FINANZAS
Era poco común que un europeo trabajara en su casa, pero Ostermann lo hacía. Era un enorme schloss (la traducción literal sería «castillo», aunque en este caso la palabra «palacio» resultaba más adecuada) anteriormente propiedad de un barón, a treinta kilómetros de Viena. A Erwin Ostermann le gustaba su schloss; estaba totalmente a tono con su jerarquía en la comunidad financiera. Era una vivienda de seis mil metros cuadrados divididos en tres pisos, sobre una superficie de mil hectáreas… en su mayoría laderas de montañas que le permitían practicar su pasión por el esquí. En verano dejaba que los granjeros vecinos llevaran a pastorear allí a sus ovejas y sus vacas… como solían hacerlo en el pasado los campesinos feudales para mantener el pasto a una altura razonable. Bien, ahora era más democrático, ¿verdad? Incluso lo ayudaba a aliviar los complejos gravámenes impuestos por el gobierno izquierdista de su país. Y además, quedaba bien.
Sus vehículos personales eran un Mercedes —dos, en realidad— y un Porsche. Este último se correspondía con su espíritu aventurero, cuando decidía bajar a la aldea vecina a beber y comer algo en el impactante Gasthaus. Ostermann era un hombre alto (un metro ochenta y seis centímetros), de regio cabello gris y figura esbelta, que lucía muy bien sobre la grupa de uno de sus caballos árabes… imposible vivir en una casa como esa sin caballos, por supuesto. O cuando asistía a una reunión de negocios enfundado en un traje hecho en Italia o en la Savile Row de Londres. Su oficina del segundo piso había sido la espaciosa biblioteca del propietario original y sus ocho descendientes, pero ahora estaba abarrotada de resplandecientes pantallas de computadoras conectadas con los mercados financieros mundiales.
Luego de un desayuno liviano subió a su oficina, donde tres empleados (dos mujeres y un varón) lo abastecieron con café, masitas e información. La habitación era lo suficientemente amplia para veinte personas. Las paredes revestidas de cedro estaban cubiertas de estantes atestados de libros adquiridos con el schloss, cuyos títulos Ostermann jamás se había tomado el trabajo de examinar. Prefería leer periódicos financieros en vez de literatura, y en su tiempo libre veía películas en su cine privado del subsuelo… exbodega de vinos convenientemente transformada. En conjunto, era un hombre que vivía una vida cómoda y privada en el más cómodo y privado de los ambientes. Sobre su escritorio reposaba la lista de las personas que lo visitarían ese día. Tres banqueros y dos hombres de negocios como él, los primeros para discutir las condiciones de unos préstamos que había pedido para iniciar un nuevo emprendimiento, y los segundos para pedirle consejo sobre las tendencias del mercado. El de por sí voluminoso ego de Ostermann se alimentaba de esos pequeños detalles, y siempre daba la bienvenida a toda clase de huéspedes.
Popov bajó del avión solo y avanzó hacia la salida como un empresario cualquiera, llevando su portafolios con combinación de seguridad y sin nada de metal adentro para evitar que el operador del magnetómetro le ordenara abrirlo y descubriera que estaba repleto de billetes… Verdaderamente, los terroristas le habían arruinado los viajes aéreos a todo el mundo, rumió para sus adentros el exfuncionario de la KGB. Si a alguien se le ocurría mejorar el sistema de escaneo de equipajes —por ejemplo, haciendo que las máquinas contaran la cantidad de dinero que había en el equipaje de mano—, los negocios de mucha gente se verían perjudicados, incluidos los de Popov. Y viajar en tren era tan aburrido.
El intercambio fue bueno. Hans estaba donde habían convenido, sentado, leyendo su Der Spiegel. Vestía la prevista campera de cuero marrón. Inmediatamente detectó a Dimitri Arkadeyevich —con el portafolios negro en la mano izquierda— cruzando el salón con los demás empresarios. Terminó su café y siguió a Popov a unos veinte metros de distancia, girando hacia la izquierda para salir por otra puerta y entrar a la playa de estacionamiento por distinto lugar. Popov giró la cabeza a derecha e izquierda para observar furtivamente los movimientos de Hans. Debía estar tenso. Los tipos como Fürchtner solían caer por una traición, y aunque evidentemente conocía y confiaba en Dimitri, uno sólo podía ser traicionado por alguien de su confianza, hecho reconocido por todos los agentes secretos del mundo. Y aunque Petra y Hans conocían de vista y por reputación a Popov, no podían leer su mente… lo cual, por supuesto, beneficiaba al ruso en este caso. Se permitió sonreír suavemente al entrar al estacionamiento. Dobló a la izquierda, se detuvo fingiendo estar desorientado, y luego miró abiertamente a su alrededor para ver si lo seguían. El coche de Fürchtner, un Volkswagen Golf azul, estaba en una esquina del primer nivel.
—Grüss Gott —dijo, sentándose en el asiento delantero.
—Buen día, Herr Serov —contestó Fürchtner en inglés. Su inglés era estilo estadounidense y sin acento. Debe haber mirado mucha televisión, pensó el ruso.
Marcó la combinación del portafolio, abrió la tapa y lo colocó sobre las rodillas de su secuaz.
—Todo está en orden —aseguró.
—Abultado —comentó el otro.
—Es una suma considerable —admitió Popov.
Recién en ese momento los ojos de Fürchtner se entrecerraron suspicaces. El ruso se sorprendió un poco… hasta que lo pensó mejor. La KGB nunca había sido pródiga en los pagos a sus agentes, y en ese portafolios había dinero suficiente para que dos personas vivieran cómodamente durante varios años en varios países africanos. Comprobó que Hans empezaba a darse cuenta de eso, y que mientras una parte de su ser se sentía feliz de ganar tanto dinero, la otra, más inteligente, se preguntaba de dónde habían salido los billetes. Era mejor no esperar la inevitable pregunta, juzgó Dimitri.
—Ah, sí —dijo tranquilamente—. Como bien sabrás, muchos de mis colegas se han vuelto capitalistas para poder sobrevivir en el nuevo entorno político de mi país. Pero seguimos siendo el Escudo y la Espada del Partido, mi joven amigo. Eso no ha cambiado. Es una ironía que ahora podamos compensar más generosamente a nuestros amigos por los servicios prestados. Resultó ser menos costoso que mantener las casas seguras que conociste y disfrutaste en un pasado no tan lejano. Personalmente, me parece divertido. Como sea, aquí está tu paga, en efectivo y por adelantado, tal como pediste.
—Danke —comentó Fürchtner, contemplando azorado los diez centímetros de profundidad del attaché. Luego lo levantó—. Es pesado.
—Es cierto —coincidió Popov—. Pero podría ser peor. Podría haberte pagado en oro —bromeó para aligerar un poco el momento. Luego decidió abrir el juego—. ¿Te parece demasiado pesado para llevarlo en misión?
—Es una complicación, Iosef Andréyevich.
—Bien, puedo guardártelo y entregártelo cuando concluya la misión. Queda a tu criterio, pero no te lo recomiendo.
—¿Por qué?
—Sinceramente, me pone nervioso viajar con tanto dinero encima. Occidente, bien, ¿qué pasa si me roban? Este dinero es responsabilidad mía —replicó teatralmente.
Fürchtner soltó una carcajada.
—¿Temes que te asalten aquí, en Österreich? Amigo mío, estas ovejas capitalistas son vigiladas de cerca.
—Además, ni siquiera sé a dónde piensan ir después, y francamente no quiero saberlo.
—La República Centroafricana será nuestro último destino. Tenemos un amigo allí, que se graduó en la Universidad Patrice Lumumba en los años sesenta. Vende armas a células progresistas. Nos alojará por un tiempo, hasta que Petra y yo encontremos una casa adecuada.
Debían ser muy valientes o muy imbéciles para haberse decidido por ese país, pensó Popov. No hace mucho lo llamaban Imperio Centroafricano y era gobernado por el «emperador Bokassa I,» excoronel del ejército colonialista francés que en el pasado había esquilmado a esa pobre y pequeña nación. Bokassa había matado para llegar al poder, como tantos jefes de estado africanos, y luego había muerto de muerte natural. Eso decían los diarios, pero uno nunca podía estar seguro, ¿no? Había dejado al país —un pequeño productor de diamantes— en mejores condiciones económicas que el resto del continente negro, aunque no era para tanto. Pero, caramba, ¿quién iba a decir que Hans y Petra terminarían allí un día?
—Bueno, amigo mío, si es lo que deseas… —dijo Popov, palmeando el portafolios todavía abierto sobre las rodillas del alemán.
Hans reflexionó unos minutos en silencio.
—He visto el dinero —concluyó, para manifiesto deleite del ruso. Tomó un fajo de billetes de mil y deslizó el pulgar por el borde como si se tratara de un mazo de naipes antes de ponerlo de vuelta en su lugar. Luego garrapateó una nota y la tiró dentro del portafolios—. Ese es el nombre del tipo. Estaremos con él a partir de… mañana, supongo. ¿Lo tuyo está todo en orden?
—El portaviones estadounidense se encuentra en el Mediterráneo oriental. Libia permitirá que tu avión pase sin interferencias, pero no permitirá el paso a ningún avión de la OTAN que pretenda seguirte. Al contrario, la fuerza aérea libia te seguirá y te perderá por condiciones meteorológicas adversas. Te aconsejo no usar más violencia de la necesaria. La prensa y las presiones diplomáticas tienen en la actualidad mucha más fuerza que en el pasado.
—Ya lo habíamos pensado —le aseguró Hans.
Popov reflexionó brevemente al respecto. Lo asombraría que llegaran a abordar el avión, mucho más que lo llevaran a África. El problema de las «misiones» como esa era que, aunque cada una de las partes se considerara muy cuidadosamente, la cadena no era más fuerte que el más débil de sus eslabones, y la fortaleza de ese eslabón solía ser determinada por otros o, peor aún, por la casualidad. Hans y Petra creían en su filosofía política y, como todos aquellos que creen en su fe religiosa al punto de cometer absurdas locuras, fingían planear la «misión» a través de sus limitados recursos —pensándolo bien, su único recurso era su voluntad de aplicar violencia sobre el mundo; recurso con el que además contaba muchísima gente—, sustituyendo las expectativas por la esperanza y el conocimiento por la fe. Aceptaban las casualidades del azar —uno de sus enemigos más mortíferos— como elementos neutrales, cuando un verdadero profesional intentaría eliminarlas de raíz.
Y por eso su estructura de creencias era en realidad una venda sobre los ojos, o acaso un estallido de fuegos artificiales que les negaba la posibilidad de observar objetivamente un mundo que les había pasado al lado y al que no estaban dispuestos a adaptarse. Pero para Popov lo más significativo era que le permitieran quedarse con el dinero. Él, en cambio, se había adaptado hacía tiempo a las nuevas circunstancias globales.
—¿Estás seguro, mi joven amigo?
—Ja, estoy seguro —Fürchtner cerró el portafolios, modificó la combinación y lo dejó sobre las rodillas de Popov. El ruso aceptó la responsabilidad con la gravedad del caso.
—Lo conservaré con sumo cuidado —hasta llegar a mi banco en Berna. Le tendió la mano—. Buena suerte, y por favor, cuídense mucho.
—Danke. Conseguiremos la información que necesitan.
—Mi sponsor la necesita muchísimo, Hans. Dependemos de ustedes —Popov bajó del coche y enfiló hacia la terminal, donde tomaría un taxi hasta su hotel. Se preguntó cuándo darían el golpe los alemanes. ¿Tal vez hoy? ¿Tan precipitados eran? No, pensó, ellos dirían que eran muy profesionales. Tontos.
El sargento primero Homer Johnston extrajo el cañón de su rifle para examinar el diámetro. Los diez disparos lo habían ensuciado un poco, pero no mucho, y no había daños erosivos en la garganta de la cámara. Supuestamente no debía haberlos hasta haber disparado más de mil ráfagas, y hasta el momento sumaban apenas quinientas cuarenta. No obstante, dentro de una semana empezaría a usar un instrumento de fibra óptica para chequearlo, porque los cartuchos Remington Magnum 7mm levantaban alta temperatura al ser disparados y el calor excesivo quemaba el cañón más rápido de lo que hubiera preferido. Dentro de unos meses tendría que reemplazar el cañón, ejercicio tedioso y notablemente difícil incluso para un artillero experimentado como él. La dificultad radicaba en encajar perfectamente el cañón con el receptor. Además, después era imprescindible disparar cincuenta ráfagas a distancia fija para asegurarse de que los disparos fueran tan certeros como se esperaba. Pero eso sería en el futuro. Johnston asperjó una cantidad moderada de Break-Free en el paño limpiador y lo pasó suavemente por el interior del cañón, de atrás hacia adelante. El paño salió sucio. Johnston lo cambió por otro y repitió la operación seis veces, hasta que el último paño salió totalmente limpio. Con un último paño secó el diámetro del cañón Hart, aunque el solvente limpiador Break-Free había dejado una delgada (de un espesor menor al de una molécula) capa de silicona sobre el acero que lo protegería contra la corrosión sin alterar la tolerancia microscópica del cañón. Una vez terminada satisfactoriamente la tarea, reemplazó el cargador y lo cerró sobre la cámara vacía pulsando el gatillo.
Johnston amaba a su rifle, aunque sorprendentemente no lo había bautizado. Construido por los mismos técnicos que fabricaban rifles periscópicos para el Servicio Secreto de Estados Unidos, era un Remington Magnum calibre 7 mm, con receptor Remington de calidad superior, cañón selectivo Hart y visor telescópico Leupold Gold Ring, todo unido a un espantoso equipo Kevlar… De madera habría sido más bonito, pero la madera se estropeaba con el tiempo, en tanto que el Kevlar era químicamente inerte e inmune a la humedad y al paso del tiempo. Johnston había probado, una vez más, que su rifle podía disparar a un cuarto de minuto de puntería angular, lo cual significaba que podía disparar tres ráfagas consecutivas dentro del diámetro de un níquel a cien yardas de distancia. Algún día, alguien diseñaría un arma láser, pensó Johnston, y tal vez superaría la puntería de su rifle hecho a mano. Pero por lo demás era imbatible. A un alcance de trescientas yardas podía meter tres ráfagas consecutivas en un círculo de cuatro pulgadas… y eso requería algo más que un rifle. Requería medir la velocidad y la dirección del viento para compensar la deflexión del disparo. También implicaba controlar la respiración y la manera de tocar el gatillo doble de dos libras y medio de peso. Una vez terminada la limpieza, Johnston levantó el rifle y lo llevó a su lugar en el armero meteorológicamente controlado. El blanco contra el que había disparado estaba sobre su escritorio.
Homer Johnston lo levantó. Había disparado tres ráfagas a 400 metros, tres a 500, dos a 700 y las últimas dos a 900. Las diez habían acertado en el interior de la cabeza del blanco, lo cual significaba que hubieran sido instantáneamente fatales para un blanco humano. Johnston sólo disparaba cartuchos que él mismo hubiera cargado: la mejor combinación para su rifle eran proyectiles no humosos IMR 4350 grano 63,5 precedidos por balas Sierra grano 175 de punta hueca. La mortífera combinación tardaba 1,7 segundos en darle al blanco a una distancia de 1000 yardas. Era muchísimo tiempo, especialmente si el blanco se movía, pensó el sargento Johnston, pero no había manera de evitarlo. Alguien la apoyó la mano en el hombro.
—Homer —dijo una voz familiar.
—Sí, Dieter —dijo Johnston, sin levantar la vista del blanco. Estaba todo el tiempo «en zona». Qué pena que no fuera temporada de caza.
—Hoy estuviste mejor que yo. El viento te ayudó —era la excusa favorita de Weber. Por ser europeo, conocía muy bien los rifles, pero los rifles eran cosa de estadounidenses… y eso era todo, pensó Homer.
—Sigo pensando que el sistema semiautomático no sirve —las dos ráfagas de Weber a 900 metros eran marginales. Hubieran baldado al blanco sin matarlo, aunque se las consideraba válidas. Johnston era el mejor rifle del Rainbow, incluso mejor que Houston… aunque sólo por la mitad de un pelo de concha en un día bueno, tuvo que admitir Homer para sus adentros.
—Me gusta disparar la segunda ráfaga más rápido que tú —señaló Weber. Punto final de la discusión. Los soldados eran tan leales a sus armas como a sus religiones. El alemán era mucho mejor con su rifle periscópico Walther, pero ese arma no tenía la definición inherente a las de acción rápida y además utilizaba cartuchos menos veloces. Los dos rifleros habían debatido al respecto entre cerveza y cerveza, pero ninguno había modificado un ápice su opinión.
Weber palmeó su cartuchera.
—¿Un poco de pistola, Homer?
—Sí —Johnston se puso de pie—. ¿Por qué no?
Las armas de mano no eran aptas para trabajos serios, pero eran divertidas y no había que pagar las balas. Weber lo aventajaba en armas de mano en aproximadamente un uno por ciento. Camino al polígono se cruzaron con Chávez, Price y los demás, que acababan de salir con sus MP-10 y bromeaban entre ellos. Evidentemente, todos habían tenido un buen día.
—Ach —bostezó Weber—, ¡cualquiera puede disparar a cinco metros!
—Buen día, Dave —Homer saludó al encargado del polígono—. ¿Puedes prepararnos unos cuantos Q?
—Claro, sargento Johnston —replicó Dave Woods, escogiendo dos blancos estilo estadounidense, llamados «blancos Q» porque llevaban una letra Q en el medio, en el lugar del corazón. Luego eligió un tercero para él. Woods, un sargento de colorido bigote perteneciente al regimiento de policía militar del Ejército Británico, era prácticamente imbatible con la Browning 9 mm. Los blancos fueron trasladados a la línea de diez metros y girados mientras los tres sargentos se colocaban los protectores auditivos. Técnicamente Woods era instructor de pistola, pero la calidad de los hombres de Hereford no requería de sus servicios… así que, para entretenerse un poco y perfeccionar sus capacidades, disparaba aproximadamente mil cargadores por semana. Solía practicar con los miembros del Rainbow y desafiarlos a competencias amistosas. Woods era tradicionalista y sostenía la pistola con una sola mano, igual que Weber. Johnston, en cambio, prefería hacerlo con las dos manos. Los blancos se dieron vuelta sin previo aviso y las tres pistolas dispararon contra ellos.
Hans Fürchtner pensó por enésima vez que la casa de Erwin Ostermann era magnífica, perfecta para un arrogante enemigo de clase. La investigación no había revelado linaje aristocrático en el caso del actual propietario de ese schloss, pero indudablemente él se sentía noble aunque no lo fuera. Por ahora, pensó Hans, entrando al camino de grava de dos kilómetros y pasando junto a los jardines y arbustos recortados y dispuestos con precisión geométrica por trabajadores en ese momento invisibles. Detuvo su Mercedes alquilado cerca del palacio y giró a la derecha, como si buscara dónde estacionar. Al llegar a la parte trasera de la mansión vio el helicóptero Sikorsky S-76B que utilizarían más tarde, apoyado sobre la habitual pista de asfalto con un círculo amarillo pintado en el centro. Bien. Dio la vuelta completa al schloss y estacionó a cincuenta metros de la puerta principal.
—¿Estás lista, Petra?
—Ja —Respuesta tensa y definida. Habían pasado varios años desde la última operación y la realidad inmediata era diferente de los planes que habían fraguado durante una semana, estudiando planos y diagramas. Había cosas que no sabían con certeza, como la cantidad exacta de sirvientes de la mansión. Iban caminando hacia la puerta principal cuando llegó un camión de reparto. Las puertas del camión se abrieron intempestivamente y de su interior salieron dos hombres cargados con enormes cajas. Uno de ellos les indicó que subieran los escalones, cosa que hicieron. Hans tocó el timbre. Un segundo después, la puerta se abrió.
—Gutten Tag —dijo Hans—. Tenemos una cita con Herr Ostermann.
—¿Su nombre?
—Bauer. Hans Bauer.
—De la florería —dijo uno de los dos hombres.
—Pasen, por favor. Le avisaré a Herr Ostermann —dijo el mayordomo… o lo que fuera.
—Danke —replicó Fürchtner, indicándole a Petra que lo precediera. Los tipos del reparto entraron en último lugar. El mayordomo cerró la puerta, fue hacia el teléfono y levantó el tubo. Estaba a punto de apretar un botón, pero se detuvo en seco.
—¿Por qué no nos lleva arriba? —preguntó Petra. Le estaba apuntando a la cara con una pistola.
—¿Qué es esto?
—Esto —replicó Petra Dortmund con una afable sonrisa— es mi cita —era una pistola automática Walther P-38.
El mayordomo tragó con dificultad al ver que los tipos del reparto abrían sus cajas, extraían varias ametralladoras livianas y las cargaban frente a él. Uno de ellos abrió la puerta principal e hizo señas. En segundos, entraron otros dos jóvenes armados.
Fürchtner ignoró a los recién llegados y dio unos pasos por el vestíbulo. Las altas paredes —cuatro metros— estaban cubiertas de obras de arte. Renacimiento tardío, pensó, artistas importantes pero no verdaderos maestros. Pinturas inmensas de escenas domésticas con marcos dorados a la hoja, más imponentes que las pinturas mismas. El piso era de mármol blanco con diamantes negros en las juntas, los muebles dorados, de estilo francés. Más específicamente, no había otros siervos a la vista, aunque se escuchaba el zumbido distante de una aspiradora. Fürchtner indicó a los recién llegados que subieran al primer piso, ala oeste. Allí estaba la cocina, donde seguramente habría empleados que controlar.
—¿Dónde está Herr Ostermann? —preguntó Petra.
—No está aquí, él…
La respuesta del mayordomo la obligó a meterle el cañón de la pistola en la boca.
—Su helicóptero y sus automóviles están aquí. Ahora, díganos dónde está.
—Arriba, en la biblioteca.
—Gut. Llévenos allí —ordenó. El mayordomo la miró a los ojos por primera vez y descubrió que eran más intimidantes que el arma que llevaba en la mano. Asintió y enfiló hacia la escalera principal.
La escalera también era dorada, cubierta por una suntuosa alfombra roja bordeada de varillas de bronce. Ostermann era un hombre muy rico, un poderoso capitalista que había hecho su fortuna comprando y vendiendo acciones de diversas corporaciones industriales, sin adquirir jamás ninguna de estas. Un titiritero, pensó Petra Dortmund, una Spinne, una araña… y este era el centro de su tela, y ellos lo habían invadido por decisión propia, y la araña tendría que aprender unas cuantas cosas sobre telas y trampas.
Había más pinturas en la escalera, más grandes que las otras, retratos de hombres, probablemente de los hombres que habían construido y vivido en ese portentoso edificio, ese monumento a la codicia y la explotación humana… Ya odiaba a su propietario por vivir tan bien, con tanta opulencia, proclamando públicamente que era mejor que nadie mientras edificaba su riqueza y explotaba a los pobres trabajadores. En la punta de la escalera había un enorme retrato al óleo del emperador Francisco José, el último de su despreciable linaje, quien había muerto pocos años antes que los aún más odiados Romanov. El mayordomo, ese esclavo del mal, dobló a la derecha y los llevó a un gran salón sin ventanas. Allí había tres personas —un hombre y dos mujeres, mejor vestidos que el mayordomo— frente a sendas computadoras.
—Este es Herr Bauer —dijo el mayordomo con voz temblorosa—. Desea ver a Herr Ostermann.
—¿Tiene una cita? —preguntó la secretaria más vieja.
—Usted nos hará entrar ahora mismo —anunció Petra, blandiendo su pistola. Los tres empleados quedaron inmóviles y miraron a los intrusos, pálidos y boquiabiertos.
La casa de Ostermann tenía varios siglos de antigüedad, pero no era precisamente una antigualla. El secretario —en EE.UU. hubiera sido «asistente ejecutivo»— se llamaba Gerhardt Dengler. Bajo la tapa de su escritorio había un botón de alarma. Lo apretó con fuerza sin dejar de mirar a los intrusos. La señal llegó al panel central del schloss y desde allí a la empresa de seguridad. A veinte kilómetros de allí, los empleados de la estación central respondieron a la señal llamando inmediatamente a la Staatspolizei. Luego, la secretaria llamó al schloss para confirmar el pedido de ayuda.
—¿Puedo contestar? —le preguntó Gerhardt a Petra, ya que ella parecía estar al mando. Petra asintió y el secretario levantó el tubo.
—Oficina de Herr Ostermann.
—Hier ist Traudl —dijo la secretaria de la empresa de seguridad.
—Gutten Tag, Traudl —dijo Gerhardt—. ¿Llama por el caballo? —Era la frase clave para problemas graves, denominada código compulsivo.
—Sí, ¿cuándo nacerá el potrillo? —preguntó la mujer, siguiendo el tren de la conversación para proteger al secretario en caso de que la línea estuviera interferida.
—Faltan unas semanas todavía. Le avisaremos cuando llegue el momento —dijo bruscamente, mirando a Petra y su pistola.
—Danke, Gerhardt. Wiederseh’n —Traudl colgó y llamó al supervisor de vigilancia.
***
—Es por los caballos —le explicó a Petra—. Tenemos una yegua preñada y…
—Silencio —murmuró Petra, indicándole a Hans que se acercara a las puertas dobles de la oficina de Ostermann. Muy bien, pensó. Incluso podrían divertirse un poco. Ostermann estaba detrás de la puerta doble, trabajando como si no pasara nada. Error. Bien, había llegado el momento de que se enterara. Señaló al secretario—. ¿Su nombre es…?
—Dengler —respondió el hombre—. Gerhardt Dengler.
—Háganos pasar, Herr Dengler —sugirió Petra con voz extrañamente infantil.
Gerhardt se levantó de su escritorio y caminó lentamente hacia la puerta doble con la cabeza gacha y movimientos duros, como si tuviera rodillas artificiales. Dortmund y Fürchtner sabían que ese era el efecto de las armas sobre la gente. El secretario giró el picaporte y empujó la puerta, revelando la oficina de Ostermann.
El escritorio inmenso, dorado como el resto del edificio, reposaba sobre una suntuosa alfombra de lana roja. Erwin Ostermann estaba de espaldas a ellos, examinando la pantalla de su computadora.
—¿Herr Ostermann? —dijo Dengler.
—¿Si, Gerhardt? —Respuesta automática del magnate. Al no obtener contestación, hizo girar su sillón de respaldo alto y…
—… ¿Qué es esto? —preguntó, abriendo muy grandes sus ojos azules al ver a los intrusos, y todavía más grandes al ver las armas—. ¿Quiénes…?
—Somos comandos de la Facción Obrera Roja —le informó Fürchtner—. Y usted es nuestro prisionero.
—Pero… ¿qué significa esto?
—Usted saldrá de viaje con nosotros. Si se porta bien no le haremos daño. De lo contrario, usted y los demás serán hombres muertos. ¿Está claro? —preguntó Petra. Para asegurarse, clavó el cañón de su pistola en la sien de Dengler.
Lo que sucedió después podría haber sido el guion de una película. Ostermann giró la cabeza a derecha e izquierda, como buscando algo, probablemente ayuda. Luego volvió a mirar a Hans y Petra y su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad y sorpresa. Eso no podía estar pasándole a él. No allí, no en su propia oficina. Después negó furiosamente los hechos que tenía ante los ojos… y luego, finalmente, llegó el miedo. El proceso duró cinco o seis segundos. Siempre era igual. Petra ya lo había visto antes… pero había olvidado el placer que producía. Ostermann apretó los puños sobre la tapa de cuero de su escritorio y luego se relajó. Su cuerpo acababa de comprender que estaba indefenso. Pronto empezaría a temblar, según cuánto coraje tuviera. Probablemente poco. Parecía alto, incluso sentado, delgado… incluso noble con su camisa de seda blanca y su corbata a rayas. El traje era obviamente caro, probablemente de seda italiana, hecho a medida. Bajo el escritorio habría un par de zapatos también hechos a medida, lustrados por un sirviente. A sus espaldas, las líneas de información accionaria ascendían en la pantalla de la computadora. Allí estaba Ostermann, en el centro de su red, y apenas un minuto antes se sentía cómodo, invencible, amo de su destino, moviendo dinero en todo el mundo, aumentando su fortuna. Bueno, dejaría de disfrutar de esos placeres por un tiempo… probablemente para siempre, aunque Petra no tenía la intención de decírselo hasta el último segundo… para poder contemplar hasta saciarse el shock y el espanto de su noble rostro antes de que sus ojos quedaran vacíos.
Había olvidado la alegría salvaje del poder que tenía entre manos. ¿Cómo había hecho para pasar tanto tiempo sin disfrutarla?
El primer patrullero en llegar a la escena estaba a sólo cinco kilómetros cuando recibió la llamada. Cambiar de dirección y volar al schloss le había demandado apenas tres minutos. Ahora estaba estacionado detrás de un árbol, casi totalmente invisible desde la casa.
—Veo un auto y un camión de reparto —le informó a su capitán en la estación de policía—. No hay movimiento. Por el momento nada más.
—Muy bien —replicó el capitán—. No haga nada e infórmeme en seguida ante cualquier novedad. Estaré allí en unos minutos.
—Entendido. Ende.
El capitán recolocó el micrófono. Se dirigía al teatro de operaciones en su Audi, completamente solo. Había visto a Ostermann una vez, en una función oficial en Viena. Sólo habían intercambiado un apretón de manos y unas palabras casuales, pero recordaba su aspecto y conocía su reputación de individuo rico y con conciencia cívica, fiel devoto y patrono monetario de la ópera… y del hospital de niños… ¿no? Sí, por eso habían organizado una recepción en el ayuntamiento. Ostermann era viudo, su primera esposa había muerto de cáncer ovárico cinco años atrás. Corrían rumores de que su nuevo interés en la vida se llamaba Ursel von Prinze, una adorable morena de familia linajuda. Eso era lo raro de Ostermann. Vivía como un miembro de la nobleza pero tenía raíces humildes. Su padre había sido… ingeniero, en el ferrocarril estatal, ¿no? Sí, así era. Y por eso algunas familias nobles lo miraban con desdén y, para evitarlo, compraba respetabilidad social con sus obras de caridad y asistiendo a funciones de ópera. A pesar del esplendor de su hogar, vivía modestamente. No tenía diversiones lujosas. Era un hombre sereno y modesto… y muy inteligente, según decían. Pero ahora, según la empresa de seguridad, había intrusos en su casa. Eso pensaba el capitán Willi Altmark al girar por última vez y contemplar el schloss de Ostermann en toda su grandeza. Repasó los detalles esenciales. Estructura grande… tal vez cuatrocientos metros de pasto raso entre la casa y los árboles más próximos. Malo, malo. Sería muy difícil acercarse al edificio sin ser visto. Estacionó su Audi junto al patrullero y bajó con un par de binoculares.
—Capitán —dijo el primer oficial a modo de saludo.
—¿Pudo ver algo?
—No hay movimiento. Ni siquiera una cortina.
Altmark escaneó el edificio con sus binoculares y avisó por radio a todas las unidades en camino que se acercaran lenta y silenciosamente para no alertar a los criminales. Luego recibió un radiollamado de su superior, quien le pidió una evaluación de la situación.
—Probablemente sea un trabajo para los militares —respondió Altmark—. Por el momento no sabemos nada. Puedo ver un automóvil y un camión. Nada más. Ni siquiera un jardinero. Nada. Pero sólo alcanzo a ver dos paredes, y nada detrás de la casa principal. En cuanto lleguen las unidades de refuerzo conoceremos las condiciones del perímetro.
—Ja. Asegúrese de que no nos vean —le ordenó el comisionado al capitán, sin necesidad.
—Sí, por supuesto.
Adentro, Ostermann seguía clavado a su silla. Se tomó un momento para cerrar los ojos, agradeciendo a Dios que Ursel estuviera en Londres en ese momento. Había volado en su jet privado para hacer compras y visitar amigos. Esperaba reunirse con ella al día siguiente… y ahora se preguntaba si volvería a ver a su novia. Dos veces lo habían abordado consultores de seguridad: un austríaco y un británico. Ambos lo habían desasnado sobre los peligros implícitos de ser públicamente rico y le habían dicho que por una modesta suma, menos de 500 000 libras anuales, podrían mejorar notablemente su seguridad personal. El británico le había explicado que todos sus hombres eran veteranos del SAS; el austríaco sólo empleaba alemanes, exintegrantes del GSG-9. Pero no había creído necesario contratar comandos armados que lo acompañaran a todas partes como si fuera un jefe de estado, ocupando el espacio y apoltronándose en los sillones como… como guardaespaldas, pensó Ostermann. Como financista que era había perdido muchas oportunidades interesantes, pero esta…
—¿Qué quieren de mí?
—Queremos sus códigos personales de acceso a la red financiera internacional —dijo Fürchtner, un tanto sorprendido por la expresión confusa de Ostermann.
—¿A qué se refiere?
—A los códigos de acceso a computadoras que le informan lo que está pasando.
—Pero esos códigos son públicos. Cualquiera puede acceder a ellos —objetó Ostermann.
—Sí, claro que lo son. Por eso todos tienen casas como esta —siseó burlonamente Petra.
—Herr Ostermann —dijo Hans pacientemente—. Sabemos que existe una red especial para gente como usted. Esa red le permite sacar ventaja de ciertas condiciones del mercado y redunda en beneficios para usted. ¿Cree que somos idiotas?
El miedo que transformó el rostro del financista hizo reír a los delincuentes. Sí, sabían lo que supuestamente no debían saber, y sabían que podían obligarlo a entregar la información. El rostro de Ostermann expresaba fielmente sus pensamientos. Miserable.
Oh, Dios mío, creen que tengo acceso a algo que no existe, y jamás podré convencerlos de lo contrario.
—Sabemos cómo opera la gente como usted —le aseguró Petra, confirmando en el acto sus temores—. Ustedes, los capitalistas, comparten información y manipulan sus «libres» mercados para satisfacer su insaciable codicia. Bueno, tendrá que compartir el secreto con nosotros… o morirá, junto con sus esbirros —blandió la pistola en dirección a la oficina de al lado.
—Ya veo —la cara de Ostermann estaba tan pálida como su blanca camisa Turnbull & Asser. Miró la recepción. Gerhardt Dengler estaba allí, con las manos encima del escritorio. ¿Acaso no tenía un sistema de alarma? No podía recordarlo, su mente corría a toda velocidad a través de la avalancha de datos que había interrumpido tan brutalmente su día.
La primera orden policial fue verificar los números de patente de los vehículos estacionados cerca de la casa. El automóvil era alquilado. Las chapas del camión habían sido robadas dos días antes. Un equipo de detectives iría inmediatamente a la agencia de automóviles para hacer averiguaciones. Acto seguido, llamaron a uno de los socios comerciales de Herr Ostermann. La policía necesitaba saber cuántos empleados domésticos y administrativos había en el edificio. El capitán Altmark supuso que demorarían una hora en conseguir todos los datos. Ahora tenía tres patrulleros adicionales bajo sus órdenes. Uno de ellos dio la vuelta a la propiedad para que los dos oficiales a bordo pudieran estacionar y entrar a pie por la parte de atrás. Veinte minutos después de llegar a la escena, tenía el perímetro. Lo primero que supo fue que Ostermann era dueño de un helicóptero estacionado detrás de la casa. Se trataba de un Sikorsky S-76B de fabricación estadounidense, con capacidad para dos tripulantes y un máximo de trece pasajeros… esa información le permitió conocer la cantidad de posibles rehenes y criminales a trasladar. El helipuerto estaba a doscientos metros de la casa. Altmark lo tuvo muy en cuenta. Era casi seguro que los criminales querrían utilizar el helicóptero para huir. Desafortunadamente el helipuerto estaba a trescientos metros de la hilera de árboles. Eso significaba que necesitarían rifleros excepcionales, pero su equipo contaba con ellos.
Poco después de recibir la información sobre el helicóptero, uno de sus hombres contactó a los tripulantes. Uno de ellos estaba en su casa, y el otro en el Aeropuerto Internacional Schwechat revisando papeles con el representante de la fábrica para hacer modificaciones en la nave. Buenísimo, pensó Willi Altmark, por el momento el helicóptero no iría a ninguna parte. Pero para entonces la noticia del ataque contra la mansión de Erwin Ostermann había llegado a los niveles superiores del gobierno, y Altmark recibió un sorprendente radiollamado del jefe de la Staatspolizei.
El vuelo no se demoró por culpa de ellos. Cuando el 737 comenzó a moverse, Chávez ajustó su cinturón de seguridad y se dedicó a estudiar los informes preliminares con Eddie Price. Apenas alcanzaron la altura necesaria, Price conectó su computadora portátil con el sistema telefónico del avión. Inmediatamente apareció un diagrama en la pantalla, titulado Schloss Ostermann.
—¿Y? ¿Quién es este tipo? —preguntó Chávez.
—En seguida lo sabremos, señor —replicó Price—. Un prestamista, aparentemente, bastante rico, amigo del primer ministro de su país. Supongo que eso explica nuestra participación en el caso.
—Sí —coincidió Chávez. Pero pensó Dos al hilo para el Comando 2. Tardarían poco más de una hora en llegar a Viena, pensó luego, mirando su reloj. Un atentado terrorista ya era bastante excepcional, pero dos seguidos… era demasiado. No era que hubiera reglas al respecto, claro, y si las hubiera, esos miserables ya las habrían violado. Pero… pero no era momento de pensar en esas cosas. Chávez estudió la información que iba apareciendo en la pantalla de Price y empezó a preguntarse cómo moverse en la nueva situación. Sus hombres habían ocupado un bloque de asientos económicos y se dedicaban a leer libros de bolsillo. Apenas hablaban del trabajo que los esperaba… porque, a decir verdad, sólo conocían el destino del vuelo.
—Es un perímetro demasiado grande para nosotros —observó Price luego de unos minutos.
—¿Sabemos algo sobre la oposición? —preguntó Ding, maravillándose por la rapidez con que había adoptado el léxico británico. ¿Oposición? Tendría que haber dicho muchachos malos.
—Nada —replicó Eddie—. Cero identificación. Tampoco sabemos cuántos son.
—Grandioso —comentó Chávez, sin apartar los ojos de la pantalla.
Habían intervenido los teléfonos. Altmark lo había comprobado temprano. Las llamadas desde afuera recibían señal de ocupado y las llamadas hacia afuera serían grabadas en la central telefónica… pero no habían hecho ninguna, lo cual indicaba que todos los criminales estaban adentro, dado que no buscaban ayuda externa. También podían estar usando teléfonos celulares, por supuesto, y no tenía el equipo adecuado para interceptarlos, aunque sí había intervenido las tres cuentas celulares de Ostermann.
La Staatspolizei tenía ahora treinta oficiales en el teatro de operaciones y un perímetro cubierto y puntuado por un acorazado de cuatro ruedas oculto entre los árboles. Habían impedido el ingreso de un camión del correo, pero ningún otro vehículo había intentado ingresar a la propiedad. Por tratarse de un hombre tan rico, Ostermann llevaba una vida tranquila y poco ostentosa, pensó el capitán. Él esperaba un desfile constante de vehículos.
—¿Hans?
—¿Sí, Petra?
—Los teléfonos no están sonando. Hace tiempo que estamos aquí y los teléfonos no han sonado.
—Hago la mayor parte de mi trabajo por computadora —dijo Ostermann. Él también lo había notado. ¿Gerhardt habría pulsado la alarma? Si lo había hecho, ¿era conveniente? No tenía manera de saberlo. Ostermann había bromeado muchas veces sobre lo riesgoso de su profesión, sobre el peligro de cada paso que daba, porque otros intentarían robarle hasta los huesos si tenían la ocasión… pero jamás habían amenazado su vida ni apuntado un arma contra él o un miembro de su equipo. Utilizó lo que le quedaba de objetividad para comprender que ese era un nuevo y peligroso aspecto del mundo que jamás había considerado, del que sabía muy poco, y contra el que no podía defenderse. Por el momento, su único talento útil era su habilidad para leer los rostros y las mentes. Y aunque jamás había conocido a nadie vagamente parecido al hombre o a la mujer que tenía frente a él, vio lo suficiente como para sentir más miedo que nunca en toda su vida. El hombre, y la mujer más aún, estaban dispuestos a matarlo sin el menor remordimiento de conciencia y con la misma emoción que el propio Ostermann demostraba cuando se alzaba con un millón de dólares estadounidenses. ¿Acaso no sabían que su vida tenía valor? ¿Acaso no sabían que…?
… No, comprendió Erwin Ostermann, no lo sabían. No lo sabían y no les importaba. Peor aún, lo que creían saber no era cierto, y él no tendría manera de convencerlos de lo contrario.
Luego, finalmente, sonó el teléfono, La mujer le indicó que atendiera.
—Hier ist Ostermann —dijo levantando el receptor. Fürchtner hizo lo mismo en otro aparato.
—Herr Ostermann, soy el capitán Wilhelm Altmark de la Staatspolizei. Entiendo que tiene invitados.
—Sí, capitán —respondió el magnate.
—¿Podría hablar con ellos, por favor? —Ostermann se limitó a mirar a Fürchtner.
—Te tomaste tu tiempo, Altmark —dijo Hans—. Dime, ¿cómo nos descubriste?
—Yo no te preguntaré sobre tus secretos y tú no me preguntarás sobre los míos —replicó fríamente el capitán—. Me gustaría saber quién eres y qué buscas.
—Soy el comandante Wolfgang de la Facción Obrera Roja.
—¿Y qué quieres?
—Queremos la excarcelación de nuestros amigos presos en distintas cárceles y transporte hasta Schwechat. Exigimos un avión con capacidad superior a los cinco mil kilómetros y una tripulación internacional para llegar a un destino que daremos a conocer cuando abordemos el avión. Si no tenemos lo que pedimos antes de medianoche, empezaremos a matar a algunos de nuestros… nuestros huéspedes, aquí en Schloss Ostermann.
—Ya veo. ¿Tienes la lista de los prisioneros cuya liberación exigen?
Hans tapó la bocina con una mano y extendió la otra.
—Petra, la lista —la mujer se la entregó. Ninguno esperaba cooperación seria en este tema, pero era parte del juego y había que respetar las reglas. En el camino habían decidido matar un rehén, quizá dos, antes de salir rumbo al aeropuerto. El primero en morir sería Gerhardt Dengler, pensó Hans. Luego, una de las secretarias. Ni él ni Petra querían matar miembros del personal doméstico ya que eran trabajadores auténticos y no lacayos del capitalismo como los empleados administrativos—. Sí, aquí tengo la lista, capitán Altmark…
—OK —dijo Price—, tenemos una lista de gente que supuestamente debemos liberar —giró la computadora para que Chávez pudiera verla.
—Los sospechosos de siempre. ¿Eso nos dice algo, Eddie?
Price negó con la cabeza.
—Probablemente no. Esos nombres se pueden sacar del diario.
—¿Entonces por qué lo hacen?
—El Dr. Bellow le explicará que tienen que hacerlo para mostrar solidaridad hacia sus compatriotas, cuando en realidad son sociópatas que no ven más allá de su propio ombligo —Price se encogió de hombros—. El cricket tiene sus reglas. El terrorismo también y… —El capitán de la aerolínea interrumpió la revelación para anunciar el aterrizaje.
—El show está por comenzar, Eddie.
—Así parece, Ding.
—Entonces, ¿esto es una pura mentira solidaria? —preguntó Ding, palmeando la pantalla.
—Probablemente sí.
Price desconectó la computadora de la línea telefónica, salvó sus archivos y cerró la laptop. Doce filas de asientos atrás, Tim Noonan hizo lo propio. Todos los miembros del Comando 2 pusieron su mejor cara de póker mientras el 737 de British Airways iniciaba el descenso en Viena. Alguien había llamado a alguien para avisarle. El avión carreteó rápidamente hasta la puerta asignada y Chávez vio por la ventana un vehículo portaequipajes rodeado de policías esperándolos en la terminal.
No fue un acontecimiento invisible. El control de la torre advirtió la llegada: pocos minutos antes un Sabena que debía aterrizar antes que el avión de British recibió la orden de esperar, y un funcionario jerárquico se hizo presente en la torre para interesarse por el vuelo británico. Además, había un segundo y absolutamente innecesario vehículo portaequipaje con dos patrulleros cerca de la puerta A-4. ¿A qué se debería tanto alboroto?, se preguntó el control. Averiguarlo no le exigiría mucho esfuerzo. Incluso tenía un par de binoculares Zeiss.
***
La azafata no había recibido orden de facilitar el rápido descenso de los miembros del Comando 2, pero sospechaba que había algo extraño en torno a ellos. No figuraban en su lista computarizada y eran más corteses que el viajero de negocios promedio. Su aspecto no tenía nada de particular, excepto que todos estaban en excelente estado físico y habían llegado en grupo y ocupado sus asientos de manera singularmente ordenada. Al abrir la puerta del avión vio un policía uniformado esperando, que no sonrió ni habló mientras salían los pasajeros. Tres pasajeros de primera clase se detuvieron al salir del avión, hablaron con el policía y se dirigieron a la escalera de servicio. Siendo fanática de las novelas de suspenso y misterio, la azafata pensó que valía la pena seguir mirando para averiguar si alguien más los seguía. Eran trece en total, todos los pasajeros que habían llegado a último momento. Los miró a la cara, y la mayoría le sonrieron al pasar junto a ella. Casi todos eran atractivos… más que eso, viriles. Sus expresiones irradiaban confianza, y algo más, algo conservador y secreto.
—Au revoir, señora —dijo el último en salir, mirándola de arriba abajo y dedicándole una encantadora sonrisa gala.
—Por Dios, Louis —se quejó una voz estadounidense desde la puerta—. No puedes parar ni un segundo, ¿no?
—¿Acaso es un crimen mirar mujeres hermosas, George? —preguntó Loiselle guiñando el ojo.
—Supongo que no. Tal vez volvamos a verla —concedió el sargento Tomlinson. Era bella, pero Tomlinson estaba casado y tenía cuatro hijos. Louis Loiselle era incansable con las mujeres. Tal vez porque era francés, pensó el estadounidense. El resto del comando los estaba esperando. Noonan y Steve Lincoln supervisaban el traslado del equipaje.
Tres minutos después, el Comando 2 estaba a bordo de un par de camionetas con escolta policial. El control de la torre, cuyo hermano era periodista de policiales en un diario local, advirtió este nuevo movimiento. El policía que había subido a la torre salió luego de murmurar un escueto danke a los controles.
Veinte minutos después, las camionetas se detuvieron frente a la entrada principal del Schloss Ostermann. Chávez se acercó al oficial de mayor rango.
—Hola, soy el mayor Chávez. Ellos son el Dr. Bellow y el sargento mayor Price —dijo, sorprendido al recibir el saludo del…
—Capitán Wilhelm Altmark.
—¿Qué sabemos?
—Sabemos que hay dos criminales adentro, probablemente más, pero desconocemos la cantidad. ¿Conoce sus exigencias?
—Traslado en avión con destino desconocido. ¿Último plazo medianoche?
—Correcto, sin cambios desde hace una hora.
—Una cosa más. ¿Cómo los trasladaremos al aeropuerto?
—Herr Ostermann tiene un helicóptero privado con helipuerto a doscientos metros de la casa.
—¿Tripulación?
—Allá están —señaló Altmark—. Nuestros amigos todavía no pidieron el vuelo, pero nos parece el mejor método de traslado.
—¿Quién habló con ellos? —preguntó Bellow.
—Yo —respondió Altmark.
—OK. Tenemos que hablar, capitán.
Chávez fue a la camioneta para cambiarse junto al resto del comando. Para esta misión nocturna —el Sol se estaba poniendo— no usarían uniformes negros sino verdes moteados sobre el equipo protector. Las armas estaban listas y cargadas, con los selectores en posición SAFE. Diez minutos después, todos los miembros del C-2 se hallaban junto a la hilera de árboles, escaneando el edificio con sus binoculares.
—Supongo que deben estar por la derecha —observó Homer Johnston—. Hay demasiadas ventanas, Dieter.
—Ja —murmuró el riflero alemán.
—¿Dónde nos quiere, jefe? —le preguntó Homer a Chávez.
—Lejos, a ambos lados, fuego cruzado sobre el helipuerto. Vayan ya mismo, muchachos, y cuando estén en sus puestos avísenme por radio. Conocen el paño.
—Apenas veamos algo le avisaremos, Herr mayor —confirmó Weber. Los dos rifleros recogieron sus armas y avanzaron hacia los patrulleros.
—¿Tenemos un plano de la casa? —le preguntó Chávez a Altmark.
—¿Plano? —preguntó el policía austríaco.
—Diagrama, mapa, lo que sea —explicó Ding.
—Ach, sí, por aquí —Altmark lo llevó a su auto. El capot estaba cubierto de planos—. Aquí está. Cuarenta y seis habitaciones, sin contar los subsuelos.
—Carajo —reaccionó Chávez—. ¿Hay más de un subsuelo?
—Tres. Dos bajo el ala oeste: bodega y freezer. El del ala este no se usa. Las puertas podrían estar clausuradas. Bajo el sector central no hay subsuelo. El schloss fue construido a fines del siglo XVIII. Las paredes exteriores y algunas paredes interiores son de piedra.
—Carajo, es un castillo de verdad —observó Chávez.
—Ese es el significado de la palabra schloss, Herr mayor —le informó Altmark.
—¿Doc?
Bellow se acercó en seguida.
—Por lo que me dice el capitán Altmark, hasta el momento se han comportado como verdaderos hombres de negocios. Nada de amenazas histéricas. Dieron un ultimátum —antes de medianoche— para su traslado al aeropuerto. De lo contrario, empezarán a matar rehenes. Hablan alemán, con acento alemán, ¿no, capitán?
Altmark asintió.
—Ja. Son alemanes, no austríacos. Sólo tenemos un nombre: Herr Wolfgang… generalmente es un nombre cristiano y no un apellido en nuestro idioma, y no conocemos ningún terrorista con ese nombre o seudónimo. También dijo pertenecer a la Facción Obrera Roja, pero no conocemos ninguna organización terrorista llamada así.
Rainbow tampoco la conocía.
—Entonces, ¿sabemos poco y nada? —le preguntó Chávez a Bellow.
—Muy poco, Ding. OK —prosiguió el psiquiatra—. Veamos qué significa eso. Significa que planean sobrevivir al atentado. Significa que son negociantes serios. Si amenazan hacer algo, intentarán cumplir su palabra por todos los medios. Todavía no mataron a nadie, eso significa que son muy inteligentes. Hasta el momento no plantearon nuevas exigencias, pero pronto lo harán…
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Altmark. La falta de exigencias lo sorprendía particularmente.
—Cuando oscurezca volverán a hablar con nosotros. ¿Ve que no han encendido ninguna luz en el interior del edificio?
—Sí, ¿y eso por qué?
—Porque piensan que la oscuridad es su mejor amiga. Eso significa que intentarán valerse de ella. Además, está el ultimátum de medianoche. Cuando oscurezca, estaremos más cerca del límite.
—Esta noche hay luna llena —observó Price—. Y casi no se ven nubes.
—Sí —comentó Ding, mirando el cielo con el ceño fruncido—. Capitán, ¿puede prestarnos reflectores?
—El departamento de incendios debe tener —dijo Altmark.
—¿Podría ordenarles que los traigan inmediatamente?
—Ja… Herr Doktor?
—¿Sí?
—Dijeron que si no les dábamos lo que pedían empezarían a matar rehenes a partir de la medianoche. ¿Usted cree que…?
—Sí, capitán, debemos tomar en serio esa amenaza. Como dije, estos individuos actúan seriamente. Están bien entrenados y tienen disciplina. Podemos sacar ventaja de eso.
—¿Cómo? —preguntó Altmark. Ding respondió.
—Les daremos lo que piden, los dejaremos creer que tienen el control de la situación… hasta que llegue el momento de tomar nosotros el control. Alimentaremos el orgullo y el ego de esos bastardos mientras tengamos que hacerlo, y luego, más tarde, dejaremos de hacerlo cuando nos convenga.
El personal doméstico de la mansión Ostermann estaba alimentando los cuerpos y los egos de los terroristas. Los emparedados preparados bajo la supervisión del equipo de Fürchtner fueron servidos por un grupo de sirvientes muertos de miedo. Como era de prever, los empleados de Ostermann habían perdido el apetito. No así sus invitados.
Hans y Petra pensaban que las cosas marchaban bien hasta el momento. Tenían al rehén principal y sus lacayos bajo control en el mismo cuarto, con fácil acceso al baño privado de Ostermann. Los rehenes necesitaban vaciar sus intestinos y vejigas de vez en cuando, y no tenía sentido negarles tan merecido alivio. De otro modo, perderían la dignidad y comenzarían a desesperarse. No era prudente llegar a ese extremo. La gente desesperada hacía tonterías, y lo que Hans y Petra necesitaban era controlar cada acción de sus rehenes.
Gerhardt Dengler estaba sentado en una silla frente al escritorio de su empleador. Sabía que había llamado a la policía e, igual que su jefe, empezaba a preguntarse si sería o no contraproducente. Dentro de un par de años estaría en condiciones de iniciar su propio negocio, probablemente con la bendición de Ostermann. Había aprendido mucho de su jefe, tal como suele aprender la mano derecha de un general del ejército. Aunque él podría establecerse por su cuenta mucho más rápido y con mayor seguridad que un joven militar… ¿Qué le debía a ese hombre? ¿Qué se requería de él? Dengler estaba tan poco preparado para esa situación como Herr Ostermann, pero era más joven, tenía mejor estado físico…
Una de las secretarias lloraba en silencio: lágrimas de miedo y furia bañaban sus mejillas. Le resultaba intolerable ver su cómoda vida perturbada tan cruelmente. ¿Qué les pasaba a esos dos, que creían poder invadir la existencia de personas comunes y amenazarlas de muerte? ¿Y qué podía hacer ella para defenderse? La respuesta era… nada. Estaba preparada para atender emergencias, procesar voluminosos archivos de información, rastrear el dinero de Herr Ostermann con tal habilidad que probablemente era la secretaria mejor paga del país. Porque Herr Ostermann era un patrón generoso y siempre tenía una palabra amable para sus empleados. Los había ayudado —a ella y a su marido, maestro mayor de obras— con sus inversiones, a tal punto que pronto serían millonarios por derecho propio. Estaba con él desde mucho antes que su primera esposa muriera de cáncer, lo había visto sufrir a causa de eso sin poder hacer nada para aliviar el espantoso dolor, y luego se había alegrado con la aparición de Ursel von Prinze, la mujer que le había devuelto la sonrisa a Herr Ostermann…
Quiénes eran esos dos que los miraban como si fueran objetos, armados hasta los dientes como en las películas… excepto que ella, Gerhardt y los demás tenían papeles secundarios. No podían ir a la cocina a buscar cerveza y pretzels. Sólo podían vivir el drama hasta el final. Por eso lloraba en silencio, indefensa, bajo la mirada despectiva de Petra Dortmund.
Homer Johnston vestía su traje de guía, un complejo atuendo tipo overol hecho de andrajos cosidos sobre una matriz de malla, cuyo propósito era hacerlo parecer un arbusto o una pila de hojas o un montón de tierra… cualquier cosa menos un hombre con un rifle. El rifle estaba instalado en su trípode, con las alas de los lentes anterior y posterior de la mira telescópica levantadas. Había elegido un buen lugar al este del helipuerto, que le permitiría cubrir la distancia completa entre el helicóptero y la casa. Su medidor de alcance láser indicaba que se encontraba a 216 metros de una puerta situada en la parte de atrás de la casa y a 147 metros de la portezuela izquierda delantera del helicóptero. Estaba acostado boca abajo en un sector seco del bello jardín, bajo las sombras prolongadas de los árboles cercanos. El aire estaba impregnado de olor a caballos y le recordaba su infancia en el noroeste estadounidense. OK. Activó el micrófono de su radio.
—Guía, Rifle Dos-Uno.
—Rifle Dos-Uno, Guía.
—Posicionado y preparado. No veo movimiento en la casa por ahora.
—Rifle Dos-Dos, posicionado y preparado, tampoco veo movimiento —reportó el sargento Weber desde su puesto, a doscientos cincuenta y seis metros de Johnston. Homer giró para ver la posición de Dieter. Su equivalente alemán había elegido un buen lugar.
—Achtung —llamó una voz a sus espaldas. Johnston se dio vuelta y vio que se acercaba un policía austríaco, casi gateando sobre la hierba—. Hier —dijo, entregándole unas fotos y retirándose rápidamente. Johnston les echó un vistazo. Buenísimo, fotos de los rehenes… pero ninguna de los muchachos malos. Bien, al menos sabía a quién no dispararle. Dejó el rifle a un costado, alzó sus binoculares pintados de verde y comenzó a escanear la casa lenta y regularmente, de izquierda a derecha y viceversa.
—¿Dieter? —dijo por radio directo.
—¿Sí, Homer?
—¿Te llevaron las fotos?
—Sí, aquí las tengo.
—No hay luz adentro…
—Ja, nuestros amigos se conducen con inteligencia.
—Supongo que dentro de media hora tendremos que usar los NGV.
—Estoy de acuerdo contigo, Homer.
Johnston gruñó y revisó el bolso que había llevado junto con la caja del rifle y el rifle de 10 000 dólares. Luego volvió a escanear el edificio, pacientemente, como un rastreador de ciervos de montaña en busca de un ejemplar sin cuernos… una idea feliz tratándose de un cazador de toda la vida… el sabor de la carne, especialmente cocida en una enorme fogata a cielo abierto… un poco de café en un jarro azul esmaltado… y la charla posterior a toda cacería exitosa… Bueno, en este caso no podrás comerte tus presas, Homer, dijo para sus adentros, y retomó su paciente rutina. Metió la mano en el bolsillo: quería masticar un poco de charqui.
Eddie Price encendió su pipa en el rincón más apartado de la finca. No era tan grande como el palacio de Kensington, pero sí más bella. La sola idea lo perturbó. Habían hablado mucho de eso durante su época en SAS. Qué pasaría si los terroristas —generalmente pensaban en el PIRA o el INLA irlandeses— atacaban una de las residencias reales… o el mismísimo palacio de Westminster. El SAS había recorrido de arriba abajo y más de una vez los edificios en cuestión para tener una idea más concreta de la disposición, los sistemas de seguridad y los posibles problemas… especialmente luego de que un lunático había entrado al palacio de Buckingham en la década del 80 y llegado al dormitorio de la reina. ¡Todavía le daba escalofríos pensarlo!
La breve ensoñación se evaporó. Ahora debía ocuparse del Schloss Ostermann, recordó Price. Volvió a estudiar los planos.
—El interior es de pesadilla, Ding —dijo finalmente.
—Es verdad. Todos los pisos son de madera, probablemente crujirán como leños, y está lleno de escondites para los muchachos malos. Vamos a necesitar un helicóptero si queremos salir bien parados —pero no tenían un helicóptero. Tendría que hablar con Clark al respecto. El Rainbow no estaba del todo bien pensado. Muchas cosas se habían resuelto demasiado rápido. Necesitaban un helicóptero y tripulantes entrenados en más de un tipo de aeronave, porque no tenían manera de saber qué máquinas utilizarían en cada nación implicada—. ¿Doc? —preguntó, dándose vuelta.
Bellow se acercó a ellos.
—¿Sí, Ding?
—Estoy empezando a pensar en dejarlos salir, hacerlos caminar hasta el helicóptero detrás de la casa, y atraparlos allí en lugar de irrumpir.
—Es un poco pronto para eso, ¿no le parece?
Chávez asintió.
—Sí, lo es, pero no queremos perder rehenes, y según usted, a partir de la medianoche debemos tomar en serio la amenaza de esos miserables.
—Tal vez podamos demorarlo un poco. Yo podría intentarlo, por teléfono.
—Entiendo, pero si nos movemos, quiero que sea en la oscuridad. Eso quiere decir esta misma noche. No puedo planear sobre la base de que usted los convenza de rendirse, a menos que usted piense otra cosa…
—Es posible, pero improbable —tuvo que admitir Bellow. Ni siquiera estaba seguro de poder postergar el ultimátum de medianoche.
—Ahora quisiera saber si podemos pinchar el edificio.
—Aquí estoy —dijo Noonan—. A tus órdenes, viejo.
—¿Puedes hacerlo?
—Probablemente pueda acercarme sin ser visto, pero hay más de cien ventanas. ¿Y cómo diablos hago para llegar a las del segundo y el tercer piso? A menos que me cuelgue de un helicóptero y baje en el techo…
Eso equivaldría a que la TV local —que seguramente haría su aparición próximamente, tal como los buitres merodean sobre la vaca agonizante— apagara sus cámaras, corriendo el riesgo de alertar a los terroristas cuando los periodistas dejaran de transmitir desde la mansión. ¿Y acaso no advertirían que un helicóptero sobrevolaba el techo del edificio? ¿Y acaso no podría haber un terrorista allí mismo, montando guardia?
—Esto se está complicando —observó Chávez en voz baja.
—Ya está lo suficientemente oscuro y frío para que comiencen a trabajar los visores térmicos —anunció Noonan para animarlo.
—Sí —Chávez levantó el micrófono de su radio—. Comando, Líder, visores térmicos. Repito, utilicen visores térmicos —se dio vuelta—. ¿Y los teléfonos celulares?
Noonan sólo pudo encogerse de hombros. Ya se habían juntado aproximadamente trescientos civiles, lejos de la finca Ostermann y controlados por la policía local, pero la mayoría podían ver la casa y sus alrededores, y si uno de ellos tenía un celular y alguien de la casa también, cualquier desconocido podía llamar a sus compañeros e informarles lo que estaba pasando afuera. Los milagros de la comunicación moderna tenían dos caras. Había más de quinientas frecuencias celulares y el Rainbow no contaba con un equipo capaz de cubrirlas todas. Hasta el momento, ninguna operación terrorista o criminal había usado esa técnica, pero todos no podían ser mudos y quedarse mudos, ¿verdad? Chávez miró el schloss y volvió a pensar que tendrían que hacer salir a los delincuentes si querían hacer bien su trabajo. El problema era que no sabía cuántos eran los malos, y no tenía manera de averiguarlo sin «pinchar» el edificio para obtener información adicional… emprendimiento este bastante dudoso por todas las razones que acababa de considerar.
—Tim, cuando volvamos debemos reconsiderar el tema de los celulares y las radios fuera del objetivo. ¡Capitán Altmark!
—¿Sí, mayor Chávez?
—¿Llegaron los reflectores?
—Acaban de llegar, ja, tenemos tres equipos —señaló Altmark. Price y Chávez fueron a mirar. Vieron tres camiones con aparatos semejantes a las luces de las canchas de fútbol universitario. Diseñados para participar en grandes incendios, se controlaban desde el camión que los transportaba. Chávez le dijo a Altmark dónde los quería y volvió al punto de reunión.
Los visores térmicos dependían de una diferencia de temperatura para formar la imagen. La noche se estaba poniendo fría rápidamente, y con ella las paredes de piedra de la casa. Las ventanas resplandecían más que las paredes porque la casa estaba calefaccionada, y los antiguos cristales de las numerosas puertas del edificio estaban pobremente aislados a pesar de las enormes cortinas que pendían de ellos. Dieter Weber fue el primero en detectar algo.
—Líder, Rifle Dos-Dos, tengo un blanco térmico en el primer piso, cuarta ventana desde el oeste, mirando detrás de las cortinas hacia afuera.
—¡OK! Está en la cocina —era la voz de Hank Patterson, inclinado sobre los planos—. ¡Es el número uno! ¿Algo más, Dieter?
—Negativo, sólo una silueta —replicó el alemán—. No, espere… es alto, probablemente masculino.
—Aquí Pierce, tengo uno, primer piso, ala este, segunda ventana desde la pared este.
—¿Capitán Altmark?
—¿Ja?
—¿Podría llamar a la oficina de Ostermann, por favor? Queremos saber si está allí —porque si estaba, habría uno o dos terroristas con él.
—Oficina Ostermann —contestó una voz de mujer.
—Habla el capitán Altmark. ¿Con quién estoy hablando?
—Comandante Gertrude de la Facción Obrera Roja.
—Perdón, esperaba hablar con el comandante Wolfgang.
—Espere.
—Hier ist Wolfgang.
—Hier ist Altmark. Hace rato que no sabemos nada de ustedes.
—¿Qué novedades tiene para nosotros?
—No tengo novedades, pero tengo un pedido, Herr comandante.
—Sí, ¿cuál?
—En señal de buena fe —dijo Altman mientras el Dr. Bellow escuchaba por una extensión— les pedimos que liberen a dos rehenes, tal vez del personal doméstico.
—¿Wafür? ¿Para que los ayuden a identificarnos?
—Líder, aquí Lincoln, tengo un blanco, ventana de la esquina noroeste, alto, probablemente masculino.
—Son tres más dos —comentó Chávez. Patterson colocó un adhesivo amarillo sobre ese sector de los planos.
La mujer que había atendido la llamada seguía en línea.
—Tienen tres horas hasta que les enviemos el primer rehén, todt —enfatizó—. ¿Algún otro pedido? Exigimos un piloto para el helicóptero de Herr Ostermann antes de medianoche, y un avión comercial en el aeropuerto. De lo contrario mataremos a un rehén para demostrar la seriedad de nuestras intenciones. Luego seguiremos matando rehenes a intervalos regulares. ¿Entiende lo que le digo?
—Por favor, respetamos la seriedad de sus intenciones —le aseguró Altmark—. Estamos buscando a los tripulantes y ya hemos hablado con Austrian Airlines por la aerolínea. Estas cosas llevan tiempo, como bien saben.
—Ustedes siempre dicen lo mismo, me refiero a los tipos como usted. Ya le dijimos lo que queremos. Si no satisface nuestras exigencias, la sangre de los rehenes manchará sus manos. Ende —dijo la voz. La línea quedó muerta.
El capitán Altmark quedó sorprendido y descontento por la frialdad manifestada por sus interlocutores y por la abrupta conclusión del llamado. Miró a Paul Bellow y colgó el tubo.
—¿Herr Doktor?
—La mujer es la más peligrosa. Los dos son inteligentes. Lo han pensado muy bien y matarán a un rehén para afirmarse, no le quepa duda.
***
—Dupla hombre-mujer —decía Price por teléfono—. Alemanes, edades… al borde de los cuarenta, cuarenta y pocos años. Tal vez más. Serios —agregó para Bill Tawney.
—Gracias, Eddie, quédate en línea —fue la respuesta. Price escuchaba el golpeteo de los dedos sobre el teclado.
—OK, muchacho, tengo tres duplas posibles para ti. Ya mismo te las envío.
—Gracias, señor —Price volvió a abrir su laptop—. ¿Ding?
—¿Sí?
—Viene inteligencia.
—Tenemos por lo menos cinco terroristas, jefe —dijo Patterson, deslizando el dedo sobre los planos—. Es demasiado rápido para que se muevan. Aquí, aquí, aquí, y dos aquí arriba. La ubicación tiene sentido. Es probable que tengan radios portátiles. La casa es demasiado grande para comunicarse a los gritos.
Noonan escuchó eso y activó su equipo para interceptar radios. Si sus amigos utilizaban radios manuales conocería inmediatamente la frecuencia —de hecho determinada por tratado internacional—, y probablemente no tendrían los mismos equipos que los militares, probablemente tampoco estarían encriptados. En segundos activó su escáner computarizado con múltiples antenas que le permitirían triangular las fuentes en el interior del edificio. Estas serían acopladas a su computadora laptop, que ya tenía cargado un diagrama del schloss. Con tres portalanzas alcanzaría, pensó Noonan. Dos era demasiado poco. Tres era la cantidad casi perfecta, aunque el camión ubicado frente al edificio podía cargar más sin dificultad. ¿Dos más tres, dos más cuatro, dos más cinco? Pero todos querrían escapar… y el helicóptero no era tan grande. Eso equivalía a una cantidad de cinco a siete terroristas. Era una suposición, y no podían guiarse por suposiciones —bien, preferían no hacerlo—, pero también era un punto de partida. Demasiadas incógnitas. ¿Y si no usaban radios portátiles? ¿Y si usaban teléfonos celulares? ¿Y si un montón de cosas más?, pensó Noonan. Había que empezar por algún lado, reunir toda la información posible, y luego actuar en consecuencia. El problema con esa clase de gente era que siempre decidían sobre la marcha. A pesar de su estupidez y sus intenciones criminales —debilidades a los ojos de Noonan—, ellos controlaban la marcha de los acontecimientos, decidían cuándo pasaban las cosas. El comando podía alterarla un poco mediante adulaciones y lisonjas —esa era la tarea del Dr. Bellow— pero cuando llegaba el momento, bueno, los muchachos malos eran los únicos dispuestos a asesinar, y ese era un naipe que hacía mucho ruido al caer sobre la mesa de juego. Había diez rehenes en el edificio: Ostermann, sus tres empleados administrativos y seis personas del servicio doméstico. Todos ellos tenían vida, familia y expectativas de conservar ambos bienes. La tarea del Comando 2 era garantizar que los conservaran. Pero los chicos malos controlaban demasiadas cosas todavía, y a este agente del FBI no le gustaba para nada que fuera así. Deseó, y no por primera vez en su vida, ser uno de los tiradores y poder, en su debido momento, ingresar y ejecutar el rescate. Pero, por muy bueno que fuera con las armas y las actividades físicas, estaba mejor preparado para los aspectos técnicos de la misión. Esa era su área de destreza profesional y serviría mejor a la misión manejando correctamente sus instrumentos. Sin embargo, no tenía por qué gustarle.
—Entonces, ¿cómo está el marcador, Ding?
—No muy bien, Mr. C. —Chávez se dio vuelta para vigilar el edificio—. Es muy difícil acercarse por la enorme cantidad de espacio abierto, y por lo tanto es difícil pincharlo para conseguir inteligencia táctica. Tenemos dos sujetos primarios y probablemente tres secundarios que parecen profesionales y serios. Estoy pensando en dejarlos llegar al helicóptero y atraparlos allí. Rifleros en sus puestos. Pero teniendo en cuenta la cantidad de sujetos, la cosa no será tan fácil, John.
Clark observó el despliegue en su centro de comando. Tenía comunicación continua con el C-2, incluidos los despliegues por computadora. Como siempre, Peter Covington estaba a su lado para evaluar la situación.
—Podría haber sido un castillo con foso —había dicho el oficial británico. Él también había advertido la necesidad de incluir pilotos de helicóptero como miembros permanentes del comando.
—Otra cosa —dijo Chávez—. Noonan dice que necesitamos equipos especiales para los locos de los teléfonos celulares. Tenemos trescientos civiles en los alrededores y cualquiera de ellos podría avisarle a nuestros amigos lo que estamos haciendo aquí afuera. No tenemos manera de impedirlo sin ese equipo especial. Téngalo en cuenta, Mr. C.
—Entendido, Domingo —replicó Clark mirando a David Peled, su jefe técnico.
—Podré solucionarlo en pocos días —dijo Peled. La Mossad tenía el equipo adecuado. Muchas agencias estadounidenses también… probablemente. Pronto lo averiguaría. Noonan era muy bueno para ser un expolicía, pensó Peled.
—OK, Ding, tienes libertad para ejecutar a tu criterio. Buena suerte, mi muchacho.
—Caramba, gracias, papá —fue la irónica respuesta—. Comando 2, fuera —Chávez apagó el radio y arrojó el micrófono en la caja—. ¡Price! —llamó.
—Sí, señor —el sargento mayor se materializó a su lado.
—Tenemos libertad para actuar a discreción —anunció el líder a su XO.
—Maravilloso, mayor Chávez. ¿Qué propone, señor?
La situación debía ser desfavorable si Price pedía propuestas en vez de darlas, pensó Ding.
—Bien, veamos con qué ventajas contamos, Eddie.
Klaus Rosenthal era el jardinero principal de Ostermann y, a sus setenta y un años, el miembro más viejo del personal doméstico. Su esposa estaba en casa, seguro, acostada en la cama, acompañada por una enfermera que se ocupaba de medicarla, y preocupada por él, seguramente, preocupación que podía ser peligrosa para ella. Hilda Rosenthal padecía una afección cardíaca progresiva que la había dejado impedida tres años atrás. El sistema médico estatal había provisto la atención necesaria, y Herr Ostermann también los había ayudado enviando a una amiga suya, la profesora Algemeine Krankenhaus de Viena, a supervisar el caso. Por otra parte, la nueva terapia con drogas había mejorado un poco la condición de Hilda, pero el miedo que estaría sintiendo ahora por él seguramente no la beneficiaría. La sola idea lo estaba volviendo loco. El anciano jardinero estaba en la cocina con el resto del personal doméstico. Había entrado a buscar un vaso de agua cuando llegaron… de haber estado afuera habría podido escapar y activar la alarma y ayudar a su empleador, siempre tan considerado con todos ellos ¡y con la pobre Hilda! Pero la suerte le dio vuelta la cara cuando esos cerdos irrumpieron en la cocina blandiendo sus armas. Eran jóvenes, menores de treinta años. El que estaba más cerca, cuyo nombre Rosenthal desconocía, debía ser berlinés o de Prusia oriental a juzgar por el acento, y últimamente había sido «cabeza rapada», o al menos eso parecía con su cráneo afeitado como en la milicia. Producto de la RDA, la desaparecida Alemania Oriental. Uno de los nuevos nazis criados en la difunta nación comunista. Rosenthal había conocido a los antiguos nazis en el campo de concentración de Belzec, cuando era niño, y aunque había logrado sobrevivir a aquella experiencia, el regreso del terror de sentir la propia vida a merced de un loco de cruel mirada porcina… cerró los ojos. Todavía tenía pesadillas que acompañaban fielmente al número de cinco dígitos tatuado en su antebrazo. Una vez por mes despertaba entre sábanas húmedas de sudor luego de revivir la espantosa marcha de la gente rumbo a un edificio del que nadie salía vivo… y siempre, en la pesadilla, un joven SS de rostro cruel lo obligaba a seguirlos, porque también él necesitaba una ducha. Oh, no, protestaba en sueños, Hauptsturmführer Brandt me necesita en la herrería. Hoy no, judío, decía el joven SS con su sonrisa fantasmal, Komm jetzt zu dem Braüserbad. Y cada vez que avanzaba hacia el mortífero edificio, porque qué otra cosa podía hacer, y llegaba a la puerta… despertaba, empapado en transpiración y seguro de que, de no haber despertado no despertaría jamás, como todos los que había visto marchar hacia las cámaras…
Hay muchas clases de miedo, y Klaus Rosenthal padecía la peor de todas. Tenía la certeza de que moriría a manos de uno de ellos, los malos alemanes, los que simplemente no reconocían ni daban importancia a la humanidad ajena. Esa certeza lo sumía en el desconsuelo.
Y no habían desaparecido, todavía no habían muerto del todo. Uno de ellos estaba ahora frente a él, mirándolo, con una ametralladora en la mano, observándolos como si fueran objetos. Objekte. Los otros miembros del personal, cristianos todos, jamás habían experimentado eso, pero Klaus Rosenthal sí, y por eso sabía qué esperar… y sabía que era una certeza. Su pesadilla era real, había vuelto del pasado para cumplir su destino, y también para matar a Hilda, porque su débil corazón no sobreviviría… ¿y qué podía hacer él para impedirlo? Antes, la primera vez, había sido un huérfano aprendiz de joyero y su habilidad con los metales preciosos le había salvado la vida… habilidad que jamás había practicado luego, tan horribles eran los recuerdos asociados a ella. En cambio, había encontrado cierta paz trabajando la tierra, ayudando a las cosas vivas a crecer bellas y saludables. Tenía ese don: Ostermann lo había reconocido y le había dicho que tendría trabajo de por vida en su schloss. Pero su don le importaba un bledo a ese nazi de cabeza calva armado hasta los dientes.
Ding supervisó la colocación de los reflectores. El capitán Altmark lo acompañó a cada camión y ambos les indicaron a los conductores exactamente dónde ubicarse. Cuando los camiones reflectores estuvieron en sus puestos e izaron sus mástiles lumínicos, Chávez regresó con sus hombres y diseñó el plan. Eran más de las once de la noche. El tiempo corría más rápido cuando uno más lo necesitaba.
Los tripulantes del helicóptero ya habían llegado. La mayoría estaban sentados, bebiendo café como buenos aviadores, preguntándose cómo diablos terminaría todo. El copiloto era ligeramente parecido a Eddie Price, y Ding decidió utilizar esa ventaja extra como último recurso de su plan.
A las 23:20 ordenó encender los reflectores. El frente y los laterales del schloss fueron bañados por una luz blanco amarillenta, pero la parte de atrás no, para que proyectara una sombra triangular hasta el helicóptero y la hilera de árboles.
—Oso —dijo Chávez—, ve con Dieter y quédate cerca.
—Entendido, mano —Vega se calzó su M-60 al hombro y enfiló hacia la arboleda.
A Louis Loiselle y George Tomlinson les tocó la parte más difícil. Vestían uniformes verdes nocturnos. Los overoles que cubrían sus «trajes ninja» negros eran a cuadros verde claro y verde oscuro azarosamente distribuidos. La idea databa de los bombardeos nocturnos de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial: los diseñadores pensaban que la noche era lo suficientemente oscura y que los aviones de combate pintados de negro eran más fáciles de detectar porque eran más oscuros que la noche misma. Estos overoles habían funcionado en teoría y en los entrenamientos. Ahora comprobarían si también funcionaban en el mundo real. Las luces cegadoras ayudarían bastante: apuntadas hacia el schloss, crearían una fuente artificial de oscuridad en la que los trajes verdes se volverían invisibles. Lo habían probado muchas veces en Hereford, pero nunca con riesgo de perder la vida. No obstante, Tomlinson y Loiselle avanzaron desde distintas direcciones, siempre dentro de la sombra triangular. Tardaron veinte minutos en llegar gateando a sus puestos.
—Entonces, Altmark —dijo Hans Fürchtner a las 23:45—, ¿ya están hechos los arreglos… o debemos matar a uno de nuestros rehenes en pocos minutos?
—Por favor no lo haga, Herr Wolfgang. La tripulación del helicóptero está en camino y estamos trabajando para que la aerolínea nos entregue un avión listo para volar. Esto es mucho más difícil de lo que usted cree.
—Dentro de quince minutos veremos lo difícil que es, Herr Altmark —línea muerta.
Bellow no necesitó traducción. Bastaba con el tono de la voz.
—Lo hará —dijo el psiquiatra—. El ultimátum es real.
—Traigan a la tripulación —ordenó Ding en el acto. Tres minutos después, un patrullero cubierto se acercó al helicóptero. Dos hombres salieron y subieron al Sikorsky mientras el patrullero se alejaba. Dos minutos después, el rotor empezó a girar. Chávez activó su micrófono de mando.
—Comando, aquí Líder. Atentos. Repito, atentos.
—Excelente —dijo Fürchtner. Apenas podía ver el rotor en movimiento, pero las luces de vuelo bastaban—. Empecemos. Herr Ostermann, ¡arriba!
Petra Dortmund precedió a los rehenes importantes en la escalera. Frunció el ceño, preguntándose si debería sentirse decepcionada por no haber liquidado a ese Dengler para mostrar su resolución. Tal vez lo mataran más adelante, cuando comenzaran el interrogatorio serio a bordo del avión… y tal vez Dengler supiera tanto como Ostermann. Si así fuera, matarlo sería un error táctico. Activó el radio y llamó al resto de su gente. Estaban reunidos en el vestíbulo cuando ella bajó la escalera principal junto con los seis rehenes de la cocina. No, decidió al llegar a la puerta, sería mejor matar a un rehén de sexo femenino. Eso causaría mayor impacto sobre las fuerzas policiales apostadas afuera, mucho más si la mataba otra mujer…
—¿Están listos? —preguntó Petra. Sus cuatro secuaces asintieron—. Todo se hará tal como planeamos —les dijo. Esos tipos eran una verdadera desilusión ideológica, a pesar de haber crecido y sido educados en un país socialista… tres de ellos incluso tenían entrenamiento militar, que por supuesto incluía adoctrinamiento político. Pero sabían hacer su trabajo y habían llegado hasta ese punto. No podía pedir más. El personal doméstico empezó a abandonar la zona de la cocina.
Una de las cocineras tenía problemas para caminar, y Rosenthal vio que el puerco de cabeza calva se ponía molesto. Se lo estaban llevando, sabía que lo llevaban a morir ¡y en su pesadilla era incapaz de hacer nada! Al comprender su indefensión sintió un dolor terrible en la cabeza. Giró el cuerpo hacia la izquierda, y vio la mesa… y sobre la mesa un pequeño trinchete. Adelantó la cabeza y vio que los terroristas miraban los titubeos de María, la cocinera. Fue un instante de decisión: aferró el trinchete y lo escondió bajo su manga derecha. Tal vez el destino le diera una oportunidad. Si así fuera, esta vez la aprovecharía, se prometió Klaus Rosenthal.
—Equipo 2, aquí Líder —dijo Chávez por radio—. Dentro de poco comenzarán a salir. Todos deben reportarse —primero escuchó los dos dobles clics de Loiselle y Tomlinson, y luego los nombres.
—Rifle Dos-Uno —dijo Homer Johnston. Había conectado el sistema de visión nocturna a la mira telescópica de su rifle y apuntado a la puerta trasera principal del edificio. En ese momento comenzaba a adaptar su respiración a un ritmo regular.
—Rifle Dos-Dos —dijo Weber un segundo después.
—Oso —reportó Vega, pasándose la lengua por los labios al calzarse el arma sobre el hombro. Tenía la cara camuflada con pintura.
—Connolly.
—Lincoln.
—McTyler.
—Patterson.
—Pierce —todos se reportaron desde sus puestos en el césped.
—Price —el sargento mayor se reportó desde el asiento izquierdo del helicóptero.
—OK, comando, tenemos libertad para emplear las armas. Seguiremos las reglas normales de combate. Estén alertas, muchachos —agregó Chávez innecesariamente. Era difícil dejar de hablar en casos como ese. Su posición estaba a ochenta yardas del helicóptero, con alcance marginal para su MP-10 y los NVG enfocados en el edificio.
—Se abre la puerta —reportó Weber una fracción de segundo antes que Johnston.
—Tengo movimiento —confirmó Rifle Dos-Uno.
—Capitán Altmark, aquí Chávez. Corte la transmisión televisiva —ordenó Ding por el radio secundario.
—Ja, entendido —replicó el austríaco. Se dio vuelta y gritó la orden al director de TV. Las cámaras permanecerían donde estaban pero sin transmitir y las grabaciones a partir de ese momento se considerarían información calificada.
—Puerta abierta —dijo Johnston desde su puesto—. Veo un rehén, parece un cocinero, y un sujeto, femenino, cabello oscuro, con una pistola en la mano —el sargento Johnston se auto ordenó relajarse y aflojar el dedo que presionaba el doble gatillo de su rifle. No podía disparar sin orden directa de Ding, y dada la situación, la orden no llegaría—. Segundo rehén a la vista, es Hombrecito —informó, aludiendo a Dengler. Ostermann era Gran Hombre y sus secretarias Morena y Rubia (así llamadas por el color de sus cabellos). No tenían fotos del personal doméstico, de allí que no los hubieran bautizado. Los muchachos malos eran simplemente «sujetos».
Johnston los vio vacilar en la puerta. Debía ser un momento aterrador para ellos, aunque no sabían hasta qué punto. Mierda, pensó, centrando la retícula en el rostro de Dortmund a más de doscientas yardas de distancia.
—Vamos, preciosa —murmuró—. Tenemos algo verdaderamente especial para ti y tus amiguitos. ¿Dieter? —preguntó por radio.
—Sobre el blanco, Homer —replicó Rifle Dos-Dos—. Conozco esa cara, creo… No puedo recordar su nombre. Líder, Rifle Dos-Dos…
—Rifle Dos, Líder.
—El sujeto femenino, últimamente vimos su cara. Ahora es más vieja, pero conozco esa cara. Baader-Meinhof, Facción Ejército Rojo, creo, sí, trabaja con un hombre. Marxista, terrorista experimentada, asesina… mató a un militar estadounidense, creo —no eran noticias excepcionales, claro, pero una cara conocida era una cara conocida.
—Petra Dortmund, ¿tal vez? —intervino Price, recordando el programa de metamorfosis computarizada que habían visto esa mañana.
—Ja! ¡Es ella! Y su socio es Hans Fürchtner —replicó Weber—. Komm’raus, Petra —prosiguió en su lengua materna—. Komm mir, Liebschen.
Algo la molestaba. Le resultaba difícil salir del schloss al espacio abierto, aunque podía ver el helicóptero con sus luces parpadeantes y su rotor en movimiento. Dio un paso, o más bien empezó a darlo. Su pie no quería avanzar sobre los escalones de granito. Entrecerró sus ojos azules: los árboles al este y el oeste del schloss estaban iluminados por las luces de la casa y la sombra que proyectaban se prolongaba hacia el helicóptero como un dedo negro. Tal vez fuera esa imagen ominosa, como de muerte, lo que la perturbaba. Sacudió la cabeza, eliminando el pensamiento como si de una indigna superstición se tratara. Empujó a sus dos rehenes y bajó los seis escalones que la separaban del césped. Luego enfiló hacia el helicóptero.
—¿Está seguro de la identidad, Dieter? —preguntó Chávez.
—Sí, estoy seguro, señor. Petra Dortmund.
El Dr. Bellow ingresó el nombre en su laptop.
—Edad cuarenta y cuatro, ex Baader-Meinhof, muy ideológica, cruel y despiadada. La información es de hace diez años. Aparentemente no ha cambiado mucho. Su pareja era un tal Hans Fürchtner. Podrían estar casados, enamorados, lo que sea, tienen personalidades muy compatibles. Son asesinos, Ding.
—Por ahora —respondió Chávez, observando las tres siluetas que cruzaban el césped.
—La mujer tiene una granada en la mano, parece de fragmentación —anunció Homer Johnston—. Mano izquierda, repito, mano izquierda.
—Confirmado —intervino Weber—. Veo la granada de mano. El pasador está puesto. Repito, pasador puesto.
—¡Grandioso! —bramó Eddie Price por radio—. Fürstenfeldbrück al carajo otra vez —pensó, sentado en el helicóptero que transportaría la granada y a la idiota que podía arrancarle el pasador—. Aquí Price. ¿Una sola granada?
—Veo solamente una —replicó Johnston—. No tiene bultos en los bolsillos ni en ninguna otra parte, Eddie. Pistola en mano derecha, granada en izquierda.
—Coincido —dijo Weber.
—Es diestra —les informó Bellow luego de chequear los datos de Petra Dortmund—. Sujeto Dortmund es diestro.
Lo cual explica por qué lleva la pistola en la derecha y la granada en la izquierda, pensó Price. También significaba que si quería arrojar la granada adecuadamente tendría que cambiarla de mano. Buenas noticias, pensó. Tal vez hiciera tiempo que no jugaba con uno de esos malditos juguetes. Tal vez tuviera miedo de las cosas que hacían bang, pensó esperanzado. Alguna gente llevaba granadas sólo para efecto visual. Ya podía verla. Avanzaba con paso constante hacia el helicóptero.
—Sujeto masculino a la vista… Fürchtner —dijo Johnston por radio—. Tiene a Gran Hombre… y también a Morena, creo.
—Confirmado —dijo Weber, mirando a través de su poderoso visor—. Sujeto Fürchtner, Gran Hombre y Morena a la vista. Fürchtner aparentemente sólo tiene una pistola. Empiezan a bajar la escalera. Hay otro sujeto en la puerta, con ametralladora y dos rehenes.
—Son inteligentes —observó Chávez—. Salen por grupos. Nuestro amigo empieza a bajar cuando su chica está a mitad de camino… veremos si los demás hacen lo mismo… —OK, pensó Ding. Cuatro, quizás cinco grupos cruzando el espacio abierto. Bastardos inteligentes, pero no lo bastante… tal vez.
Cuando Petra y sus rehenes estaban cerca del helicóptero, Price bajó y abrió ambas puertas. Había escondido su pistola en el compartimento de mapas de la puerta del copiloto. Miró al piloto.
—Actúe normalmente. La situación está bajo control.
—Si usted lo dice, inglesito —respondió el piloto con tono áspero y tenso.
—El helicóptero no despegará bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido? —lo habían convenido antes, pero repetir las instrucciones era una manera de sobrevivir en situaciones como esa.
—Sí. Si me obligan, me arrojaré al suelo y diré que no funciona.
Muy decente de tu parte, pensó Price. Vestía una camisa azul con alas sobre el bolsillo del pecho y una placa que lo identificaba como Tony. Un audífono inalámbrico lo mantenía comunicado con el resto del comando, junto con un chip micrófono adherido al cuello de su camisa.
—Sesenta metros de distancia. No es precisamente atractiva, ¿verdad? —preguntó a sus compañeros de equipo.
—Alísese el cabello si me está escuchando —ordenó Chávez desde su puesto. Un momento después, Price se apartó nerviosamente el cabello de los ojos—. OK, Eddie. Tranquilo, hombre.
—Sujeto armado en la puerta con tres rehenes —anunció Weber—. No, no, dos sujetos armados con tres rehenes. Tienen a la rehén Rubia. Anciano y mujer madura, vestidos como sirvientes.
—Por lo menos un delincuente más —suspiró Ding, y por lo menos tres rehenes más—. El helicóptero no tiene capacidad para todos… —¿Qué planeaban hacer con los extras?, se preguntó. ¿Asesinarlos?
—Veo otros dos sujetos armados y tres rehenes detrás de la puerta trasera —informó Johnston.
—Ya tenemos a todos los rehenes —dijo Noonan—. Seis sujetos en total. ¿Qué armas tienen, Rifle Uno?
—Ametralladoras, Uzi o la imitación checa. Se apoyan contra la puerta.
—OK, los tengo —dijo Chávez, levantando sus binoculares—. Rifleros, apunten a sujeto Dortmund.
—Blanco —dijo Weber. Johnston apuntó una fracción de segundo después y quedó congelado.
De noche, el ojo humano es particularmente sensible al movimiento. Cuando Johnston se movió en el sentido de las agujas del reloj para ajustar la puntería de su rifle, Petra Dortmund creyó haber visto algo. Se detuvo en seco, sin saber por qué. Miró directamente a Johnston, pero el traje de guía parecía un montón de algo: pasto, hojas o tierra, no sabía muy bien qué en la semioscuridad bañada apenas por la luz verde que reflejaban los pinos. No tenía forma humana, y el contorno del rifle se desdibujaba en el montón a más de cien metros de ella. Aun así, siguió mirando, sin mover la mano del arma. Su rostro manifestaba curiosidad, no alarma. A través de la mira de su rifle, el ojo izquierdo de Johnston veía los reflejos rojizos de las luces intermitentes del helicóptero a su alrededor. Su ojo derecho controlaba la retícula centrada sobre y entre los ojos de Petra Dortmund. Tenía el dedo apenas apoyado sobre el sensible mecanismo del gatillo, lo necesario para sentirlo sin disparar. El momento se prolongó varios segundos y Johnston concentró su visión periférica sobre la mano del arma. Si se movía demasiado, entonces…
Pero no se movió. Para alivio de Johnston, Dortmund siguió avanzando hacia el helicóptero, sin saber que tenía dos rifles periscópicos apuntados a la cabeza. La próxima etapa comenzaría cuando llegara al helicóptero. Si decidía subir por la derecha, Johnston la perdería y el rifle de Weber quedaría a cargo de vigilarla. Si se dirigía a la izquierda, Dieter la perdería de vista. Aparentemente prefería… sí, Dortmund enfiló hacia el lado izquierdo del helicóptero.
—Rifle Dos-Dos blanco perdido —informó Weber al instante—. No tengo posibilidad de dispararle.
—En el blanco, Rifle Dos-Uno en el blanco —aseguró Johnston. Hmm, deja que Hombrecito suba primero, nena, pensó para sus adentros.
Petra Dortmund hizo exactamente lo que Homer deseaba: empujó a Dengler hacia la puerta del lado izquierdo, probablemente pensando sentarse en el medio para ser menos vulnerable a los disparos desde el exterior. Buen postulado teórico, pensó Johnston, pero errado en este caso. Mala suerte, puta.
Gerhard Dengler no disfrutaba del ambiente familiar del helicóptero. Se colocó el cinturón de seguridad mientras Petra lo apuntaba con su arma, instigándose íntimamente a relajarse y ser valiente… como supuestamente eran los hombres en casos como ese. Miró al frente y sintió el primer rayo de esperanza. El piloto era el hombre de siempre, pero el copiloto no. Movía los instrumentos como el copiloto, pero no era él, aunque la forma de la cabeza y el color del cabello eran bastante parecidos y ambos usaban las camisas blancas con charreteras azules que los pilotos privados tendían a adoptar como uniforme. Cruzaron una rápida mirada y Dengler bajó los ojos, temiendo que su expresión lo delatara.
Buen tipo, pensó Eddie Price. Su pistola estaba en el compartimento de mapas de la puerta izquierda, oculta bajo una pila de mapas de vuelo pero fácil de alcanzar con la mano izquierda. La tomaría, se volvería rápidamente, apuntaría y dispararía si era necesario. El radiorreceptor oculto en su oreja izquierda —que parecía un audífono a simple vista— lo mantenía informado, aunque era bastante difícil escuchar algo sobre el ruido de los motores y el rotor del Sikorsky. Petra apuntaba alternativamente su pistola contra él y contra el piloto.
—Rifleros, ¿tienen sus blancos? —preguntó Chávez.
—Rifle Dos-Uno, afirmativo, blanco a la vista.
—Rifle Dos-Dos, negativo, tengo un obstáculo en el camino. Recomiendo apuntar a sujeto Fürchtner.
—De acuerdo. Rifle Dos-Dos, apunte a Fürchtner. Rifle Dos-Uno, Dortmund es toda suya.
—Entendido, Líder —confirmó Johnston—. Rifle Dos-Uno tiene a sujeto Dortmund bajo la mira.
Modificó el alcance con su láser. Ciento cuarenta y cuatro metros. A esa distancia, la bala caería a menos de una pulgada de la boca; además, la «vista-de-batalla» de doscientos cincuenta metros era un poco elevada. Alteró la retícula y la colocó justo debajo del ojo izquierdo del blanco. La física haría el resto. Su rifle tenía gatillo doble tipo-blanco. Al pulsar el gatillo posterior se reducía el impacto del anterior. El helicóptero no despegaría. Antes que nada, debían impedir que los sujetos cerraran la puerta izquierda. Su bala 7 mm probablemente penetraría la ventana de policarbonato de la puerta, pero el pasaje modificaría impredeciblemente su curso, errándole al blanco o tal vez causando la muerte de un rehén. No podía permitir que pasara eso.
Chávez estaba fuera de la acción; comandaba en vez de liderar, algo que había practicado pero que a decir verdad no le gustaba. Era más fácil estar allí afuera con un arma en la mano que quedarse atrás y darles órdenes a sus hombres por control remoto. Pero no tenía opción. OK, pensó, tenemos a Número Uno en el helicóptero con un fusil apuntado a la cabeza. Número Dos está a cielo abierto, a dos tercios del helicóptero, también apuntado por un arma. Otros dos sujetos se aproximan a la mitad del camino con Mike Pierce y Steve Lincoln a cuarenta metros, y los dos restantes siguen en la casa, con Louis Loiselle y George Tomlinson entre los arbustos a derecha e izquierda de ellos. A menos que hayan dejado vigilancia en la casa, uno o dos sujetos adicionales que salgan cuando todos los demás hayan llegado al helicóptero… pero es muy improbable, decidió Chávez, y en cualquier caso todos los rehenes ya estaban afuera o pronto lo estarían… La misión era rescatarlos, sin necesariamente matar a los chicos malos. No era un juego ni un deporte, y su plan, anteriormente transmitido a los integrantes del C-2, estaba funcionando. La clave estaba en el último grupo de sujetos.
Rosenthal vio a los rifleros. Era de esperar, aunque no se le había ocurrido a nadie. Él era el jefe de jardineros. La tierra era suya y esos extraños montones a derecha e izquierda del helicóptero no formaban parte de ella. Imposible no darse cuenta. Había visto películas y programas de TV. Ese era un atentado terrorista y la policía debía responder de alguna manera. Allí afuera había hombres armados y dos cosas que no estaban por la mañana en su jardín. Fijó la vista en la posición de Weber. Allí estaba su salvación o su muerte. No había manera de saberlo. Su estómago se contrajo en una bola rígida y cargada de ácido.
—Aquí vienen —anunció George Tomlinson al ver dos piernas saliendo de la casa… piernas de mujer, seguidas por piernas de hombre, luego dos pares más de mujer… y por último otro hombre—. Un sujeto y dos rehenes afuera. Dos rehenes más…
***
Fürchtner estaba a punto de llegar. Para consuelo de Dieter Weber, enfiló hacia el lado derecho del helicóptero. Pero luego se detuvo. Miró por la puerta abierta, vio dónde estaba sentado Dengler, y decidió entrar por el otro costado.
—OK, Comando, alerta —ordenó Chávez. Escaneó el campo de acción con sus binoculares, tratando de mantener simultáneamente bajo control a los cuatro grupos. En cuanto el último saliera a espacio abierto…
—Usted, entre, de cara al fondo —Fürchtner empujó a Morena hacia el helicóptero.
—Fuera de blanco, Rifle Dos-Dos fuera de blanco —anunció Weber en voz demasiado alta.
—Modifique blanco sobre próximo grupo —ordenó Chávez.
—Hecho —dijo Weber—. Estoy sobre sujeto líder, grupo tres.
—¡Rifle Dos-Uno, repórtese!
—Rifle Dos-Uno sobre sujeto Dortmund —replicó Homer Johnston en el acto.
—¡Aquí listos! —reportó Loiselle desde los arbustos del fondo de la casa—. Tenemos al grupo cuatro.
Chávez respiró hondo. Todos los malos estaban en espacio abierto y había llegado el momento de actuar:
—OK, Líder a comando, ¡ejecuten, ejecuten, ejecuten!
Loiselle y Tomlinson se pararon al instante, a siete metros de sus blancos, que miraban hacia otro lado y jamás supieron lo que pasaba a sus espaldas. Ambos soldados apuntaron sus visores iluminados a tritio sobre los blancos. Ambos blancos empujaban rehenes femeninos y eran más altos que los rehenes. Eso facilitaba las cosas. Ambas ametralladoras MP-10 fueron programadas para triple ráfaga, y ambos sargentos dispararon al mismo tiempo. No hubo sonido inmediato. El diseño de ambas armas integraba cañón y silenciador y los blancos estaban demasiado cerca para fallar. Dos cabezas fueron voladas por múltiples impactos de balas grandes de punta hueca, y dos cuerpos cayeron sobre el exuberante césped verde casi tan rápido como los porta-cartuchos arrojados por las armas que los había matado.
—Aquí George. ¡Dos sujetos muertos! —anunció Tomlinson por radio, corriendo hacia los rehenes que seguían caminando hacia el helicóptero.
Homer Johnston empezaba a retroceder cuando una silueta ingresó en su campo de visión. Aparentemente se trataba de un cuerpo femenino por la blusa de seda clara. Con la retícula apuntada debajo del ojo izquierdo de Petra Dortmund, Johnston pulsó suavemente el gatillo con el índice derecho. El rifle rugió, dejando una estela luminosa de un metro en el sereno aire nocturno…
… Petra alcanzó a ver dos luces pálidas cerca de la casa, pero no tuvo tiempo de reaccionar. La bala le atravesó la órbita del ojo izquierdo, en el sector más duro del cráneo. Recorrió varios centímetros más y luego se fragmentó en más de un centenar de minúsculos pedazos, reduciendo su tejido cerebral a una masa blanda y espesa, que posteriormente explotó y salió por su nuca en una nube expansiva color rojo que salpicó la cara de Gerhardt Dengler…
… Johnston apuntó su rifle a otro blanco. Sabía que su bala había despachado al primero.
Eddie Price vio el resplandor. Sus manos habían empezado a moverse desde la orden de ejecutar recibida medio segundo antes. Sacó su pistola del compartimento de mapas y apuntó hacia la cabeza de Hans Fürchtner. Disparó una sola bala bajo el ojo izquierdo del sujeto, que se expandió y salió por la coronilla. Luego disparó por segunda vez. Había apuntado mal, pero Fürchtner ya estaba muerto. Cayó al suelo, aferrando todavía el brazo de Erwin Ostermann y arrastrándolo un poco hacia él hasta que sus dedos se aflojaron.
Quedaban dos. Arrodillado, Steve Lincoln apuntó cuidadosamente… pero se detuvo porque su blanco pasó detrás de la cabeza de un anciano.
—Mierda —masculló el militar.
Weber se encargó del otro, cuya cabeza explotó como un melón por el impacto de la bala.
Rosenthal vio abrirse la cabeza en dos como en una película de horror… pero la otra cabeza, grande y calva, seguía junto a él, sus ojos repentinamente muy abiertos, con una ametralladora en la mano… Nadie disparaba contra este. Entonces, los ojos de Cabeza Rapada se cruzaron con los suyos, y se produjo una secuencia de miedo/odio/impacto, y el estómago de Rosenthal se congeló, y el tiempo se detuvo para él. Sacó el trinchete de la manga y, blandiéndolo salvajemente, lo clavó en el dorso de la mano izquierda de Cabeza Rapada. El terrorista abrió todavía más los ojos. El anciano saltó a un costado y el sujeto acercó la mano sana a la culata de su arma.
Steve Lincoln disparó una segunda ráfaga de tres, que dio en el blanco simultáneamente con una segunda bala de rifle disparada por el semiautomático de Weber. La cabeza del Rapado pareció evaporarse en el aire.
—¡Despejado! —anunció Price—. ¡Helicóptero despejado!
—¡Casa despejada! —avisó Tomlinson.
—¡Trayecto despejado! —dijo, por último, Lincoln.
En la casa, Loiselle y Tomlinson corrieron hacia el grupo de rehenes y los arrastraron en dirección este, lejos de la casa, por temor a los disparos de un posible terrorista sobreviviente.
Mike Pierce hizo otro tanto, cubierto y asistido por Steve Lincoln.
Fue más fácil para Eddie Price. Antes que nada, pateó el arma de la mano muerta de Fürchtner y revisó rápidamente la cabeza destrozada de su blanco. Luego saltó al helicóptero para comprobar la eficacia del primer disparo de Johnston. Con sólo ver la enorme mancha roja en la cabeza destrozada supo que Petra Dortmund estaba en el paraíso de los terroristas, si es que existía algo semejante. Retiró cuidadosamente la granada de su rígida mano derecha, la revisó y se la guardó en el bolsillo. Por último, retiró la pistola de la mano derecha, le puso el seguro y la arrojó a un lado.
—Mein Herr Gott! —jadeó el piloto, mirando atrás.
Gerhardt Dengler parecía muerto. El costado izquierdo de su rostro estaba cubierto por una máscara roja y chorreante y tenía los ojos como huevos fritos. Price se asustó al principio, hasta que lo vio parpadear. Pero tenía la boca abierta de par en par y no respiraba. Le aflojó el cinturón de seguridad y permitió que Johnston lo sacara de la nave. Hombrecito dio un paso y cayó de rodillas. Johnston vertió el contenido de su cantimplora sobre la cara de Dengler para limpiar la sangre. Luego dejó su rifle en el suelo.
—Buen trabajo, Eddie —le dijo a Price.
—Y fue un gran disparo, Homer.
Johnston se encogió de hombros.
—Temía que la chica se interpusiera. Un par de segundos más y no habría podido hacer nada. De todos modos, Eddie, fue un buen trabajo salir del helicóptero y cargarme al tipo antes de eliminar al número dos.
—¿Le disparaste? —preguntó Price, asegurando y guardando su pistola.
—Fue una pérdida de tiempo. Tú ya le habías volado la tapa de los sesos.
Habían empezado a ingresar los policías, más una flota de ambulancias con luces azules intermitentes. El capitán Altmark llegó al helicóptero acompañado por Chávez. Aunque era un policía experimentado, el desastre del Sikorsky lo hizo retroceder en silencio.
—Nunca es lindo —comentó Homer Johnston. También había echado un vistazo. El rifle y la bala habían funcionado tal como estaba programado. Más allá de todo, era la cuarta persona que mataba con el periscópico, y si esos tipos querían violar la ley y lastimar inocentes era problema de ellos, no suyo. Otro trofeo que no podría colgar de la pared junto a las cabezas de renos y alces que había coleccionado con el correr del tiempo.
Price fue hacia el grupo del medio. Buscó en el bolsillo su pipa curva y la encendió con un fósforo de cocina. Jamás modificaba su ritual luego de concluida la misión.
Mike Pierce atendía a los rehenes. Por el momento seguían todos sentados. Steve Lincoln estaba de pie junto a ellos, con su MP-10 lista para otro posible blanco. Pero en ese momento, un grupo de policías austríacos irrumpió por la puerta trasera y le anunció que no quedaban terroristas en el interior del edificio. Lincoln puso el seguro a su arma y se la colgó del hombro. Luego se acercó al anciano Rosenthal.
—Bien hecho, señor —dijo.
—¿Qué?
—Clavarle el cuchillo en la mano. Bien hecho.
—Ah, sí —dijo Pierce, observando el cadáver sobre el pasto. Tenía un corte profundo en el dorso de la mano izquierda—. ¿Usted hizo eso, señor?
—Ja —fue todo lo que Rosenthal pudo decir. Estaba muy agitado.
—Bueno, señor, bravo por usted —Pierce se agachó para estrecharle la mano. En realidad no tenía mucha importancia, pero la resistencia era algo bastante raro de ver en los rehenes, y evidentemente el anciano había debido tomar coraje para hacerlo.
—Amerikaner?
—Shhh —el sargento Pierce se llevó un dedo a los labios—. Por favor no se lo diga a nadie, señor.
En ese instante llegó Price, chupando su pipa. Entre el rifle de Weber y la ráfaga de una MP-10, la cabeza del sujeto había prácticamente desaparecido.
—Sangriento y eficaz —comentó el sargento mayor.
—Fue el pájaro de Steve —informó Price—. Esta vez no tuve blanco despejado. Muy bueno, Steve —agregó.
—Gracias, Mike —replicó el sargento Lincoln, supervisando el área—. ¿Seis en total?
—Correcto —respondió Eddie, yendo hacia la casa—. Quédense aquí.
—Blanco fácil, los dos —dijo Tomlinson, rodeado de policías austríacos.
—Demasiado altos para esconderse —confirmó Loiselle. Tenía ganas de fumar, aunque había abandonado el vicio dos años atrás. Sus rehenes se estaban retirando, dejando a los dos terroristas sobre el estupendo césped verde, que su sangre fertilizaría seguramente. La sangre era un buen fertilizante, ¿no? Linda casa. Qué lástima que no hubieran tenido ocasión de recorrerla.
Veinte minutos después, el Comando 2 se encontraba en el punto de reunión, quitándose sus ropas tácticas y guardando sus armas y equipos para el viaje de regreso al aeropuerto. Habían vuelto a encender las cámaras y reflectores de televisión, pero estaban bastante lejos. Los muchachos empezaban a relajarse, el estrés se desvanecía lentamente luego de haber completado con éxito la misión. Price dio una última chupada a su pipa, la vació contra el taco de su bota y subió a la camioneta.