LA ESPADA DE LA LEGIÓN
El paseo compartido de Thompson CSF había sido planeado con varios meses de anticipación. Los seiscientos niños habían estudiado horas extra para adelantar sus tareas escolares, y el acontecimiento también tenía implicancias comerciales. Thompson estaba instalando sistemas computarizados de control en el parque (era parte de la transición de la empresa: de fábrica de productos militares a firma de ingeniería electrónica), basándose en su experiencia militar. Los nuevos sistemas de control —con los que la gerencia del Parque Mundial podría monitorear las actividades de todo el establecimiento— eran una variedad lineal de los sistemas de transferencia de información creados para las fuerzas terrestres de la OTAN. Eran aparatos plurilingües y fáciles de usar que transmitían la información a través de éter espacial (en lugar de hacerlo por línea terrestre de cobre), lo que permitía ahorrar varios millones de francos. Por otra parte, Thompson había adquirido los sistemas a tiempo y en precio (destreza que todos los contratistas de defensa del planeta estaban empezando a aprender).
En reconocimiento al exitoso cumplimiento del contrato con un cliente comercial de perfil sumamente alto, los directivos de Thompson habían cooperado con el Parque Mundial en la preparación del picnic organizado para la empresa. Todos los integrantes del grupo, niños incluidos, vestían remeras rojas con el logo de la empresa y por el momento permanecían juntos. Avanzaban en grupo rumbo al centro del parque, escoltados por seis trasgos que danzaban camino al castillo con sus pies descalzos y absurdamente gigantescos y sus cabezas enormes y peludas. También los escoltaban legionarios, encabezados por los dos portaestandartes vestidos con piel de lobo y el portador del águila dorada —sagrado emblema de la VI Legio Victrix, cuya antecesora databa del emperador Tiberio (año 20 d. C.), ahora acuartelada en el Parque Mundial, España— ataviado con una piel de león. Los empleados del parque que formaban parte de la legión habían adquirido su espíritu y marchaban voluntariosos, blandiendo sus espadas de fabricación española y portando gallardamente sus escudos en la mano izquierda. Se movían en grupo, tal como sus ideales ancestros victoriosos lo habían hecho veinte siglos atrás: sus predecesores habían sido la primera y única línea de defensa de la colonia romana que fuera en el pasado esa región de España.
Lo único que el grupo de Thompson CFS no tenía era una avanzada de gente que los guiara portando enormes banderas. De todos modos, era una de las tantas afectaciones japonesas. Luego del primer día de ceremonias, la gente de Thompson podría moverse por su cuenta y disfrutar sus cuatro días en el parque como turistas normales.
Mike Dennis observaba la procesión por los monitores de TV de su oficina mientras reunía sus notas. Los soldados romanos eran una de las atracciones más populares del parque temático, lo suficiente para haber aumentado su cantidad de cincuenta a más de cien y haber establecido un trío de centuriones para que los comandara. Los centuriones se distinguían por las plumas laterales de sus yelmos, en tanto los legionarios vulgares usaban yelmos con una pluma adelante y otra atrás. Los actores que los interpretaban practicaban esgrima regularmente e incluso se rumoreaba que algunas espadas tenían filo, cosa que Dennis no se había tomado la molestia de verificar y que tendría que prohibir en caso de hacerlo. Pero todo lo que era bueno para la moral de los empleados era bueno para el parque, y él tenía por norma permitir que cada departamento se autogobernara, con interferencia mínima de su centro de comando en el castillo. Amplió la imagen de la multitud con el mouse de su computadora. Faltaban veinte minutos para abrir las puertas y ese era… oh, sí, era Francisco de la Cruz al frente del desfile. Francisco era un sargento retirado de las fuerzas paramilitares españolas que se dedicaba a encabezar desfiles, ¿no? Era un tipo de aspecto recio, más de cincuenta años, brazos musculosos y barba tan gruesa —el Parque Mundial permitía usar bigotes a sus empleados, pero no barbas— que debía afeitarse dos veces por día. Al principio les resultaba un tanto intimidante a los niños, pero su estilo de papá oso los conquistaba inmediatamente… más que nada, les gustaba jugar con la pluma roja de su yelmo. Dennis pensó que debía invitarlo a almorzar uno de esos días. Dirigía bien su pequeño departamento y merecía ciertas deferencias de la cúpula.
Abrió un sobre de papel manila. Tendría que darles un discurso de bienvenida a los empleados de Thompson, seguido por un desfile de trasgos acompañados por banda de música itinerante y una cena en el restaurante del castillo. Miró el reloj, se levantó y fue hacia el pasillo que conducía al patio del castillo a través de un pasaje disimulado por una puerta «secreta». Los arquitectos que construyeron el parque recibieron un cheque en blanco y utilizaron muy bien los petrodólares del Golfo, aunque el castillo no era del todo auténtico. Tenía salidas de incendio, asperjadores y estructura de acero, no era una masa de ladrillos apilados.
—¿Mike? —llamó una voz.
—¿Sí, Pete?
—Teléfono, llama el director.
El ejecutivo volvió corriendo a su oficina, todavía aferrando su discurso de bienvenida.
Francisco —Pancho para sus amigos— de la Cruz no era un hombre alto, pero sí ancho de hombros, y sus piernas como pilares hacían temblar la tierra cuando marchaba, rígido y resuelto, tal como le había dicho un historiador que acostumbraban hacerlo los legionarios. El casco de hierro era pesado y podía sentir los vaivenes de la pluma que lo coronaba. Con el brazo izquierdo sostenía el enorme y pesado scutum (el escudo de los legionarios que llegaba desde el cuello a los tobillos) hecho de madera laminada con un pesado bloque de hierro en el centro con la imagen de Medusa y bordes de metal. Los romanos debían haber sido soldados recios para marchar a la batalla con semejante uniforme… casi treinta kilos de peso, incluyendo accesorios y vianda. El parque había hecho réplicas de todo, aunque la calidad del metal seguramente superaba la de los herreros del imperio romano. Seis niños se habían formado tras él, emulando su marcha fuerte y decidida. Eso le gustaba. Sus propios hijos estaban ahora en el ejército español, siguiendo los pasos de su padre… tal como esos niñitos franceses. Para de la Cruz, el mundo era perfecto.
A pocos metros de distancia, el mundo empezaba a ser perfecto para Jean-Paul, René y Esteban (este último con una nube de globos aferrados a la muñeca; de vez en cuando vendía uno). Los demás, vistiendo sus sombreros blancos, se habían mezclado con la multitud. Ninguno de los terroristas usaba las remeras rojas de Thompson, aunque no hubiera sido difícil conseguirlas. En cambio, vestían camisas negras del Parque Mundial que combinaban con los sombreros y todos, excepto Esteban y André, llevaban mochilas… como la mayoría de los visitantes del Parque Mundial.
Los trasgos acomodaron a la gente en sus lugares unos minutos antes. Los adultos bromeaban entre ellos y los niños señalaban cosas y reían (la alegría que iluminaba sus rostros pronto se transformaría en otra cosa), algunos corrían entre los adultos y jugaban a las escondidas en medio de la multitud… y había dos en silla de ruedas… No, no eran parte del grupo Thompson. Esteban vio que llevaban los distintivos de acceso privilegiado pero no las remeras rojas.
André también los vio. Una era la niñita moribunda holandesa del día anterior y el otro… inglés, a juzgar por el aspecto de su padre, que empujaba la silla de ruedas a través de la multitud rumbo al castillo. Sí, los quería a ambos. Mucho mejor que no fueran franceses, ¿verdad?
Dennis se había sentado en su escritorio. La llamada requería cierta información detallada que debía buscar en su computadora. Sí, las ganancias quincenales del parque superaban las proyecciones en un 4,1 por ciento… Sí, la temporada baja había resultado un poco menos baja de lo que esperaban. El clima inusualmente favorable era la explicación, explicó Dennis, y no se podía contar con eso, pero las cosas marchaban muy bien, salvo por problemas en las computadoras de dos juegos. Sí, en ese momento había dos ingenieros de software tratando de solucionarlos… Sí, los gastos serían cubiertos por la garantía del fabricante, y sus representantes se habían mostrado dispuestos a cooperar… bueno, como para no estarlo. Sí, estaban licitando dos diseños de megajuegos que dejarían boquiabierto al mundo entero. El director todavía no había visto la propuesta, pero la consideraría en su próximo viaje a España dentro de tres semanas. Harían programas televisivos sobre el concepto y el diseño de los dos megajuegos, prometió Dennis al director, especialmente para el mercado estadounidense de televisión por cable. No sería extraño que atrajeran clientes estadounidenses… robándoselos al imperio Disney que había inventado el parque temático. El director saudita, que en un principio había invertido en el Parque Mundial porque a sus hijos les encantaba subirse a juegos que él ni siquiera podía mirar, manifestó entusiasmo por las nuevas atracciones sin preguntar demasiado, dispuesto a dejarse sorprender por Dennis cuando llegara el momento.
—¿Qué diablos…? —dijo Dennis, tapando la bocina del teléfono y levantando la vista.
Todos saltaron por el ruido cuando el quebradizo staccato de la ametralladora de Jean-Paul disparó una larga ráfaga al aire. En el patio del castillo la gente retrocedió instintivamente al ver al hombre barbado apuntar su arma hacia arriba y disparar una breve lluvia de carcazas de bronce en el aire. Como buenos civiles que eran, durante los primeros segundos se limitaron a mirar, impactados, sin sentir miedo todavía…
… y luego vieron al tirador entre ellos… y retrocedieron para apartarse de él en lugar de atraparlo o detenerlo… y los demás sacaron sus armas de las mochilas, pero no dispararon… como si estuvieran esperando una señal o algo…
Francisco de la Cruz estaba parado detrás de uno de ellos y vio emerger el arma antes de que el primero disparara. Su cerebro reconoció la agresiva pero familiar forma de una ametralladora Uzi israelí de 9 mm. Con los ojos clavados en ella, verificó dirección y distancia y comprendió que no pertenecía al parque. El impacto del momento pasó como un relámpago, sus veintitantos años de servicio uniformado afluyeron a su conciencia, y de la Cruz empezó a moverse a dos metros de distancia del criminal barbado.
Los ojos de Claude captaron el movimiento y se dio vuelta para mirar… ¿qué era eso? Un hombre con armadura romana y el casco más extraño que había visto en su vida avanzaba hacia él. Giró para enfrentar la amenaza y…
… el centurión de la Cruz actuó en base a un instinto militar que se transformó en el tiempo y el espacio. Blandiendo la espada con la mano derecha, levantó el escudo para interceptar la boca de la Uzi con el medallón de hierro. Un primo lejano de Toledo le había hecho la espada para el disfraz. Era de acero laminado, como la del Cid, y tenía el filo de una navaja de afeitar… y de la Cruz era nuevamente un soldado y, por primera vez en toda su carrera, tenía a un enemigo armado frente a él y un arma en la mano, y ahora la distancia era inferior a dos metros, y ametralladora o no, él iba a…
… Claude disparó una ráfaga rápida (tal como le habían enseñado a hacerlo) en el centro masivo del blanco amenazante, que casualmente estaba formado por tres centímetros de hierro. Las balas rebotaron, fragmentándose…
… de la Cruz sintió el impacto de los fragmentos en el brazo izquierdo, pero dolía menos que una picadura de insecto. Siguió avanzando, blandiendo la espada a derecha e izquierda. El borde filoso hizo el resto: abrió en dos el antebrazo del cabrón, justo debajo de la manga. Por primera vez en su vida, el centurión Francisco de la Cruz derramó sangre enemiga…
… Claude sintió el dolor. Movió el brazo derecho y apretó el gatillo. La ráfaga prolongada atravesó el escudo, abajo y a la derecha del medallón de hierro. Tres balas se incrustaron en la pierna izquierda del centurión, una de ellas le rompió la tibia y lo hizo gritar de dolor mientras daba su segundo golpe letal… y le erraba a la garganta del miserable por un bigote de gato. Su cerebro ordenó actuar a sus piernas, pero sólo le funcionaba una, y la otra tambaleó vergonzosamente haciéndolo caer a la izquierda y al frente…
Mike Dennis corrió a la ventana en lugar de usar los monitores de TV. Otros los estaban mirando y las tomas de las distintas cámaras serían registradas automáticamente en el banco de VCR del parque. Su cerebro no podía dar crédito a sus ojos, pero estaba pasando, y por imposible que fuera, tenía que ser real. Varios hombres armados rodeaban el área de las remeras rojas y las azuzaban como perros pastores rumbo al patio del castillo. Se dio vuelta.
—¡Cierre de seguridad, cierre de seguridad ya! —le ordenó al operador del tablero de control maestro. Las puertas del castillo se cerraron con un simple clic del mouse.
—¡Llame a la policía! —ordenó Dennis. Eso también estaba programado. El sistema de alarma emitió una señal a la barraca policial más próxima. Era la alarma antirrobo, pero por el momento bastaría. Levantó el teléfono y marcó el número de la policía. La única contingencia de emergencia que habían planeado era el robo a la caja, y dado que sería necesariamente un crimen mayor cometido por un número de delincuentes armados, la respuesta interna del parque a la señal de alarma también estaba programada. Todos los juegos y atracciones se detendrían en el acto y la gente recibiría instrucciones de regresar inmediatamente a sus hoteles o a la playa de estacionamiento, debido a una emergencia inesperada en el parque… Dennis pensó que el ruido de las ametralladoras habría llegado lejos y que los visitantes del parque comprenderían la urgencia del momento.
Eso era lo divertido, pensó André. Le pidió un sombrero sobrante a uno de sus camaradas y tomó el arma que Jean-Paul había llevado para él. A pocos metros de distancia, Esteban dejó escapar los globos, que se perdieron en el aire mientras él también sacaba su arma.
Los niños no estaban tan manifiestamente asustados como sus padres, tal vez porque pensaban que se trataba de otra atracción mágica del parque, aunque el ruido les había lastimado los oídos y los había hecho saltar. Pero el miedo es contagioso, y los niños pronto comprendieron la emoción que expresaban los ojos de sus padres, y uno por uno se aferraron a las manos y piernas de sus mayores, mirando a los adultos que corrían en torno a la multitud de remeras rojas, llevando cosas que parecían… armas. Los niños las reconocieron: se parecían a sus juguetes, aunque obviamente no lo eran.
René estaba al mando. Avanzó hacia la entrada del castillo mientras los demás vigilaban los movimientos de la multitud. Miró a su alrededor, observando a los que estaban fuera del perímetro de su grupo. Muchos se habían arrodillado para ocultarse. Otros tomaban fotos, o filmaban. Algunos captarían su cara de cerca, pero no podía hacer nada para impedirlo.
—¡Dos! —gritó—. ¡Selección de rehenes!
—Dos —respondió Jean-Paul. Se acercó violentamente a un grupo de personas y aferró por el brazo a una niña francesa de cuatro años.
—¡No! —gritó la madre. Jean-Paul la apuntó con el arma. La mujer se crispó pero se mantuvo firme, aferrando los hombros de su hija.
—Muy bien —dijo «Dos», bajando el cañón del arma—. Entonces la mataré a ella —en menos de un segundo, la boca de su Uzi se restregaba contra el cabello cobrizo de la pequeña. La madre gritó con más fuerza, pero apartó las manos de su hija.
—Ve hacia allá —le ordenó Jean-Paul a la niña, señalando a Juan. La chica hizo lo que le ordenaba, mirando boquiabierta a su madre desolada mientras el hombre armado elegía más niños.
André estaba haciendo lo mismo en otro sector de la multitud. Antes que nada, fue a buscar a la pequeña holandesa. Anna, se leía en su tarjeta de acceso privilegiado. Sin decir palabra, apartó al padre de la niña de la silla de ruedas y la empujó hacia el castillo.
—Mi hija está enferma —protestó el padre en inglés.
—Sí, me doy cuenta —replicó André en el mismo idioma y fue a seleccionar otro niño enfermo. Serían rehenes de excepción.
—¡Maldito miserable! —le espetó la madre de su nueva víctima. La Uzi de André le partió la nariz y un río de sangre le bañó la cara. Así aprendería a no hablar de más.
—¡Mamá! —gritó el niño, mientras André empujaba su silla hacia el castillo con una sola mano. El niño se dio vuelta y vio caer a su madre. Un empleado del parque, un barrendero, corrió a socorrerla, pero ella siguió gritando el nombre de su hijo: ¡Tommy!
A sus gritos se sumaron los de cuarenta parejas de padres, todos ellos enfundados en las remeras rojas de la empresa Thompson. La pequeña multitud entró al castillo y los demás permanecieron inmóviles varios segundos. Luego, lentamente, comenzaron a avanzar hacia la calle España.
—Carajo, vienen hacia aquí —vio Mike Dennis. Todavía estaba hablando por teléfono con el capitán de las barracas locales de la Guardia Civil.
—Hágase humo —le dijo el capitán inmediatamente—. Si tiene alguna manera de abandonar el área, ¡úsela ahora mismo! Necesitamos su ayuda y la de su gente. ¡Salga ya mismo de allí!
—Pero, maldita sea, esa gente es responsabilidad mía.
—Sí, lo es, y puede hacerse cargo de su responsabilidad desde afuera. ¡Ya! —le ordenó el capitán—. ¡Salga!
Dennis colgó el teléfono y miró a las quince personas que integraban el centro de comando.
—Síganme, señores. Vamos al centro de comando de emergencia. Ya mismo —enfatizó.
Por muy real que pareciera, el castillo no era real. Había sido construido con ciertas comodidades modernas, como ascensores y escaleras de incendios. Dennis pensó que los ascensores estarían probablemente vigilados, pero recordó que una de las escaleras de incendio conducía directamente al subsuelo. Caminó hasta la puerta indicada, la abrió e hizo señas a sus empleados para que salieran. Todos obedecieron, en su mayoría contentos de escapar de ese lugar repentinamente peligroso. El último le arrojó un manojo de llaves y Dennis cerró la puerta tras él y bajó corriendo los cuatro pisos de escalera de caracol. Un minuto después estaba en el subsuelo, atestado de empleados y visitantes rescatados del sector de peligro por trasgos, legionarios y otros empleados uniformados del parque. También había un grupo de personal de seguridad, pero ninguno portaba un arma más ofensiva que su radio. Había armas de fuego en el salón de recuento, pero guardadas bajo llave. Además, sólo unos pocos empleados del parque estaban preparados y autorizados a utilizarlas y Dennis no quería disparos. El puesto de comando de emergencia del Parque Mundial estaba fuera del perímetro del parque, justo al final del subsuelo. Dennis corrió detrás de sus empleados hacia la salida que conducía a la playa de estacionamiento para el personal. Tardaron aproximadamente cinco minutos. Cuando llegaron, vio su escritorio vacío y el teléfono conectado directamente con la Guardia Civil.
—¿Está a salvo? —preguntó el capitán.
—Por ahora, sí —respondió Dennis, mirando su oficina del castillo por el monitor.
—Por aquí —les dijo André. Pero, la puerta estaba cerrada. Retrocedió y disparó contra el picaporte… que se sacudió por el impacto pero permaneció cerrado, al contrario de lo que pasa en las películas. René probó con la Uzi, que destrozó esa parte de la puerta y le permitió abrirla. Guio a sus rehenes escaleras arriba y pateó la puerta del centro de comando… vacío. Desgranó una sarta de insultos y maldiciones al descubrirlo.
—¡Los estoy viendo! —dijo Dennis por teléfono—. Un hombre… dos… seis hombres armados… ¡Dios mío, tienen niños! —Uno de ellos avanzó hacia una cámara de vigilancia, apuntó su pistola e hizo desaparecer la imagen.
—¿Cuántos hombres armados? —preguntó el capitán.
—Por lo menos seis, tal vez diez, tal vez más. Tomaron niños como rehenes. ¿Se da cuenta? Tienen niños.
—Comprendo, señor Dennis. Ahora debo dejarlo y coordinar nuestra respuesta. Por favor, espere.
—Sí —Dennis activó los otros controles para ver qué sucedía en el parque—. Carajo —masculló. La furia estaba reemplazando al primer impacto. Luego llamó al director para informarlo, preguntándose qué diablos diría cuando el príncipe saudita preguntara qué estaba pasando… ¿un atentado terrorista contra un parque de diversiones?
En su oficina, el capitán Darío Gassman llamó a Madrid para reportar el incidente. Tenía un plan de crisis para sus barracas, que en ese momento estaba siendo implementado por sus hombres. Diez patrulleros y dieciséis policías atravesaban a toda velocidad la autopista desde distintas direcciones y zonas de patrullaje. Lo único que sabían era que debían implementar el Plan W. La primera misión era establecer un perímetro, con órdenes de impedir toda entrada y/o salida… esto último pronto demostraría ser evidentemente imposible. Otras cosas sucedían en Madrid mientras el capitán Gassman corría a su auto para dirigirse al Parque Mundial. Tardaría treinta minutos en llegar (incluso con luces y sirena). Ese tiempo le daría la ocasión de pensar en relativa paz, a pesar del ruido de la calle. Tenía dieciséis hombres allí o en camino, pero si había diez criminales armados en el Parque Mundial no serían suficientes, ni siquiera para establecer un perímetro externo e interno. ¿Cuántos hombres más necesitaría? ¿Tendría que llamar al comando de emergencia nacional creado hacía pocos años por la Guardia Civil? Probablemente sí. ¿Qué clase de criminales atacaban el Parque Mundial a esa hora del día? El mejor momento para robar era la hora de cierre, y para eso se habían entrenado él y sus hombres… porque sólo entonces el dinero estaba preparado, clasificado y colocado en bolsas de tela para ser trasladado al banco, y protegido por personal del parque y a veces por policías… ese era el momento de mayor vulnerabilidad. Pero no, estos delincuentes habían elegido el día y tomado rehenes… niños, recordó Gassman. Entonces ¿eran ladrones u otra cosa? ¿Qué clase de criminales eran? ¿Y si eran terroristas…: habían tomado rehenes… niños… terroristas vascos? Maldición, ¿qué eran entonces?
***
Pero las cosas ya se estaban escapando de las manos de Gassman. El ejecutivo más importante de Thompson estaba hablando por celular con los cuarteles generales de su compañía. La llamada fue rápidamente transmitida a su director, atrapado en medio de un agradable almuerzo… obviamente abortado en el acto. El director llamó al ministro de Defensa y las cosas se pusieron rápidamente en marcha. El informe del gerente de Thompson presente en la escena había sido conciso e inequívoco. El ministro de Defensa lo llamó personalmente e hizo que su secretario anotara todo lo necesario. Las notas fueron tipeadas y faxeadas al primer ministro y al ministro del Exterior, y este último llamó a su colega español para pedirle confirmación urgente. Ya era una práctica política, y se hizo otra llamada en el ministerio de Defensa.
—Sí, habla John Clark —dijo Rainbow Six por teléfono—. Sí, señor. ¿Dónde es exactamente…? Ya veo… ¿cuántos? OK. Por favor, envíenos toda la información adicional que reciba… No, señor, no podemos movernos hasta que el gobierno nacional haga el pedido. Gracias, señor ministro —Clark apretó otro botón—. Ven inmediatamente, Al. Tenemos trabajo en puerta —luego hizo el mismo pedido a Bill Tawney, Bellow, Chávez y Covington.
El ejecutivo de Thompson, todavía en el Parque Mundial, reunió a los suyos en un puesto de comida y los contó. Ex oficial del ejército francés, trabajó dura y rápidamente para poner orden en el caos. Apartó a los empleados que habían conservado a sus hijos. Contó a los demás y determinó que faltaban treinta y tres niños, más uno o dos en silla de ruedas. Los padres estaban predeciblemente frenéticos pero él logró controlarlos al tiempo que intentaba dominar sus propias emociones y agradecía a Dios que sus hijos fueran demasiado grandes para haber hecho el viaje. Una vez hecho eso alejó a su gente del castillo, ubicó a un empleado del parque, y le preguntó dónde podía encontrar teléfonos y máquinas de fax. El grupo fue escoltado a través de una puerta vaivén de madera a un disimulado edificio de servicios y luego al subsuelo. Desde allí fueron al puesto de comando de emergencia, donde encontraron a Mike Dennis, todavía aferrado a la carpeta que contenía el discurso de bienvenida para el grupo Thompson mientras intentaba encontrarle alguna lógica a lo que estaba pasando.
***
Gassman llegó en ese momento, a tiempo para ver la transmisión por fax de la lista de rehenes conocidos a París. El ministro de Defensa francés llamó menos de un minuto después. Resultó conocer al ejecutivo de Thompson, el coronel Robert Gamelin, quien había dirigido el equipo de producción del sistema de control de incendios de segunda generación para barcos tanque pocos años atrás.
—¿Cuántos?
—Treinta y tres de nuestro grupo, tal vez más, pero los terroristas parecen haber elegido especialmente a nuestros niños, señor ministro. Este es un trabajo para la Legión —dijo el coronel Gamelin, aludiendo al comando de operaciones especiales de la Legión Extranjera.
—Veremos, coronel —fin de la comunicación.
—Soy el capitán Gassman —le dijo a Gamelin el tipo del sombrero extravagante.
—Maldición, el año pasado llevé a mi familia allí —dijo Peter Covington—. Se necesitaría un batallón completo para recuperar el lugar. Es una pesadilla: montones de edificios, montones de espacio, muchos pisos. Creo que incluso tiene un área de servicios subterránea.
—¿Mapas, diagramas? —le preguntó Clark a la señora Foorgate.
—Voy a ver —replicó ella, abandonando la sala de conferencias.
—¿Qué sabemos? —preguntó Chávez.
—No mucho, pero los franceses están preocupados y exigen que los españoles nos dejen entrar y…
—Acaba de llegar esto —dijo Alice Foorgate, entregándole un fax y volviendo a salir.
—Lista de rehenes… Dios santo, son todos niños, de cuatro a once años de edad… treinta y tres en total… carajo —resopló Clark. Volvió a mirar la lista y se la pasó a Stanley.
—Ambos comandos, en caso de que nos despleguemos —dijo el escocés en el acto.
—Sí —Clark asintió—. Así parece.
Sonó el teléfono.
—Llamada para el señor Tawney —anunció una voz femenina por el speaker.
—Habla Tawney —dijo el jefe de inteligencia levantando el receptor—. Sí, Roger… sí, lo sabemos, recibimos un llamado de… ah, ya veo. Muy bien. Permíteme arreglar unas cosas antes, Roger. Gracias —colgó—. El gobierno español requirió a través de la embajada británica en Madrid que acudamos de inmediato.
—OK, gente —dijo John poniéndose de pie—. Ensillen los caballos. Carajo, esta vez nos llamaron rápido.
Chávez y Covington salieron corriendo hacia los edificios de sus respectivos comandos. El teléfono de Clark volvió a sonar.
—¿Hola? —Escuchó durante varios minutos—. OK, para mí está bien. Gracias, señor.
—¿Quién era, John?
—EL MOD acaba de pedir un MC-130 al Ala Primera de Operaciones Especiales. Nos lo están enviando, junto con el helicóptero de Malloy. Evidentemente hay una pista aérea militar a veinte kilómetros de donde vamos y Whitehall intenta despejarnos el camino —lo mejor de todo, omitió agregar, era que el Hércules los sacaría directamente de Hereford—. ¿Cuándo podemos empezar a movernos?
—En menos de una hora —replicó Stanley luego de pensarlo un segundo.
—Bueno, porque ese pájaro Hércules llegará en aproximadamente cuarenta minutos o menos. La tripulación ya lo está abordando.
—Escuchen, muchachos —estaba diciendo Chávez a medio kilómetro de distancia—. Tenemos una misión. Botas y monturas, mis valientes. A la carga.
Empezaban a moverse hacia el guardaenseres cuando el sargento Patterson hizo la obvia objeción:
—Le toca el turno al Comando 1, Ding. ¿Qué nos importa?
—Parece que nos necesitan a ambos, Hank. Hoy salimos todos.
—Carajo —masculló Patterson yendo hacia el guardarropa.
Los equipos ya estaban empacados, siempre listos por cuestiones de rutina. Los contenedores de plástico llegaron a la puerta antes que el camión que debía transportarlos.
El coronel Gamelin se enteró antes que el capitán Gassman. El ministro de Defensa francés lo llamó personalmente para anunciarle que un comando de operaciones especiales iba camino allí por expreso pedido del gobierno español y llegaría en menos de tres horas. Gamelin transmitió la información a su gente, provocando cierto inevitable malestar en el oficial de policía español, quien a su vez llamó a su ministro en Madrid para informarle lo que estaba ocurriendo. Por su parte, el ministro acababa de enterarse por el Ministerio del Exterior español. Habían enviado más fuerzas policiales con la orden de no actuar más allá de los límites del perímetro establecido. Gassman se desconcertó ante el cambio de mandos, pero tenía sus órdenes. Contando con treinta policías en escena o en camino, ordenó que un tercio de ellos ingresaran al perímetro, lenta y cuidadosamente, y se dirigieran al castillo… mientras los otros dos tercios ingresaban por el subsuelo, con las armas enfundadas o con el seguro puesto, y con órdenes de no disparar bajo ninguna circunstancia, instrucción esta última más fácil de dar que de recibir.
***
Las cosas marchaban bien hasta el momento, pensó René, y el centro de comando del parque era mucho mejor de lo que esperaba. Estaba aprendiendo a usar el sistema de computadoras para seleccionar las cámaras de TV que aparentemente cubrían todo el predio, desde las playas de estacionamiento hasta los sectores de espera para los diversos juegos y atracciones. Las imágenes eran en blanco y negro, y una vez seleccionada una se podía ampliar o panear la cámara para buscar algo. Había veinte monitores empotrados en las paredes de la oficina, cada uno conectado por terminal de computadora a por lo menos cinco cámaras. Nadie podía acercarse al castillo sin ser visto por el sistema. Excelente.
En la oficina de los secretarios, puerta de por medio, André había hecho sentar a los niños en el suelo, muy juntos, salvo los dos inválidos colocados contra la pared. Todos los niños tenían los ojos muy abiertos y asustados (obviamente) y por el momento estaban tranquilos (lo cual le resultaba particularmente agradable). Se había colgado la ametralladora del hombro. Por el momento no era necesaria, ¿verdad?
—Quédense quietos —les dijo en francés, y entró al centro de comando—. Uno —llamó.
—Sí, Nueve —respondió René.
—Todo bajo control aquí. ¿Llegó el momento de llamar?
—Sí —dijo Uno. Se sentó, levantó el teléfono, examinó los botones y apretó el que parecía más apropiado.
—¿Hola?
—¿Quién habla?
—Soy Mike Dennis. Director general del parque.
—Bien, soy Uno, y ahora estoy al mando de su Parque Mundial.
—Está bien, señor Uno. ¿Qué desea?
—¿La policía está con usted?
—Sí, están aquí conmigo.
—Bueno. Quiero hablar con el comandante.
—¿Capitán? —Dennis le hizo señas. Gassman dio tres pasos hacia su escritorio.
—Soy el capitán Darío Gassman de la Guardia Civil.
—Yo soy Uno. Estoy al mando. Usted sabe que tenemos más de treinta rehenes ¿no?
—Sí, soy consciente de eso —replicó el capitán, manteniendo la calma dentro de lo posible. Había leído muchos libros y recibido entrenamiento para hablar con terroristas que habían tomado rehenes, pero ahora deseaba haber prestado mayor atención—. ¿Tiene algo que pedirme?
—Yo no pido. Yo doy órdenes que deberán ser cumplidas en el acto. Y usted tendrá que transmitirlas a los demás. ¿Entendido?
—Sí, comprendo.
—Todos nuestros rehenes son franceses. Usted establecerá una línea de comunicación con la embajada de Francia en Madrid. Mis órdenes están dirigidas a ellos. Por favor, tenga presente que ninguno de nuestros rehenes es ciudadano de su país. Esto es entre nosotros y los franceses. ¿Comprende?
—Señor Uno, la seguridad de esos niños es mi responsabilidad. Están en suelo español.
—Como guste —replicó Uno—. De todos modos, me pondrá en contacto con la embajada francesa inmediatamente. Avíseme cuando lo haya hecho.
—Primero debo transmitir su pedido a mis superiores. Volveré a hablar con usted cuando conozca sus órdenes.
—Que sea rápido —dijo René antes de cortar.
Había ruido en el fondo. Los cuatro motores Allison rugieron cuando el MC-130 aceleró rumbo a la pista y rotó abruptamente, ascendiendo al cielo para su primer vuelo a España. Clark y Stanley estaban en el compartimento de comunicaciones, escuchando lo mejor que podían (con sus auriculares fuertemente aislados) la información que iba llegando, inconexa y fragmentada como de costumbre. La voz les prometió mapas y planos cuando llegaran a destino, pero no proporcionó información adicional sobre la cantidad o la identidad de los terroristas… estaban trabajando en eso, precisamente. Justo en ese momento llegó un fax de París a través de los cuarteles generales del Ala Primera de Operaciones Especiales de Estados Unidos, que tenía equipos de comunicación por línea segura constantemente conectados con Hereford. Era otra lista de rehenes. Esta vez, Clark se tomó tiempo para leer los nombres y una parte de su mente intentó conjurar los rostros que los acompañaban, sabiendo que se equivocaría irremediablemente, pero no obstante intentándolo. Treinta y tres niños sentados en el castillo de un parque de diversiones, rodeados por hombres armados, por lo menos seis, tal vez diez, tal vez más. Todavía no lo sabían a ciencia cierta. Carajo, pensó Clark. Sabía que era imposible apurar ciertas cosas, pero nada iba lo suficientemente rápido en ese negocio… ni siquiera cuando uno manejaba todos los hilos.
Los hombres aflojaron sus cinturones de seguridad y empezaron a ponerse sus trajes negros de Nomex sin decir palabra y los dos líderes de los comandos fueron a buscar información. Volvieron diez minutos después y empezaron a vestirse; la expresión de sus rostros y la posición de sus cabezas indicaba que habían recibido malas noticias. Chávez y Covington informaron a sus hombres lo poco que sabían, y los tiradores adoptaron la misma expresión que sus líderes instantáneamente. Rehenes niños. Probablemente más de treinta, tal vez más, retenidos por una cantidad desconocida de terroristas, cuya nacionalidad y motivaciones eran una incógnita hasta el momento. No sabían para qué los usarían. Sólo sabían que tendrían que hacer algo de lo que se enterarían cuando llegaran allí. Los hombres regresaron a sus asientos y ajustaron sus cinturones de seguridad sin decir palabra. La mayoría cerró los ojos y fingió dormir. Pero ninguno de ellos concilió el sueño. Simplemente permanecieron con los ojos cerrados, buscando y a veces encontrando una hora de paz entre el rugir de los motores a turbopropulsión.
—Exijo su número de fax —le espetó Uno al embajador francés, hablando en su idioma nativo.
—Muy bien —fue la respuesta, seguida inmediatamente por el número.
—Le enviaremos una lista de prisioneros políticos cuya liberación exigimos. Serán liberados inmediatamente y traídos aquí por un avión de Air France. Mi gente, nuestros invitados y yo abordaremos el avión rumbo a un destino que el piloto conocerá en su debido momento. Le aconsejo satisfacer rápidamente nuestras demandas. Tenemos poca paciencia, y si no satisfacen nuestras exigencias nos veremos obligados a matar algunos rehenes.
—Transmitiré su pedido a París —dijo el embajador.
—Bueno, y no olvide recordarles que tenemos muy poca paciencia.
—Oui, no lo olvidaré —prometió el diplomático. La línea quedó muerta. Miró a los miembros de su staff: el subjefe de misión, su agregado militar y el jefe de la DGSE. El embajador era un empresario al que le habían asignado esa embajada como favor político, ya que la proximidad entre París y Madrid no requería un diplomático experimentado para el puesto—. ¿Y bien?
—Estudiaremos la lista —respondió el hombre de la DGSE. Pocos segundos después, la lista emergió por la máquina de fax. El oficial de inteligencia la recibió, la leyó por encima y la pasó a los demás—. Nada bueno —anunció con voz sombría.
—¿El Chacal? —dijo el embajador—. Pero jamás…
—«Jamás» es mucho tiempo, amigo mío —le espetó el agente secreto—. Espero que estos comandos sepan lo que hacen.
—¿Qué sabe de ellos?
—Nada, ni una sola cosa.
—¿Cuánto? —preguntó Esteban.
—Llevará tiempo —replicó René—. En parte real, y en parte inventado. No olvides que su estrategia es estirar el proceso lo más posible, cansarnos, agotarnos, debilitar nuestra resolución. Contra esto tenemos el recurso de acelerar las cosas matando a un rehén. Pero ese paso no debe darse a la ligera. Hemos elegido a nuestros rehenes por su impacto psicológico y debemos considerar escrupulosamente la manera de usarlos. Pero sobre todo debemos controlar la marcha de los acontecimientos. Por ahora, les permitiremos que se tomen su tiempo mientras consolidamos nuestra posición —René fue a ver cómo estaba Claude. Ese estúpido soldado romano le había abierto una fea herida en el brazo… y eso era lo único que había salido mal. Claude estaba sentado en el suelo, apretando un vendaje contra la herida que no dejaba de sangrar. Tendrían que darle unos puntos. Mala suerte, pero no era grave, excepto para Claude que debía soportar el dolor.
Héctor Weiler era el médico del parque, un cirujano general recibido en la Universidad de Barcelona que pasaba la mayor parte del tiempo poniendo Band-Aids en rodillas y codos despellejados, aunque de la pared de su consultorio colgaba la foto de los dos mellizos que había ayudado a nacer cuando una mujer embarazada cometió la locura de subir al Bombardero… A partir de entonces, habían colocado un simpático cartel de precaución en la entrada. Por lo demás, era un médico joven y experto que había trabajado duramente en la sala de emergencia de su facultad, y por lo tanto este no era su primer herido por arma de fuego. Francisco era un hombre de suerte. Le habían disparado por lo menos seis ráfagas de ametralladora, y aunque las primeras tres sólo le habían dejado pequeñas marcas en el brazo izquierdo, una de las segundas ráfagas lo había herido de gravedad en la pierna. La tibia rota tardaría tiempo en soldarse por su edad, pero al menos se había roto en la parte superior. De haberlo hecho más abajo habría tardado por lo menos seis meses en soldarse… si es que alguna vez se soldaba.
—Podría haberlo matado —masculló el centurión bajo los efectos de la anestesia—. ¡Pude haberle cortado la cabeza, pero fallé!
—No con el primero —observó Weiler viendo la costra roja que coronaba su escudo, apoyado en el rincón del consultorio.
—Hábleme de él —ordenó el capitán Gassman.
—Cuarentón, cuarenta y pocos años —dijo de la Cruz—. Alto como yo, más diez o doce centímetros, de complexión liviana. Cabello marrón, barba marrón con vetas grises. Ojos oscuros. Ametralladora Uzi. Sombrero blanco —reportó el exsargento, mordiendo cada palabra. La anestesia no alcanzaba a calmarle el dolor pero era su obligación decir todo lo que sabía y aceptó la incomodidad de hacerlo mientras el médico seguía trabajando sobre su pierna herida—. Había otros. Vi otros cuatro, probablemente más.
—Pensamos que pueden ser diez, aproximadamente —dijo Gassman—. ¿Dijo algo?
De la Cruz negó con la cabeza.
—No escuché nada.
—¿Quiénes son? —preguntó el cirujano sin levantar la vista de su tarea.
—Pensamos que son franceses, pero no estamos seguros —respondió el capitán de la Guardia Civil.
Lo más difícil le tocó al coronel Malloy. Cruzar el Canal de la Mancha y dirigirse al sur-sudeste a una velocidad crucero de 150 nudos. Pararía en una base aérea militar francesa en las afueras de Bordeaux para recargar combustible, ya que carecía de los tanques externos que permitían al Night Hawk atravesar grandes distancias sin escalas. Como casi todos los helicópteros, el Night Hawk no tenía piloto automático, lo que obligaba a Malloy y el teniente Harrison a conducir la nave manualmente durante todo el trayecto. Era bastante arduo y cansador, dado que el helicóptero no era la mejor nave del mundo para estar sentado, pero ambos estaban acostumbrados… y acostumbraban gruñir cuando alternaban los controles cada veinte minutos. Tardarían tres horas en llegar a destino. Atrás viajaba el jefe de tripulación, sargento Jack Nance, que en ese momento miraba por las ventanas plásticas la costa francesa. Estaban sobrevolando a dos mil pies un puerto pesquero atestado de barcos.
—Evidentemente, esto se decidió a las apuradas —comentó Harrison por el intercom.
—Sí, bueno, supongo que Rainbow vive contra reloj.
—¿Tiene idea de lo que está pasando?
—En lo más mínimo, hijo —Malloy sacudió la cabeza de derecha a izquierda—. Sabes, no regresé a España desde Tarawa, allá por… 1985, creo. Recuerdo un gran restaurante en Cádiz, aunque… me pregunto si todavía existirá… —Luego de esa tenaz observación la tripulación quedó en silencio. La nariz del helicóptero apuntó hacia abajo y puso rumbo al sur bajo el rotor de cuatro hojas mientras Malloy chequeaba el monitor de navegación digital cada cinco segundos.
—Nada nuevo bajo el sol —observó Clark, revisando el último fax. No incluía nada nuevo, sólo la misma información de antes rediseñada por algún oficial de inteligencia particularmente servicial. Le entregó el fax a Stanley y fue atrás.
Allí estaban, los integrantes del comando Rainbow; casi todos parecían dormidos, pero probablemente fingían dormir, como él mismo había hecho con el Tercer SOG más de una generación atrás. Mantenían los ojos cerrados e intentaban tranquilizar sus cuerpos y sus mentes, porque no tenía sentido preocuparse por algo que desconocían y la tensión vampirizaba la fuerza aunque los músculos no estuvieran funcionando. En esos casos, la única defensa era desenchufarse. Sus hombres eran suficientemente astutos y profesionales para saber que el estrés llegaría a su debido, inevitable, tiempo y que no tenía sentido apresurarlo. John Clark, otrora SEAL de la Armada de EE.UU., sintió un profundo orgullo por tener el honor de comandar a hombres de esa talla. Lo conmovió verlos allí, sin hacer nada… porque eso era lo que hacían los mejores hombres en momentos como ese, porque comprendían el sentido de la misión, porque sabían cómo llevarla a cabo, paso por paso. Iban a enfrentar una tarea de la que nada sabían, salvo que debía tratarse de algo muy grave… porque los Comandos 1 y 2 jamás habían salido juntos. Y no obstante se comportaban como si de una vulgar misión de rutina se tratara. No existían hombres mejores que esos, y sus dos líderes, Chávez y Covington, los habían entrenado hasta el borde de la perfección.
Y, en algún lugar, los terroristas habían tomado rehenes infantiles. Bien, la misión no sería fácil, y era demasiado pronto para especular sobre posibles estrategias, pero John sabía que era mucho mejor estar volando en ese ruidoso Pájaro Herky que en ese maldito parque temático que ominosamente los esperaba. Miró a sus hombres y vio a la Muerte. John Clark supo que, aquí y ahora, la Muerte estaba a sus órdenes.
Tim Noonan estaba sentado en el extremo delantero del sector de carga jugando con su computadora. David Peled viajaba a su lado. Clark se acercó a preguntarles qué estaban haciendo.
—La noticia no se difundió todavía —le dijo Noonan—. Me pregunto por qué.
—Pronto se propagará como una peste —predijo Clark.
—En diez minutos, o menos —dijo el israelí—. ¿Quiénes van a recibirnos?
—El ejército y la policía españoles, según me han dicho. Estamos autorizados a aterrizar dentro de… veinticinco minutos —les informó luego de mirar el reloj.
—Ahí está… France Press acaba de transmitir una síntesis —dijo Noonan, leyéndola para verificar la información—. Treinta niños franceses tomados como rehenes por terroristas no identificados… nada excepto el lugar del hecho. No va a ser divertido, John —observó el exagente del FBI—. Más de treinta rehenes en un entorno atestado de gente. Cuando estaba con el Comando de Rescate le huíamos a esta clase de escenario. ¿Diez chicos malos? —preguntó.
—Eso suponen, pero todavía no está confirmado.
—Maldita sea, jefe —Noonan sacudió la cabeza con preocupación. Estaba vestido como los tiradores (Nómex negro y protector antibalas) y portaba su Beretta sobre la cadera derecha porque prefería considerarse un tirador antes que un mago de la tecnología. Además, disparaba como el mejor (no en vano practicaba diariamente con el resto del comando en Hereford)… y había niños en peligro, pensó Clark, y el hecho de que hubiera niños en peligro era tal vez la más poderosa motivación humana, por lo demás fortalecida por la etapa de Noonan en el FBI, donde los crímenes cometidos contra niños eran considerados lo más bajo de lo bajo. David Peled se mantenía más distante. Vestido de civil, observaba la pantalla de la computadora como un contador que analizara el ejercicio anual de un cliente.
—¡John! —llamó Stanley, acercándose con un fax en la mano—. Tengo lo que piden.
—¿Algún conocido nuestro?
—Illich Ramírez Sánchez encabeza la lista.
—¿Carlos? —Peled levantó la vista—. ¿Alguien quiere liberar a ese cerdo miserable?
—Todo el mundo tiene amigos —el Dr. Bellow se sentó a leer el fax y luego se lo pasó a Clark.
—OK, doc, ¿qué sabemos?
—Nuevamente estamos tratando con terroristas ideológicos, como los de Viena, pero estos tienen un objetivo definido, y estos presos «políticos»… conozco a dos de Action Directe, pero los demás son sólo nombres para mí…
—Lo tengo —dijo Noonan. Estaba cotejando su parrilla de terroristas conocidos con los nombres del fax—. OK, seis Action Directe, ocho vascos, un PFLP en Francia. No es muy larga la lista.
—Pero sí definida —observó Bellow—. Saben lo que quieren, y el hecho de que hayan tomado niños como rehenes indica que van en serio. La elección de los rehenes está orientada a aumentar la presión política sobre el gobierno francés —la suya no era precisamente una opinión sorprendente, y lo sabía—. La pregunta del millón es ¿el gobierno francés estará dispuesto a negociar?
—En el pasado negociaban discretamente, detrás de cámara —les dijo Peled—. Nuestros amigos pueden saberlo.
—Niños —resopló Clark.
—Un teatro de operaciones de pesadilla —dijo Noonan, asintiendo—. ¿Pero quién tiene huevos para matar a un niño?
—Tendremos que hablar con ellos para saberlo —respondió Bellow. Miró el reloj y gruñó—. La próxima vez quiero un avión más veloz.
—Tranquilo, doc —le dijo Clark, sabiendo que Paul Bellow tendría el trabajo más difícil desde el momento en que aterrizaran y llegaran al objetivo. Tendría que leer las mentes de los terroristas, evaluar su decisión y, lo peor de todo, predecir sus acciones… y Bellow, como el resto del comando Rainbow, no tenía hasta el momento ningún dato relevante. Como los demás, era un corredor a punto de arrancar, en posición de salida… que debía esperar el disparo del revólver. Pero, a diferencia de los demás, no era un tirador. No podía esperar el alivio emocional que estos experimentaban en acción. Debido a eso, envidiaba en silencio a los soldados. Niños, pensó Paul Bellow. Tendría que encontrar una manera de razonar con gente que no conocía para proteger las vidas de esos niños. ¿Cuánta soga le darían los gobiernos español y francés? Sabía que necesitaría mucha soga para llegar a algo, aunque la cantidad exacta dependía del estado mental de los terroristas. Habían elegido deliberadamente niños, niños franceses, para maximizar la presión sobre el gobierno en París… y esa decisión cuidadosamente planeada… lo obligaba a pensar que estarían dispuestos a matar niños a pesar de todos los tabúes asociados a ese acto en la mente humana normal. Paul Bellow había escrito y dado conferencias en todo el mundo acerca de esa clase de gente, pero en algún rincón de su mente se preguntaba si en verdad comprendía la mentalidad del terrorista, tan divorciada de su propia visión extremadamente racional de la realidad. Podía simular el pensamiento terrorista, pero ¿podría comprenderlo? No era una pregunta para hacerse en ese momento, con los oídos tapados para proteger su audición y su equilibrio del perturbador ruido de los motores del MC-130. Así, volvió a sentarse, cerró los ojos y neutralizó su mente, dando respiro al estrés que seguramente lo abatiría en menos de una hora.
Clark vio lo que hizo Bellow, y comprendió sus razones, pero los Rainbows Six no tenían esa opción, porque ellos encabezaban la cadena de mando… y lo único que tenía en ese momento frente a los ojos eran los rostros que había imaginado para los nombres del fax que tenía en la mano. ¿Quiénes vivirían? ¿Quiénes no? La responsabilidad caía sobre sus hombros, que no eran ni la mitad de fuertes de lo que parecían.
Niños.
—Todavía no me contestaron —dijo el capitán Gassman por teléfono. Él había iniciado la llamada.
—Todavía no le dimos el ultimátum —replicó Uno—. Me gustaría creer que París valora nuestra buena voluntad. Si no fuera el caso, pronto aprenderán a respetar nuestra resolución. Haga que les quede claro —concluyó René, cortando la comunicación.
Y gracias por haber llamado para iniciar las conversaciones, se dijo Gassman. Esa era una de las cosas que supuestamente debía hacer, según decía en los libros de texto. Establecer una suerte de diálogo y relación con los criminales, incluso cierto grado de confianza que luego podría explotar en beneficio propio, logrando la liberación de algunos rehenes a cambio de comida u otras consideraciones, y erosionando la determinación de los terroristas con el objetivo final de resolver el crimen sin pérdidas de vidas inocentes… ni criminales muertos. El verdadero triunfo sería, en su opinión, llevarlos al tribunal de justicia, donde un juez de toga los declararía culpables y los condenaría a pudrirse en prisión como la basura que eran… Pero el primer paso era conseguir que dialogaran con él, paso que ese tipo Uno no parecía sentir necesidad de dar. El miserable se sentía cómodo al mando de la situación… y tenía con qué, pensó el capitán de policía. Un grupo de niños sentados frente a sus armas. En ese momento sonó otro teléfono.
—Aterrizaron y están descargando.
—¿Cuánto tardarán?
—Treinta minutos.
—Media hora —le dijo el coronel Tomás Nuncio a John Clark apenas arrancó el auto. Nuncio había llegado en helicóptero desde Madrid. A sus espaldas, tres camiones del ejército español cargaban los equipos y pronto seguirían el mismo camino con el Rainbow a bordo.
—¿Qué sabemos?
—Treinta y cinco rehenes. Treinta y tres son niños franceses y…
—Ya vi la lista. ¿Quiénes son los otros dos?
Nuncio apartó la vista con disgusto.
—Aparentemente el parque tiene un programa especial para niños enfermos, importado de Estados Unidos… ¿cómo lo llaman ustedes?
—¿Make-A-Wish? —preguntó John.
—Sí, ese es. Una niña holandesa y un niño inglés, ambos en sillas de ruedas, ambos gravemente enfermos. El hecho de que no sean franceses como los demás me resulta bastante raro. El resto de los niños son hijos de empleados de Thompson, la fábrica de equipos de defensa. El líder de ese grupo llamó por su cuenta a los cuarteles generales de la empresa y desde allí la noticia llegó a la cúpula del gobierno francés, lo cual explica la rapidez de la respuesta. Tengo órdenes de ofrecerle toda la ayuda que pueda prestar mi gente.
—Gracias, coronel Nuncio. ¿Cuánta gente tiene ahora en el teatro de operaciones?
—Treinta y ocho, y hay más en camino. Establecimos un perímetro interno y control de tránsito.
—¿Qué pasa con los periodistas?
—Los detenemos en la puerta principal del parque. No les daré la menor oportunidad de informar al público a esos cerdos —prometió el coronel Nuncio. Era lo que John esperaba de la Guardia Civil. El sombrero era de otra época, pero los ojos azules del policía, duros y fríos, clavados en la autopista, estaban listos para atacar. Pasaron junto a un cartel indicaba que el Parque Mundial estaba a quince kilómetros de distancia. El español apretó a fondo el acelerador.
Julio Vega arrojó la última caja del Comando 2 en el camión de cinco toneladas y saltó a bordo. Todos sus compañeros estaban en el fondo y Ding Chávez ocupaba el asiento del acompañante junto al conductor, tal como era costumbre entre los comandantes. Todos los ojos estaban muy abiertos y las cabezas erguidas; los hombres escrutaban el terreno aunque sabían que no era relevante para la misión. Hasta los comandos se comportaban como turistas.
—Coronel, ¿contra qué clase de sistemas de vigilancia peleamos?
—¿A qué se refiere? —Preguntó Nuncio por toda respuesta.
—El parque ¿tiene cámaras de televisión dispersas? Si las tiene —dijo Clark— quiero que podamos evitarlas.
—Llamaré para averiguarlo.
—¿Bien? —le preguntó Mike Dennis a su jefe técnico.
—Por la entrada de atrás no hay cámaras hasta llegar a la playa de estacionamiento para empleados. Desde aquí puedo apagarla.
—Hágalo —Dennis transmitió sus directivas por radio a los vehículos que se aproximaban. Mientras lo hacía, miró su reloj. Los primeros disparos habían ocurrido hacía tres horas y media. Parecía una eternidad. Fue a la cafetera, la encontró vacía… y no pudo reprimir un insulto.
El coronel Nuncio tomó la salida anterior a la del parque e ingresó, disminuyendo la velocidad, en un camino de doble mano. Allí encontraron un patrullero cuyo ocupante les hizo señas para que pasaran. Dos minutos después estacionaban frente a lo que parecía ser un túnel con una puerta de acero abierta a medias. Nuncio abrió su puerta, Clark hizo otro tanto, y ambos avanzaron rápidamente hacia la entrada.
—Su español es muy bueno, señor Clark. Pero no logro identificar su acento.
—Indianápolis —replicó John. Probablemente sería el último momento «liviano» del día—. ¿Cómo le hablan los muchachos malos?
—¿En qué idioma, quiere decir? Hasta el momento, en inglés.
Esa fue la primera noticia alentadora del día. A pesar de toda su sabiduría, las habilidades lingüísticas del Dr. Bellow eran bastante pobres, y tendría que ocupar su puesto apenas llegara su auto, aproximadamente dentro de cinco minutos.
El centro de comando de emergencia del parque estaba a veinte metros, en el interior del túnel. Otro Guardia Civil les abrió la puerta e hizo la venia al coronel Nuncio.
—Coronel —otro policía, comprobó John.
—Señor Clark, este es el capitán Gassman —consabidos apretones de manos.
—Encantado. Soy John Clark. Mis hombres están por llegar. Por favor, ¿podría ponerme al tanto de lo que está ocurriendo?
Gassman lo invitó a sentarse a la mesa de conferencias. Todas las paredes del salón estaban cubiertas por monitores de televisión y otros equipos electrónicos de naturaleza desconocida. Gassman desplegó un enorme mapa/diagrama del parque.
—Los criminales están todos aquí —informó, señalando el castillo ubicado en el centro del parque—. Creemos que son diez, y treinta y cinco rehenes, todos niños. Hablé con ellos varias veces. Mi contacto es un hombre, probablemente francés, que se hace llamar Uno. Las conversaciones no llegaron a nada, pero tenemos una copia de sus exigencias… una docena de terroristas convictos, principalmente bajo custodio francesa, aunque hay varios en cárceles españolas.
Clark asintió. Ya lo sabía, pero el diagrama del parque era toda una novedad. En primer lugar examinó las líneas de visión: qué se veía y qué no.
—¿Tiene planos del lugar donde están? —pidió.
—Aquí —dijo un ingeniero del parque, desplegando sobre la mesa los planos del castillo—. Hay ventanas aquí, aquí, aquí y aquí. Las escaleras y ascensores están indicados —Clark los cotejó con el mapa—. Tienen acceso al techo por escalera, y el techo está a cuarenta metros sobre el nivel de la calle. La línea de visión es buena en todas direcciones, hacia todas las calles.
—Si yo quisiera vigilar la totalidad de la cosa, ¿cuál sería el mejor lugar para hacerlo?
—Es muy fácil. El Bombardero, en la cima de la primera colina. Tiene casi ciento cincuenta metros de alto.
—Casi quinientos pies —dijo Clark, demostrando cierta incredulidad.
—Es la montaña rusa más grande del mundo, señor —confirmó el ingeniero—. Viene gente de todo el mundo a visitarla. El juego está asentado sobre una pequeña depresión, de aproximadamente diez metros, pero el resto es muy alto. Si quiere colocar un vigía, ese es el mejor lugar.
—Bueno. ¿Es posible llegar allí sin ser visto?
—Únicamente por el subsuelo, pero hay cámaras de televisión… —Marcó un recorrido con la mano—. Aquí, aquí, aquí y otra más aquí. Es mejor que caminar por la superficie, pero no será fácil evitar todas las cámaras.
—¿No puede apagarlas?
—Podemos desconectar el centro primario de comando desde aquí, sí… diablos, si fuera necesario, puedo enviar gente a arrancar los cables.
—Pero si hacemos eso, nuestros amigos del castillo se pondrán nerviosos —advirtió John—. OK, tenemos que pensarlo un poco antes de decidir una estrategia. Por el momento, quiero que ignoren quiénes están aquí y qué estamos haciendo. No les daremos nada gratis, ¿entendido?
Nuncio y Gassman asintieron y John vio en sus ojos una suerte de respeto desesperado. Orgullosos y profesionales como eran, debían sentirse aliviados por la presencia del Rainbow… ya que el comando se haría cargo de la situación y de toda la responsabilidad que devengara. Por su parte, ellos obtendrían un merecido crédito por apoyar una exitosa operación de rescate, y también podrían dar un paso al costado y declarar que los errores cometidos no eran culpa suya. La mente burocrática era parte y parcela de todo empleado de gobierno del mundo.
—Eh, John.
Clark se dio vuelta. Era Chávez, con Covington a sus espaldas. Los dos comandantes entraron a grandes zancadas, vestidos con sus trajes de asalto color negro, y mirando a los demás como ángeles exterminadores. Se acercaron a la mesa de conferencias y comenzaron a estudiar el diagrama.
—Domingo, te presento al coronel Nuncio y al capitán Gassman.
—Buen día —dijo Ding en su español de Los Angeles, estrechándoles la mano. Covington hizo lo mismo, pero en su propio idioma.
—¿Un riflero aquí? —preguntó Ding, señalando el Bombardero—. Lo vi desde la playa de estacionamiento. Es una especie de montaña rusa. ¿Homer podría llegar allí sin ser visto?
—Estamos trabajando en eso.
Noonan entró en la sala con una mochila repleta de equipos electrónicos.
—OK, esto parece muy bueno para nuestros propósitos —observó, chequeando todas las cámaras de TV.
—Nuestros amigos tienen una instalación similar aquí.
—Oh —dijo Noonan—. OK, primero quiero cerrar todos los nodos de teléfonos celulares.
—¿Qué? —preguntó Nuncio—. ¿Por qué?
—En caso de que nuestros amigos tengan un compañero afuera que pueda informarles por celular lo que estamos haciendo, señor —respondió Clark.
—Ah. ¿Puedo ayudarlos?
Noonan respondió.
—Ordene a sus hombres encontrar cada nodo y haga que los técnicos inserten estos disquetes en sus computadoras. Todos tienen instrucciones impresas.
—¡Felipe! —Nuncio dio media vuelta y chasqueó los dedos. Un momento después, su hombre recibió los disquetes y las órdenes y salió raudamente de la sala.
—¿A qué profundidad estamos? —preguntó Noonan.
—A menos de cinco metros.
—¿Planchas de concreto?
—Planchas de concreto —respondió el ingeniero del parque.
—Bueno, John, nuestros radios portátiles funcionarán a la perfección.
Los Comandos 1 y 2 entraron al centro de comando del parque y se amontonaron en torno a la mesa de conferencias.
—Los muchachos malos y los rehenes están aquí —les informó Clark.
—¿Cuántos? —preguntó Eddie Price.
—Treinta y cinco rehenes, todos niños, dos en sillas de ruedas. Esos dos son los únicos que no son franceses.
—¿Quién habló con ellos? —preguntó Bellow.
—Yo —respondió el capitán Gassman. Bellow lo tomó del brazo y lo llevó a un rincón para poder hablar tranquilos.
—Antes que nada, vigilancia extrema —dijo Chávez—. Necesitamos que Homer llegue a la punta de ese juego… sin ser visto… ¿Cómo lo haremos?
—Veo circular gente por las pantallas de TV —dijo Johnston—. ¿Quiénes son?
—Empleados del parque —dijo Mike Dennis—. Los tenemos circulando para asegurarnos de que salgan todos los visitantes —era el procedimiento rutinario de cierre, aunque a destiempo.
—Necesito camuflaje… pero todavía tengo que preparar mi rifle. ¿Tiene mecánicos aquí?
—Aproximadamente mil —replicó el director del parque.
—OK, me vestiré de mecánico, con caja de herramientas y todo. ¿Los juegos están funcionando?
—No, todos están cerrados.
—Cuantas más cosas se muevan, más cosas tendrán que vigilar —le dijo el sargento Johnston a su jefe.
—Me gusta —coincidió Chávez, mirando a Clark.
—A mí también. Por favor, señor Dennis, ponga en funcionamiento todos los juegos del parque.
—Se activan individualmente. Podemos apagarlos desde aquí cortando la energía, pero no encenderlos.
—Entonces envíe a alguien que lo haga. El sargento Johnston acompañará su hombre hasta la montaña rusa. Homer, usted se instalará allí. Su misión es reunir información y transmitírnosla. Tome su rifle y desaparezca.
—¿A qué altura estaré?
—A ciento cuarenta metros sobre el nivel del suelo.
El riflero buscó una calculadora en su bolsillo y la encendió para asegurarse de que funcionaba.
—Bastante bien. ¿Dónde puedo cambiarme?
—Por aquí —el ingeniero lo acompañó al vestuario de los empleados.
—¿Hay un buen punto de vigilancia del otro lado? —preguntó Covington.
—Aquí estaría bien —respondió Dennis—. En el edificio de realidad virtual. No es tan alto como el otro, pero tiene vista directa al castillo.
—Pondré a Houston allí —dijo Covington—. La pierna le sigue molestando.
—De acuerdo, dos rifleros periscópicos y las cámaras de TV nos proporcionarán una buena cobertura visual del castillo —dijo Clark.
—Necesito hacer un reconocimiento rápido para decidir el resto —dijo Chávez—. Necesito un diagrama con las posiciones de las cámaras marcadas. Y otro para Peter.
—¿Cuándo llega Malloy? —preguntó Covington.
—Dentro de una hora aproximadamente. Tendrá que cargar combustible al aterrizar. A partir de ese momento, la disponibilidad del helicóptero será de cuatro horas, treinta minutos.
—¿Hasta qué distancia pueden ver las cámaras, señor Dennis?
—Cubren la playa de estacionamiento desde este lado, pero no desde el otro. La gente del castillo tiene mejor campo visual.
—¿Cómo están equipados?
—Sabemos que tienen ametralladoras. Los tenemos filmados.
—Quiero verlos —intervino Noonan—. Ahora mismo, si fuera posible.
La cosa se puso en movimiento. Chávez y Covington recibieron sus mapas del parque, los mismos que vendían a los visitantes, con las posiciones de las cámaras marcadas con puntos adhesivos negros. Un carro eléctrico —más específicamente, un carro de golf— les salió al encuentro en el pasillo y los trasladó afuera. Luego regresaron al parque por un camino de superficie. Covington daba instrucciones siguiendo el mapa, evitando las cámaras durante el recorrido.
Noonan vio los tres videos que mostraban el operativo terrorista.
—Diez en total, todos varones, la mayoría barbados, todos con sombreros blancos en el momento de la ejecución. Dos de ellos parecen empleados del parque. ¿Tenemos alguna información al respecto?
—Estamos trabajando en eso —replicó Dennis.
—¿Les toman impresiones digitales? —preguntó Noonan, y obtuvo un gesto negativo por toda respuesta—. ¿Y fotos?
—Sí, todos tenemos pases con foto —Dennis le mostró el suyo.
—Bueno, algo es algo. Se los enviaremos al PDQ de la policía francesa.
—¡Mark! —Dennis le hizo señas a su asistente personal.
—Tendríamos que tener uniformes —dijo Covington.
—Sí, la prisa no es buena compañera, ¿no te parece, Peter? —Chávez observó una esquina y aspiró el olor del puesto de comida. Sintió una punzada de hambre—. Será divertido entrar ahí, viejo.
—Absolutamente —dijo Covington.
El castillo parecía real: ocupaba una superficie de más de cincuenta metros de lado y tenía aproximadamente la misma altura. La mayor parte era espacio vacío según los planos, pero había escalera y ascensor para llegar al techo, plano, y tarde o temprano los chicos malos pondrían a alguien allí si les quedaba un resto de cerebro. Bueno, los rifleros se ocuparían de eso. Homer Johnston y Sam Houston tendrían acceso directo: cuatrocientos metros desde un lado y apenas ciento sesenta desde el otro.
—¿Las ventanas te parecen grandes?
—Lo suficiente, Ding.
—Sí, yo pienso lo mismo —ya se estaba formando un plan en las dos cabezas—. Espero que Malloy haya descansado bien.
El sargento Homer Johnston (vistiendo ahora el uniforme del parque sobre su traje ninja) apareció a cincuenta metros del Bombardero. Visto de tan cerca, el juego parecía aún más intimidante. Caminó en dirección a él, escoltado por un empleado del parque que era, además, el operador de esa atracción.
—Puedo llevar el carro a la cima y detenerlo allí.
—Grandioso —era demasiado alto para treparse, aunque había una escalerilla todo a lo largo de la estructura. Pasaron bajo la entrada abovedada y Johnston ocupó el primer asiento de la derecha, dejando la caja del arma en el asiento de al lado—. Adelante —le dijo al operador. El ascenso de la primera colina fue lento (maniobra deliberada para asustar a los espectadores) y Johnston tuvo ocasión de reflexionar una vez más sobre la mentalidad terrorista. El carro de diez asientos triples se detuvo en la cima. Johnston salió, llevando consigo la caja del rifle. La apoyó sobre un borde, la abrió y extrajo una colchoneta de goma y una manta camuflada para cubrirse. Por último, sacó el rifle y los binoculares. Se tomó el tiempo necesario para acomodar la colchoneta (la superficie era de acero perforado y pronto se tornaría incómoda). Desplegó la manta sobre la estructura. Se trataba de una red de pesca liviana cubierta de hojas de plástico verde con propósitos de camuflaje. Luego colocó el rifle en el bípode y enfocó sus binoculares revestidos de plástico verde. Su micrófono personal de radio pendía frente a sus labios.
—Rifle Dos-Uno a comando.
—Aquí Six —respondió Clark.
—Rifle Dos-Uno en posición, Six. Tengo un buen lugar. Puedo ver todo el techo del castillo y las puertas del ascensor y la escalera. También tengo buena línea de visión al fondo. No es un mal lugar, señor.
—Bien. Manténganos informados.
—Entendido, jefe. Fuera —el sargento Johnston se apoyó sobre los codos y observó el área con sus binoculares 7x50. Hacía calor al sol. Tendría que acostumbrarse. Lo pensó un momento, y luego buscó su cantimplora. En ese preciso instante, el carro que lo había subido rodó hacia adelante y desapareció de la vista. Escuchó el sonido de las ruedas de acero y se preguntó cómo sería el descenso. Probablemente parecido a esquiar, algo que él sabía hacer bien aunque no le agradaba demasiado. Era más agradable tener los malditos pies sobre la maldita tierra, y no se podía disparar un rifle cayendo por el aire a una velocidad de ciento treinta nudos, ¿no? Apuntó los binoculares hacia una ventana… Tenían la base plana pero terminaban en punta, como las de los castillos verdaderos, y estaban hechas de segmentos de vidrio transparente unidos por juntas de metal. Tal vez serían difíciles de atravesar con un disparo, pensó, aunque no sería tan fácil dispararles desde ese ángulo… No, en caso de disparar, tendría que ser contra alguien que saliera del castillo. Eso sí sería fácil. Se colocó detrás de la mira del rifle y apretó el botón del buscador láser, seleccionando el centro del patio como centro del objetivo. Luego marcó varios números en la calculadora para conocer la caída vertical y ajustó el punto de mira. La línea directa de visión era de trescientos ochenta y nueve metros. Casi perfecto.
—Sí, ministro —dijo el Dr. Bellow. Estaba sentado en un cómodo sillón (el de Mike Dennis) y miraba la pared con obstinación. Allí había ahora un par de fotos… todavía sin identificar porque Tim Noonan no los tenía en su computadora y ni la policía española ni la francesa conocían sus nombres o sus historias. Ambos tenían departamentos a poca distancia de allí (que en ese momento estaban siendo escrupulosamente revisados, lo mismo que sus cuentas telefónicas).
—Quieren sacar de la cárcel a ese Chacal, ¿no es cierto? —preguntó el ministro de Justicia francés.
—Junto con varios otros, pero el Chacal parece ser el objetivo primordial, sí.
—¡Mi gobierno no negociará con esos delincuentes! —insistió el ministro.
—Sí, señor, entiendo perfectamente su posición. Liberar presos no es por lo general una opción aceptable, pero cada situación es diferente, y necesito saber cuáles son sus directivas en caso de iniciar una negociación, si es que las hay. Podríamos sacar a Sánchez de la cárcel y traerlo aquí como… bien, como anzuelo para los criminales que tenemos rodeados.
—¿Usted recomienda eso? —preguntó el ministro.
—Todavía no estoy seguro. No he hablado con ellos, y hasta no hacerlo no sabré exactamente a qué atenerme. Por el momento, debo suponer que estamos tratando con individuos serios y dedicados dispuestos a matar rehenes.
—¿Niños?
—Sí, ministro, debemos considerar seriamente esa posibilidad —dijo Bellow. Su afirmación produjo un silencio que duró diez segundos, según el reloj de pared que el psiquiatra no dejaba de mirar.
—Debo considerar la situación. Lo llamaré más tarde.
—Gracias, señor —Bellow colgó el teléfono y miró a Clark.
—¿Y?
—Y… no saben qué hacer. Yo tampoco todavía. Mire, John, nos enfrentamos a numerosas incógnitas. No sabemos casi nada de los terroristas. Cero motivación religiosa, no son fundamentalistas islámicos. Por lo tanto no puedo usar la religión, la ética o al propio Dios contra ellos. Si son ideólogos marxistas, serán bastardos despiadados. Hasta el momento no han sido muy comunicativos. Si no puedo hablar con ellos, será difícil dar con la clave.
—OK, entonces ¿cuál es nuestro juego?
—Dejarlos a oscuras, para empezar.
Clark se dio vuelta:
—¿Sr. Dennis?
—¿Sí?
—¿Podemos cortar la electricidad del castillo?
—Sí —respondió el ingeniero del parque en nombre de su jefe.
—¿Lo hacemos, doc? —preguntó John, Bellow asintió—. OK, arranque el enchufe entonces.
—De acuerdo —el ingeniero se sentó frente a una terminal de computadora y seleccionó el programa de energía. En pocos segundos aisló el castillo y cortó el suministro de electricidad.
—Veamos cuánto tardan —dijo Bellow serenamente.
Tardaron cinco segundos. Sonó el teléfono de Dennis.
—¿Sí? —respondió por el speaker.
—¿Por qué hizo eso?
—¿A qué se refiere?
—Sabe muy bien a qué me refiero. Las luces se apagaron.
El Dr. Bellow se inclinó sobre el speaker.
—Soy el Dr. Bellow. ¿Con quién estoy hablando?
—Yo soy Uno. Controlo el Parque Mundial. ¿Usted quién es?
—Mi nombre es Paul Bellow y me pidieron que hablara con usted.
—Ah, usted es el intermediario, entonces. Excelente. Encienda las luces inmediatamente.
—Antes de hacerlo —dijo Bellow sin perder la calma— me gustaría saber quién es usted. Usted conoce mi nombre. Yo desconozco el suyo.
—Ya le dije. Soy Uno. Usted me llamará Sr. Uno —replicó la voz con tono despreocupado, sin rastros de excitación o enojo.
—De acuerdo, señor Uno, si insiste… Puede llamarme Paul.
—Haga funcionar las luces, Paul.
—¿Y qué hará usted a cambio, señor Uno?
—A cambio me abstendré de matar a un niño… por el momento —agregó la voz fríamente.
—Usted no parece ser un bárbaro, señor Uno, y quitarle la vida a un niño es un acto de barbarie… acto que también dificultaría su posición en vez de facilitarla.
—Paul, ya le dije lo que quiero. Y lo quiero ya —línea muerta.
—Mierda —resopló Bellow—. Conoce las reglas del juego.
—¿Y eso es malo?
Bellow asintió.
—Muy malo. Sabe qué intentaremos hacer. Es decir, qué intentaré hacer yo.
—André —gritó René desde el escritorio—. Elige un niño.
Ya lo había hecho. Señaló a la niñita holandesa, Anna, sentada en su silla de ruedas con el distintivo de acceso privilegiado. René asintió. Entonces, los del otro bando habían mandado a un médico a hablar con él. El nombre Paul Bellow no le decía nada, pero sería un psiquiatra español, probablemente experimentado o al menos entrenado para intermediar. La tarea de Bellow sería debilitar su resolución, obligarlos a rendirse y a autocondenarse a una vida en prisión. Bueno, jamás lo lograría. Miró su reloj y decidió esperar diez minutos.
Malloy aflojó los controles y se preparó para descender cerca del camión abastecedor de combustible. Había cinco soldados, uno de ellos agitaba varas de plástico anaranjado. En pocos segundos el Night Hawk tocó tierra. Malloy apagó los motores y observó detenerse el rotor mientras el sargento Nance abría la puerta lateral y bajaba de un salto.
—¿Hay tiempo para descansar? —preguntó el sargento Harrison por el intercom.
—Sí —dijo Malloy, abriendo su puerta para bajar. Caminó hasta lo que parecía ser un oficial y le estrechó la mano. Tenía que hacerle un pedido muy importante.
—El truco será acercarnos lo más posible —dijo Covington.
—Sí —Chávez asintió. En ese momento circulaban por el otro lado del castillo. Escucharon el ruido del Bombardero a sus espaldas. El castillo estaba rodeado por cuarenta metros de espacio abierto, indudablemente pensados por el arquitecto para darle a la estructura un lugar de privilegio dentro del parque. Y así era, aunque no les servía de mucho a Pete y Ding. Ambos se tomaron su tiempo para examinar todo, desde los arroyuelos artificiales hasta los puentes que los cruzaban. Vieron las ventanas del centro de comando donde se encontraban los terroristas. La línea de visión era excepcional, y eso sin considerar el ingreso a toda velocidad por las escaleras internas… que seguramente estarían cubiertas por hombres armados.
—No nos lo están haciendo fácil, ¿verdad? —comentó Covington.
—Bueno, no les pagan para eso, creo yo.
—¿Cómo marcha el reconocimiento? —preguntó Clark por circuito radial encriptado.
—Muy bien, Mr. C. —replicó Chávez—. ¿Malloy ya llegó?
—Acaba de aterrizar.
—Genial, porque vamos a necesitarlo para entrar.
—Dos grupos, arriba y abajo —agregó Chávez—. Pero necesitamos información sobre el centro de comando.
El oficial español, un mayor del ejército, asintió en el acto e hizo señas a algunas personas del hangar. Los convocados se acercaron trotando, recibieron sus órdenes y se alejaron de la misma manera. Una vez hecho eso, Malloy se dirigió al hangar. Necesitaba ir al baño. Vio que el sargento Nance volvía al helicóptero con dos termos. Qué buen tipo, pensó Malloy, sabe lo importante que es un buen café en momentos como este.
—La cámara está muerta. Le dispararon —dijo Dennis—. Tenemos el video.
—Quiero verlo —ordenó Noonan.
La disposición del lugar era similar al del comando de emergencia. Tim Noonan pudo comprobarlo en los cincuenta segundos de filmación. Los niños estaban amontonados en el rincón opuesto a la cámara. Tal vez todavía estuvieran allí. No era mucho, pero era algo.
—¿Algo más? —preguntó—. ¿Hay sistemas de audio, micrófonos o algo por el estilo?
—No —replicó Dennis—. Usamos el teléfono.
—Sí —el agente del FBI asintió resignado—. Tendré que encontrar una manera de interceptarlos, entonces —sonó el teléfono.
—Sí, habla Paul —dijo Bellow.
—Hola, Paul, habla Uno. Las luces siguen apagadas. Le dije que conectara el sistema. No lo hizo. Por última vez, hágalo. Inmediatamente.
—Estamos trabajando en eso, pero la policía no sabe cómo hacerlo.
—¿Y no hay nadie del parque que pueda ayudarlos? No soy tonto, Paul. Lo diré por última vez, conecte la electricidad inmediatamente.
—Sr. Uno, estamos trabajando en eso. Por favor tenga un poco de paciencia, ¿de acuerdo? —Bellow estaba transpirando. Había empezado de golpe, y aunque sabía por qué, esperaba equivocarse.
—André —dijo René, antes de cortar la comunicación.
El exguardia de seguridad del parque caminó hacia el rincón.
—Hola, Anna, creo que es hora de que vuelvas con tu mamá.
—¿Ah? —preguntó la niña. Tenía ojos azules y cabello marrón claro, casi rubio en realidad, pero su piel tenía el aspecto pálido y delicado de los convalecientes. Era muy triste. André empujó la silla hacia la puerta.
—Salgamos, mon petit chou —murmuró.
El ascensor tenía generador propio y podía funcionar sin electricidad. André empujó la silla, anuló el botón rojo de emergencia y apretó el botón 1. Las puertas se cerraron lentamente y el ascensor inició el descenso. Un minuto después, volvieron a abrirse. El castillo poseía un ancho corredor para transitar de un extremo a otro del Parque Mundial, cuyas paredes combas estaban revestidas de mosaicos. La brisa era agradable y refrescante y el francés empujó la silla de Anna con decisión.
—¿Qué es esto? —preguntó Noonan, mirando uno de los monitores—. John, alguien acaba de salir.
—Comando, aquí Rifle Dos-Uno, veo a un tipo empujando una silla de ruedas con una niña encima, saliendo del lado oeste del castillo —Johnston bajó los binoculares y apuntó el rifle, centrando la mira en la sien del sujeto y apoyando el dedo sobre el gatillo—. Rifle Dos-Uno sobre el objetivo, repito, sobre el objetivo.
—Armas quietas —replicó Clark—. Repito, armas quietas. Reconocimiento.
—Entendido, Six, armas quietas —el sargento Johnston retiró el dedo del gatillo. ¿Qué demonios estaba pasando?
—Maldito —susurró Covington. Estaban a sólo cuarenta metros de distancia. Chávez y él tenían línea de visión directa. La niñita parecía enferma además de asustada. Se había inclinado hacia la izquierda en su silla de ruedas para poder ver al hombre que la empujaba. Tendría unos cuarenta años, bigote pero no barba, altura, peso y complexión normales, ojos oscuros e inexpresivos. El parque estaba tan silencioso ahora, tan vacío, que podían escuchar el susurro de las ruedas de goma sobre el patio de piedra.
—¿Dónde está mamá? —Preguntó Anna, valiéndose del escaso inglés que había aprendido en la escuela.
—En seguida la verás —prometió Nueve. Empujó la silla hasta la entrada del castillo. Dio la vuelta a una estatua, giró hacia arriba en el sentido de las agujas del reloj y bajó al patio. Detuvo la silla en la mitad del camino, de aproximadamente cinco metros de ancho y pavimentado. André miró a su alrededor. Tenía que haber policías allá afuera, pero no veía ningún movimiento, salvo por los carros del Bombardero, que no tenía necesidad de mirar para ver. Bastaba con el ruido, tan familiar. Repentinamente, todo le pareció ominoso. Bajó la mano al cinturón, sacó su pistola y…
—… pistola, ¡sacó una pistola! —informó en el acto Homer Johnston—. Oh, carajo, va a…
… La pistola disparó contra la espalda de Anna, directo al pequeño corazón. El pecho chato de la niñita se manchó de sangre y su cabeza cayó hacia adelante. El hombre empujó la silla de ruedas, que rodó por el sendero, carcomiendo la pared de piedra hasta llegar al patio, donde finalmente se detuvo.
Covington sacó su Beretta y apuntó. No sería fácil, pero tenía nueve balas en la pistola y eso bastaría, pero…
—¡Armas quietas! —tronó el radio—. ¡Armas quietas! No disparen —ordenó Clark.
—¡Mierda! —farfulló Chávez a pocos pasos de Covington.
—Sí —coincidió el inglés—. Absolutamente —enfundó su pistola y observó al terrorista, que se dio vuelta y volvió caminando a su refugio en el castillo de piedra.
—Estoy sobre el blanco, ¡Rifle Dos-Uno sobre el blanco! —anunció Johnston.
—No disparen. ¡Aquí Six, armas quietas, maldita sea, carajo!
—¡Mierda! —farfulló Clark en el centro de comando. Estrelló el puño contra la mesa—. ¡Mierda, mierda!
Sonó el teléfono.
—¿Sí? —dijo Bellow, sentado junto al comandante del Rainbow.
—Se lo advertí. Encienda las luces o mataremos a otro —dijo Uno.