CAPÍTULO 13

DIVERSIÓN

Popov seguía intentando averiguar más acerca de su empleador, sin encontrar por el momento nada que lo esclareciera. La combinación de Biblioteca Pública de Nueva York e Internet había producido ríos de información, sin proporcionarle la más ligera clave de por qué había empleado a un exfuncionario de la KGB para contratar terroristas y arrojarlos contra el mundo. Como si un niño conspirara para asesinar a su amante padre. Pero no era el aspecto moral el que lo preocupaba. La moral tenía poco logar en las operaciones de inteligencia. Jamás se había tratado el tema cuando se entrenaba en la academia de la KGB en las afueras de Moscú, excepto para dejar en claro que el Estado Jamás Se Equivocaba. «Ocasionalmente les ordenarán hacer cosas que pueden resultarles perturbadoras personalmente —les había dicho el coronel Romanov—. No obstante tendrán que hacerlas porque las razones, ya las conozcan o no, serán siempre correctas. Tienen derecho a cuestionar aspectos tácticos… pero, como oficiales de campo, será cuestión de ustedes cómo ejecutar la misión. No obstante, rechazar una misión es inaceptable». Punto final. Ni Popov ni sus compañeros habían tomado notas sobre el tema. Ordenes eran órdenes. Y así, una vez aceptado el empleo, Popov había llevado a cabo las tareas que le fueron asignadas…

… pero como servidor de la Unión Soviética siempre había conocido la misión fundamental: conseguir información vital para su país, porque su país necesitaba la información para sí mismo o para ayudar a otros cuyas acciones beneficiarían a su país. Incluso tratar con Illich Ramírez Sánchez había servido a una causa especial, pensó Popov en su momento. Pero ya no era tan ingenuo, por supuesto. Los terroristas eran como perros salvajes o lobos rabiosos que uno arrojaba al jardín trasero de alguien para crear conmoción. Y sí, tal vez fuera una maniobra estratégicamente útil… o al menos eso habían creído sus maestros, al servicio de un Estado hoy muerto y desaparecido. Pero no, las misiones no habían sido tan útiles, ¿verdad? Y por muy buena que hubiera sido la KGB en el pasado —todavía pensaba que era la mejor agencia de espionaje del mundo— últimamente había sido un rotundo fracaso. El Partido del que el Comité de Seguridad Estatal había sido Escudo y Espada ya no existía. La Espada no había matado a los enemigos del Partido, y el Escudo no lo había protegido contra las diversas armas de Occidente. Entonces, ¿sus superiores sabían verdaderamente lo que hacían o debían hacer?

Probablemente no, admitió Popov a regañadientes. Por eso tal vez todas las misiones que le habían asignado habían sido, en menor o mayor escala, fabulaciones de un loco. Amarga toma de conciencia, sí, de no ser porque su entrenamiento y experiencia le permitían ganar un suculento salario, por no mencionar las dos valijas llenas de marcos que había robado… ¿pero por hacer qué? ¿Por hacer que las fuerzas policiales europeas mataran terroristas? Hubiera sido más fácil, sino más lucrativo, entregarlos a la policía y hacer que los arrestaran, juzgaran y encarcelaran como la basura criminal que eran. Y mucho más satisfactorio además. Un tigre enjaulado, yendo de un extremo a otro de las rejas y esperando sus cinco kilos diarios de carne de caballo congelada era mucho más divertido de ver que su momia embalsamada en el museo… e igualmente inofensivo. Popov se sentía una especie de Judas carnero, ¿pero a qué carnicero servía?

El dinero era bueno. Varias misiones como las dos primeras y podría tomar su dinero y sus documentos falsos y evaporarse de la faz de la Tierra. Tomaría sol en la playa, saboreando bebidas gustosas y mirando chicas bonitas en minúsculos trajes de baño o… ¿qué? No sabía exactamente qué clase de retiro podría tolerar, pero estaba seguro de que encontraría algo. Tal vez utilizaría sus talentos para comprar y vender acciones y bonos como un verdadero capitalista, empleando su tiempo en enriquecerse todavía más. Tal vez sí, imaginó, bebiendo el primer café de la mañana y mirando por la ventana las torres de Wall Street. Pero aún no estaba listo para esa clase de vida, y hasta que lo estuviera, el hecho de desconocer la naturaleza de sus misiones lo perturbaba. Al no saber, no podía evaluar el peligro que él mismo corría. Pero a pesar de toda su experiencia, habilidad y entrenamiento profesional no tenía la menor idea de por qué su empleador quería abrir las jaulas de los tigres y empujarlos a la selva donde los esperaban los cazadores. Era una verdadera lástima no poder preguntárselo, pensó Popov. La respuesta podría incluso ser divertida.

***

Registrarse en el hotel fue un hecho de precisión mecánica. El mostrador de recepción era grande y estaba repleto de computadoras que identificaban electrónicamente a los huéspedes lo más rápido posible (para que fueran a gastar su dinero en el parque cuanto antes, por supuesto). Juan recibió su tarjeta magnética y agradeció a la bonita recepcionista con una leve inclinación de cabeza. Luego levantó sus valijas y se dirigió a su cuarto, agradecido por la ausencia de detectores de metales. El trayecto era corto y los ascensores inusualmente grandes (para trasladar gente en silla de ruedas, supuso). Cinco minutos después estaba desempacando en su habitación. Casi había terminado cuando golpearon la puerta.

Bonjour —era René. El francés entró y se sentó en la cama, desperezándose—. ¿Estás listo, amigo? —preguntó.

—Sí —replicó el vasco.

No parecía español. Tenía cabello rubio rojizo, rasgos agradables y barba bien cortada. La policía de su país jamás lo había arrestado. Era brillante, cauto y absolutamente eficaz: tenía dos atentados con autobombas y un asesinato sobre las espaldas. René sabía que esta sería la misión más temeraria de Juan, pero parecía estar listo, tenso, un poco crispado tal vez, pero enroscado como un resorte a punto de saltar. René también había hecho esa clase de cosas con anterioridad, casi siempre asesinatos en calles atestadas. Iba directamente hacia el blanco, disparaba con silenciador y seguía caminando normalmente; era la mejor manera de hacerlo, ya que casi nunca lo identificaban (la gente jamás veía la pistola y rara vez prestaba atención a alguien que caminaba por Champs-Elysées). Luego se cambiaba de ropa y encendía el televisor para ver la noticia del atentado. Action Directe había sido parcialmente desmantelada por la policía francesa, pero no del todo. Los miembros capturados fueron leales con sus camaradas en libertad y no los entregaron ni traicionaron a pesar de las presiones y promesas de sus compatriotas uniformados… y tal vez podrían liberar a algunos de ellos durante la misión, aunque el objetivo principal era la liberación del camarada Carlos. No sería fácil sacarlo de La Sante, pensó René, levantándose para mirar por la ventana la estación ferroviaria que los visitantes utilizaban para ir al parque. Pero —la estación estaba llena de niños esperando que saliera el tren— había cosas que ningún gobierno, por muy brutal que fuera, podía ignorar.

Dos edificios más allá, Jean-Paul observaba la misma escena y cavilaba sobre el mismo pensamiento. Jamás se había casado y rara vez había disfrutado una buena relación amorosa. Recién ahora sabía, a los cuarenta y tres años, que esa falta había abierto un agujero negro en su vida y su carácter, anormalidad que intentaba llenar con ideología política, con creencias y principios y la visión de un radiante futuro socialista para su país, para Europa y eventualmente para el mundo entero. Pero la parte más meticulosa de su carácter le decía que sus sueños eran meras ilusiones y que la realidad estaba frente a él, tres pisos más abajo y cien metros al oeste, en los rostros lejanos de los niños que esperaban abordar el tren a vapor rumbo al parque y… pero no, esos pensamientos eran aberrantes. Jean-Paul y sus amigos sabían que su causa y sus creencias eran justas. Las habían discutido largamente con el correr de los años, llegando a la conclusión de que habían elegido el camino correcto. Habían compartido la frustración de que muy pocos comprendieran… pero algún día comprenderían, algún día verían el sendero de justicia que el socialismo ofrecía al mundo, comprenderían que el camino al radiante futuro debía ser allanado por la elite revolucionaria que entendía el significado y la fuerza de la historia… y ellos no cometerían los errores que habían cometido los rusos, esos campesinos retrógrados inmersos en un país sobredimensionado y abstruso. Así pensando, miró a la gente que se encimaba en la plataforma al escuchar el silbido de la locomotora y vio… cosas. Ni siquiera los niños eran personas, sino objetivos políticos en manos de hombres como él… hombres preclaros que comprendían cómo funcionaba el mundo, o cómo debía funcionar. Funcionará, se prometió. Algún día.

Mike Dennis siempre almorzaba afuera, hábito que había adquirido en Florida. Lo que le gustaba del Parque Mundial era que se podía beber, en su caso un buen tinto español mientras miraba circular a la gente, alerta a posibles errores de cualquier clase. No había. Los senderos habían sido planeados cuidadosamente por simulacro computarizado.

Los juegos eran lo que más atraía a la gente y los senderos habían sido pensados para conducirla directamente a los más espectaculares. Los más caros eran innegablemente fabulosos. A sus propios hijos les encantaban, especialmente el Bombardero —una montaña rusa capaz de hacer vomitar al aviador más avezado— y la Máquina del Tiempo —un juego de realidad virtual del que participaban noventa y seis personas por cada ciclo de siete minutos (las pruebas habían demostrado que más tiempo podía ser desastroso). Al salir era momento de tomar un helado o beber algo, y había suficientes concesionarios para satisfacer distintos anhelos. A varios metros estaba Pepe’s, un excelente restaurante especializado en cocina catalana. Los restaurantes no debían estar demasiado cerca de los juegos, ya que no eran atracciones complementarias (no podía decirse que contemplar los devenires del Bombardero abriera el apetito, mucho menos dar una vuelta en el caso de los adultos). Instalar y operar parques temáticos como ese era una ciencia y un arte, y Mike Dennis era uno de los pocos en el mundo que sabían cómo hacerlo (lo cual explicaba su enorme salario y la sonrisa complacida que acompañaba cada sorbo de vino mientras observaba a sus invitados disfrutar del lugar). Si eso era trabajar, entonces trabajar era lo mejor del mundo. Ni siquiera los astronautas de la lanzadera espacial sentirían tanta satisfacción. Él podía jugar todos los días con su juguete. Ellos tenían suerte si volaban dos veces por año.

El lugar de reunión había sido establecido con anterioridad. El Bombardero tenía como símbolo la Ju-87 alemana y la insignia de la Cruz de Hierro en las alas y el fuselaje, aunque la esvástica de la cola había sido escrupulosamente borrada. La presencia de ese juego debía ofender gravemente la sensibilidad de los españoles, pensó André. ¿Acaso nadie recordaba Guernica, la primera manifestación de Schreklichheit nazi, donde fueron masacrados miles de ciudadanos españoles? ¿Acaso fallaba la apreciación histórica? Evidentemente sí. Los niños y adultos de la fila frecuentemente se acercaban a tocar la réplica del avión nazi que había anunciado el exterminio de soldados y civiles con su sirena «Trompeta de Jericó». La sirena formaba parte del juego, aunque los gritos de los pasajeros solían ahogarla en la primera colina de ciento cincuenta metros, seguida por la explosión de aire comprimido y la fuente de agua que los vehículos atravesaban antes de subir a la segunda colina, luego de haber arrojado una bomba sobre un barco simulado. ¿Acaso era el único en Europa que encontraba horrible y bestial esa simbología?

Evidentemente sí. La gente salía del juego y volvía a hacer cola para entrar, salvo aquellos que tardaban en recuperar el equilibrio, sudando y (ya lo había visto dos veces) vomitando. Un ordenanza armado con balde y lampazo se encargaba de limpiar el vómito… (no era el mejor trabajo que uno podía conseguir en el Parque Mundial). La guardia médica estaba a pocos metros de distancia para aquellos que la necesitaban. André sacudió la cabeza. Esos miserables merecían sentirse mal por haber querido subir a ese odiado símbolo del fascismo.

Jean-Paul, René y Juan llegaron casi simultáneamente a la entrada de la Máquina del Tiempo, todos con una gaseosa en la mano. Ellos y los otros cinco se reconocerían por los sombreros que habían comprado en el kiosko de la entrada. André les hizo un gesto afirmativo, tocándose la nariz como estaba planeado. René se acercó a él.

—¿Dónde está el baño de hombres? —preguntó.

—Siga los carteles —respondió André—. Salgo a las dieciocho. ¿Cenaremos donde dijimos?

—Sí.

—¿Todos están listos?

—Completamente listos, amigo mío.

—Los veré en la cena, entonces —André asintió y retomó su patrullaje (le pagaban por hacerlo). Sus camaradas se fueron caminando tranquilamente. Algunos se darían el lujo de disfrutar de los juegos, pensó André. En la reunión matutina les habían informado que el parque estaría más atestado aun en el día de mañana. Más de nueve mil personas llegarían a los hoteles esa misma noche o mañana por la mañana debido al feriado bancario en esa región de Europa. El parque estaba preparado para recibir multitudes y sus compañeros de seguridad le habían contado toda clase de historias divertidas al respecto. Cuatro meses atrás una mujer había parido mellizos en la guardia médica veinte minutos después de subir al Bombardero, para sorpresa de su marido y deleite del Dr. Weiler. Los bebés fueron nombrados en el acto socios vitalicios del Parque Mundial, hecho que conmovió a la televisión local (gracias al genio de sus organizadores para las relaciones públicas). Tal vez le pusieran Trasgo al niño, se burló André, detectando uno al frente. Los trasgos eran personajes de piernas cortas y cabeza enorme interpretados por chicas menudas (se notaba por la delgadez de las piernas metidas en los gigantescos zapatones). El disfraz tenía incluso una reserva de agua que humedecía los monstruosos labios… Más lejos, un legionario romano se batía cómicamente a duelo con un bárbaro germano. Uno de los dos escapaba corriendo del otro, y viceversa, cosechando aplausos entre los espectadores. Comenzó a caminar en dirección al Strabe alemán y fue recibido por la fanfarria de una banda de música… ¿Por qué diablos no tocaban el Horst Wessel Lied?, se preguntó André. Hubiera quedado bien con el maldito Stuka verde. ¿Y por qué no vestían a la banda con las camisas negras de la SS y obligaban a ducharse a algunos visitantes? ¿Acaso eso no era parte de la historia europea? ¡Maldito sea este lugar!, pensó André. La simbología había sido diseñada para despertar la ira de cualquier individuo con un mínimo de conciencia política. Pero no, las masas no tenían memoria, y tampoco entendían nada de política e historia económica. Lo alegraba haber elegido ese lugar para hacer su declaración política. Tal vez eso haría pensar a los idiotas (un poco al menos) en la forma del mundo. En la deformidad más bien, se corrigió André, permitiéndose contrariar las reglas del Parque Mundial mirando ceñudo a las multitudes sonrientes y el día soleado.

Allí, se dijo. Ese era el lugar. A los niños les encantaba. Ahora mismo había una multitud arrastrando a sus padres de la mano, vestidos con shorts y zapatillas, muchos con sombreros y globos de gas atados a sus frágiles muñecas. Incluso detectó a alguien muy especial, una niñita en silla de ruedas con el distintivo Cumple tu Deseo. El distintivo indicaba a los operadores que debían permitirle pasar a todas partes sin hacer cola. Una niña enferma, holandesa a juzgar por la vestimenta de sus padres, pensó André, probablemente muriendo de cáncer y enviada allí por alguna organización de caridad copiada de la American Make-A-Wish Foundation, que pagaba para que los padres llevaran a su desahuciado retoño a ver a los trasgos y otros personajes de dibujos animados por primera y última vez (el Parque Mundial tenía los derechos de venta y toda otra clase de explotación). Vio que sus ojitos enfermos resplandecían en rápido camino hacia la tumba, y vio que el staff era muy solícito con ella, como si eso le importara a alguien, con ese repugnante sentimentalismo burgués que vibraba en los cimientos mismos del parque. Ellos se ocuparían de eso, ¿verdad? Si había un lugar para hacer un manifiesto político que obligara a Europa y al mundo a prestar atención a lo que realmente importaba, era ese.

Ding terminó su primer vaso de cerveza. Sólo bebería uno más. Era una regla que nadie había escrito ni tampoco impuesto, pero de común acuerdo ningún miembro del comando bebía más de dos vasos cuando estaban en funciones, y casi siempre lo estaban… y además, dos vasos de cerveza británica eran mucho, a decir verdad. Como fuera, todos los miembros del C-2 estaban en sus casas cenando con sus familias. En ese sentido, Rainbow era una unidad peculiar. Todos los soldados estaban casados y tenían por lo menos un hijo. Los matrimonios parecían estables. John no sabía si era una característica de los soldados de operaciones especiales, pero los tigres de dos piernas que trabajaban para él eran gatitos mimosos en sus hogares, dicotomía que le resultaba asombrosa y divertida a la vez.

Sandy sirvió el plato principal, una excelente carne asada. John se levantó para cumplir su deber: cortar la carne. Patsy miró el enorme bloque de carne muerta y pensó brevemente en el mal de la vaca loca, pero decidió que su madre la habría cocinado bien. Además, le gustaba la buena carne, con colesterol y todo, y su madre era la mejor cocinera del mundo.

—¿Cómo van las cosas en el hospital? —le preguntó Sandy.

—Obstetricia es pura rutina. Hace dos semanas que no tenemos ningún caso difícil. Esperaba encontrarme con una placenta previa, incluso una placenta abrupta, para practicar una cesárea, pero…

—Ni lo menciones, Patsy. He visto muchos casos en la sala de emergencias. Pánico total… y Obstetricia debe ser muy eficiente para evitar que todo se transforme en un infierno. Madre muerta e hijo muerto.

—¿Alguna vez te pasó, mami?

—No, pero estuvimos cerca dos veces en Williamsburg. ¿Recuerdas al Dr. O’Connor?

—¿Un muchacho alto y delgado?

—Sí —asintió Sandy—. Gracias a Dios estaba de guardia en el segundo caso. El residente no sabía que hacer, pero Jimmy se hizo cargo. Yo estaba segura de que los perderíamos.

—Bueno, si uno sabe lo que hace…

—Si uno sabe lo que hace… tampoco es tan fácil. La rutina me sienta mejor. Trabajé muchos años en la sala de emergencias —prosiguió Sandy Clark—. Adoro las noches tranquilas, cuando puedo leer mi novela favorita.

—Habla la voz de la experiencia —comentó Clark, sirviendo la carne.

—Para mí tiene lógica —acotó Domingo Chávez, acariciando el brazo de su esposa—. ¿Cómo anda el chiquito?

—En este momento, patea como loco —replicó Patsy, llevándose la mano de su marido al vientre. Jamás fallaba. Los ojos de Ding cambiaban cuando lo sentía. Cálido y apasionado, estaba a punto de derretirse cuando sentía los movimientos del bebé en la panza de su esposa.

—Bebé —musitó.

—Sí —sonrió Patsy.

—Bueno, cuando llegue el momento no quiero sorpresas desagradables, ¿OK? —dijo Chávez—. Quiero que todo sea absolutamente rutinario. Esto solo ya es bastante excitante. No quiero desmayarme ni nada por el estilo.

—¡Claro! —rio Patsy—. ¿Tú? ¿Desmayarte? ¿Mi comando?

—Nunca se sabe, querida —observó su padre volviendo a sentarse—. He visto quebrarse a los más recios.

—No a mí, Mr. C. —advirtió Domingo levantando una ceja.

—Son como bomberos —dijo Sandy—. Andan merodeando hasta que sucede algo.

—Es cierto —admitió Ding—. Y si el incendio no se desata, mejor para nosotros.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Patsy.

—Sí, amor —respondió su marido—. Las misiones no son divertidas. Hasta ahora tuvimos suerte. No perdimos ni un rehén.

—Pero no siempre será así —le advirtió Rainbow Six a su subordinado.

—Siempre será así en lo que a mí respecta, John.

—Ding —dijo Patsy, levantando la vista del plato—. ¿Alguna vez has… quiero decir… eh… alguna vez has…?

La mirada respondió la pregunta, pero las palabras fueron:

—Prefiero no hablar de eso.

—No tallamos muescas en las armas, Pats —le dijo John a su hija—. No estamos en forma, ya ves.

—Hoy vino Noonan —Chávez cambió hábilmente de tema—. Dice que tiene un nuevo juguete para mostrarnos.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Clark en primerísimo lugar.

—No mucho, dice, muy poco en realidad. La Delta está empezando a usarlo.

—¿Y para qué sirve?

—Para encontrar gente.

—¿Eh? ¿Está clasificado?

—Es un producto comercial y, no, no está clasificado. Pero sirve para encontrar gente.

¿Cómo?

—Rastrea los latidos del corazón humano a quinientos metros de distancia.

—¿Qué? —preguntó Patsy—. ¿Y cómo lo hace?

—No estoy seguro, pero Noonan dice que los muchachos de Fort Bragg se están volviendo locos… quiero decir, están realmente entusiasmados con el juguete. Se llama «Salvavidas» o algo así. De todos modos, les pidió que nos enviaran un equipo de muestra.

—Ya veremos —dijo John, untando manteca en el pan—. Fabuloso pan, Sandy.

—Es de la panadería pequeña de Millstone Road. ¿No les parece que el pan inglés es exquisito?

—Y pensar que en todo el mundo hablan pestes de la comida británica —coincidió John—. Los muy idiotas. Yo me crie con esta dieta.

—Pura carne roja —se preocupó Patsy en voz alta.

—Mi colesterol está por debajo de uno-setenta, amor —le recordó Ding—. Más bajo que el tuyo. Supongo que se debe al ejercicio físico.

—Espera a que envejezcas —se mofó John. Por primera vez en su vida había aumentado considerablemente de peso, con ejercicio y todo.

—No tengo apuro —retrucó Ding—. Sandy, sigues siendo una de las mejores cocineras que conozco.

—Gracias, Ding.

—Siempre que no se me pudra el cerebro por comer vacas inglesas —mueca burlona de pura cepa hispana—. Bueno, esto es más seguro que colgar del Night Hawk. A George y Sam todavía les duele. Tal vez deberíamos cambiar de guantes.

—Son los mismos que usa el SAS. Lo verifiqué.

—Sí, lo sé. Antes de ayer lo hablé con Eddie. Dice que habrá más accidentes en las prácticas y Homer dice que la Delta pierde un soldado por año, muerto, en accidentes de práctica.

—¿Qué? —Alarma de Patsy.

—Y Noonan dice que el FBI perdió un hombre durante un descenso de un Huey. Se le resbalaron las manos. Uh —Ding se encogió de hombros.

—La única seguridad para eso es aumentar el entrenamiento —dijo John.

—Bueno, mis muchachos llegaron al tope. Ahora tendré que encontrar la manera de que sigan allí.

—Eso es lo más difícil, Domingo.

—Supongo —Chávez terminó su plato.

—¿Qué significa que llegaron al tope? —preguntó Patsy.

—Querida, significa que el Comando 2 está en forma. Siempre lo estuvimos, pero no veo cómo podríamos superarnos a partir de ahora. Lo mismo pasa con los muchachos de Peter. Excepto por los dos heridos, no veo cómo podríamos mejorar… especialmente con Malloy en el grupo. Maldita sea, ese tipo sí que sabe manejar helicópteros.

—¿Están preparados para matar gente? —preguntó Patsy dubitativamente. Era difícil para ella ser médica y dedicarse a salvar vidas estando casada con un hombre cuyo objetivo parecía ser quitarlas… y Ding había matado a alguien, de lo contrario no hubiera evadido la pregunta. ¿Cómo era posible que hiciera esa clase de cosas y no obstante se derritiera al sentir al bebé que ella llevaba en el vientre? Le resultaba muy difícil entenderlo, por mucho que amara a su diminuto consorte de piel olivácea y sonrisa radiante.

—No, querida, estamos preparados para rescatar gente —la corrigió Ding—. Ese es nuestro trabajo.

—¿Pero hasta qué punto podemos estar seguros de que los dejarán salir? —preguntó Esteban.

—¿Acaso tienen otra opción? —replicó Jean-Paul. Vació la botella de vino en los vasos.

—Estoy de acuerdo —dijo André—. ¿Qué otra opción tendrían? Podemos deshonrarlos ante el mundo entero. Y son cobardes, ¿no les parece?, burgueses sentimentaloides. No tienen fuerza, nosotros sí.

—Otros han cometido el error de creer eso —dijo Esteban. No pretendía jugar al abogado del diablo sino dar voz a las preocupaciones que, hasta cierto punto, todos compartían. Y Esteban siempre había sido un hombre preocupado.

—Nunca hubo una situación como esta. La Guardia Civil es eficaz, pero no está preparada para esta clase de incidentes. Son vulgares policías —se mofó André—. Eso es todo. No creo que puedan arrestarnos, ¿no? —La observación provocó una serie de bromas. Era cierto. Eran vulgares y silvestres policías acostumbrados a tratar con astutos ladronzuelos, no con militantes políticos, hombres con el entrenamiento y la dedicación apropiados—. ¿Cambiaste de opinión?

Esteban se encrespó.

—Por supuesto que no, camarada. Simplemente aconsejo objetividad para evaluar la misión. Un soldado de la revolución no debe dejarse llevar por el entusiasmo —buena manera de disfrazar sus temores, pensaron los otros. Todos los tenían, y la mejor prueba de ello era que los negaban.

—Liberaremos a Illich —anunció René—. A menos que París esté dispuesta a sepultar a un centenar de niños. No lo harán. Y algunos niños volarán ida y vuelta a Líbano. En eso estamos de acuerdo, ¿no? —miró a sus interlocutores, que asintieron—. Bien. Los únicos que se cagarán encima a raíz de esto son los niños, amigos míos. Nosotros no —el comentario provocó sonrisas y dos carcajadas discretas. René pidió más vino. La selección era buena, mejor de lo que podía esperarse en cualquier país islámico en los próximos años (allí esperaba escabullirse de los oficiales de inteligencia del DGSE… con más éxito que Carlos). Bueno, jamás conocerían sus identidades. Carlos le había dado una importante lección al mundo terrorista: la publicidad no servía para nada. Se rascó la barba. Picaba, pero la picazón sería su salvaguarda personal para el futuro—. Y bien André, ¿quién vendrá mañana?

—Thompson CSF enviará seiscientos empleados con sus familias, una especie de salida familiar multitudinaria para uno de sus departamentos. No podría ser mejor —les informó André. Thompson era una importante fábrica de armas francesa. Algunos de sus empleados, y los hijos de estos, serían conocidos y por lo tanto importantes para el gobierno francés. Franceses, y políticamente importantes… no, no podía ser mejor—. Se moverán en grupo. Tengo el itinerario. Vendrán al castillo al mediodía para almorzar y ver un espectáculo. Ese será nuestro momento, amigos míos —más un pequeño extra que había decidido esa mañana temprano. Siempre andaban rondando por alguna parte, especialmente en los shows.

Dáccord? —les preguntó René. Nuevamente, todos asintieron. Sus ojos mostraban mayor fortaleza ahora. Olvidarían las dudas. La misión los esperaba. La decisión había sido tomada mucho tiempo atrás. El mozo les llevó otras dos botellas de vino, que sirvieron generosamente. Los diez hombres saborearon la espirituosa bebida, sabiendo que tal vez sería la última por mucho tiempo, y en el alcohol encontraron resolución y coraje.

***

—¿No le parece fabuloso? —preguntó Chávez—. Esto sólo pasa en Hollywood. Agarran las armas como si fueran cuchillos y luego le vuelan la oreja izquierda a una ardilla a veinte yardas de distancia. Maldita sea, ojalá pudiera hacer eso.

—Práctica, Domingo —sugirió John con una sonrisa. En la pantalla del televisor, el muchacho malo voló cuatro yardas hacia atrás, como si le hubieran disparado con un cohete antitanque y no con una simple pistola 9 mm—. Me pregunto dónde las compran.

—¡No nos alcanza el presupuesto, oh gran experto contador!

John estuvo a punto de volcar la poca cerveza que le quedaba. La película terminó unos minutos más tarde. El héroe se quedó con la chica. Todos los malos murieron. El héroe dejó su agencia, disgustado por la corrupción y la estupidez imperantes, y salió caminando rumbo al ocaso, feliz y desempleado. Sí, pensó Clark, sólo en Hollywood pasaban esas cosas. Y así pensando, la noche compartida llegó a su fin. Patsy y Ding se fueron a dormir a su casa, y John y Sandy subieron a su dormitorio.

Como si fuera un enorme estudio de cine, pensó André al entrar al parque (una hora antes de que abriera sus puertas a los visitantes que ya habían comenzado a amontonarse en la puerta principal). Todo muy estadounidense, a pesar de los esfuerzos realizados para darle un toque europeo. La idea que lo sustentaba era estadounidense, por supuesto, ese idiota de Walt Disney con su ratón parlanchín y sus cuentos infantiles que tanto dinero le habían robado a las masas. La religión ya no era el opio de los pueblos. No, ahora era el escapismo, huir de la aburrida realidad cotidiana que todos vivían y detestaban… aunque no podían verla tal cual era, los muy estúpidos burgueses. ¿Quién los mandaba ir a ese parque? Sus hijos gimoteantes, que exigían ver a los trasgos y otros personajes de dibujos animados japoneses o subir al despreciable Stuka nazi. ¡Hasta los rusos (los que habían esquilmado dinero suficiente a su devastada economía para gastarlo aquí), hasta los rusos subían al Stuka! André sacudió la cabeza, anonadado. Tal vez los niños no tenían la educación o la memoria necesarias para apreciar la obscenidad, ¡pero sus padres sí! No obstante, acudían masivamente a ese parque inmundo.

—¿André?

Se dio vuelta y vio a Mike Dennis, director ejecutivo del Parque Mundial.

—¿Sí, Monsieur Dennis?

—Me llamo Mike, ¿recuerda? —el ejecutivo palmeó su chapa de identificación. Y sí, una de las reglas del parque era llamar a todo el mundo por su nombre de pila… otra estupidez indudablemente aprendida de los estadounidenses.

—Sí, Mike, perdóneme.

—¿Se siente bien, André? Parecía preocupado por algo.

—¿Sí? No… Mike, no, estoy bien. Fue una noche larga.

—OK —Dennis le palmeó el hombro—. Tendremos un día agitado. ¿Hace cuánto trabaja con nosotros?

—Dos semanas.

—¿Le gusta?

—Es un lugar único para trabajar.

—Esa es la idea, André. Que tenga un buen día.

—Sí, Mike —observó alejarse a su jefe estadounidense. Avanzaba con paso rápido hacia el castillo y su oficina. Malditos estadounidenses, esperaban que todo el mundo estuviera feliz todo el tiempo, de lo contrario algo andaba mal, y si algo andaba mal había que componerlo. Bueno, se dijo André, algo andaba mal y sería compuesto esa misma tarde. Pero a Mike no le agradaría mucho, ¿verdad?

A un kilómetro de distancia, Jean-Paul trasladó sus armas de la valija a la mochila. Había pedido que le llevaran a la habitación un suculento desayuno estadounidense: probablemente tendría que mantenerlo en pie todo el día, e incluso parte del día siguiente. Los demás estaban haciendo lo mismo, en ese hotel y en otros del mismo complejo. Su ametralladora Uzi tenía un total de diez cartuchos cargados, a lo que había que agregar otros seis para su pistola de 9 mm, tres granadas de fragmentación y un radio. La mochila pesaba, pero no tendría que cargarla todo el día. Chequeó su reloj y echó un último vistazo a la habitación. Todos los artefactos eran nuevos. Los había limpiado con un paño húmedo para borrar las huellas digitales, lo mismo que a la mesa, el escritorio, la porcelana y los utensilios de plata utilizados durante el desayuno. No sabía si la policía francesa tenía o no sus huellas digitales, pero en caso de que las tuviera no quería regalarle otro juego… y si no las tenía, ¿por qué facilitarles la confección de un nuevo archivo? Vestía pantalones largos color caqui y camisa de manga corta, más el estúpido sombrero blanco que había comprado el día anterior. Eso lo distinguiría como un visitante más, totalmente inofensivo, de ese lugar absurdo. Jean-Paul recogió su mochila y salió, no sin antes limpiar el picaporte de ambos lados. Una vez en el ascensor, apretó el botón de descenso con el nudillo, y pocos segundos después salió por la puerta del hotel y caminó casualmente hacia la estación ferroviaria, donde su tarjeta magnética obró como pasaporte al Sistema de Transporte del Parque Mundial. Se quitó la mochila para poder sentarse y se vio obligado a compartir el viaje con un alemán (que también llevaba una mochila al hombro), su esposa y sus dos hijos. La mochila golpeó contra el piso cuando el hombre se sentó junto a él.

—Es la Minicam —le explicó en inglés el alemán. Curioso.

—Yo también tengo una. Son bastante pesadas para andarlas llevando por ahí, ¿no le parece?

—Ah, sí, pero gracias a ella podremos recordar el día que pasamos en el parque.

—Sí, lo recordarán —dijo Jean-Paul por toda respuesta. Sonó el silbato y el tren inició la marcha. El francés buscó su entrada en el bolsillo. De hecho, tenía tres días más de ingreso pago al parque temático. No porque fuera a necesitarlos. De hecho, nadie los necesitaría.

—¿Qué demonios es esto? —farfulló John, leyendo el primer fax de la pila—. ¿Becas de estudio? —¿Y quién había violado la seguridad? ¿George Winston, secretario del Tesoro? ¿Qué diablos?— ¿Alice? —llamó.

—Sí, señor Clark —dijo la señora Foorgate entrando a su oficina—. Sabía que ese fax le causaría cierto escozor. Aparentemente, el señor Ostermann cree necesario recompensar al comando por haberlo rescatado.

—¿Qué dice la ley al respecto? —preguntó John.

—No tengo idea, señor.

—¿Cómo podemos averiguarlo?

—A través de un abogado, supongo.

—¿Tenemos algún abogado a mano?

—No que yo sepa. Y probablemente necesitará dos, uno británico y otro estadounidense.

—Grandioso —comentó Rainbow Six—. ¿Podría pedirle a Stanley que venga a verme?

—Sí, señor.