CAPÍTULO 11

INFRAESTRUCTURA

El abogado hizo la llamada. Como era de esperar, tuvo que reunirse a almorzar con un hombre de cuarenta y tantos años que le hizo un par de preguntas y se retiró antes de que les sirvieran el postre. Así dio por concluida su participación en los hechos. Pagó la cuenta en efectivo y volvió caminando a su estudio acosado por una irresoluble pregunta: ¿qué había hecho, a qué habría dado inicio? Imposible conocer la respuesta. Era el equivalente intelectual de una ducha luego de varios días de trabajo sudoroso, y aunque no tan satisfactoria, él era abogado y estaba acostumbrado a las vicisitudes de la vida.

Su interlocutor salió del restaurante y tomó el metro. Cambió tres veces de tren antes de subir al que pasaba cerca de su casa, próxima a un parque célebre por su oferta de prostitutas. Si había algo que denunciar del sistema capitalista, pensó, era ese lugar, aunque la tradición iba más allá de los embates del actual sistema económico. Esas mujeres eran un apetitoso bocado para los asesinos seriales, ofreciéndose con la menor cantidad de ropa posible para acelerar el trámite. Dobló la esquina y entró a su edificio donde, con un poco de suerte, otros lo estarían esperando. Comprobó que la suerte lo acompañaba. Uno de sus invitados había preparado café.

—Esto tiene que terminar aquí —dijo Carol Brightling, a sabiendas de que no sería así.

—Claro, doc —dijo su visitante, bebiendo un sorbo de café OEOB—. ¿Pero cómo diablos piensas convencerlo a él?

El mapa estaba desplegado sobre la mesa ratona de su oficina: Bahía Prudhoe, en el este de Alaska, era una zona de tundra de más de mil millas cuadradas y los geólogos de British Petroleum y Atlantic Richfield —las dos compañías que habían explotado la Ladera Norte de Alaska, construido el oleoducto y, por consiguiente, contribuido al desastre del Exxon Valdez— se habían pronunciado públicamente. Ese yacimiento petrolífero, llamado AARM, duplicaba en tamaño a la Ladera Norte. El informe, todavía parcialmente clasificado como relativo a la industria, había llegado a la Casa Blanca una semana atrás con la confirmación adjunta de Investigación Geológica de Estados Unidos (agencia federal dedicada a la misma clase de trabajo) y la opinión de los geólogos que consideraban que el yacimiento se extendía aún más en dirección este, atravesando la frontera con Canadá. Por otra parte, sólo podían trabajar sobre suposiciones, ya que los canadienses todavía no habían iniciado su investigación. La conclusión del resumen ejecutivo planteaba la posibilidad de que el yacimiento (en su totalidad) rivalizara con el de Arabia Saudita, aunque era mucho más difícil transportar el petróleo desde allí… excepto por el hecho, proseguía el informe, de que ya se había construido el oleoducto Trans-Alaska y los nuevos yacimientos requerirían solamente una extensión de pocas millas del oleoducto preexistente, el cual, concluía arrogantemente el informe, no había producido impacto ecológico negativo.

—Salvo por el maldito episodio del barco tanque —observó la Dra. Brightling bebiendo el primer café de esa mañana. Que había matado millares de inocentes aves salvajes y centenares de nutrias marinas. Sin olvidar que había estropeado kilómetros de costa prístina.

—Será una catástrofe si el Congreso permite que esto siga adelante. Dios mío, Carol, el caribú, los pájaros, todos los predadores. Hay osos polares, y pardos, e incluso osos grizzly… y el medio ambiente es tan delicado como un bebé recién nacido. ¡No podemos permitir que las petroleras entren allí!

—Ya lo sé, Kevin —respondió la asesora científica de la presidencia con gesto enfático…

—El daño no se repararía jamás. La capa de hielo permanente… no existe nada más delicado en la faz de la Tierra —dijo el presidente del Sierra Club con mayor énfasis aún—. Nos lo debemos, se lo debemos a nuestros hijos… ¡se lo debemos al planeta! ¡Este documento debe ser eliminado! No me importa lo que cueste ¡tiene que desaparecer! Debes convencer al presidente de retirar cualquier asomo de apoyo a ese maldito proyecto. No podemos permitir que suceda esta violación ecológica.

—Kevin, tendremos que actuar con inteligencia. El presidente lo ve como una cuestión de equilibrio de gastos. Si tuviéramos petróleo propio no tendríamos que gastar dinero comprando petróleo a otros países. Peor aún, les cree a las empresas petroleras cuando dicen que extraen y transportan el petróleo sin mayores perjuicios para el medio ambiente y que pueden reparar los daños que producen accidentalmente.

—Eso es pura bosta de caballo, Carol, y tú lo sabes muy bien —Kevin Mayflower escupió todo el odio que sentía por las petroleras. El maldito oleoducto era una herida sangrante en el rostro de Alaska, una espantosa cicatriz de acero que cruzaba el territorio más bello del planeta, una afrenta a la naturaleza misma… ¿y todo para qué? Para que la gente pudiera andar en automóviles que contaminaban el planeta… sólo porque los perezosos no querían caminar, ni andar en bicicleta, ni montar a caballo. (Evidentemente, Mayflower no estaba en condiciones de pensar que había volado a Washington para hacer su justo reclamo en vez de cruzar el país en uno de sus caballos Appaloosa, ni tampoco que su automóvil alquilado estaba estacionado en ese momento sobre West Executive Drive). Las empresas petroleras arruinaban todo lo que tocaban, pensó. Lo ensuciaban. Estropeaban la Tierra arrancando de sus entrañas todo lo que consideraban valioso, fuera petróleo o carbón, y a veces derramaban su tesoro líquido porque no conocían y no les importaba la sacralidad de ese bendito planeta que pertenecía a la humanidad en pleno y necesitaba sus propios campeones de la fe. Los campeones de la fe necesitaban ser guiados, por supuesto, y esa era la magna tarea del Sierra Club y otros grupos similares: decirle a la gente lo importante que era la Tierra, e indicarles cómo debían respetarla y tratarla. Lo bueno era que la asesora científica presidencial comprendía, y trabajaba en la Casa Blanca, y tenía acceso al presidente.

—Carol, quiero que cruces esa calle, entres en la Oficina Oval y le digas lo que hay que hacer.

—No es tan fácil, Kevin.

—¿Por qué diablos no lo es? El tipo no es tan imbécil, ¿no?

—Ocasionalmente nuestros puntos de vista difieren. Además, las compañías petroleras se están manejando con mucha inteligencia. Relee la propuesta —dijo, señalando el informe—. Prometen indemnizar toda la operación, establecer un seguro de mil millones de dólares en caso de que algo salga mal… por el amor de Dios, Kevin, ¡si hasta ofrecieron que el Sierra Club integrara el consejo para supervisar sus programas de protección del medio ambiente!

—¡Para que nos superen en número y nos cierren la boca! ¡Que ni sueñen con corrompernos de ese modo! —chilló Mayflower—. No permitiré que nadie de mi organización participe en esta violación. Punto final.

—Y si lo dices en voz muy alta las petroleras te acusarán de extremista y marginarán a todo el movimiento ecologista… ¡y no puedes darte el lujo de hacer eso, Kevin!

—No puedo las pelotas. Hay que pelear por lo que se cree, Carol. Y es aquí donde debemos pelear. Permitimos que esos miserables encontraran petróleo en Bahía Prudhoe, ¡pero eso es todo!

—¿Qué dirá el resto de tu comisión directiva al respecto?

—¡Dirán exactamente lo que yo les diga que digan!

—No, Kevin, no lo harán —Carol se recostó en la silla, restregándose los ojos. La noche anterior había leído el informe completo y la triste verdad era que las empresas petroleras estaban actuando con inteligencia frente a los temas ecológicos. Puro negocio. El Exxon Valdez les había costado una tonelada de dinero, además de las pésimas relaciones públicas. Por eso habían dedicado tres páginas del informe a las modificaciones en los procedimientos de seguridad de los barcos tanque. Ahora, los barcos que zarpaban de la inmensa terminal petrolera de Valdez, Alaska, eran escoltados por remolcadores hasta llegar al océano. Había una flota permanente de veinte embarcaciones para control de polución, y aún más en reserva. Los sistemas de navegación de los barcos tanque superaban en precisión a los de los submarinos nucleares; los oficiales a bordo debían demostrar sus capacidades en simulacros semestrales. Todo era muy costoso, aunque mucho menos que otro derrame grave. Una serie de publicidades proclamaba todos estos hechos por televisión… Lo peor de todo era que canales satelitales de corte intelectual como History, Learning, Discovery y A&E (que últimamente emitían programas sobre vida salvaje patrocinados por las nuevas petroleras en el Ártico) no tocaban a las compañías pero mostraban imágenes de caribúes y otros animales pasando tranquilamente bajo los sectores elevados del oleoducto. Ciertamente eran muy hábiles para transmitir su mensaje, incluso a los miembros del comité directivo del Sierra Club, pensó Carol Brightling.

Lo que no decía, y lo que ella y Mayflower sabían, era que una vez que el petróleo fuera extraído sin riesgos de la Tierra, transportado sin riesgos a través del monstruoso oleoducto, y trasladado sin riesgos por el mar en los nuevos barcos tanque de casco doble reforzado, inevitablemente se transformaría en más contaminación aérea al salir de los caños de escape de automóviles y camiones y de las chimeneas de las fábricas. De modo que, realmente, todo era un mal chiste… incluido el escozor de Kevin por el daño a la capa de hielo permanente. ¿Cuántos kilómetros resultarían perjudicados en el peor de los casos? Pocos, probablemente, y las petroleras filmarían más comerciales para mostrar cómo habían limpiado eso, ¡como si la polución final ocasionada por el uso del petróleo estuviera fuera de cuestión!

Porque para el ignorante Juan de los Palotes, apoltronado frente al televisor devorando galletitas y partidos de fútbol, realmente estaba fuera de cuestión, ¿verdad? En Estados Unidos había más de cien millones de automotores, y muchos más en todo el mundo, y todos contaminaban el aire, y ese era el tema que nadie quería tratar. ¿Cómo se hacía para detener el envenenamiento progresivo del planeta?

Bueno, había maneras de hacerlo, ¿no?, reflexionó.

—Haré todo lo posible, Kevin —prometió—. Le aconsejaré al presidente no apoyar esta ley.

La ley era la S-1768, remitida y patrocinada por los dos senadores por Alaska (comprados por las petroleras hacía tiempo), y autorizaría al Ministerio del Interior a licitar los derechos de explotación petrolífera en el área AAMP. Habría mucho dinero en juego, tanto para el gobierno federal como para el estado de Alaska. Hasta las tribus nativas harían la vista gorda. Utilizarían el dinero del petróleo para comprar vehículos para nieve destinados a la persecución y caza del caribú, y botes a motor para pescar y matar ballenas (ambas cosas podían disculparse por ser parte de su herencia racial y cultural). Los vehículos para nieve no eran necesarios en la moderna era del «bife seleccionado de Iowa» envasado al vacío, pero los nativos estadounidenses se aferraban al resultado final de sus tradiciones, si bien no a los métodos tradicionales. Era deprimente comprobar que incluso ellos habían olvidado su historia y sus dioses en homenaje a la nueva era de veneración mecánica del petróleo y sus derivados. Los dos senadores por Alaska llevarían ancianos nativos para testificar a favor de la S-1768, testimonio que sería escuchado porque ¿quién mejor que un nativo estadounidense para saber lo que era vivir en armonía con la naturaleza? Sólo que actualmente utilizaban vehículos para nieve Ski-Do, motores fuera de borda Johnson y rifles de caza Winchester… Suspiró. Todo era una locura.

—¿Te escuchará? —preguntó Mayflower, volviendo al tema que los ocupaba. Hasta los ecologistas tenían que vivir en la realidad política.

—¿Sinceramente? Creo que no —admitió Carol Brightling.

—¿Sabes? —comentó Kevin en voz baja—. A veces comprendo a John Wilkes Booth.

—Kevin, no escuché lo que dijiste y, además, no lo dijiste. No aquí. No en este edificio.

—Maldita sea, Carol, sabes lo que pienso. Y sabes que tengo razón. ¿Cómo demonios vamos a proteger el planeta si a los idiotas que gobiernan el mundo les importa un carajo el mundo en que vivimos?

—¿Qué vas a decirme? ¿Que el homo sapiens es una especie parásita que perjudica la Tierra y el ecosistema? ¿Que este no es nuestro lugar?

—Para muchos no lo es, y eso es un hecho.

—Tal vez lo sea, ¿pero qué haces tú al respecto?

—No lo sé —tuvo que admitir Mayflower.

Algunos lo sabemos, pensó Carol Brightling mirando los ojos tristes de su interlocutor. ¿Pero estás preparado para eso, Kevin? Consideró que sí, pero la etapa del reclutamiento era siempre la más conflictiva, incluso en el caso de verdaderos creyentes como Kevin Mayflower…

La construcción estaba casi terminada. Había veinte secciones completas en el predio, veintiún millas cuadradas de terreno principalmente llano y una carretera de cuatro carriles que conducía a la Interestatal 70, todavía cargada de camiones que entraban y salían. Las últimas dos millas de la autopista no tenían divisoria… como si la hubieran pensado para aterrizar aviones, había pensado más de una vez el superintendente de la obra, incluso aviones grandes. La carretera llevaba también a una enorme y contundente playa de estacionamiento. Pero no le había dado importancia a este recurso y ni siquiera lo había mencionado al pasar en el country de Salina.

Los edificios eran absolutamente pedestres, excepto por los sistemas de control del medio ambiente, tan avanzados en la materia que la Armada podría haberlos utilizado en sus submarinos nucleares. Todo formaba parte de la posición pionera de la compañía respecto de los sistemas, le había dicho el director durante su última visita. Tenían la tradición de adelantarse en el tiempo y, además, la naturaleza de su trabajo exigía atención minuciosa a los detalles supuestamente irrelevantes. No se fabricaban vacunas al aire libre. Pero hasta las viviendas de los empleados y las oficinas tenían los mismos sistemas, pensó el superintendente, y eso sí que era extraño, por decir lo más leve. Todos los edificios tenían subsuelo… La construcción de los subsuelos era prueba de sensatez en el «corredor de los tornados», pero pocos lo tenían en cuenta, en parte por pereza y en parte porque el suelo no era tan fácil de excavar allí. La famosa capa rocosa de Kansas que los agricultores raspaban para cultivar trigo. Eso también era curioso. Seguían cultivando la mayor parte de la región. El trigo ya había madurado y el centro de operaciones agricultoras estaba a dos millas de distancia, pertrechado con los mejores equipos de última generación que había visto en su vida, incluso tratándose de un área donde cultivar trigo era esencialmente una forma de arte.

Habían invertido tres millones de dólares en total en ese proyecto. Los edificios eran grandes… podrían transformarse en viviendas para cinco o seis mil personas, pensó el superintendente. El edificio de oficinas contaba con aulas para proseguir el proceso educativo. El predio tenía central de energía propia y depósito de tanques de combustible. Los tanques estaban semienterrados en deferencia a las condiciones meteorológicas locales, y conectados por su propio oleoducto a una boca de abastecimiento localizada al borde de la Interestatal 70 en Kanopolis. A pesar del lago local, habían cavado más de diez pozos artesianos en —y más allá de— el acueducto cherokee que los agricultores locales utilizaban para regar sus campos. Diablos, había agua suficiente para abastecer a una ciudad pequeña. Pero la compañía pagaba las cuentas y él ganaría el porcentaje usual del costo total del trabajo por terminarlo a tiempo, con una recompensa sustancial en caso de terminarlo antes, suma extra que estaba dispuesto a ganar. Hasta el momento habían pasado veinticinco meses, y todavía faltaban otros dos. Lo lograría, conseguiría la recompensa, llevaría a la familia a Disneylandia y disfrutarían dos semanas de Ratón Mickey y maravillosas canchas de golf, cosa que necesitaba para recuperar su juego luego de dos años de semanas laborales de siete días.

Pero la recompensa le permitiría dejar de trabajar durante dos años. El superintendente se especializaba en trabajos largos. Había levantado dos rascacielos en Nueva York, una refinería de petróleo en Delaware, un parque de diversiones en Ohio, y dos enormes condominios en otros lugares, ganándose la reputación de terminar las obras a tiempo y por debajo del presupuesto… Bueno, no eran malas referencias para el negocio. Estacionó su jeep Cherokee y revisó las anotaciones de lo que debía hacer esa tarde. Sí, había que probar el aislamiento de las ventanas en el Edificio 1. Hizo un llamado por celular y entró a la pista de aterrizaje (así le gustaba llamarla), donde se juntaban las rutas de acceso. Recordó sus épocas de ingeniero en la Fuerza Aérea. Dos millas de largo y casi una yarda de ancho, sí, en ese camino podía aterrizar un 747 si quería. Bueno, la compañía tenía su propia flota de jets Gulfstream, ¿y por qué no aterrizarlos allí en vez de utilizar el insignificante aeropuerto de Ellsworth? Y si alguna vez se les ocurría comprar un Jumbo, bromeó, también habría lugar para esa mole. Tres minutos después estacionó frente al Edificio 1. Lo habían terminado tres semanas antes, y sólo faltaban los chequeos de orden ecológico. Bueno. Entró por la puerta vaivén (inusualmente pesada y gruesa), que fue inmediatamente cerrada.

—OK, ¿estamos listos, Gil?

—Sí, señor Hollister.

—Adelante, entonces —ordenó Charlie Hollister.

Gil Trains era el supervisor de todos los sistemas ecológicos del proyecto. Ex marino (y loco por los sistemas), él mismo accionó los controles empotrados en la pared. La presurización no produjo ruido —los sistemas estaban demasiado lejos— pero el efecto fue casi inmediato. Hollister lo sintió en los oídos al acercarse a Gil: era como conducir por un camino de montaña, los oídos cliqueaban y uno tenía que mover la mandíbula para ecualizar la presión, anunciada por otro clic.

—¿Cómo va eso?

—Por el momento bien —respondió Trains—. Sobrepresurización cero-punto-siete-cinco, ritmo constante —tenía los ojos clavados como dardos en la estación de control—. ¿Sabes a qué se parece esto, Charlie?

—No —admitió el superintendente.

—A las pruebas de impermeabilidad de los submarinos. Es el mismo método: sobrepresurizar un compartimiento.

—¿En serio? A mí me recuerda cosas que hice en Europa, en bases de aviones caza.

—¿Y eso?

—Sobrepresurizar los cuarteles de los pilotos para que no entrara el gas.

—¿Ah sí? Bueno, supongo que funciona en ambos sentidos. La presión se mantiene constante.

Como para no mantenerse, pensó Hollister, con todo lo que hicimos para asegurarnos de que cada maldita ventana quedara sellada con relleno de vinilo. No era que hubiera tantas ventanas. Eso también le parecía raro. La vista era espléndida. ¿Por qué no aprovecharla?

El edificio podía tolerar 1,3 libras de sobrepresurización. Le habían dicho que eso lo protegería de los tornados, y tenía lógica, junto con la creciente eficacia de los sistemas HVAC. Pero también podría contribuir al síndrome de «edificio enfermo». Los edificios con aislamiento medioambiental excesivamente bueno eran un excelente caldo de cultivo para los gérmenes de la gripe y ayudaban a propagar los resfríos como incendios forestales. Bueno, eso también formaría parte de la idea general, ¿no? La compañía trabajaba con drogas y vacunas, y eso significaba que ese lugar era una suerte de fábrica de gérmenes de guerra, ¿no? Entonces, tenía lógica mantener algunas cosas adentro… y otras afuera. Diez minutos después estaban seguros. Los instrumentos instalados en todo el edificio confirmaron que los sistemas de sobrepresurización funcionaban perfectamente… en la primera prueba. Los muchachos que habían hecho las puertas y las ventanas recibirían un dinero extra en recompensa.

—Parece muy bueno. Tengo que ir al centro de comunicaciones, Gil —el complejo también contaba con una lujosa colección de sistemas de comunicación satelital.

—Utilice el compresor de aire —le aconsejó Trains.

—Nos vemos luego —dijo Hollister.

—No lo dudes, Charlie.

No era agradable. Ahora tenían once personas, sanas, ocho mujeres y tres hombres —segregados por género, por supuesto—, una más de lo que habían planeado… pero era difícil devolver a alguien luego de haberlo raptado. Les habían quitado la ropa —en algunos casos mientras aún estaban inconscientes— y la habían reemplazado por chaquetas y pantalones semejantes a uniformes de presidiarios, aunque hechos con mejores materiales. No se permitía el uso de ropa interior: más de una vez las presidiarias habían utilizado sus sostenes para ahorcarse, y ellos no podían darse el lujo de perder a una de sus chicas. Usaban pantuflas por todo calzado y su comida estaba fuertemente condimentada con Valium, droga que ayudaba a calmarlos un poco, pero no del todo. No tenía sentido drogarlos excesivamente porque la depresión de todos sus sistemas corporales podría perjudicar la prueba… y tampoco podían permitirse ese lujo.

—¿Qué es todo esto? —le preguntó una de ellas a la Dra. Archer.

—Una investigación médica —respondió Barbara, completando un formulario—. Usted se ofreció voluntariamente, ¿recuerda? Le estamos pagando por hacerlo y cuando termine podrá volver a su casa.

—¿Cuándo me ofrecí?

—La semana pasada —replicó la Dra. Archer.

—No me acuerdo.

—Bueno, pero se ofreció. Tenemos su firma en el formulario de consentimiento. Y la estamos cuidando muy bien, ¿no cree?

—Me siento drogada todo el tiempo.

—Es normal —aseguró Archer—. No tiene por qué preocuparse.

Ella —sujeto F4— era secretaria de estudio jurídico. Tres de los sujetos femeninos tenían esa misma profesión, lo cual preocupaba ligeramente a la Dra. Archer. ¿Y si los abogados para quienes trabajaban llamaban a la policía? Habían enviado telegramas de renuncia, claro, con firmas falsificadas por expertos e incluido en el telegrama explicaciones plausibles de la renuncia. Tal vez funcionara. En todo caso, los secuestros habían sido perfectos y, entre ellos, nadie hablaría con nadie del tema, ¿verdad?

La Sujeto F4 estaba desnuda, sentada sobre una cómoda silla cubierta por una tela. Bastante atractiva, observó Archer, aunque debería rebajar cinco kilos por lo menos. El examen físico no había revelado nada inusual. La presión sanguínea era normal. Los análisis indicaban que tenía el colesterol un poco alto, pero no era preocupante. Parecía ser una hembra normal y sana de veintiséis años. La entrevista para la historia clínica tampoco fue notable. No era virgen, por supuesto, y había tenido doce amantes en sus nueve años de sexualidad activa. Un aborto a los veinte años realizado por su ginecólogo, y sexo seguro a partir de ese momento. Tenía un amante fijo, pero estaría fuera de la ciudad durante unas semanas por cuestiones de negocios, y de todos modos sospechaba que había otra mujer en su vida.

—OK, eso es todo, Mary —Archer se levantó y le sonrió—. Gracias por su cooperación.

—¿Puedo vestirme?

—Primero queremos que haga algo. Pase a través de la puerta verde, por favor. Adentro hay un sistema de desinfección. Le resultará agradable y refrescante. Sus ropas están del otro lado. Podrá vestirse allí.

—Está bien —la Sujeto F4 se levantó e hizo lo que le ordenaban. Dentro del cuarto sellado había… nada, absolutamente nada. Se quedó allí parada, confusa, durante unos segundos. Hacía mucho calor, más de cuarenta grados, pero los asperjadores invisibles empotrados en las paredes emitieron una lluvia… una niebla que la refrescó agradablemente durante diez segundos. La niebla se interrumpió y se abrió la puerta del fondo. Encontró un vestidor, tal como le había prometido la doctora. Se enfundó el uniforme verde y salió al pasillo, donde un guardia de seguridad le indicó una puerta (sin acercarse jamás a ella) que la llevó de regreso al dormitorio. Un suculento almuerzo la estaba esperando. La comida era muy buena y, después de comer, siempre dormía una breve siesta.

***

—¿Te sientes mal, Pete? —preguntó el Dr. Killgore en otro sector del edificio.

—Debe ser gripe o algo por el estilo. Me siento como si me hubieran dado una paliza y no puedo retener nada en el estómago —ni siquiera la bebida, hecho especialmente desconcertante para un alcohólico como él. La bebida era lo único que siempre había podido retener.

—OK, vamos a echar un vistazo —Killgore se levantó y se colocó un barbijo y guantes de látex para examinarlo—. Voy a extraerte una muestra de sangre, ¿sí?

—Claro, doc.

Killgore lo hizo con sumo cuidado: clavó la aguja en la cara interna del codo, como de costumbre, y llenó cuatro tubos de ensayo de cinco centímetros cúbicos. Luego le revisó los ojos, la boca y el resto del cuerpo. El sujeto reaccionó cuando llegó a la zona del hígado.

—¡Ay! Duele, doc.

—¿Eh? No noto nada distinto al tacto, Pete. ¿Cómo es el dolor? —preguntó palpando el hígado que, como en la mayoría de los alcohólicos, tenía la consistencia de un ladrillo.

—Como si me estuviera clavando un cuchillo, doc. Duele mucho.

—Lo siento, Pete. ¿Y aquí? —preguntó el médico, palpando más abajo con las dos manos.

—No es un dolor tan agudo, pero igual duele un poco. ¿Será algo que comí?

—Podría ser. Yo no me preocuparía demasiado al respecto —replicó Killgore. OK, el sujeto presentaba síntomas unos días antes de lo esperado, pero no había que descartar irregularidades menores. Pete era uno de los sujetos más saludables, pero los alcohólicos no podían considerarse bajo ningún concepto un prodigio de salud. Evidentemente sería el Número 2. Mala suerte, Pete, pensó Killgore—. Te daré algo para aliviar el dolor.

Killgore dio media vuelta y abrió uno de los cajones del gabinete de la pared. Cinco miligramos, pensó, llenando la jeringa descartable. Volvió a la camilla y clavó la aguja en una vena del dorso de la mano.

—¡Oooh! —exclamó Pete unos segundos después—. Aahh… qué bueno. Mucho mejor, doc. Gracias —abrió los ojos como platos y luego se relajó.

La heroína era un magnífico analgésico. Su mayor ventaja era la exaltación que provocaba en el receptor durante los primeros segundos y el sopor en que lo sumía durante las horas siguientes. Bueno, Pete se sentiría bien por un rato. Killgore lo ayudó a levantarse y lo envió de regreso a la habitación. Acto seguido, analizó las muestras de sangre. Treinta minutos después estaba seguro. Los análisis de anticuerpos seguían dando positivo y el examen microscópico demostraba que los anticuerpos luchaban contra… y perdían.

Apenas dos años antes, alguien había intentado infectar a la población de Estados Unidos con la versión natural de ese virus (algunos lo llamaban «cayado de pastor»). Lo habían modificado ligeramente en el laboratorio de ingeniería genética agregándole ADN cancerígeno para robustecer la cepa negativa de ARN del virus, pero había sido como ponerle un impermeable. Lo más notable de todo era que la ingeniería genética había triplicado el período de latencia. Antes se creía que era de cuatro a diez días, ahora duraba casi un mes. Maggie sabía lo que hacía, e incluso le había puesto un nombre apropiado. Shiva era un asqueroso hijo de puta. Había matado a Chester —bueno, sí, el potasio lo había matado en realidad, pero el pobre tipo ya estaba condenado— y estaba empezando a matar a Pete. Con este último no tendrían piedad. Viviría hasta que la enfermedad lo matara. Su estado físico era casi normal y les permitiría comprobar métodos de alivio contra los efectos letales de Ébola-Shiva. Probablemente no lograrían nada, pero debían comprobarlo. Quedaban nueve sujetos de prueba, y once más en otro sector del edificio… Esos once serían la prueba de fuego. Todos eran sanos, o al menos eso creía la compañía. Probarían en ellos el método original de contagio y la viabilidad de Shiva como agente de plaga, además de la utilidad de las vacunas aisladas por Steve Berg la semana anterior.

Con esas reflexiones concluyó el trabajo diario de Killgore. Salió del edificio. El aire de la noche era frío, limpio y puro… bueno, todo lo puro que podía ser en esa región del mundo. Había cien millones de automóviles en el país y todos escupían sus complejos hidrocarburos en la atmósfera. Se preguntó si podría apreciar la diferencia dentro de dos o tres años, cuando todo hubiera acabado. Vio aletear a los murciélagos bajo el resplandor de la luz. Bueno, pensó, casi nunca se veían murciélagos por allí. Debían estar cazando insectos. Deseó que sus oídos pudieran escuchar los sonidos ultrasónicos que proyectaban los animales para localizar los insectos e interceptarlos.

También debía haber aves allá arriba. Lechuzas especialmente, magníficos predadores nocturnos. Admiraba su vuelo silencioso, sus plumas suaves, su manera de meterse en los establos, atrapar ratones, comerlos, digerirlos y luego regurgitar los huesos de sus presas en pequeñas cápsulas compactas. Sentía más simpatía por los predadores salvajes que por las presas. Pero era de esperar, ¿verdad? Tenía afinidad con los predadores, esas bestias salvajes y magníficas que mataban sin conciencia, porque la Madre Naturaleza no tenía conciencia. En absoluto. Con una mano daba la vida y con la otra la quitaba. El eterno proceso de la vida había convertido a la Tierra en lo que era. Los hombres habían intentado modificarlo desde un principio, pero ahora otros hombres revertirían nuevamente el proceso de manera rápida y contundente. Y él estaría allí para verlo. No llegaría a ver la desaparición de todas las cicatrices, y eso ya era bastante malo, pero viviría lo suficiente para ser testigo de los cambios más importantes. La polución desaparecería por completo. Los animales no volverían a ser comercializados ni envenenados. El cielo se aclararía y la Tierra volvería a cubrirse de vida, obedeciendo al plan de la naturaleza. Sus colegas y él contemplarían la magnificencia de la transformación. Y si el precio era elevado… valía la pena pagarlo. La Tierra pertenecía a aquellos que la apreciaban y comprendían. Incluso estaba utilizando uno de los métodos de la naturaleza para tomar posesión de ella… aunque con un poquito de colaboración humana. Bueno, si los humanos eran capaces de usar sus artes y sus ciencias para dañar al mundo, bien podían otros humanos utilizarlos para reparar el daño. Chester y Pete seguramente no lo hubieran comprendido pero, a decir verdad, nunca habían comprendido nada, ¿no?

—Habrá miles de franceses allí —dijo Juan—. Y la mitad serán niños. Si queremos liberar a nuestros colegas debemos producir un fuerte impacto. Esto sería lo suficientemente fuerte, creo yo.

—¿A dónde iríamos después? —preguntó René.

—El Valle del Bekaa sigue disponible, y desde allí a donde se nos antoje. Todavía tengo buenos contactos en Siria y siempre hay otras opciones.

—Es un vuelo de cuatro horas y hay un portaviones estadounidense apostado permanentemente en el Mediterráneo.

—No atacarán un avión lleno de niños —señaló Esteban—. Incluso podrían escoltarnos —agregó con una sonrisa burlona.

—Está a apenas doce kilómetros del aeropuerto —les recordó André— y hay una linda autopista de múltiples carriles.

—Bueno, entonces debemos planear la misión hasta el último detalle. Esteban, tú te conseguirás un trabajo allí. Y tú también, André. Debemos elegir los lugares y luego seleccionar el día y la hora.

—Necesitaremos más hombres. Por los menos diez más.

—Eso es un problema. ¿Dónde podemos conseguir hombres de confianza? —preguntó Juan.

—Podemos contratar sicarios. Sólo tendríamos que ofrecerles una buena cantidad de dinero —dijo Esteban.

—Tienen que ser hombres fieles —insistió René.

—Serán fieles —les aseguró el vasco—. Sé dónde ir a buscarlos.

Todos tenían barba. Era el disfraz más fácil de adoptar, y aunque la policía nacional de sus respectivos países tenía fotos de todos ellos, estas los mostraban como hombres jóvenes prolijamente afeitados. Cualquier transeúnte los habría tomado por artistas debido a su aspecto y su manera de apoyarse sobre la mesa para hablar en susurros intensos. Todos estaban moderadamente bien vestidos, aunque no con ropa cara. Tal vez estuvieran discutiendo temas políticos, pensó el mozo desde su puesto a diez metros de distancia, o negocios confidenciales. No sabía que tenía razón en ambos casos. Pocos minutos después los vio estrecharse las manos y partir en distintas direcciones. Habían dejado unos billetes sobre la mesa… y una propina miserable. Artistas, decidió el mozo. Con un cocodrilo en el bolsillo, como siempre.

—¡Pero esto es un desastre ecológico en potencia! —insistió Carol Brightling.

—Carol —replicó el jefe de staff—. Se trata de nuestro equilibrio de gastos. Le ahorraría a Estados Unidos aproximadamente cincuenta mil millones de dólares, y necesitamos eso. En cuanto al aspecto ecológico, conozco tus preocupaciones, pero el presidente de la Atlantic Richfield me ha prometido personalmente que será una operación limpia. Han aprendido mucho en los últimos veinte años tanto en cuestiones de ingeniería como de relaciones públicas, ¿no te parece?

—¿Alguna vez estuviste allí? —preguntó la asesora presidencial.

—No. Sobrevolé Alaska, pero nada más.

—Pensarías de otro modo si hubieras visto el lugar, créeme.

—Hay minas de carbón en Ohio. Las he visto. Y los he visto taparla y plantar pasto, arbustos y árboles. Diablos, una de esas minas… ¡dentro de dos años organizarán el campeonato de golf de la PGA en la cancha que inauguraron allí! El lugar está limpio, Carol. Ahora saben hacerlo, y saben que tiene sentido hacerlo, tanto en lo político como en lo económico. De modo que… no, Carol, el presidente no retirará su apoyo al proyecto de las petroleras. Tiene lógica económica para el país —¿y a quién carajo le importa una franja de tierra que sólo han visto un centenar de personas?, omitió agregar.

—Tengo que hablar personalmente con él sobre esto —insistió Brightling.

—No —el jefe de staff negó enfáticamente con la cabeza—. Eso no va a suceder. No respecto de este tema. Lo único que conseguirías es debilitar su posición, y eso no sería muy prudente, Carol.

—¡Pero prometí hacerlo!

—¿A quién?

—Al Sierra Club.

—Carol, el Sierra Club no es parte de la administración. Y ya recibimos sus cartas. Las he leído. Se están transformando en una organización extremista respecto a estos temas. Cualquiera puede decir «no hagan nada» y eso es lo único que dicen desde que ese Mayflower asumió la presidencia.

—Kevin es un buen hombre, y muy inteligente.

—No creo que puedas demostrármelo, Carol —bostezó el jefe de staff—. Es un fanático.

—Maldita sea, Arnie, no todo el que disiente contigo es un extremista, ¿sabes?

—Mayflower sí lo es. El Sierra Club va camino a la autodestrucción si ese tipo sigue al mando del timón. Como sea —Arnie revisó su agenda—. Tengo trabajo que hacer. Tu posición en este tema, Dra. Brightling, es apoyar a la administración. Eso significa que deberás respaldar personalmente la ley para la explotación petrolífera de AAMP. Sólo existe una posición en este edificio: la que ordena el presidente. Ese es el precio que pagas por ser asesora presidencial, Carol. Puedes influir sobre la política, pero una vez que la política es promulgada debes respaldarla, creas en ella o no. Dirás públicamente que consideras que explotar el petróleo de Alaska es bueno para Estados Unidos y para el medio ambiente. ¿Entendido?

—¡No, Arnie, no lo haré! —insistió Brightling.

—Sí, Carol, lo harás. Y de manera convincente, para que los grupos ecologistas más moderados vean la lógica de la situación. Eso siempre que te guste trabajar aquí, claro.

—¿Me estás amenazando?

—No, Carol, no te estoy amenazando. Te estoy explicando cómo funcionan las reglas. Porque debes respetar las reglas, igual que yo, e igual que todos los demás. Si trabajas aquí debes ser leal al presidente. Si no eres leal, no puedes trabajar aquí. Conocías las reglas cuando subiste a bordo y sabías que tendrías que atenerte a ellas. OK, ahora debes probarlo. ¿Acatarás las reglas o no, Carol?

La cara de la Dra. Brightling enrojeció bajo el maquillaje. Arnie vio que no había aprendido a ocultar su enojo. Malo, malo. Uno no podía permitirse perder los estribos por estupideces menores, no a ese nivel de gobierno. Y esa era una estupidez menor. Cuando uno encontraba algo tan valioso como varios miles de millones de barriles de petróleo en un lugar que le pertenecía, uno perforaba la tierra para extraerlo. Tan simple como eso… y era más simple todavía si las compañías petroleras prometían no perjudicar el medio ambiente. Y seguiría siendo simple mientras los votantes siguieran manejando automóviles.

—¿Y bien, Carol? —preguntó.

—Sí, Arnie, conozco las reglas y me atendré a ellas —confirmó por fin.

—Bueno. Quiero que prepares una declaración esta misma tarde para ser emitida la semana próxima. Quiero verla hoy sobre mi escritorio. Lo de siempre, el aspecto científico, la seguridad de los sistemas de ingeniería, esa clase de cosas. Gracias por venir, Carol —dijo Arnie, dando por terminada la reunión.

La Dra. Brightling se levantó y fue hacia la puerta. Vaciló un momento, sentía ganas de darse vuelta y decirle a Arnie donde podía meterse su declaración… pero siguió caminando por el corredor del Ala Oeste, dobló al norte y bajó a la calle. Dos agentes del Servicio Secreto observaron la expresión de su rostro y se preguntaron qué le habría llovido encima esa mañana… tal vez una tormenta de granizo. Cruzó la calle con paso rígido y subió las escaleras del OEOB. Una vez en su oficina, encendió la computadora Gateway y abrió el procesador de palabras… pero en realidad deseaba romper la pantalla a puñetazos en vez de golpear pacientemente el teclado para redactar una declaración que no la representaba.

¡Recibir órdenes de ese hombre! Que no sabía nada de ciencia… y a quien le importaba un bledo el medio ambiente. ¡Lo único que le importaba a Arnie era la política, y la política era lo más artificial del mundo!

Finalmente se calmó, respiró hondo y comenzó a redactar su defensa de algo que, después de todo, jamás sucedería, ¿verdad?

No, se dijo con firmeza. Jamás sucedería.