AVISPEROS
Pete tenía ahora seis amigos en el centro de tratamiento. Sólo dos de los sujetos se sentían lo suficientemente bien para permanecer en el dormitorio común con el whisky y los cartones de cigarrillos, pero Killgore suponía que se reunirían con los demás hacia el fin de la semana (tenían la sangre plagada de anticuerpos Shiva). Era extraño que la enfermedad atacara a diferentes personas de diferentes maneras, pero después de todo, los sistemas inmunológicos diferían según los individuos. Por eso algunas personas enfermaban de cáncer y otras no, a pesar de consumir tabaco y practicar consuetudinariamente otros modos de autoabuso.
Aparte de eso, todo era más fácil de lo que había esperado. Supuso que se debía a las altas dosis de morfina que les administraba. La medicina había descubierto hacía relativamente poco tiempo que no había un dosaje máximo para los inhibidores del dolor. Si el paciente seguía sufriendo, el médico podía inyectarle calmantes hasta que el dolor pasara. Los enfermos terminales resistían perfectamente dosis capaces de provocar accidentes respiratorios en personas sanas, y eso le facilitaba el trabajo. Cada dispensario de droga tenía un botón que los sujetos apretaban en caso de necesidad. De ese modo, se automedicaban automáticamente para entregarse al apacible olvido. Este procedimiento beneficiaba también al personal, ya que no debían aplicar tantas inyecciones (con los más que visibles riesgos que eso conllevaba). De sus respectivos «arbolitos de Navidad» pendían recipientes plásticos con nutrientes y suero intravenoso, que los enfermeros chequeaban sin tocar a los sujetos. Más tarde les inyectarían la vacuna B, supuestamente para inmunizarlos contra Shiva (en un 98 a 99%, según Steve Berg). Pero todos sabían que eso no equivalía al cien por ciento, y por lo tanto debían continuar con las medidas precautorias.
Obviamente, casi todos sentían escasa simpatía por los sujetos. Recoger vagabundos callejeros había sido una idea genial. El próximo grupo de sujetos despertaría mayor simpatía, pero todos los integrantes del equipo habían sido previa y convenientemente aleccionados. Harían muchas cosas desagradables, pero necesarias.
—¿Sabes? A veces pienso que la gente de Earth First tiene razón —decía Kevin Mayflower en el restaurante Palm.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —le preguntó Carol Brightling.
El presidente del Sierra Club miró su copa de vino.
—Destruimos todo lo que tocamos. Las costas, las selvas, el mar… mira lo que les ha hecho la «civilización». Ah, sí, preservamos algunas áreas… ¿y qué? ¿Cuánto suman? ¿Un tres por ciento, tal vez? Bravo. Grandioso. Estamos envenenándolo todo, incluso a nosotros mismos. El problema del ozono va de mal en peor según el nuevo estudio de la NASA.
—Sí, ¿pero escuchaste hablar del parche? —preguntó la asesora presidencial.
—¿Parche? ¿Cómo?
Carol sonrió afectadamente.
—Bueno, juntas un montón de jumbos, los llenas de ozono, los envías a Australia y liberas el ozono a determinada altitud para emparchar la capa averiada. Tengo esa propuesta encima del escritorio.
—¿Y?
—Y es como practicar abortos en una cancha de fútbol, con transmisión en vivo y comentarios coloridos. Es imposible que funcione. Debemos permitir que el planeta se cure solo… pero no lo haremos, por supuesto.
—¿Alguna otra noticia alentadora?
—Ah, sí. El tema del CO2. Un tipo de Harvard dice que si arrojamos limadura de hierro al océano Índico estimularemos el crecimiento del fitoplancton, y que de ese modo resolveremos el problema del CO2 en un abrir y cerrar de ojos. Los cálculos matemáticos lucen muy bien. Todos esos genios que dicen poder arreglar el planeta, como si necesitara que ellos lo arreglen… cuando lo único que necesita la Tierra es que la dejen en paz.
—¿Y qué dice el presidente? —preguntó Mayflower.
—Me pide que le diga si puede funcionar o no, y en caso de que funcione que lo pruebe para estar seguros, y que luego lo ponga en práctica. No sabe nada y no quiere aprender —no agregó que ella debía cumplir sus órdenes, le gustara o no.
—Bueno, tal vez nuestros amigos de Earth First tengan razón, Carol. Tal vez seamos una especie parásita en la faz de la Tierra, y tal vez destruyamos el planeta íntegro antes de desaparecer.
—Rachel Carson vuelve a la vida, ¿eh?
—Mira, conoces la ciencia tanto como yo… acaso mejor. Estamos haciendo cosas como… como la que hizo desaparecer a los dinosaurios, sólo que voluntariamente. ¿Cuánto tardó el planeta en recuperarse?
—El planeta no se recuperó, Kevin —señaló Carol Brightling—. Produjo mamíferos… nosotros, ¿recuerdas? El orden ecológico preexistente no volvió jamás. Apareció algo nuevo, que tardó dos millones de años en estabilizarse —valdría la pena haberlo visto, pensó. Observar un proceso como ese habría sido una bendición científica y personal… pero probablemente en aquel entonces no había nadie para apreciarlo. A diferencia de hoy.
—Bueno, dentro de pocos años veremos la primera parte del derrumbe, ¿no? ¿Cuántas especies más aniquilaremos este año? Y si la situación del ozono sigue empeorando… Dios mío, Carol, ¿cómo es posible que la gente no se dé cuenta? ¿Acaso no ven lo que está pasando? ¿No les importa?
—No, Kevin, no lo ven, y no les importa. Mira a tu alrededor —el restaurante estaba lleno de individuos importantes, que lucían ropas importantes, e indudablemente discutían temas importantes, mientras devoraban sus manjares importantes… sin mencionar, ni por casualidad, la crisis planetaria que literalmente pendía sobre sus cabezas. Si la capa de ozono efectivamente se evaporaba, tal como podía suceder, bueno, empezarían a usar filtro solar para salir a la calle, y tal vez sobrevivirían… ¿pero qué pasaría con las especies naturales, los pájaros, los lagartos, todas las criaturas del planeta que no tenían esa opción? Los estudios indicaban que la radiación ultravioleta les escamaría los ojos y luego los mataría, provocando la rápida destrucción del ecosistema global—. ¿Crees que alguno de ellos sabe lo que pasa… o que, si lo sabe, le importa?
—Supongo que no —Kevin bebió un trago de vino blanco—. Bueno, nosotros lo advertimos constantemente, ¿no es así?
—Es gracioso —prosiguió Carol—. No hace mucho hacíamos la guerra, y gracias a ello la población del planeta no aumentaba y eso disminuía nuestras posibilidades de perjudicarlo… pero ahora la paz lo está echando todo a perder, eso sin contar los adelantos industriales. Es decir que la paz nos destruye con mayor eficacia que la guerra. Qué ironía.
—Y la medicina moderna. El mosquito anófeles sí que sabía impedir el crecimiento de la población… ¿Sabías que Washington era un pantano productor de malaria y que los diplomáticos la consideraban un destino peligroso? Pero… inventamos el DDT. Muy bueno para controlar mosquitos, pero letal para el halcón peregrino. Nunca hacemos las cosas bien. Jamás —concluyó Mayflower.
—¿Y si…? —preguntó Carol tentativamente.
—¿Y si qué, Carol?
—¿Y si la naturaleza produjera algo que eliminara a la mayoría de la raza humana?
—¿La hipótesis Gaia? —no pudo disimular una sonrisa. La idea era que la Tierra era un organismo pensante y autocorrectivo capaz de regular las numerosas especies vivientes que la poblaban—. Aunque fuera válida (y realmente espero que lo sea), me temo que los humanos nos movemos demasiado rápido para que Gaia pueda controlarnos. No, Carol, hemos creado un pacto suicida y vamos a arrastrarlo todo en nuestra caída. Y dentro de miles de años, cuando la población mundial se haya reducido a un millón de personas, sabrán cuál fue el error y leerán los libros y mirarán las filmaciones del paraíso que tuvimos alguna vez, y nos maldecirán en voz alta… Y tal vez, si tienen suerte, aprenderán de nuestras equivocaciones y empezarán de nuevo. Tal vez. Lo dudo. Aunque trataran de aprender, se preocuparían más por construir reactores nucleares para poder usar sus cepillos de dientes eléctricos. Rachel tenía razón. Algún día habrá una Primavera Silenciosa, pero entonces será demasiado tarde —picó un poco de ensalada, preguntándose qué sustancias químicas contendrían la lechuga y el tomate. Varias, estaba seguro. En esa época del año la lechuga venía de México (donde, era sabido, los horticultores hacían cualquier cosa para ganar dinero), y tal vez el personal de cocina la había lavado, pero tal vez no… Y allí estaba él, comiendo en un restaurante caro y envenenándose al ritmo del planeta. La serena desesperación de su mirada lo decía todo.
Estaba a punto para ser reclutado, pensó Carol Brightling. Era hora. Y arrastraría a varios con él. Perfecto, tenían lugar para todos en Kansas y Brasil. Media hora después abandonó el restaurante y se dirigió a la Casa Blanca para asistir a la reunión semanal de gabinete.
—Eh, Bill —dijo Gus desde su oficina en el Hoover Building—. ¿Qué está pasando?
—¿Viste el noticiero esta mañana? —preguntó Henriksen.
—¿Te refieres a lo que pasó en España? —preguntó Werner.
—Sí.
—Claro. También te vi en el micro.
—Es mi acto magistral —se rio—. Bueno, es útil para los negocios, ¿sabes?
—Sí, supongo que sí. De todos modos, ¿qué te preocupa?
—No fue la policía española, Gus. Sé cómo los entrenan. No es su estilo, viejo. ¿Entonces quién fue? ¿Delta, SAS, CRR?
Gus Werner entrecerró los ojos. El actual subdirector del FBI había sido otrora agente especial a cargo del Comando de Rescate de Rehenes, cuerpo de elite del FBI. Una vez promovido, se había desempeñado como agente especial a cargo de la división de campo de Atlanta, y ahora estaba a cargo de la nueva División Terrorismo. Bill Henriksen había trabajado para él antes de abandonar el FBI para iniciar su propia empresa consultora. Pero el bichito del FBI no dejaba en paz a nadie y evidentemente Bill andaba a la pesca de información.
—Realmente no puedo decirte mucho al respecto, compañero.
—¿Oh?
—¿Oh? Sí. No puedo hablar —dijo Werner sin inmutarse.
—¿Temas clasificados?
—Algo así —concedió Werner.
Risita.
—Bueno, algo es algo, ¿eh?
—No, Bill. Algo es nada. Eh, viejo, no puedo violar las reglas, y tú lo sabes muy bien.
—Siempre fuiste un hombre decente —admitió Henriksen—. Bueno, quienesquiera que sean, me alegra que estén de nuestro lado. El operativo se vio fabuloso por TV.
—Sí —Werner tenía la colección completa de videos, transmitida vía satélite encriptado desde la embajada de EE.UU. en Madrid a la Agencia Nacional de Seguridad, y desde allí a los cuarteles centrales del FBI. La había visto completa y esperaba recibir más información esa misma tarde.
—No obstante, me gustaría que les digas algo si tienes ocasión.
—¿Qué cosa, Bill?
—Si quieren parecer policías locales no deben usar helicópteros de la USAF. No soy estúpido, Gus. Los periodistas no se dan cuenta, pero es más que obvio para cualquiera que tenga un gramo de cerebro, ¿no te parece?
Caramba, pensó Werner. A él se le había pasado, pero Bill era cualquier cosa menos tonto. Se preguntó cómo era posible que los medios no hubieran reparado en tan flagrante detalle.
—¿Y?
—No me vendas gato por liebre, Gus. Era un Sikorsky Modelo 60. Jugábamos con ellos cuando íbamos a Fort Bragg, ¿recuerdas? Nos gustaban más que los Hueys, pero no son de uso civil y por eso no pudimos comprar uno —le recordó a su exjefe.
—Transmitiré el mensaje —prometió Werner—. ¿Alguien más se dio cuenta?
—No que yo sepa, y tampoco dije nada esta mañana en el noticiero, ¿verdad?
—No, no lo hiciste. Gracias.
—Entonces, ¿vas a decirme algo sobre estos tipos?
—Lo lamento, viejo, pero no. Es un asunto codificado y lo cierto es que no sé demasiado al respecto —mintió Werner. Mentira, casi oyó decir a su exsubordinado. Y muy débil. Si había un comando especial antiterrorista, y si Estados Unidos estaba involucrado, indudablemente el experto del FBI en ese campo sabría de qué se trataba. Henriksen se dio cuenta sin que se lo dijera. Pero, maldita sea, reglas eran reglas, y no había manera de que un consultor privado entrara en el compartimiento clasificado llamado Rainbow. Por lo demás, Bill también conocía las reglas.
—Sí, Gus, claro —fue la respuesta burlona—. De todos modos, son muy buenos. Pero el español no es su idioma materno y tienen acceso a aeronaves estadounidenses. Diles que tengan más cuidado.
—Lo haré —prometió Werner, y anotó algo.
—Proyecto en negro —se dijo Henriksen después de colgar—. Me pregunto de dónde sacan los fondos…
Fueran quienes fuesen, tenían conexiones con el FBI, además de con SOD. ¿Qué otra cosa podía averiguar? ¿Dónde tenían la base?… Para saberlo… sí, era posible, ¿por qué no? Necesitaría establecer la hora de inicio de los tres incidentes, luego determinar cuándo aparecían los cowboys, y finalmente rastrear el punto de origen. Las aerolíneas viajaban a aproximadamente quinientos nudos, y eso implicaba una distancia de viaje…
… Inglaterra, tenía que ser en Inglaterra, decidió Henriksen. Era la única ubicación lógica. Los británicos tenían toda la infraestructura in situ y la seguridad era excelente en Hereford… Henriksen se había entrenado con el SAS cuando era parte del CRR del FBI. OK, lo confirmaría con los registros escritos sobre los atentados de Viena y Berna. Su equipo cubría normalmente todas las operaciones antiterroristas… y podía llamar a sus contactos en Suiza y Austria para averiguar más detalles. No sería difícil. Miró el reloj. Le convenía llamar inmediatamente, dada la diferencia horaria. Buscó en su rolodex e hizo un llamado por línea privada.
¿Así que «proyecto en negro», eh?, pensó. Veremos.
La reunión de gabinete terminó temprano. La agenda del presidente estaba en orden, lo cual facilitaba las cosas para todos. Habían obtenido sólo dos votos… En realidad, puras fantasías de los miembros del gabinete, ya que el presidente tenía el único voto, tal como lo había hecho notar varias veces, recordó Carol. La reunión se disolvió y los funcionarios comenzaron a salir del edificio.
—Hola, George —la Dra. Brightling saludó al secretario del Tesoro.
—Hola, Carol, ¿sigue abrazando árboles? —preguntó con una sonrisa.
—Siempre —rio Carol por toda respuesta a ese plutócrata ignorante—. ¿Vio el noticiero de la mañana?
—¿Qué parte?
—Lo de España…
—Ah, sí, el Parque Mundial. ¿Qué pasa con eso?
—¿Quiénes eran esos hombres enmascarados?
—Carol, si tiene que preguntarlo es que no debe saberlo.
—No quiero su número telefónico, George —replicó Brightling, permitiendo que el hombre le abriera la puerta—. Y estoy al tanto de casi todo lo que pasa, ¿recuerda?
El secretario del Tesoro tuvo que admitir que era cierto. La asesora científica de Presidencia estaba al tanto de todos los programas clasificados —incluyendo armas, nucleares y de las otras— y supervisaba las comunicaciones secretas de seguridad como parte de sus deberes de rutina. Realmente tenía derecho a enterarse si preguntaba. Ojalá no lo hubiera hecho. Ya eran demasiados los que conocían la existencia del Rainbow. Suspiró.
—Lo organizamos hace unos meses. Es en negro, ¿entendido? Un grupo de operaciones especiales, multinacional, con base en Inglaterra, principalmente británicos y estadounidenses, pero también otras nacionalidades. La idea se le ocurrió a un tipo de la CIA que cuenta con la simpatía del presidente… Y hasta el momento no se ha equivocado, ¿no le parece?
—Bueno, el rescate de esos niños fue algo especial. Espero que reciban una palmadita en la cabeza por haberlo hecho.
Sonrisa.
—Depende. El presidente les envió un mensaje esta mañana.
—¿Cómo se llama?
—¿Está segura de querer saberlo? —preguntó George.
—¿Qué tiene de peculiar el nombre?
—Nada —asintió George—. Se llama Rainbow. Por su carácter multinacional.
—Bueno, quienesquiera que sean, anoche se ganaron varios puntos. ¿Sabe? Realmente tendrían que informarme sobre estos temas. Puedo ayudar —señaló.
—Bueno, dígaselo al Jefe.
—Estoy en su lista de excluidos, ¿recuerda?
—Sí, entonces concéntrese en sus cuestiones medioambientales, ¿sí? Diablos, todos somos como la verde hierba y el canario Tweety. Pero no podemos permitir que el canario Tweety nos diga cómo gobernar el país, ¿no le parece?
—George, yo me ocupo de temas científicos verdaderamente importantes —señaló Carol Brightling.
—Eso dice usted, doc. Pero si cambiara la retórica se interesaría más gente. Un pequeño cambio de estilo —sugirió el secretario del Tesoro, abriendo la puerta de su auto para recorrer cómodamente las dos cuadras que lo separaban de su departamento.
—Gracias, George, lo pensaré —prometió. George la saludó justo cuando el chofer puso marcha atrás.
—Rainbow —murmuró Carol, cruzando el West Executive Drive. ¿Valía la pena dar otro paso? Lo entretenido de trabajar con temas clasificados era que si una estaba adentro, estaba adentro… Al llegar a su oficina insertó la llave plástica en su STU-4 y llamó al director de la CIA por línea privada.
—Hola —respondió una voz masculina.
—Ed, habla Carol Brightling.
—Hola. ¿Cómo anduvo la reunión de gabinete?
—Liviana, como siempre. Quiero hacerle una pregunta.
—¿Cuál, Carol?
—Sobre Rainbow. Sobre la operación de anoche en España.
—¿Usted está al tanto? —preguntó Ed.
—Si no, ¿cómo sabría el nombre del comando, Ed? Sé que lo organizó uno de sus hombres. No recuerdo su nombre, es un tipo que le agrada mucho al presidente.
—Sí, John Clark. Hace tiempo fue mi oficial de entrenamiento. Es un ciudadano sólido. Estuvo metido hasta los dientes e hizo mucho más de lo que hicimos Mary Pat y yo. Como sea, ¿por qué le interesa?
—Por los nuevos sistemas encriptados de radio táctico que está probando la ASN. ¿Ya los tienen?
—No sé —admitió Foley—. ¿Ya están en condiciones de ser usados?
—Dentro de un mes lo estarán. E-Systems será el fabricante y pensé que Rainbow debía tenerlos. Quiero decir, a ellos les toca lo más difícil. Deberían ser los primeros en recibirlos.
En el otro extremo de la línea, el director de la CIA se obligó a recordar que debía prestar mayor atención al trabajo de la Agencia Nacional de Seguridad. Además, se había permitido olvidar que Brightling tenía la «tarjeta negra» que la hacía parte integrante del santuario de Fort Meade.
—No es mala idea. ¿Con quién tengo que hablar?
—Con el almirante McConnell, supongo. Es su jurisdicción. En todo caso, sólo quise hacerle una sugerencia amistosa. Si el comando Rainbow es tan bravo, debería tener los mejores juguetes.
—OK, me ocuparé de eso. Gracias, Carol.
—De nada, Ed. Y algún día me gustaría conocer el programa completo, ¿eh?
—Claro, yo puedo hacérselo conocer. Puedo enviar a un muchacho con toda la información que necesite.
—De acuerdo, cuando lo crea conveniente. Nos vemos.
—Adiós, Carol.
Brightling le sonrió al teléfono. Ed jamás le preguntaría nada, ¿verdad? Conocía el nombre del comando, había hablado bien de los muchachos, y había ofrecido ayuda… como una burócrata leal. Y había averiguado el nombre del líder. John Clark. Alguna vez entrenador del mismísimo Ed Foley. Era tan fácil conseguir información si una hablaba el idioma adecuado. Bueno, por eso había querido ese puesto, con frustraciones y todo.
Uno de sus empleados hizo los cálculos y estimó los tiempos de viaje… y el resultado fue Inglaterra, tal como sospechaba. El triángulo de tiempo aplicable a Berna y Viena tenía su vértice en Londres, o muy cerca de allí. Tenía lógica, pensó Henriksen. British Airways volaba a todas partes y siempre había mantenido relaciones cordiales con el gobierno británico. Entonces, el grupo debía tener base en… Hereford, casi seguro. Probablemente era multinacional… característica que lo haría más aceptable para otros países. Sí, estaría integrado por británicos y estadounidenses, y tal vez soldados de otras nacionalidades… y tenía acceso a facilidades estadounidenses como ese helicóptero Sikorsky. Gus Werner estaba al tanto de todo… ¿habría gente del FBI en el equipo? Probablemente. EL CRR era esencialmente una organización policial, pero como su misión era el antiterrorismo, practicaba y compartía con otras organizaciones semejantes en el mundo, incluso con aquellas esencialmente militares. La misión era la misma y, por lo tanto, los comandos eran fácilmente intercambiables… y los miembros del CRR del FBI eran los mejores del planeta. Probablemente habría alguien del CRR, tal vez algún conocido suyo. Sería útil saber quién, pero por el momento ese conocimiento estaba fuera de su alcance.
Lo más importante de todo era que ese grupo antiterrorista era un peligro potencial. ¿Y si se desplegaban en Melbourne? ¿Perjudicarían sus intereses? Seguramente no los beneficiarían, especialmente si había un agente del FBI en el equipo. Henriksen había pasado quince años en el FBI y no se hacía ilusiones. Los agentes tenían ojos para ver y cerebros para pensar y se metían en todo. Y de ese modo, su estrategia para concientizar al mundo sobre la amenaza terrorista (echando de paso agua para su molino en el asunto Melbourne) podría estársele escapando de las manos. Maldición. Pero la Ley de Consecuencias No Intencionales podía afectar a cualquiera, ¿no? Por eso estaba en la cima, porque su trabajo era manejar cosas no intencionales. Y ahí estaba, con ánimo de oficial de inteligencia. Necesitaba saber más. Lo peor de todo era que debía viajar a Australia en pocas horas, lo cual le impediría proseguir sus averiguaciones. Bien. Esa noche cenaría con su jefe y le transmitiría todo lo que sabía hasta el momento. Tal vez ese tipo de la KGB lo desasnara un poco. Hasta el momento se había manejado muy bien. Un fumador de pipa. Nunca dejaría de sorprenderlo que cosas tan pequeñas pudieran ser tan reveladoras. Sólo había que mantener la cabeza y los ojos abiertos.
—El Interleukin no surte efecto —dijo John Killgore, apartando la vista del monitor. La pantalla del microscopio electrónico era clara. Las cepas de Shiva se reproducían alegremente, devorando en el proceso todo el tejido sano.
—¿Y? —preguntó la Dra. Archer.
—Y esa era la única opción de tratamiento que me preocupaba. El Interleukin-3a es un descubrimiento excitante, pero Shiva se ríe de él y sigue adelante. Este virus es un aterrador hijo de puta, Barb.
—¿Y los sujetos?
—Recién estuve allí. Pete se nos va, igual que el resto. El Shiva los está devorando. Todos tienen hemorragias internas y no hay nada que detenga la destrucción de los tejidos. Probé todo lo que proponen los libros. Esos pobres tipos no podrían recibir mejor tratamiento en Hopkins, Harvard o la Clínica Mayo. Pero van a morir. Todos. Ahora —admitió—, habrá casos cuyos sistemas inmunológicos puedan resistir al virus, aunque muy raros.
—¿Hasta qué punto raros? —Le preguntó al epidemiólogo.
—Menos de uno en un millar, probablemente, tal vez uno cada diez mil afectados. Ni siquiera la variedad neumónica de la plaga mata a todo el mundo —le recordó. Era la enfermedad más letal del planeta y permitía sobrevivir a un individuo de cada diez mil. Archer sabía que algunos sistemas inmunológicos mataban todo lo que les era ajeno. Esos eran los que vivían cien años o más. No tenía nada que ver con fumar, no fumar, beber alcohol por la mañana o cualquiera de esas basuras que publicaban en las revistas para revelar el (supuesto) secreto de la vida eterna. Estaba en los genes. Algunos eran mejores que otros. Así de simple.
—Bueno, no es para preocuparse ¿no?
—La población mundial está entre los cinco y los seis mil millones de personas. Si hacemos el cálculo, serían unos pocos millares que no nos tendrían mucha estima.
—Dispersos por el mundo entero —dijo Barbara—. Desorganizados, sin líderes ni conocimiento científico que los ayuden a sobrevivir. ¿Cómo harían para comunicarse? ¿Aunque más no sea los ochocientos sobrevivientes de Nueva York? ¿Y las enfermedades que traerá la muerte de tantas personas? El mejor sistema inmunológico del mundo no podría protegerse contra eso.
—Muy cierto —admitió Killgore. Luego sonrió—. ¿Estamos mejorando la raza, no?
La Dra. Archer captó el rasgo de humor negro implícito en la afirmación de su colega.
—Sí, John, estamos mejorando la raza. Entonces, ¿la vacuna B está lista?
Killgore asintió.
—Sí, recibí mi inyección hace una hora. ¿Estás lista para la tuya?
—¿Y la A?
—En el freezer, lista para su fabricación masiva en cuanto la gente empiece a necesitarla. Podremos producir miles de litros por semana cuando llegue el momento. Suficiente para cubrir el planeta —le dijo—. Steve Berg y yo lo decidimos ayer.
—¿Alguien más podría…?
—Imposible. Ni siquiera Merck puede moverse tan rápido… y si lo hicieran, tendrían que utilizar nuestra fórmula, ¿no?
Ese era el aliciente definitivo, el último recurso. Si el plan de propagar el Shiva por todo el orbe no funcionaba tan bien como esperaban, el mundo entero recibiría la vacuna A, en la que casualmente habían estado trabajando los científicos de Laboratorios Antigen (una división de The Horizon Corp.) como parte del esfuerzo conjunto de ayuda al Tercer Mundo, cuna y hogar de todas las fiebres hemorrágicas. Una casualidad afortunada, aunque ya vista en la literatura médica. John Killgore y Steve Berg habían publicado informes y estudios sobre esas enfermedades, muy bien considerados por la comunidad científica internacional. Debido a eso, el mundo médico sabía que Horizon/Antigen estaba trabajando en el área y no se sorprendería al conocer la existencia de la vacuna. Incluso probarían la vacuna en los laboratorios y descubrirían que poseía una amplia variedad de anticuerpos. Pero no serían los anticuerpos correctos y la vacuna con el virus vivo sería una sentencia de muerte para todo el que le permitiera ingresar en su torrente sanguíneo. El período entre la aplicación de la vacuna y la aparición de síntomas francos sería de cuatro a seis semanas, y, nuevamente, los únicos sobrevivientes serían las almas afortunadas que moraban en lo más profundo del océano genético. Sobrevivirían cien personas de cada millón. Tal vez menos. Ébola-Shiva era un virus maléfico que habían tardado sólo tres años en diseñar. Bueno, pensó Killgore, ese es el sentido de la ciencia. La manipulación genética era un campo nuevo y ciertas cosas resultaban impredecibles. Lo triste era que los mismos individuos, en el mismo laboratorio, estaban emprendiendo un camino nuevo e inesperado —la longevidad humana— y obteniendo verdaderos progresos. Bueno, tanto mejor. Una vida larga para apreciar un nuevo mundo, producto directo de Shiva.
Y los adelantos no cesarían. Muchos de los elegidos para recibir la vacuna B eran científicos. A algunos no les agradaría la noticia, pero tendrían poca opción y, siendo científicos, pronto retomarían su trabajo.
No todos los del proyecto aprobaban la decisión. Los más radicales decían que preservar vidas de médicos iba contra la naturaleza misma de la misión… porque la medicina impedía a la naturaleza seguir su curso. Seguro, pensó Killgore. Bien, dejarían que esos ideólogos de la estupidez parieran en medio del campo luego de una jornada de caza y recolección de frutos, y muy pronto desaparecerían. Él planeaba disfrutar y estudiar la naturaleza, pero con el calzado y el abrigo adecuados. Planeaba seguir siendo un hombre educado y no tenía la menor intención de transformarse en un mono desnudo. Dejó vagar el pensamiento… Tendrían que implementar la división del trabajo, por supuesto. Los agricultores cultivarían las verduras y carnearían los animales que ellos comerían… y los cazadores matarían búfalos (bestias de carne más sana, más baja en colesterol). El búfalo se reproduciría rápidamente, pensó. El trigo seguiría abundando en las Grandes Llanuras y los búfalos salvajes se criarían gordos y saludables, especialmente gracias a la eliminación brutal de sus predadores. El ganado doméstico también prosperaría, pero finalmente sería desplazado por el búfalo, animal más resistente y propenso a la vida en libertad. Killgore quería ser testigo, quería contemplar las enormes manadas que otrora habitaban el oeste norteamericano. También quería ver África.
Eso implicaría la existencia de aviones y pilotos en el proyecto. Horizon ya tenía su propia colección de aviones comerciales G-V, de modo que necesitarían pequeños grupos de gente para manejo y mantenimiento de algunos aeropuertos. Zambia, por ejemplo. Quería ver África libre y salvaje. El continente negro tardaría aproximadamente diez años en recuperarse, estimó. El SIDA estaba eliminando a sus pobladores a paso agigantado y Shiva aceleraría el proceso. El hombre desaparecería de África y él podría contemplar la naturaleza en toda su gloria… ¿y tal vez matar un león para tener una bonita alfombra en su casa de Kansas? Algunos miembros del proyecto pondrían el grito en el cielo si se enteraran, ¿pero qué importancia tenía un león más o menos? El proyecto salvaría centenares de miles, tal vez millones, que vagarían y cazarían en orgullosa libertad. Qué bello sería el Nuevo Mundo una vez eliminada la especie parásita empeñada en destruirlo.
Sonó un beeper. Killgore miró el panel de control.
—Es Ernie, M5… parece un ataque cardíaco —dijo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Barbara Archer.
Killgore se levantó.
—Asegurarme de que esté muerto —se inclinó para seleccionar una cámara para el monitor de su escritorio—. Así podrás ver.
Dos minutos después apareció en pantalla. Ya había llegado un paramédico, que se limitaba a observar. Killgore chequeó el pulso y los ojos del enfermo. A pesar de haberse inoculado la vacuna B, Killgore usaba guantes y barbijo. Bueno, tenía sus razones. Retrocedió y apagó el equipo de monitoreo. El paramédico desconectó los sueros y cubrió el cadáver con una sábana. Killgore señaló la puerta y el paramédico salió, empujando la camilla rumbo al incinerador. Killgore revisó a los demás sujetos e incluso habló brevemente con uno antes de salir de pantalla.
—Lo había previsto —dijo al regresar al salón de control, ya sin su equipo aislante—. El corazón de Ernie no estaba en buenas condiciones y Shiva lo atacó con saña. Wendell será el próximo. Tal vez mañana por la mañana. El hígado dejó de funcionar y tiene fuertes hemorragias en el intestino grueso.
—¿Y el grupo de control?
—Mary, F4, presentará síntomas francos dentro de dos días.
—Entonces, ¿el sistema de contagio funciona?
—Como un reloj —asintió Killgore, sirviéndose una taza de café antes de sentarse—. Todo funciona de primera, Barb, y las proyecciones de la computadora superan nuestros parámetros de necesidades. Seis meses después de iniciada la epidemia, el mundo será un lugar muy diferente —le prometió.
—Pero esos seis meses me siguen preocupando, John. Si alguien descubre lo que pasó… su último acto consciente será matarnos a todos.
—Para eso tenemos armas, Barb.
—Se llama Rainbow —les dijo. Había obtenido la mejor información del día—. Tiene base en Inglaterra. Fue diseñado por un tipo de la CIA llamado John Clark, que evidentemente comanda el equipo.
—Tiene lógica —dijo Henriksen—. Multinacional, ¿verdad?
—Eso creo —confirmó John Brightling.
—Sí —dijo Dimitri Popov, picando un poco de ensalada César—. Todo encaja, ¿podría ser una unidad de la OTAN con base en Hereford?
—Correcto —dijo Henriksen—. A propósito, lo felicito por averiguarlo.
Popov se encogió de hombros.
—Fue muy simple en realidad. Tendría que haberlo adivinado antes. Ahora quiero saber qué quieren que haga al respecto.
—Creo que necesitaremos más tiempo para averiguar datos —dijo Henriksen, mirando de soslayo a su jefe—. Mucho más.
—¿Cómo piensan hacerlo? —preguntó Brightling.
—No es difícil —aseguró Popov—. Cuando uno sabe dónde buscar… ya ganó la mitad de la batalla. Una vez que sabe eso, va y busca. Y ya tengo un nombre, ¿no?
—¿Quiere hacerse cargo? —le preguntó John.
—Ciertamente —si me paga por hacerlo—. Hay peligros evidentes, pero…
—¿Qué clase de peligros?
—Una vez trabajé en Inglaterra. Existe la posibilidad de que tengan mi foto, bajo otro nombre. Pero no creo.
—¿Puede imitar el acento? —preguntó Henriksen.
—Seguro, viejo —replicó Popov con una mueca burlona—. ¿Usted perteneció al FBI?
Gesto afirmativo.
—Sí.
—Entonces sabe cómo se hace. Una semana, creo.
—De acuerdo —dijo Brightling—. Viaje mañana mismo.
—¿Pasaporte? —preguntó Henriksen.
—Tengo varios, todos vigentes, todos perfectos —le aseguró Popov.
Era bueno tener un profesional en el grupo, pensó Henriksen.
—Bueno, tengo que volar mañana temprano y todavía no hice las valijas. Nos vemos la semana próxima, cuando esté de vuelta.
—Cuidado con el estrés de los aviones, Bill —aconsejó John.
El exagente del FBI lanzó una carcajada.
—¿Tienes una droga que lo evite?