlo sería a través del agregado de Defensa, sugería Popov.

Un informe útil, preciso y conciso, pensó el rezident. El trato había sido justo.

—Y bien, ¿vieron algo nuevo esta mañana? —le preguntó Cyril Holt al jefe del grupo de seguimiento.

—No —replicó el otro Five—. Llevaba el matutino de siempre en la mano de siempre, pero la calle estaba atestada de gente. Pudo pasar cualquier cosa, pero si pasó, no la vimos. Y estamos tratando con un profesional, señor —le recordó su subordinado.

Popov estaba sentado en el tren de regreso a Hereford con su sombrero marrón de ala ancha sobre las rodillas. Fingía leer el diario, pero en realidad hojeaba las fotocopias a un espacio enviadas por Moscú. Kirilenko era fiel a su palabra, comprobó con deleite. Como debía serlo todo rezident. Y allí estaba él, solo en el vagón de primera clase del tren interurbano recién salido de Paddington, leyendo más cosas sobre ese tipo John Clark… y genuinamente impactado por lo que leía. La KGB le había prestado muchísima atención. Había tres fotos, una de ellas tan buena que parecía haber sido tomada en la oficina del director en Moscú. Incluso se habían tomado el trabajo de indagar sobre su familia. Dos hijas, una de ellas todavía en la universidad en Estados Unidos, la otra médica y casada con un tal Domingo Chávez… ¡otro oficial de la CIA!, de treinta y cinco años. Domingo Estebanovich, quien también había conocido a Golovko, evidentemente actuaba conjuntamente con Clark. Ambos eran oficiales paramilitares… Ese Chávez bien podía estar en Inglaterra, ¿no? Una médica, fácil de comprobar. Clark y su enjuto socio eran descritos oficialmente como oficiales de inteligencia de campo formidables y experimentados, ambos hablaban ruso de manera literaria y cultivada… graduados en la escuela militar de idiomas de Monterrey, California, sin duda. Chávez tenía un master en Relaciones Internacionales de la George Manson University en las afueras de Washington, indudablemente pagado por la CIA. Entonces, ni él ni Clark eran refuerzos. Los dos tenían educación. Y el más joven estaba casado con una médica.

Sus operaciones de campo conocidas y confirmadas… nichevo! Pensó Popov. Dos de ellas realmente impactantes, llevadas a cabo con ayuda rusa, más la extradición de la esposa y la hija de Gerasimov diez años atrás, junto con varias otras misiones no confirmadas… «Formidable», esa era la palabra que mejor los definía. Como oficial de inteligencia de campo durante más de veinte años, sabía por qué impresionarse. Clark debía ser la estrella de Langley, y Chávez, su protegido, seguía al pie de la letra los pasos anchos y profundos de su… suegro… Interesante, ¿verdad?

La encontraron a las tres cuarenta, todavía tipiando su mensaje en la computadora. Ben Farmer abrió la puerta y vio… primero el árbol del suero y luego la espalda de la bata de hospital.

—Bueno, hola —dijo con amabilidad—. Salimos a pasear un rato, ¿eh?

—Quería avisarle a papá dónde estaba —replicó Mary Bannister.

—Ah, claro. ¿Por correo electrónico?

—Claro —respondió complaciente.

—Bueno, ahora la llevaremos de regreso a su cuarto. ¿De acuerdo?

—Supongo —admitió con cansancio. Farmer la ayudó a levantarse y la guio al pasillo, suavemente, apoyándole una mano en la cintura. El trayecto era corto. Abrió la puerta de Tratamiento 4, la acostó en su cama y acomodó las cobijas. Bajó las luces antes de salir y encontró a la Dra. Palachek en el pasillo.

—Tal vez tengamos un problema, doc.

A Lani Palachek no le gustaba que la llamaran «doc», pero no era momento de entrar en controversias.

—¿Qué problema?

—La encontré en T-9, en la computadora. Dice que le mandó un e-mail a su padre.

—¿Qué? —La doctora quedó boquiabierta.

—Eso dijo.

¡Oh, carajo!, pensó Palachek.

—¿Qué sabe la paciente? —preguntó.

—Probablemente no mucho. Ninguno de ellos sabe dónde está —y ni siquiera lo sabrían mirando por las ventanas, que daban a un paisaje arbolado donde ni siquiera había una playa de estacionamiento. Esa parte de la operación había sido cuidadosamente planeada.

—¿Podemos recuperar el mensaje que envió?

—Tal vez, si conseguimos su contraseña y el servidor que utilizó —replicó Farmer. Sabía mucho de computadoras. Igual que todos en la compañía—. Puedo intentarlo cuando la despertemos… digamos, ¿dentro de cuatro horas?

—¿Existe la posibilidad de anular el envío?

Farmer negó con la cabeza.

—Lo dudo. Casi ninguno funciona de esa manera. No tenemos software AOL en los sistemas, sólo Eudora, y si uno ejecuta el comando ENVÍO-INMEDIATO, el mensaje es emitido en el acto, doc. Va directo a la Red y una vez allí… oh, bueno.

—A Killgore le dará un ataque.

—Sí, señora —dijo el ex marine—. Tal vez debamos codificar el acceso a las computadoras —no agregó que se había alejado un momento de los monitores y que todo era culpa suya. Bueno, nadie lo había prevenido respecto a esa contingencia, y además, ¿por qué demonios no cerraban con llave si querían impedir la entrada de la gente? ¿O por qué no encerraban a los sujetos en sus cuartos? Los vagabundos del primer grupo experimental los habían acostumbrado mal. Ninguno de ellos tenía la capacidad de manejar una computadora, ni el deseo de hacer nada en particular… y a nadie se le había ocurrido que el nuevo grupo de animales experimentales tal vez fuera más inquieto. Epa. Bueno, había visto errores más graves que este. Sin embargo, lo bueno era que no podían saber dónde estaban ni conseguir información acerca de la compañía propietaria de las instalaciones. Sin esos datos, ¿qué podría haberle dicho F4 a su papá? Nada importante, estaba seguro. Pero Palachek tenía razón en una cosa, pensó. El Dr. John Killgore iba a enojarse mucho.

El almuerzo obrero inglés era una institución nacional. Pan, queso, lechuga, tomatitos bebé, chutney, un poco de carne —pavo en este caso— y la consabida cerveza, por supuesto. Popov lo había encontrado de su gusto desde su primer viaje a Gran Bretaña. Se había tomado el trabajo de quitarse la corbata y elegir ropas más casuales para parecer un miembro más de la clase trabajadora.

—Bueno, hola —dijo el plomero, sentándose. Su nombre era Edward Miles. Era un hombre alto y corpulento con el brazo tatuado (una afectación típicamente británica, especialmente entre los uniformados)—. Veo que empezó sin mí.

—¿Cómo anduvo la mañana?

—Como siempre. Arreglé la caldera de una de las casas. La de un francés, parte del nuevo comando. Su esposa es una bomba de tiempo —informó Miles, relamiéndose—. Sólo vi una foto de él. Aparentemente es un sargento del ejército francés.

—¿En serio? —Popov le dio un buen mordisco a su sándwich.

—Sí, esta tarde tengo que volver a terminar. Después tengo que arreglar el filtro de agua del edificio central. Son una mierda esas cosas, deben tener más de cincuenta años. Tal vez tenga que fabricar yo mismo la parte que necesito para arreglarlo. Es imposible conseguir repuestos. El fabricante desapareció hace mil años —Miles atacó su almuerzo, separando con pericia los diversos ingredientes y apilándolos luego sobre el pan recién horneado.

—Las instituciones del gobierno son todas iguales —se quejó Popov.

—¡Es un hecho! —acotó Miles—. Y mi ayudante llamó para decir que estaba enfermo. Enfermo las pelotas —dijo el plomero—. Que se vaya a la mierda.

—Bueno, tal vez mis herramientas te sean útiles —ofreció Popov. Siguieron hablando de deportes hasta terminar el almuerzo. Luego se levantaron y fueron hasta la camioneta de Miles, pequeña y azul, con patente del gobierno. El ruso arrojó sus herramientas en la parte de atrás. El plomero arrancó, salió a la ruta y enfiló hacia la puerta principal de la base Hereford. El guardia de seguridad les permitió entrar sin mirar demasiado.

—Ves, sólo necesitas conocer al tipo adecuado para entrar —rio Miles. Acababa de burlar la seguridad de la base que, según indicaban los carteles, tenía status NEGRO, el estado más bajo de alerta—. Supongo que los muchachos del IRA se tranquilizaron un poco. Además, venir aquí no sería buena idea… enfrentar a estos tipos equivaldría a meterse en la boca del león… mala idea, digo yo —prosiguió.

—Supongo que sí. Lo único que sé del SAS es lo que veo por la tele. Parecen tipos peligrosos.

—Y lo son —confirmó Miles—. Basta con mirarlos, cómo caminan y eso. Saben que son leones. Y los nuevos son exactamente iguales, incluso mejores según dicen algunos. Hicieron tres trabajitos, creo. Los pasaron por la tele. Lo del Parque Mundial fue fabuloso, ¿no te parece?

El edificio de mantenimiento de la base era tan típico de su tipo que no se diferenciaba de sus hermanos de la ex Unión Soviética. La pintura estaba resquebrajada y el pavimento de la playa de estacionamiento ostentaba enormes rajaduras. Los cerrojos de las puertas dobles podían ser violados por el alfiler de un niño, pensó Popov. El arma más peligrosa con que contaban debía ser un destornillador. Miles Parks estacionó su camioneta y le indicó a Popov que lo siguiera. Adentro vio lo que esperaba: un escritorio barato para el plomero, una silla giratoria a punto de fenecer con los resortes a la vista, y un tablero repleto de herramientas, la mayoría viejas a juzgar por el desgaste de los mangos.

—¿Te permiten comprar herramientas nuevas? —preguntó Popov para mantener su personaje.

—Tengo que hacer un pedido justificando la compra dirigido al jefe de departamento. Por lo general es muy considerado y yo no tengo por norma pedir lo que no necesito —Miles levantó un pedido del escritorio—. Quieren que arregle hoy mismo ese filtro. ¿Por qué no toman Coca-Cola y se dejan de joder? —se preguntó en voz alta—. Bueno, ¿quieres venir?

—¿Por qué no? —Popov se levantó y siguió a su camarada obrero. Cinco minutos después, lo lamentó. En la entrada a los cuarteles generales había un soldado armado… y Popov se dio cuenta de que eran los cuarteles de Rainbow. Adentro estaría Clark, Ivan Timofeyevich en persona.

Miles estacionó su camioneta, salió, fue a la puerta de atrás, la abrió, y sacó su caja de herramientas.

—Voy a necesitar una llave pequeña —le dijo a Popov. El ruso abrió el bolso de tela que había llevado y extrajo una llave Rigid nueva de doce pulgadas.

—¿Te servirá?

—Perfecto —Miles le indicó que lo siguiera—. Buenas tardes, cabo —saludó al soldado, que asintió cortésmente sin decir palabra.

Por su parte, Popov estaba más que sorprendido. En Rusia, la seguridad hubiera sido mucho más estricta. Pero estaban en Inglaterra y el guardia conocía al plomero, indudablemente. Una vez adentro, trató de no demostrar excesiva curiosidad y se controló para no manifestar ninguna clase de nerviosismo. Miles se puso a trabajar inmediatamente: desatornilló la tapa, la apoyó a un costado y espió las entrañas del filtro. Extendió la mano y pidió la llave pequeña, que Popov le entregó presuroso.

—Tiene buen ajuste… pero es nueva. Tiene que tenerlo… —Ajustó un caño haciendo girar la llave—. Vamos, ahora… ahí está —sacó un conducto y lo inspeccionó a la luz—. Ah, bueno, lo puedo arreglar. Milagro —agregó. Se arrodilló y rebuscó en su caja de herramientas—. El conducto está un poco obstruido. Mira, este sedimento debe tener treinta años —le pasó el conducto.

Popov miró el interior de la pieza pero no vio nada. Estaba llena de… sedimento, como decía Miles. El plomero recuperó la pieza, le insertó un destornillador pequeño, y lo hizo girar en ambos sentidos.

—¿Y? ¿Vamos a tener agua limpia para el café? —preguntó una voz.

—Eso espero, señor —replicó Miles.

Popov levantó la vista y sintió que se le detenía el corazón. Era Clark, Ivan Timofeyevich, tal como lo identificaba la KGB. Alto, cincuenta y cinco años, sonriéndole a los dos obreros, vestido con traje y corbata, un poco incómodo en ese atuendo. Popov inclinó la cabeza cortésmente y clavó la vista en sus herramientas. En su mente latía un único pensamiento: ¡Váyase!

—Ya está, creo que no traerá más problemas —dijo Miles volviendo a colocar la pieza con la llave de Popov. Se levantó y giró la manilla de plástico. El agua salía sucia—. Tendremos que dejarla abierta cinco minutos, señor, para que el conducto se limpie solo.

—Muy bien. Gracias —dijo el estadounidense y salió.

—Fue un placer, señor —respondió Miles—. Era el jefe, el señor Clark.

—¿En serio? Muy amable.

—Sí, es un tipo decente —Miles se paró y volvió a girar la canilla. El agua salió sucia al principio, pero después de unos minutos se volvió prístina—. Bueno, misión cumplida. La llave es muy buena —dijo, y se la devolvió—. ¿Cuánto cuesta?

—Es tuya.

—Bueno, gracias, amigo —Miles sonrió y enfiló hacia la puerta.

Luego dieron una vuelta por la base. Popov preguntó dónde vivía Clark y Miles, agradecido por la llave, dobló a la izquierda y pasó frente a la casa del estadounidense.

—Nada mal, ¿no te parece?

—Parece bastante cómoda —era de ladrillo marrón con techo de pizarra y jardín al fondo.

—Yo instalé la plomería —le dijo Miles— cuando reciclaron la casa. Ah, esa debe ser la esposa.

Una mujer vestida de enfermera salió de la casa, fue hasta el auto y subió. Popov la observó atentamente y registró la imagen.

—Tienen una hija que es médica en el mismo hospital donde trabaja la madre —le dijo Miles—. Le llenaron la cocina de humo. Creo que está casada con uno de los soldados estadounidenses. Se parece a la madre, alta, rubia y bonita… un bombazo, verdaderamente.

—¿Dónde vive?

—Oh, por aquel lado, creo —replicó Miles señalando al oeste—. En una vivienda para oficiales, igual a esta, pero más chica.

—Entonces, ¿qué tiene para ofrecernos? —preguntó el superintendente de policía.

A Bill Henriksen le agradaban los australianos. Iban directo al grano. Estaba en Canberra, capital de Australia, con el funcionario policial más importante del país y otras personas uniformadas.

—Bueno, en primer lugar, usted conoce mis antecedentes —se había ocupado de hacer pública su experiencia en el FBI y la reputación de su empresa—. Sabe que trabajo con el FBI y a veces con la Fuerza Delta en Fort Bragg. Por consiguiente tengo contactos, buenos contactos, tal vez mejores que los suyos en cierto sentido —dijo, haciendo un poco de alarde.

—Nuestro SAS es excelente —le recordó el superintendente.

—Lo sé —respondió Bill, esbozando una sonrisa complaciente—. Trabajamos juntos varias veces cuando estaba en el Comando de Rescate de Rehenes. Dos veces en Perth, una vez en Quantico y una vez en Fort Bragg cuando el brigadier Philip Stocker estaba al mando. A propósito, ¿a qué se dedica ahora?

—Se retiró hace tres años.

—Bien, Philip me conoce. Es un buen hombre, uno de los mejores que conocí en mi vida —declaró Henriksen—. En todo caso, ¿qué puedo traer a la fiesta? Trabajo con todos los abastecedores de hardware. Puedo conectarlos con H&K para conseguir la nueva MP-10, la preferida de nuestros muchachos… fue diseñada a pedido del FBI porque la de 9 mm no nos parecía lo suficientemente poderosa. Sin embargo, el nuevo cartucho Smith & Wesson de diez milímetros es… es un nuevo mundo para la H&K. Pero bueno, cualquiera puede conseguirles armas. También hago negocios con E-Systems, Collins, Fredericks-Anders, MicroSystems, Hallyday Inc. y todas las demás empresas electrónicas. Conozco las últimas novedades en comunicaciones y equipos de vigilancia. Según mis contactos, su SAS es débil en ese aspecto. Puedo ayudarlos a solucionarlo y conseguirles buenos precios para los equipos que necesiten. Además, mi gente podría entrenarlos en el uso de los nuevos equipos. Tengo un equipo formado por ex Deltas y CRR. En su mayoría son NCO, incluyendo al sargento mayor del Centro de Entrenamiento para Operaciones Especiales de Bragg, Dick Voss. Es el mejor del mundo, y ahora trabaja para mí.

—Lo conozco —acotó el australiano—. Sí, es muy bueno, por cierto.

—Entonces, ¿qué puedo hacer yo por ustedes? —preguntó Henrikson—. Bueno, obviamente están al tanto del resurgimiento de la actividad terrorista en Europa… amenaza que deben considerar seriamente para las Olimpiadas. El SAS no necesita mis consejos ni los de nadie en cuanto a tácticas, pero mi compañía puede ofrecerles tecnología de punta en vigilancia y comunicaciones. Conozco a todos los fabricantes de los equipos que usan nuestros muchachos, y creo que eso es precisamente lo que quieren ustedes. Lo sé… tienen que quererlo. Bueno, puedo ayudarlos a conseguir exactamente lo que necesitan y entrenarlos para el uso. No existe otra compañía en el mundo como la nuestra.

El silencio fue la única respuesta. No obstante, Henriksen podía leerles el pensamiento. Los atentados terroristas que habían visto por televisión les habían llenado la cabeza. Necesariamente. Policías y militares tenían la costumbre de detectar incesantes amenazas, reales e imaginarias. Los Juegos Olímpicos otorgarían un enorme prestigio a su nación… pero también la convertirían en el blanco terrorista más prestigioso del planeta (algo que la policía alemana había aprendido duramente en Munich en 1972). El ataque palestino fue, en muchos sentidos, el puntapié inicial del campeonato terrorista mundial. A consecuencia de aquello, el equipo israelí siempre estaba un poco mejor vigilado que cualquier otro conjunto nacional de atletas e invariablemente iba acompañado por sus propios comandos militares encubiertos, generalmente con la anuencia de los funcionarios de seguridad de la nación organizadora. Nadie quería otro Munich.

Los recientes atentados terroristas en Europa preocupaban al mundo entero, pero a ningún país tanto como a Australia, una nación particularmente sensible al crimen. No hacía mucho, un demente había matado a un grupo de personas inocentes, niños incluidos, generando la prohibición legal de las armas en todo el territorio nacional.

—¿Qué sabe sobre los atentados en Europa? —le preguntó el oficial australiano.

Henriksen puso su mirada más sensible.

—La mayor parte de lo que sé es… bien, no es de estado público. No sé si me entiende.

—Todos tenemos acceso libre a seguridad —le informó el policía.

—OK, pero verá, el problema es que yo no tengo acceso libre a estos temas, precisamente, y… Oh, diablos. El comando encargado de los rescates se llama «Rainbow». Es una operación en negro integrada principalmente por estadounidenses y británicos, pero también hay otras nacionalidades de la OTAN. Tienen su base en el Reino Unido, en Hereford. Su comandante es un tipo de la CIA estadounidense, de nombre John Clark. Es un tipo serio, muchachos, y su misión también lo es. Sus tres operativos conocidos fueron tan suaves como el culo de un bebé. Tienen acceso a equipos estadounidenses (helicópteros y esas cosas) y evidentemente tienen acuerdos diplomáticos que les permiten operar en toda Europa cuando los países en problemas los invitan a hacerlo. ¿Su gobierno habló con alguien sobre ellos?

—Conocíamos su existencia —replicó el superintendente—. Lo que dijo es correcto. Honestamente, desconocía el nombre del comandante. ¿Puede decirnos algo más acerca de él?

—Nunca lo vi personalmente. Sólo lo conozco por reputación. Es un oficial de campo de alto rango, muy próximo al DCI, y creo que nuestro presidente lo conoce. Por lo tanto, es de esperar que cuente con un buen equipo de inteligencia y… bueno, sus hombres han demostrado lo que son capaces de hacer, ¿no creen?

—Indudablemente —observó el mayor—. El rescate del Parque Mundial fue una de las mejores operaciones que vi en mi vida, incluso mejor que el de la embajada de Irán en Londres, lo que es mucho decir.

—Ustedes también podrían haberlo hecho —acotó Henriksen generosamente. Y de verdad lo pensaba. El Servicio Aéreo Especial australiano estaba basado en el modelo británico, y aunque no tenía mucho trabajo, el tiempo que se había entrenado con ellos durante su carrera en el FBI no le permitía dudar de sus capacidades—. ¿Cuál es su escuadrón, mayor?

—Primero Sables —replicó el joven oficial.

—Recuerdo al mayor Bob Fremont y…

—Es nuestro coronel —le informó el mayor.

—¿En serio? Tendré que actualizar mis registros. Ese sí que es un oficial. Se llevaba muy bien con Gus Werner —hizo una pausa—. Como sea, eso es lo que puedo aportar a la fiesta, muchachos. Mi gente y yo hablamos el mismo idioma. Tenemos todos los contactos necesarios en lo operativo y lo industrial. Tenemos acceso al hardware de última generación. Y podemos venir a ayudarlos en lo que sea tres o cuatro días después de que nos llamen.

No hubo preguntas adicionales. El superintendente parecía impresionado… aunque no tanto como el mayor del SAS.

—Gracias por haber venido —dijo el policía, poniéndose de pie. No era difícil gustar de los australianos… y su país se conservaba en estado casi prístino. En su mayor parte un inexorable desierto recorrido por camellos, animales que sólo podían vivir bien allí y en Arabia. Había leído que Jefferson Davis, nada menos, intentó criarlos en el sudoeste estadounidense, pero la cosa no funcionó, probablemente porque la población inicial era demasiado escasa para garantizar la supervivencia. Henriksen no sabía si atribuir el fracaso a la buena o la mala suerte. Los camellos no eran originarios de su país y siempre era nocivo interferir con el plan de la naturaleza. Y aunque caballos y burros tampoco eran oriundos de Estados Unidos, a él le gustaba la idea de las grandes planicies atravesadas por caballos salvajes (siempre y cuando fueran apropiadamente controlados por los predadores).

No, se corrigió, Australia no era realmente prístina, ¿verdad? Los dingos, temibles perros salvajes del Outback, no eran originarios de ese continente y habían exterminado o expulsado a los marsupiales nativos. La sola idea lo entristeció vagamente. Australia tenía relativamente pocos habitantes, pero los pocos que había se las ingeniaban no obstante para modificar la ecoestructura. Tal vez fuera una señal (otra más) de que no se podía confiar en el hombre. Ni siquiera en esa masa continental alejada de la civilización. Por consiguiente, también era necesario implementar allí el proyecto.

Era una lástima que no tuviera más tiempo. Quería ver los Grandes Arrecifes. Ávido buceador, todavía desconocía ese magnífico ejemplo de belleza natural. Bien, tal vez algún día, dentro de pocos años, sería más fácil, pensó Bill. Miró a sus anfitriones al otro lado de la mesa. No podía considerarlos seres humanos, ¿verdad? Eran competidores, rivales por la propiedad del planeta. Pero, a diferencia de él, eran pobres esbirros. No todos, quizás. Tal vez algunos amaran la naturaleza tanto como él, pero, desafortunadamente, no había tiempo para reconocerlos e identificarlos. Había que meterlos en la bolsa de los enemigos y obligarlos a pagar el precio. Una verdadera lástima.

Skip Bannister estaba preocupado desde hacía tiempo. En primer lugar, nunca había querido que su hija fuera a Nueva York. Estaba muy lejos de Gary, Indiana. Claro, los diarios decían que el crimen había disminuido en esa temible ciudad a orillas del Hudson, pero seguía siendo demasiado grande y demasiado anónima para que en ella viviera gente real… especialmente jovencitas solteras. Mary siempre sería una niña para él. Siempre la recordaría como un bultito rosado, húmedo y ruidoso entre sus brazos, parido por una madre que falleció seis años después. Su hijita, que adoraba las casas de muñecas y las bicicletas, que había necesitado ropa y una buena educación. Y luego, finalmente, para su eterno disgusto, la palomita había abierto las alas y volado del nido… rumbo a la ciudad de Nueva York, un lugar odioso y superpoblado lleno de gente perversa y detestable. Pero se había avenido a la decisión de su hija (como cuando salía con chicos que a él no le gustaban), porque Mary era testaruda y obcecada como todas las chicas de su edad. Se había ido a probar fortuna, a encontrar su Príncipe Azul, o lo que fuera.

Pero había desaparecido, y Skip Bannister no sabía qué hacer. Todo comenzó cuando pasó cinco días sin llamarlo. Extrañado, marcó su número en Nueva York y dejó sonar el teléfono unos minutos. Tal vez tenía una cita ese día, o debía trabajar hasta tarde. La habría llamado al trabajo, pero la muy cabezadura no le había dado el número. Skip la había consentido toda su vida —tal vez fuera un error, pensaba ahora, tal vez no—, como tendían a hacer los padres viudos.

Pero su niñita había desaparecido. Siguió llamando al único número que tenía a toda hora del día y de la noche… pero nadie atendió jamás el teléfono y pasada una semana empezó a preocuparse. Pasaron unos días más y, llevado al límite por la preocupación, llamó a la policía para informar la desaparición de su hija. Fue un momento muy desagradable. El oficial que lo atendió le hizo toda clase de preguntas sobre la conducta previa de su hija y, tras veinte minutos de interrogatorio obsceno, le explicó pacientemente que, usted sabe, las chicas jóvenes hacen esta clase de cosas todo el tiempo, y casi siempre aparecen sanas y salvas en algún sitio, eh, usted sabe, probar que pueden valerse por sí solas es parte del proceso de crecimiento. Y así, en algún lugar de Nueva York había un registro de archivo o una entrada de computadora a nombre de Bannister, Mary Eileen, sexo femenino, desaparecida, a quien el NYPD no consideraba importante ni siquiera para enviar un oficial a su departamento en el Upper West Side. Skip Bannister lo hizo por las suyas, pero el encargado del edificio le preguntó si había ido a llevarse las cosas de su hija porque hacía semanas que no la veía y pronto vencería el alquiler…

Skip —James Thomas— Bannister entró en pánico y fue a la estación de policía local para hacer personalmente el reclamo y exigir acción inmediata… sólo para enterarse de que, nuevamente, había acudido al lugar equivocado, pero que igualmente, sí, allí también podían tomarle los datos de la persona desaparecida. Y también tuvo que escuchar la misma, insensata explicación que le habían dado por teléfono… esta vez a cargo de un detective cincuentón.

—Mire, pasaron pocas semanas. No apareció el cadáver de ninguna chica que responda a la descripción de su hija… Así que probablemente está sana y salva en algún lugar. Tenga en cuenta que el noventa y nueve por ciento de estos casos son chicas que anhelan abrir las alas y volar del nido. No sé si me entiende.

—Mi Mary no —contestó James T. «Skip» Bannister al perezoso y distraído policía.

—Señor, todos dicen lo mismo, y en el noventa por ciento de los casos… no, en realidad el porcentaje es más alto… bueno, como sea, las chicas siempre aparecen. Lo lamento, pero no tenemos hombres suficientes para investigar todos estos casos. Lo siento, pero así se hacen las cosas. Dígame, ¿por qué no vuelve a su casa y espera que suene el teléfono?

Bannister siguió su consejo. Regresó a Gary mordido por una furia nacida del pánico, y encontró seis mensajes en el contestador automático. Los hizo pasar rápidamente, esperando encontrar uno de su hija… pero no. No.

Como la mayoría de los estadounidenses, James Thomas Bannister tenía una computadora personal que no usaba demasiado. No obstante, ese día (como todos los días) la encendió y entró a la Red para chequear el correo electrónico. Y, por fin, esa mañana encontró una carta de su hija. Cliqueó el ícono de la carta, que se abrió a la vida en el monitor de su RGB y…

… ahora sí estaba aterrado.

¿No sabía dónde estaba? ¿Experimentos médicos? Lo más espeluznante de todo era que la carta estaba mal escrita. Mary siempre había tenido buenas notas en la escuela. Su escritura manuscrita era clara y fácil de leer. Sus cartas eran como noticias de matutino, amorosas, por supuesto, pero también claras, concisas y fáciles de leer. Lo que tenía en la pantalla podía haber sido escrito por un niño de tres años, pensó Skip. Ni siquiera el tipeado era correcto… y su hija sabía tipear (Había sacado «A» en esa materia).

¿Qué hacer? Su chiquita había desaparecido… y sus entrañas le decían que estaba en peligro. El estómago se le hizo un nudo debajo del esternón. El corazón se le disparó. Su cara estaba bañada por un sudor espeso. Cerró los ojos y trató de pensar. Luego tomó la guía telefónica. En la primera página figuraban los números de emergencia. Eligió uno y discó.

—FBI —respondió una voz femenina—. ¿En qué puedo servirlo?