VERDADEROS CREYENTES
El problema era la tolerancia al medio ambiente. Sabían que el organismo base era todo lo eficaz que necesitaban que fuera. Pero era muy delicado. Moría fácilmente al ser expuesto al aire. No sabían exactamente por qué. Podía deberse a la temperatura o la humedad, o al exceso de oxígeno —ese elemento tan esencial para la vida era un gran asesino de vida a nivel molecular—. La incertidumbre había sido una gran molestia hasta que un miembro del equipo propuso una solución. Utilizaron tecnología de ingeniería genética para injertar genes cancerígenos en el organismo. Más específicamente, usaron material genético de cáncer de colon, una de las cepas más robustas, obteniendo resultados sorprendentes. El nuevo organismo era apenas un tercio de micrón más grande y mucho más fuerte que el primero. La prueba estaba en la pantalla microscópica. Las diminutas cepas habían sido expuestas durante diez horas al aire y la luz en un ambiente cerrado antes de ser reingresadas al recipiente de cultivo, y la técnica ya estaba viendo que eran sumamente activas. Utilizaban su ARN para multiplicarse después de comer, creando millones de réplicas diminutas con un solo objetivo: devorar tejidos. En este caso tejido renal, aunque el hígado era igualmente vulnerable. La técnica —graduada en medicina en la Universidad de Yale— anotó la información necesaria y luego, ya que era su proyecto, procedió a dar nombre al nuevo organismo. Se alegró de haber tomado un curso sobre religiones comparadas veinte años atrás. No se lo podía llamar de cualquier manera, ¿verdad?
Shiva, pensó. Sí, el más complejo e interesante de los dioses hindúes, alternativamente Destructor y Restaurador, deidad que controlaba el veneno que podía destruir a la humanidad, una de cuyas esposas era Kali, la diosa de la muerte. Shiva. Perfecto. Concluyó sus anotaciones, incluyendo el nombre que recomendaba para el organismo. Habría una prueba más, un último obstáculo tecnológico que saltar antes de que todo estuviera listo para la ejecución. Ejecución, pensó, era una palabra verdaderamente apropiada para el proyecto. Y a gran escala.
Para el próximo paso tomó una muestra de Shiva y la guardó en un recipiente sellado de acero inoxidable. Luego salió de su laboratorio, caminó unos metros por el pasillo y entró a otro laboratorio similar.
—Hola, Maggie —la saludó el jefe de ese laboratorio—. ¿Tienes algo para mí?
—Hola, Steve —lo saludó, entregándole el recipiente—. Aquí está.
—¿Cómo vamos a llamarlo? —Steve tomó el recipiente y lo apoyó sobre una mesada.
—Shiva, creo.
—Suena ominoso —comentó Steve con una sonrisa.
—Oh, lo es —prometió Maggie. Steve, otro M.D. y PhD. de la Duke University, era el mejor especialista en vacunas de la compañía. Para este proyecto lo habían separado de una investigación sobre SIDA que empezaba a progresar ostensiblemente.
—Y bien, ¿los genes de cáncer de colon funcionan como previste?
—Muestra buena tolerancia a los UV luego de diez horas de exposición. No obstante, no sé qué pasará con luz solar directa.
—Dos horas es todo lo que necesitamos —le recordó Steve. Y a decir verdad bastaba con una hora, y ambos lo sabían—. ¿Qué pasó con el sistema de atomización?
—Todavía tenemos que probarlo —admitió Maggie—, pero no será un problema.
Ambos sabían que era cierto. El organismo toleraría fácilmente el pasaje a través de los asperjadores para el sistema de exposición… lo cual sería verificado en una de las grandes cámaras medioambientales. Hacerlo al aire libre sería mucho mejor, por supuesto, pero si Shiva era tan robusto como creía Maggie… sería prudente no correr el riesgo.
—OK, entonces. Gracias, Maggie.
Steve volvió a su mesa e insertó el recipiente en una de las cajas-guante, a fin de abrirlo y comenzar a trabajar sobre la vacuna. La mayor parte del trabajo ya estaba hecho. El agente básico era bastante conocido y el año anterior el gobierno había otorgado fondos a su compañía para investigar la vacuna. Por otra parte, Steve era mundialmente famoso por generar, capturar y replicar anticuerpos capaces de estimular el sistema inmunológico humano. Lamentaba vagamente la suspensión de sus investigaciones sobre el SIDA. Pensaba que podría haber descubierto un método para generar anticuerpos de amplio espectro capaces de combatir al ágil virus… tal vez un 20 por ciento de modificación, evaluó, más el beneficio agregado de abrir un nuevo sendero científico, esas eran las cosas que hacían famoso a un hombre… y tal vez le hubieran hecho ganar un pasaje a Estocolmo dentro de diez años. Pero, dentro de diez años ya no tendría importancia, ¿no? Claro que no, pensó el científico. Se dio vuelta para mirar la triple ventana de su laboratorio. Una bella puesta de sol. Pronto saldrían las criaturas de la noche. Los murciélagos cazarían insectos. Las lechuzas atraparían lauchas y ratones. Los gatos abandonarían sus casas para merodear y saciar su hambre. Solía utilizar sus lentes de visión nocturna para observar a las criaturas de la naturaleza afanándose en tareas no muy distintas de la suya. Pero volvió a su mesa de trabajo, sacó el teclado de su computadora e hizo algunas anotaciones sobre el nuevo proyecto. Muchos utilizaban anotadores manuales, pero el proyecto sólo permitía almacenar los registros —previamente encriptados— por computadora. Si ese sistema era bueno para Bill Gates, también era bueno para él. Lo más simple no siempre era lo mejor. Eso explicaba por qué estaba él allí, formando parte del recientemente bautizado Proyecto Shiva, ¿no?
Necesitaban tipos con armas, pero eran difíciles de encontrar —al menos era difícil encontrar los tipos adecuados, con la actitud adecuada—, y la tarea se veía dificultada todavía más por las actividades gubernamentales con objetivos similares aunque divergentes. No obstante, eso los ayudaba a evitar a los chiflados más obvios.
—Carajo, es lindo allá afuera —comentó Mark.
Su anfitrión bostezó ruidosamente.
—Hay una casa nueva al otro lado de la colina. Si el día no es ventoso, puedo ver el humo de la chimenea.
Mark tuvo que reírse.
—Bonito vecindario. Tú y Daniel Boone, ¿eh?
Foster adoptó una expresión ovejuna.
—Sí, bueno, son más de cinco millas.
—Pero ¿sabes una cosa? Tienes razón. Imagínate lo que era esto antes de la llegada del hombre blanco. Nada de caminos, salvo la orilla de los ríos y las sendas de los venados. Las cacerías debían ser espectaculares.
—Supongo que lo mejor de todo era no tener que trabajar para comer —Foster señaló el antepecho de la estufa a leña de su cabaña de troncos. Estaba repleto de trofeos de caza. No todos eran legales, pero en las Montañas Bitterroot de Montana no había muchos policías, y Foster era un tipo reservado.
—Es nuestro derecho de nacimiento.
—Supuestamente —concedió Foster—. En todo caso, es algo por lo que vale la pena pelear.
—¿Hasta qué punto? —preguntó Mark, admirando los trofeos. La alfombra de oso gris era particularmente impresionante… y probablemente ilegal como el infierno.
Foster sirvió un vaso de bourbon para su huésped.
—No sé cómo será en el Este, pero aquí, si peleas… peleas. Hasta el final, muchacho. Apuntas a tu adversario y lo pones a dormir eternamente con un disparo certero.
—Pero luego tienes que hacer desaparecer el cadáver —acotó Mark, bebiendo su bourbon. Foster sólo compraba whisky barato. Bueno, probablemente no podía darse el lujo de pagar el bueno.
Carcajada.
—¿Alguna vez oíste hablar de máquinas excavadoras? ¿Qué te parece un buen fuego?
En ese sector del estado muchos creían que Foster había matado a un policía. A resultas de eso, evitaba a la policía local… y los patrulleros de la autopista no permitían que se acercara a una milla del límite. Pero aunque habían encontrado el auto —incendiado, a cuarenta millas de distancia— el cadáver del policía desaparecido jamás fue hallado… y eso era todo. No había muchos posibles testigos en esa parte del estado, ni siquiera con una casa nueva a cinco millas. Mark bebió otro trago de bourbon y se respaldó en la silla de cuero.
—Es lindo ser parte de la naturaleza, ¿no?
—Sí, señor. Claro que sí. A veces pienso que entiendo a los indios, ¿sabes?
—¿Conoces a alguno?
—Oh, claro. Charlie Grayson es un Nez Percé, guía de cazadores. Él me consiguió mi caballo. Yo también lo hago a veces para conseguir un poco de dinero. Traigo caballos de las altas planicies y los vendo. Y también hay muchos renos.
—¿Y los osos?
—Hay suficientes —replicó Foster—. Principalmente negros, y algunos grizzlies.
—¿Qué usas? ¿Arco?
Gesto negativo bonachón con la cabeza.
—No. Admiro a los indios, pero no soy indio. Depende de lo que esté cazando y en qué país lo esté haciendo. Principalmente Winchester Mag .300 de acción rápida, pero en cotos cerrados me basta con un rifle semiautomático.
—¿Carga manual?
—Por supuesto. Es mucho más personal de ese modo. Hay que mostrar respeto por el juego, sabes, para tener contentos a los dioses de la montaña.
Foster sonrió al decir eso. Mark evaluó su sonrisa apropiada, ensoñada. En todo hombre civilizado había un pagano en potencia que realmente creía en los dioses de la montaña y en el apaciguamiento de los espíritus del juego mortal. Y él también creía en todo eso, a pesar de su educación técnica.
—¿Y tú qué haces, Mark?
—Me gradué en bioquímica molecular.
—¿Y eso qué significa?
—Oh, descubrir cómo sucede la vida. Por ejemplo, cómo hace el oso para tener tan buen olfato —prosiguió, mintiendo—. Puede resultar interesante, pero mi verdadera vida empieza cuando vengo a lugares como este, y salgo de cacería, y conozco hombres que entienden el juego mejor que yo. Tipos como tú —concluyó Mark, alzando su vaso en homenaje—. ¿Y tú?
—Ah, bueno, estoy retirado. Yo también hice lo mío. ¿Me creerías si te digo que fui geólogo de una empresa petrolera?
—¿Dónde trabajabas?
—En todo el mundo. Tenía buen olfato y las petroleras me pagaban muy bien por descubrir yacimientos, ¿sabes? Pero tuve que dejar. Llegué al límite en que… bueno, tú vuelas seguido, ¿no?
—Bastante —confirmó Mark.
—El hollín pardusco —dijo Foster.
—¿Eh?
—Vamos, se ve en todo el mundo. Superando los treinta mil pies de altura ves el hollín pardusco. Hidrocarbonos complejos, principalmente producidos por los aviones de pasajeros. Un día, volviendo de París… había hecho conexión desde Brunei, venía en sentido contrario porque quería bajar en Europa para encontrarme con un amigo. Bueno, como fuera, ahí estaba yo, en un maldito 747, en el medio del maldito océano Atlántico, a unas cuatro horas de la primera franja de tierra, ¿sabes? Asiento de primera clase, bebiendo un trago, mirando por la ventana… y ahí estaba, el hollín… esa maldita mierda marrón. Comprendí que estaba colaborando en la producción de esa porquería, ensuciando la jodida atmósfera. Como fuera —prosiguió Foster—, ese fue el momento de mi… conversión. Supongo que podemos llamarla así. Envié mi renuncia la semana siguiente, cambié mis acciones a la mitad de su valor y compré este lugar. Y ahora me dedico a la caza y la pesca, trabajo como guía en el otoño, leo muchísimo, escribí un librito acerca de los efectos de los productos petroleros sobre el medio ambiente, y eso es todo.
El libro le llamó la atención a Mark, por supuesto. La historia del hollín pardusco figuraba en el pobremente escrito prefacio. Foster era un creyente, pero no un estúpido. Su casa tenía electricidad y teléfono. Mark había visto una computadora Gateway sobre el piso, junto al escritorio. Incluso tenía TV satelital, además de la usual camioneta Chevy con armero en la ventana trasera… y excavadora diesel. Entonces, tal vez fuera un creyente, pero no estaba demasiado loco. Eso era bueno, pensó Mark. Sólo había que ser un poco loco. Foster lo era. El hecho de que hubiera matado al policía era la prueba.
Foster devolvió su mirada amistosa. Había conocido tipos como él en Exxon. Académico, sí, pero inteligente, de esos a los que no les importa ensuciarse las manos. Bioquímica molecular. No tenían esa carrera en la Colorado School of Mines, pero Foster estaba suscripto a la Science News y sabía de qué se trataba. Era uno de los que interferían con la vida… pero, extrañamente, entendía de ciervos y renos. Bueno, el mundo era un lugar complicado. En ese mismo momento, su huésped vio el bloque de Lucite sobre la mesa ratona.
—¿Qué es esto? —preguntó Mark, levantándolo.
Foster sonrió con suspicacia.
—¿Qué parece?
—Bueno, podría ser marcasita o…
—No es hierro. Conozco mis rocas, señor.
—¿Oro? ¿De dónde?
—Lo encontré en mi arroyo, a unas trescientas yardas de aquí —señaló Foster.
—Es una pepita de buen tamaño.
—Cinco onzas y media. Aproximadamente dos mil dólares. Sabes, la gente (de raza blanca) estuvo viviendo en este mismo lugar más de cien años, pero nadie vio lo que había en el arroyo. Algún día tendré que rastrearlo y ver si hay una buena veta. Debería haberla, porque en la base de la grande hay cuarzo. Las minas de cuarzo y oro tienden a ser muy ricas, por la manera en que emerge el mineral del centro de la tierra. Esta región es predominantemente volcánica, está llena de géiseres y cosas por el estilo —le recordó a su huésped—. De vez en cuando sufrimos temblores de tierra.
—Entonces, ¿podrías ser dueño de una mina de oro?
Risotada.
—Sí. Qué ironía, ¿no? Pagué la tarifa normal por tierra de pastoreo… ni siquiera lo normal, por las montañas. El último tipo que tuvo rancho aquí se quejaba de que sus animales perdían peso trepando en busca de pastos más tiernos.
—¿Es grande?
Gesto displicente.
—No puedo saberlo, pero si se la mostrara a algunos tipos que fueron a la escuela conmigo, bien, supongo que muchos invertirían diez o veinte millones para averiguarlo. Como dije, es un yacimiento de cuarzo. La gente apuesta fuerte en esos casos. El precio del oro está bajo, pero si sale de la tierra en estado puro… bueno, es mucho más valioso que el carbón, ¿sabes?
—Entonces, ¿por qué no…?
—Porque no lo necesito y es un proceso horrible de contemplar. Incluso peor que las excavaciones petroleras. Esas se pueden controlar un poco. Pero una mina… imposible. Nunca desaparece. Los desechos no desaparecen. El arsénico se filtra en el agua terrestre y se queda allí para siempre. De todos modos, tengo un par de piedras en la bolsa, y si alguna vez necesito dinero, bueno, ya sé qué hacer.
—¿Con qué frecuencia revisa el arroyo?
—Cuando pesco… truchas, ¿ves? —Señaló una muy grande que colgaba de la pared de troncos—. Cada tercera o cuarta vez que voy a pescar, encuentro otra pepita. En realidad, supongo que el depósito debe haber quedado al descubierto recientemente. De otro modo, los lugareños lo hubieran detectado hace tiempo. Diablos, tal vez debería rastrearlo y ver dónde empieza, pero temo caer en la tentación. ¿Para qué? —concluyó Foster—. Podría tener un momento de debilidad e ir contra mis principios. De todos modos, no creo que vaya a moverse, ¿verdad?
Mark gruñó.
—Supongo que no. ¿Tienes más de estas?
—Claro —Foster se levantó, abrió el cajón de su escritorio y le arrojó una alforja de cuero. Mark la atajó en el aire, sorprendido por el peso, casi diez libras. Tiró del cordel y extrajo una pepita. Tenía el tamaño de medio dólar, mitad oro, mitad cuarzo, mucho más bella por esa imperfección.
—¿Estás casado? —preguntó Foster.
—Sí. Tengo esposa y dos hijos.
—Quédate con eso, entonces. Manda hacer unos pendientes y regálaselos para su cumpleaños o lo que sea.
—No puedo hacer eso. Esto vale más de dos mil dólares.
Foster hizo un gesto desdeñoso.
—Carajo, sólo sirven para ocupar lugar en mi escritorio. ¿Por qué no hacer feliz a alguien con ellas? Además, tú entiendes, Mark. Creo que de verdad entiendes.
Sí, pensó Mark. Foster lo estaba reclutando.
—¿Y si te dijera que existe una manera de hacer desaparecer ese hollín pardusco…?
Mirada inquisitiva.
—¿Estás hablando de algún organismo que lo devore o algo por el estilo?
Mark levantó la vista.
—No, no exactamente…
¿Cuánto más podría decirle? Debía ser muy cauteloso. Acababan de conocerse.
—Conseguir el avión es cosa tuya. En cuanto al destino del vuelo, en eso sí podremos ayudarte —le aseguró Popov a su anfitrión.
—¿Cuál sería el destino? —preguntó el anfitrión.
—La clave está en salirse del radar de control de tráfico aéreo y alejarse lo suficiente para que no te rastreen los aviones de combate, como bien sabes. Luego, si puedes aterrizar en un lugar amigo y encargarte de la tripulación antes de llegar a destino, volver a pintar el avión no será difícil. Luego podríamos destruirlo, incluso desmantelarlo para vender las partes principales, motores y cosas por el estilo. Podrían evaporarse fácilmente en el mercado negro internacional cambiando algunas placas identificadoras —explicó Popov—. Ya pasó más de una vez, como bien sabes. Los servicios de inteligencia y agencias políticas occidentales no publicitan esa clase de hechos, por supuesto.
—El mundo está plagado de sistemas de radar —objetó el anfitrión.
—Es cierto —concedió Popov—, pero los radares de tráfico aéreo no ven los aviones propiamente dichos. Ven las señales de retorno de los radares de los aviones. Solamente los radares militares ven los aviones, ¿y qué país africano posee una red adecuada de defensa aérea? Además, agregando un simple transmisor de interferencias a los sistemas de radio del avión, podrías reducir notablemente las posibilidades de rastrearte. Tu huida no será un problema, siempre y cuando logres llegar a un aeropuerto internacional, amigo mío. Eso —le recordó— es lo más difícil. Una vez que desaparezcas sobre África… bueno, entonces todo quedará a tu criterio. Podrás elegir tu país de destino por razones de pureza ideológica o cambio monetario. Tú decides. Recomiendo la primera opción, pero la última también es posible —concluyó Popov. África no se había convertido aún en caldo de cultivo de la ley y la integridad internacionales, pero tenía cientos de aeropuertos en condiciones de recibir aviones comerciales.
—Lamento lo de Ernst —dijo en voz baja su anfitrión.
—¡Ernst era un imbécil! —contraatacó su amiguita con gesto furibundo—. Tendría que haber robado un banco más chico. Pero se metió en el medio de Berna. Quiso hacer una declaración de principios —masculló Petra Dortmund. Hasta ese momento, Popov sólo la conocía por reputación. Probablemente había sido bonita, incluso bella, pero su cabello otrora rubio estaba teñido de marrón y su rostro delgado era severo, con los pómulos hundidos y flojos y los ojos enmarcados por enormes ojeras oscuras. Era prácticamente irreconocible, de allí que la policía europea todavía no la hubiera atrapado junto a su amante de siempre, Hans Fürchtner.
Fürchtner había recorrido el camino inverso. Tenía por lo menos treinta kilos de sobrepeso, y su tupido cabello oscuro y su barba habían desaparecido. Parecía un banquero, gordo y feliz. Ya no era el comunista serio, impulsivo y comprometido de las décadas del 70 y el 80… o por lo menos no estaba a la vista. Hans y Petra vivían en una casa decente en las montañas, al sur de Munich. Sus vecinos creían que eran artistas… ambos tenían el hobby de pintar, desconocido por la policía de su país. Incluso vendían sus obras a pequeñas galerías de vez en cuando. Ganaban lo suficiente para alimentarse, pero no para mantener el tren de vida al que estaban acostumbrados.
Debían extrañar las casas seguras en la antigua Checoslovaquia, pensó Dimitri. Bajar del avión y ser trasladados en auto a lugares cómodos, sino lujosos, comprar en las tiendas «especiales» mantenidas por la elite local del Partido, recibir visitas frecuentes de oficiales de inteligencia que les proporcionaban la información necesaria para planear la próxima operación. Fürchtner y Dortmund habían realizado varias operaciones decentes. La mejor de todas fue el secuestro e interrogatorio del sargento estadounidense que trabajaba con proyectiles de artillería nuclear… misión que les fue asignada por el GRU soviético. Todos habían aprendido mucho gracias a esa misión, y la mayoría de los conocimientos todavía eran útiles, pues el sargento era experto en los sistemas de seguridad estadounidenses PAL (eslabón permisible de acción). Su cadáver fue hallado mucho después en las montañas nevadas del sur de Bavaria; se dijo que había muerto en un horrible accidente de tránsito. O eso pensó el GRU basándose en los informes de sus agentes en el alto mando de la OTAN.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres averiguar? —preguntó Dortmund.
—Los códigos de acceso electrónico al sistema de comercio internacional.
—¿Tú también te has convertido en un vulgar ladrón? —preguntó Hans, adelantándose al reproche de Petra.
—Mi sponsor es un ladrón bastante excepcional. Si queremos recuperar una alternativa socialista y progresista al capitalismo, necesitaremos fondos y además tendremos que instigar cierta falta de confianza en el sistema nervioso capitalista, ¿no les parece? —Popov hizo una pausa breve—. Ustedes saben quién soy. Saben dónde trabajé. ¿Creen que he olvidado mi tierra natal? ¿Acaso creen que he traicionado mis creencias? Mi padre peleó en Stalingrado y Kursk. Supo lo que es verse obligado a retroceder, sufrir la derrota… Pero no se rindió ¡jamás! —prosiguió acaloradamente—. ¿Por qué creen que arriesgo mi vida estando aquí? Los contrarrevolucionarios de Moscú no verían con buenos ojos mi misión… ¡pero no son la única fuerza política en la Madre Rusia!
—Ahhh —observó Petra Dortmund, poniéndose repentinamente seria—. Entonces, ¿crees que no todo está perdido?
—¿Alguna vez pensaste que la marcha incontenible de la humanidad no sufriría reveses? Es cierto que perdimos el rumbo. Lo vi con mis propios ojos en la KGB, vi la corrupción en los puestos más altos. Eso fue lo que nos venció… ¡no Occidente! Lo vi con mis propios ojos cuando era capitán, la hija de Brezhnev… usó el Palacio de Invierno para su fiesta de casamiento. ¡Como si fuera la Gran Duquesa Anastasia en persona! Mi función en la KGB era aprender de Occidente, conocer sus planes y sus secretos… pero nuestra nomenklatura sólo incorporó la corrupción occidental. Bien, hemos aprendido esa lección. Y de muchas maneras, amigos míos. Uno es comunista o no lo es. Cree o no cree. Actúa de acuerdo con sus creencias o no.
—Nos pides demasiado —señaló Hans.
—Serán adecuadamente recompensados. Mi sponsor…
—¿Quién es? —preguntó Petra.
—No pueden saberlo —replicó tranquilamente Popov—. ¿Acaso creen ser los únicos que corren riesgos en esto? ¿Y yo? En cuanto a mi sponsor, no, no pueden conocer su identidad. La seguridad de la operación es primordial. Suponía que sabían estas cosas —les recordó. No lo tomaron a mal, tal como esperaba Popov. Esos dos imbéciles eran verdaderos creyentes, como Ernst Model, sólo que un poco más brillantes y mucho más viciosos. Ese infortunado sargento estadounidense seguramente lo habría comprobado mirando incrédulo los todavía adorables ojos azules de Petra Dortmund mientras ella aplicaba el martillo sobre las distintas partes de su cuerpo.
—Entonces, Iosef Andréyevich —dijo Hans (conocían a Popov por uno de sus tantos nombres secretos, en este caso I. A. Serov)—, ¿cuándo quieres que actuemos?
—Lo más rápido posible. Los llamaré dentro de una semana para ver si siguen dispuestos a realizar esta misión y…
—Estamos dispuestos —le aseguró Petra—. Tenemos que planearla.
—En ese caso, los llamaré dentro de una semana para conocer el organigrama. Necesitaré cuatro días para activar mi parte de la operación. Un dato adicional: la misión depende del emplazamiento del portaviones estadounidense en el Mediterráneo. Si se encuentra en el Mediterráneo occidental no podrán iniciar la misión, porque en ese caso los aviones de combate podrían rastrear el vuelo de ustedes. Deseamos que esta misión sea un éxito, amigos míos —luego negociaron el precio. No resultó difícil. Hans y Petra conocían a Popov de los viejos tiempos y prefirieron que fuera él mismo quien les pagara.
Diez minutos después, Popov les estrechó la mano y partió, esta vez en un BMW alquilado rumbo a la frontera austríaca. La ruta estaba despejada, el paisaje era bello y Dimitri Arkadeyevich volvió a pensar en sus anfitriones con curiosidad. La única verdad que les había dicho era que su padre había peleado en las campañas de Stalingrado y Kursk y le había contado muchas cosas sobre su vida como comandante de tanque en la Gran Guerra Patriótica. Los alemanes tenían algo raro, lo había aprendido por experiencia propia trabajando para el Comité de Seguridad Estatal. Si les daban un hombre montado a caballo, eran capaces de seguirlo hasta la muerte. Parecía que anhelaban tener algo o alguien a quien seguir. Qué raro. Pero esa rareza servía a sus propósitos, y a los de su empleador, y si estos alemanes querían seguir a un caballo rojo —un caballo rojo muerto, recordó Popov con una sonrisa y un gruñido—, bien, mala suerte para ellos. Los únicos inocentes implicados eran los banqueros a quienes intentarían raptar. Pero al menos no los torturarían como a aquel pobre sargento negro estadounidense. No creía que Hans y Petra llegaran tan lejos esta vez, aunque las capacidades de la policía y los militares austríacos eran un misterio para él. Misterio que seguramente descubriría, de una u otra manera.
Era extraño cómo funcionaba. El Comando 1 era ahora el Comando de Avanzada, listo para salir de Hereford en cualquier momento mientras el Comando 2 de Chávez esperaba su próxima oportunidad. Pero era este último el que hacía los ejercicios más complejos; el primero sólo hacía su PT matutino y entrenamiento de rutina en el polígono de tiro. Técnicamente los preocupaba que un miembro del comando resultara herido e incluso mutilado por un accidente en la práctica, provocando el desmembramiento del grupo en un momento delicado.
El maestro jefe de maquinarias Miguel Chin pertenecía al equipo de Peter Covington. Anteriormente SEAL de la Armada de EE.UU., fue separado del Comando Six con base en Norfolk para unirse a Rainbow. Hijo de madre latina y padre chino, se había criado en Los Angeles este, igual que Chávez. Ding lo vio fumando un cigarro frente al edificio del C-1 y se acercó a charlar con él.
—Hola, jefe —saludó.
—Maestro jefe —lo corrigió Chin—. Equivale al CSM del ejército, señor.
—Mi nombre es Ding, mano.
—Mike —Chin le tendió la mano. Su cara le permitía pasar por cualquier cosa. Era corpulento como el Oso Vega y tenía el aire de quien estaba de vuelta de todas las cosas. Experto en toda clase de armas, su apretón de manos delató otra capacidad: la de arrancarle la cabeza a cualquiera que se metiera con él.
—Los cigarros son malos para la salud —acotó Ding.
—Así es la vida, Ding. ¿De qué parte de L.A.?
Ding le dijo dónde se había criado.
—¿Estás bromeando? Diablos, yo me crie a media milla de allí. Tú eras uno de los Banditos.
—No me digas…
Chin asintió.
—Piscadores, hasta que me harté. Un juez sugirió que me alistara o acabaría en la cárcel, así que fui con los marines… pero no me quisieron. Los muy mariquitas —comentó Chin, escupiendo un poco de tabaco de su cigarro—. Así que crucé los Grandes Lagos y me hice maquinista… pero luego escuché hablar de los SEAL y, bien, no es una mala vida, ¿sabes? Oí decir que eras de la CIA.
—Empecé como Once-Bravo. Hice un viajecito a Sudamérica que fue un fracaso total, pero conocí a nuestro Six en el trabajo y él me reclutó. Jamás me arrepentí.
—¿La CIA te mandó a la universidad?
—A George Manson, acabo de obtener el master. Relaciones internacionales —replicó Chávez con un guiño—. ¿Y tú?
—Sí, encaja bien, supongo que sí. Psicología, sólo me gradué, Old Dominion University. El Doc del equipo, Bellow. Es inteligente el muy hijo de puta. Sabe leer la mente. Tengo tres libros suyos en la mesa de luz.
—¿Cómo es Covington para trabajar?
—Bueno. Tiene experiencia. Sabe escuchar. Es un tipo reflexivo y considerado. Tenemos un buen equipo, pero como de costumbre no hay mucho que hacer. Como tu misión en el banco, Chávez. Limpia y rápida —Chin lanzó una bocanada de humo al cielo.
—Bueno, gracias, maestro jefe.
—¡Chávez! —gritó Peter Covington. Acababa de salir del edificio—. ¿Intentas robarme a mi número uno?
—Acabamos de descubrir que nos criamos a pocas cuadras de distancia, Peter.
—¿En serio? Notable —dijo el comandante del C-1.
—El tobillo de Harry se agravó un poco esta mañana. No tiene importancia, ya se tragó varias aspirinas —le informó Chin a su jefe—. Se disparó sin querer durante el entrenamiento —le explicó a Ding.
Malditos accidentes de práctica, pensaron los tres. Ese era el problema con esta clase de trabajo. Los integrantes de Rainbow habían sido elegidos por muchas razones, y su naturaleza brutalmente competitiva no era la menos importante. Todos competían con todos y cada uno se llevaba al límite en cada cosa que emprendía. Eso provocaba inevitablemente heridas y accidentes de entrenamiento… era un milagro que no tuvieran un comando entero en el hospital de la base. Pronto lo tendrían. Los Rainbow no podían modificar ese aspecto de sus personalidades así como no podían dejar de respirar. Eran más exigentes que los atletas de las Olimpiadas. A su juicio, uno era el mejor… o no era nada. Y por eso todos eran capaces de correr una milla a treinta o cuarenta segundos del récord mundial, usando botas en lugar de zapatillas. Tenía sentido en abstracto. Medio segundo podía ser la diferencia entre la vida y la muerte en situación de combate… e incluso peor, no la propia muerte o la de uno del equipo, sino la de un inocente, un rehén, la persona que habían jurado proteger y rescatar. Pero lo irónico era que el Comando de Avanzada tenía prohibido realizar entrenamiento pesado por temor a los accidentes, y de ese modo sus capacidades se degradaban ligeramente con el tiempo… en este caso, ya habían pasado dos semanas. Al comando de Covington le quedaban tres días más, y luego nuevamente le tocaría el turno a Chávez.
—Escuché decir que no te gusta el programa SWAT —dijo Chin.
—No mucho. Sirve para planear movimientos y tácticas, pero no es bueno para los rescates.
—Hace años que lo utilizamos —dijo Covington—. Mejoró mucho con el tiempo.
—Preferiría blancos vivos y equipo MILES —insistió Chávez, aludiendo al sistema de entrenamiento utilizado por el ejército de EE.UU., en el que cada soldado portaba receptores láser en el cuerpo.
—No es tan bueno a corta distancia —le informó Peter.
—Oh, nunca lo usé a corta distancia —confesó Ding—. Pero en la práctica, cuando nos acercamos, ya está todo cocinado. Nuestra gente no falla casi nunca.
—Es cierto —admitió Covington. Se oyó el crack de un rifle. Los rifleros de Rainbow estaban practicando en el polígono de mil yardas, compitiendo para ver quién lograba derribar al grupo más pequeño. El mejor era Homer Johnston, Rifle Dos-Uno de Ding, seguido de cerca por Sam Houston, riflero de Covington, un tipo capaz de plantar diez disparos consecutivos en un círculo de dos pulgadas a quinientas yardas de distancia. Los rifleros eran tiradores excepcionales, pero el problema era que su misión no era disparar sino acercarse lo más posible… más aún, debían tomar la decisión de entrar y atrapar a los sujetos, para lo cual dependían del doctor Bellow. El tiro, que practicaban diariamente, era la parte más tensa, indudablemente, pero también la más fácil técnica y operativamente. Ese era un aspecto un tanto perverso de la cosa, pero la de ellos era una actividad perversa.
—¿Algo a nivel amenaza? —preguntó Covington.
—Iba a ver, pero lo dudo, Peter —si los chicos malos que seguían pensando en portarse mal en Europa habían visto la cobertura televisiva del atentado en Berna… indudablemente se habrían calmado un poco.
—Muy bien, Ding. Tengo que revisar unos papeles —dijo Covington, volviendo a su edificio. Al escuchar eso, Chin arrojó su cigarro en el recipiente para fumadores y siguió a su jefe.
Chávez fue caminando hasta los cuarteles generales y le devolvió el saludo al guardia al entrar. Los británicos eran graciosos para saludar, pensó. Una vez adentro, encontró al mayor Bennett en su escritorio.
—Hola, Sam.
—Buen día, Ding. ¿Café?
—No, gracias. ¿Pasó algo en algún lugar?
Gesto negativo con la cabeza.
—Fue un día tranquilo. Ni siquiera hubo muchos crímenes.
Las fuentes de información sobre actividad criminal normal eran los teleprinters de varios servicios de noticias europeos. La experiencia indicaba que los servicios notificaban a los interesados en actividades ilegales más rápidamente que los canales oficiales, que generalmente enviaban la información por fax (vía segura) desde las embajadas estadounidenses y británicas en Europa. A falta de noticias inquietantes, Bennett estaba trabajando en su lista computarizada de terroristas conocidos, revisando las fotos y resúmenes escritos de lo que se sabía (generalmente muy poco) y lo que se sospechaba (no mucho más) de esa gente.
—¿Qué es esto? ¿Quién es esa? —preguntó Ding, señalando la computadora.
—Un juguetito nuevo. Lo trajimos del FBI. Envejece las fotos de los sujetos. Esta es Petra Dortmund. Sólo tenemos dos fotos de ella, ambas de hace casi quince años. Así que la estoy envejeciendo quince años. También le cambio un poco el color del cabello. Lo bueno de las mujeres… es que no tienen barba —comentó Bennett con una mueca burlona—. Y generalmente son demasiado vanidosas para engordar como cerdos, como hizo nuestro amigo Carlos. Esta es, mira esos ojos.
—No es la clase de chica que intentaría levantarme en el bar —observó Ding.
—Probablemente tampoco sería buena en la cama, Domingo —dijo Clark a sus espaldas—. Impresionante, Sam.
—Sí, señor. Lo instalamos esta mañana. Noonan lo pidió para mí en la División de Servicios Técnicos del FBI. Lo inventaron para identificar víctimas de secuestros años después de su desaparición. Resultó muy útil para eso. Luego alguien pensó que si servía para niños secuestrados en crecimiento, valía la pena probarlo en delincuentes adultos. Los ayudó a encontrar a un gran ladrón de bancos a principios de este año. De todos modos, este sería el aspecto actual de Fräulein Dortmund.
—¿Cómo se llama su media naranja?
—Hans Fürchtner —Bennett movió el mouse de su computadora y amplió la foto del tipo—. Dios mío, esta debe ser su foto de fin de año en la secundaria —leyó el epígrafe—. OK, le gusta beber cerveza… de modo que, aumentémosle unos cuantos kilitos —en segundos, la foto cambió—. Bigote… barba… —De una foto ya habían salido cuatro.
—Estos dos deben llevarse muy bien —comentó Chávez, recordando su archivo sobre la pareja—. Suponiendo que sigan juntos —pensando en eso, llegó a la oficina de Bellow.
—Hola, doc.
Bellow levantó la vista de su computadora.
—Buen día, Ding. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Recién estuvimos mirando fotos de dos muchachos malos: Petra Dortmund y Hans Fürchtner. Tengo una pregunta para usted.
—Adelante.
—¿Es posible que estas dos personas sigan juntas?
Bellow parpadeó un poco y se respaldó contra su silla.
—Muy buena pregunta. Esos dos… hice la evaluación para los archivos de activos… Probablemente siguen juntos. La ideología política puede ser un factor de unión, una parte importante de su compromiso mutuo. En primer lugar, fue su sistema de creencias lo que los llevó a unirse, y desde el punto de vista psicológico contrajeron matrimonio cuando lo pusieron en práctica… con los atentados terroristas. Según recuerdo, se sospecha que raptaron y asesinaron a un militar entre otras cosas. Y no olvide que una actividad como esa crea un fuerte vínculo interpersonal.
—Pero la mayoría de ellos son sociópatas, según usted —objetó Ding—. Y los sociópatas no…
—¿Estuvo leyendo mis libros? —preguntó Bellow con una sonrisa—. ¿Alguna vez escuchó decir que cuando dos personas se casan se transforman en una?
—Sí. ¿Y?
—En casos como el que nos ocupa, ese dicho se hace realidad. Son sociópatas, pero la ideología le otorga un ethos a su enfermedad… y eso es lo importante. Por eso, al compartir la ideología se transforman en una sola persona y sus tendencias sociopáticas se funden. En cuanto a esos dos, sospecho que tienen un matrimonio estable. De hecho, no me sorprendería enterarme de que se casaron legalmente, aunque probablemente no lo hayan hecho por iglesia —agregó con una sonrisa.
—¿Un matrimonio estable… con hijos?
Bellow asintió.
—Es posible. El aborto es ilegal en Alemania… en el sector Occidental, creo. ¿Elegirían tener hijos?… Buena pregunta. Necesito pensarlo.
—Y yo necesito saber más acerca de esa gente. Cómo piensan, cómo ven el mundo, esa clase de cosas.
Bellow volvió a sonreír, se levantó de su silla y fue a la biblioteca. Sacó uno de sus libros y se lo arrojó a Chávez.
—Pruebe con ese para empezar. Es un texto de la academia del FBI y fue la base de una conferencia que di hace unos años en el SAS. Supongo que gracias a eso estoy aquí.
—Gracias, doc —Chávez sopesó el libro y enfiló hacia la puerta. La visión del odio: dentro de la mente del terrorista. Ese era el título. No le haría mal entenderlos un poco más, aunque suponía que lo mejor que podía haber dentro de la mente de un terrorista era una bala de 10 mm y punta hueca entrando a toda velocidad.
Popov no había podido darles un número telefónico para ubicarlo. Hubiera sido muy poco profesional. Incluso un teléfono celular de propietario desconocido habría proporcionado a la policía una temible pista electrónica que rastrear. Por consiguiente, los llamó pocos días después a su casa. Ellos no sabían cómo manejaba el tema de los llamados, aunque había maneras de interferir o fraguar una llamada de larga distancia a través de instrumentos múltiples.
—Tengo el dinero. ¿Están preparados?
—Hans está allí en este momento, verificando los últimos detalles —replicó Petra—. Espero que estaremos listos dentro de cuarenta y ocho horas. ¿Y lo tuyo?
—Todo está en orden. Los llamaré dentro de dos días —dijo, cortando la comunicación. Salió de la cabina telefónica en el Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle y se dirigió a la parada de taxis. Su attaché estaba repleto de marcos alemanes. Lo impacientaba cambiar dinero en Europa. La cantidad equivalente de euros sería mucho más fácil de conseguir que las diversas monedas europeas.