CARTAS BRAVAS
El parque temático había aprendido la lección de su modelo más famoso. Sus dueños tuvieron el cuidado de contratar una docena de ejecutivos jerárquicos (cuyos suntuosos salarios eran pagados por los sponsors financieros del Golfo Pérsico, quienes ya habían excedido sus expectativas fiscales y esperaban recuperar el total de la inversión en menos de seis años en vez de los programados ocho y medio).
Las inversiones fueron considerables, dado que no sólo deseaban emular a la corporación estadounidense sino superarla en todos los aspectos. El castillo de su parque era de piedra verdadera, no de fibra de vidrio. La calle principal tenía tres vías principales, cada una dedicada a tres diferentes temas nacionales. El ferrocarril circular era de tamaño estándar y utilizaba dos locomotoras a vapor auténticas. Además, se hablaba de extender la línea ferroviaria hasta el aeropuerto internacional que las autoridades españolas habían tenido la amabilidad de modernizar para apoyar el proyecto del parque temático (y tenían sobradas razones para hacerlo: el parque proporcionaba veintiocho mil puestos de trabajo de tiempo completo y otros diez mil de medio tiempo o temporada). Las atracciones eran espectaculares, la mayoría diseñadas especialmente y construidas en Suiza, y algunas lo suficientemente arriesgadas como para hacer empalidecer a un piloto de guerra. Por si eso fuera poco, tenía un sector de Ciencia Universal, con una caminata lunar que había impresionado a la propia NASA, un recorrido subacuático a través de un mega-acuario, y pabellones de todas las grandes industrias europeas… el de Airbus Industrie era particularmente impactante, ya que permitía a los niños (y también a los adultos) pilotear simulacros de vuelo.
Había personajes diversos: gnomos, trasgos y toda suerte de criaturas míticas de la historia europea, además de legionarios romanos dispuestos a luchar contra los bárbaros… y, por supuesto, las infaltables áreas comerciales donde los visitantes podían adquirir réplicas de todo lo que el parque tenía para ofrecer.
Una de las jugadas más astutas de los inversores fue construir el parque temático en España, no en Francia. El clima español, aunque más caluroso, era soleado y seco la mayor parte del año, lo que les permitía trabajar a pleno el año entero. Los visitantes llegaban de toda Europa (por avión, tren u ómnibus) y se alojaban en los grandes y cómo dos hoteles diseñados para tres niveles diferentes de presupuesto y grandeza, desde el que podría haber sido decorado por César Ritz a varios otros con comodidades más básicas. Todos los visitantes compartían el mismo entorno físico, cálido y seco, y podían bañarse en las numerosas piscinas rodeadas por playas de fina arena blanca, o bien jugar al golf en una de las dos canchas habilitadas (estaban construyendo otras tres, y una de ellas pronto formaría parte del Campeonato Profesional Europeo). También había un concurrido casino, atracción que ningún otro parque temático había ofrecido hasta el momento. En conjunto, el Worldpark o Parque Mundial había sido un éxito inmediato y sensacional: rara vez tenía menos de diez mil visitantes, y casi siempre más de cincuenta mil.
La instalación —definitivamente moderna— era controlada por un centro de comando central y seis centros regionales. Todas las atracciones, juegos y despachos de alimentos y bebidas eran monitoreados por computadoras y cámaras de televisión.
Mike Dennis era el director de operaciones. Lo habían contratado en Orlando, y aunque extrañaba la atmósfera amistosa imperante en aquel plantel directivo, la construcción y posterior dirección del Parque Mundial era el desafío que había esperado toda su vida. Tenía tres hijos, pero el parque era su bebé, solía decirse Dennis contemplando las almenas de la torre. Su oficina y centro de comando estaban en el alcázar del castillo, la torre más alta de la última fortaleza del siglo XX. Tal vez el duque de Aquitania hubiera disfrutado de un lugar como ese, pero él sólo sabía manejar lanzas y espadas, no computadoras y helicópteros, y por muy poderosa que fuera su alteza en el siglo XII, jamás había manejado semejantes sumas de dinero: el Parque Mundial obtenía diez millones de dólares diarios en efectivo solamente, sin contar las tarjetas. Un camión de caudales con fuerte custodia policial salía todos los días del parque rumbo al banco más cercano.
Como su modelo de Florida, el Parque Mundial poseía una estructura de varios pisos. Debajo de las instalaciones principales había una ciudad subterránea: allí operaban los servicios de apoyo, los integrantes del elenco se cambiaban y almorzaban, y Dennis podía trasladar personas y objetos de un lugar a otro rápidamente y sin ser vistos por los visitantes. Dirigir el sector subterráneo equivalía a ser alcalde de una ciudad no tan pequeña… en realidad, era más difícil porque debía asegurarse de que todo funcionara todo el tiempo y el costo de las operaciones fuera siempre inferior al presupuesto asignado. El hecho de hacer bien su trabajo (en honor a la verdad, un 2,1 por ciento mejor que sus propias proyecciones preinaugurales) le significaba un salario considerable y una bonificación extraordinaria de 1 000 000 de dólares recibida cinco semanas atrás. Bueno, si sus hijos se adaptaran de una buena vez a las escuelas locales…
Incluso como objeto de odio, cortaba la respiración. Era una ciudad cuya construcción había costado miles de millones. André había sido adoctrinado en la «Universidad del Parque Mundial» local, captado el absurdo ethos del lugar, aprendido a sonreírle a todo y a todos. Casualmente lo habían destinado al departamento de seguridad, la policía imaginaria del Parque Mundial, lo cual significaba que debía vestir una camisa azul liviana y pantalones azul oscuro con una franja vertical también azul, llevar un silbato y un radio portátil, y pasar la mayor parte del tiempo diciéndole a la gente dónde estaban los baños… porque si el Parque Mundial necesitaba policías, los barcos necesitaban ruedas. André consiguió el puesto porque hablaba fluidamente tres idiomas (francés, español e inglés) y podía por lo tanto ser útil a la mayoría de los visitantes —eufemísticos «huéspedes»— de la nueva ciudad española, que obviamente tenían necesidad de orinar de vez en cuando y, en la mayoría de los casos, carecían de la astucia suficiente para advertir los centenares de carteles (gráficos antes que escritos) que les indicaban a dónde dirigirse cuando la necesidad física se tornaba imperiosa.
Vio a Esteban en el lugar de siempre, vendiendo globos de gas. Pan y circo, pensaban ambos. La cantidad de dinero gastado para construir ese lugar… ¿y todo para qué? ¿Para darles a los hijos de los pobres y las clases trabajadoras unas breves horas de alegría antes de regresar a sus tristes y monótonos hogares? ¿Para inducir a sus padres a gastar su dinero en meras diversiones? En realidad, el objetivo del parque era enriquecer todavía más a los inversores árabes que habían gastado buena parte de sus petrodólares en la construcción de esa ciudad de fantasía. Asombrosa, sí, y no obstante objeto de desprecio. Ícono de lo irreal, opio de las masas trabajadoras que no tenían la sensatez de verla tal como era en realidad. Bueno, esa era la tarea de la elite revolucionaria.
André comenzó a caminar de un lado a otro, aparentemente sin propósito determinado, pero en realidad de acuerdo con los planes (los suyos y los del parque). Le pagaban para vigilar y hacer arreglos mientras sonreía e indicaba a los padres dónde podían aliviar sus vejigas sus adorables retoños.
—Esto servirá —dijo Noonan, integrándose a la reunión matutina.
—¿Qué es «esto»? —preguntó Clark.
Noonan les mostró un disquete de computadora.
—Son apenas cien líneas de código, sin contar la instalación. Todos los teléfonos celulares utilizan el mismo programa de computadora para funcionar. Cuando lleguemos a cada lugar, insertaré este disquete en los sistemas y cargaré el software. A menos que uno disque el prefijo correcto para hacer un llamado —7-7-7, para ser preciso—, el celular contestará que el número está ocupado. De este modo podremos bloquear las llamadas por celular a nuestros sujetos, y también las de ellos hacia afuera.
—¿Cuántas copias tienes? —preguntó Stanley.
—Treinta —respondió Noonan—. Podemos pedirle a la policía local que las instale. Tengo las instrucciones impresas en seis idiomas —no está mal, ¿eh?, hubiera querido agregar Noonan. Lo había conseguido a través de uno de sus contactos en la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade, Maryland. Bastante buen resultado luego de una semana de esfuerzos—. Se llama Cellcop y funciona en cualquier lugar del mundo.
—Buen tiro, Tim —Clark anotó algo—. OK, ¿cómo están los comandos?
—Sam Houston está en cama con la rodilla estropeada —dijo Peter Covington—. Se lastimó bajando del helicóptero. Puede desplegar, pero no podrá correr hasta dentro de unos días.
—El Comando 2 se encuentra al máximo de sus capacidades —anunció Chávez—. George Tomlinson está un poco más lento por el tendón de Aquiles, pero no tiene importancia.
Clark gruñó y asintió mientras anotaba algo. El entrenamiento a que se sometían sus hombres era tan duro que las heridas ocasionales eran inevitables… y John recordaba bien el aforismo que reza que los entrenamientos deben ser combates sin sangre, y los combates, entrenamientos sangrientos. Fundamentalmente era positivo que sus tropas trabajaran tan arduamente en las prácticas como en la vida real… eso hablaba muy bien de su moral y de su profesionalismo, e indicaba que tomaban seriamente todos y cada uno de los aspectos de la vida en el Rainbow. Dado que Sam Houston era riflero, realmente estaba en el setenta por ciento de su capacidad, y George Tomlinson, con el tendón lastimado y todo, estaba realizando su carrera matinal como buen soldado de elite que era.
—¿Inteligencia? —John miro a Bill Tawney.
—Nada especial que reportar —replicó Tawney—. Sabemos que todavía hay terroristas vivos y las distintas fuerzas policiales están investigando para encontrarlos, pero no es tarea fácil y por el momento no hay nada prometedor en vista, aunque… —ciertas cosas eran imposibles de predecir. Todos en la mesa lo sabían. Esa misma noche, podrían detener a alguien como Carlos por pasar un semáforo en rojo, y algún policía avispado podría reconocerlo y arrestarlo, pero ellos no podían contar con el azar. Todavía quedaban más de cien terroristas vivos, escondidos probablemente en algún lugar de Europa como Ernst Model y Hans Fürchtner, pero habían aprendido la sencilla lección de mantener un perfil bajo y no meterse en problemas. Tendrían que cometer algún error (grande o pequeño) para ser detectados… y los que cometían errores estaban muertos o en la cárcel desde hacía tiempo.
—¿Cómo marcha la cooperación con las policías locales? —preguntó Stanley.
—Seguimos en contacto con ellos y las misiones de Berna y Viena fueron muy buena prensa para nosotros. Es probable que nos convoquen en el acto cuando ocurra algo de ese tenor.
—¿Movilidad? —preguntó John.
—Ese soy yo, supongo —respondió el teniente coronel Malloy—. Funciono particularmente bien con el Ala Primera de Operaciones Especiales. Por el momento me permitirán conservar el Night Hawk y tengo muchas de horas de vuelo en el Puma británico, así que estoy acostumbrado a él. Si tenemos que salir, estoy listo. Podría requerir un abastecedor MC-130 si fuera necesario en el caso de un despliegue prolongado, pero en la práctica puedo llegar a cualquier punto de Europa en mi Sikorsky en un máximo de ocho horas, con o sin reabastecimiento de combustible. En cuanto al lado operativo, me siento cómodo. Los soldados son los mejores que vi en mi vida y trabajamos bien juntos. Lo único que me preocupa es la falta de un equipo médico.
—Lo hemos pensado. El Dr. Bellow es nuestro médico, particularmente eficaz para tratar heridas, ¿verdad, doc? —Preguntó Clark.
—Me arreglo bastante bien, pero no soy cirujano. Además, las fuerzas policiales y de bomberos presentes en los despliegues podrían facilitarnos personal paramédico.
—Era mejor en Fort Bragg —observó Malloy—. Sé que todos los hombres están entrenados en primeros auxilios, pero sería agradable contar con uno o dos médicos diplomados. El Dr. Bellow sólo tiene dos manos —advirtió el piloto—. Y sólo puede estar en un lugar por vez.
—Cuando iniciamos una misión —explicó Stanley— hacemos un llamado de rutina al hospital de emergencias más próximo. Hasta el momento han cooperado con nosotros.
—OK, muchachos, pero soy yo el que tiene que transportar a los heridos. Hace tiempo que lo vengo haciendo y creo que podríamos mejorar el sistema. Recomiendo un entrenamiento especial. Deberíamos practicar regularmente.
No era mala idea, pensó Clark.
—Lo tendremos en cuenta, Malloy. Al, empezaremos próximamente.
—De acuerdo —asintió Stanley.
—Lo más difícil es simular heridas —les dijo el Dr. Bellow—. No hay sustituto para la cosa real y no podemos meter a nuestra gente en la sala de emergencias de cualquier hospital. Perderíamos demasiado tiempo y no verían la clase de heridas que necesitan ver.
—Hace años que tenemos el mismo problema —intervino Covington—. Uno puede enseñar los procedimientos, pero la experiencia práctica es difícil de lograr…
—Sí, a menos que nos traslademos a Detroit —bromeó Chávez—. Miren, muchachos, todos nosotros somos expertos en primeros auxilios y el Doctor Bellow es médico. No nos sobra el tiempo y el entrenamiento para la misión es primordial, ¿no les parece? Si llegamos al punto de conflicto y hacemos bien nuestro trabajo minimizaremos la cantidad de heridas, ¿verdad? —excepto las de los malos, omitió agregar. Pero esos no le importaban a nadie—. Me gusta la idea de entrenarnos para evacuar heridos. Genial, podemos hacerlo, y también practicar primeros auxilios… pero, seamos realistas, no podemos hacer mucho más. O al menos yo no veo cómo.
—¿Sugerencias? —preguntó Clark. Él tampoco veía cómo.
—Chávez tiene razón… pero uno nunca está absolutamente preparado ni absolutamente entrenado —señaló Malloy—. No importa cuánto trabajemos, los chicos malos siempre encuentran una nueva manera de perjudicarnos. De todos modos, en Delta nos desplegamos con un equipo médico completo, son hombres entrenados… expertos, acostumbrados a las heridas. Tal vez no podamos hacerlo aquí, pero eso es lo que hacíamos en Fort Bragg.
—Dependeríamos del presupuesto local para eso —dijo Clark, cerrando el tema—. Este lugar no puede crecer tanto. No tengo presupuesto.
Y esa es la palabra mágica en este negocio, omitió agregar Malloy. La reunión concluyó unos minutos más tarde, y con ella el día laboral. Dan Malloy se había acostumbrado a la tradición local de terminar el día en el club, donde la cerveza era buena y la compañía cordial. Diez minutos después, compartía una jarra con Chávez. Ese grasiento enjuto sí que sabía salirse con la suya, pensó Malloy.
—Lo que hiciste en Viena fue muy bueno, Ding.
—Gracias, Dan —Chávez bebió un sorbo de cerveza helada—. De todos modos, no tenía mucha opción. A veces hay que hacer lo que hay que hacer y nada más.
—Sí, es un hecho —admitió el marine.
—Piensas que la cuestión médica es nuestro lado flaco… y yo también, pero hasta el momento no ha sido un problema.
—Hasta el momento han tenido suerte, muchacho.
—Sí, lo sé. Todavía no nos topamos con ningún loco verdadero.
—Pero están allá afuera. Sociópatas de pura cepa, a quienes no les importa nada de nada. Bueno, a decir verdad sólo los he visto por televisión. Siempre vuelvo al episodio de Ma’alot en Israel, hace veinte años. Esos miserables asesinaron niños para demostrar su bravura… y no olvide lo que pasó hace poco con la hijita del presidente. Tuvo la inmensa suerte de que un tipo del FBI estuviera allí. No me molestaría pagarle una cerveza a ese hombre.
—Excelente tirador —coincidió Chávez—. Lo mejor de todo fue el timing. Leí cómo manejó el asunto… les habló y todo eso, tuvo paciencia, esperó el momento justo… y ganó la partida.
—Dio una conferencia en Bragg, pero justo tuve que volar ese día. Vi el video. Los muchachos me dijeron que disparaba tan bien como cualquiera del equipo… pero mejor todavía, porque era astuto.
—La astucia cuenta —admitió Chávez, terminando su cerveza—. Tengo que ir a preparar la cena.
—¿Repítelo, por favor?
—Mi esposa es médica, llegará a casa dentro de una hora y hoy me toca preparar la cena.
Enarcamiento de cejas:
—Es lindo verte tan bien entrenado, Chávez.
—Estoy seguro de mi masculinidad —le aseguró Domingo al aviador, encaminándose hacia la puerta.
André trabajó hasta tarde esa noche. El Parque Mundial permanecía abierto hasta las 23:00 horas y las tiendas todavía más, porque ni siquiera un lugar tan grande como ese podía permitirse desperdiciar la oportunidad de quitarle unas monedas extra a las masas a cambio de chucherías baratas que luego serían arrojadas a las manos codiciosas de los niñitos, a menudo casi dormidos en brazos de sus exhaustos padres. André observaba el proceso, impasible. La gente esperó hasta la última vuelta de los juegos mecánicos, y sólo entonces, con las cadenas puestas en su sitio y el saludo de despedida de los operadores, se dirigió con paso cansino a las puertas, aprovechando cada oportunidad de detenerse y entrar en las tiendas, donde los vendedores esbozaron su sempiterna sonrisa cansada y les ofrecieron sus servicios, tal como habían aprendido a hacerlo en la Universidad del Parque Mundial. Y finalmente, cuando todos se hubieron marchado, cerraron las tiendas, vaciaron las cajas registradoras y, bajo la vigilante mirada de André y su personal, el dinero fue trasladado a la sala de recuento. Estrictamente hablando, eso no era parte de sus funciones, pero de todos modos siguió a los tres empleados de la tienda Matador hasta la calle principal, luego a través de un pasadizo, varias puertas lisas de madera y una escalera que llevaba al subsuelo. Los pasillos de concreto, atestados de carritos eléctricos y empleados durante el día, estaban ahora vacíos excepto por los empleados que corrían a cambiarse de ropa para salir a la calle. La sala de recuento estaba en el centro del complejo, casi debajo del castillo. El dinero fue entregado, cada bolsa con una etiqueta que indicaba su punto de origen. Las monedas fueron arrojadas dentro de un recipiente, donde fueron separadas por nacionalidad y denominación y posteriormente contadas, envueltas y etiquetadas para ser trasladadas al banco. Los billetes, ya clasificados por valor y denominación fueron… pesados. André se sorprendió la primera vez que vio el proceso, pero lo pesaban en balanzas sumamente delicadas… Allí, por ejemplo, había uno punto cero-seis-uno-cinco kilos de billetes de cien marcos alemanes. Dos punto seis-tres-siete-cero kilos de billetes de cinco libras británicas. La suma correspondiente era emitida por la pantalla electrónica y los billetes pasaban a ser envueltos. Los oficiales de seguridad portaban armas, pistolas Astra, porque la recaudación total del día era 11 567 309,35 libras… todo dinero usado, del mejor, y de todas las denominaciones. Los paquetes fueron colocados en seis enormes bolsos de tela y cargados en un carro eléctrico de cuatro ruedas para ser transportados hasta la parte de atrás del subsuelo, y una vez allí al camión blindado con escolta policial que los trasladaría a la casa central del banco local, todavía abierta a esa hora del día… dada la magnitud del depósito. Once millones de libras británicas en efectivo… ese lugar sacaba miles de millones por año en efectivo, pensó André con renovado cansancio.
—Perdón —le dijo a su supervisor de seguridad—. ¿He violado alguna regla al venir aquí?
Sonrisa cómplice:
—No, tarde o temprano todo el mundo baja a ver. Para eso están las ventanas.
—¿No es peligroso?
—Creo que no. Las ventanas son gruesas, como ve, y la seguridad dentro del salón de recuento es muy estricta.
—Mon Dieu, todo ese dinero… ¿qué pasaría si alguien intentara robarlo?
—El camión está blindado y tiene escolta policial: dos patrulleros con cuatro hombres cada uno, todos armados hasta los dientes —esos serían los únicos vigilantes obvios, pensó André. Habría otros, no tan cerca, y no tan obvios, pero igualmente armados hasta los dientes—. Al principios nos preocupaba que los terroristas vascos intentaran robar el dinero —semejante cantidad de efectivo les permitiría financiar sus operaciones durante años—, pero la amenaza no se planteó y, además, ¿sabe cuál es el destino de este dinero?
—¿Por qué no lo llevan al banco en helicóptero? —preguntó André.
El supervisor de seguridad bostezó.
—Demasiado caro.
—Entonces, ¿cuál es el destino del dinero?
—La mayor parte vuelve a nosotros, por supuesto.
—Ah —André se quedó pensando—. Sí, así debe ser, ¿no?
El Parque Mundial era esencialmente un negocio en efectivo, porque mucha gente seguía prefiriendo pagar de esa manera a pesar del advenimiento de las tarjetas de crédito (que el parque recibía encantado) y a pesar de la posibilidad de cargar todos los gastos en la cuenta del hotel (las instrucciones para hacerlo estaban impresas en todas las tarjetas magnéticas en el idioma de cada visitante).
—Apuesto a que usamos quince veces seguidas el mismo billete de cinco libras hasta que se gasta y debemos enviarlo a Londres para ser destruido y reemplazado.
—Ya veo —dijo André con una leve inclinación de cabeza—. Entonces, depositamos el dinero y luego lo retiramos de nuestra cuenta para ofrecer cambio a nuestros visitantes. ¿De cuánto efectivo disponemos, entonces?
—¿Para cuestiones de cambio? —Encogimiento de hombros—. Oh, dos o tres millones como mínimo… en libras británicas. Tenemos esas computadoras para rastrearlo —señaló.
—Es un lugar asombroso —observó André sinceramente. Asintió y fue a buscar su tarjeta horaria y cambio. Había sido un buen día. Los vagabundeos habían confirmado sus observaciones previas del parque. Ahora sabía cómo planear la misión, y cómo cumplirla. El próximo paso sería reunirse con sus colegas y mostrarles el plan, y luego tendrían que ejecutarlo. Cuarenta minutos después estaba en su departamento, bebiendo borgoña y cavilando. Hacía más de una década que era director de los planes y operaciones de Action Directe: había planeado y ejecutado once asesinatos en total. Sin embargo, esta misión sería la más grandiosa de todas, tal vez la culminación de su carrera, y debía pensarla hasta el último detalle. Había pegado un mapa del Parque Mundial sobre la pared de su departamento. Lo recorrió con la vista de un extremo a otro, varias veces. Entradas, salidas. Posibles rutas de acceso policial. Maneras de contrarrestarlos. Dónde colocar su propio personal de seguridad. Dónde llevar a los rehenes. Dónde meterlos. Cómo hacer salir a todo el mundo. André lo pensó una y otra vez, tratando de localizar debilidades, de encontrar errores. La Guardia Civil española respondería a esta misión. Había que respetarlos a pesar de sus cómicos tricornios. Habían peleado contra los vascos durante una generación, y habían aprendido. Indudablemente tenían un acuerdo con el Parque Mundial, porque era un blanco demasiado obvio para los terr… para los elementos progresistas, se autocorrigió André. No convenía tomar a la ligera a la policía. Habían estado a punto de matarlo o arrestarlo dos veces en Francia, pero en ambas ocasiones había cometido errores flagrantes, de los que afortunadamente había aprendido. No, esta vez no. Esta vez los mantendría a raya con la elección de los rehenes y su voluntad manifiesta de utilizarlos para sus fines políticos. Y por muy rudos que fueran los guardias civiles, retrocederían ante su resolución manifiesta, porque aunque eran en verdad muy rudos, también eran vulnerables al sentimentalismo brugués, igual que todos ellos. La pureza de su propósito marcaba la diferencia, y se atendría a ella, y alcanzaría su objetivo… o habría muchos muertos, y ni el gobierno de España ni el de Francia podrían tolerarlo. El plan estaba casi listo. Levantó el teléfono e hizo una llamada internacional.
***
Pete volvió a la mañana temprano. Estaba pálido, e incluso más perdido, aunque también más incómodo a juzgar por sus lastimosos movimientos.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó alegremente el Dr. Killgore.
—Tengo el estómago muy mal, doc, justo aquí —dijo Pete, señalando el lugar con el dedo.
—Te sigue molestando, ¿eh? Bueno, acuéstate en la camilla para que pueda revisarte —dijo el médico, poniéndose el barbijo y los guantes. El examen físico fue rutinario… y absolutamente innecesario. Al igual que Chester, Pete se estaba muriendo, aunque aún no lo sabía. La heroína le había aliviado el dolor, reemplazándolo por una suerte de nirvana químico. Killgore tomó cuidadosamente otra muestra de sangre para examinarla luego bajo el microscopio.
—Bueno, socio, ahora tenemos que esperar. Pero voy a darte otra inyección para calmar el dolor, ¿OK?
—Claro, doc. La última me alivió muchísimo.
Killgore llenó otra jeringa descartable e inyectó heroína en la misma vena que antes. Observó los ojos de Pete: muy abiertos al principio, luego relajados por el alivio del dolor, y finalmente sumidos en un letargo tan profundo que podría haberle practicado una cirugía mayor allí mismo sin que el pobre bastardo se diera cuenta.
—¿Cómo andan los demás muchachos, Pete?
—Bien, pero Charlie se está quejando del estómago. Será algo que comió, supongo.
—¿Ah, sí? Tal vez tenga que revisarlo entonces —dijo Killgore. El número tres probablemente ingresaría mañana. El timing era casi perfecto. Con excepción de la rápida sintomatología de Chester, el resto del grupo se atenía a la línea de tiempo prevista. Bravo.
Se hicieron más llamados telefónicos y, a la mañana temprano, varios individuos alquilaron automóviles con documentos falsos, viajaron en parejas o solos de Francia a España y cruzaron tranquilamente los puestos aduaneros de frontera, generalmente acompañados por una sonrisa amistosa. Varios agentes de viajes hicieron las reservas necesarias en los hoteles de turno, todos de nivel medio y comunicados con el parque por monorriel o tren (las estaciones estaban en los lobbies atestados de tiendas de los hoteles para que los visitantes no tuvieran oportunidad de perderse).
Las autopistas que conducían al parque eran anchas y cómodas para manejar, y sus señales fáciles de seguir incluso para aquellos que no hablaban español. El único peligro eran los enormes ómnibus cargados de turistas que avanzaban a más de 150 kilómetros por hora como transatlánticos terrestres con las ventanillas llenas de gente, la mayoría niños que se divertían saludando a los conductores de los autos que pasaban. Los conductores devolvían el saludo, sonrientes, y dejaban pasar a los ómnibus que excedían el límite de velocidad como si tuvieran derecho de hacerlo, riesgo que los conductores privados no deseaban correr. Tenían tiempo de sobra. Habían planeado muy bien la misión.
Tomlinson se tomó la pierna izquierda haciendo una mueca. Chávez abandonó la carrera matinal para ver cómo se encontraba.
—¿Duele todavía?
—Como un hijo de puta —confirmó el sargento.
—Entonces no lo fuerces, retardado. El tendón de Aquiles es un lugar difícil.
—Acabo de descubrirlo, Ding —Tomlinson redujo la velocidad de la marcha, sin dejar de exigir a su pierna izquierda luego de haber corrido dos millas. Respiraba con mayor dificultad que de costumbre, pero el dolor era enemigo de las pruebas de resistencia.
—¿Viste al Dr. Bellow?
—Sí, pero dice que no puede hacer nada, que debo esperar que se cure solo.
—Entonces espera. Es una orden, George. No vuelvas a correr hasta que haya dejado de dolerte. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo el sargento Tomlinson—. Pero puedo desplegarme si me necesita.
—Lo sé, George. Nos vemos en el polígono de tiro.
—De acuerdo.
Chávez aumentó la velocidad para reunirse con el resto del Comando 2. Tomlinson tenía el orgullo herido por no estar a la altura de los demás. Jamás había permitido que una herida perjudicara su rendimiento: en la Fuerza Delta había seguido entrenando con dos costillas rotas sin decirle nada a los médicos por temor a que sus compañeros lo creyeran débil y pusilánime. Pero un par de costillas averiadas eran más fáciles de ocultar que un tendón estropeado. En este último caso el dolor era tan fuerte que impedía el normal funcionamiento de la pierna, e incluso dificultaba la posición erguida. Maldición, pensó el soldado, no puedo permitirlo. Jamás había ocupado el segundo puesto en toda su vida, ni siquiera en la Pequeña Liga de béisbol. Pero ahora, en lugar de correr con los demás tenía que caminar, tratando de mantener la marcha militar de ciento veinte pasos por minuto, e incluso eso dolía, aunque no lo suficiente para obligarlo a detenerse. Los miembros del Comando 1 pasaron corriendo y lo dejaron atrás, incluso Sam Houston con su rodilla averiada. Evidentemente, el orgullo era fundamental en la unidad. Tomlinson era soldado de operaciones especiales desde hacía seis años. Ex Boina Verde captado por Delta, estaba a punto de graduarse en psicología (campo que los muchachos de operaciones especiales tendían a adoptar por razones diversas) y deseaba hallar la manera de terminar sus estudios en Inglaterra (allí las universidades funcionaban de otro modo y era bastante inusual que los militares concurrieran a clase). Pero en Delta solían sentarse a conversar acerca de los terroristas que supuestamente tendrían que enfrentar, y eso los fortalecía mucho, porque el hecho de entenderlos conllevaba la capacidad de predecir sus actos y sus debilidades… facilitando su posterior eliminación. Después de todo, ese era el fin último ¿verdad? Curiosamente, Tomlinson no había participado en ninguna misión hasta llegar a Hereford y, más curiosamente aún, la experiencia no se diferenciaba mucho de las prácticas. Uno ejecuta lo que practicó, recordó el sargento, tal como le habían enseñado en Fort Knox once años atrás. Maldición, el talón seguía ardiendo, pero menos que cuando corría. Bueno, el médico le había dicho por lo menos una semana, probablemente dos, para estar en condiciones… y todo por haber pisado mal el bordillo, sin mirar, como un maldito imbécil. Por lo menos Houston tenía una excusa para su rodilla. El descenso del helicóptero podía ser riesgoso y todo el mundo resbalaba alguna vez (en su caso al descender sobre una roca, y eso debía doler como el demonio…). Pero Sam tampoco era ningún flojo, se dijo Tomlinson, enfilando hacia el polígono de tiro.
—Bueno, haremos una práctica de tiro en vivo —les anunció Chávez—. Escenario: cinco muchachos malos, ocho rehenes. Los malos están armados con pistolas de mano y SMG. Dos de los rehenes son niñas, siete y nueve años de edad. Todos los otros rehenes son mujeres, madres. Los malos atacaron un jardín de infantes y llegó el momento de iniciar el rescate. Noonan predijo la ubicación de los delincuentes del siguiente modo —Chávez señaló el pizarrón—. Tim, ¿los datos son buenos?
—En un setenta por ciento, no más. Se están moviendo. Pero todos los rehenes están en este rincón —golpeó el pizarrón con el puntero.
—OK. Paddy, tú llevas los explosivos. En parejas, como de costumbre. Louis y George entran primero y cubren el lado izquierdo. Eddie y yo entramos inmediatamente después por el centro. Scotty y Oso entran últimos y cubren el sector derecho. ¿Preguntas?
Nadie preguntó nada. Todos estudiaron el diagrama del pizarrón.
—Adelante, entonces —dijo Chávez. El comando salió en fila india, vistiendo sus trajes ninja.
—¿Cómo anda esa pierna, George? —le preguntó Loiselle a Tomlinson.
—Habrá que ver, supongo. Pero mis manos están diez puntos —dijo el sargento, levantando su MP-10.
—Bravo —lo animó Loiselle.
Trabajaban juntos casi permanentemente y conformaban un buen mini-equipo, al punto tal de poder leerse el pensamiento. Además, ambos tenían el don de moverse sin ser vistos. Era un arte difícil de enseñar: los cazadores instintivos lo conocían naturalmente, y los buenos lo ponían en práctica sin cesar.
Dos minutos después estaban en el polígono de tiro. Connolly colocó el Primacord en la puerta. (Chávez recordó que ese aspecto del entrenamiento mantenía sumamente atareados a los carpinteros de la base). Treinta segundos después Connolly retrocedió y levantó los pulgares para indicar que había conectado los cables al detonador.
—Comando 2, aquí Líder —la voz de Ding resonó en todos los auriculares—. Preparados y alertas. Paddy, tres… dos… uno… ¡Ya!
Como de costumbre, Clark saltó con la explosión. Exexperto en demoliciones, sabía que Connolly lo superaba ampliamente (tenía un toque casi mágico para el Primacord), pero también sabía que ningún experto del mundo escatimaba la cantidad de explosivos. La puerta atravesó la habitación como una bala y se estrelló contra la pared del fondo, lo suficientemente rápido como para lastimar a cualquiera que se cruzara en su camino, aunque probablemente sin consecuencias fatales. John se tapó los oídos y cerró los ojos. El próximo paso serían las bengalas explosivas, poderosas y cegadoras como un sol furibundo. Evidentemente conocía el timing a la perfección, ya que abrió los ojos justo a tiempo para ver entrar a los tiradores.
Tomlinson ignoró las protestas de su pierna y siguió a Loiselle con el arma en alto. Primera sorpresa para los tiradores: la práctica sería artera. No había rehenes ni muchachos malos a la izquierda. Ambos corrieron a la pared del fondo y giraron a la derecha para cubrir ese sector.
Chávez y Price ya habían entrado y escaneado su área de responsabilidad. Tampoco habían visto nada. Vega y McTyler tuvieron una experiencia similar en el lado derecho de la habitación. La misión no sería como pensaban. A veces pasaba.
Chávez comprobó que no había muchachos malos ni rehenes a la vista. Sólo una puerta, abierta, que conducía a otra habitación.
—¡Paddy, bengalas explosivas, ya! —ordenó por radio. Clark observaba desde el rincón, vestido con camisa blanca de observador y chaleco antibalas. Connolly se ubicó detrás de Vega y McTyler con una bengala explosiva en cada mano. Las arrojó por el vano de la puerta, primero una, luego la otra, y el edificio volvió a sacudirse. Esta vez, Chávez y Price tomaron la delantera. Alistair Stanley estaba en la otra habitación (también vestido con el típico atuendo blanco «no me disparen»). Desde su puesto original, Clark escuchó las ráfagas silenciadas de las armas, seguidas por gritos de «¡Despejado!». «¡Despejado!». «¡Despejado!».
Entró en la segunda habitación y vio las cabezas perforadas de todos los blancos. Ding y Eddie estaban con los rehenes, cubriéndolos con sus cuerpos acorazados y apuntando a los blancos de cartón que, en la vida real, estarían en el suelo sangrando copiosamente por sus letales heridas.
—Excelente —proclamó Stanley—. Buena improvisación. Usted, Tomlinson, estuvo un poco lento, pero su disparo fue perfecto. El suyo también, Vega.
—OK, muchachos, vayamos a la oficina a ver el video —dijo John, sacudiendo la cabeza para eliminar la reverberación de las bengalas explosivas. Tendría que conseguirse protectores auditivos y lentes si pensaba seguir haciendo esto, de lo contrario perdería progresivamente la audición. No obstante, sentía que era su deber experimentar la «cosa real» para poder apreciar el funcionamiento general del comando. Interceptó a Stanley en el camino.
—¿Suficientemente rápido, Al?
—Sí —asintió Stanley—. Las bengalas explosivas nos dan, eh, de tres a cinco segundos de incapacitación, y otros quince de actuación subnormal. Chávez se adaptó bien. Todos los rehenes habrían sobrevivido, probablemente. Nuestros muchachos están en la cresta de la ola, John. No pueden mejorar. A pesar de tener la pierna estropeada, Tomlinson tuvo una desventaja inferior a medio paso… y eso que nuestro francesito es más veloz que una mangosta. Incluso Vega, corpulento como es, no tiene un pelo de idiota. Estos chicos son el mejor comando que vi en mi vida, John.
—Estoy de acuerdo, pero…
—Pero todavía hay muchas cosas en manos de nuestros adversarios. Sí, lo sé, pero que Dios se apiade de ellos si llegan a cruzarse con nosotros.