DESCUBRIMIENTO
La exitosa conclusión de la operación Parque Mundial resultó problemática para algunos, entre ellos el coronel Tomás Nuncio, comandante de la Guardia Civil presente en la escena. Considerado oficial a cargo de la operación por la prensa local, fue acosado inmediatamente por enjambres de periodistas decididos a sonsacarle detalles de la misión. Por otra parte, Nuncio había protegido tan eficazmente el parque temático del acoso periodístico que sus superiores en Madrid no tenían la menor idea de lo que había pasado, factor que también pesó en su decisión. El coronel decidió dar a conocer la cobertura filmada por el Parque Mundial, dado que le parecía el medio más inocuo. La parte más dramática era el descenso del comando de asalto desde el helicóptero al techo del castillo, y desde allí a las ventanas del centro de control… pero, en opinión de Nuncio, era pura vainilla y duraba apenas cuatro minutos, el tiempo necesario para que Paddy Connolly colocara sus cargas explosivas en los marcos de las ventanas y se pusiera a salvo para detonarlas. No habían filmado el tiroteo porque los propios terroristas habían destruido las cámaras de vigilancia. La eliminación del centinela del techo sí había sido registrada, pero no sería transmitida debido a la horripilante herida de su cabeza. Lo mismo sucedía con el último terrorista eliminado, un tal André, que había matado a la niña holandesa… escena también registrada, y retirada por razones obvias. El resto se podía ver. La distancia entre las cámaras y el teatro de operaciones impedía el reconocimiento, e incluso la visión de las caras de los comandos de rescate. Sólo se veían siluetas, algunas de ellas llevando a los niños rescatados… y eso no podía perjudicar ni ofender a nadie, mucho menos al comando de operaciones especiales de Inglaterra que ahora tenía un tricornio de su fuerza para acompañar el águila de la Legión Victoriosa como recuerdo de la exitosa misión.
Y así, el video blanco y negro fue entregado a CNN, Sky News y otras agencias de noticias interesadas para ser transmitido a todo el mundo y sustentar los comentarios de los periodistas apostados frente a la puerta principal del Parque Mundial, siempre dispuestos a expresar opiniones erróneas y grandilocuentes sobre la destreza del comando especial de la Guardia Civil que Madrid había enviado para resolver ese detestable episodio en uno de los parques temáticos más grandes del mundo.
Eran las ocho en punto de la noche cuando Dimitri Arkadeyevich Popov vio la transmisión en su departamento de Nueva York, fumando un cigarrillo y bebiendo vodka puro. La fase de asalto fue experta y esperable bajo todo aspecto. Las bengalas explosivas eran espectaculares y singularmente inútiles como factores reveladores, y el desfile de los comandos de rescate tan predecible como el alba… el paso decidido, las armas colgadas del hombro, los brazos llenos de niños. Bueno, naturalmente se sentirían exultantes por la exitosa conclusión de su misión, mientras marchaban rumbo a un edificio donde debía haber un médico que se haría cargo del único niño herido (no de gravedad) durante el operativo… tal como decían los periodistas. Después, los comandos salieron del edificio y uno de ellos extendió el brazo hacia la pared de piedra y encendió un fósforo, que utilizó para…
… encender una pipa…
Para encender una pipa, pensó Popov. Su propia reacción lo sorprendió. Parpadeó con fuerza y se adelantó en su silla. La cámara no se acercó, pero el soldado/policía en cuestión estaba fumando una pipa curva, y exhalaba el humo cada tres segundos mientras hablaba con sus camaradas… No hacían nada extraordinario, sólo hablaban tranquilamente… como solían hacerlo esos hombres luego de una misión exitosa. Indudablemente discutirían quién había hecho qué cosa, qué había funcionado según el plan y qué no. La misma escena podría haber tenido lugar en un club o en un bar, porque los profesionales siempre hablaban de la misma manera en esas circunstancias, ya fueran soldados, médicos o futbolistas, cuando el estrés terminaba y comenzaba la fase de lecciones aprendidas. Esa era la marca de los profesionales, y Popov lo sabía. En ese momento cambió la imagen. La cámara enfocó a un periodista estadounidense que especuló estúpidamente hasta el siguiente comercial… seguido por noticias políticas de Washington. Popov rebobinó la cinta, la eyectó y buscó otra… que insertó en la VCR y retrocedió hasta el incidente de Berna, desde el asalto hasta la conclusión donde… sí, un hombre había encendido una pipa. Recordaba haberlo visto desde la vereda de enfrente, ¿verdad?
Luego buscó el video del incidente de Viena y… sí, al final, un hombre había encendido una pipa. En todos los casos se trataba de un individuo de aproximadamente un metro ochenta de estatura, que hacía el mismo gesto con el fósforo, sostenía la pipa de la misma manera, y gesticulaba con ella de la misma manera, como todos los fumadores de pipa…
—… ah, nichevo —dijo para sus adentros el oficial de inteligencia. Pasó otra media hora estudiando los videos. La ropa era la misma en todos los casos. El hombre tenía el mismo tamaño, los mismos gestos, el mismo lenguaje corporal, las mismas armas colgadas de la misma manera, el mismo todo, comprobó el exoficial de la KGB. Y eso significaba que el mismo hombre había estado… en tres países diferentes.
Pero ese hombre no era suizo, ni austríaco, ni español. Popov abandonó el razonamiento deductivo para concentrarse en datos discernibles a partir de la información visual con que contaba. Se veían más personas en todos los videos. El fumador de pipa solía estar acompañado por otro hombre, más bajo que él, a quien parecía dirigirse con cierto grado de deferencia amistosa. También había otro, grandote y musculoso, que en dos de los videos llevaba una ametralladora pesada, pero en el tercero no. Entonces… tenía dos (tal vez tres) hombres en los videos de Berna, Viena y España. En todos los casos, los periodistas habían responsabilizado del rescate a la policía local, pero no, no era cierto, ¿verdad? Entonces… ¿quiénes eran esos hombres que llegaban con la velocidad y la decisión del rayo… a tres países diferentes… dos veces para concluir operaciones que ellos mismos habían iniciado, y otra para finalizar una iniciada por otros? ¿Y quiénes eran esos otros? No lo sabía y le importaba poco. Los periodistas decían que habían exigido la liberación de su viejo amigo, el Chacal. Qué imbéciles. Los franceses estaban tan dispuestos a arrojar el cadáver de Napoleón de Les Invalides como a liberar a ese asesino. Illich Ramírez Sánchez, bautizado con el patronímico de Lenin por su padre comunista. Popov dejó de pensar en eso. Acababa de descubrir algo de suma importancia. En algún lugar de Europa había un comando de operaciones especiales que traspasaba fronteras con la misma facilidad de un empresario que volara en un avión comercial, que tenía libertad para operar en distintos países, que desplazaba a la policía local y hacía su trabajo… y lo hacía bien, como un verdadero experto… y esta operación no lo perjudicaría, ¿verdad? Su prestigio y aceptación internacional sólo podrían aumentar a consecuencia del rescate de los niños en el Parque Mundial…
—Nichevo —murmuró para sus adentros. Esa noche había descubierto algo muy importante y, para celebrarlo, se sirvió otro vodka. Ahora tendría que seguir el rastro. ¿Cómo? Lo pensaría luego, mientras dormía. Confiaba en que su cerebro profesional diera con la clave.
Ya casi estaban en casa. El MC-130 había recogido al ahora relajado comando Rainbow para llevarlo de regreso a Hereford. Algunos hombres se habían retraído. Otros les explicaban lo que habían hecho a los miembros del equipo que no habían podido participar directamente. Clark observó que Mike Pierce conversaba animadamente con su vecino. Por el momento se había convertido en el líder matador del Rainbow. Por su parte, Homer Johnston estaba charlando con Weber… habían llegado a una especie de trato, un arreglo entre ellos. Weber había disparado bellamente (aunque fuera de reglamento) para anular la Uzi del terrorista, permitiendo así que Johnston… por supuesto, pensó John, Homer no sólo quiso matar al bastardo que asesinó a la infortunada niña. Quiso lastimar al marrano, mandarlo al infierno con un especialísimo mensaje personal. Tendría que hablar con el sargento Johnston al respecto. Su accionar no condecía con la política del Rainbow. No era profesional. Bastaba con matar a esos miserables. Uno siempre podía confiar en Dios para la venganza. Pero… bueno, John podía comprenderlo, ¿no? Recordó a un miserable llamado Billy a quien había interrogado muy especialmente en una cámara de recompresión, y aunque recordaba el hecho con una mezcla de dolor y vergüenza, al mismo tiempo se sentía justificado… y además, había obtenido a tiempo la información que necesitaba, ¿no? No obstante, tendría que hablar con Homer y aconsejarle que no volviera a hacer algo semejante. Y Homer lo escucharía. Había exorcizado los demonios una vez, y con una vez bastaba. Debió haber sido duro para él quedarse sentado mirando el asesinato de una niña, teniendo el poder de vengarla en sus manos, y sin poder hacer nada. ¿Tú lo habrías tolerado, John?, se preguntó Clark. Naturalmente, desconocía la respuesta. Sintió el rebote de las ruedas contra la pista de Hereford.
Bueno, pensó, su idea, su concepto del Rainbow funcionaba bastante bien, ¿no? Tres despliegues, tres misiones limpias. Dos rehenes muertos, uno antes de que el comando llegara a Berna, la otra poco después de que sus hombres ingresaran al parque, ninguno de los dos resultado de negligencia o error por parte de sus hombres. Las actuaciones del comando habían sido casi perfectas. Ni siquiera sus compañeros del Tercer SOG en Vietnam eran tan buenos… y eso era algo que jamás había esperado tener que decir, y ni siquiera pensar. El pensamiento llegó de golpe, casi tan inesperadamente como la necesidad de llorar: era un honor comandar guerreros como esos, enviarlos a la batalla y recuperarlos tal como los veía ahora… sonrientes, cargando sus equipos sobre los hombros y caminando hacia la puerta trasera del Pájaro Herky, donde los esperaban los camiones. Sus hombres.
—¡El bar está abierto! —les gritó.
—Es un poco tarde, John —protestó Alistair.
—Si la puerta está cerrada, haremos que Paddy la vuele —insistió Clark, esbozando una sonrisa maliciosa.
Stanley reflexionó un instante y asintió.
—De acuerdo, los muchachos se han ganado un par de cervezas cada uno.
Entraron al club vistiendo todavía sus uniformes ninja y encontraron al barman esperando. Había otros hombres en el lugar, principalmente SAS bebiendo el último trago de la noche. Algunos los aplaudieron al entrar y el ambiente se calentó. John fue a la barra y ordenó cerveza para todos.
—Me encanta esto —dijo Mike Pierce un minuto después, levantando su Guinness y bebiendo a través de la delgada capa de espuma.
—¿Dos, Mike? —preguntó Clark.
—Sí —asintió Pierce—. El del escritorio, estaba hablando por teléfono. Ratatatá —dijo, llevándose dos dedos al costado de la cabeza—. El otro disparaba a ciegas desde atrás de un escritorio. Salté encima y le disparé tres al vuelo. Aterricé, roté, y le metí tres más en la nuca. Hasta nunca, Charlie. Y hubo otro, lo liquidamos con Ding y Eddie. Se supone que esa parte del trabajo no debe gustarme. Lo sé… pero, Dios santo, me sentí bien haciendo polvo a esos miserables. Matar chicos, viejo. No está bien. Bueno, ya no volverán a hacerlo, señor. No mientras tenga comisario el pueblo.
—Bueno, a su salud, comisario… y felicitaciones —replicó John, levantando su copa. Este no tendría pesadillas, pensó, bebiendo su cerveza negra. Johnston y Weber estaban hablando en un rincón. Homer le había apoyado una mano en el hombro a su compañero, seguramente para agradecerle el disparo bienhechor con que había anulado la Uzi del terrorista. Clark se paró junto a los dos sargentos.
—Ya sé, jefe —dijo Homer sin necesidad de que le dijera nada—. Nunca más, pero maldita sea, me sentí en la gloria.
—Como bien dijo usted mismo, nunca más, Homer.
—Sí, señor. Apreté el gatillo con demasiada fuerza —dijo Johnston, para protegerse en el aspecto oficial.
—Al diablo con eso —le espetó Rainbow Six—. Lo acepto… sólo por esta vez. Y en cuanto a usted, Dieter, excelente disparo, pero…
—Nie wieder. Herr General. Ya lo sé, señor —el alemán asintió sumisamente—. Homer, junge, la cara del miserable cuando le disparaste. Ach, fue digna de verse, amigo mío. Te felicito también por el tipo del techo.
—Fue fácil —dijo Johnston con desdén—. Estaba inmóvil. Zap. Más fácil que jugar a los dardos, compañero.
Clark los palmeó en el hombro y fue a reunirse con Chávez y Price.
—¿Era imprescindible que aterrizaras sobre mi hombro? —se quejaba Chávez, medio en broma medio en serio.
—La próxima vez, entra derechito por la ventana, y no en ángulo —se burló Eddie.
—De acuerdo —Chávez bebió un largo trago de Guinness.
—¿Cómo anduvo eso? —les preguntó John.
—Aparte de que me dieron dos veces, bastante bien —replicó Chávez—. Pero… tendré que renovar mi uniforme —una vez rotos, los uniformes eran desechados. El de Ding volvería al fabricante para analizar su performance—. ¿Quién te parece que fue, Eddie?
—El último, creo, el que se paró y disparó contra los niños.
—Bueno, ese era el plan, interponernos entre ellos y los rehenes. No obstante, tú, Mike, el Oso y yo lo hicimos picadillo —el policía encargado de recoger sus restos habría tenido mucho trabajo.
—Sí, señor, eso hicimos —festejó Price, viendo acercarse a Vega.
—¡Eh, esa sí que fue buena, muchachos! —dijo el Oso, feliz de haber participado por fin en una operación de rescate.
—¿Desde cuándo boxeamos a los sujetos? —preguntó Chávez.
Vega pareció avergonzarse un poco.
—Fue instintivo, estaba tan cerca… Sabes, probablemente podría haberlo atrapado vivo, pero… bueno, nadie me pidió que lo hiciera, ¿no?
—Todo bien, Oso. Eso no era parte de la misión, mucho menos con una habitación atestada de niños.
Vega asintió.
—Me lo imaginé, y el disparo también fue automático, como cuando practicamos, hermano. De todos modos me encantó liquidarlo, jefe.
—¿Algún problema con la ventana? —quiso saber Price.
Vega negó con la cabeza.
—No, le pegué un patadón y voló por el aire. Me golpeé el hombro contra el marco al entrar, pero no importa. Estaba muy contento. Pero creo que yo tendría que haber cubierto a los niños. Soy más corpulento, hubiera interceptado más balas.
Chávez no mencionó que había desconfiado de la agilidad de Vega… equivocadamente, como era obvio. Había aprendido una importante lección. Voluminoso como era, el Oso se movía como una gacela sobre sus patas, mucho más de lo que Ding esperaba. Evidentemente era un buen bailarín, aunque con sus ciento veinte kilos era un poco grande para el tutú.
—Excelente operación —dijo Bill Tawney, uniéndose al grupo.
—¿Alguna novedad?
—Tenemos una posible identidad de uno de ellos, el que mató a la nena. Los franceses hicieron circular la foto entre informantes de la policía, y ellos piensan que puede tratarse de André Herr, parisino de nacimiento, militante de Action Directe durante un tiempo, pero nada definido. Creen que pronto conseguirán más información. El conjunto de fotos y huellas digitales de España va camino a París para seguimiento e investigación. No todas las fotos serán útiles, según me han dicho.
—Sí, bueno, varias ráfagas de ametralladora le echan a perder la cara a cualquiera, hombre —observó Chávez con una sonrisa pícara—. Lo que hay no nos sirve de mucho.
—Entonces, ¿quién inició el operativo? —preguntó Clark.
Tawney se encogió de hombros.
—Por el momento lo ignoramos. La policía francesa tendrá que investigar.
—Sería bueno saberlo. Hemos tenido tres atentados desde que llegamos aquí. ¿No les parece un exceso? —preguntó Chávez, repentinamente muy serio.
—Lo es —admitió el oficial de inteligencia—. No lo hubiera sido diez o quince años atrás, pero últimamente el ambiente se tranquilizó bastante —nuevo encogimiento de hombros—. Podría ser mera coincidencia, o tal vez imitaciones, pero…
—¿Imitaciones? ¿Crimen contagioso? No creo, señor —acotó Eddie Price—. No podría decirse que hayamos estimulado a ningún terrorista en ciernes, y la operación de hoy tendría que funcionar como disuasivo.
—Para mí tiene lógica —intervino Ding—. Como bien dijo Mike Pierce, ya tiene comisario el pueblo, y en la calle correrá el rumor de que no conviene jugar con él, aunque la gente crea que los comandos de rescate pertenecían a las policías locales. Dé un paso al frente, Mr. C.
—¿Hacerlo público? —Clark sacudió la cabeza—. Eso jamás fue parte del plan, Domingo.
—Bueno, si la misión es eliminar a los bastardos en acción, tiene sentido. Pero si la misión es hacer que esos bastardos piensen dos veces antes de hacer un atentado… o directamente evitar nuevos atentados terroristas… eso ya es otra cosa. La idea del nuevo comisario tendría que desanimarlos y empujarlos nuevamente a lavar autos… o lo que sea que hagan cuando no se portan mal. Entre las naciones, eso se denomina disuasión. ¿Pero funcionará con la mentalidad terrorista? Tendremos que consultar al Dr. Bellow, John —concluyó Chávez.
Nuevamente, Chávez lo había sorprendido. Tres triunfos sucesivos (ampliamente cubiertos por los noticieros mundiales) bien podrían impactar a los terroristas con ambiciones fluctuantes, en Europa o donde fuera, ¿no? Sí, tendría que hablar de eso con Bellow. Pero era demasiado pronto para ser tan optimistas… probablemente, se dijo John, bebiendo un buen trago de cerveza negra. La reunión empezaba a disolverse. Había sido un largo día para los hombres del Rainbow. Uno por uno dejaron sus vasos sobre el mostrador (que debía haber cerrado horas antes) y enfilaron hacia la puerta para volver caminando a sus casas. Otro día y otra misión habían terminado. Pero también había comenzado un nuevo día, y en pocas horas los despertarían para correr e iniciar las prácticas de rutina.
—¿Planeabas abandonarnos? —le preguntó el carcelero al recluso Sánchez con voz cargada de ironía.
—¿Cómo? —respondió Carlos.
—Tus colegas anduvieron haciendo lío —respondió el guardia, arrojándole un ejemplar de Le Figaro entre las rejas—. Pero no volverán a intentarlo.
La foto de primera plana (tomada del video del Parque Mundial) era de pésima calidad. No obstante, el Chacal identificó a un soldado vestido de negro llevando una niña en brazos. El primer párrafo ofrecía un resumen ajustado de los hechos. Carlos se sentó en el catre para leer detalladamente el artículo, que le produjo una sensación de desesperación oscura y profunda que jamás había conocido. Alguien había escuchado su pedido… y todo para nada. La vida seguiría en esa jaula de piedra. Miró el único rayo de sol que se filtraba por el ventanuco de la celda. La vida. Sería larga, probablemente saludable, y ciertamente vacía. Estrujó el diario. Maldijo a la policía española. Maldijo al mundo.
—Sí, lo vi anoche en el noticiero —dijo por teléfono mientras se afeitaba.
—Necesito verlo. Tengo que enseñarle algo, señor —dijo Popov. Eran las siete de la mañana.
El hombre lo pensó. Popov era un bastardo inteligentísimo que había hecho su trabajo sin permitirse demasiadas preguntas… Por otra parte, había pocas evidencias documentadas de sus negociaciones, ciertamente nada que sus abogados no pudieran manejar llegado el caso… cosa que jamás sucedería. Había otras maneras de entenderse con Popov si fuera necesario.
—Está bien, venga a las ocho quince.
—Sí, señor —dijo el ruso, y colgó.
Killgore ya no tenía dudas: Pete estaba agonizando. Era hora de trasladarlo. Inmediatamente dio la orden. Dos paramédicos vestidos con trajes protectores colocaron al enfermo sobre una camilla para trasladarlo al sector clínico. Killgore los acompañó. En lo esencial, el sector clínico era una réplica de la sala donde los vagabundos descansaban y bebían copiosamente, esperando (sin saberlo) la aparición de los síntomas. Pete los tenía todos, al punto tal de que la bebida y las dosis moderadas de morfina ya no le calmaban el dolor. Los paramédicos lo acostaron en una cama, muy cerca de un dispensario médico operado electrónicamente («Arbolito de Navidad» en la jerga interna). Killgore activó el control para inyectar suero intravenoso en la vena de Pete. Luego marcó una clave en la caja electrónica, y unos segundos después el paciente comenzó a relajarse debido al bombardeo de medicación. Sus ojos se tornaron somnolientos y su cuerpo se aflojó mientras Shiva continuaba comiéndoselo vivo desde adentro hacia afuera. Tendría que inyectarle otra sonda de suero intravenoso con nutrientes (era fundamental mantenerlo con vida) y drogas diversas (para comprobar inesperados efectos benéficos sobre el virus letal). Tenían una sala repleta de esa clase de drogas, desde antibióticos (supuestamente inútiles contra esta infección viral) hasta Interleukin-2 y el recientemente desarrollado Interleukin-3a (que podía servir de algo, según decían algunos), más anticuerpos Shiva tomados de animales de experimentación. No esperaban que ninguno de esos antídotos funcionara, pero debían testearlos para comprobarlo… y evitar sorpresas desagradables cuando se propagara la epidemia. Sí esperaban que la vacuna B funcionara. La estaban testeando en el nuevo grupo de control —formado por individuos raptados de los bares de Manhattan—, junto con la ideal vacuna A (cuyo propósito difería del de la B). Las nanocápsulas desarrolladas en el otro sector del edificio serían muy útiles, ciertamente.
Tal como lo estaba demostrando el cuerpo agonizante de Pete mientras Killgore pensaba. Por otra parte, la Sujeto F4, Mary Bannister, se sentía descompuesta del estómago, con un poco de flojera, pero no le dio importancia. Esas cosas solían pasar, y aparte no se sentía tan mal, probablemente le haría bien tomar un antiácido. Buscó uno en el botiquín abundantemente equipado con medicamentos de toda clase. Por lo demás, se sentía espléndida. Sonrió al mirarse al espejo. Le gustaba lo que veía: una mujer joven y atractiva con pijama de seda rosa. Salió de su habitación muy oronda, consciente del brillo de su pelo y la agilidad de su paso. Chip estaba en la sala, leyendo una revista en el sofá. Mary fue a sentarse con él.
—Hola, Chip —le sonrió.
—Hola, Mary —el hombre le devolvió la sonrisa, acariciándole la mano.
—Le aumenté la dosis de Valium en el desayuno —dijo Barbara Archer en la sala de control—. Y lo otro también —lo otro era un desinhibidor.
—Estás muy linda —le dijo Chip. Sus palabras fueron imperfectamente capturadas por el micrófono oculto.
—Gracias —otra sonrisa.
—Parece bastante excitada.
—Tendría que estarlo —comentó Barbara con frialdad—. Tiene suficiente droga adentro como para enardecer a la monja más devota.
—¿Y él?
—Ah, sí… no le di esteroides —la Dra. Archer hizo una mueca.
Como si quisiera demostrarlo, Chip besó a Mary en los labios. Estaban solos en la sala.
—¿Qué dicen los análisis de sangre, Barb?
—Está cargada de anticuerpos y empieza a presentar plaquetas pequeñas. Dentro de unos días tendrían que empezar los síntomas.
—Comed, bebed y sed felices, muchachos, porque moriréis la semana próxima —le susurró el otro médico a la pantalla de TV.
—Triste, triste —comentó la Dra. Archer, con la misma clase de emoción que manifestaría al ver un perro muerto en la banquina.
—Bonita figura —dijo el hombre cuando cayó la parte superior del pijama—. Hace tiempo que no veo una película porno, Barb —lo estaban grabando, por supuesto. El protocolo de los experimentos era inalienable. Todo debía ser registrado para que el equipo pudiera monitorear el programa completo. Lindas tetas, pensó al mismo tiempo que Chip, quien comenzó a acariciarlas y besarlas frente a cámara.
—Era muy inhibida cuando llegó. Los tranquilizantes funcionan bien como depresores de inhibiciones —otra observación clínica. A partir de ese momento, las cosas progresaron rápidamente. Ambos médicos contemplaban la pantalla bebiendo lentos sorbos de café. Tranquilizantes o no, los instintos humanos más básicos arremetieron, y cinco minutos después Chip y Mary saltaban locamente y emitían los sonidos pertinentes… aunque, afortunadamente, la imagen no era excesivamente clara. Pocos minutos después yacían acostados, muy juntos, besándose, cansados y contentos. Él le apretaba los pechos. Tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y regularmente.
—Bueno, Barb, por lo menos tenemos un buen escape romántico para las parejas —comentó el médico con una sonrisita maliciosa—. ¿Cuánto crees que tardará él?
—Presentará anticuerpos dentro de tres o cuatro días probablemente —Chip no había sido expuesto a la ducha como Mary.
—¿Y las pruebas de vacunas?
—Cinco con A. Dejamos tres sin contaminar para probar la B.
—¿Ah, sí? ¿A quiénes les perdonamos la vida?
—M2, M3 y F9 —replicó la Dra. Archer—. Aparentemente tienen actitudes apropiadas. Uno es miembro del Sierra Club, ¿puedes creerlo? A los otros les gusta la vida al aire libre y estarían de acuerdo con lo que hacemos.
—Criterio político para experimentos científicos… ¿a dónde iremos a parar? —preguntó el médico.
—Bueno, si van a vivir, conviene que nos llevemos bien con ellos —comentó Archer.
—Es verdad —gesto afirmativo—. ¿Confías en la B?
—Mucho. Espero que sea un noventa y siete por ciento eficaz, tal vez un poco más —agregó con precaución.
—¿Pero no el cien por ciento?
—No, Shiva es demasiado artero —admitió Archer—. Las pruebas en animales son un poco crueles, lo admito, pero los resultados siguen el modelo de la computadora casi al pie de la letra, siempre dentro del criterio prueba-error. Steve es muy bueno en lo suyo.
—Berg es un tipo inteligente —coincidió el otro médico—. ¿Sabes, Barb? Lo que hacemos aquí no es exactamente…
—Ya lo sé —aseguró Archer—. Pero todos lo sabíamos antes de entrar.
—Cierto —asintió sumiso, molesto consigo mismo por sus pruritos de conciencia. Bueno, su familia sobreviviría, y todos ellos compartían el amor por el mundo y la diversidad de especies que lo habitaban. No obstante, los dos que había visto fornicar en pantalla también eran humanos, iguales a él… y él los había espiado como un pervertido cualquiera. Ah, sí, habían intimado porque estaban cargados de drogas (suministradas en la comida o en forma de píldoras), pero ambos estaban condenados a muerte y…
—Relájate, ¿sí? —dijo Archer. Parecía haber leído sus pensamientos—. Por lo menos están disfrutando del amor, ¿no crees? Eso es mucho más de lo que tendrá el resto del mundo…
—Pero yo no tendré que observarlos —La idea de ser voyeur no le parecía divertida, y más de una vez se había dicho que no tendría por qué mirar lo que había contribuido a iniciar.
—No, pero igual nos enteraremos. Saldrá en todos los noticieros, ¿no? Pero para entonces será demasiado tarde, y si nos descubren, su último acto consciente será venir a buscarnos. Esa es la parte que me preocupa.
—El enclave del Proyecto en Kansas es un lugar seguro, Barb —le aseguró su colega—. Y el de Brasil todavía más —allí pensaba ir él con su familia. La selva tropical siempre lo había fascinado.
—Podría ser mejor —opinó Barbara Archer.
—El mundo no es un laboratorio, doctora, ¿o acaso lo ha olvidado?
—¿Acaso el proyecto Shiva no se trataba precisamente de eso, por el amor de Dios? ¿Dios?, se preguntó. Bueno, otra idea que habría que eliminar. No era lo bastante cínico para invocar el nombre de Dios para lo que estaban haciendo. Naturaleza, tal vez, lo cual no era exactamente lo mismo.
—Buen día, Dimitri —dijo, entrando temprano a su oficina.
—Buen día, señor —dijo Popov, poniéndose de pie para saludar a su empleador. Era una costumbre europea (presentar respetos a la realeza) que misteriosamente se había filtrado en el estado marxista que había nutrido y profesionalizado al ruso residente en Nueva York.
—¿Qué tiene para mí? —preguntó el jefe, cerrando con llave la oficina.
—Algo muy interesante —dijo Popov—. No estoy seguro de su importancia. Usted podrá juzgar mejor que yo.
—Bueno, veamos de qué se trata —se sentó e hizo girar su sillón para poder servirse un café.
Popov fue hacia la pared y retiró el panel que cubría los equipos electrónicos empotrados en la boisserie. Encendió la TV y la VCR con el control remoto. Luego insertó un videocasete.
—Estas son las noticias de Berna —dijo. Dejó correr la cinta treinta segundos, la detuvo, eyectó el cassette, e insertó otro—. Viena —dijo, apretando el PLAY. Otro segmento de menos de un minuto de duración. También lo eyectó—. Anoche, en el parque temático español —este segmento duró apenas medio minuto.
—¿Y bien? —dijo su empleador cuando todo hubo terminado.
—¿Qué vio, señor?
—Unos tipos fumando… el mismo tipo, ¿eso me quiere decir?
—Correcto. El mismo hombre estuvo presente en los tres atentados.
—Prosiga.
—El mismo comando de operaciones especiales respondió y solucionó los tres incidentes. Es muy interesante.
—¿Por qué?
Popov respiró hondo. Su empleador podía ser un genio en algunas áreas, pero en otras era un bebé.
—Señor, el mismo comando respondió a distintos atentados en tres países diferentes, con tres fuerzas policiales nacionales diferentes, y en los tres casos, ese comando especial ocupó el lugar de las agencias policiales de esas tres naciones y resolvió la situación. En otras palabras, existe un comando de operaciones especiales acreditado para operar a nivel internacional que actualmente se desempeña en Europa. Supongo que son militares, no policías. La existencia del grupo no fue revelada a la prensa. De lo cual colijo que es un grupo ultrasecreto que opera «en negro». Podría tratarse de un grupo de la OTAN, pero son puras especulaciones. Ahora —prosiguió Popov—, tengo algunas preguntas que hacerle.
—OK —el jefe asintió.
—¿Conocía a este comando? ¿Sabía que existía?
Gesto negativo de la cabeza.
—No —giró para servirse una taza de café.
—¿Sería posible que averiguara algunas cosas acerca de ellos?
Encogimiento de hombros.
—Podría ser. ¿Por qué es importante?
—Eso depende de otra pregunta… ¿por qué me paga para incitar a los terroristas a cometer atentados?
—Usted no tiene necesidad de saberlo, Dimitri.
—Sí, señor, tengo necesidad. No se pueden planear operaciones contra fuerzas opositoras sofisticadas sin tener idea del objetivo supremo. Simplemente no puede hacerse, señor. Más aún, usted invirtió sumas considerables en esas operaciones. Tiene que haber una razón. Y yo necesito conocerla —lo que no dijo fue que quería saber, y que a su debido tiempo sabría, se lo dijeran o no.
A su empleador se le ocurrió pensar que su propia existencia estaba, en cierto modo, en manos de ese exagente secreto ruso. Podía negar todo lo que dijera en un foro público, e incluso tenía el poder de hacerlo desaparecer (opción menos atractiva en la realidad que en el cine, ya que Popov podía haber hablado con otros de su calaña, o incluso haber dejado un registro escrito de sus negociaciones).
Las cuentas bancarias de las que Popov había extraído los fondos para financiar las operaciones estaban perfectamente «lavadas», por supuesto, pero un investigador astuto y minucioso podría rastrear sus dudosos orígenes y ocasionarle preocupaciones menores. El problema de la banca electrónica era que siempre dejaba un rastro de electrones… y los registros bancarios eran específicos en cuanto a fechas y cifras, lo suficiente para revelar incómodas conexiones. Eso podría redundar en problemas mayores o menores. Peor aún, perjudicaría notablemente la misión suprema que estaba llevando a cabo en lugares tan diversos como Nueva York, Kansas y Brasil. Y Australia, por supuesto, que era el centro del meollo.
—¿Me permite pensarlo, Dimitri?
—Sí, señor. Por supuesto. Simplemente digo que, si quiere que haga eficazmente mi trabajo, necesito saber más. Seguramente tiene personas de su confianza. Muéstreles esas grabaciones y pregúnteles su opinión —Popov se puso de pie—. Llámeme cuando me necesite, señor.
—Gracias por la información —esperó que se cerrara la puerta y marcó un número de memoria. El teléfono sonó cuatro veces antes de ser atendido:
—Hola —dijo el contestador automático—. Se ha comunicado con la casa de Bill Henriksen. Lamentablemente no puedo atenderlo. Intente en mi oficina.
—Maldición —dijo el ejecutivo. Tuvo una idea. Levantó el control remoto y encendió la TV. CBS, no, NBC, no…
—Pero asesinar a una niña enferma —decía el invitado en Good Morning, America por la red ABC.
—Charlie, hace mucho tiempo un ruso llamado Lenin dijo que el propósito del terrorismo era aterrorizar. Eso son, y eso hacen. El mundo sigue siendo peligroso, incluso más que cuando las naciones respaldaban a los terroristas. En aquellos tiempos, les imponían restricciones de conducta. Esas restricciones han desaparecido en el mundo actual —dijo Henriksen—. Este grupo quería la excarcelación de su amigo Carlos el Chacal. Bueno, no pudo ser, pero vale la pena considerar que les importaba lo suficiente para organizar un atentado terrorista clásico. Afortunadamente la misión fracasó, gracias a la policía española.
—¿Cómo evaluarías el desempeño de la policía?
—Muy bueno. Todos se entrenan de acuerdo a las mismas reglas, por supuesto, y los mejores pasan temporadas en Fort Bragg, o en Hereford, Inglaterra, y también en otros lugares, como Alemania e Israel.
—Pero un rehén fue asesinado.
—Es imposible controlarlo todo, Charlie —dijo el experto con tristeza—. Uno puede estar a diez metros con el arma cargada y no poder actuar, porque de hacerlo ocasionaría la muerte de más de un rehén. Ese asesinato me repugna tanto como a ti, amigo mío, pero quienes lo cometieron ya están muertos.
—Bien, gracias por venir. Bill Henriksen, presidente de Seguridad Global y consultor de ABC sobre terrorismo. Son las ocho cuarenta y seis.
Corte comercial.
Tenía el número del beeper de Bill en su escritorio. Llamó por línea privada. Cuatro minutos después sonó el teléfono.
—Sí, John, ¿qué pasa? —Se escuchaba ruido de calle. Henriksen ya debía haber salido de la ABC. Estaría caminando por la vereda de Central Park West, probablemente hacia su auto.
—Bill, necesito verte en mi oficina ASAP. ¿Puedes venir ahora mismo?
—Seguro. Dame veinte minutos.
Henriksen tenía una clave para entrar al garaje del edificio y acceso a uno de los espacios privados. Entró en la oficina dieciocho minutos después de haber sido llamado.
—¿Qué pasa?
—Te vi esta mañana por televisión.
—Siempre me llaman por estas cosas —dijo Henriksen—. El comando de rescate hizo un gran trabajo, al menos eso pareció por TV. Pronto tendré acceso a la filmación completa.
—¿Ah, sí?
—Sí, tengo contactos. El video que transmitieron fue editado. Mi gente conseguirá todos los videos (sin clasificar) para analizarlos.
—Mira esto —dijo John, pasando la filmación del Parque Mundial. Luego se levantó e insertó el video de Viena. Luego de treinta segundos, el de Berna—. ¿Qué te parece?
—¿El mismo comando en los tres? —caviló Henriksen en voz alta.
—Eso parece… ¿pero quién demonios son esos tipos?
—Sabes quién es Popov, ¿verdad?
Bill asintió.
—Sí, el tipo de la KGB que conociste. ¿Él descubrió todo esto?
—Sí —asentimiento—. Me trajo los videos hace menos de una hora. Está preocupado. ¿Y tú?
El exagente del FBI esbozó una sonrisa.
—No sé. Primero querría saber más sobre ellos.
—¿Puedes averiguar?
Esta vez se encogió de hombros.
—Puedo hablar con algunos contactos, agitar unos cuantos avisperos. La cosa es que, si realmente hay un equipo de operaciones especiales «en negro», yo tendría que haberme enterado antes. Quiero decir, tengo contactos en el negocio. Arriba y abajo. ¿Y tú?
—Podría probar un par de cosas, con calma. Probablemente fingiendo que pregunto por pura curiosidad.
—OK, veré qué pasa. ¿Qué más te dijo Popov?
—Quiere saber por qué lo hago hacer esas cosas.
—Ese es el problema con los agentes secretos. Les gusta saber. Quiero decir, seguramente está pensando ¿qué pasa si empiezo una misión y atrapan vivo a uno de los sujetos? Casi siempre cantan como jodidos canarios apenas pisan el calabozo, John. Si alguno lo delatara, quedaría hundido en la mierda. Bastante improbable, lo admito, pero posible. Y los agentes secretos son profesionales de la cautela.
—¿Y si lo sacamos del medio?
Otra sonrisa.
—Habría que tener mucho cuidado, por si le dejó un paquetito a un amigo en algún lugar. Es imposible saberlo, pero debemos suponer que sí. Como dije, son profesionales de la cautela. Esta operación no está exenta de peligros, John. Lo sabíamos antes de empezar. ¿Estamos cerca de obtener…?
—Muy cerca. El programa de testeos avanza bien. Dentro de un mes sabremos todo lo que necesitamos saber.
—Bueno, lo único que debo hacer entonces es conseguir el contrato de Sydney. Mañana voy para allá. Estos incidentes no afectarán las negociaciones.
—¿Con quién trabajarás?
—Los australianos tienen su propio SAS. Supuestamente pequeño… muy profesional, pero le faltan armas y tecnología de última generación. Ese será mi anzuelo. Tengo lo que necesitan, al costo —declamó Henriksen—. Vuelve a poner el video, el de España —dijo.
John se levantó de su escritorio, insertó el video y lo rebobinó hasta el principio de la cobertura televisiva. Vieron el descenso del equipo de asalto desde el helicóptero.
—¡Carajo, me lo perdí! —admitió el experto.
—¿Qué cosa?
—Tenemos que ampliar la imagen, pero eso no es un helicóptero policial. Es un Sikorsky H-60.
—¿Y?
—Y el H-60 jamás tuvo uso civil. ¿Ves ese cartel de POLICÍA pintado en el costado? Esa es una aplicación civil. No es un helicóptero policial, John. Es militar… y si tiene equipo de reabastecimiento de combustible, entonces es un pájaro para operaciones especiales. Eso equivale a decir Fuerza Aérea de Estados Unidos, viejo. También nos indica dónde tienen su base…
—¿Dónde?
—Inglaterra. La USAF tiene un ala de operaciones especiales con base en Europa, parte en Alemania, parte en Inglaterra… El MH-60K, creo que esa es la designación del helicóptero, se fabrica especialmente para operaciones de búsqueda y rescate en combate y traslado de comandos especiales. Eh, nuestro amigo Popov tiene razón. Hay un equipo especial de gente que se encarga de estas cosas, y tienen apoyo de EE.UU., tal vez de otros países. La incógnita es: ¿quiénes son?
—¿Es importante?
—Potencialmente, sí. ¿Y si los australianos los llaman para que los ayuden en lo que estoy planeando, John? Eso echaría a perder todo.
—Agita tu avispero. Yo agitaré el mío.
—De acuerdo.