CAZADORES OCULTOS
—Puedo hacerlo, John —dijo el director de la CIA—. No obstante, tendré que hablar con el Pentágono.
—Hoy mismo si fuera posible, Ed. Realmente lo necesitamos. Me equivoqué al no considerarlo antes. Fue una omisión grave —agregó Clark humildemente.
—A veces pasa —observó Foley—. De acuerdo, déjame hacer unas llamadas y volvamos a hablar más tarde —cortó la comunicación y pensó unos segundos. Luego escaneó su rolodex y encontró el número de CINC-SNAKE, como lo llamaban en broma. El comandante en jefe del Comando de Operaciones Especiales de la Base MacDill de la Fuerza Aérea en las afueras de Tampa, Florida, era el jefe de todos los «comevíboras»: comando para operaciones especiales del que Rainbow había extraído sus miembros estadounidenses. El general Sam Wilson dirigía todo desde su escritorio, lugar en el que no se hallaba particularmente a gusto. Se había iniciado como conscripto y había optado por el entrenamiento aéreo; luego había pasado a las Fuerzas Especiales (abandonándolas para graduarse en Historia en la Universidad de Carolina del Norte), y finalmente había regresado al ejército como teniente segundo, ascendiendo rápidamente de rango. Muy juvenil para sus cincuenta y tres años, ostentaba cuatro estrellas relucientes sobre los hombros y estaba a cargo de un comando unificado multiservicial que incluía miembros de todos los servicios armados… todos ellos expertos en cocinar víboras a fuego lento.
—Hola, Ed —dijo el general, atendiendo la llamada por línea segura—. ¿Qué anda pasando en Langley? —La comunidad de operaciones especiales estaba muy próxima a la CIA y con frecuencia le proveía inteligencia y/o fuerza bruta para las operaciones más difíciles.
—Tengo un pedido del Rainbow —dijo Foley.
—¿Otro más? Ya arrasaron mis unidades, ¿sabías?
—Todo sea para bien. Ayer estuvieron en Austria.
—Se vio muy bien por TV —admitió Wilson—. ¿Tendré información adicional? —Se refería a información sobre la identidad de los terroristas.
—Te enviaré todo el paquete en cuanto esté disponible, Sam —prometió Foley.
—OK. ¿Y qué anda necesitando nuestro muchachito?
—Aviadores, tripulación de helicóptero.
—¿Sabes cuánto tiempo lleva entrenar a esa gente, Ed? Dios santo, también es muy caro mantenerlos.
—Ya lo sé, Sam —aseguró Foley—. Los británicos también tendrán que ponerse. Conoces a Clark. No los pediría si no los necesitara.
Wilson tuvo que admitir que, sí, conocía a John Clark. En cierta oportunidad —mucho tiempo y varios presidentes atrás— había evitado el fracaso de una misión y salvado a un grupo de soldados en el proceso. Ex SEAL de la Armada, según la Agencia, con una sólida colección de medallas e importantes logros a su favor. Y el Rainbow ya tenía dos ases en la manga.
—OK, Ed. ¿Cuántos?
—Por ahora uno, pero que sea bueno de verdad.
El «por ahora» preocupó un poco a Wilson, pero…
—OK, te llamaré más tarde.
—Gracias, Sam.
Una de las mejores cosas de Wilson, pensó Foley, era que no jugaba con el tiempo. Cuando decía «ahora mismo» cumplía su palabra aunque se le viniera el techo encima.
Chester duraría menos de lo que había pensado Killgore. Los análisis de funcionamiento hepático caían en picada a toda velocidad, más rápido de lo que había visto nunca… o leído en los libros de medicina. Su piel estaba amarilla (como un limón claro) y floja sobre la musculatura fláccida. La respiración también era bastante preocupante, en parte debido a la importante dosis de morfina que le estaba administrando para mantenerlo inconsciente o al menos atontado. Killgore y Barbara Archer querían tratarlo lo más agresivamente posible para ver si existía alguna modalidad de tratamiento contra Shiva, pero el estado de Chester era tan grave que ningún tratamiento podría superar sus problemas físicos preexistentes y el Shiva.
—Dos días —dijo Killgore—. Tal vez menos.
—Lamentablemente tienes razón —coincidió la Dra. Archer. Tenía toda clase de ideas para manejar la situación, desde los convencionales (y casi con seguridad inútiles) antibióticos hasta el Interleukin-2, que algunos pensaban que podía tener aplicación clínica en casos como ese. Por supuesto que la medicina moderna todavía debía vencer numerosas enfermedades virales, pero muchos pensaban que apoyar el sistema inmunológico del cuerpo desde una dirección podía tener el efecto de ayudarlo en otra, y actualmente el mercado estaba colmado de nuevos y poderosos antibióticos sintéticos. Tarde o temprano, alguien descubriría la bala mágica contra las enfermedades virales. Pero todavía no—. ¿Potasio? —preguntó luego de considerar las perspectivas del paciente y el escaso sentido de brindarle cualquier clase de tratamiento. Killgore se encogió de hombros.
—Supongo. Prueba si quieres —respondió, señalando el gabinete de medicinas del rincón.
La Dra. Archer se acercó, sacó una jeringa descartable de 40 cc de su envase plástico, insertó la aguja en un recipiente de vidrio que contenía una solución de potasio y agua, y llenó la jeringa. Luego volvió a la cama e insertó la aguja en el goteo, empujando con fuerza el émbolo para que el paciente recibiera de inmediato el químico letal. Le llevó unos segundos, más de lo que hubiera tardado inyectando directamente una vena importante, pero Archer no quería tocar al paciente más de lo necesario, ni siquiera con guantes. No tenía importancia. La respiración de Chester dentro de la máscara transparente de oxígeno pareció vacilar. Luego recomenzó, se detuvo apenas, adoptó un ritmo irregular durante unos segundos, y finalmente se detuvo. El pecho del enfermo bajó y no volvió a subir. Tenía los ojos semiabiertos, como los de un hombre adormecido o shockeado, dirigidos hacia ella pero sin mirarla. Los cerró por última vez. La Dra. Archer tomó su estetoscopio y lo apoyó sobre el pecho del alcohólico. Cero sonido. Archer se levantó, se quitó el estetoscopio y lo guardó en el bolsillo.
Hasta nunca, Chester, pensó Killgore.
—OK —dijo ella, como si nada hubiera pasado—. ¿Los demás presentan síntomas?
—Todavía no. Sin embargo, los análisis de anticuerpos dieron positivo —replicó Killgore—. Dentro de una semana a más tardar veremos síntomas claros, espero.
—Necesitamos un grupo de sujetos sanos —dijo Barbara Archer—. Esta gente está demasiado… demasiado enferma para ser punto de referencia de Shiva.
—Eso conllevaría ciertos riesgos.
—Lo sé —aseguró Archer—. Y tú sabes que necesitamos mejores sujetos experimentales.
—Sí, pero los riesgos son graves —observó Killgore.
—Ya lo sé —replicó Archer.
—OK, Barb, adelante. No voy a oponerme. ¿Quieres ocuparte de Chester? Tengo que ver a Steve.
—Bueno —fue hasta la pared, levantó el teléfono y marcó tres dígitos para llamar a los ordenanzas.
Por su parte, Killgore fue al vestuario. Primero se detuvo en la cámara de descontaminación, pulsó el enorme botón cuadrado rojo y esperó que la maquinaria lo asperjara desde todas direcciones con la solución antiséptica inmediata y absolutamente letal para el virus Shiva. Luego entró al vestuario propiamente dicho, se quitó el traje plástico azul, lo arrojó en el cesto para su posterior y más exhaustiva descontaminación —en realidad innecesaria, pero la gente del laboratorio se sentía más cómoda si lo hacía—, y vistió un uniforme verde de cirujano. Antes de salir, se puso un guardapolvo blanco de laboratorio. El próximo paso sería la oficina de Steve Berg. Ni Barb ni él lo habían dicho en voz alta todavía, pero todos se sentirían mucho mejor si descubrieran una vacuna eficaz contra Shiva.
—Hola, John —dijo Berg al ver entrar a su colega.
—Buen día, Steve —respondió Killgore—. ¿Cómo andan las vacunas?
—Bueno, ya tenemos la «A» y la «B» en marcha —Berg señaló las jaulas de los monos al otro lado del vidrio—. La tanda «A» tiene etiqueta amarilla. La de la «B» es azul, y la del grupo de control roja.
Killgore echó un vistazo. Había veinte de cada una, sesenta monos rhesus en total. Preciosos diablillos.
—Me parece lamentable utilizar animales —comentó.
—A mí tampoco me gusta, pero así son las cosas, amigo mío —ninguno de los dos era el feliz dueño de un abrigo de piel.
—¿Cuándo esperas tener resultados?
—Oh, entre cinco y siete días para el grupo «A». De nueve a catorce para el grupo de control. Y en cuanto al grupo «B»… bueno, tenemos esperanzas, por supuesto. ¿Cómo va lo tuyo?
—Hoy perdimos uno.
—¿Tan rápido? —preguntó Berg, un tanto perturbado por la noticia.
—Tenía el hígado a la miseria. Eso es algo que no hemos considerado del todo. Allá afuera habrá muchísima gente sumamente vulnerable a nuestro amiguito.
—Podrían ser canarios, viejo —se lamentó Berg, pensando en los pájaros cantores que prevenían a los mineros contra la rareza del aire—. Y aprendimos a tratar con eso hace dos años, ¿recuerdas?
—Ya sé —en realidad, de allí había salido la idea. Pero ellos lo harían mucho mejor que los extranjeros—. ¿Cuál es la diferencia en tiempo entre los humanos y nuestros amiguitos peludos?
—Bueno, no olvides que no utilicé aerosol con ninguno de estos. Estamos probando una vacuna, no una infección.
—De acuerdo, creo que convendría hacer una prueba de aerosol. Entiendo que has mejorado el método de envasado.
—Maggie quiere que lo haga. OK. Tenemos monos de sobra. Puedo resolverlo en dos días: un test completo del sistema inmunitario.
—¿Con y sin vacunas?
—Puedo hacerlo —asintió Berg. Ya tendrías que haberlo hecho, idiota, pensó Killgore. Berg era inteligente pero no veía más allá de los límites de sus microscopios. Bueno, nadie era perfecto, ni siquiera allí—. No me gusta andar por ahí matando animales, John —le aclaró Berg a su colega médico.
—Comprendo, Steve, pero por cada uno que matemos con el experimento Shiva salvaremos miles en estado salvaje, ¿recuerdas? Y los cuidas muy bien mientras están aquí —agregó. Los animales de prueba llevaban una vida idílica en jaulas cómodas o incluso en grandes áreas comunales donde la comida era abundante y el agua transparente. Los monos tenían mucho lugar, con símiles de árboles para treparse, temperatura ambiente semejante a la de su nativa África y sin predadores amenazantes. Igual que en las cárceles humanas, los condenados recibían comidas saludables de acuerdo con sus derechos constitucionales. Pero a los tipos como Steve Berg seguía sin gustarles, por muy importante e indispensable que fuera para el objetivo final. Killgore se preguntó si su amigo lloraría de noche por las bellas criaturas de ojos pardos. Ciertamente, Chester no le interesaba en lo más mínimo… excepto porque podía representar un canario, por supuesto. A decir verdad, esa posibilidad podría arruinar cualquier cosa… y precisamente por eso estaban desarrollando la vacuna «A».
—Sí —admitió Berg—. No obstante, me sigo sintiendo una mierda.
—Tendrías que visitar mi sector —comentó Killgore.
—Tal vez —respondió Berg sin mucha convicción.
El vuelo nocturno había salido del aeropuerto internacional Raleigh-Durham en Carolina del Norte, a una hora de Fort Bragg. El Boeing 757 aterrizó bajo la llovizna para iniciar un carreteo casi tan largo como el vuelo mismo… o al menos así les pareció a los pasajeros que finalmente llegaron a la puerta de US Airways en la Terminal 3 de Heathrow.
Chávez y Clark habían ido a esperarlo. Estaban vestidos de civil y Domingo llevaba un cartel con la palabra «MALLOY». El cuarto pasajero en descender (vestía uniforme color oliva con alas doradas) clavó sus ojos azul grisáceo en el cartel y avanzó hacia ellos arrastrando su valija de tela.
—Encantado —los saludó el teniente coronel Daniel Malloy—. ¿Quiénes son ustedes?
—John Clark.
—Domingo Chávez —apretones de manos—. ¿Tiene más valijas? —preguntó Ding.
—Sólo tuve tiempo para empacar esto. Adelante, muchachos —replicó Malloy.
—¿Necesita una mano? —le preguntó Chávez a un hombre treinta centímetros más alto y veinte kilos más pesado que él.
—No hay problema —le aseguró el marine—. ¿A dónde vamos?
—El helicóptero nos está esperando. El coche está por aquí —Clark salió por una puerta lateral y bajó la escalera hasta el vehículo. El chofer guardó la valija de Malloy en el baúl e inició el viaje de media milla hasta el helicóptero Puma del ejército británico.
Malloy miró a su alrededor. Era un día feo para volar: las nubes estaban bajas y la llovizna había aumentado un poco. Pero nadie diría de él que era un aviador temeroso. Entraron a la parte de atrás del helicóptero. Observó los movimientos de la tripulación, el encendido de los motores, la lectura del itinerario. Cuando el rotor empezó a girar, pidieron señal de despegue. Tardó varios minutos en llegar. Había demasiada actividad en Heathrow, montones de vuelos internacionales llegaban cargados de empresarios y hombres de negocios en plan de trabajo. Finalmente el Puma despegó, ganó altura y voló en dirección indeterminada. En ese momento, Malloy decidió hablar por el intercom.
—¿Alguien me haría el favor de decirme qué diablos está pasando aquí?
—¿Qué le dijeron ellos?
—Empaque suficientes calzoncillos para una semana —replicó Malloy con un guiño cómplice.
—Hay una tienda bastante buena cerca de la base.
—¿Hereford?
—Buena puntería —respondió Chávez—. ¿Ya estuvo allí?
—Muchísimas veces. Reconocí esas encrucijadas de allá abajo por otros vuelos. OK, ¿de qué se trata?
—Probablemente trabajará con nosotros —dijo Clark.
—¿Quiénes son «nosotros», señor?
—Nos llamamos Rainbow, y no existimos.
—¿Viena? —preguntó Malloy por el intercom. La manera de parpadear de ambos bastó para responderle—. Claro, aquello parecía demasiado jugado para la policía. ¿Quiénes forman el comando?
—Gente de la OTAN, estadounidenses y británicos principalmente, pero también de otras nacionalidades, más un israelí —le informó John.
—¿Y empezaron a trabajar sin helicópteros?
—OK, maldita sea, lo pasé por alto, ¿está claro? —observó Clark—. Soy nuevo en esto.
—¿Qué es eso que tiene en el antebrazo, Clark? Oh, ¿cuál es su rango?
John se remangó el saco y le enseñó el tatuaje rojo.
—Soy un dos estrellas ficticio. Y Ding es un mayor ficticio.
El marine examinó brevemente el tatuaje.
—Escuché hablar de estos, pero jamás había visto uno. Tercer Grupo de Operaciones Especiales, ¿no? Conocí a un tipo que trabajó con ellos.
—¿Quién?
—Dutch Voort, retirado hace cinco o seis años con todos los honores.
—¡Dutch Voort! Carajo, hacía tiempo que no escuchaba ese nombre —replicó Clark en el acto—. Una vez nos derribaron.
—A usted y a muchos otros. Era un gran aviador, pero tenía mala suerte.
—¿Y a usted cómo lo trata la suerte, coronel? —preguntó Chávez.
—Muy bien, hijito, muy bien —le aseguró Malloy—. Y puedes llamarme Oso.
El apodo le quedaba a medida. Tenía la misma estatura que Clark y era robusto, como si reventara barriles a puñetazos para divertirse y luego bebiera enormes cantidades de cerveza. Chávez pensó en su amigo Julio Vega, otro amante del peso pesado. Clark estudió sus medallas. La DFC tenía dos racimos, igual que la Estrella de Plata. La condecoración de hierro también proclamaba que Malloy era un experto tirador. A los marines les gustaba disparar para divertirse y demostrar que eran hábiles con los rifles. En el caso de Malloy, la condecoración indicaba que había llegado al nivel más alto. Pero no tenía medallas de Vietnam, observó Clark. Bueno, tal vez fuera demasiado joven… (otra manera de comprobar que él estaba envejeciendo). Vio que Malloy tenía edad suficiente para tener mayor rango. Uno de los problemas de las operaciones especiales era que los soldados no obtenían las promociones que merecían… lo que no era un inconveniente para los militares pero sí para los oficiales comisionados.
—Empecé en búsqueda y rescate, luego me uní a los marines de reconocimiento, ya saben: adentro, afuera, adentro, afuera. Hay que tener mano para eso. Supongo que yo tengo.
—¿Y qué vuela actualmente?
—H-60, Hueys, por supuesto, y H-53. Apuesto a que no tienen nada de eso, ¿me equivoco?
—Lamentablemente no —respondió Chávez, inmediata y obviamente desilusionado.
—El Escuadrón 24 de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea en Mildenhall tiene el MH-60K y el MH-53. Si los consiguen, en seguida me pondré a tono con ellos. Forman parte del Ala Primera de Operaciones Especiales y, la última vez que chequeé, tenían base aquí y en Alemania.
—¿Está bromeando? —preguntó Clark.
—No estoy bromeando, general ficticio, señor. Conozco al comandante del ala, Stanislas Dubrovnik, Stan el Man. Gran piloto de helicóptero. Es el mejor de los amigos cuando uno está en apuros.
—Lo tendré presente. ¿Qué otra cosa sabe volar?
—El Night Stalker, por supuesto, pero no hay muchos por aquí. Ninguno que yo sepa —el Puma giró en círculo e inició el descenso sobre el helipuerto de Hereford. Malloy observó el trabajo del piloto y decidió que era competente, al menos para situaciones simples—. No estoy técnicamente al tanto del MH-47 Chinook —sólo podemos especializarnos oficialmente en tres clases de pájaros— y, si es por eso, tampoco estoy técnicamente al tanto del Huey… pero yo nací en un Huey, general, no sé si me entiende. Y puedo manejar el MH-47 si tengo que hacerlo.
—Mi nombre es John, Mr. Oso —dijo Clark con una sonrisa. Siempre había sido capaz de reconocer a un profesional con sólo verlo.
—Yo soy Ding. Alguna vez fui 11-Bravo, pero la CIA me raptó. Por culpa de él —dijo Chávez—. Hace tiempo que trabajamos juntos.
—Supongo que podrán ponerme al tanto de todo, entonces. Me sorprende que no nos hayamos conocido antes, muchachos. De vez en cuando tuve que trasladar agentes encubiertos, no sé si me entienden.
—¿Trajo su paquete? —preguntó Clark, aludiendo a su archivo personal.
Malloy palmeó la valija.
—Sí, señor, y está escrito de manera muy creativa, si me permite decirlo.
El helicóptero tocó tierra. El jefe de la tripulación saltó y abrió las puertas deslizantes. Malloy agarró su valija, bajó de un salto y enfiló hacia el Rover estacionado al borde del helipuerto. El chofer (un cabo) recibió la valija de Malloy y la arrojó en la parte de atrás. Malloy comprobó que la hospitalidad británica no había cambiado demasiado. Devolvió el saludo y entró al Rover. La lluvia iba en aumento. El clima británico tampoco había cambiado, pensó. Era un pésimo lugar para volar en helicóptero, aunque no tan malo si uno quería acercarse sin ser visto, y después de todo eso no era tan espantoso, ¿verdad? El jeep los llevó a un edificio que parecía más un cuartel general que una casa de huéspedes. Fuera lo que fuese, evidentemente estaban en un apuro.
—Linda oficina, John —dijo Malloy—. Supongo que realmente es un dos estrellas ficticio.
—Soy el jefe —admitió Clark— y con eso basta. Siéntese. ¿Café?
—Siempre —confirmó Malloy, bebiendo la primera taza—. Gracias.
—¿Cuántas horas? —preguntó Clark.
—¿En total? Sesenta-siete-cuarenta-dos la última vez que sumé. El treinta y uno por ciento son operaciones especiales. Y, ah, aproximadamente quinientas horas de combate.
—¿Tantas?
—Grenada, Líbano, Somalia, un par de lugares más… y la Guerra del Golfo. Pesqué cuatro grupos y los rescaté con vida durante esa pequeña riña de gallos. Uno de ellos fue bastante excitante —concedió Malloy— pero tuve un poco de ayuda de arriba. Ya saben, el trabajo se vuelve aburrido si uno lo hace bien.
—Tendré que pagarle una cerveza, Mr. Oso —dijo Clark—. Siempre me gustó ser amable con los chicos SAR.
—Y yo jamás rechacé una cerveza gratis. Los británicos del comando, ¿son ex SAS?
—En su mayoría. ¿Ya trabajó con ellos?
—Sólo en prácticas, aquí y en Bragg. Son muy buenos, están a la altura de la Fuerza de Reconocimiento y de mis compañeros en Bragg —Clark sabía que era un comentario generoso, aunque los británicos tomarían a mal cualquier tipo de comparación—. Como sea, supongo que necesitan un chico que haga el reparto, ¿no?
—Algo así. Ding, me gustaría informar a Mr. Oso sobre las últimas operaciones.
—Entendido, Mr. C. —Chávez desplegó una enorme foto del Schloss Ostermann sobre la mesa de conferencias de Clark e inició su informe. Unos minutos después, Stanley y Covington se unieron al grupo.
—Sí —dijo Malloy cuando concluyó la explicación—. Realmente necesitaban un tipo como yo para eso, muchachos —hizo una pausa—. Lo mejor hubiera sido un despliegue con soga y dejar tres o cuatro en el techo… exactamente… aquí —señaló un punto en la foto—. El techo plano habría facilitado las cosas.
—Eso mismo pensaba yo. No tan fácil como un descenso en hilera, pero probablemente más seguro —coincidió Chávez.
—Sí, es fácil si uno sabe lo que hace. Sus muchachos tendrán que aprender a aterrizar suavemente, claro, pero será bueno tener cuatro o cinco personas dentro del castillo cuando las necesite. Por lo bien que resultó el operativo, imagino que sus hombres disparan como dioses.
—Son excelentes —admitió Covington con voz neutra.
Mientras Chávez presentaba su exitosa misión, Clark echó un vistazo al archivo personal de Malloy. Casado con Frances Hutchins, dos hijas de diez y ocho años. La esposa era enfermera civil y trabajaba para la Armada. Bien, eso sería fácil de resolver. Sandy podría conseguirle un puesto en su hospital. El teniente coronel Dan Malloy, USMC, se quedaría con ellos. Definitivamente.
Por su parte, Malloy estaba bastante intrigado. Fueran quienes fuesen esos tipos, indudablemente tenían muchos caballos de fuerza. La orden de volar a Inglaterra había llegado directamente de la oficina del mismísimo CINC-SNAKE, «Big Sam» Wilson, y la gente que acababa de conocer parecía muy, pero muy seria. El más enjuto, Chávez, era muy competente, y, a juzgar por la fotografía tomada desde el aire, sus hombres también debían ser muy buenos, especialmente los dos que se habían arrastrado hasta la casa para atrapar a la última camada de muchachos malos. La invisibilidad era una estrategia excelente si salía bien, pero un desastre absoluto si fallaba. Lo bueno, reflexionó, era que los delincuentes nunca eran tan eficaces. No estaban entrenados como los marines. Esa deficiencia sola bastaba para eliminarlos… aunque no del todo. Como la mayoría de los uniformados, Malloy despreciaba a los terroristas por considerarlos animales cobardes e infrahumanos que sólo merecían una muerte violenta e inmediata.
Acto seguido, Chávez lo llevó al edificio de su comando. Allí Malloy conoció a sus hombres, estrechó manos y evaluó lo que se presentaba ante sus ojos. Sí, eran tipos serios, como los del C-1 de Covington que ocupaban el edificio de al lado. Algunos tenían ese estilo de relajada intensidad que impele a evaluar a todo el que se cruza en el camino y decidir inmediatamente si el «evaluado» es (o no) una amenaza. No porque les gustara matar y mutilar, pero así era su trabajo… y su trabajo impregnaba la visión que tenían del mundo. Malloy fue evaluado como amigo potencial, digno de confianza y respeto… cosa que le agradó profundamente. Él los trasladaría rápidamente y a salvo a donde necesitaran… y luego los traería de regreso con la misma celeridad. El posterior recorrido por la base de entrenamiento fue pura cháchara para un verdadero conocedor del tema. Los edificios de siempre, interiores de avión simulados, tres vagones de pasajeros auténticos y otras cosas que simulaban atacar; el polígono de tiro con sus blancos (Malloy sabía que tendría que pasar por allí para demostrar fehacientemente que era digno de integrar el comando, dado que todo oficial de operaciones especiales era y debía ser buen tirador, así como todo marine era diestro en el manejo del rifle). Al mediodía estaban de regreso en el edificio de Clark.
—Y bien, Mr. Oso, ¿qué opina? —preguntó Rainbow Six.
Malloy sonrió y se dejó caer sobre la silla.
—Opino que el vuelo me dejó exhausto. Y opino que tiene un muy buen equipo aquí. Entonces, ¿me quiere con ustedes?
Clark asintió.
—Sí, creo que lo queremos aquí. ¿Empezamos mañana por la mañana? —preguntó.
—¿Con qué pájaro?
—Llamé a esos tipos de la Fuerza Aérea que usted recomendó. Van a prestarnos un MH-60 para que juegue un poco.
—Muy amable de su parte —eso significaba que tendría que demostrar que era buen piloto. La perspectiva no lo preocupaba demasiado—. ¿Y mi familia? ¿Esto sería TAD o qué?
—No, será su destino permanente. Vendrán con el acostumbrado paquete gubernamental.
—Me parece bien. ¿Se trabaja mucho aquí?
—Hasta el momento tuvimos dos operaciones: Berna y Viena. No sabemos cuántas más nos esperan, pero creo que el régimen de entrenamiento lo mantendrá bastante ocupado.
—Eso me gusta, John.
—¿Quiere trabajar con nosotros?
La pregunta sorprendió a Malloy.
—¿Es una decisión voluntaria?
—Para todos nosotros —asintió Clark.
—Bueno, qué les parece eso. OK —dijo Malloy—. Puede contratarme.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió Popov en Nueva York.
—Por supuesto —respondió el jefe, viéndola venir.
—¿Cuál es el propósito de todo esto?
—Por el momento no necesita conocerlo —fue la esperable respuesta a la pregunta obvia.
Popov asintió en señal de sumisión/acuerdo.
—Como usted diga, señor —prosiguió—, pero está tirando enormes cantidades de dinero a la basura —sacó deliberadamente el tema del dinero para observar la reacción de su empleador.
La reacción fue aburrimiento genuino:
—El dinero no tiene importancia.
Y aunque la respuesta no fue inesperada, no obstante le resultó sorprendente. Durante toda su vida profesional en la KGB soviética había pagado mezquinas sumas de dinero a personas que arriesgaban su vida y su libertad para ganarlas. Frecuentemente, esas personas esperaban más de lo que obtenían, porque casi siempre el material y la información conseguidos valían mucho más de lo que se les pagaba. Pero ese hombre ya había pagado muchísimo más de lo que Popov había distribuido en más de quince años de operaciones… Y todo por nada, por dos fracasos estrepitosos. No obstante, no parecía decepcionado. ¿Qué diablos estaba pasando?
—¿Qué fue lo que falló en esta ocasión? —preguntó el jefe.
Popov se encogió de hombros.
—Sabían lo que hacían, pero cometieron el error de subestimar la capacidad de respuesta policial. Ciertamente, la policía estuvo fantástica —le aseguró a su empleador—. Más de lo que yo esperaba, aunque no es para asombrar a nadie. Muchas agencias policiales tienen grupos antiterroristas soberbiamente entrenados.
—¿Fue la policía austríaca…?
—Eso dijeron los noticieros. Yo no seguí investigando. ¿Tendría que haberlo hecho?
Gesto negativo con la cabeza.
—No, pura curiosidad de mi parte.
Entonces, a usted le importa un bledo si estas operaciones son un éxito o un fracaso, pensó Popov. Entonces, ¿por qué diablos las paga? No tenía lógica. En absoluto. La falta de lógica tendría que haber preocupado a Popov, pero no. Se estaba haciendo rico con los fracasos. Sabía quién pagaba las operaciones y tenía toda la evidencia —el efectivo— que necesitaba para probarlo. Ese hombre no podría traicionarlo jamás, ni darle la espalda. En el mejor de los casos debía tenerle miedo a su empleado, ¿no? Popov tenía contactos en la comunidad terrorista y podía azuzarlos contra el hombre que proporcionaba el dinero, ¿verdad? Sería natural que le tuviera miedo, reflexionó el ruso con cierta satisfacción.
¿O acaso temía otra cosa? Estaba subvencionando asesinatos… bien, intentos de asesinato en el último caso. Era un hombre inmensamente rico y poderoso, y esa clase de hombres temían perder su riqueza y su poder más que la muerte misma. Todas las incógnitas convergían en el mismo punto, pensó el exoficial de la KGB: ¿qué diablos era todo eso? ¿Por qué planeaba la muerte de personas y le pedía a Popov que… acaso estaría haciendo todo eso para eliminar a los pocos terroristas que quedaban en el mundo? ¿Eso tenía sentido? ¿Utilizaba a Popov como agent provocateur para hacerlos salir a la luz y luego eliminarlos con ayuda de los comandos antiterroristas de diversos países? Decidió investigar un poco a su empleador. No sería muy difícil, y la Biblioteca Pública de Nueva York estaba a pocas cuadras de la Quinta Avenida.
—¿Qué clase de personas eran?
—¿Quiénes? —preguntó Popov.
—Dortmund y Fürchtner —aclaró el jefe.
—Tontos. Seguían creyendo en el marxismo-leninismo. Astutos a su manera, inteligentes en sentido técnico, pero nulos en el aspecto político. No fueron capaces de cambiar cuando el mundo cambió. Eso es peligroso. No supieron evolucionar, y por eso están muertos —como epitafio era bastante pobre, pensó Popov. Los dos alemanes habían crecido estudiando las obras de Karl Marx, Friedrich Engels y todo el resto… la misma gente cuyas palabras había mamado Popov en su juventud. Pero ya desde niño Popov conocía mejor el paño, y sus viajes internacionales como agente de la KGB habían fortalecido su desconfianza hacia los discursos de esos académicos decimonónicos. Las conversaciones mantenidas con otros pasajeros durante su primer vuelo en un avión de fabricación estadounidense le habían enseñado mucho. Pero Hans y Petra… bueno, ellos se habían criado en el sistema capitalista y conocido todas sus ventajas y beneficios… y no obstante habían decidido que ese sistema carecía de algo que ellos necesitaban. Tal vez, en cierto modo, habrían sentido lo mismo que él, pensó Popov: insatisfacción, ganas de ser parte de algo mejor… Pero no, él siempre había querido algo mejor para sí mismo, y ellos siempre habían querido llevar a los demás al Paraíso, liderar y gobernar como buenos comunistas. Y para alcanzar esa visión utópica habían atravesado voluntariamente un mar de sangre inocente. Tontos. Locos. Popov vio que su empleador había aceptado la versión abreviada de sus vidas y estaba ansioso por despedirlo.
—Quédese unos días en la ciudad. Lo llamaré cuando lo necesite.
—Como usted diga, señor —Popov se puso de pie, salió de la oficina y tomó el ascensor hasta la planta baja. Una vez en la calle, decidió ir caminando hasta la biblioteca con leones en la entrada. El ejercicio le refrescaría la cabeza, y todavía tenía bastante que pensar. «Cuando lo necesite» podía ser el preámbulo de otra misión, y muy pronto.
—¿Erwin? Habla George. ¿Cómo estás, amigo mío?
—Ha sido una semana muy movidita —admitió Ostermann. Su médico personal lo mantenía a base de tranquilizantes que, a su juicio, no le hacían bien. Su mente aún recordaba el miedo. Afortunadamente Ursel había regresado a casa antes de la misión de rescate, y esa misma noche… él se había acostado a las cuatro de la mañana, y ella lo había abrazado, y en sus brazos había temblado y llorado por todo el terror que había logrado controlar hasta que ese hombre Fürchtner había muerto a menos de un metro de él. Tenía sangre y partículas de tejido en la ropa. Habría que mandarla a limpiar. Dengler era el que peor la había pasado y no se reintegraría a sus labores hasta dentro de una semana, por lo menos, por orden de los médicos. Por su parte, llamaría al británico que le había ofrecido un sistema integral de seguridad, especialmente luego de haber sido aconsejado por sus salvadores.
—Bueno, no necesito decirte que me alegra que hayas salido bien parado de aquello, Erwin.
—Gracias, George —le respondió Ostermann al Secretario del Tesoro de Estados Unidos—. ¿Hoy valoras más a tus custodios que la semana pasada?
—No lo dudes. Espero que aumenten las oportunidades laborales en el ramo.
—¿Una buena oportunidad para invertir? —se mofó Ostermann.
—No me refería a eso —replicó Winston, al borde de la carcajada. Era bueno reírse de esas cosas, ¿verdad?
—¿George?
—¿Sí?
—No eran austríacos, no fue como dijeron la televisión y los diarios… y me pidieron que no lo revelara, pero creo que tú puedes saberlo. Eran estadounidenses y británicos.
—Lo sé, Erwin, sé quiénes son, pero es todo lo que puedo decir al respecto.
—Les debo la vida. ¿Cómo podría pagarles esa deuda?
—Les pagan para hacerlo, amigo mío. Es su trabajo.
—Vieleicht, pero fue mi vida la que salvaron, y la de mis empleados. Tengo una deuda personal con ellos. ¿Hay alguna manera en que pueda ayudarlos?
—No lo sé —admitió Winston.
—¿Podrías averiguarlo? Ya que «los conoces», ¿me harías el favor de averiguarlo? Tienen hijos, ¿no? Podría pagarles la educación, destinar fondos, ¿no te parece?
—Probablemente no, Erwin, pero lo averiguaré —dijo el Secretario del Tesoro, y anotó algo en sus papeles. Sería un verdadero incordio para algunos hombres de seguridad, pero tal vez encontrarán la manera, probablemente a través de algún estudio jurídico en Washington. Le agradaba que Erwin quisiera recompensar a los muchachos. Nobleza obliga no había muerto del todo todavía—. Entonces, ¿estás seguro de que te encuentras bien, viejo?
—Sí; gracias a ellos, George.
—Grandioso. Gracias. Me alegra escuchar tu voz, amigo. Pasaré a verte la próxima vez que viaje a Europa.
—Te espero, George. Que tengas un buen día.
—Tú también. Adiós —Winston apretó un botón del teléfono. Tal vez pudiera resolverlo ahora mismo—. Mary, comuníqueme por favor con Ed Foley de la CIA.