CAPÍTULO 8

COBERTURA

La cobertura televisiva fue emitida antes de que el Comando 2 llegara a Heathrow. Afortunadamente, la filmación del acontecimiento se vio dificultada por las enormes dimensiones del schloss y el hecho de que la Staatspolizei mantuvo las cámaras apartadas de los hechos y en el lado opuesto del edificio. La única toma decente fue la de un integrante del comando fumando su pipa, seguida por un resumen de lo ocurrido suministrado a la prensa por el capitán Wilhelm Altmark. Según Altmark, un comando secreto especial y heterodoxo de la policía federal de su país había resuelto satisfactoriamente el atentado contra el Schloss Ostermann, rescatando a todos los rehenes… no, desafortunadamente no habían podido arrestar a ningún criminal. Todo fue filmado —para ser posteriormente utilizado por Bill Tawney— por la Televisión Estatal Austríaca, Sky News, y el resto de los noticieros europeos. Aunque el British Sky News se las había arreglado para enviar una cámara a Viena, la única diferencia entre su cobertura y la de las emisoras locales era el ángulo de visión. Incluso los comentarios eruditos eran similares: unidad policial especialmente entrenada y equipada; probablemente con miembros del ejército austriaco; acción decisiva para resolver el incidente sin perjuicio para las víctimas inocentes; un punto más para los muchachos buenos (aunque nadie lo dijo). La identidad de los terroristas no fue revelada en las primeras transmisiones. La policía se encargaría de confirmarla y enviaría los resultados al sector de inteligencia de Tawney, junto con las declaraciones de las víctimas.

Había sido un largo día para los miembros del C-2. Todos se fueron a sus casas a dormir apenas llegaron a Hereford, luego de que Chávez les notificara que a la mañana siguiente no habría PT. Ni siquiera tuvieron tiempo para unas cervezas celebratorias en el club NCO local… que por otra parte ya había cerrado cuando llegaron.

En el vuelo de regreso, Chávez le comunicó al Dr. Bellow que a pesar de la preparación de sus hombres el factor fatiga era sumamente alto… mucho más que en sus ocasionales prácticas nocturnas. Bellow replicó que el estrés era el mayor generador de fatiga, y que los miembros de su equipo no eran inmunes a él por muy bien preparados y entrenados que estuvieran. Eso evidentemente lo incluía, ya que después de haberlo dicho se dio vuelta y cayó en un profundo sueño. Chávez quedó solo con su vaso de vino tinto español.

Fue la noticia del día en Austria, por supuesto. Popov vio la primera parte en vivo en un Gasthaus; luego siguió los acontecimientos en su habitación de hotel. Se dedicó a beber refresco de naranja mientras aplicaba su hábil ojo profesional a la pantalla. Esos comandos antiterroristas eran muy parecidos entre sí, pero era de esperar, ya que todos se entrenaban para lo mismo y utilizaban el mismo manual internacional… promulgado en primer lugar por los ingleses con su Servicio Aéreo Especial (comandos SAS), seguido luego por el GSG-9 alemán, luego por el resto de Europa, y finalmente por los estadounidenses. Si hasta vestían el mismo atuendo negro, demasiado teatral para Popov, pero bueno, algo tenían que ponerse encima, y el negro parecía más adecuado que el blanco, ¿no? Lo más interesante era el portafolios de cuero repleto de marcos alemanes que al día siguiente llevaría a Berna y depositaría en su cuenta antes de volar a Nueva York. Era notable, pensó apagando el televisor y retirando las cobijas de la cama. Con sólo dos trabajitos sencillos ya era dueño de más de un millón de dólares estadounidenses, a salvo en una cuenta numerada y anónima. Los pedidos de su empleador eran obviamente bien recompensados, y el gasto no parecía preocuparlo en lo más mínimo. Tanto mejor si el dinero iba a parar a una buena causa, pensó el ruso.

—Gracias a Dios —dijo George Winston—. Diablos, conozco a ese tipo. Erwin es buena gente —dijo el Secretario del Tesoro saliendo de la Casa Blanca luego de una prolongada reunión de gabinete.

—¿Quién se encargó del rescate?

—Bien… —La pregunta lo tomó por sorpresa. Supuestamente no debía decirlo, y supuestamente tampoco debía saberlo—. ¿Qué dicen los noticieros?

—Policías locales, un comando SWAT vienés, supongo.

—Bien, supongo que han aprendido a hacerlo —opinó Winston, enfilando hacia su coche custodiado por el Servicio Secreto.

—¿Los austríacos? ¿Y de quién aprendieron?

—De alguien que sabe, creo yo —replicó Winston entrando al auto.

—Entonces, ¿a qué se debe tanto alboroto? —le preguntó Carol Brightling a la Secretaria del Interior. Para ella era simplemente otro caso de «los muchachos y sus juguetes».

—A nada, en realidad —replicó la secretaria, acompañada por sus custodios hasta la puerta de su automóvil oficial—. Es lo que mostraron por televisión, fue un buen trabajo rescatar a todos esos rehenes. Estuve en Austria un par de veces y los policías no me parecieron gran cosa. Tal vez me equivoque. Pero George actúa como si supiera más de lo que dice.

—Ah, tienes razón, Jean, él pertenece al «gabinete interno» —observó la Dra. Brightling. Eso era algo que no les gustaba a los del «gabinete externo». Por supuesto que Carol Brightling no formaba técnicamente parte del gabinete. Tenía un asiento contra la pared (no alrededor de la mesa) y sólo participaba si los temas a tratar requerían una opinión científica… cosa que no había pasado ese día. Buenas noticias y malas noticias. Debía escuchar y tomar nota de todo lo que sucedía en el salón ornado y sobrecargado que dominaba el Rosedal mientras el presidente controlaba la agenda y el ritmo… malamente en el día hoy, pensó. La política impositiva había llevado más de una hora y no habían llegado a la utilización de bosques nacionales, tema manejado por el Ministerio del Interior, lamentablemente pospuesto para la próxima reunión dentro de una semana.

Tampoco tenía custodia personal, y ni siquiera una oficina en la Casa Blanca. Los anteriores Asesores Científicos de la presidencia habían trabajado en el Ala Oeste, pero a ella la habían trasladado al OEOB. Era una oficina más grande y más cómoda con ventana, cosa de la que hubiera carecido su hipotética oficina en el subsuelo de la Casa Blanca, pero aunque el OEOB era considerado parte de la Casa Blanca para propósitos administrativos y de seguridad, no tenía el mismo prestigio, y el prestigio era lo único importante si uno era parte del staff de la Casa Blanca. Incluso bajo este presidente, que se esforzaba en tratar a todos igual y no comía la mentira del status… Pero era inevitable a ese nivel de gobierno. Y así pensando, Carol Brightling dobló a la derecha para ir a almorzar con los peces gordos de la administración, lamentando tener que recurrir al jefe de staff y la secretaria ejecutiva para ocupar unos minutos del valioso tiempo del presidente. Como si alguna vez se lo hubiera hecho perder…

Un agente del Servicio Secreto le abrió la puerta esbozando una sonrisa respetuosa y Carol ingresó al horrible edificio del OEOB. Giró a la derecha para ir a su oficina, que por lo menos miraba a la Casa Blanca. Entregó sus notas a su secretario (varón, por supuesto) para que las transcribiera y se sentó frente a su escritorio, donde encontró una nueva pila de papeles para leer y estudiar. Abrió el cajón del escritorio y buscó una pastilla de menta para superar el mal momento. Luego, por acto reflejo, levantó el control remoto del televisor y sintonizó la CNN para ver qué estaba pasando en el mundo. La noticia del día era, por supuesto, el incidente en Viena.

Dios santo, qué casita, fue lo primero que pensó. Como el palacio de un rey, un desperdicio de recursos para uso exclusivo de un hombre, o incluso de una familia grande, como residencia privada. ¿Qué había dicho Winston del propietario? ¿Buena gente? Claro. Todas las buenas personas vivían como holgazanes libertinos, desperdiciando los preciosos recursos del planeta. Otro maldito plutócrata, accionista, especulador monetario, como quiera que ganara el dinero necesario para comprar un lugar como ese… y luego los terroristas habían invadido su privacidad. Bueno, no es para asombrarse que lo hayan elegido. No tenía sentido atacar a un pastor de rebaños o a un camionero. Los terroristas buscaban gente rica, o supuestamente importante, porque capturar tipos ordinarios no tenía sentido político y, después de todo, esos eran actos políticos. Pero no habían tenido un desempeño demasiado brillante. El que los había elegido… ¿los habría elegido para que fracasaran? ¿Acaso era posible? Supuso que sí. Después de todo era un acto político y esas cosas podían tener toda clase de propósitos reales. Sonrió para sus adentros. El periodista estaba describiendo el ataque del comando SWAT de la policía local —desafortunadamente no podían mostrarlo porque la policía había prohibido la presencia de las cámaras— y luego la liberación de los rehenes —filmada de cerca para que el público pudiera compartir la experiencia. Habían estado tan cerca de la muerte sólo para ser liberados, salvados por la policía local, que en realidad sólo los había devuelto a la hora programada de su muerte, porque todo moría, tarde o temprano. Ese era el plan de la naturaleza y uno no podía combatirla… aunque sí podía ayudarla, ¿verdad? El periodista decía que era el segundo atentado terrorista en Europa en los últimos dos meses, y que ambos habían fracasado gracias a la acción policial. Carol recordó el intento de robo en Berna, otro fracaso estrepitoso… ¿o el plan de una mente creativa? Tal vez tendría que averiguarlo, aunque en este caso un fracaso era tan útil como… no, más útil que el éxito para la gente que estaba planeando las cosas. Otra sonrisa. Sí. Era más útil que el éxito, ¿verdad? Miró un fax de Amigos de la Tierra, organización que tenía su teléfono directo y le enviaba frecuentemente información que consideraba importante.

Se recostó en su cómodo sillón de respaldo alto para leerlo por segunda vez. Buena gente con ideas justas, aunque casi nadie los escuchaba.

—¿Dra. Brightling? —su secretario asomó la cabeza por la puerta.

—¿Sí, Roy?

—¿Todavía quiere que le traiga esos fax… como el que está leyendo, quiero decir? —preguntó Roy Gibbons.

—Oh, sí.

—Pero esos tipos sólo sirven para hacer problemas.

—En realidad no. Me gustan algunas cosas que hacen —replicó Carol, arrojando el fax al cesto de papeles. Utilizaría la idea para información futura.

—Con eso basta, doc —la cabeza de Gibbons desapareció en el vano de la puerta.

El siguiente papel de la pila era sumamente importante, un informe sobre procedimientos para clausurar reactores nucleares y la subsiguiente seguridad de los sistemas de clausura: cuánto demorarían los factores medioambientales en atacar y corroer los elementos internos, y cuál sería el daño estimado sobre el medio ambiente. Sí, era muy importante, y afortunadamente el índice anexado contenía información sobre reactores nucleares en todo el país. Se metió otra pastilla en la boca e, inclinándose hacia adelante, acomodó los papeles sobre el escritorio para poder leerlos mejor.

—Esto funciona, aparentemente —dijo Steve en voz baja.

—¿Cuántas cepas caben adentro? —preguntó Maggie.

—Entre tres y diez.

—¿Y cuál es el tamaño completo?

—Seis micrones. ¿Puedes creerlo? La cobertura o envoltorio es blanco, de modo que refleja muy bien la luz, particularmente los rayos UV, y en un ambiente acuoso es prácticamente invisible —las cápsulas individuales eran imposibles de ver a simple vista, y apenas visibles con ayuda de un microscopio óptico. Mejor aún, su peso les permitiría flotar en el aire como partículas de polvo perfectamente respirables. Una vez dentro del cuerpo la cobertura se disolvería y liberaría las cepas de Shiva en los pulmones o el intestino delgado, donde empezarían a trabajar inmediatamente.

—¿Es soluble en agua? —preguntó Maggie.

—Lentamente, pero el proceso podría acelerarse si hubiera algún elemento biológicamente activo en el agua, como la huella de ácido hidroclorhídrico en la saliva. Caramba, podríamos sacarles muchísimo dinero a los iraquíes con este… o a cualquiera que tenga ganas de jugar a la guerra biológica en el mundo real.

La compañía había inventado la tecnología sobre la base de una beca NIH destinada a desarrollar una manera más fácil que la aguja para aplicar vacunas. Agujas y jeringas requerían una utilización parcialmente experta. La nueva técnica utilizaba electroforesis para aplicar cantidades ínfimas de gel protector en torno a cantidades aún más ínfimas de agentes aéreos bioactivos. Esto permitiría a la gente ingerir las vacunas de un trago, reemplazando el método de inoculación. Si llegaban a descubrir una vacuna eficaz contra el SIDA ese sería el método elegido para administrarla en África, cuyos países carecían de la infraestructura necesaria para otra cosa. Steve acababa de probar que la misma tecnología podía utilizarse para inocular virus activos con el mismo grado de seguridad y confiabilidad. O casi.

—¿Cómo vamos a probarla? —preguntó Maggie.

—En monos. ¿Cuántos monos tenemos en el laboratorio?

—Cualquier cantidad —aseguró ella. Estaban a punto de dar un paso importantísimo. Se la darían a unos pocos monos y verían cómo se propagaba en la población del laboratorio. Usarían monos rhesus. Su sangre era similar a la de los humanos.

El Sujeto Cuatro fue el primero, tal como esperaban. Tenía cincuenta y tres años y su funcionamiento hepático era tan endeble que hubiera encabezado la lista de trasplantes en la Universidad de Pittsburg. Su piel presentaba una tonalidad amarillenta en el mejor de los casos, pero eso no le impedía arremeter contra la botella con mayor ahínco que cualquiera de los demás. Su nombre era Chester algo, recordó el Dr. Killgore. El funcionamiento cerebral de Chester era también el más bajo del grupo. Miraba mucha televisión, casi no hablaba con nadie, ni siquiera leía revistas de historietas, muy populares entre los demás, igual que los dibujos animados… uno de los pasatiempos preferidos del grupo era ver el Cartoon Channel.

Todos estaban en el paraíso de los cerdos, advirtió John Killgore. Tenían toda la comida rápida, bebida y calor que deseaban, y la mayoría estaba empezando a usar la ducha regularmente. De vez en cuando alguno preguntaba para qué estaban allí, pero el interrogatorio jamás superaba la respuesta formal que les daban los médicos y el personal de seguridad.

Pero, en el caso de Chester, tendrían que actuar inmediatamente. Killgore entró a la habitación y lo llamó por su nombre. El Sujeto Cuatro se levantó de su cama y caminó hacia él. Evidentemente se sentía muy mal.

—¿No se siente bien, Chester? —preguntó Killgore detrás del barbijo.

—El estómago, no puedo retener lo que como, me siento flojo —replicó Cuatro.

—Bien, venga conmigo y veremos qué podemos hacer por usted, ¿le parece bien?

—Como usted diga, doc —replicó Chester, indicando su aprobación con un sonoro eructo.

Al trasponer el umbral lo sentaron en una silla de ruedas. Debían recorrer unos metros hasta el sector clínico de la instalación. Dos asistentes acostaron al Número Cuatro en una cama y lo sujetaron con amarras de Velcro. Luego tomaron una muestra de sangre. Diez minutos después Killgore practicó el análisis de anticuerpos Shiva y la sangre se volvió azul, tal como esperaba. A Chester, Sujeto Número Cuatro, le quedaba menos de una semana de vida… un poco menos de los seis a doce meses que le hubiera permitido su alcoholismo, aunque la reducción no era tan importante, ¿verdad? Killgore volvió a la habitación, le inyectó suero intravenoso y, para tranquilizarlo, una dosis de morfina que pronto lo sumió en la inconciencia y dibujó en sus labios una sonrisa beatífica. Bien. Número Cuatro moriría pronto, aunque con cierta paz. Ante todo, el Dr. Killgore quería mantener el orden del proceso.

Miró el reloj al volver a su oficina/sala de observación. Las horas se le hacían largas. Era casi como volver a ser médico. No practicaba la medicina clínica desde sus años de residencia, pero leía todas las publicaciones y conocía las técnicas, y por otra parte su cosecha habitual de pacientes/víctimas jamás reconocería la diferencia. Mala suerte, Chester, pero el mundo es cruel, pensó volviendo sobre sus anotaciones. La primera respuesta de Chester al virus había sido un poco perturbadora —apenas la mitad del tiempo programado—, evidentemente provocada por su endeble función hepática. Imposible evitarlo. Algunas personas se infectarían más rápido que otras debido a sus peculiares vulnerabilidades físicas. Por lo tanto, la epidemia estallaría sorpresivamente. Eso no tendría importancia a nivel de efectos eventuales, pero alertaría a la gente antes de lo esperado. Habría una gran demanda de las vacunas desarrolladas por Steve Berg y su grupo. La «A» sería ampliamente distribuida una vez manufacturada. La «B» se mantendría en reserva, suponiendo que lograran prepararla. La «A» sería para todos, la «B» sólo para aquellas personas destinadas a sobrevivir, los que entendían de qué se trataba, o los que fueran capaces de aceptar su supervivencia y seguir avanzando con el resto de la tripulación.

Killgore negó con la cabeza. Todavía quedaba mucho por hacer y, como de costumbre, faltaba tiempo.

Clark y Stanley analizaron el operativo ni bien llegaron a los cuarteles generales. Los acompañaba Peter Covington, todavía sudoroso por su entrenamiento matutino con el Comando 1. Chávez y sus hombres recién estarían despertando luego del largo día en el continente europeo.

—Fue una situación táctica espantosa. Y Chávez tiene razón —prosiguió el mayor Covington—. Necesitamos nuestra propia tripulación de helicóptero. La misión de ayer la pedía a gritos, pero no teníamos lo que necesitábamos. Por eso tuvo que ejecutar un plan mediocre y depender de la suerte para llevarlo a buen término.

—Podría haber pedido ayuda al ejército —señaló Stanley.

—Señor, ambos sabemos que uno no confía un movimiento táctico importante a una tripulación desconocida con la que jamás ha trabajado —comentó Covington—. Tenemos que considerar inmediatamente este tema.

—Es verdad —coincidió Stanley. Miró a Clark.

—No es parte del TO y E, pero lo tendré en cuenta —aceptó Rainbow Six. ¿Cómo demonios se les había pasado por alto esa necesidad?—. OK, primero consideremos todas las clases de helicópteros que nos interesan y luego veamos si podemos conseguir pilotos duchos en esos modelos.

—Lo ideal sería un Night Stalker… pero tendríamos que llevarlo a todas partes, y para eso necesitaríamos… ¿qué? ¿Un transportador C-5 o C-17 asignado permanentemente a nosotros? —observó Stanley.

Clark asintió. La versión Night Stalker del McDonnell-Douglas AH-6 Loach había sido inventada para la Fuerza de Tareas 160, ahora denominada Regimiento Especial 160 de Operaciones Aéreas —SOAR—, con base en Fort Campbell, Kentucky. Probablemente eran los aviadores más salvajes y más locos del mundo entero, y trabajaban con hermanos aviadores de otros países selectos: los representantes de Gran Bretaña e Israel solían ser admitidos en las barracas del 160 en Campbell. En realidad, conseguir helicópteros y tripulantes asignados a Rainbow sería lo más fácil. Lo difícil sería conseguir el transporte necesario para trasladar el helicóptero. Sería casi tan difícil como esconder un elefante en el patio de una escuela. El Night Stalker les proporcionaría toda clase de equipos de vigilancia, un rotor silencioso especial… y Papá Noel en su jodido trineo con sus ocho renos flacos, pensó Clark. Jamás lo tendrían, por mucha influencia que tuviera él en Washington y Londres.

—OK, llamaré a Washington para que me autoricen a incorporar aviadores al comando. ¿Hay problema en traer algunos aviones para que jueguen un poco?

—No debería haberlo —replicó Stanley.

John miró el reloj. Tendría que esperar hasta las 9:00 hora de Washington —14:00 hora de Inglaterra— para hacer el pedido vía el director de la CIA, agencia encargada de los fondos estadounidenses destinados al Rainbow. Se preguntó cómo reaccionaría Ed Foley… a decir verdad, necesitaba que Ed les brindara su apoyo entusiasta. Bueno, no sería difícil lograrlo. Ed conocía por experiencia las operaciones de campo y era leal a la gente que arriesgaba su vida. Mejor aún, Clark haría el pedido luego de haber obtenido un resonante éxito en la misión. Generalmente era mucho mejor que hacerlo luego de un avasallante fracaso.

—OK, seguiremos con el informe del comando —Clark se levantó y fue a su oficina. Helen Montgomery había colocado la acostumbrada pila de papeles sobre su escritorio, un poco más alta que otras veces ya que incluía los esperados telegramas de agradecimiento de los austríacos. El del ministro de Justicia era particularmente elogioso.

—Gracias, señor —suspiró John, dejándolo aparte.

Lo más sorprendente de ese trabajo era la cuestión administrativa. Como comandante del Rainbow, Clark debía saber cuándo y cómo ingresaba y se gastaba el dinero, y justificar cosas tales como la cantidad de balas que disparaban sus hombres por semana. Hacía todo lo posible para delegar estas tareas sobre los hombros de Alistair Stanley y la señora Montgomery, pero siempre le quedaba una buena cantidad sobre su escritorio. Clark tenía una larga experiencia como empleado de gobierno. Y durante su época en la CIA había debido informar interminables detalles y minucias sobre las operaciones de campo para tener contentos a los funcionarios de escritorio. Pero esto superaba todo aquello y justificaba el tiempo que pasaba en el polígono de tiro. Disparar era para él una buena manera de aliviar el estrés, especialmente si imaginaba a sus torturadores burócratas en el centro de los blancos Q que perforaba con sus balas calibre .45. Justificar un presupuesto era algo nuevo y extraño para él. Si la cosa no era importante, ¿para qué otorgarle fondos? Y si era importante, ¿por qué discutir por unos miles de dólares gastados en balas? Todo era culpa de la mentalidad burocrática, por supuesto, de esa gente que se sentaba frente a un escritorio y sentía que el mundo estaba a punto de derrumbarse si no tenían todos sus papeles firmados, inicialados, estampillados y adecuadamente completos. Y si eso le causaba molestias a otros… mala suerte. Y por eso él, John Terrence Clark, agente secreto de la CIA durante más de treinta años, leyenda viva de su agencia, estaba clavado a ese escritorio caro, tras una puerta cerrada, trabajando sobre unos papeles que cualquier contador que se preciara hubiera rechazado. Sin olvidar que, además, debía supervisar y dar su opinión sobre hechos reales, cosa a la vez más interesante y adecuada a su temperamento.

Y, para colmo, ese presupuesto no era para preocupar a nadie. Menos de cincuenta personas en total, apenas tres millones de dólares en gastos ya que cada uno recibía su sueldo militar. Por otra parte, Rainbow pagaba la vivienda de sus integrantes de sus fondos multigubernamentales. No era equitativo que los soldados estadounidenses estuvieran mejor pagados que los europeos. Eso le molestaba un poco, pero no podía hacer nada al respecto y, dado que no debían pagar gastos de vivienda —el alojamiento en Hereford no era lujoso, aunque sí muy cómodo—, nadie tenía problemas de supervivencia. La moral de las tropas era excelente. Tal como esperaba. Eran soldados de elite y eso garantizaba, invariablemente, una buena actitud… especialmente porque se entrenaban todos los días y a los soldados les gustaba tanto entrenar todos los días como las cosas para las que se entrenaban.

Habría una ligera discordia. El Comando 2 de Chávez había llevado a cabo las dos misiones y los muchachos se jactarían un poco provocando los celos del C-1 de Peter Covington, que los aventajaba un poco en la competencia comando/comando de PT y tiro. La diferencia era más pequeña que un bigote de gato, pero los hombres como ellos, más competitivos que cualquier atleta, trabajaban arduamente por ese ínfimo porcentaje, y la diferencia se constreñía en esos casos a lo que había desayunado cada uno o lo que había soñado la noche anterior. Bien, ese grado de competencia era saludable para el equipo en conjunto. Y decididamente poco saludable para aquellos que se enfrentaban a su gente.

Bill Tawney también estaba en su escritorio, analizando la información suministrada sobre los terroristas de la noche anterior. Los austríacos habían iniciado las averiguaciones con la policía federal alemana —la Bundes Kriminal Amt— antes del rescate. Las identidades de Hans Fürchtner y Petra Dortmund fueron confirmadas por huellas digitales y los investigadores de la BKA arremeterían sobre el caso a partir de esa mañana. Para comenzar, rastrearían la identidad de los que habían alquilado el auto que los había llevado a la finca Ostermann, y buscarían la casa donde vivían en Alemania —probablemente en Alemania, recordó Tawney—. Los otros cuatro serían más difíciles de rastrear. Ya les habían tomado las huellas digitales y las estaban comparando en los sistemas computarizados. Tawney coincidía con la suposición inicial de los austríacos, quienes pensaban que los cuatro portalanzas eran oriundos de la ex Alemania Oriental, que aparentemente producía toda clase de aberraciones políticas: comunistas conversos que comenzaban a descubrir las alegrías del nazismo, verdaderos creyentes en el anterior modelo político-económico, y vulgares delincuentes que provocaban verdaderas molestias a la policía alemana.

Pero esto debía tener índole política. Fürchtner y Dortmund eran —habían sido, se corrigió Bill— verdaderos creyentes comunistas durante toda su vida. Se habían criado en la ex Alemania Occidental, en familias de clase media (como toda una generación de terroristas), y habían dedicado toda su vida activa a la perfección socialista o algo por el estilo. Y por eso habían atacado el hogar de un poderoso capitalista… ¿buscando qué?

Tawney recogió una serie de faxes recién llegados de Viena. Durante un interrogatorio de tres horas, Erwin Ostermann le había dicho a la policía que los terroristas buscaban sus «códigos especiales internos» para ingresar al mercado accionario internacional. ¿Existían esas cosas? Probablemente no, pensó Tawney… pero ¿por qué no verificarlo? Levantó el teléfono y marcó el número de un viejo amigo, Martin Cooper, un ex Six que ahora trabajaba en el espantoso edificio de Lloyd’s en el distrito financiero de Londres.

—Cooper —dijo una voz.

—Martin, habla Bill Tawney. ¿Cómo te sientes en esta mañana lluviosa?

—Muy bien, Bill, y tú… ¿qué estás haciendo?

—Todavía sigo trabajando para la reina, viejo. Nuevo empleo, muy secreto, lamentablemente.

—¿En qué puedo ayudarte, viejo?

—En realidad, tengo una pregunta bastante estúpida. ¿Hay códigos internos en el mercado accionario internacional? ¿Códigos especiales y esas cosas?

—Ojalá los hubiera, Bill. Nos facilitarían muchísimo el trabajo —replicó el exjefe de estación de ciudad de México y otros puestos menores del Servicio Secreto de Inteligencia británico—. ¿A qué te refieres exactamente?

—No estoy seguro, pero surgió el tema.

—Bueno, a cierto nivel la gente tiene relaciones personales y con frecuencia intercambia información importante, pero entiendo que te refieres a algo más estructurado. ¿Una especie de red interna de mercado o algo por el estilo?

—Sí, esa es la idea.

—Si existiera, la han mantenido en secreto para todos nosotros, viejo. ¿Conspiración internacional? —bromeó Cooper—. Y, ya sabes, este es un mundillo chismoso. Todo el mundo se mete en los negocios ajenos.

—¿Entonces no existe nada semejante?

—No que yo sepa, Bill. Los desinformados creen que sí, por supuesto, pero en realidad no existe, a menos que hayan sido ellos quienes asesinaron a John Kennedy —agregó Cooper de mala gana.

—Eso mismo pensaba yo, Martin, pero necesitaba verificarlo. Gracias, amigo.

—Bill, ¿tienes alguna idea de quiénes atacaron a Ostermann en Viena?

—Por el momento no. ¿Lo conoces?

—Mi jefe lo conoce. Yo lo vi una vez. Parece un tipo decente… y muy inteligente además.

—Lo único que sé es lo que vi esta mañana por la tele —no era del todo mentira y, en cualquier caso, Martin comprendería.

—Bien, me saco el sombrero ante los que llevaron a cabo el rescate. Me huelen a SAS.

—¿En serio? Bien, no sería para asombrarse, ¿no?

—Supongo que no. Me alegra que hayas llamado, Bill. ¿Qué te parece si vamos a cenar juntos una de estas noches?

—Me encantaría. Te llamaré la próxima vez que vaya a Londres.

—Excelente. Felicitaciones.

Tawney colgó. Aparentemente, Martin se había colocado bien luego de ser despedido de su puesto Six debido a la reducción de personal provocada por el fin de la Guerra Fría. Bueno, era de esperar. Los desinformados creen que sí, pensó Tawney. Sí, tenía sentido. Fürchtner y Dortmund eran comunistas y no podían confiar ni creer en el libre mercado. En su universo, la gente sólo podía enriquecerse engañando, explotando y conspirando con otros de su clase. ¿Y qué significaba eso…?

¿Por qué habían atacado la casa de Erwin Ostermann? Era imposible robarle. No guardaba su dinero en efectivo o en lingotes de oro. El suyo era dinero electrónico, teórico, que existía en la memoria de las computadoras y viajaba por las líneas telefónicas. Y eso era imposible de robar, ¿verdad?

No, lo que tenía un hombre como Ostermann era información, la fuente última del poder, por etérea que fuese. ¿Dortmund y Fürchtner estaban dispuestos a matar para conseguirla? Aparentemente sí, ¿pero eran acaso la clase de gente que podía utilizar esa información? No, imposible, pues de haberlo sido hubieran sabido que aquello que buscaban no existía.

Alguien los contrató, pensó Tawney. Alguien los envió a cumplir esa misión. ¿Pero quién?

¿Y con qué propósito? Esa pregunta era más acertada, y tal vez le proporcionara la respuesta a la primera.

Un momento, se dijo. Si alguien los había contratado para el trabajo, ¿quién era? Obviamente alguien vinculado con la vieja red terrorista, alguien que sabía dónde estaban y a quien ellos conocían y en quien hasta cierto punto confiaban, al menos lo suficiente para arriesgar sus vidas. Pero Fürtchner y Dortmund habían sido comunistas ideológicamente puros. Sus relaciones debían pertenecer al mismo palo, y ciertamente no habrían confiado ni recibido órdenes de alguien de diferente matiz político. ¿Y cómo, si no, hubiera podido esta hipotética persona saber dónde estaban y contactarlos, ganar su confianza y encomendarles una misión fatal en busca de algo que en realidad no existía…?

¿Un funcionario superior?, se preguntó Tawney, exprimiendo su mente para obtener mayor información de la que tenía. Alguien con las mismas inclinaciones o creencias políticas, capaz de darles órdenes, o al menos de motivarlos a hacer algo peligroso.

Necesitaba más información, y utilizaría sus contactos SAS y policiales para conocer todos los avances de la investigación austríaco/alemana. Para empezar, llamó a Whitehall para conseguir la traducción completa de las entrevistas de todos los rehenes. Tawney había sido oficial de inteligencia durante mucho tiempo y empezaba a picarle la nariz.

—No me gustó tu plan de rescate, Ding —dijo Clark en el gran salón de conferencias.

—A mí tampoco, Mr. C., pero sin helicóptero no tuve mucha opción, ¿no le parece? —replicó Chávez con cierto aire de legitimidad—. Pero eso no es lo que más me preocupa.

—¿Y qué es, entonces? —preguntó John.

—Noonan me lo hizo notar. Cada vez que vamos a un lugar, hay muchísima gente en los alrededores… público, periodistas, camarógrafos, curiosos, etc. ¿Qué pasaría si uno de ellos tuviera un teléfono celular y llamara a los chicos malos para decirles lo que está pasando afuera? Muy simple y muy posible, ¿no cree? Estaríamos perdidos… y algunos rehenes también.

—Tendríamos que poder resolverlo de algún modo —dijo Tim Noonan—. Es la manera de funcionar del celular. Emite una señal para informarle a la central que está allí y encendido, de modo tal que los sistemas de computación puedan enviarle las llamadas. OK, podemos conseguir instrumentos para leer esa señal y tal vez para bloquearla… tal vez incluso clonar el celular de los chicos malos, rastrear la llamada y atrapar a los bastardos de afuera, ¿no? Pero necesito ese software, y lo necesito ya.

—¿David? —Clark miró fijamente a David Peled, el genio tecnológico israelí.

—Puede hacerse. Espero que ese tipo de tecnología ya exista en la NSA o en otra parte.

—¿Y en Israel? —preguntó Noonan, no sin suspicacia.

—Bueno… sí, tenemos esa clase de cosas.

—Consígalas —ordenó Clark—. ¿Quiere que llame personalmente a Avi?

—Eso ayudaría bastante.

—De acuerdo, necesito el nombre y las especificaciones del equipo. ¿Es muy difícil entrenar a los operadores?

—No mucho —admitió Peled—. Tim podría hacerlo fácilmente.

Gracias por el voto de confianza, pensó Noonan. La observación del israelí evidentemente no le causaba gracia.

—Volvamos al operativo —ordenó Clark—. ¿En qué estabas pensando, Ding?

Chávez se irguió en la silla. No sólo se estaba defendiendo: también estaba defendiendo a su gente.

—Principalmente en que no quería perder ningún rehén, John. Bellow nos dijo que debíamos tomar a esos dos muy en serio y se acercaba el plazo del ultimátum. OK, la misión es, a mi modesto entender, no perder rehenes. Entonces, cuando nos hicieron saber que querían escapar en helicóptero, todo fue cuestión de darles lo que pedían, con un pequeño extra. Dieter y Homer hicieron su trabajo a la perfección. Lo mismo que Eddie y el resto de los tiradores. Lo más difícil fue el acercamiento de Louis y George a la casa para eliminar al último grupo. Hicieron un buen trabajo ninja y llegaron sin que nadie los viera —prosiguió Chávez, señalando a Loiselle y Tomlinson—. Esa fue la parte más peligrosa de la misión. Los pusimos en un sector iluminado y el camuflaje funcionó. Si los chicos malos hubieran usado NGV, bueno, en ese caso habríamos tenido problemas, pero la iluminación adicional de los árboles (me refiero a los reflectores de la policía local) hubiera funcionado como interferencia. Los NGV fallan bastante si uno les pone luz en el camino. Fue una apuesta —admitió Ding—, pero me pareció mucho mejor eso que ver cómo le volaban la cabeza a un rehén mientras nosotros conversábamos acerca de una posible estrategia en el punto de reunión. Esa es la misión, Mr. C., y yo fui el comandante in situ. Hice lo que creí más conveniente —no añadió que lo más conveniente había funcionado.

—Ya veo. Bien, todos dispararon muy bien, y Loiselle y Tomlinson hicieron muy bien su parte sin ser detectados —dijo Alistair Stanley desde su silla, ubicada frente a la de Clark—. No obstante…

—No obstante, necesitamos helicópteros para casos como este. ¿Cómo diablos se nos pasó por alto esa necesidad? —protestó Chávez.

—Es culpa mía, Domingo —admitió Clark—. Hoy mismo voy a ocuparme de eso.

—No obstante, logramos salir adelante —Ding se desperezó en su silla—. Mis tropas sacaron adelante la misión, John. Con muy mala base, pero logramos hacerlo. La próxima vez, sería mejor que las cosas fueran menos violentas —admitió—. Pero si el doc me dice que los muchachos malos están realmente decididos a matar a alguien, la sola posibilidad pide a gritos una acción decisiva, ¿no les parece?

—Depende de la situación, sí —respondió Stanley.

—¿Qué significa eso, Al? —preguntó Chávez de mal modo—. Necesitamos mejores lineamientos de misión. Necesito que me lo digas con todas las letras. ¿Cuándo debo permitir que maten a un rehén? ¿La edad o el sexo del rehén entran en la ecuación? ¿Y si alguien ataca un jardín de infantes o la maternidad de un hospital? No pretendan que ignoremos factores humanos como estos. OK, entiendo que no pueden hacer planes para cada posibilidad y que, como comandantes de campo, Peter y yo debemos juzgar lo más conveniente en cada caso. Pero mi inalienable posición es impedir la muerte de un rehén si puedo hacerlo. Si eso implica correr riesgos… bueno, es una probabilidad contra una certeza, ¿verdad? En casos como estos uno corre el riesgo, ¿no?

—Dr. Bellow —preguntó Clark—, ¿hasta qué punto confía en su evaluación del estado mental de los terroristas?

—Mucho. Eran experimentados. Habían pensado muy bien la misión y, en mi opinión, estaban decididos a matar rehenes para mostrar su resolución —replicó el psiquiatra.

—¿Entonces o ahora?

—Ahora y entonces —dijo Bellow con seguridad—. Eran dos sociópatas políticos. La vida humana no significa mucho para esa clase de personalidades. Son sólo fichas de póker para apostar sobre la mesa.

—OK, ¿pero qué hubiera pasado si detectaban a Tomlinson y Loiselle acercándose?

—Probablemente habrían matado un rehén, congelando la situación durante unos minutos.

—Y, en ese caso, mi plan era atacar la casa desde el ala este y eliminarlos lo más pronto posible —intervino Chávez—. La mejor estrategia es descender en hilera desde los helicópteros y arrasar el lugar como un tornado de Kansas. Eso también es peligroso —admitió—. Pero no estamos tratando con los tipos más razonables del mundo, ¿no les parece?

A los miembros jerárquicos del Rainbow no les gustaba esa clase de discusión porque les recordaba que, por muy buenos que fueran sus soldados, no eran dioses ni superhombres. Hasta el momento habían enfrentado dos atentados, ambos resueltos sin víctimas civiles. Eso había producido cierta complacencia mental en el comando, posteriormente exacerbada por el hecho de que el Comando 2 había realizado un operativo perfecto en circunstancias tácticas adversas. Entrenaban a sus hombres para ser superhombres, especímenes de perfección olímpica, soberbiamente expertos en el uso de armas y explosivos y, más que nada, mentalmente preparados para la destrucción rápida de vida humana.

Los integrantes del C-2 sentados en torno a la mesa miraban a Clark con expresión neutra y tomaban sus comentarios con notable ecuanimidad porque la noche anterior, aun sabiendo que el plan era osado y peligroso lo habían ejecutado, y estaban comprensiblemente orgullosos de sí mismos por haber hecho algo tan difícil y salvado a los rehenes. Pero Clark estaba cuestionando la capacidad del líder del comando y eso tampoco les gustaba. Para los exmiembros del SAS, la respuesta era tan simple como el antiguo lema de su regimiento: «el que se atreve, gana». Ellos se habían atrevido y habían ganado. Y el marcador indicaba Cristianos diez, Leones cero. El único insatisfecho era el sargento primero Julio Vega. El «Oso» llevaba la ametralladora, arma que no había entrado en juego. Los rifleros estaban muy contentos consigo mismos, igual que los chicos de las armas livianas. Él había estado a pocos metros de Weber, listo para cubrirlo si uno de los malos tenía suerte y lograba escapar. En ese caso, lo hubiera partido en dos con su M-60… ya que Vega era uno de los mejores tiradores de la base. Los demás habían matado y él no había podido jugar. Su conciencia religiosa le remordía un poco por pensar de esa manera, obligándolo a gruñir y suspirar cuando estaba solo.

—Entonces, ¿en qué quedamos? —preguntó Chávez—. ¿Cuáles son nuestros lineamientos estratégicos en caso de que los terroristas estén a punto de matar a un rehén?

—La misión sigue siendo salvar a los rehenes, en cuanto sea posible —replicó Clark luego de pensarlo unos segundos.

—¿Y el líder del comando decide qué es posible y qué no?

—Correcto —confirmó Rainbow Six.

—Entonces estamos de vuelta donde empezamos, John —señaló Ding—. Y eso significa que Peter y yo tenemos toda la responsabilidad… y recibimos todas las críticas si a alguien no le gusta lo que hacemos —hizo una pausa—. Entiendo la responsabilidad que implica ser el comandante en acción, pero sería bueno contar con un respaldo más firme, ¿sabe? Tarde o temprano cometeremos errores allá afuera. Lo sabemos. No nos gusta, pero lo sabemos. De todos modos, quiero decirle aquí y ahora, John, que a mi entender la misión es preservar vidas inocentes, y estoy decidido a cumplirla hasta las últimas consecuencias.

—Estoy de acuerdo con Chávez —dijo Peter Covington—. Esa debe ser nuestra posición definitoria.

—Jamás dije que no lo fuera —dijo Chávez, repentinamente furioso. El problema era que podían presentarse situaciones en las que no fuera posible salvar una vida… pero entrenarse para esas situaciones era difícil, sino directamente imposible, porque todos los atentados terroristas que deberían resolver serían tan diferentes como los terroristas mismos y los lugares escogidos por ellos. Por lo tanto, tenía que confiar en Chávez y Covington. Más allá de eso, podía preparar simulacros que los obligaran a pensar y actuar, con la esperanza de que les sirvieran en la práctica. Era mucho más fácil trabajar para la CIA, pensó Clark. Allí era él quien tomaba la iniciativa y casi siempre elegía el tiempo y el lugar adecuados para actuar. Sin embargo, el Rainbow era un comando reactivo que respondía a la iniciativa ajena. Ese simple hecho lo forzaba a entrenar duramente a sus hombres, de modo tal que la destreza adquirida compensara la desigualdad táctica. Y el método ya había funcionado dos veces. ¿Pero seguiría funcionando?

Para empezar decidió que, de allí en más, un miembro jerárquico de Rainbow acompañara a los comandos para respaldar —o contradecir— in situ las decisiones de los comandantes. Por supuesto que no les gustaría tener un vigilante a sus espaldas, pero no había manera de evitarlo. Dio por terminada la reunión y llamó a Al Stanley a su oficina para exponerle su idea.

—Me parece bien, John. ¿Pero quiénes van a acompañarlos?

—Por el momento, tú y yo.

—Muy bien. Tiene lógica… después de todo tenemos mucho entrenamiento físico y práctica de tiro. Sin embargo, Domingo y Peter podrían sentirse un poco invadidos.

—Los dos saben cumplir órdenes… y acudirán a pedirnos consejo sólo cuando sea necesario. Todo el mundo lo hace. Yo también lo hice cuando tuve la oportunidad —lo cual no había sucedido muy a menudo, aunque John recordaba haber deseado fervientemente que sucediera.

—Estoy de acuerdo con tu propuesta, John —dijo Stanley—. ¿Cuándo escribiremos el pedido?

—Hoy mismo —asintió Clark.