TOPOS
Hacía años que Popov no investigaba, pero todavía recordaba cómo hacerlo. Había más cosas escritas acerca de su empleador que de muchos políticos —lo cual era justo, en opinión del ruso, ya que ese hombre hacía cosas más importantes e interesantes para su país y el mundo—, pero los artículos en cuestión hablaban de negocios y sólo le sirvieron para verificar la riqueza e influencia del susodicho. Había muy poco sobre su vida personal, excepto que estaba divorciado. Una verdadera lástima. Su exesposa parecía atractiva e inteligente a juzgar por las fotos y la información adicional acerca de ella. Tal vez fuera difícil estar juntos para dos individuos tan inteligentes. Si así había sido, peor para la mujer, pensó Popov. Tal vez a los estadounidenses no les gustara tener competencia intelectual bajo su mismo techo. El desafío intelectual les resultaba demasiado intimidante a los débiles… y sólo un hombre débil podía preocuparse por esas cosas, pensó Popov.
Pero no había nada que lo vinculara con terroristas o terrorismo. Según el New York Times jamás habían atentado contra él, ni siquiera un simple asalto callejero. Aunque esas cosas no siempre eran noticia, claro. Tal vez un atentado que jamás había visto la luz del día. Pero si había sido tan importante como para alterar el curso de su vida… tendría que haberse sabido, ¿no?
Probablemente. Casi con seguridad, pensó. Pero la palabra casi era un obstáculo problemático para todo agente de inteligencia. Este era un hombre de negocios. Un genio en su campo científico y en el manejo de una corporación importante. Aparentemente, esas eran sus dos pasiones. Había muchas fotos con mujeres, casi nunca con la misma, en reuniones de caridad o eventos sociales… todas bellas, claro, como trofeos de caza destinados a llenar un espacio vacío en la pared, uno tras otro. Entonces, ¿para qué clase de hombre estaba trabajando?
Popov tuvo que admitir que en realidad no lo sabía, admisión por demás perturbadora. Su vida estaba en manos de un hombre cuyas motivaciones no comprendía. En su desconocimiento, no podía evaluar los peligros operativos que podrían afectarlo. Si alguien descubriera los propósitos de su empleador y lo arrestara, él, Popov, correría el riesgo de ser arrestado también por ofensas graves. Bueno, pensó el exfuncionario de la KGB devolviendo los últimos periódicos al bibliotecario, había manera de solucionarlo. Siempre tenía una valija preparada y dos identidades falsas a mano. A la primera señal de problemas, se trasladaría a un aeropuerto internacional y regresaría a Europa lo antes posible. Una vez allí, desaparecería y haría uso del dinero que tenía en el banco. Ya tenía suficiente para asegurarse una vida digna durante varios años, tal vez más si encontraba un buen asesor financiero. Desaparecer de la faz de la Tierra no era tan difícil para un tipo entrenado como él, pensaba Popov, caminando tranquilamente por la Quinta Avenida. Lo único que se necesitaba eran quince o veinte minutos de ventaja… Pero ¿acaso estaba seguro de poder contar con ellos…?
La policía federal alemana seguía siendo tan eficiente como siempre, comprobó Bill Tawney. Los seis terroristas fueron identificados en menos de cuarenta y ocho horas, y aunque todavía estaban realizando entrevistas exhaustivas a sus vecinos, amigos y familiares, la policía ya había enviado todo lo que sabía a los austríacos. Desde allí, la información había pasado a la embajada británica en Viena, y desde allí a Hereford. El paquete incluía la foto y los planos de la casa de Fürchtner y Dortmund. Uno de ellos había sido un pintor de talento considerable, observó Tawney. El informe decía que vendían sus pinturas en una galería local, firmadas con seudónimo, por supuesto. Tal vez aumentara su valor a partir de ahora, pensó burlonamente el Six, dando vuelta la página. También tenían una computadora, pero los documentos no eran de utilidad. Uno de ellos (probablemente Fürchtner, pensaban los investigadores alemanes), había escrito largas diatribas políticas, incluidas pero no traducidas todavía (el Dr. Bellow probablemente querría leerlas, pensó Tawney). Por lo demás, nada notable. Libros, la mayoría de índole política, la mayoría publicados y adquiridos en la ex RDA. Buen equipo de televisión y estéreo y muchos discos y CDs de música clásica. Un automóvil decente de clase media, adecuadamente mantenido y asegurado por una compañía local bajo sus nombres falsos: Siegfried y Hanna Kolb. No tenían amigos en el vecindario, eran bastante recoletos, y todos los aspectos públicos de sus vidas estaban in Ordnung, por lo que no habían provocado ninguna clase de comentarios. Y no obstante, pensó Tawney, estaban allí agazapados como bestias de presa… ¿esperando qué?
¿Qué los había disparado? La policía alemana no encontraba explicaciones para eso. Un vecino informó que unas semanas atrás había visto un automóvil frente a la casa… pero nadie sabía quién los había visitado ni con qué propósito. Nadie había reparado en la patente del vehículo, ni tampoco en la marca, pero la entrevista transcrita decía que se trataba de un auto de fabricación alemana, probablemente blanco o al menos de color claro. Tawney no podía evaluar la importancia de ese dato. Podría tratarse de un potencial comprador de arte, un agente de seguros… o la persona que los había sacado de su escondite para devolverlos a su antigua vida de terroristas radicales de extrema izquierda.
Para Tawney no era inusual llegar a la conclusión de que no podía sacar conclusiones a partir de la información con la que contaba. Le pidió a su secretaria que enviara los escritos de Fürchtner a un traductor para posteriormente analizarlos con el Dr. Bellow… y fue prácticamente lo único que pudo hacer. Algo había despertado a los dos terroristas alemanes de su sueño profesional, pero no sabía qué. La policía federal alemana podría, tal vez, tropezar con la respuesta a esa pregunta… pero Tawney lo dudaba. Fürchtner y Dortmund se las habían ingeniado para vivir sin complicaciones en una nación cuya policía se especializaba en encontrar gente. Alguien en quien confiaban, y a quien conocían, los había contactado y convencido de llevar a cabo una misión. Esa persona sabía cómo contactarlos, lo cual significaba que todavía existía una especie de red terrorista internacional. Los alemanes lo habían tenido en cuenta y en su informe preliminar recomendaban mayores investigaciones a través de informantes pagos… estrategia que podía, o no, funcionar. Tawney había dedicado unos cuantos años de su vida a filtrarse en los grupos terroristas irlandeses, obteniendo sólo éxitos menores, magnificados en aquella época por su rareza. Pero desde entonces el mundo terrorista había padecido un proceso darwiniano de selección natural. Los estúpidos habían muerto y sólo los inteligentes habían logrado sobrevivir. Por eso, después de casi treinta años de persecuciones por agencias policiales cada vez mejor preparadas, los pocos terroristas que quedaban eran sin lugar a dudas muy inteligentes… y los mejores de todos habían sido entrenados en Moscú por oficiales de la KGB. ¿Valdría la pena investigar por ahí?, se preguntó Tawney. Los nuevos rusos habían cooperado un poco… aunque no tanto en el área terrorismo, tal vez porque sentían vergüenza de su antiguo vínculo con esa clase de gente… o tal vez porque habían destruido los registros, cosa que los rusos sostenían incansablemente y Tawney no terminaba de creer. Esa gente no destruía nada. Los soviéticos habían creado la burocracia más avanzada del mundo, y los burócratas sencillamente no podían destruir registros. En cualquier caso, solicitar la cooperación de los rusos no competía a su nivel de autoridad, aunque podía redactar un pedido que salteara uno o dos niveles de la cadena hasta llegar a manos de un funcionario jerárquico civil de la Oficina del Exterior. Decidió intentarlo. Así tendría algo que hacer y la gente de Century House, a pocas cuadras del Támesis desde el palacio de Westminster, se enteraría de que seguía con vida y trabajando.
Guardó todos los papeles en el sobre de manila (sus notas incluidas) y comenzó a redactar el pedido. Su única conclusión era que todavía existía una red terrorista y que alguien conocido por sus integrantes tenía las llaves de ese espantoso reino efímero. Bueno, tal vez los alemanes averiguaran más cosas, y tal vez la información llegara a su escritorio. Si sus sospechas se confirmaban, ¿John Clark y Alistair Stanley estarían en condiciones de enviar un comando contra ellos? No, probablemente la tarea quedaría en manos de la policía del país o la ciudad involucrados… y probablemente alcanzaría con eso. No se necesitaba ser muy inteligente para acabar con ellos. Después de todo, los franceses le habían echado el guante a Carlos.
Illich Ramírez Sánchez no era un hombre feliz, pero su celda en la prisión de La Sante no estaba pensada para hacerlo feliz. El (otrora) terrorista más temido del mundo había matado muchos hombres por mano propia… con la misma facilidad y ligereza con que subía el cierre de su bragueta. En el pasado lo habían perseguido todas las policías y servicios de inteligencia del mundo, y él se había burlado de todos desde la seguridad de su vivienda en la ex Europa Oriental. Refugiado y a salvo, leía las especulaciones de la prensa acerca de su verdadera identidad y la organización para la que trabajaba, junto con documentos de la KGB sobre las acciones de los servicios extranjeros para atraparlo… hasta que Europa Oriental colapsó, y con ella el apoyo estatal a sus actos revolucionarios. Y así había terminado en Sudán, donde empezó a tomar en serio su situación. Decidió someterse a una cirugía estética, acudió a un cirujano de confianza, recibió anestesia general…
… y despertó a bordo de un avión comercial francés, atado a la camilla, donde un francés le dijo Bonjour, Monsieur Chacal con la radiante sonrisa del cazador que acaba de capturar al más peligroso de los tigres con una trampa de lazo. Finalmente juzgado por el asesinato de un informante cobarde y dos oficiales de contrainteligencia franceses en 1975, se defendió con brío… aunque más no fuera para reconfortar su propio y muy capaz ego. Se autoproclamó «revolucionario profesional» frente a un país que había padecido su propia revolución doscientos años atrás y no veía la necesidad de padecer otra.
Pero lo peor de todo fue haber sido juzgado como un vulgar… criminal, como si su trabajo no hubiera tenido consecuencias políticas. Él intentó pasarlo por alto, pero el fiscal no soltó la presa e hizo su última presentación con voz cargada de desprecio… Sánchez conservó la dignidad intacta durante todo el proceso, pero internamente sentía el dolor de un animal atrapado y tuvo que recurrir a todo su coraje para no perder los estribos. Y el resultado final no había sorprendido a nadie.
La prisión ya tenía cien años de antigüedad el día de su nacimiento, y había sido construida sobre los cimientos de una mazmorra medieval. Su minúscula celda tenía una sola ventana, demasiado alta para su escasa estatura. No obstante, los guardias tenían una cámara y lo vigilaban las veinticuatro horas del día… como a un animal muy especial en una jaula muy especial. Estaba solo, absolutamente solo, tenía prohibido el contacto con los demás prisioneros y sólo salía de su jaula una vez por día para hacer una hora de «ejercicios» en un patio vacío. Carlos sabía que no podría esperar nada mejor durante el resto de su vida, y su coraje flaqueaba ante la certeza. Lo peor de todo era el aburrimiento. Tenía libros para leer, pero estaba constreñido a los dos metros cuadrados de su celda… y lo más terrible era que el mundo entero sabía que el Chacal estaba encerrado para siempre y empezaría a olvidarlo.
¿Olvidarlo? El mundo entero había temblado al escuchar su nombre. Eso era lo más doloroso. Tendría que hablar con su abogado. Esas conversaciones seguían siendo privilegiadas y privadas, y su abogado sabía a quién llamar.
—Allá vamos —dijo Malloy. Los dos motores turbo cobraron vida y el rotor de cuatro hojas comenzó a girar.
—Mal día —comentó el teniente Harrison por el intercom.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó Malloy.
—Unas semanas, señor.
—Bueno, hijito, ahora sabrás por qué los británicos ganaron la Batalla de Bretaña. Son los únicos capaces de volar en esta mierda —miró a su alrededor. Todo estaba bajo: las nubes y la lluvia incesante. Verificó el tablero de dificultades por segunda vez. Todos los sistemas de la nave estaban en verde.
—Entendido, coronel. ¿Cuántas horas en el Night Hawk, señor?
—Oh, setecientas aproximadamente. Me agradan más las posibilidades del Pave Low, pero a este le gusta volar. Llegó el momento de comprobarlo, jovencito —Malloy accionó la palanca y el Night Hawk despegó, un tanto inestable debido a los vientos de treinta nudos—. ¿Todo bien allá atrás?
—Tengo mi bolsa para vómito —replicó Clark, y Ding soltó una carcajada—. ¿Conoce a un tipo llamado Paul Johns?
—¿El coronel de la Fuerza Aérea destacado en Eglin? Se retiró hace aproximadamente cinco años.
—Ese es el tipo. ¿Qué opina de él? —preguntó Clark con la intención de medir a Malloy.
—Nadie lo supera arriba de un helicóptero, especialmente si hablamos de un Pave Low. Se limita a hablarle a la nave… y ella le responde con dulzura. ¿Tú lo conoces, Harrison?
—Sólo por reputación, señor —replicó el copiloto desde el asiento izquierdo.
—Es un tipo menudo, buen golfista también. Ahora es consultor y trabaja para Sikorsky. Solemos verlo periódicamente en Bragg. OK, nena, veamos qué tienes ahí —Malloy hizo girar el helicóptero en curva cerrada hacia la izquierda—. Ja, no hay nada mejor que un -60. Maldita sea, adoro estas cosas. OK, Clark, ¿cuál es la misión?
—El edificio de allá, simulacro de despliegue en hilera.
—¿Encubierto o asalto?
—Asalto.
—Es fácil. ¿Algún lugar en particular?
—Esquina sudeste, si puede.
—OK, allá vamos —Malloy giró el control a la izquierda y adelante, haciendo descender al helicóptero como un ascensor en picada, apuntando hacia el edificio como un halcón hacia su presa… y como un halcón descendió rápidamente sobre el lugar indicado, con una transición tan suave que el copiloto miró hacia atrás, atónito ante la maniobra—. ¿Qué tal estuvo eso, Clark?
—Bastante bien —admitió Rainbow Six.
Acto seguido, Malloy aceleró para salir a toda velocidad de Dodge City… casi, pero no del todo, como si jamás hubiera aterrizado sobre el edificio.
—Podré mejorar mi actuación cuando conozca a su gente y sepa a qué velocidad se lanzan, pero el despliegue en línea es mucho mejor, ¿no le parece?
—Siempre que usted no tenga una percepción equivocada de la profundidad y no nos estampe contra la maldita pared —observó Chávez. El comentario provocó una mirada cómplice y una expresión de pánico.
—Muchachito, siempre tratamos de evitar esas cosas. Nadie me supera en la maniobra mecedora, señores.
—Es difícil de enderezar —comentó Clark.
—Sí, lo es —admitió Malloy—, pero también sé tocar el piano.
Ese hombre derrochaba confianza. Hasta el copiloto pensó que se excedía un poco, pero lo tomó a bien, especialmente cuando Malloy realizó una nueva maniobra arriesgada para aterrizar. Veinte minutos después estaban nuevamente en tierra.
—Y así hago yo las cosas, muchachos —proclamó Malloy cuando el rotor dejó de girar—. Ahora bien, ¿cuándo empieza el entrenamiento en serio?
—¿Le parece bien mañana? —preguntó Clark.
—Perfecto, general, señor. Otra pregunta, ¿practicamos con el Night Hawk o tengo que acostumbrarme a otro pájaro?
—Todavía no lo hemos decidido —admitió John.
—Bueno, es importante que lo decidan pronto. Cada helicóptero da una sensación diferente y eso pesa muchísimo sobre mis maniobras —señaló Malloy—. Me manejo mejor en uno de estos. Soy casi imbatible con un Huey, pero son muy ruidosos al acercarse y no sirven para misiones secretas. En cuanto al resto, bueno, tendré que acostumbrarme. Me llevará unas cuantas horas sentirme del todo cómodo —por no mencionar el hecho de aprender dónde estaban los controles, ya que no había dos helicópteros en el mundo que tuvieran todos los diales, perillas y controles en el mismo lugar, cosa que ocasionaba dificultades a los aviadores desde la época de los Hermanos Wright—. Si nos desplegamos estaré arriesgando vidas, la mía y las de los demás, cada vez que despegue. Preferiría reducir los riesgos al mínimo. Soy un tipo prudente, ¿sabe?
—Hoy mismo me ocuparé de eso —prometió Clark.
—Mejor así —Malloy asintió y fue a cambiarse.
Popov cenó en un restaurante italiano a media cuadra de su edificio, donde pudo disfrutar el clima fresco de la ciudad y dar varias pitadas a un cigarro Montecristo antes de volver a su departamento. Le quedaban muchas cosas por hacer. Había conseguido los videos de la cobertura periodística de los dos atentados terroristas y quería estudiarlos. En ambos casos los periodistas hablaban alemán (primero suizo, después austríaco), idioma que Popov dominaba a la perfección (como un nativo de Alemania). Apoltronado en un sillón, control remoto en mano, de vez en cuando retrocedía para volver a ver algo de interés pasajero, estudiando las filmaciones al dedillo y memorizando cada detalle. Lo más interesante, por supuesto, eran los dos comandos de asalto que habían resuelto los atentados mediante una acción decisiva. Las imágenes eran de baja calidad. La televisión simplemente no servía para obtener buenas imágenes, especialmente con poca luz y doscientos metros de distancia. En el caso del primer video (el de Berna), había apenas noventa segundos de preparativos del comando de asalto… y esa parte no había sido emitida durante el ataque sino después. Los hombres se movían profesionalmente, de una manera que le recordaba en algo los ballets rusos, tan extrañamente delicados y estilizados eran los movimientos de esos hombres vestidos de negro que se acercaban a derecha e izquierda… y luego, intempestivamente, la acción rápida y cegadora puntuada por los saltos de la cámara (debidos a la acción de los explosivos). No se escucharon disparos. Entonces tenían armas silenciadas. Eso se hacía para que las víctimas no identificaran la proveniencia de los disparos… pero en este caso no había tenido la menor importancia, ya que los terroristas/criminales habían muerto aun antes de poder aprovechar la información. Pero así se hacían las cosas. Este negocio se programaba de la misma manera que cualquier deporte profesional y tenía sus propias, letales reglas de juego. La misión concluyó en segundos, el comando de asalto abandonó el lugar y la policía de Berna ingresó a limpiar el desastre. Los tipos de negro actuaban discretamente, como soldados disciplinados en un campo de batalla. Nada de apretones de manos u otras demostraciones. No, estaban demasiado bien entrenados para permitirse esa clase de efusiones. Ni siquiera habían encendido un cigarrillo… ah, uno de ellos había encendido su pipa… Luego llegó el inevitable comentario descerebrado de los periodistas locales: hablaban regocijados de su unidad policial de elite y de cómo había salvado las vidas de todos los que estaban en el banco, undo so weiter, pensó Popov, levantándose para cambiar el video.
La cobertura televisiva de la misión de Viena era todavía más pobre debido a las condiciones físicas de la casa del magnate. Linda casita, a decir verdad. Sólo los Romanov podrían haber tenido una casa de campo igual a esa. La policía austríaca había controlado deliberadamente la transmisión televisiva, lo cual era perfectamente sensato en opinión de Popov, aunque no le sirviera de mucho. La filmación mostraba el frente de la casa con soporífera regularidad, imagen puntuada por el discurso monótono del periodista que repetía hasta el cansancio las mismas cosas e informaba a los televidentes que no podía hablar mucho debido a la proximidad de la policía. Había movimiento de vehículos y en un momento se vio la llegada de lo que debía ser el comando de asalto austríaco. Interesante. Llegaron vestidos de civil y se cambiaron rápidamente… el uniforme parecía verde… no, tenían overoles verdes sobre el uniforme negro. ¿A qué se debería? Los austríacos tenían dos hombres armados con rifles de mira telescópica que desaparecieron rápidamente en el interior de un auto… que probablemente los trasladaría a la parte de atrás del schloss. El líder del comando de asalto, un hombrecito bastante menudo, parecido al que lideraba el comando de Berna, estudiaba una cantidad de papeles… los mapas/diagramas/planos de la casa y sus alrededores, sin duda. Luego, poco antes de medianoche, desaparecieron todos… y Popov se quedó mirando la imagen de la mansión iluminada por reflectores, imagen acompañada por las estúpidas especulaciones de un reportero mal informado… y luego, poco después de medianoche, se escuchó el lejano pop de un rifle, seguido por otros dos pops, silencio, y frenética actividad de la policía uniformada obstruyendo el campo de visión de la cámara. Veinte policías corrieron hacia la puerta con ametralladoras livianas. El periodista habló de un súbito estallido de actividad, cosa que el más torpe de los espectadores podía ver con sus propios ojos. Sus sabias palabras fueron seguidas por comentarios ininteligibles, hasta que finalmente anunció que todos los rehenes estaban vivos y todos los criminales muertos. Otro pasaje de tiempo, y nueva aparición del comando de asalto verdinegro. Como en el caso de Berna, no hubo demostraciones francas de autocomplacencia. Uno de ellos parecía estar chupando una pipa mientras otro conversaba brevemente con un policía vestido de civil, probablemente el capitán Altmark, comandante de campo del atentado. Los dos tipos debían conocerse, ya que hablaron muy poco antes de que el comando policial paramilitar abandonara la escena, tal como había pasado en Berna. Sí, ambas unidades antiterroristas seguían al pie de la letra las instrucciones del mismo libro, pensó Popov.
La prensa habló luego de la capacidad de la unidad policial especializada. Lo mismo había pasado en Berna, pero no era para sorprenderse… ya que los periodistas manejaban el mismo código estúpido e insensato, fuera cual fuese su idioma o su nacionalidad. Las palabras de ambas declaraciones policiales eran casi idénticas. Bueno, alguien habría entrenado a los dos comandos, probablemente la misma agencia. Tal vez el grupo GSG-9 alemán (que, con ayuda británica, había resuelto el atentado de Mogadishu veinte años atrás) se dedicaba a entrenar fuerzas de países que hablaban su mismo idioma. Ciertamente, la eficacia del entrenamiento y la frialdad de acción de ambos comandos le parecieron muy germanas a Popov. Habían actuado como máquinas antes y después de los asaltos, llegando y partiendo como fantasmas, sin dejar otra estela que los cadáveres de los terroristas. Un pueblo eficiente, el alemán, y también los policías germánicos que entrenaban. Popov, ruso por nacimiento y por cultura, sentía poco aprecio por la nación que otrora había matado a tantos compatriotas suyos, aunque respetaba a los alemanes y su capacidad de trabajo. Además, los terroristas que habían liquidado no significaban una gran pérdida para el mundo. Incluso cuando colaboró para entrenarlos como oficial activo de la KGB soviética no se preocupó mucho por ellos, al igual que el resto de la agencia. Los consideraban (si bien no precisamente los idiotas útiles de los que había hablado Lenin) perros de ataque para ser desatados cuando fuera necesario, indignos de la confianza de aquellos que apenas los controlaban. Y tampoco eran tan eficientes a decir verdad. Lo único que habían conseguido era la instalación obligatoria de detectores de metales en los aeropuertos, para desazón y molestia de los viajeros internacionales. Ciertamente les habían complicado la vida a los israelíes, ¿pero qué importancia tenía ese minúsculo país en la escena mundial? Y aun así, ¿qué había pasado? Si uno obligaba a un país a adaptarse a circunstancias adversas, se adaptaba rápidamente. Por eso El Al, la aerolínea israelí, era la más segura del mundo, y los policías de todo el mundo sabían a quién vigilar y registrar exhaustivamente… y si todo lo demás fallaba, la policía contaba con unidades especiales antiterroristas como las de Berna y Viena. Entrenadas por alemanes para matar como alemanes. A partir de ahora, todos los terroristas que enviara a hacer maldades tendrían que enfrentarse a esas malditas unidades. Mala suerte, pensó Popov, sintonizando un canal de cable mientras rebobinaba la cinta. No había sacado nada en limpio de los videos, pero era oficial de inteligencia y por lo tanto tenaz. Se sirvió un vodka Absolut puro —extrañaba el Starka ruso, muy superior— y dejó vagar su mente en libertad mientras miraba una película por televisión.
—Sí, general, ya lo sé —dijo Clark por teléfono a las 13:05 de la tarde siguiente, maldiciendo en silencio las diferencias horarias.
—Eso también saldría de mi presupuesto —señaló el general Wilson. Primero le habían pedido un hombre, después equipos, y ahora le pedían fondos…
—Puedo intentar resolverlo con Ed Foley, señor, pero necesitamos las máquinas para entrenarnos. Usted nos mandó un excelente aviador —agregó Clark, con la secreta esperanza de morigerar el célebre temperamento de Wilson.
No sirvió de mucho.
—Sí, sé que es bueno. Por esa razón estaba trabajando para mí en primerísimo lugar.
La vejez lo está volviendo ecuménico, pensó John. Ahora se dedica a elogiar marines… algo bastante inusual para un comevíboras del Ejército y excomandante del Cuerpo XVIII.
—General… señor, usted sabe que ya cumplimos un par de misiones y que, con toda modestia, mis hombres se manejaron muy bien. Tengo que pelear por mi gente, ¿no le parece?
Eso tranquilizó a Wilson. Ambos eran comandantes, ambos tenían un trabajo que hacer y gente que comandar… y defender.
—Comprendo su posición, Clark. De verdad. Pero no puedo entrenar a mis hombres en máquinas que usted se ha llevado.
—¿Y si practicáramos tiempo compartido? —Clark ofreció su última rama de olivo.
—De todos modos necesitaría un buen Night Hawk.
—Pero le sería muy útil. Cuando termine esto, tendría una excelente tripulación de helicóptero para trabajar con su gente en Fort Bragg… y los costos se reducirían a cero, señor —buena jugada, pensó Clark.
En la Base MacDill de la Fuerza Aérea, Wilson pensó para sus adentros que era una proposición perdedora. Rainbow era una operación a prueba de balas, y todo el mundo lo sabía. Ese tipo Clark se la había vendido primero a la CIA y luego al mismísimo presidente… Y sí, realizaron dos despliegues, y los dos resultaron bien, aunque el segundo fue bastante azaroso. Pero Clark, por muy inteligente que fuera y por muy buen comandante que pareciera ser, no había aprendido aún a dirigir una unidad en el mundo militar moderno, donde era imprescindible pasar la mitad del tiempo consiguiendo dinero como un contador pusilánime en lugar de estar al frente y entrenar con las tropas. Eso sacaba de quicio a Sam Wilson, demasiado joven para sus cuatro estrellas, soldado profesional que quería ser soldado, deseo que el alto mando le impedía cumplir muchas veces a pesar de su preparación y voluntad. Lo más molesto de todo era que esa unidad Rainbow iba a robarle parte del negocio. El Comando de Operaciones Especiales tenía compromisos en todo el mundo, pero la naturaleza internacional del Rainbow implicaba su presencia constante en la misma línea de trabajo, a la vez que su naturaleza políticamente neutral lo hacía más digerible a los países que pudieran requerir sus servicios especiales. Clark podía barrerlo del mapa, y no en sentido figurado, y a Wilson no le gustaba para nada esa posibilidad.
Pero, a decir verdad, no tenía opción.
—OK, Clark, puede utilizar el helicóptero siempre y cuando la unidad madre pueda partir con él, y siempre y cuando su uso no interfiera con el entrenamiento y la disponibilidad de esa unidad madre. ¿Está claro?
—Sí, señor, está claro —respondió Clark.
—Me gustaría echarle un vistazo a su pequeño circo —dijo Wilson.
—Encantado, general.
—Ya veremos —gruñó Wilson, y cortó la comunicación.
—El hijo de puta es más duro que una piedra —suspiró John.
—Absolutamente —coincidió Stanley—. Después de todo, estamos pisando su terreno.
—Ahora es nuestro terreno, Al.
—Sí, lo es, pero no esperes que a él le guste.
—¿Y es más joven y más duro que yo?
—Unos años más joven, y en lo personal no me gustaría cruzar armas con el caballero —Stanley sonrió—. Aparentemente la guerra terminó, John, y aparentemente saliste victorioso.
Clark esbozó una sonrisa satisfecha.
—Sí, Al, pero es más fácil entrar en acción y matar gente.
—Absolutamente.
—¿Qué está haciendo el comando de Peter?
—Práctica de descenso en línea.
—Vamos a echar un vistazo —dijo John, contento de tener una excusa para levantarse del escritorio.
—Quiero salir de este lugar —le dijo a su abogado.
—Entiendo, amigo mío —replicó el legista, mirando de soslayo a su alrededor.
En Francia (como en EE.UU.), las conversaciones entre los abogados y sus clientes tenían un status privilegiado y no podían ser grabadas ni utilizadas de ninguna manera por el estado, pero ninguno de los dos confiaba en que los franceses respetaran la ley, especialmente desde que el DGSE —el servicio de inteligencia francés— había hecho lo imposible por llevar a Illich ante la justicia. El DGSE tenía fama de no regirse por las reglas de conducta civilizada internacional, tal como lo habían comprobado para su desgracia individuos tan diferentes entre sí como los terroristas internacionales y los activistas de Greenpeace.
Bueno, había más gente hablando en el mismo lugar y no se veían micrófonos. Además, ambos habían rechazado las sillas ofrecidas por los guardacárceles y optado por una mesa cerca de la ventana porque, según habían dicho, preferían la luz natural. Por supuesto que podía haber micrófonos ocultos en todos los gabinetes.
—Debo decirle que las circunstancias de su condena no se prestan fácilmente a ninguna clase de apelación —le recordó el abogado. Eso no era ninguna novedad para su cliente.
—Lo sé perfectamente. Necesito que haga un llamado telefónico.
—¿A quién?
El Chacal le dio un nombre y un número.
—Dígale que deseo ser liberado.
—No puedo participar en una acción criminal.
—Lo tuve en cuenta —observó Sánchez con frialdad de lagarto—. Dígale también que la recompensa será grande.
Se sospechaba, aunque no se sabía con certeza, que Illich Ramírez Sánchez había almacenado una importante cantidad de dinero resultante de sus operaciones cuando estaba en libertad. El dinero provenía principalmente del atentado contra los ministros de la OPEC en Austria casi veinte años atrás, lo cual explicaba que Carlos y su grupo no hubieran matado a nadie verdaderamente importante a pesar del escándalo que hubieran provocado si lo hacían (cabe recordar que les convenía obtener simultáneamente prensa y aplausos). Pero negocios eran negocios, incluso para esa clase de gente. Y alguien había pagado sus propios honorarios, pensó el abogado.
—¿Qué más quiere que le diga?
—Eso es todo. Si responde en el acto, transmítame su decisión —dijo el Chacal. Sus ojos aún conservaban cierta intensidad, algo frío y distante… incluso allí, mirando profundamente a su interlocutor y diciéndole cómo debían ser las cosas.
Por su parte, el abogado volvió a preguntarse por qué había aceptado trabajar para ese cliente. Tenía una larga historia como defensor de causas radicales, que le había otorgado notoriedad y una amplia y lucrativa carrera como criminalista. Debía tener en cuenta el atractivo del peligro, por supuesto. Últimamente había defendido tres casos gordos de narcotráfico y los había perdido. A sus clientes no les había gustado la idea de pasar veinte años o más en prisión y se lo habían hecho saber. ¿Acaso lo mandarían matar? Había pasado algunas veces en EE.UU. y también en otros países. En ese caso la posibilidad era más lejana, ya que no les había prometido nada a esos clientes… excepto hacer lo mejor por ellos. Lo mismo valía para Carlos el Chacal. Después de su condena, el abogado había tomado el caso, apelado… y perdido (predeciblemente). Los altos tribunales franceses no tuvieron clemencia por un hombre que había cometido asesinatos en suelo francés y, por si eso fuera poco, se jactaba de ello. Ahora ese mismo hombre había cambiado de idea y decidido (petulantemente) que no le sentaba la vida en prisión. El abogado sabía que transmitiría el mensaje, que tenía que hacerlo… ¿pero eso lo haría partícipe acaso de un acto delictivo?
Decidió que no. Decirle a un conocido de un cliente que este último deseaba ser liberado… bueno, ¿quién no desearía ser liberado en esas circunstancias? Y además el mensaje era equívoco, podía tener múltiples interpretaciones. Podía ser un pedido de ayuda para una nueva apelación, la revelación de nueva evidencia exculpatoria, cualquier cosa. Y además, todo lo que Sánchez le pedía que hiciera era información privilegiada, ¿no?
—Transmitiré su mensaje —prometió a su cliente.
—Merci.
Era algo hermoso de ver, incluso en la oscuridad. El helicóptero MH-60K Night Hawk ingresó a aproximadamente treinta millas por hora, a casi doscientos pies del suelo, y se aproximó al edificio de simulacros desde el sur, en la misma dirección que el viento. Volaba suavemente, como si no se tratara de una maniobra táctica de despliegue. Pero del helicóptero pendía una soga de nylon oscuro de aproximadamente ciento cincuenta pies de largo y apenas visible con el mejor equipo de NGV, y en el extremo de la soga se encontraban Peter Covington, Mike Chin y otro integrante del Comando 1 colgando del Sikorsky negro en sus trajes ninja negros. El helicóptero continuó su marcha suave y constante hasta que la nariz estuvo cerca de la pared del edificio. En ese instante levantó la nariz y disminuyó rápidamente la velocidad. Los hombres que pendían de la soga empujaron hacia adelante, como niños en una hamaca, y luego, al llegar al límite del arco, nuevamente empujaron hacia atrás. El impulso hacia atrás los congeló en el aire, haciendo que su velocidad coincidiera con la del movimiento remanente del helicóptero, e inmediatamente aterrizaron en el techo, casi como si hubieran bajado de un objeto inmóvil. Covington y sus hombres se desengancharon en el acto de la soga. La ínfima diferencia de velocidad entre sus pies y el techo inmóvil no produjo ningún ruido. Apenas hubieron descendido, el helicóptero apuntó la nariz hacia abajo y retomó su ritmo normal de vuelo. Cualquier observador en tierra habría pensado que sólo se había limitado a sobrevolar el edificio a baja velocidad. Y de noche era prácticamente invisible, incluso con lentes de visión nocturna.
—Genial —suspiró Stanley—. Ni un sonido.
—Es tan bueno como proclama —comentó Clark.
Como si hubiera escuchado los comentarios, Malloy acercó el helicóptero y levantó los pulgares en dirección a ellos antes de orbitar el área para proseguir el simulacro. En una situación real, ese procedimiento sería útil en caso de evacuaciones de emergencia… y también para que la gente se acostumbrara a la presencia de helicóptero y empezara a considerarlo parte del paisaje, como los árboles. De ese modo desaparecería en la noche y su ruido se confundiría con el canto de los ruiseñores, a pesar del peligro inherente indicado por su presencia. A todos los sorprendía un poco ese peculiar «mimetismo», pero era el resultado de la simple aplicación de la naturaleza humana al mundo de las operaciones especiales. Si se estacionaba un tanque en el garaje, dos o tres días después se convertiría en un auto más. El trío de tiradores de Covington circuló por el techo durante unos minutos, desapareció por las escalerillas que llevaban al interior del edificio, y emergió pocos segundos después por la puerta principal.
—OK, Mr. Oso, aquí Six. Práctica concluida. Regrese a la pajarera, coronel, cambio.
—Entendido, Six. Cambio —fue la breve respuesta. El Night Hawk salió de órbita y se dirigió al helipuerto.
—¿Qué opinas? —le preguntó Stanley al mayor Covington.
—Es excelente. Como bajar de un tren detenido. Malloy sabe lo que hace. ¿Mike?
—Póngalo en la lista, señor —confirmó Chin—. Con ese tipo sí que se puede trabajar.
—El helicóptero está muy bien mantenido —dijo Malloy veinte minutos más tarde, ya en el club. Vestía su traje de Nomex verde y llevaba una bufanda amarilla en el cuello como todo buen aviador. No obstante, a Clark le pareció bastante raro el atuendo.
—¿Y esa bufanda?
—Ah ¿esto? Es la bufanda del A-10. Me la regaló uno de los muchachos que rescaté en Kuwait. Creo que trae buena suerte y siempre me gustaron los Warthog. Así que la uso en todas mis misiones.
—¿Es muy difícil hacer la maniobra de transición? —preguntó Covington.
—El timing tiene que ser muy bueno y hay que adivinar el viento. ¿Sabe qué me ayuda a estar en forma?
—Dígame —dijo Clark.
—Tocar el piano —Malloy bebió un trago de cerveza y sonrió—. No me pregunte por qué, pero siempre vuelo mejor después de tocar un poco el piano. Tal vez me ayude a relajar los dedos. Como sea, ese helicóptero que nos prestaron está muy bien. Los cables de control tienen la tensión correcta y las válvulas funcionan. En cuanto a la tripulación de tierra de la Fuerza Aérea… bueno, tendré que invitarlos a una cerveza. Realmente saben cómo preparar un helicóptero. Gran equipo de mecánicos.
—Lo son —intervino el teniente primero Harrison. Pertenecía al Ala Primera de Operaciones Especiales y, por consiguiente, era técnicamente responsable del helicóptero, aunque le agradaba poder contar con un maestro tan bueno como Malloy.
—Esa es la mitad del secreto de los helicópteros: tenerlos a punto —prosiguió Malloy—. ¿Ven ese que está ahí? Sólo le falta hablar.
—Como un buen rifle —acotó Chin.
—Como un buen rifle —dijo Malloy, levantando su vaso de cerveza—. Y bien muchachos, ¿qué pueden decirme de sus dos primeras misiones?
—Cristianos 10, Leones 1 —replicó Stanley.
—¿A quién perdieron?
—Fue en Berna. Mataron a un rehén antes de que entráramos en escena.
—¿Topos hiperkinéticos?
—Algo así —asintió Clark—. No demostraron mucha inteligencia al traspasar los límites de esa manera. Incluso pensé que eran vulgares y silvestres ladrones de banco, pero las investigaciones posteriores descubrieron una conexión terrorista. Tal vez sólo necesitaran dinero, por supuesto. El Dr. Bellow no logró discernir qué buscaban.
—Se mire como se mire, son delincuentes, asesinos, como quiera llamarlos —dijo Malloy—. Entrené pilotos de helicóptero para el FBI y pasé unas semanas en Quantico con el Comando de Rescate de Rehenes. Me adoctrinaron sobre el costado psicológico de la cuestión. Me pareció bastante interesante. ¿Ese Dr. Bellow es Paul Bellow, el tipo que escribió tres libros?
—El mismo.
—Es muy inteligente.
—Esa es la idea, coronel Malloy —dijo Stanley, ordenando otra ronda de cerveza.
—Pero ¿saben qué? Nosotros necesitamos saber sólo una cosa acerca de ellos —dijo Malloy, retomando su identidad de coronel del Cuerpo de Marines de EE.UU.
—Cómo eliminarlos —Mike Chin completó la frase.
El Turtle Bar Inn & Lounge era una suerte de «destino obligado» sobre Columbus Avenue, entre la 68 y la 69, conocido y preferido por locales y turistas. La música era ruidosa (pero no demasiado) y el área iluminada (aunque no muy bien). La bebida era un poco más cara que en otros sitios, pero el costo extra se debía a la atmósfera (que el propietario habría definido como inapreciable).
—Entonces —dijo el hombre, bebiendo un sorbo de ron y Coca-Cola—. ¿Vives por aquí?
—Me estoy mudando —respondió ella, bebiendo un poco—. Busco trabajo.
—¿Qué sabes hacer?
—Secretaria de estudio jurídico.
Risotada.
—Encontrarás trabajo a montones. Aquí tenemos más abogados que taxistas. ¿De dónde dijiste que eras?
—Des Moines, Iowa. ¿Estuviste allí alguna vez?
—No, soy local —replicó el hombre. Mentía. Había nacido en Los Angeles hacía treinta años—. Trabajo como contador para Peat Marwick —eso también era mentira.
Pero los bares para solteros eran lugares aptos para mentir, y todo el mundo lo sabía. La chica: veintitrés años aproximadamente, recién salida del secretariado, cabello y ojos pardos, necesitaba perder un par de kilos, pero estaba bastante bien si a uno le gustaban petizas. Ya había consumido tres tragos para demostrar que era digna de la sofisticación y el encanto de la Gran Manzana.
—¿Ya habías estado aquí antes? —preguntó él.
—No, es la primera vez que vengo. ¿Y tú?
—Hace unos meses que vengo, es un lindo lugar para conocer gente —otra mentira, pero las mentiras fluían espontáneamente en lugares como ese.
—La música está un poco fuerte —dijo ella.
—Bueno, en otros sitios es mucho peor. ¿Vives cerca?
—A tres cuadras. Subalquilo un pequeño estudio en un edificio. Mis cosas llegarán dentro de una semana.
—Entonces, ¿todavía no te mudaste del todo?
—No.
—Bueno. Bienvenida a Nueva York…
—Anne Pretloe.
—Kirk Maclean —se dieron la mano y él la retuvo más tiempo del necesario para hacerle sentir su piel, condición previa y necesaria para el afecto casual que necesitaba provocar en ella. Pocos minutos después estaban bailando (es decir, tropezando y sacudiéndose con otra gente en la oscuridad de la pista). Él había comenzado a desplegar su plumaje y ella sonreía embobada. En otras circunstancias habrían podido llegar a algo, pensó Kirk. Pero esa noche no.
El bar cerró a las dos de la mañana y él la acompañó hasta la puerta. Los siete tragos consecutivos apenas diluidos por maníes y pretzels la habían sumido en la más completa borrachera. Él había bebido sólo tres, cuidadosamente digeridos con toneladas de maníes.
—Bueno —dijo cuando llegaron a la calle—, permíteme acompañarte a tu casa.
—Sólo son tres cuadras.
—Annie, es tarde, y estamos en Nueva York, ¿OK? Tienes que aprender dónde puedes ir y dónde no. Vamos —concluyó, tomándola de la mano y arrastrándola suavemente hasta la esquina. Había estacionado su BMW a media cuadra de Broadway. Galantemente abrió la puerta para ella, luego la cerró, y dio la vuelta para entrar al auto.
—Te debe ir muy bien —comentó Anne Pretloe, mirando apreciativamente el BMW.
—Sí, bueno, a mucha gente le gusta evadir impuestos, ¿sabes? —arrancó y tomó por una calle lateral, en dirección contraria a la casa de la chica, pero ella estaba demasiado ebria para darse cuenta. Giró a la izquierda sobre Broadway y detectó la camioneta azul, estacionada en un lugar tranquilo. A media cuadra de distancia hizo señas con las luces, detuvo el auto y apretó el botón para abrir las ventanillas del conductor y el acompañante.
—Eh —dijo—, conozco a ese tipo.
—¿Eh? —respondió Pretloe, sin saber dónde estaban ni adónde estaban yendo. De todos modos, ya era demasiado tarde para ella.
—Hola, Kirk —dijo el hombre del overol, apoyándose sobre la ventanilla del acompañante.
—Hola, viejo —replicó Maclean levantando los pulgares.
El otro se agachó y sacó un pequeño aerosol de la manga. Apretó el botón de plástico rojo y roció con éter la cara de Anne Pretloe. Ella abrió mucho los ojos durante un segundo, sorprendida y asustada. Se dio vuelta para mirar a Kirk durante lo que pareció una eternidad y luego se desvaneció.
—Cuidado con las drogas, viejo, esta chica tiene litros de alcohol en el cuerpo.
—No te preocupes —golpeó el costado de la camioneta e inmediatamente apareció otro hombre. El recién llegado escrutó la calle, abrió la puerta del auto, alzó a Anne Pretloe y llevó su silueta desmayada a la puerta trasera de la camioneta, donde la dejó en compañía de otra jovencita engatusada por otro empleado de la compañía esa misma noche. Maclean se alejó por la derecha, contento de que el aire que entraba por la ventanilla abierta eliminara el olor del éter. Subió a la autopista del West Side y se dirigió al norte, hacia el puente George Washington. OK, él ya había conseguido dos, y los otros habrían conseguido seis más. Faltaban apenas otras tres para concluir la parte más peligrosa de la operación.