CAPÍTULO 18

ASPECTOS

Popov abordó el primer vuelo del Concorde. Nunca había volado en ese avión y el interior le pareció estrecho. Se apoltronó en el asiento 4-C. Mientras tanto, en otra terminal, Bill Henriksen ocupaba un asiento de primera clase en un American DC-10 con destino a Los Ángeles.

William Henriksen, pensó Dimitri Arkadeyevich Popov. Ex miembro del Comando de Rescate de Rehenes del FBI, experto en antiterrorismo, presidente de una empresa consultora de seguridad internacional, ahora rumbo a Australia para conseguir un contrato para las próximas Olimpiadas… ¿Cómo jugaba ese factor en la Horizon Corporation de John Brightling? ¿Qué hacía exactamente Henriksen? O, más precisamente ¿a qué idea servía? ¿Cuál era su trabajo? Indudablemente le pagaban bien… ni siquiera había sacado el tema del dinero durante la cena porque seguramente le pagaban lo que pedía. Popov pensaba pedir 250 000 dólares sólo por ese trabajo, aunque conllevaba varios peligros (aparte de conducir un automóvil por las rutas y calles británicas). ¿250 000? Tal vez más, se dijo el ruso. Después de todo, la misión parecía ser muy importante para ellos.

¿Cómo era posible que un experto en terrorismo y un experto en antiterrorismo participaran del mismo plan? ¿Por qué habían dado por válido su descubrimiento de una nueva organización antiterrorista internacional? Era importante para ellos, pero ¿por qué? ¿Qué diablos pretendían? Sacudió la cabeza. Se consideraba muy astuto y no tenía el menor indicio. Y quería saber, ahora más que nunca.

Nuevamente, no saber era lo que más lo preocupaba. ¿Estaba preocupado? Sí, estaba preocupado. La KGB jamás había estimulado la curiosidad en sus acólitos, pero incluso ellos sabían que era necesario informar a las personas inteligentes, y por eso, las órdenes solían ir acompañadas de alguna clase de explicación… y por lo menos, en aquellos tiempos, sabía que estaba sirviendo a los intereses de su país. Toda información que conseguía, todo extranjero que reclutaba, era con el propósito de volver más segura, más eficiente y más poderosa a su nación. Que todo hubiera fracasado no era culpa suya. La KGB nunca le había fallado al Estado. Pero el Estado le había fallado a la KGB. Él había formado parte del mejor servicio de inteligencia del mundo y se sentía orgulloso. De su agencia y de sí mismo.

Pero ahora no sabía qué estaba haciendo. Supuestamente debía conseguir información, cosa muy fácil para él, pero no sabía por qué. Las cosas que había escuchado en la cena la noche anterior habían abierto la puerta a un nuevo misterio. Parecía una película de conspiradores (siempre Hollywood) o una novela de detectives cuyo final no podía discernir. Cobraría el dinero y haría el trabajo, pero por primera vez se sentía incómodo. Mientras Popov seguía inmerso en sensaciones desagradables, su avión abandonó la pista y puso rumbo al sol naciente, hacia el aeropuerto londinense de Heathrow.

—¿Algún progreso, Bill?

Tawney se respaldó en su silla.

—No mucho. Los españoles identificaron a dos de los terroristas: separatistas vascos. Y los franceses creen que otro ciudadano francés trabajaba en el parque, pero eso es todo. Supongo que podríamos pedirle información a Carlos, pero dudo que esté dispuesto a cooperar… ¿y quién dice que los conocía, en primer lugar?

—Cierto —Clark tomó asiento—. ¿Sabes una cosa? Ding tiene razón. Un atentado era esperable, pero tres consecutivos es demasiado. ¿Es posible que una misma persona los esté organizando, Bill?

—Supongo que es posible, ¿pero quién lo haría… y por qué?

—Un momento. Primero vayamos al «quién». ¿Quién puede hacerlo?

—Alguien que haya tenido acceso a los terroristas en las décadas de 1970 y 1980… es decir alguien que haya estado metido en el movimiento, o que los controlara e «influyera» desde afuera. Es decir, un sujeto de la KGB. Idealmente el sujeto los conocería, tendría manera de contactarlos y, por consiguiente, capacidad de activarlos.

—Los tres grupos manifestaron una ideología fuerte…

—Por eso el contacto tendría que ser un ex —¿o tal vez activo?— miembro de la KGB. Tendría que ser alguien en quien confiaran… más que eso, una persona cuya autoridad reconocieran y respetaran —Tawney bebió un sorbo de té—. Es decir un oficial de inteligencia, tal vez jerárquico, con el que hubieran trabajado en los viejos tiempos. Entrenados y pagados por el viejo Bloque Oriental.

—¿Alemán, checo, ruso?

—Ruso —dijo Tawney—. No olvides que la KGB permitía que los otros países del Bloque los apoyaran pura y exclusivamente bajo su dirección… y la naturaleza de esos convenios siempre fue quebradiza como el cristal, John. Era más conveniente para ellos que para los demás. «Elementos progresistas» y toda esa basura. Generalmente los entrenaban fuera de Moscú y luego los acuartelaban en viviendas seguras ubicadas en Europa Oriental, principalmente en Alemania del Este. Conseguimos mucho material de la vieja Stasi alemana cuando la RDA colapsó. En este mismo momento varios colegas lo están revisando en Century House. Tomará tiempo. Desafortunadamente, la información no se pasó a computadora ni tiene referencias. Problemas de presupuesto —explicó Tawney.

—¿Por qué no vamos directo a la KGB? Demonios, conozco a Golovko.

Tawney no lo sabía.

—Es una broma.

—¿Cómo crees que Ding y yo entramos tan rápido a Irán con identidad rusa? ¿Crees que la CIA puede hacer tan rápido una operación de esa índole? Ojalá, Bill. No, Golovko la organizó y Ding y yo pasamos por su oficina antes de volar.

—Está bien, entonces. ¿Por qué no lo intentas?

—Tendría que conseguir la autorización de Langley.

—¿Crees que Sergey cooperará?

—No estoy seguro —admitió John—. Tal vez por dinero. Pero antes de intentarlo, necesito saber qué quiero exactamente. No es una expedición de pesca. Debo ser preciso y contundente.

—Tal vez podríamos conseguir el nombre de algún oficial de inteligencia que haya trabajado con terroristas… El problema es que no sería su verdadero nombre, ¿no?

Clark asintió.

—Probablemente no. ¿Sabes? Tendremos que esmerarnos para encontrar vivo a uno de esos tipos. Sería más que difícil interrogar a un cadáver.

—La ocasión todavía no se ha presentado —señaló Tawney.

—Puede ser —opinó Clark. Y aunque encontraran a uno vivo, ¿qué garantía tenían de que sabría lo que ellos necesitaban? Pero había que empezar por algo.

—Lo de Berna fue un robo a un banco. Lo de Viena fue un intento de secuestro y, según Herr Ostermann, los sujetos buscaban algo que no existe: códigos de acceso privados a la bolsa internacional. El último atentado parece salido de los años setenta.

—OK, dos de tres fueron por dinero —coincidió Clark—. Pero en ambos casos los terroristas estaban sustentados por la ideología, ¿verdad?

—Correcto.

—¿Por qué tendrían interés en el dinero? En el primer caso, OK, tal vez haya sido un simple robo. Pero el segundo fue más sofisticado… bueno, sofisticado y torpe a la vez porque buscaban algo que no existe, pero como operadores ideológicos no tenían por qué saberlo. Bill, alguien les dijo que consiguieran ese dato inexistente. No se les ocurrió a ellos, ¿no te parece?

—Estoy de acuerdo, tu hipótesis es probable —dijo Tawney—. Muy probable, diría yo.

—En ese caso tendríamos dos operadores ideológicos, técnicamente competentes, que buscan algo que en realidad no existe. La combinación de inteligencia operativa y estupidez objetiva nos hace señas a los gritos, ¿no crees?

—¿Pero el Parque Mundial?

Clark se encogió de hombros.

—Tal vez Carlos sabe algo que necesitan. Tal vez tiene un arsenal escondido en alguna parte, o información, o contactos, o incluso dinero… imposible saberlo, ¿no?

—Y me parece improbable convencerlo de cooperar con nosotros.

Clark gruñó.

—Imposible —farfulló luego.

—Lo que puedo hacer es hablar con los muchachos del Five. Quizás esta sombra rusa trabajó con el PIRA. Déjame husmear un poco, John.

—OK, Bill. Yo hablaré a Langley.

Clark se levantó y salió de la oficina. Su objetivo primordial era encontrar la idea que necesitaba para poder hacer algo útil.

Estaba empezando con el pie izquierdo. Popov se rio al pensarlo. Al llegar a su coche alquilado abrió la puerta equivocada, pero enseguida se repuso y desplegó el mapa que había comprado en la terminal. Salió de la Terminal Cuatro de Heathrow rumbo a la autopista que lo llevaría a Hereford.

—Entonces, ¿cómo funciona esta cosa, Tim?

Noonan alejó la mano, pero la aguja seguía señalando a Chávez.

—Maldita sea, es resbaladiza. Supuestamente rastrea el campo electromagnético generado por el corazón humano. Es una señal única de baja frecuencia… que ni siquiera se confunde con la de los gorilas y los animales…

El aparato —de antena angosta y empuñadura de pistola— parecía una pistola de rayos salida de una película de ciencia ficción de los años 30. Noonan se alejó de Chávez y Covington y apuntó a la pared. Había una secretaria sentada exactamente… allí. El aparato la registró. Noonan empezó a caminar y la aguja siguió apuntando hacia ella, a través de la pared.

—Es como una horqueta para buscar agua —comentó Peter, maravillado.

—Se parece bastante, ¿no? Maldición, no me asombra que el ejército quiera tenerla. Olvídense de las emboscadas. Esta cosa encuentra gente bajo la tierra, atrás de los árboles, en la lluvia… estén donde estén, este aparato los encontrará.

Chávez lo pensó un poco. Más específicamente, recordó una operación en Colombia muchos años atrás, caminando entre las malezas, intentando localizar posibles enemigos. Ahora, ese aparato reemplazaba todo lo que había aprendido en el Séptimo Liviano. Como herramienta defensiva podía borrar del mapa a los ninjas. Como herramienta ofensiva podía advertir dónde estaban los chicos malos antes de que uno pudiera verlos u oírlos, dándole la posibilidad de acercarse lo suficiente para…

—¿Para qué sir… qué dice el fabricante?

—Búsqueda y rescate de bomberos en un edificio en llamas, víctimas de avalanchas, un montón de cosas, Ding. Como herramienta antiintrusos, esta cachorrita será difícil de igualar. Están jugando con ella desde hace dos semanas en Fort Bragg. Los muchachos de la Delta se enamoraron apasionadamente. Todavía es un poco difícil de usar, y no tiene gran alcance, pero creo que bastará con modificar la antena, conectar dos de los detectores con GPS, y triangular… Todavía no sabemos cuál será su mayor alcance. Dicen que podrá encontrar personas a quinientos metros de distancia.

—Demonios —observó Covington. Pero el instrumento le seguía pareciendo un juguete caro para niños.

—¿Y para qué nos servirá a nosotros? No puede distinguir a un rehén de un terrorista —señaló Chávez.

—Uno nunca sabe, Ding. Con seguridad podrá decirte dónde no están los muchachos malos —advirtió Noonan. Había estado jugando todo el día con el aparatito para aprender a usarlo con eficacia. Hacía tiempo que no se sentía un niño con un juguete nuevo, pero ese aparato era tan nuevo e inesperado que bien podría haber llegado con el árbol de Navidad.

Brown Stallion. Así se llamaba el pub del motel. Estaba a medio kilómetro de la entrada principal de Hereford y parecía un buen lugar para empezar… y mejor aún para beber cerveza. Popov ordenó una pinta de Guinness, que bebió lentamente mientras escrutaba el salón. El televisor estaba prendido. Transmitía un partido de fútbol —no sabía si en directo o no— entre el Manchester United y los Rangers, que atraía la atención de los clientes y del barman. Popov también se quedó mirando, mientras bebía cerveza y escuchaba las conversaciones de los parroquianos. Estaba entrenado para ser paciente y sabía por experiencia propia que la paciencia solía ser recompensada en cuestiones de inteligencia, mucho más en esa cultura anglosajona en la que la gente iba todas las noches al mismo pub a charlar con sus amigos… y Popov tenía un oído extraordinario.

El partido terminó 1 a 1 y Popov pidió otra cerveza.

—Empate, mierdoso empate —comentó un parroquiano sentado junto a Popov en la barra.

—Así entienden ustedes el deporte, Tommy. Por lo menos los chicos de la otra cuadra nunca empatan… ni mucho menos pierden, carajo.

—¿Cómo andan esos yanquis, Frank?

—Son muy buenos, muy corteses. Hoy tuve que arreglar el lavabo de una casa. La esposa es muy agradable, quiso darme propina. Son una gente asombrosa estos yanquis. Creen que deben pagarte por todo —el plomero terminó su pinta de lager y ordenó otra.

—¿Trabajas en la base? —le preguntó Popov.

—Sí, desde hace doce años. Hago plomería, esa clase de cosas.

—Los SAS son unos tipos fabulosos. Me gusta cómo hacen salir de sus madrigueras a las cucarachas del IRA —dijo el ruso con su mejor acento «blue-collar» británico.

—Vaya si lo hacen —acotó el plomero.

—Así que hay varios yanquis en la base, ¿eh?

—Sí, aproximadamente diez, con sus familias —se rio—. Una de las mujeres casi me atropelló con el auto la semana pasada. Venía por la mano contraria. Hay que tener cuidado con ellos, especialmente si uno anda en auto.

—Tal vez conozca a uno, un tipo llamado Clark, creo —tanteó Popov.

—¿En serio? Es el jefe. La esposa es enfermera en el hospital local. No lo conozco, pero dicen que es un tipo muy serio… y debe serlo para estar al frente de esa horda. Esos tipos meten miedo, no me gustaría encontrármelos en un callejón oscuro… Son muy amables, por supuesto, pero basta una mirada para darse cuenta. Son peligrosos. Se pasan el día corriendo, entrenándose, disparando armas. Son peligrosos como leones salvajes.

—¿Estuvieron involucrados en lo que pasó en España la semana pasada?

—Bueno, ellos nunca hablan de esas cosas, pero —sonrió— vi despegar un Hércules de la pista ese mismo día, y Andy me dijo que pasaron muy tarde por el club esa misma noche, y que parecían muy satisfechos consigo mismos. Son buenos muchachos, liquidaron a esos miserables.

—Oh, sí. ¿Qué clase de puerco es capaz de matar a un niño? Bastardos —masculló Popov.

—Sí, claro. Ojalá los hubiera visto. George Wilton, el carpintero que trabaja conmigo, los ve practicar tiro de vez en cuando. George dice que parecen salidos de una película, que son mágicos.

—¿Fuiste soldado?

—Hace mucho tiempo, en el Regimiento de la Reina, llegué a cabo. Por eso conseguí este trabajo —bebió un trago de cerveza. En la pantalla había comenzado un partido de cricket, juego que Popov no comprendía en absoluto—. ¿Y tú?

Popov negó con la cabeza.

—No, jamás. Lo pensé, pero decidí no alistarme.

—No es una mala vida, pero sólo por unos años —dijo el plomero, devorando un puñado de maníes.

Popov vació su vaso y pagó la cuenta. Había sido una noche excelente para él y no quería abusar de la suerte. Así que la esposa de John Clark era enfermera en el hospital local, ¿eh? Tendría que verificar el dato.

—Sí, Patsy, lo hice —le dijo Ding a su esposa unas horas más tarde, mientras leían el diario de la mañana. La noticia del Parque Mundial seguía en primera plana, aunque ya no ocupaba el centro de la página. Afortunadamente, comprobó, los periodistas todavía no sabían nada del Rainbow. Se habían tragado la mentira del grupo de operaciones especiales de la Guardia Civil española.

—Ding, yo… bueno, ya sabes, yo…

—Sí, nena, ya sé. Eres médica y tu trabajo es salvar vidas. El mío también, ¿recuerdas? Tenían treinta y cinco niños ahí dentro, y asesinaron a una… No te lo había dicho. Yo estaba a menos de cien metros cuando la mataron. Vi morir a esa nenita, Pats. Es lo peor que vi en mi vida… y no pude hacer nada para impedirlo —dijo sombríamente. Sabía que las pesadillas lo torturarían varias semanas.

—¿No? —preguntó Patsy—. ¿Por qué?

—Porque no hicimos nada… porque no podíamos, porque había un montón de niños adentro y acabábamos de llegar y no estábamos preparados para atacar a esos miserables y ellos querían demostrarnos lo serios y dedicados que eran… y porque así les gusta mostrar su resolución a esos cerdos, supongo. Mataron a una rehén para que viéramos lo recios que eran —Ding bajó el diario y se quedó pensando. Se había criado respetando un particular código de honor, mucho antes de que el ejército de Estados Unidos le enseñara el Código de las Armas: uno nunca, jamás lastimaba a un inocente. Hacerlo equivalía a desaparecer de la sociedad humana y militar y soportar la irredimible maldición del asesino, indigno de llevar un uniforme o recibir un saludo. Pero esos malditos terroristas parecían alimentarse de sangre inocente. ¿Qué diablos andaba mal en ellos? Había leído todos los libros de Paul Bellow, pero evidentemente el mensaje se le escurría. Brillante como era, su mente no podía dar ese salto intelectual. Bueno, tal vez lo único que necesitaba saber de esos tipos era cómo llenarlos de plomo. Esa estrategia siempre funcionaba, ¿no?

—¿Qué les pasa?

—Demonios, nena, no lo sé. El Dr. Bellow dice que creen tanto en sus ideas que pueden olvidar su humanidad, pero yo… no entiendo. No puedo verme a mí mismo haciendo eso. OK, seguro, le clavé el hacha a muchos… pero no por joder, y jamás por ideas abstractas. Tiene que haber una buena razón para hacerlo, algo que mi sociedad considere importante, o alguien que violó las leyes que todos debemos respetar. No es agradable, no es divertido, pero es importante y por eso lo hacemos. Tu padre es igual.

—Realmente te gusta papá —comentó Patsy.

—Es un buen hombre. Hizo mucho por mí y pasamos momentos interesantes en acción. Es inteligente, mucho más de lo que creen los tipos de la CIA… bueno, tal vez Mary Pat se da cuenta. Ella capta las cosas como son, aunque es una especie de vaquera.

—¿Quién? ¿Mary qué?

—Mary Patricia Foley. DO, jefe de los agentes secretos de la CIA. Es una gran chica que andará por los cuarenta y cinco años y realmente sabe lo que hace. Y una buena abeja reina que se preocupa por nosotros, las abejas obreras.

—¿Todavía estás en la CIA, Ding? —preguntó su esposa.

—Técnicamente, sí —asintió Chávez—. No sé cómo funciona la cadena administrativa, pero mientras sigan llegando los cheques —sonrió— no pienso preocuparme. ¿Y? ¿Cómo van las cosas en el hospital?

—Bien, a mamá le va muy bien. Ahora es enfermera jefe de la sala de guardia y voy a trabajar con ella la semana próxima.

—¿Trajiste muchos niños al mundo?

—Este año tú traerás uno, Ding —replicó Patsy, acariciándose el vientre—. Las clases empezarán pronto, suponiendo que estés.

—Estaré, querida —le aseguró—. No vas a tener al niño sin mi ayuda.

—Papá jamás estuvo presente. No creo que estuviera permitido. En aquellos tiempos no estaba de moda preparar los partos.

—¿Quién quiere leer revistas en un momento como ese? —Chávez sacudió la cabeza—. Bueno, supongo que los tiempos cambian, ¿no? Nena, estaré presente… a menos que un pajero terrorista nos obligue a salir de la ciudad, y en ese caso será mejor que se encomiende a la Virgen, porque voy a enfurecerme como nunca si eso sucede.

—Sé que puedo confiar en ti —se sentó junto a él, que como de costumbre le tomó la mano y la besó—. ¿Varón o mujer?

—No hicimos la ecografía, ¿recuerdas? Si es varón… será agente secreto, como su padre y su abuelo —afirmó Ding con un guiño—. Aprenderá idiomas desde muy pequeño.

—¿Y si quiere ser otra cosa?

—No querrá —aseguró Domingo Chávez—. Verá lo inteligentes que son sus ancestros y querrá emularlos. Seguir los honorables pasos del propio padre es algo típicamente latino, nena —la besó, sonriente. No se atrevió a agregar que él no lo había hecho. Su padre había muerto demasiado pronto para marcar en él su impronta. Mejor. El padre de Domingo, Esteban Chávez, era camionero. Demasiado aburrido, en opinión del hijo.

—¿Y los irlandeses? Pensé que el respeto por el linaje era típicamente irlandés también.

—Claro —sonrió Chávez—. Por eso hay tantos en el FBI.

—¿Te acuerdas de Bill Henriksen? —le preguntó Augustus Werner a Dan Murray.

—¿El que trabajaba para ti en el CRR y era un poco loquito?

—El mismo. Bien. Estaba metido en el tema del medioambiente y se dedicaba a abrazar árboles y toda esa mierda, pero conocía el trabajo de Quantico. Me pasó un buen dato para el Rainbow.

—¿Eh? —El director del FBI levantó la vista ante la sola mención del nombre codificado.

—En España usaron un helicóptero de la Fuerza Aérea. Los medios no se dieron cuenta, pero hay videos. Bill dijo que no había sido muy brillante. Creo que dio en el clavo.

—Tal vez —admitió Murray—. Pero desde el punto de vista práctico…

—Ya sé, Dan, existen consideraciones de orden práctico, pero es un problema real.

—Sí. Bueno, Clark está pensando en darle un carácter más público al Rainbow. Por sugerencia de uno de sus hombres. Según él, si queremos disuadir a los terroristas convendría hacerles saber que ya tiene comisario el pueblo. De todos modos, todavía no tomó la decisión de recomendarlo oficialmente a la CIA, pero evidentemente lo está evaluando.

—Interesante —dijo Gus Werner—. Tiene lógica, especialmente después de tres operaciones exitosas. Diablos, si yo fuera uno de esos idiotas lo pensaría dos veces antes de atraer la Ira de Dios. Pero ellos no piensan como individuos normales, ¿no?

—No exactamente, pero disuasión es disuasión, y John me ha dejado pensando. Podríamos filtrar la información a varios niveles, correr la voz de que hay un nuevo comando antiterrorista, multinacional y ultrasecreto —hizo una pausa—. No pasarlos del negro al blanco, sino del negro al gris.

—¿Qué dirá la CIA? —preguntó Werner.

—Probablemente no, entre signos de admiración —admitió Murray—. Pero como dije, John me dejó pensando.

—Entiendo lo que busca, Dan. Si el mundo se entera, probablemente los terroristas lo pensarán dos veces. Pero la gente empezará a hacer preguntas, y los periodistas asomarán como ratas por todos los rincones… y muy pronto las caras de esos muchachos aparecerán en la primera plana de Usa Today junto con sesudos artículos sobre sus misiones escritos por individuos que no saben poner una bala en el cargador.

—La prensa inglesa podría ser censurada —le recordó Murray—. Al menos no aparecerían en los periódicos locales.

—Bravo, pero sí aparecerían en el Washington Post, un diario que no lee nadie, ¿verdad? —se burló Werner. Recordaba muy bien los problemas que había tenido el CRR del FBI a raíz de Waco y Ruby Bridge cuando era comandante de la unidad. Los medios habían trastocado los eventos en ambos casos… como de costumbre, pensó. Pero bueno, así eran los medios—. ¿Cuántas personas están al tanto de Rainbow?

—Cien aproximadamente… demasiadas para una organización en negro. Quiero decir, hasta el momento no falló la seguridad, que yo sepa, pero…

—Pero como bien dijo Bill Henriksen, cualquiera que conozca la diferencia entre un Huey y un Black Hawk sabe que hubo algo raro en la operación del Parque Mundial. Es difícil guardar secretos, ¿no?

—Ni que lo digas, Gus. De todos modos, piénsalo un poco, ¿quieres?

—Prometido. ¿Algo más?

—Sí, también vía Clark… ¿Alguien piensa que tres atentados terroristas desde la aparición del Rainbow son demasiados? ¿Que tal vez alguien esté activando células terroristas y lanzándolas al ruedo? Si así fuera, ¿quién y por qué?

—Carajo, Dan, ellos nos proporcionan inteligencia europea, ¿recuerdas? ¿Quién se ocupa de los agentes secretos?

—Bill Tawney es su experto analista. Es un Six, muy bueno a decir verdad… Lo conozco de cuando era agregado legal en Londres hace unos años. Él tampoco sabe qué pensar. Se preguntan si algún viejo agente de la KGB andará rondando, despertando a los vampiros dormidos para que vayan a chupar unos litros de sangre.

Werner consideró la hipótesis durante medio segundo antes de hablar.

—Si así fuera, no obtuvo un éxito aplastante. Los atentados tuvieron marcas de profesionalismo, pero no las suficientes como para preocuparse. Diablos, Dan, conoces el juego. Si los malos permanecen en el mismo lugar más de una hora, caemos sobre ellos y los aplastamos apenas asoman la cabeza. Terroristas profesionales o no, no están bien entrenados, no tienen nada semejante a nuestros recursos, y tarde o temprano nos dejan la iniciativa. Lo único que necesitamos nosotros es saber dónde están, ¿recuerdas? Una vez sabido, el rayo divino reposa en nuestras manos.

—Sí, y tú has detectado a unos cuantos, Gus. Por esa razón necesitamos mejor inteligencia, para detectarlos antes de que se pongan en la mira por propia voluntad.

—Bueno, si algo que no puedo ofrecerles es inteligencia. Ellos están más cerca de las fuentes que nosotros —dijo Werner— y no nos envían todo lo que tienen, además.

—No pueden. Es demasiado.

—OK, sí, tres atentados graves son muchos, pero no podremos saber si es pura coincidencia o parte de un plan a menos que tengamos a quién preguntarle. Por ejemplo, un terrorista vivo. Los muchachos de Clark no dejaron vivo a ninguno, ¿verdad?

—No —admitió Murray—. Eso no es parte de su misión.

—Entonces diles que si quieren inteligencia importante tendrán que dejar a alguien con el cerebro sano y la boca completa cuando termine el tiroteo.

Pero Werner sabía que eso no era tan fácil, ni siquiera en la mejor de las circunstancias. Tal como era más difícil atrapar tigres vivos que matarlos, era difícil capturar individuos que portaban ametralladoras decididos a usarlas. Ni siquiera los tiradores del CRR (especialmente entrenados para atraparlos vivos y llevarlos al tribunal para ser juzgados, sentenciados y encerrados en Marion, Illinois) se habían destacado en esa área. Y Rainbow estaba integrado por soldados que ignoraban las sutilezas de la ley. La Convención de La Haya establecía reglas de guerra bastante más laxas que la Constitución de Estados Unidos. Uno no podía matar prisioneros, pero para que fueran prisioneros había que capturarlos vivos, procedimiento que los ejércitos no estimulaban.

—¿Nuestro amigo Clark necesita algo más de nosotros? —preguntó Werner.

—Epa. Él está de nuestro lado, ¿recuerdas?

—Es un buen tipo, sí. Diablos, Dan, me encontré con él cuando estaban organizando el Rainbow y le entregué a Timmy Noonan, uno de mis mejores hombres. Sé que está haciendo un gran trabajo. Tres al hilo. Pero no es uno de los nuestros, Dan. No piensa como un policía. Pero, si quiere mejorar la inteligencia, ya sabe lo que tiene que hacer. Díselo, ¿sí?

—Prometido, Gus —dijo Murray. Luego pasaron a otras cosas.

—¿Entonces qué tenemos que hacer? —preguntó Stanley—. ¿Arrancarles las malditas armas de las manos? Eso sólo pasa en el cine, John.

—Weber hizo exactamente eso, ¿recuerdas?

—Sí, contra nuestra política. Y sabes que no podemos estimular esa clase de actos —replicó Alistair.

—Vamos, Al, si queremos mejorar la inteligencia tendremos que capturar a alguno con vida ¿no te parece?

—De acuerdo. Sólo si es posible, y rara vez lo será, John. Muy rara vez.

—Lo sé —admitió Rainbow Six—. ¿Pero por lo menos podemos inducir a los muchachos a pensarlo?

—Es probable, pero tomar esa clase de decisión al vuelo es sumamente difícil.

—Necesitamos la inteligencia, Al —insistió Clark.

—Cierto, pero no al precio de la muerte de uno de los nuestros.

—Todas las cosas en la vida implican riesgos y compromisos —observó Clark—. ¿Te gustaría conseguir inteligencia de excepción sobre esos miserables?

—Por supuesto, pero…

—«Pero» las pelotas. Si la necesitamos, veamos la mejor manera de conseguirla —le espetó Clark.

—No somos alguaciles de policía, John. Eso no es parte de nuestra misión.

—Entonces vamos a cambiar la misión. Si es posible atrapar a un sujeto con vida, lo intentaremos. Si la cosa se pone difícil, siempre podemos meterle un balazo en la cabeza. El tipo que Homer liquidó de a poco. Podríamos haberlo atrapado vivo, Al. No suponía una amenaza directa para nadie. OK, se lo merecía, y estaba parado a cielo abierto con un arma, y nuestro entrenamiento dice matar, y no te quepa duda que Johnston le disparó como quiso, porque quiso… Pero hubiera podido volarle la rótula, en cuyo caso ahora tendríamos a quién interrogar, y tal vez habría cantado como la mayoría de esos cerdos, y entonces sabríamos algo que seguramente nos gustaría saber ahora, ¿o no?

—Absolutamente, John —admitió Stanley. Discutir con Clark no era fácil. Había llegado al Rainbow con reputación de violento, pero el británico sabía que no lo era.

—No sabemos lo suficiente y no me agrada no saber lo suficiente sobre mi entorno. Creo que Ding tiene razón. Alguien puso en movimiento a esos bastardos. Si averiguamos un poco, probablemente podremos localizar al responsable y hacer que la policía local le ponga una mano encima, esté donde esté. Y entonces, tal vez tendremos una charla amistosa con el sujeto cuyo resultado final será una manifiesta disminución en la cantidad de atentados —después de todo, el objetivo final del Rainbow era bizarro: entrenar para misiones que raramente se llevaban a cabo, ser bomberos en una ciudad sin incendios.

—Muy bien, John. Antes que nada tendríamos que hablar con Peter y Domingo, creo yo.

—Mañana por la mañana, entonces —Clark se puso de pie—. ¿Qué te parece una cerveza en el club?

***

—Dimitri Arkadeyevich, hace tiempo que no te veía —dijo el hombre.

—Cuatro años —confirmó Popov. Estaban en Londres, en un pub a tres cuadras de la embajada rusa. Había ido allí por la remota posibilidad de ver aparecer a uno de sus antiguos colegas… y uno de ellos había cumplido, ignorándolo, su deseo: Ivan Petrovich Kirilenko. Ivan Petrovich había sido una estrella en ascenso, unos años más joven que Popov, nombrado coronel a los treinta y ocho años. Ahora, probablemente era…

—¿Eres el actual rezident de la Estación Londres?

—No tengo permitido hablar de esas cosas, Dimitri —sonrió Kirilenko, asintiendo. Había llegado muy lejos (y muy rápido) en una agencia reducida del gobierno ruso, e indudablemente seguía reuniendo inteligencia política y de la otra, o más bien contaba con un buen equipo de gente que lo hacía por él. Rusia estaba preocupada por la expansión de la OTAN: la alianza otrora tan amenazante para la Unión Soviética avanzaba ahora en dirección este, hacia la frontera de su país, y a algunos en Moscú les preocupaba que estuvieran preparando un ataque contra la Madre Patria. Kirilenko (igual que Popov) sabía que esos temores eran pura basura, pero no obstante le pagaban para verificarlos, y el nuevo rezident hacía exactamente lo que se esperaba de él—. Entonces ¿a qué te dedicas ahora?

—No tengo permitido decirlo —respuesta obvia. Podía significar cualquier cosa, pero en el contexto de la ex KGB significaba que Popov seguía en el juego. ¿De qué manera? Kirilenko lo ignoraba, aunque había oído decir que Dimitri había sido expulsado de la organización. Eso fue una sorpresa para él. Popov todavía tenía una excelente reputación de servicio como agente secreto—. Ahora vivo entre dos mundos, Vania. Trabajo para una empresa comercial, pero también hago otras cosas —admitió. La verdad solía ser una herramienta muy útil al servicio de la mentira.

—No viniste por casualidad —señaló Kirilenko.

—Es cierto. Esperaba encontrar a algún colega —el pub estaba muy cerca de la embajada (Palace Green, Kensington) para cosas serias, pero era un lugar cómodo para encuentros casuales. Además, Kirilenko creía que su status de rezident era secreto. Mostrarse en lugares como ese ayudaba a mantener el secreto—. Necesito una ayudita.

—¿Qué clase de ayudita? —preguntó Kirilenko, bebiendo un trago de bitter.

—Información sobre un oficial de la CIA que probablemente conocemos.

—¿Su nombre?

—John Clark.

—¿Por qué?

—Creo que es el líder de una operación en negro con base en Inglaterra. Me gustaría ofrecerte toda la información que tengo al respecto a cambio de toda la que tú puedas tener. Tal vez pueda agregarle un par de cosas a tu dossier. Creo que mi información te interesará —concluyó Popov serenamente. Dado el contexto, era una promesa importante.

—John Clark —repitió Kirilenko—. Veré qué puedo hacer por ti. ¿Tienes mi número?

Sin que lo vieran, Popov deslizó un pedazo de papel sobre la barra.

—Aquí está el mío —dijo—. No. ¿Tienes tarjeta?

—Claro —Kirilenko guardó el pedazo de papel, sacó su billetera y le entregó su tarjeta. I. P. Kirilenko, decía, Tercer Secretario, Embajada de Rusia, Londres. 0181-567-9008 (fax número 9009). Popov guardó la tarjeta en el bolsillo—. Bueno, debo regresar. Encantado de verte, Dimitri.

El rezident dejó su vaso sobre la barra y salió a la calle.

—¿Te das cuenta? —le dijo un Five a otro camino a la puerta, aproximadamente cuarenta segundos detrás de su blanco de vigilancia.

—Bueno, no es lo suficientemente bueno para la National Portrait Gallery, pero…

El problema de las cámaras ocultas era que tenían lentes demasiado pequeñas para tomar buenas fotos. Sin embargo, generalmente servían para propósitos de identificación… y él había conseguido once tomas que una vez ampliadas por computadora serían completamente adecuadas. Sabían que Kirilenko se creía a salvo. No sabía (y no podía saber) que el Five (otrora llamado MI-5 y actualmente llamado Servicio de Seguridad) tenía recursos propios dentro de la embajada rusa. El Gran Partido se seguía jugando en Londres y en todas partes, nuevo orden mundial o no. Todavía no habían pescado a Kirilenko en una acción comprometedora… pero después de todo era el rezident, y los rezident no tendían a ensuciarse las manos. No obstante había que seguirles el rastro, porque uno sabía quiénes eran, y tarde o temprano conseguía algo sobre ellos… o de ellos. Como el tipo con el que había compartido una cerveza. No era habitué del pub (ellos conocían perfectamente a los habitués). No tenían su nombre. Sólo algunas fotos que serían comparadas con las del archivo en el nuevo edificio del Five, Thames House, cerca de Lambeth Bridge.

Popov salió del pub, dobló a la izquierda y pasó frente a Kensington Palace para tomar un taxi hasta la estación ferroviaria. Bien, si Kirilenko pudiera conseguirle algo útil… Tendría que poder. Le había ofrecido algo muy jugoso a cambio.