BÚSQUEDA
Ese mismo día murieron tres vagabundos, todos a raíz de hemorragias internas en el intestino grueso. Killgore bajó a revisarlos. Dos habían muerto dentro de la misma hora, y el tercero cinco horas más tarde. La morfina los había ayudado a expirar en un estado de inconsciencia o bien de sereno y piadoso estupor. Quedaban cinco de los diez primeros y ninguno llegaría al final de la semana. Shiva era tan mortífero como esperaban y, evidentemente, tan contagioso como Maggie había prometido. Finalmente, el sistema funcionaba. Tal como lo probaba Mary Bannister, Sujeto F4, que acababa de ser trasladada al centro de tratamiento con la aparición de los primeros síntomas. El Proyecto Shiva era, hasta el momento, un éxito rotundo. Todo se correspondía con los parámetros de prueba y las predicciones experimentales.
—¿Duele mucho? —le preguntó a su paciente desahuciada.
—Muchísimo —replicó—. Como si fuera gripe, pero peor.
—Bueno, tiene un poco de fiebre. ¿Tiene idea de cómo se contagió? Quiero decir, hay una nueva variedad de gripe de Hong Kong y usted tiene todos los síntomas.
—Tal vez en el trabajo… antes de venir aquí. No me acuerdo. Voy a mejorarme, ¿verdad? —La preocupación había atravesado la comida impregnada en Valium que recibía cada día.
—Creo que sí —Killgore sonrió bajo el barbijo quirúrgico—. Puede ser peligrosa, pero sólo para los bebés y los ancianos… y no creo que usted entre en ninguna de esas categorías, ¿verdad?
—Supongo que no —la joven sonrió. La palabra de un médico siempre era reconfortante.
—OK, lo que vamos a hacer es ponerle suero intravenoso para mantenerla hidratada. Y aliviaremos el dolor con un goteo de morfina, ¿de acuerdo?
—Usted es el médico —replicó la Sujeto F4.
—Bueno, deje el brazo quieto. Tengo que inyectarla y dolerá un poquito… ahí está —dijo—. ¿Dolió mucho?
—No mucho.
—OK —Killgore activó el «arbolito de Navidad». El goteo de morfina comenzó inmediatamente. Diez segundos después, la droga ingresaba en el torrente sanguíneo de la paciente.
—Ohhhh, oh sí —dijo la muchacha, cerrando los ojos ante el impacto inicial de la droga. Killgore jamás la había probado, pero imaginaba que debía producir una sensación casi sexual. La tensión muscular desapareció en seguida. Observó el proceso de relajación del cuerpo. La boca fue lo que más cambió: pasó de la tensión extrema a la laxitud del sueño. Era una desgracia, realmente. F4 no era exactamente hermosa, pero sí bonita a su manera, y a juzgar por lo que había visto en el monitor de la sala de control, una bomba sexual para sus parejas (aunque su desinhibición se debiera en ese caso a los tranquilizantes). Pero, buena en la cama o no, moriría dentro de cinco a siete días, a pesar de los esfuerzos de sus médicos. Del arbolito pendía una pequeña botella de Interleukin-3a, recientemente desarrollado por el excelente equipo de científicos de SmithKline para el tratamiento del cáncer (también esperaban que pudiera contrarrestar algunos virus, lo cual lo convertía en un caso único en el mundo de la medicina). Estimulaba el sistema inmunológico del cuerpo a través de un mecanismo todavía no identificado. Sería el tratamiento más probable para las víctimas de Shiva cuando la enfermedad se propagara, y Killgore debía confirmar su ineficacia. Ya la había comprobado con los vagabundos, pero necesitaba testearla en pacientes sanos, masculinos y femeninos, para estar seguro. Mala suerte para ella, pensó, ya que tenía una cara y un nombre además del número. Mala suerte para millones de personas… miles de millones a decir verdad. Pero con ellos sería más fácil. Los vería por televisión, y la televisión no era real, ¿no? Apenas puntos en una pantalla de fósforo.
La idea era simple. Una rata era un cerdo era un perro era un niño… una mujer en este caso. Todos tenían el mismo derecho a la vida. Habían experimentado el Shiva en monos (resultó absolutamente letal para ellos) y él había observado todos los experimentos compartiendo el dolor de los animales… tan real como el que sentía F4, aunque en el caso de los monos la morfina no había tomado parte. Y él había odiado eso… odiado infligir dolor a criaturas inocentes con las que no podía hablar y a las que no podía explicarles nada. Y aunque podía justificarlo si pensaba en el objetivo final —salvarían millones, miles de millones de animales de la depredación humana—, ver sufrir a un animal era insoportable para Killgore y sus colegas, porque todos sentían empatía por todas las criaturas, grandes y pequeñas. Y más por las pequeñas, las inofensivas y las inocentes que por el insensible bípedo implume de Platón. Probablemente a F4 los animales le importaban un bledo, aunque no se lo habían preguntado. ¿Y para qué confundir las cosas después de todo? Volvió a mirarla. Había caído en estupor gracias a la morfina. Al menos no sentía dolor, a diferencia de esos pobres monos. Muy piadoso de su parte, ¿verdad?
—¿De qué operación en negro me habla? —preguntó el oficial por línea telefónica segura.
—No tengo idea, pero es un hombre serio, ¿recuerda? Coronel de la Innostrannoye Upravleniye, División Cuatro, Directorado S.
—Ah, sí. Lo conozco. Pasó mucho tiempo en Fensterwalde y Karlovy Vary. ¿Qué está haciendo ahora?
—No lo sé, pero nos ofrece información sobre ese Clark a cambio de la información que podamos proporcionarle. Recomiendo hacer el trato, Vasily Borissovich.
—Clark es un nombre familiar para nosotros. Se encontró personalmente con Sergey Nikolayevich —dijo el oficial—. Es un oficial de campo jerárquico, principalmente de tipo paramilitar, pero también instructor de la Academia de la CIA en Virginia. Se sabe que está muy próximo a Mary Patricia Foleyeva y su esposo. También se dice que el presidente estadounidense lo escucha. Sí, creo que sus actividades actuales podrían interesarnos.
El teléfono que estaban utilizando era la versión rusa del STU-3 estadounidense (cuya tecnología había sido robada tres años atrás por un comando que trabajaba para el Directorado T del Primer Directorado). Los microchips internos captaban las señales a través de un sistema encriptado de 128 bits cuya clave cambiaba cada hora, y que además cambiaba en el caso de los individuos cuyos códigos personales integraban las llaves plásticas insertables que utilizaban para llamar. El sistema STU había vencido todos los esfuerzos de los rusos por interceptarlo (contando incluso con el conocimiento preciso del funcionamiento interno del hardware), y por lo tanto suponían que los estadounidenses tendrían el mismo problema… Después de todo, Rusia había producido los mejores matemáticos del mundo durante siglos, y los mejores entre los mejores no habían logrado dar con el modelo teórico capaz de filtrarse en el STU.
Pero, gracias a la revolucionaria aplicación de la teoría cuántica a la seguridad de las comunicaciones, los estadounidenses tenían un sistema de desencriptado tan complejo que sólo un grupo escogido del «Directorado Z» de la Agencia de Seguridad Nacional comprendía. Pero no tenían necesidad de hacerlo, ya que contaban con las supercomputadoras más poderosas del mundo. Estaban ubicadas en el subsuelo del edificio principal de la ASN, un área estilo mazmorra cuyo techo estaba sostenido por columnas de acero sin revestir ya que había sido excavada con ese propósito. La máquina estrella —Super-Connector— había sido fabricada por una empresa que luego quebró: la Thinking Machines, Inc. de Cambridge, Massachusetts. La máquina, especialmente fabricada para la ASN, había pasado seis años ociosa porque nadie descubría la manera de programarla. Pero el advenimiento de la teoría cuántica también solucionó esa dificultad, y la computadora monstruo comenzó a funcionar alegremente mientras sus operadores se preguntaban a quién podrían encargarle la fabricación de su próxima, complejísima generación.
A Fort Meade llegaban toda clase de señales de distintos lugares del mundo. Una de sus fuentes era el GHCQ (Centro General de Comunicaciones Británico localizado en Cheltenham), hermano mellizo de la ASN en Inglaterra. Los británicos sabían a quién pertenecía cada teléfono en la embajada rusa —no habían cambiado los números, ni siquiera luego del desmembramiento de la URSS— y el que estaba sonando se hallaba sobre el escritorio del rezident. La calidad del sonido no era lo suficientemente buena para identificar la voz (dado que la versión rusa del sistema STU digitalizaba las señales con menos precisión que la versión estadounidense), pero una vez superado el encriptado las palabras eran fácilmente reconocibles. La señal desencriptada fue transmitida a otra computadora, que tradujo al inglés la conversación en ruso con un considerable grado de confiabilidad. Como la señal había partido del rezident en Londres con destino a Moscú, fue colocada al tope de la pila electrónica, descifrada, traducida e impresa menos de una hora después de haber sido emitida. Una vez hecho esto, fue transmitida inmediatamente a Cheltenham y desde allí a Fort Meade, a un oficial de señales cuya tarea era enviar mensajes interceptados a los interesados en sus contenidos. En este caso, la conversación fue enviada directamente al director de la CIA y, ya que concernía a la identidad de un agente secreto estadounidense, a la subdirectora (de Operaciones), de quien dependían todos los agentes encubiertos. El primero solía estar más ocupado que la segunda, pero no tenía importancia… ya que la segunda estaba casada con el primero.
—¿Ed? —dijo la voz de su esposa.
—¿Sí, querida? —replicó Foley.
—Alguien está tratando de identificar a John Clark en el Reino Unido.
Ed Foley abrió los ojos como platos al escuchar la noticia.
—¿En serio? ¿Quién?
—El rezident de Londres habló con su oficial en Moscú y nosotros interceptamos la conversación. El mensaje debería estar en tu pila IN, Eddie.
—OK —Foley hojeó la pila de papeles—. Aquí está. Hmmm —murmuró—. El tipo que pide la información, Dimitri Arkadeyevich Popov, excoronel en… ¿un muchacho vinculado al terrorismo, no? Pensé que los habían exonerado a todos… Bueno, así fue, al menos en el caso de Popov.
—Sí, Eddie, un muchacho vinculado al terrorismo interesado en Rainbow Six. ¿No te parece raro?
—Diría que sí. ¿Le avisamos a John?
—Obviamente.
—¿Sabes algo más sobre Popov?
—Ingresé su nombre en la computadora —respondió su esposa—. Abriré un archivo nuevo para él. Tal vez los británicos sepan algo.
—¿Quieres que llame a Basil? —preguntó Foley.
—Primero veamos qué consigo. Le enviaré el fax a John ahora mismo.
—Esta noche, hockey —los Washington Capitals contra los Flyers en un partido definitorio.
—Jamás olvido esas cosas. Hasta luego, amorcito.
—Bill —dijo John cuarenta minutos más tarde—. ¿Puedes venir a mi oficina?
—En seguida, John —dos minutos después cruzaba el umbral—. ¿Qué hay de nuevo?
—Échale un vistazo a esto, compañero —le entregó las cuatro páginas transcritas.
—Carajo —exclamó el oficial de inteligencia al llegar a la página dos—. Popov, Dimitri Arkadeyevich. No me dice nada… ah, ya veo, tampoco lo conocen en Langley. Bueno, es imposible conocerlos a todos. ¿Llamo a Century House para averiguar?
—Creo que nuestros archivos son complementarios, pero verificarlo no le hará mal a nadie. Aparentemente, Ding tenía razón. ¿Cuánto apuestas a que hemos encontrado a nuestro muchachito? ¿Quién es tu mejor amigo en el Servicio de Seguridad?
—Cyril Holt —respondió Tawney en el acto—. Subdirector. Lo conocí en Rugby. Ingresó al año siguiente que yo. Es un tipo notable —no tenía que explicarle a Clark que los antiguos vínculos escolares seguían siendo parte esencial de la cultura británica.
—¿Quieres meterlo en esto?
—Claro que sí, John.
—OK, llámalo entonces. Si decidimos tomar estado público quiero que la decisión parta de nosotros y no de esos malditos rusos.
—¿Entonces saben tu nombre?
—Más que eso. Conocí a Golovko. Él nos hizo entrar en Teherán el año pasado. Participé en un par de operaciones cooperativas con ellos, Bill. Saben todo de mí, hasta el tamaño de mi pene.
Tawney no reaccionó. Estaba aprendiendo cómo hablaban los estadounidenses y le resultaba entretenido.
—¿Sabes, John? No deberíamos alterarnos demasiado por esta información.
—Bill, estuviste en acción tanto como yo, tal vez un poco más. Si esto no te hace picar la nariz tendrías que hacerte limpiar los conductos, ¿no crees? —Hizo una pausa—. Tenemos a alguien que me conoce de nombre y alardea con poder decirles a los rusos lo que estoy haciendo ahora. Debe saberlo, viejo. Escogió al rezident de Londres, no al de Caracas. Es un tipo vinculado al terrorismo, que probablemente conoce nombres y números telefónicos. Desde que llegamos tuvimos tres atentados, y ambos coincidimos en que son muchos para tan poco tiempo… y ahora aparece este tipo en la mira preguntando por mí. Bill, creo que llegó el momento de alterarnos un poco, ¿no crees?
—Absolutamente, John. Llamaré a Cyril —Tawney salió de la oficina.
—Carajo —resopló John apenas se cerró la puerta. Ese era el problema de las operaciones en negro. Tarde o temprano algún imbécil prendía la luz, y generalmente se trataba de alguien que uno no podía ver ni en figuritas. ¿Cómo diablos se había filtrado la información? Su rostro se ensombreció repentinamente, adquiriendo una expresión que quienes lo conocían consideraban sumamente peligrosa.
—Mierda —dijo el director Murray desde su escritorio en los cuarteles centrales del FBI.
—Sí, Dan, mierda —admitió Ed Foley desde su oficina del séptimo piso en Langley—. ¿Cómo carajo se filtró esto?
—Qué sé yo, viejo. ¿Sabes algo sobre este Popov que yo no sepa?
—Puedo chequear con las divisiones de Inteligencia y Terrorismo, pero nuestros archivos son complementarios. ¿Y los británicos?
—Si conozco un poco a John, ya habrá hablado con Five y Six. Su asesor de inteligencia es Bill Tawney, y Bill siempre está al tanto de todo. ¿Lo conoces?
—El nombre me suena, pero no recuerdo su cara. ¿Qué opina Basil de él?
—Dice que es uno de sus mejores analistas y fue agente encubierto hasta hace unos años. Tiene olfato —dijo Foley.
—¿La amenaza es grande?
—Todavía no lo sé. Los rusos conocen perfectamente bien a John desde Tokio y Teherán. Golovko lo conoce personalmente… me llamó para elogiar el trabajo de Clark y Chávez en Teherán. Supongo que le tienen respeto, pero negocios son negocios, ¿no?
—Ya veo, Don Corleone. Está bien, ¿qué quieres que haga?
—Bueno, hay una brecha en alguna parte. No tengo la menor idea de dónde. A los únicos que escuché hablar de Rainbow fue a los que están al tanto. Se supone que saben mantener la boca cerrada.
—Claro —bostezó Murray. Los únicos que podían filtrar información eran aquellos en quienes uno confiaba, tipos que habían pasado los rigurosos exámenes e investigaciones de los agentes especiales del FBI. Sólo una persona investigada y de absoluta confianza podía traicionar a su país… y desafortunadamente el FBI todavía no sabía escrutar el cerebro y el corazón humanos. ¿Y si la información se había filtrado inadvertidamente? Uno podía hablar con la persona que lo había hecho… pero ni siquiera ella sabría lo que había pasado. Seguridad y contraespionaje eran dos de las tareas más difíciles del mundo conocido. Agradeció a Dios por los obsesivos de la ASN, desde siempre el más confiable y productivo servicio de inteligencia de su país.
—Bill, tenemos un par de hombres siguiendo a Kirilenko casi continuamente. Lo fotografiaron anoche, tomando una cerveza con un tipo en el pub de siempre —le informó Cyril Holt a su colega Six.
—Tal vez sea nuestro hombre —dijo Tawney.
—Es posible. Necesito ver la transcripción. ¿Puedes enviármela?
—Sí, cuando quieras.
—Bueno. Dame dos horas, viejo. Todavía me quedan unas cosas que atender.
—Excelente.
Lo bueno era que sabían que ese teléfono era seguro de dos maneras diferentes. El sistema de encriptado STU-4 podía ser superado, pero sólo por tecnología exclusivamente en manos estadounidenses… o al menos eso creían. Mejor aún, las líneas telefónicas que utilizaban eran generadas por computadora. Una de las ventajas de que el sistema telefónico británico fuera propiedad del gobierno era que las computadoras que controlaban los sistemas podían confundir la ruta de las llamadas e impedir que un intruso pinchara las líneas (a menos que lo hiciera en el punto de origen o de recepción). Para la seguridad del servicio confiaban en un grupo de técnicos que revisaban las líneas mensualmente… Aunque siempre cabía la posibilidad de que uno de ellos trabajara para el enemigo, pensó Tawney. Era imposible preverlo todo y, si bien el silencio telefónico negaba el acceso a la información a los potenciales enemigos, también tenía la contradictoria cualidad de impedir la transmisión de información dentro del gobierno mismo… haciendo que la honorable institución interrumpiera en el acto sus honorables funciones.
—Vamos, dilo de una vez —le espetó Clark a Chávez.
—Fue fácil, Mr. C. Lo grandioso hubiera sido predecir el resultado de la próxima World Series. Pero esto era más que obvio.
—Tal vez, Domingo, pero tú fuiste el primero en advertirlo.
Chávez asintió.
—El problema es: ¿qué carajo hacemos ahora? John, si conoce su nombre es porque ya conoce o puede averiguar fácilmente nuestra ubicación geográfica… es decir que ya nos tiene. Diablos, todo lo que necesita es un cómplice en la telefónica para ubicarnos. Probablemente tiene una foto o una descripción suya. El próximo paso es averiguar la patente de su auto y empezar a seguirlo.
—Tendríamos suerte. Conozco bastante de contravigilancia. Me encantaría que alguien intentara seguirme. En ese caso, tú y un par de muchachos saldrían a la palestra y atraparían al miserable… y luego podríamos mantener una charla amistosa con él —sonrisa cómplice. John Clark sabía cómo sacarle información a la gente, aunque sus técnicas no seguían el manual promedio del departamento de policía.
—Supongo que sí, John. Pero por ahora no podemos hacer nada, excepto mantener los ojos abiertos y esperar que alguien nos brinde más información.
—Nunca fui el blanco de nadie. No de esta manera al menos. Y no me gusta.
—Entiendo, John, pero vivimos en un mundo imperfecto. ¿Qué dice Bill Tawney?
—Más tarde entrevistaremos a un Five.
—Bueno, son los profesionales de Dover. Déjelos hacer —le aconsejó Ding. Sabía que era un buen consejo (a decir verdad, el único consejo posible) y sabía que John lo sabía, pero también sabía que John no lo aceptaría de buena gana. A su jefe le gustaba hacer las cosas a su manera, sin esperar nada de los demás. Si Mr. C. tenía una debilidad… era esa. Podía ser paciente trabajando, pero no esperando cosas que escapaban a su control. Bueno, nadie era perfecto.
—Sí, ya sé —fue la esperable respuesta—. ¿Cómo andan tus soldados?
—Siguen en la cresta de la ola, señor, justo sobre la curva y mirando hacia abajo. Jamás vi moral tan encomiable, John. La misión del Parque Mundial los iluminó a todos. Creo que podemos conquistar el mundo si los chicos malos nos enfrentan.
—El águila se luce muy bien en el club, ¿no te parece?
—Veo que la envidia lo carcome, Mr. C. Ya no tengo pesadillas… bueno, salvo por la nenita. Eso no fue agradable de ver, aunque estuviera desahuciada, ¿sabe? Pero eliminamos a esos miserables y Mr. Carlos sigue guardadito en su jaula. No creo que nadie más intente dejar en libertad su lamentable culo.
—Y él lo sabe, según dicen los franceses.
Chávez se puso de pie.
—Mejor. Tengo que regresar. Manténgame informado, ¿sí?
—Claro, Domingo —prometió Rainbow Six.
—Entonces, ¿qué clase de trabajo haces? —preguntó el plomero.
—Vendo artículos de plomería —dijo Popov—. Pinzas, llaves y esas cosas, venta mayorista a distribuidores y minoristas.
—Claro. ¿Tienes algo que pueda servirme?
—Llaves rígidas, marca estadounidense. Son las mejores del mundo y tienen garantía de por vida. Si una se rompe, la reemplazamos gratis, incluso dentro de veinte años. También tengo otras cosas, pero las llaves rígidas son mi mejor producto.
—¿En serio? Escuché hablar de ellas, pero nunca las probé.
—El mecanismo de ajuste es un poco más firme que el de la Stilson inglesa. Fuera de eso, la única ventaja real es la política de reemplazo. Hace… ¿cuánto? Sí, hace catorce años que las vendo. De las miles que vendí sólo se rompió una.
—Mmm. El año pasado se me rompió una llave —recordó el plomero.
—¿Trabajar en la base sale de lo común?
—No. La plomería es plomería en todas partes. Algunas instalaciones son bastante viejas… por ejemplo, los filtros de agua. Conseguir repuestos es bastante problemático y no se deciden a comprar filtros nuevos. Malditos burócratas. Deben gastar millones en balas para sus malditas ametralladoras, ¿pero comprar filtros de agua para uso diario? ¡Eso jamás! —Lanzó una carcajada y bebió un sorbo de lager.
—¿Qué clase de gente son?
—¿Los del SAS? Buenos tipos, muy amables. No nos traen problemas.
—¿Y los yanquis? —preguntó Popov—. Nunca conocí a uno, pero dicen que les gusta hacer las cosas a su manera y…
—No es mi experiencia. Bueno, hace poco que los tenemos en la base, pero los dos o tres que conocía son buenos tipos, iguales a los nuestros… ¡y no olvides que quieren dar propina todo el tiempo! ¡Yanquis boludos! Pero buenos tipos. La mayoría tiene hijos, y los chicos son adorables. Recién ahora están aprendiendo a jugar al fútbol como se debe. Y tú, ¿qué andas haciendo por aquí?
—Me reúno con los ferreteros locales para convencerlos de que incluyan mis mercaderías en sus catálogos, y también con los distribuidores zonales.
—¿Lee y Dopkin? —El plomero sacudió la cabeza—. Son dos viejos cascarrabias, no creo que vayan a cambiar. Te irá mejor con los comercios pequeños que con ellos.
—Bueno, ¿y qué me dices de tu negocio? ¿Podré venderte algunas herramientas?
—No tengo mucho presupuesto… pero, sí, me gustaría echarle un vistazo a tus llaves.
—¿Cuándo puedo venir?
—La seguridad es bastante rígida. Dudo que te permitan entrar a la base… pero bueno, entrarás conmigo directamente. ¿Qué te parece mañana a la tarde?
—Genial. ¿Cuándo?
—¿Mañana a la tarde? Pasaré a buscarte por aquí.
—Sí —dijo Popov—. Me parece bien.
—Excelente. Podemos almorzar y después ir a la base.
—Nos vemos mañana al mediodía —prometió Popov—. Con mis herramientas.
Cyril Holt tenía más de cincuenta años y el aspecto cansado de un funcionario civil británico. Elegantemente vestido con un traje a medida y una corbata cara —Clark sabía que la ropa inglesa era excelente, aunque no barata—, repartió apretones de manos y tomó asiento en la oficina de John.
—Bien —dijo Holt—. Veo que tenemos un problema.
—¿Leyó la transcripción?
—Sí. Buen trabajo de la ASN —omitió agregar que sus muchachos también habían hecho un excelente trabajo al identificar la línea del rezident.
—Háblenos un poco de Kirilenko —dijo John.
—Es un hombre competente. Tiene un equipo de once oficiales de campo, y tal vez varios colaboradores off the record. Todos «legales» y con cobertura diplomática. También tiene informantes ilegales, por supuesto. Conocemos a dos, ambos empresarios, que hacen negocios además de espionaje. Hace tiempo que lo venimos investigando. En todo caso, Vania es un tipo capaz y competente. Ocupa el puesto de tercer secretario en la embajada, realiza su tarea diplomática como un auténtico diplomático, y está muy bien considerado por la gente que está en contacto con él. Brillante, ingenioso, buen compañero para salir de copas. Curiosamente, le gusta más la cerveza que el vodka. Aparentemente le agrada Londres. Casado, dos hijos, sin malas costumbres. La esposa no trabaja, pero no hemos visto nada raro en torno a ella. Hasta donde pudimos ver, es una simple ama de casa. Muy bien considerada dentro de la comunidad diplomática —Holt les pasó fotografías de ambos—. Pero —prosiguió— ayer nuestro amigo tomó una cerveza en su pub favorito. Está a pocas cuadras de la embajada, en Kensington, cerca del palacio; la embajada data de la época de los zares, como la que ustedes tienen en Washington. Esta es la foto ampliada del tipo que compartió una cerveza con él —les pasó otra foto.
La cara era absolutamente vulgar. Tenía cabello y ojos pardos, rasgos regulares, y era tan extraordinario como un tacho de basura de acero en un callejón. En la foto vestía traje y corbata. La expresión de la cara no decía nada. Podrían estar hablando de fútbol, del tiempo, o de cómo eliminar a alguien que no les gustaba… Imposible saberlo.
—¿Suele sentarse siempre en el mismo lugar? —preguntó Tawney.
—No, generalmente se sienta en la barra, pero a veces elige un reservado. Y rara vez se sienta dos veces seguidas en el mismo lugar. Pensamos en instalar un micrófono oculto —les dijo Holt— pero técnicamente es muy difícil. El dueño del pub tendría que enterarse por fuerza y, además, no creo que pudiéramos sacar nada en limpio. A propósito, su inglés es soberbio. El barman cree que es británico.
—¿Sabe que lo están siguiendo? —preguntó Tawney, adelantándose a Clark.
Holt negó con la cabeza.
—Es difícil saberlo, pero creemos que no. Las parejas de vigilancia cambian constantemente y están integradas por mis mejores hombres. Van al pub regularmente, incluso cuando él no está… por si tiene allí un agente de contravigilancia. Los edificios del área nos permiten rastrearlo fácilmente con cámaras. Detectamos un par de situaciones confusas, pero ustedes saben cómo es eso. Todos tropezamos con alguien cuando caminamos por una calle atestada, ¿no?
Clark y Tawney asintieron. La técnica del tropezón era probablemente tan antigua como la existencia misma de los espías. Uno iba caminando por la calle y fingía tropezar con alguien. En el ínterin, el otro le deslizaba algo en la mano o le metía algo en el bolsillo. Con un mínimo de práctica, el proceso era invisible incluso para los que estaban mirando. Una de las partes debía tener algo distintivo: un clavel en el ojal, el color de la corbata, la manera de llevar el diario, anteojos de sol o cualquier otra cosa, conocida exclusivamente por los participantes de la mini-operación. Era la más simple de las técnicas de campo, la más fácil de usar y, por esa razón, la más odiada por las agencias de contraespionaje.
Pero si Kirilenko le había entregado algo a ese tipo Popov, por lo menos tenían la foto del miserable. Tal vez, se obligó a recordar. No había ninguna garantía de que el tipo con el que había compartido una cerveza el día anterior fuera el que ellos estaban buscando. Tal vez Kirilenko era lo suficientemente astuto como para beber con un cualquiera en el pub y así despistar a los Five, obligándolos a investigar al individuo equivocado. Hacerlo exigía tiempo y personal, atributos que el Servicio de Seguridad no poseía en cantidad infinita. Espionaje/Contraespionaje seguía siendo el partido más difícil… y ni siquiera los jugadores sabían quién iba ganando.
—¿Entonces aumentarán el seguimiento de Kirilenko? —preguntó Bill Tawney.
—Sí —afirmó Holt—. Pero recuerden que nos enfrentamos a un jugador experto. No hay garantías.
—Lo sé, señor Holt. Estuve allá afuera y el Segundo Directorado no logró ponerme una mano encima —dijo Clark—. ¿Sabemos algo de Popov?
Holt sacudió la cabeza.
—Ese nombre no figura en nuestros archivos. Es posible que lo tengamos bajo otro nombre. Tal vez estuvo en contacto con nuestros amigos del IRA… Es bastante probable, tratándose de un especialista en terrorismo. Tenían muchos contactos. Tenemos informantes dentro del IRA y pienso mostrarles la foto a varios. Pero debemos movernos con cuidado. Algunos de nuestros informantes juegan a dos puntas. Nuestros amigos irlandeses tienen sus propias operaciones de contraespionaje.
—Nunca trabajé directamente contra ellos —dijo John—. ¿Son buenos?
—Muy buenos —le aseguró Holt. Bill Tawney corroboró su opinión con un gesto afirmativo—. Son muy dedicados y están excelentemente organizados, pero ahora la organización se está fragmentando. Obviamente, algunos no quieren que se firme la paz. Nuestro buen amigo Gerry Adams es republicano de profesión, y si el Conflicto termina y no resulta electo para la función pública, cosa que espera, el futuro le deparará menos prestigio que el que ha gozado hasta el presente… No obstante, la mayoría parece dispuesta a concluir sus operaciones, declarar la victoria y darle una oportunidad a la paz. Eso nos ayudó a conseguir informantes, pero hay elementos del IRA que son hoy más militantes que diez años atrás. Es preocupante —les dijo Holt.
—Lo mismo pasa en el valle del Bekaa —acotó Clark. ¿Qué se hacía cuando Satán acudía a Jesús? Algunos no querrían dejar de combatir el pecado, y si eso equivalía a pecar también ellos… bueno, era el precio que había que pagar, ¿no?—. Algunos no quieren soltar la presa.
—Es un problema. Y no necesito decirle que uno de los objetivos principales de esos muchachos es este. No podríamos decir que el IRA ame al SAS.
No era ninguna novedad. Los comandos del SAS británico tenían la costumbre de «eliminar» a los miembros del IRA que cometían dos graves errores: violar la ley y darse a conocer. A John le parecía errado utilizar soldados para una función esencialmente policial… pero debía admitir que el Rainbow estaba haciendo lo mismo. No obstante, el SAS había hecho cosas que en determinado contexto podían considerarse asesinato premeditado. Por mucho que se pareciera a Estados Unidos, Gran Bretaña era otro país con otras leyes y reglas muy diferentes. Por eso la seguridad era tan estricta en Hereford, porque algún día se podían presentar diez muchachos malos armados hasta los dientes con sus AK-47 y los soldados del SAS tenían familia, como todo el mundo, y los terroristas no siempre respetaban los derechos de los no combatientes, ¿verdad? Ni por casualidad.
La decisión fue inusualmente rápida. El courier enviado por el Número 2 de Plaza Dzerzhinsky estaba en camino. Kirilenko se sorprendió al recibir el mensaje codificado. El courier volaba en Aeroflot rumbo a Heathrow con valija diplomática, inviolable mientras el courier la tuviera en su poder. Se sabía que muchos países las robaban por sus contenidos, generalmente no codificados, pero los couriers estaban avisados y jugaban de acuerdo a un estricto compendio de reglas: si tenían necesidad de ir al baño, la valija diplomática iba con ellos. Y así, con sus pasaportes diplomáticos, pasaban de largo por los controles aduaneros y subían a los automóviles que siempre los estaban esperando, portando las habituales valijas de tela a menudo llenas de valiosos secretos ante los ojos de individuos que entregarían la virginidad de sus hijas por echarles un vistazo.
Lo mismo pasó en Londres. El courier llegó en el vuelo nocturno del aeropuerto internacional Sheremetyevo de Moscú, pasó de largo por los controles, y saltó al automóvil que lo estaba esperando, conducido por un empleado de la embajada. Tardó cuarenta minutos en llegar a Kensington, y dos más hasta la oficina de Kirilenko. El sobre de manila estaba lacrado para evitar sorpresas desagradables. El rezident agradeció al courier por ese y los otros dos paquetes que había recibido y puso manos a la obra. Era tarde. Esa noche tendría que olvidarse de su cervecita. Se sintió molesto. Disfrutaba sinceramente la atmósfera de su pub favorito. No había nada semejante en Moscú ni en los otros países donde había trabajado. Bueno. Ya tenía en las manos el dossier completo de Clark, John T., oficial jerárquico de la CIA. Veinte páginas a un espacio y tres fotografías. Lo leyó atentamente. Impresionante. Según el informe, en su primer y único encuentro con el director de la KGB Golovko, Clark admitió haber sacado a la esposa y la hija del exdirector de la KGB Gerasimov… ¿vía submarino? Entonces, ¿la historia que había leído en los diarios estadounidenses era cierta? Parecía salida de Hollywood. Posteriormente operó en Rumania, en la época de la caída de Nicolae Ceaucescu, y luego, en cooperación con la Estación Tokio, rescató al primer ministro japonés. Y finalmente, con ayuda de los rusos ¿eliminó a Mamoud Haji Daryaei? «El presidente de su país lo escucha con atención», proseguía el informe. ¡Como para no escucharlo!, pensó Kirilenko. El propio Sergey Nikolayevich Golovko había agregado su parecer al archivo. Oficial de campo sumamente competente, pensador independiente, célebre por tomar la iniciativa en sus operaciones y por no haberse equivocado jamás… Entrenador de oficiales en la Academia de la CIA en Yorktown, Virginia; supuestamente entrenó a Edward y Mary Patricia Foley, director de la CIA y subdirectora de Operaciones respectivamente. Qué tipo formidable, pensó Kirilenko. Había impresionado al mismísimo Golovko, cosa que muy pocos rusos habían logrado.
Bueno, ahora estaba en Inglaterra haciendo algo encubierto y su agencia madre quería averiguar de qué se trataba, porque Clark era un hombre digno de seguirle el rastro. El rezident sacó un pedazo de papel de su billetera. Parecía el número de un teléfono celular. Tenía varios en el cajón de su escritorio, todos clonados, porque mantenían ocupada a la gente de señales, no le costaban nada a la embajada y eran muy seguros. Era difícil interceptar un teléfono celular y, ausentes los códigos electrónicos, se convertía en una señal más en una ciudad plagada de ellas.
Dimitri Arkadeyevich se valía del mismo truco. En todas las ciudades del mundo había gente que clonaba teléfonos y los vendía ilegalmente en la calle. Londres no era la excepción.
—¿Sí? —respondió una voz lejana.
—Dimitri, soy Vania.
—¿Sí?
—Tengo lo que me pediste. Exijo que me pagues según los términos acordados.
—Así se hará —prometió Popov—. ¿Dónde podemos intercambiar nuestros bienes?
Muy fácil. Kirilenko propuso hora, lugar y método.
—De acuerdo —la comunicación concluyó. Había durado apenas setenta segundos. Tal vez habían exonerado a Popov, pero todavía se atenía a la disciplina de comunicaciones.