SOMBREROS BLANCOS
—No podíamos hacer nada, John. Absolutamente nada —dijo Bellow, pronunciando las palabras que los otros no tenían el coraje de decir.
—¿Y ahora qué? —preguntó Clark.
—Ahora supongo que debemos encender la luz.
Por los monitores de TV vieron tres hombres corriendo hacia la niña. Dos usaban el tricornio de la Guardia Civil. El tercero era el Dr. Héctor Weiler.
Chávez y Covington vieron la misma escena, pero desde una perspectiva más próxima. Weiler vestía guardapolvo blanco, el uniforme universal de los médicos, y su carrera desesperada terminó abruptamente cuando tocó el cuerpo todavía caliente pero rígido de la infortunada niña. El abatimiento de sus hombros fue por demás expresivo, incluso a cincuenta metros de distancia. La bala le había atravesado el corazón. El médico les dijo algo a los policías, y uno de ellos retiró la silla de ruedas del patio.
—Un momento, doc —gritó Chávez, y se acercó a mirar. En ese instante recordó que su propia esposa llevaba una nueva vida en el vientre, y que probablemente estaría moviéndose y pateando mientras Patsy estaba sentada en el living de la casa, mirando la tele o leyendo un libro. La cara de la niña tenía una expresión apacible, como si estuviera dormida, y Chávez no pudo reprimir el impulso de acariciar su suavísimo cabello—. ¿Qué pasó, doc?
—Estaba muy enferma, probablemente desahuciada. Debo tener su archivo en mi consultorio. Cuando estos niños nos visitan lleno un formulario por si se presenta una emergencia —el médico se mordió los labios y miró al cielo—. Probablemente estaba moribunda, pero todavía no había muerto, todavía no había perdido toda esperanza —Weiler era hijo de madre española y padre alemán emigrado a España luego de la Segunda Guerra Mundial. Había estudiado duro para ser médico y cirujano y ese acto, ese asesinato infame, era la negación de todos sus esfuerzos. Alguien había decidido que toda su preparación y sus estudios no valían nada. Hasta ese momento no había conocido la ira, por muy silenciosa y triste que fuera—. ¿Los matarán?
Chávez levantó la vista. No había lágrimas en sus ojos. Tal vez asomarían más tarde, pensó, acariciando aún la cabecita de la niña. Tenía el cabello bastante corto, y él no sabía que le había vuelto a crecer luego de su última sesión de quimioterapia. Sólo sabía que debía estar viva y que, al contemplar su muerte, había fracasado en aquella misión a la que había consagrado nada menos que su propia vida.
—Sí —respondió—. Los mataremos. ¿Peter?
Le hizo señas a su colega, y juntos acompañaron a los demás al consultorio del médico. Caminaban lentamente. Ya no había motivo para apurarse.
—Perfecto —pensó Malloy, revisando la pintura todavía húmeda sobre el costado del Night Hawk. POLICIA, rezaba el cartel—. ¿Listo, Harrison?
—Sí, señor. Sargento Nance, es hora de moverse.
—Sí, señor —el jefe de tripulación entró de un salto, ajustó su cinturón de seguridad y observó los movimientos del piloto—. Todo despejado atrás —dijo por intercom—. Rotor de cola despejado, coronel.
—Entonces, supongo que ha llegado el momento de volar —Malloy apretó el acelerador y el Night Hawk ascendió al cielo. Luego activó su radio táctico—. Rainbow, aquí Mr. Oso, cambio.
—Mr. Oso, aquí Rainbow Six, lo leo cinco a cinco, cambio.
—Mr. Oso está en el aire, señor, llegará en siete minutos.
—Entendido, por favor orbite el área hasta recibir nuevas órdenes.
—Entendido, señor. Notificaré cuando comience a orbitar. Fuera —no había prisa. Malloy hundió la nariz y avanzó hacia la creciente oscuridad. El sol casi se había puesto y, a lo lejos, vio encenderse las luces del parque.
—¿Quién es usted? —preguntó Chávez.
—Francisco de la Cruz —respondió el hombre. Tenía la pierna vendada y parecía sufrir bastante.
—Ah, sí, lo vimos en el video —dijo Covington. Vio la espada y el escudo en el rincón y miró con respeto al centurión aggiornado. Levantó la espada y la blandió en el aire. A corta distancia debía ser formidable, bajo ningún concepto comparable con su MP-10, pero probablemente un arma muy satisfactoria.
—¿Un niño? ¿Mataron a un niño? —preguntó de la Cruz.
El Dr. Weiler consultó su archivo de datos.
—Anna Groot, diez años y medio —dijo, leyendo los documentos de la niña—. Osteosarcoma metastásico, etapa terminal… Le quedaban seis semanas de vida, según su médico. El osteosarcoma es terrible —contra la pared, los dos policías retiraron el cuerpo de la silla y lo apoyaron suavemente sobre la camilla. Luego lo cubrieron con una sábana. Uno parecía a punto de llorar, pero la ira fría que le hacía temblar las manos impedía la salida del llanto.
—John debe sentirse como la misma mierda —dijo Chávez.
—Tuvo que hacerlo, Ding. No era momento adecuado para actuar…
—¡Ya lo sé, Peter! ¿Pero cómo carajo se lo hacemos entender a ella? —Pausa—. ¿Tiene un poco de café, doc?
—Allá —señaló Weiler.
Chávez fue hasta la cafetera y sirvió un poco de café en un pocillo plástico.
—Arriba y abajo, ¿los hacemos sándwich?
Covington asintió.
—Sí, creo que sí.
Chávez vació el pocillo y lo arrojó al cesto.
—OK, en marcha entonces.
Abandonaron el consultorio sin decir palabra y caminaron entre las sombras hasta el subsuelo, y desde allí hasta el centro de comando de emergencia.
—Rifle Dos-Uno, ¿algún movimiento? —estaba preguntando Clark cuando llegaron.
—Negativo, Six, nada excepto sombras en las ventanas. Todavía no pusieron a nadie en el techo. Es un poco raro.
—Confían mucho en la cobertura televisiva —opinó Noonan. Tenía frente a él los planos del castillo—. OK, suponemos que nuestros amigos están allí, todos… pero hay más de una docena de salones en los otros tres niveles.
—Aquí Mr. Oso —anunció una voz por el speaker—. Acabo de entrar en órbita. ¿Qué necesito saber, cambio?
—Mr. Oso, aquí Six —respondió Clark—. Todos los sujetos están en el castillo. Hay un centro de comando y control en el segundo piso. Suponemos que todos están allí. Además, tenga en cuenta que los sujetos mataron un rehén… una niña —agregó John.
Malloy no se movió al escuchar la terrible noticia.
—Entendido, OK, Six, orbitaremos y observaremos. Tenga en cuenta que tenemos todo el equipo de despliegue a bordo, cambio.
—Entendido, fuera —Clark retiró la mano del botón de transmisión.
Los hombres estaban tranquilos, pero sus miradas denotaban intensidad. Eran demasiado profesionales para manifestar abiertamente sus emociones —ninguno estaba jugando con su arma al mejor estilo Hollywood ni nada de eso—, pero sus rostros parecían de piedra, y sólo los ojos se movían escrutando los diagramas y los monitores de TV. Debió haber sido muy duro para Homer Johnston, pensó Ding. Él estaba cerca cuando mataron a la niña. Homer tenía hijos y pudo haber mandado al sujeto a la próxima dimensión en un abrir y cerrar de ojos… Pero no, eso no hubiera sido inteligente de su parte, y les pagaban por ser inteligentes. Los hombres no estaban preparados todavía para un ataque improvisado, y la improvisación sólo hubiera servido para que murieran más niños. Y tampoco era esa la misión. Sonó el teléfono. Bellow atendió y activó el speaker.
—¿Sí? —dijo con voz cansada.
—Lamentamos el incidente con la niña, pero de todos modos iba a morir pronto. Ahora bien, ¿cuándo serán liberados nuestros amigos?
—París todavía no se comunicó con nosotros —replicó Bellow.
—En ese caso, lamento decirle que habrá otro incidente en breve.
—Mire, señor Uno, no puedo obligar a París a hacer nada. Estamos hablando, negociando con funcionarios de gobierno, y ellos se toman su tiempo para las decisiones. Los gobiernos nunca actúan rápido, ¿no le parece?
—En ese caso, voy a ayudarlos. Dígale a los de París que si el avión que trae a nuestros amigos liberados no viene a buscarnos dentro de una hora, mataremos a un rehén, y luego seguiremos matando uno cada hora hasta que satisfagan nuestras exigencias dijo la voz, sin el menor énfasis emocional.
—Eso no tiene sentido. Escúcheme: aunque los sacaran ahora mismo de la cárcel, tardarían por lo menos dos horas en llegar aquí. Sus deseos no pueden hacer que los aviones vuelen más rápido, ¿verdad?
Pausa reflexiva.
—Sí, es cierto. Muy bien, comenzaremos a matar rehenes dentro de tres horas, a partir de ahora… No, iniciaré la cuenta regresiva justo cuando dé la hora, lo cual les otorga doce minutos adicionales. Seré generoso. ¿Comprende?
—Sí, usted dice que matará a otro niño a las veintidós horas, y luego seguirá matando uno cada hora.
—Correcto. Asegúrese de que París comprenda también —línea muerta.
—¿Y bien? —preguntó Clark.
—John, usted no me necesita aquí para esto. Está claro que lo harán. Mataron al primer rehén para demostrar quién manda. Planean triunfar, sin importar lo que cueste. La concesión que acaba de hacernos bien puede haber sido la última.
***
—¿Qué es eso? —preguntó Esteban. Se acercó a la ventana para ver—. ¡Un helicóptero!
—¿Cómo? —René se acercó también. Las ventanas eran tan pequeñas que tuvo que empujar al vasco—. Sí, es de la policía. Bastante grande —agregó encogiéndose de hombros—. No me sorprende —pero…—. José, sube al techo con un radio y mantennos informados.
Uno de los vascos asintió y corrió a la escalera de incendios. El ascensor funcionaba pero no quería verse obstruido por otro corte de energía eléctrica.
—Comando, Rifle Dos-Uno —llamó Johnston un minuto después.
—Rifle Dos-Uno, aquí Six.
—Tengo un sujeto en el techo del castillo, un hombre, armado con una Uzi aparentemente. También tiene un ladrillo. Es uno solo, no hay nadie más por el momento.
—Entendido, Rifle Dos-Uno.
—No es el mismo que asesinó a la nena —agregó el sargento.
—OK, bueno, gracias.
—Rifle Tres también lo tiene… acaba de dirigirse a mi sector. Está circulando… sí, mira hacia abajo.
—¿John? —preguntó el mayor Covington.
—¿Sí, Peter?
—No les estamos mostrando suficiente.
—¿A qué se refiere?
—A darles cosas para que se entretengan mirando. Policías, un perímetro interno. Si no ven algo, dentro de poco van a preguntarse qué se están perdiendo.
—Buena idea —dijo Noonan.
A Clark también le gustó.
—¿Coronel?
—Sí —replicó Nuncio, inclinándose sobre la mesa—. Propongo dos hombres aquí, otros dos aquí… aquí… aquí.
—Sí, señor, y que sea pronto.
—René —gritó André desde un monitor. Señaló algo—. Mira.
Dos Guardias Civiles avanzaban lentamente hacia la calle España, a un lugar situado a cincuenta metros del castillo. René asintió y levantó su radio.
—¡Tres! —gritó.
—Sí, Uno.
—La policía se aproxima al castillo. Vigílalos.
—Entendido, Uno —prometió Esteban.
—OK, están usando radios —dijo Noonan, chequeando el escáner—. Walkie-talkies comunes y silvestres, de venta libre, sintonizados en el canal dieciséis. Pura parada.
—¿No usan nombres, sólo números? —preguntó Chávez.
—Hasta el momento… Nuestro contacto se hace llamar Uno, y el del techo es Tres. OK, ¿eso nos dice algo?
—Juegos de radio —dijo Bellow—. Sacados de los libros. Tratan de ocultarnos sus identidades, pero eso también está en los libros —las dos fotos enviadas a Francia para su identificación no habían dado ningún resultado.
—OK. ¿Los franceses negociarán?
Gesto negativo.
—No creo. Cuando le dije al ministro lo de la niña holandesa, se limitó a gruñir y dijo que Carlos se quedaría donde estaba sin importar las consecuencias… y que esperaba que resolviéramos la situación exitosamente, y que si no podíamos, su país tenía un comando en condiciones de actuar.
—En ese caso, debemos idear un plan y estar listos para llevarlo a cabo… antes de las veintidós.
—A menos que quieran verlos matar a otro rehén, sí —dijo Bellow—. Me están negando toda posibilidad de guiar su conducta. Conocen las reglas del juego.
—¿Profesionales?
Bellow se encogió de hombros.
—Podría ser. Saben lo que voy a intentar, y al saberlo anticipadamente pueden diseñar sus propias estrategias.
—¿No hay manera de mitigar sus actos? —preguntó Clark. Al pan pan, y al vino vino, pensó.
—Puedo intentarlo, pero probablemente no. Los ideólogos, los que saben lo que quieren… bueno, es muy difícil hacerlos entrar en razón. No tienen base ética, ni moral en el sentido vulgar del término, nada que pueda usar contra ellos. No tienen conciencia.
—Sí, ya nos dimos cuenta, supongo. OK —John se irguió y miró a los dos líderes del comando—. Tienen dos horas para planearlo, y una más para ponerlo a punto. Atacaremos a las veintidós.
—Necesitamos saber un poco más sobre lo que está pasando allá adentro —dijo Covington.
—¿Qué puede hacer al respecto, Noonan? —preguntó Clark.
El agente del FBI miró los planos y luego clavó la vista en los monitores de TV.
—Necesito cambiarme —dijo. Fue a la caja donde guardaba sus equipos y sacó el conjunto verde/verde. La mejor noticia hasta el momento era que las ventanas del castillo tenían dos puntos ciegos. Mejor aún, podían controlar las luces que exudan energía en ambas. Se acercó al ingeniero del parque—. ¿Podría apagar esta hilera de luces?
—Seguro. ¿Cuándo?
—Cuando el tipo que está en el techo mire para otro lado. Y necesito que alguien me cubra —agregó Noonan.
—Yo me encargo —dijo Vega, dando un paso adelante.
Los niños estaban gimiendo. Habían empezado dos horas atrás y la cosa iba de mal en peor. Querían comer… algo que a los adultos probablemente no se les hubiera pasado por la cabeza, porque habrían estado demasiado asustados para tener hambre, pero los niños eran diferentes. También necesitaban usar frecuentemente los baños (por fortuna había dos adyacentes a la sala de control) y los hombres de René no les impedían hacerlo (los baños no tenían ventanas, teléfonos ni nada que posibilitara la huida o algún tipo de comunicación con el exterior, y no valía la pena agravar la situación obligando a los pequeños rehenes a mojar sus pantalones). Los niños no hablaban directamente con ninguno de los terroristas, pero el gimoteo y las quejas eran muy reales e iban en aumento. Por suerte eran bien educados, de lo contrario hubiera sido intolerable, pensó René con una sonrisa irónica. Miró el reloj de la pared.
—Tres, aquí Uno.
—Sí, Uno.
—¿Qué ves?
—Ocho policías, cuatro parejas. Nos están vigilando, pero nada más.
—Bueno —apagó el radio.
—Atención —dijo Noonan. Miró el reloj de la pared. Habían pasado aproximadamente quince minutos desde la última comunicación radial. Llevaba puesto su uniforme nocturno de dos tonalidades de verde, el mismo que habían usado en Viena. Llevaba colgada su Beretta .45 automática de un hombro, y una mochila del otro—. ¿Está listo para dar un paseo, Vega?
—Claro —replicó Oso, feliz de poder por fin hacer algo. Por mucho que le gustara ser responsable de la artillería pesada del comando, todavía no se había acostumbrado… y probablemente jamás se acostumbraría. Era el más corpulento de los Rainbow, tenía el hobby de machacar hierro, y su pecho alcanzaba las dimensiones de medio barril de cerveza. Siguió a Noonan a la puerta, y luego afuera.
—¿Escalera? —preguntó Vega.
—Hay una ferretería y pinturería a cincuenta yardas de donde vamos. Ya averigüé. Tienen todo lo que necesitamos.
—Espléndido —replicó el Oso.
Fue una caminata rápida. Cruzaron algunas zonas abiertas visibles a las cámaras fijas. La tienda a la que se dirigían no tenía cartel. Noonan empujó la puerta y entró. Curiosamente, ninguna puerta estaba cerrada. Vega tomó una escalera extensible de treinta pies.
—Esto nos servirá.
—Sí —salieron. A partir de ahora deberían cuidar más sus movimientos—. Noonan a comando.
—Aquí Six.
—Empiecen con las cámaras, John.
En el centro de comando, Clark le hizo una seña al ingeniero del parque. Corrían peligro, pero no mucho… al menos eso esperaban. El centro de comando del castillo sólo tenía ocho monitores de TV conectados a más de cuarenta cámaras. Se podían manejar conjuntamente por secuencia automática de paneo, o bien elegir algunas para uso especial. Bastaba un clic del mouse para desactivarlas. Si los terroristas estaban usando la secuencia automática (tal parecía ser el caso), probablemente no advertirían la falta de esa cámara durante el paneo. Tendrían que atenerse a la cobertura visual de las otras dos, y el ingeniero estaba dispuesto a apagarlas y encenderlas cuantas veces fuera necesario. Cuando apareció una mano en el campo visual de la cámara veintitrés, el ingeniero la anuló.
—OK, veintitrés anulada, Noonan.
—Nos estamos moviendo —dijo Noonan. La primera caminata fue de veinte metros. Se detuvieron detrás de un puesto concesionario—. OK, estamos en la tienda de palomitas de maíz.
El ingeniero activó la veintitrés y apagó la veintiuno.
—Veintiuno anulada —informó Clark—. Rifle Dos-Uno, ¿dónde está el sujeto del techo?
—Sector oeste, acaba de encender un cigarrillo, ya no mira hacia abajo. Por el momento, inmóvil —reportó Homer Johnston.
—Puede avanzar, Noonan.
—Avanzando —Vega y Noonan duplicaron el tiempo, sus botas con suelas de goma se deslizaban silenciosamente sobre la superficie de piedra. Al costado del castillo había una franja de tierra de aproximadamente dos metros de ancho y unas cajas grandes de madera. Con sumo cuidado, Noonan y Vega levantaron la escalera de mano y la apoyaron detrás de un arbusto. Vega tiró de la soga para extender el extremo superior, deteniéndose al llegar al borde de la ventana. Luego se colocó entre la escalera y el edificio y tiró de las cuerdas. La escalera quedó prácticamente pegada a los ásperos ladrillos de piedra.
—Ten cuidado, Tim —murmuró el Oso.
—Siempre —Noonan subió velozmente los primeros diez escalones, y luego inició una suerte de gateo vertical. Paciencia, se dijo. Tengo tiempo de sobra. Los hombres suelen decirse esa clase de mentiras piadosas.
—OK —oyó Clark—. Está subiendo la escalera. El sujeto del techo sigue en el sector opuesto. Gordo, sordo y feliz.
—Mr. Oso, aquí Six, cambio —dijo John. Se le había ocurrido otra idea.
—Mr. Oso copia, Six.
—Dé unas vueltas sobre el sector oeste para llamar la atención, cambio.
—Entendido.
Malloy interrumpió su interminable vuelo en círculo, salió de órbita y se dirigió al castillo. El Night Hawk era bastante silencioso por tratarse de un helicóptero, pero el coronel vio (ayudado por sus anteojos de visión nocturna) que el sujeto del techo se daba vuelta para mirar. Malloy se detuvo a doscientos metros del techo. Quería llamarles la atención, no vigilarlos. El cigarrillo del centinela se reflejaba en los lentes. Se lo llevó a la boca, lo retiró, y finalmente lo sostuvo entre los labios.
—Dime hola, bombón —dijo Malloy por el intercom—. Dios santo, si tuviera un Night Stalker, mandaría tu culo somnoliento a la próxima dimensión.
—¿Voló el Stalker? ¿Cómo es?
—Si esa nave supiera cocinar, me casaría con ella. Es el helicóptero más amoroso del mundo —dijo Malloy—. Six, Mr. Oso, el miserable empieza a interesarse en mí.
—Noonan, Six, congelamos al vigía del techo. Está en el sector opuesto.
Bravo, pensó Noonan. Se quitó el casco Kevlar y acercó la cara a la ventana. Estaba hecha de segmentos irregulares unidos por juntas de metal, como en los castillos de antaño. El vidrio era bastante transparente. OK. Sacó de su mochila un cable de fibra óptica con la misma cabeza de cobra que había utilizado en Berna.
—Noonan a Comando, ¿me tienen?
—Afirmativo —respondió la voz de David Peled. La imagen se veía distorsionada, pero era fácil acostumbrarse. Mostraba cuatro adultos y una multitud de niños sentados en el suelo, en el rincón, cerca de dos puertas con sendos carteles… Los baños, comprendió Peled. Muy bien. Muy, muy bien—. Se ve bien, Timothy. Se ve muy bien.
—OK —Noonan pegó el minúsculo elemento en su lugar y comenzó a bajar la escalera. Su corazón latía a mayor velocidad que cuando corría sus tres millas matinales. Cuando llegó abajo, Vega y él abrazaron la pared.
El cigarrillo cayó hacia abajo y el centinela se cansó de mirar el helicóptero.
—Nuestro amigo avanza en dirección este sobre el techo del castillo —reportó Johnston—. Atención, Noonan, se acerca a ustedes.
Malloy pensó en maniobrar para volver a captar la atención del centinela, pero era una jugada demasiado riesgosa. Continuó volando en círculo, acercándose cada vez más al castillo, con los ojos clavados en el techo. No podía hacer nada más… excepto sacar la pistola y disparar, pero a esa distancia sería difícil dar en el blanco. Y su trabajo no era matar… desafortunadamente, reflexionó Malloy. A veces, la idea de matar le resultaba sumamente atractiva.
—El helicóptero me molesta —dijo Uno por teléfono.
—Qué lástima —replicó Bellow, preguntándose qué respuesta obtendría su osadía—. Pero la policía hace lo que sabe.
—¿Noticias de París?
—Lamentablemente no todavía, pero esperamos tenerlas pronto. Aún queda tiempo —Bellow adoptó cierta intensidad tranquila que, esperaba, el terrorista confundiría con desesperación.
—El tiempo y la marea no esperan a nadie —dijo Uno, y cortó.
—¿Qué quiso decir? —preguntó John.
—Está jugando según las reglas. Tampoco se quejó de los policías que ve por el monitor. Sabe que debe tolerar ciertas cosas —Bellow bebió un sorbo de café—. Se tiene mucha confianza. Supone que está en un lugar seguro, y retiene sus naipes. Y si tiene que matar a otro niño, bueno, está bien, porque así conseguirá lo que quiere.
—Matando niños —Clark sacudió la cabeza—. Nunca pensé que… diablos, se supone que debo tener en cuenta estas cosas, ¿no?
—Es un tabú muy fuerte, tal vez el más fuerte de todos —dijo Bellow—. La manera en que mataron a la niña… sin vacilar, como si fuera un blanco de papel. Es ideológico —prosiguió el psiquiatra—. Subordinan todo a su sistema de creencias. Sólo dentro de ese sistema son racionales. Nuestro amigo Uno ha elegido su objetivo, y no claudicará.
El ingeniero del parque comprobó que el sistema de TV era fabuloso. El objetivo apuntado a la ventana del castillo medía menos de dos milímetros en la parte más ancha, y aunque alguien lo notara, pasaría fácilmente por una gota de pintura o una falla en el vidrio. La calidad de la imagen no era muy buena, pero les permitía ver dónde estaba la gente, y cuanto más se la miraba, mejor se descifraban sus contornos. Contó seis adultos. Con el séptimo en el techo del castillo, faltaban tres… ¿Y estarían viendo a todos los niños? Era más difícil con ellos. Todos vestían remeras del mismo color, y el rojo se traducía en un gris muy neutro en la imagen blanco y negro. Había uno en silla de ruedas, pero los demás eran difíciles de identificar o contar. Y eso preocupaba a los comandos.
—Vuelve al sector oeste —reportó Johnston—. OK, ya está en el sector oeste.
—Vamos —le dijo Noonan a Vega.
—¿La escalera? —La habían escondido detrás de los arbustos laterales.
—Déjala —Noonan salió corriendo en cuclillas y llegó a la concesionaria en pocos segundos—. Noonan a Comando, vuelvan a interceptar las cámaras.
—Está apagada —dijo el ingeniero a Clark.
—Cámara veintiuno apagada. En marcha, Tim.
Noonan tocó el hombro de Vega y corrió otros treinta metros.
—OK, anulen la veintitrés —dijo.
—Hecho —dijo el ingeniero.
—Muévanse —ordenó Clark.
Quince segundos más tarde estaban a salvo. Noonan se apoyó contra la pared de un edificio y respiró hondo.
—Gracias, Julio.
—Cuenta conmigo, viejo —replicó Vega—. Mientras el truco de la cámara funcione…
—Funcionará —prometió el agente del FBI.
Tras haber sellado el pacto, volvieron juntos al puesto de comando subterráneo.
—¿Volar las ventanas? ¿Podemos hacerlo, Paddy? —estaba preguntando Chávez cuando llegaron.
Connolly se moría por fumar un cigarrillo. Había dejado el vicio años atrás —de otro modo, no hubiera podido correr las tres millas diarias— pero en momentos como ese, las volutas del humo lo ayudaban a concentrarse.
—Seis ventanas… tres o cuatro minutos cada una… no, no creo, señor. Podríamos volar dos… si tenemos tiempo.
—¿Las ventanas son muy resistentes, Dennis? —preguntó Clark.
—Los marcos metálicos están empotrados en la piedra —respondió el interpelado, encogiéndose de hombros.
—Espere —el ingeniero revisó los planos del castillo y leyó lo que había escrito sobre el lado derecho—. Aquí están las especificaciones… Sólo utilizaron lechada. Creo que podría arrancarlas de una patada.
El «creo» no fue todo lo reafirmante que Ding hubiera querido, ¿pero hasta qué punto podía una ventana resistir el peso de un hombre de cien kilos precedido por sus botas?
—¿Y las bengalas explosivas, Paddy?
—Podemos hacerlo —respondió Connolly—. Los marcos quedarán hechos polvo, señor.
—OK —Chávez se inclinó sobre los planos—. Tendrás tiempo para volar dos ventanas… esta y esta —las señaló—. En las otras cuatro usaremos bengalas explosivas, un segundo después. Eddie aquí, yo aquí, Louis aquí, George… ¿cómo anda esa pierna?
—Más o menos —respondió el sargento Tomlinson con dolorosa honestidad. Tendría que patear una ventana, entrar por el hueco, caer sobre el piso de concreto, y levantarse disparando… y las vidas de muchos niños corrían peligro. No, no podía correr el riesgo—. Será mejor que elijas a otro, Ding.
—Oso, ¿estás en condiciones de hacerlo? —preguntó Chávez.
—Oh, sí —replicó Vega, tratando de reprimir una sonrisa—. No lo dudes, Ding.
—OK, Scotty aquí, y Mike en estas dos. ¿Cuál es la distancia exacta desde el techo?
Figuraba en los planos.
—Dieciséis metros exactamente desde el nivel del techo. Hay que agregar otros setenta centímetros de molduras.
—Con las sogas alcanzará —decidió Eddie Price. El plan tomaba forma. Ding y Price tendrían la misión primordial de interponerse entre los niños y los muchachos malos, siempre disparando. Vega, Loiselle, McTyler y Pierce tendrían la misión de matar a todos los sujetos presentes en la sala de comando del castillo, aunque eso se decidiría sobre la marcha. El Comando 1 de Covington subiría por la escalera desde el subsuelo para interceptar la salida de los sujetos y apoyar al Comando 2 si algo fallaba.
Price y Chávez volvieron a mirar los planos. Midieron las distancias que debían cubrir y el tiempo con que contaban para hacerlo. Parecía posible, incluso probable, que ganaran la partida. Ding miró a sus compañeros.
—¿Sugerencias?
Noonan analizó la imagen transmitida por el equipo de fibra óptica que había instalado.
—Aparentemente están en los paneles de control. Dos sujetos vigilan a los niños, pero parecen tranquilos… y con razón, ya que son niños, no adultos capaces de oponer resistencia… pero… si a uno de esos miserables se le da la gana, podría acabar con ellos en un segundo, viejo.
—Sí —Ding asintió. No tenía sentido negar o evitar el hecho—. Bueno, tendremos que disparar rápido, muchachos. ¿Hay alguna posibilidad de hacerlos salir?
Bellow lo pensó unos segundos.
—Si les digo que el avión viene en camino… corremos un riesgo. Si creen que les mentimos, bueno, pueden empezar a matar rehenes, pero si creen que llegó la hora de ir al aeropuerto, probablemente el Sr. Uno mandará un par de hombres al subsuelo… ese sería el mejor camino para abandonar el área, creo yo. En ese caso, si podemos jugar un poco más con las cámaras de vigilancia y acercarnos más…
—Sí, les volamos la tapa de los sesos —dijo Clark—. ¿Peter?
—A veinte metros de distancia podríamos hacerlos polvo. Además, apagaríamos todas las luces antes de atacar para desorientar a esos bastardos —agregó Covington.
—Hay luces de emergencia en las escaleras —dijo Mike Dennis—. Se enciende cuando se corta la energía… carajo, también hay dos en el centro de comando.
—¿Dónde? —preguntó Chávez.
—A la izquierda… es decir, en los rincones noreste y sudoeste. Dos luces comunes, como faroles de auto, funcionan a batería.
—OK, no usaremos NGV para entrar, supongo, pero igualmente cortaremos la luz para distraerlos. ¿Algo más? ¿Peter? —preguntó Ding.
Covington asintió.
—Debería funcionar.
Clark observaba y escuchaba. Estaba obligado a permitir que sus subordinados principales diseñaran el plan y lo discutieran, dejándole la posibilidad de señalar errores… que hasta el momento no habían cometido. Más que nada, deseaba levantar una MP-10 y acompañar a los tiradores, pero no podía hacerlo. Maldijo para sus adentros. Comandar no era tan satisfactorio como liderar.
—Necesitaremos médicos cerca, en caso de que los malos tengan buena suerte —le dijo al coronel Nuncio.
—Ahora mismo tenemos paramédicos fuera del parque…
—El Dr. Weiler es muy bueno —dijo Mike Dennis—. Tiene entrenamiento de emergencia. Insistimos en eso por precaución.
—OK, lo llamaremos cuando llegue el momento. Dr. Bellow, dígale al señor Uno que los franceses cedieron y que sus amigos llegarán a las… ¿Qué le parece?
—A las diez y veinte. Si aceptan, estarían haciendo otra concesión. Pero creo que eso los tranquilizaría… o debería tranquilizarlos, mejor dicho.
—Haga la llamada, doc —ordenó John Clark.
—¿Sí? —dijo René.
—Sánchez será excarcelado de La Sante dentro de veinte minutos. Seis de los otros también, pero hay un problema con los tres últimos. No sé qué pasa. Los llevarán al Aeropuerto Internacional De Gaulle y llegarán aquí en un Airbus 340 de Air France. Creemos que llegarán a las veintidós cuarenta aproximadamente. ¿Le parece aceptable? ¿Cómo los trasladaremos al avión? —preguntó Bellow.
—En ómnibus, supongo. Mandarán un ómnibus al castillo. Nos llevaremos diez niños y dejaremos aquí al resto como muestra de buena fe. Dígale a la policía que sabemos cómo mover a los niños sin que hagan ninguna tontería… y que cualquier movimiento traicionero tendrá funestas consecuencias.
—No queremos más niños lastimados —le aseguró Bellow.
—Si hacen lo que les decimos no será necesario, pero entiéndame bien —prosiguió René con firmeza—, si cometen una estupidez, el patio del castillo se convertirá en un reguero de sangre. ¿Entendido?
—Sí, Uno, entiendo.
René colgó el teléfono y se levantó.
—Amigos míos, Illich viene hacia aquí. Los franceses han satisfecho nuestras demandas.
—Tiene aspecto de campesino feliz —dijo Noonan, con los ojos clavados en la imagen blanco y negro. El señor Uno se había parado y avanzaba hacia otro de los sujetos. Aparentemente se estaban dando la mano.
—No van a acostarse a dormir la siesta —advirtió Bellow—. En todo caso, estarán mucho más alertas.
—Sí, ya lo sé —afirmó Chávez. Pero si nosotros hacemos bien nuestro trabajo, poco importará cómo estén ellos.
***
Malloy volvió a la base aérea para recargar combustible, proceso que tardó media hora. Mientras esperaba, escuchó lo que iba a ocurrir dentro de una hora. En la parte de atrás del Night Hawk, el sargento Nance ordenó las sogas (de cincuenta pies de largo) y las enganchó en el piso del helicóptero. Como los pilotos, Nance tenía una pistola colgada del hombro izquierdo. No esperaba usarla (era un tirador mediocre), pero el solo hecho de portarla lo hacía sentirse parte del equipo, y eso era muy importante para él. Supervisó el reabastecimiento, cerró el tanque e informó al coronel Malloy que el pájaro estaba listo para volar.
Malloy encendió los motores y el Night Hawk ascendió al cielo, rumbo al Parque Mundial. De allí en adelante modificaron la rutina de vuelo. Al llegar al parque, el Night Hawk no voló en círculo. En cambio, comenzó a sobrevolar el castillo cada cinco minutos, alejándose a intervalos regulares e iluminando el resto del parque con sus reflectores antichoque, aparentemente de manera azarosa, como si se hubiera aburrido de la órbita anterior.
—OK, muchachos, en marcha —dijo Chávez. Los que estaban directamente involucrados en la operación de rescate se dirigieron al pasillo del subsuelo y al salir encontraron un camión del ejército español. Lo abordaron inmediatamente, y el vehículo se alejó a toda velocidad rumbo a la playa de estacionamiento.
Dieter Weber seleccionó un puesto vigía opuesto al del sargento Johnston, sobre el techo plano de un cine donde pasaban dibujos animados, a sólo ciento veinte metros del flanco este del castillo. Una vez allí desenrolló la colchoneta camuflada, colocó el rifle en el bípode y comenzó a apuntar la mira hacia las ventanas del castillo.
—Rifle Dos-Dos en su puesto —se reportó a Clark.
—Muy bien. ¿Alguna información, Al? —preguntó Clark levantando la vista.
Stanley tenía un aspecto sombrío.
—Un montón de armas, y un montón de niños.
—Sí, ya sé. ¿Se te ocurre otra opción?
Stanley negó con la cabeza.
—El plan es bueno. Si probáramos afuera, les daríamos demasiado espacio para maniobrar. Además, se sentirán más seguros en el castillo. No, Peter y Ding tienen un buen plan… pero la perfección no es cosa de este mundo.
—Sí —dijo John—. Quisiera estar allí, con ellos. El hecho de comandar te hace perder la acción, lo más importante.
—Absolutamente —gruñó Alistair Stanley.
***
Las luces del estacionamiento se apagaron de golpe. El camión, también con las luces apagadas, se detuvo junto a un poste de luz. Chávez y sus hombres bajaron de un salto. Diez segundos después llegó el Night Hawk, y tocó tierra con el rotor en movimiento. Se abrieron las puertas laterales y los tiradores subieron a bordo y se sentaron en el suelo. El sargento Nance cerró las dos puertas.
—Todos a bordo, coronel.
Sin decir palabra, Malloy volvió al cielo, consciente de los postes de luz que podrían desbaratar la misión. Tardó sólo cuatro segundos en esquivarlos. Acto seguido, ladeó el helicóptero para regresar al parque.
—A/C luces apagadas —le dijo al teniente Harrison.
—Luces apagadas —confirmó el copiloto.
—¿Estamos listos? —les preguntó Ding a sus hombres.
—Estamos listos, señor —respondió Mike Pierce. Malditos asesinos, omitió agregar. Pero todos lo estaban pensando. Apretaban las armas contra el pecho y llevaban puestos sus guantes antideslizantes. Tres de ellos aferraban sus ametralladoras, hecho que denotaba cierta tensión de su parte. Todos tenían una expresión dura y sombría.
—¿Dónde está el avión? —preguntó Uno.
—A una hora diez minutos de aquí —replicó Bellow—. ¿Cuándo quiere el ómnibus?
—Exactamente cuarenta minutos antes de que aterrice el avión. Recargará combustible cuando lo abordemos.
—¿A dónde piensan ir? —preguntó Bellow.
—Se lo diremos al piloto cuando estemos a bordo.
—OK, ya tenemos el ómnibus. Llegará dentro de quince minutos. ¿Dónde quiere que los espere?
—Que vaya directo al castillo, pasando el Bombardero.
—OK, se los diré —prometió Bellow.
—Merci —Línea muerta.
—Muy astuto —observó Noonan—. Colocarán dos cámaras de vigilancia sobre el ómnibus, de modo que no podremos utilizarlo como pantalla para un comando de rescate. Y probablemente planean usar la técnica del montañista para hacer subir a los rehenes —pura mierda, omitió agregar.
—Mr. Oso, aquí Six —llamó Clark por radio.
—Oso copia, Six, cambio.
—Ejecutamos dentro de cinco minutos.
—Entendido, fiesta en cinco.
Malloy se enderezó en su asiento. Chávez, que había escuchado la llamada, asintió y levantó una mano con los dedos abiertos.
—Rainbow, aquí Six. Alerta, repito, alerta. Comenzamos la operación en cinco minutos.
En el subsuelo, Peter Covington guio a tres de sus hombres en dirección este, hacia las escaleras del castillo, mientras el ingeniero del parque apagaba secuencialmente las cámaras de vigilancia. El experto en explosivos colocó una pequeña carga en la puerta de incendios y asintió.
—Comando-1 está listo.
—Rifle Dos-Uno listo y sobre el blanco —dijo Johnston.
—Rifle Dos-Dos listo, sin blanco —dijo Weber.
—Tres, aquí Uno —anunció el escáner en la sala de comando.
—Sí, Uno —replicó el sujeto del techo.
—¿Pasa algo?
—No, Uno, la policía sigue en el mismo lugar. Y el helicóptero está dando vueltas, pero sin hacer nada.
—El ómnibus debe llegar en quince minutos. Mantente alerta.
—Claro —prometió Tres.
—OK —dijo Noonan—. Ya captamos un ritmo temporal. Uno llama a Tres cada quince minutos aproximadamente. Nunca pasa de los dieciocho ni de los doce. Entonces…
—Sí —Clark asintió—. ¿Nos movemos?
—¿Por qué no? —dijo Stanley.
—Rainbow, aquí Six. Entren y ejecuten. Repito, ¡ejecuten ya!
A bordo del Night Hawk, el sargento Nance se movió a izquierda y derecha para abrir las dos puertas laterales. Levantó los pulgares en dirección a los tiradores, que retribuyeron el gesto mientras enganchaban la soga de descenso en los anillos de sus cinturones. Luego se dieron vuelta hacia adentro apoyándose en las plantas de los pies, de modo tal que sus espaldas sobresalieran del helicóptero.
—Sargento Nance, mandaré una señal luminosa cuando sobrevolemos el lugar.
—Entendido, señor —replicó el jefe de tripulación, acuclillándose en la mitad de la ahora vacía área de pasajeros y extendiendo los brazos hacia sus hombres.
—André, ve abajo y vigila el patio —ordenó René. Su hombre obedeció enseguida, aferrando la Uzi con ambas manos.
—Alguien acaba de salir —dijo Noonan.
—Rainbow, aquí Six, un sujeto abandonó el centro de comando.
Ocho, pensó Chávez. Ocho sujetos que abatir. De los otros dos se encargarían los rifleros.
Los últimos doscientos metros eran los más difíciles, pensó Malloy. Apoyó ambas manos sobre la palanca de control cíclico. Aunque lo había hecho muchas veces, en ese momento no estaban ensayando. OK. Bajó la nariz y se dirigió al castillo. Sin luces antichoque el helicóptero sería apenas una sombra, ligeramente más oscura que la noche… mejor aún, el rotor de cuatro hojas producía un sonido adireccional. Aunque lo escucharan, les sería difícil determinar la fuente… y Malloy sólo necesitaba unos segundos de desconcierto enemigo.
—Rifle Dos-Uno, alerta.
—Rifle Dos-Uno sobre el blanco, Six —se reportó Johnston. Regularizó su respiración y movió apenas los codos, de modo tal que sólo los huesos (y no los músculos) estuvieran en contacto con la colchoneta. El mero recorrido de la sangre por las arterias podría desviar su puntería. Se concentró en la oreja del centinela—. Sobre blanco —repitió.
—Dispare —la orden resonó en su invisible auricular.
Buenas noches, idiota, murmuró una vocecita en su mente. Apretó suavemente el gatillo, que restalló limpiamente dejando escapar una llamarada blanquecina por la boca del rifle. El resplandor empañó por un instante el visor, que se despejó justo a tiempo para que Homer viera el impacto de la bala. Una especie de vapor grisáceo brotó de la cabeza del sujeto y su cuerpo cayó al suelo pesadamente, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Ninguno de los que estaban adentro escucharon el disparo. (Las ventanas de vidrio grueso, las paredes de piedra y los trescientos metros de distancia fueron un plus a favor de Rainbow).
—Rifle Dos-Uno. Blanco eliminado. Blanco eliminado. Disparo en el centro de la cabeza —se reportó Johnston.
—Eso es matar —resopló el teniente Harrison por el intercom. Desde la perspectiva del helicóptero, la destrucción de la cabeza del centinela se había visto espectacular. Era la primera muerte que veía en su vida, y le parecía algo de película, no real. El blanco no era un hombre para él y jamás lo sería.
—Sí —coincidió Malloy, sobrevolando el área—. Sargento Nance… ¡ahora!
Nance saltó del helicóptero, mientras Malloy realizaba la maniobra mecedora para facilitar el descenso.
Chávez pegó un salto y se deslizó por la soga. Dejó pasar menos de dos segundos de caída «no tan libre» antes de aplicar tensión sobre la soga para lentificar el descenso, hasta que sus botas negras con suela de goma aterrizaron suavemente sobre el techo plano. Inmediatamente aflojó la soga y se dio vuelta. Sus hombres estaban haciendo lo mismo. Eddie Price corrió hacia el cadáver del centinela, le pateó la cabeza y volvió, levantando los pulgares en dirección a su jefe.
—Six, aquí Líder de Comando 2. Estamos en el techo. El centinela está muerto —dijo por micrófono—. Vamos a proceder —Chávez miró a sus hombres y señaló la periferia del techo. El Night Hawk había desaparecido en la oscuridad, como si jamás se hubiera detenido para dejar su corrosiva carga.
El techo del castillo estaba flanqueado por las almenas asociadas con esa clase de construcciones: rectángulos de piedra verticales detrás de los cuales se refugiaban los arqueros para arrojar flechas a los atacantes. Cada hombre tenía asignada una. Esa noche, las envolvieron con sus sogas y saltaron por las brechas. Cuando llegaban a destino, levantaban las manos. Chávez hizo lo propio y luego deslizó la soga un metro a la derecha de una ventana, afirmándose con los pies contra la pared. Paddy Connolly hizo lo mismo del otro lado, e inmediatamente se estiró para aplicar Primacord en los bordes e insertar un radiodetonador en uno de ellos. Luego se movió hacia su izquierda, balanceando la soga como si fuera una liana, y repitió el procedimiento en otra ventana. Otros miembros del comando portaban granadas de alto impacto.
—Líder-Dos a Six, ¡luces!
En el centro de comando, el ingeniero volvió a aislar la energía eléctrica del castillo y la anuló.
Desde afuera, el Comando 2 vio oscurecerse las ventanas. Uno o dos segundos después se encendieron las luces de emergencia, como faroles en miniatura… pero no alcanzaban a iluminar adecuadamente la sala. Los monitores de TV también se apagaron.
—Merde —dijo René, levantando el teléfono. Si querían jugar otro rato, les demostraría… Creyó ver movimiento del lado de afuera de la ventana y se acercó a mirar…
—Comando 2, aquí Líder. Cinco segundos… cinco… cuatro… tres… —A la cuenta de «tres», los hombres de las bengalas explosivas tiraron del seguro y las colocaron cerca de las ventanas—. …dos… uno… ¡fuego!
El sargento Connolly apretó un botón y dos ventanas fueron arrancadas de la pared por la fuerza de los explosivos. Una fracción de segundo después, otras tres ventanas se desintegraron en medio de un estruendo luminoso. Atravesaron la sala de comando como un aluvión de fragmentos de vidrio y metal… errándole a los niños amontonados en el rincón por tres metros.
El sargento Price arrojó otra bengala explosiva, que estalló apenas tocó el piso. Chávez salió de la pared y se lanzó desde la ventana con su MP-10 apuntada hacia arriba y lista para disparar. Pisó mal y cayó hacia adelante sin poder controlar el equilibrio… y en ese instante sintió aterrizar los pies de Price sobre su brazo izquierdo. Chávez rotó sobre su eje y se levantó de un salto, y avanzó en dirección a los niños… que gritaban como condenados, intentando protegerse la cara y los oídos del estruendo de la explosión. Pero por el momento no podía ocuparse de ellos.
Price aterrizó mejor y se movió a la derecha, dándose vuelta para escanear la sala. Allí. Un sujeto barbudo con una Uzi. Price apuntó su MP-10 y le disparó tres ráfagas seguidas a tres metros de distancia. La fuerza de impacto de las balas desmintió al silenciador.
El Oso Vega había reventado la ventana con las piernas y aterrizado encima de un sujeto… para sorpresa de ambos. Pero Vega estaba preparado para las sorpresas y el terrorista no. La mano izquierda del Oso se estrelló contra la cara del sujeto, seguida por tres ráfagas de proyectiles de 10 mm.
René estaba sentado en el escritorio, teléfono en mano, con la pistola frente a él. Pierce le agujereó el costado derecho de la cabeza a un metro de distancia… justo cuando estaba a punto de agarrarla.
En el otro extremo de la sala, Chávez y Price se interpusieron como escudos vivientes entre los terroristas y sus rehenes. Ding se arrodilló y apuntó el arma. Sus ojos escrutaron el espacio en busca de blancos mientras escuchaba el silenciado rumor de las armas de sus hombres. La semioscuridad estaba plagada de sombras en movimiento. Loiselle se encontró debajo de un sujeto, lo suficientemente cerca como para acariciarlo con el cañón de su ametralladora. Eso hizo. Fue un disparo demasiado fácil… pero roció el lugar con sangre y sesos de terrorista.
El autodenominado Sr. Uno levantó su Uzi y apretó el gatillo en dirección a los niños. Chávez y Price lo ametrallaron, luego se les unió McTyler… y el terrorista cayó al suelo convertido en una masa informe.
Otro sujeto abrió una puerta y huyó, perseguido por las ráfagas de un tirador mal ubicado para hacer puntería. El terrorista salió corriendo escaleras abajo, dio vuelta a un rellano, luego a otro… e intentó detenerse al ver una silueta negra recortada en la escalera.
Era Peter Covington, al frente de sus hombres. Covington había escuchado los pasos y disparó contra el rostro asombrado del terrorista. Luego siguió subiendo, seguido por cuatro hombres.
Quedaban tres sujetos en la sala. Dos escondidos detrás de los escritorios, y el restante disparando su Uzi a ciegas. Mike Pierce saltó sobre el escritorio, girando en el aire al hacerlo, y le disparó tres veces. Luego aterrizó Price, se dio vuelta y le vació un cargador en la cabeza. Uno de los que se habían escondido fue abatido por un certero disparo de Paddy Connolly. El otro emergió blandiendo su arma y fue ametrallado por no menos de cuatro comandos Rainbow.
En ese momento se abrió la puerta y entró Covington. Vega circulaba entre los cadáveres, pateando lejos las armas.
—¡Despejado! —gritó cinco segundos después.
—¡Despejado! —bramó Price.
André estaba afuera, a cielo abierto y solo. Se dio vuelta y miró hacia el castillo.
—¡Dieter! —llamó Homer Johnston.
—¡Sí!
—¿Puedes arrancarle el arma?
El alemán le había leído la mente al estadounidense. Su respuesta fue un exquisito disparo que partió en dos la ametralladora de André, justo debajo del seguro del gatillo. La bala Winchester Magnum calibre .300 atravesó el poderoso metal con la fuerza de un rayo. Desde su puesto a cuatrocientos metros de distancia, Johnston apuntó cuidadosamente y disparó una segunda ráfaga. Pésimo disparo. Medio segundo después, la bala de 7 mm atravesó al sujeto a la altura del esternón.
André la sintió como un puñetazo asesino. La bala se fragmentó, desgarrándole el hígado y el páncreas antes de terminar su recorrido y salir por el riñón izquierdo. Luego, tras el shock del impacto inicial, llegó la primera ola de dolor. Un instante después, su grito de agonía cruzó los cien acres del Parque Mundial.
—Miren esto —dijo Chávez en el centro de comando. Su protector antibalas tenía dos agujeros en el torso. Aunque no hubieran sido fatales, habrían dolido mucho—. Gracias a Dios que existe DuPont, ¿eh?
—¡Hora de Miller! —dijo Vega con una ancha sonrisa.
—Comando, aquí Chávez. Misión cumplida. Los niños… oh, ah, uno de ellos está lastimado, parece un rasguño en el brazo, los demás están bien. Todos los sujetos muertos, Mr. C. Puede encender las luces.
El Oso Vega se agachó y alzó a una niñita.
—Hola, querida —le dijo—. Vamos a buscar a tu mamita, ¿sí?
—¡Rainbow! —festejó Mike Pierce—. ¡Díganles que ya tiene comisario el pueblo!
—¡Tienes razón, Mike! —Eddie Price metió la mano en el bolsillo y extrajo su pipa y una bolsa de buen tabaco Cavendish.
Todavía quedaban cosas por hacer. Vega, Pierce y Loiselle recogieron las armas y las colocaron sobre uno de los escritorios. McTyler y Connolly revisaron los baños y otras puertas adyacentes, sin encontrar terroristas «adicionales». Scotty fue hacia la puerta.
—OK, hagamos salir a los niños —ordenó Ding—. ¡Peter, guíanos a la salida!
Covington y sus hombres abrieron la puerta de incendio y se apostaron en los rellanos de la escalera. Vega tomó la delantera, llevando a la niñita de cinco años con la mano izquierda mientras con la derecha sostenía su MP-10. Un minuto después estaban afuera.
Chávez se quedó atrás, mirando la pared con Eddie Price. Había siete agujeros en el rincón donde habían estado los niños, pero todos superaban los paneles.
—Suerte —comentó Chávez.
—Un poco —dijo Price—. Ese es el que liquidamos juntos, Ding. Disparaba sin apuntar… tal vez a nosotros, no a ellos, creo yo.
—Buen trabajo, Eddie.
—Por cierto —celebró Price. Salieron juntos, dejando atrás un reguero de cadáveres que la policía debería recoger.
***
—Comando, aquí Mr. Oso, qué está pasando, cambio.
—Misión cumplida, no hay heridos. Bien hecho, Mr. Oso —dijo Clark.
—Entendido y gracias, señor. Mr. Oso se despide. Fuera. Tengo que mear —le dijo Malloy a su copiloto, dirigiendo el Night Hawk hacia la base aérea.
Homer Johnston bajó corriendo la escalerilla del Bombardero, muchas veces deslizándose varios metros con el rifle colgado del hombro. Una vez en tierra corrió varios metros hasta llegar al castillo. Allí se encontró con un médico vestido de blanco que miraba perplejo al hombre que Johnston había abatido.
—¿Cómo está? —preguntó el sargento. No hacía falta. El sujeto se apretaba el vientre con ambas manos, cubiertas de una sangre extrañamente negruzca bajo las luces del patio.
—No sobrevivirá —dijo el doctor Weiler. Tal vez, si estuviera en la sala de operaciones de un hospital tendría una mínima chance, pero se estaba desangrando por el páncreas lacerado y probablemente tenía el hígado destruido… Y no, no, sin un trasplante de hígado no tendría la menor posibilidad, y lo único que podía hacer Weiler era inyectarle morfina para aliviar el dolor. Buscó una jeringa en su maletín.
—Ese es el que mató a la niña —le dijo Johnston—. Supongo que apunté un poco bajo —prosiguió, contemplando los ojos abiertos y la cara macilenta que dejaba escapar gemidos de tanto en tanto. De haber sido un ciervo o un alce, Johnston lo hubiera acabado con un disparo en la cabeza o en el cuello. Pero ese no era método para blancos humanos. Muérete de a poco, lentamente, maldito miserable, farfulló para sus adentros. Lo desilusionó que el médico le aplicara una inyección contra el dolor… pero los médicos debían cumplir su juramento, tal como él mismo debía cumplir el suyo.
—Muy bajo —dijo Chávez, acercándose al último terrorista con vida.
—Supongo que apreté el gatillo con demasiada fuerza —respondió el riflero.
Chávez lo miró directo a los ojos.
—Sí, claro. Ve a buscar tu equipo.
—En seguida —los ojos del sujeto se ablandaron cuando la droga ingresó a su torrente sanguíneo, pero siguió aferrándose la herida con las manos, acostado sobre un charco cada vez más grande de sangre negra y espesa. Finalmente, miró por última vez a Johnston.
—Buenas noches, miserable —dijo el riflero en voz muy baja. Diez segundos después dio media vuelta y regresó al Bombardero para recuperar el resto de su equipo.
Había un montón de calzoncillos y bombachas mojados en el consultorio, y un montón de niños con los ojos muy abiertos. Acababan de vivir una pesadilla que recordarían dolorosamente en el futuro. Los Rainbow intentaban darles ánimo. Uno de ellos vendó al único herido, un niño.
El centurión de la Cruz todavía estaba allí, ya que se había negado a que lo evacuaran. Cuando los soldados se quitaron los protectores corporales y los apoyaron contra la pared, el español vio sus insignias militares. Estadounidenses, británicos, alemanes… todos satisfechos por la labor cumplida.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en español.
—Lo siento, no puedo decirlo —replicó Chávez—. Pero vi lo que hizo en el video. Lo felicito, sargento.
—Y yo a usted, eh…
—Chávez. Domingo Chávez.
—¿Estadounidense?
—Sí.
—¿Hay niños heridos?
—Sólo el que está allá.
—¿Y los… criminales?
—Ya no violarán más leyes, amigo. Nunca más —dijo entre dientes el Líder del Comando 2.
—Bueno —de la Cruz se acercó a estrecharle la mano—. ¿Fue duro?
—Siempre es duro, pero nos entrenamos para cosas duras, y mis hombres son…
—Tienen todo el aspecto —acotó de la Cruz.
—Usted también —retrucó Chávez—. Eh, muchachos, este es el hombre que los enfrentó con la espada.
—¿Ah, sí? —Mike Pierce se acercó—. Yo terminé lo que usted empezó, señor. Muy cojonudo de su parte, viejo —Pierce le estrechó la mano. El resto de los soldados hicieron lo mismo.
—Debo… debo… —de la Cruz se levantó y salió por la puerta. Regresó cinco minutos después, acompañado por John Clark y cargando…
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Chávez.
—El águila de la legión, la VI Legio Victrix —les dijo el centurión, levantándola con una sola mano—. La legión victoriosa. ¿Me permite, señor Dennis?
—Sí, Francisco —replicó el director del parque con expresión circunspecta.
—Con el respeto de mi legión, señor Chávez. Colóquela en un sitial de honor.
Ding la recibió. La maldita cosa debía pesar treinta kilos, bañada en oro como estaba. Sería un trofeo fabuloso para el club en Hereford.
—Así lo haremos, amigo mío —le prometió al exsargento, mirando fijamente a John Clark.
El estrés empezaba a manifestarse, acompañado por la habitual sensación de júbilo y fatiga. Los soldados miraron a los niños que habían salvado quienes, aunque todavía amilanados y asustados por la noche, pronto se reunirían con sus padres. Escucharon el motor de un ómnibus. Steve Lincoln abrió la puerta y miró bajar a un grupo de adultos. El consultorio médico se llenó de gritos alborozados.
—Es hora de partir —dijo John. Antes de hacerlo, se acercó a estrechar la mano del centurión apócrifo.
Una vez afuera, Eddie Price cumplió su ritual. Llenó su pipa de tabaco, sacó un fósforo de cocina del bolsillo y lo frotó contra la pared de piedra del consultorio. Encendió su pipa curva y dio una larga y victoriosa chupada mientras los padres entraban y salían con sus hijos, muchos de ellos llorando al recuperarlos.
El coronel Gamelin se acercó.
—¿Están en la Legión? —preguntó.
Loiselle se encargó de responderle.
—En cierto sentido, monsieur —dijo en francés. Levantó la vista y observó una cámara de vigilancia apuntada directamente a la puerta, probablemente para registrar el acontecimiento… los padres saliendo con sus hijos, algunos deteniéndose a felicitar a los miembros del Rainbow. Luego Clark los acompañó de regreso al castillo, y desde allí al subsuelo. En el camino, los Guardias Civiles y los comandos especiales se saludaron con mutuo respeto.