CAPÍTULO 5

RAMIFICACIONES

El PT diario comenzaba a las 06:30 y concluía con una carrera de cinco millas que duraba exactamente cuarenta minutos. Esa mañana duró apenas treinta y ocho y Chávez se preguntó si el C-2 estaría festejando el éxito de la misión. Si así fuera, ¿era bueno o malo? Supuestamente, uno no debía sentirse bien después de matar seres humanos, ¿no? Era un pensamiento demasiado profundo para una neblinosa mañana inglesa.

Al final de la carrera, las duchas calientes eliminaron el sudor de los hombres. Por extraño que pareciera, la higiene era un poco más complicada para ese comando que para los soldados uniformados. Casi todos llevaban el cabello más largo de lo permitido por sus respectivas fuerzas con el fin de parecer hombres de negocios —aunque un tanto rústicos— cuando, vestidos con traje y corbata, abordaban, siempre en primera clase, los aviones comerciales que los llevarían a destino. Ding era quien tenía el cabello más corto, porque desde que estaba en la CIA se había esmerado en no diferenciarse de su época de sargento Ninja. Tendría que dejarlo crecer por lo menos un mes. Gruñó de solo pensarlo y entró a la ducha. Como comandante del C-2 tenía su propio compartimento privado, y gracias a eso tuvo el tiempo y la intimidad necesarios para admirar su cuerpo, siempre objeto de orgullo para Domingo Chávez. Sí, los ejercicios duros de la primera semana habían dado fruto. Estaba casi tan bien como en Fort Benning… y en aquel entonces, ¿cuántos años tenía? Veintiuno. Era un E-4 y uno de los hombres más pequeños de su clase. Le molestaba un poco que Patsy, alta y esbelta como su madre, le llevara diez centímetros. Pero ella sólo usaba tacos bajos para no acentuar la diferencia y, por otra parte, nadie se metía con él. Como su jefe, Ding tenía el aspecto de un hombre con quien no se jugaba. Especialmente esa mañana, pensó mientras se secaba. La noche anterior había liquidado a un tipo con un movimiento casi tan rápido y automático como el de cerrarse la bragueta. Mierda pura, Herr Guttenach.

Cuando volvió a casa, Patsy ya se había puesto su uniforme verde. Estaba en un turno rotativo OB/GYN, programada para realizar —bueno, para asistir— una cesárea esa mañana en el hospital local donde estaba terminando lo que en EE.UU. hubiera sido su año de residencia. Luego le tocaría el turno rotativo pediátrico, muy apropiado a juicio de ambos. Ya le había servido su tocino y sus huevos… que en Inglaterra parecían tener yemas más amarillas. Ding se preguntó si los ingleses alimentarían a sus pollos de otra manera.

—Me gustaría que comieras más sano —observó Patsy por enésima vez.

Domingo lanzó una carcajada y abrió el diario de la mañana, el Morning Telegraph.

—Querida, mi colesterol es uno-tres-cero, mi latido cardíaco en reposo es cincuenta-seis. ¡Soy una máquina de combate flexible y saludable, doctora!

—¿Pero qué pasará dentro de diez años? —Preguntó Patricia Chávez, M.D.

—Me habrán hecho diez revisiones médicas integrales y habré adecuado mi estilo de vida a los resultados —respondió Domingo Chávez, Master de Ciencia (Relaciones Internacionales), untando con manteca su tostada. El pan inglés era fabuloso. ¿Por qué se hablaba tan mal de la comida británica?—. Diablos, Patsy, mira a tu padre. Ese viejo miserable sigue en gran forma —pero esa mañana no había corrido… y en sus mejores momentos apenas podía sostener el ritmo impuesto por el C-2. Bueno, tenía más de cincuenta años. No obstante, su capacidad de tiro no había menguado en lo más mínimo. John se había ocupado de dejarlo muy en claro a los miembros del comando. Era uno de los mejores pistoleros que Chávez había visto en su vida, y mejor aún con el rifle. Era mortal, como Johnston y Weber, a los 400 metros. A pesar del traje que usaba para trabajar, Rainbow Six encabezaba la lista de hombres con los que no había que meterse.

En la primera página había un informe sobre los acontecimientos del día anterior en Berna. Ding lo leyó por encima y le pareció bastante correcto. Notable. El corresponsal del Telegraph debía tener buenos contactos con los policías… y les daba el crédito de la información. Bueno, todo bien. Se suponía que Rainbow debía permanecer en negro. Ningún comentario del Ministerio de Defensa sobre si el SAS había apoyado o no a la policía suiza. Eso le resultaba un tanto débil. Un «no» liso y llano hubiera sido mejor… pero de utilizar el monosílabo, la próxima vez que dijeran «sin comentarios» los periodistas lo tomarían como un «sí». Entonces, sí, probablemente tenía sentido. Todavía no había adquirido el don de la política, al menos a nivel instintivo. Tratar con los medios lo asustaba más que enfrentar armas cargadas… estaba entrenado para esto último, pero no para aquello otro. Sonrió al darse cuenta de que mientras la CIA tenía una oficina de relaciones públicas, Rainbow seguramente carecía de algo semejante. Bien, probablemente no les pagaban para publicitarse. Mientras Ding cavilaba sobre estas cosas, Patsy se había puesto el abrigo y enfilaba hacia la puerta. Corrió tras ella para darle un beso de despedida y la miró caminar hasta el coche familiar, esperando que se adaptara mejor que él a conducir del lado izquierdo del camino. Eso lo ponía un poco loco y exigía concentración constante. Lo más enloquecedor era la palanca de cambios en el medio, pero por suerte los pedales estaban en el mismo lugar que en los autos estadounidenses. Chávez se sentía un poco esquizofrénico manejando con la mano izquierda y el pie derecho. Lo peor de todo eran los giros. Ding se pasaba el tiempo deseando doblar a la derecha y no a la izquierda. Sería una manera estúpida de morir. Diez minutos después, enfundado en su uniforme de día, caminó hasta el edificio del C-2 para la segunda AAR.

Popov guardó su chequera en el bolsillo del saco. El banquero suizo ni siquiera había parpadeado al ver la maleta llena de dinero. Una máquina notablemente eficaz había contado los billetes y verificado simultáneamente sus denominaciones. La operación había tardado cuarenta y cinco minutos en total. El número de la cuenta era su viejo número de servicio en la KGB. Dentro de la chequera estaba la tarjeta comercial del banquero y su dirección en Internet para transferencias… el código había sido previamente acordado y escrito en su archivo bancario. El tema del fracaso de Model no había surgido. Popov supuso que leería la noticia en el International Herald Tribune que conseguiría en el aeropuerto.

Tenía pasaporte estadounidense. La compañía le había conseguido un status de residente extranjero e iba camino a obtener la ciudadanía, cosa que le resultaba bastante divertida ya que todavía conservaba su pasaporte de la Federación Rusa, más otros dos de su anterior carrera —con otros nombres pero con la misma foto— que aún podía usar en caso de necesidad. Esos tres estaban guardados en su maletín de viaje, en un pequeño compartimento que sólo podría descubrir un empleado de aduanas muy avezado, y sólo si se le advertía que había algo raro en el pasajero recién llegado.

Dos horas antes de la partida de su avión, Popov devolvió el auto que había alquilado, tomó el ómnibus hasta la terminal, atravesó el habitual zarandeo de pasaportes y equipajes, y enfiló hacia la sala de espera de primera clase para beber un café y comer una medialuna.

Bill Henriksen era un adicto a las noticias de primer orden. Al despertar, temprano como de costumbre, inmediatamente sintonizó la CNN, y luego cambió a Fox News con el control remoto mientras hacía sus ejercicios matinales de rutina. También tenía un diario sobre el tablero de la cinta. La primera página del New York Times cubría el evento de Berna, igual que Fox News… extrañamente, la CNN hablaba del caso pero no mostraba demasiado. Fox sí, retransmitía las imágenes de la TV suiza. Así pudo ver lo que había que ver del rescate. Pura vainilla, pensó Henriksen. Bengalas explosivas en las puertas principales —que hicieron saltar y desenfocarse un poco al camarógrafo, como siempre cuando alguien estaba demasiado cerca— y posterior ingreso de tiradores. No se escucharon disparos… por obra de los silenciadores. En cinco segundos todo había terminado. Entonces, los suizos tenían un comando SWAT bien entrenado. No era para asombrarse, aunque nadie conocía su existencia. Pocos minutos después, un tipo salió del banco y encendió su pipa. Quienquiera que fuese, probablemente el comandante del equipo, tenía cierto estilo, pensó Henriksen chequeando el millaje de la cinta. El equipo vestía el uniforme habitual: fajinas gris carbón con protector corporal Kevlar. Los policías uniformados entraron a rescatar a los rehenes luego de unos minutos. Sí, lo habían hecho muy bien… o, dicho de otro modo, los criminales/terroristas —el noticiero no aclaraba si eran ladrones o delincuentes políticos— no eran inteligentes. Bueno, ¿acaso estaba escrito que debían serlo? La próxima vez tendrían que elegir gente más capacitada si querían que la cosa funcionara. El teléfono sonaría dentro de unos minutos, estaba seguro, para invitarlo a hablar brevemente por televisión. Una molestia necesaria.

Sonó cuando estaba en la ducha. Hacía tiempo había hecho instalar un aparato junto a la puerta.

—Sí.

—¿Señor Henriksen?

—Sí. ¿Quién habla? —la voz no era familiar.

—Bob Smith de Fox News New York. ¿Ha visto la cobertura del atentado en Suiza?

—Sí, a decir verdad estuve viendo su noticiero.

—¿Existe la posibilidad de que venga a hacer un comentario?

—¿A qué hora? —preguntó Henriksen, aunque conocía de antemano la respuesta.

—Minutos después de las ocho, si fuera posible.

Hasta chequeó su reloj con un gesto automático y desperdiciado que nadie vería.

—Sí, está bien. ¿Cuánto tiempo me darán esta vez?

—Probablemente cuatro minutos.

—OK, estaré allí en una hora.

—Gracias, señor. Avisaré al guardia de su llegada.

—OK, nos vemos en una hora.

El chico debe ser nuevo, pensó Henriksen. Por eso no sabía que él era un comentarista regular del noticiero —¿por qué, si no, su nombre estaría incluido en el rolodex de Fox?— y que todos los guardias de seguridad lo conocían de vista. Una rápida taza de café y un bagel lo impulsaron hasta la puerta, y desde allí a su Porsche 911 rumbo al puente George Washington.

La Dra. Carol Brightling despertó, palmeó a Jiggs en la cabeza y saltó a la ducha. Diez minutos después, con una toalla enroscada en la cabeza, abrió la puerta y recogió los diarios de la mañana. La cafetera ya había hecho sus dos tazas de Mountain-Grown Folger’s y el recipiente plástico lleno de rodajas de melón la esperaba en la heladera. Encendió la radio para escuchar la edición matutina de All Things Considered, iniciando así su agenda de noticias… que continuaría durante toda la jornada. Su trabajo en la Casa Blanca consistía principalmente en leer… y hoy debía reunirse con ese energúmeno del Departamento de Energía que todavía consideraba importante construir bombas de hidrógeno. Estaba decidida a aconsejar al presidente lo contrario, por supuesto, consejo que probablemente declinaría sin darle explicaciones.

¿Para qué demonios la habría contratado esa administración? Se preguntó Carol. La respuesta era simple y obvia: política. El presidente había intentado valientemente evitar los enredos políticos en el año y medio que llevaba en el mandato. Además, ella era mujer y casi todos los allegados al presidente eran varones, cosa que había originado comentarios negativos en la prensa y otros organismos, haciendo que el presidente se ofuscara en su inocencia política. Pero la prensa se había burlado un poco más y sacado provecho de la situación. Y por eso le habían ofrecido el nombramiento y la habían tomado, dándole una oficina en el Old Executive Office Building y no en la Casa Blanca, con secretaria, asistente y estacionamiento en el West Executive Drive para su Honda de seis años… el único automóvil de fabricación japonesa de esa cuadra, acerca del que nadie había dicho una palabra, por supuesto, porque ella era mujer y había olvidado más cosas acerca de la política de Washington de las que el presidente lograría aprender jamás. Eso no dejaba de asombrarla, aunque se obligó a recordar que el presidente aprendía notablemente rápido. Pero no sabía escuchar, al menos en lo que a ella concernía.

Los medios lo dejaron salirse con la suya… porque los medios no eran amigos de nadie. Al carecer de convicciones propias publicaban lo que decía la gente, y por eso ella debía hablar oficialmente, extraoficialmente o casualmente con diversos periodistas. Algunos de ellos, los que cubrían regularmente Medio Ambiente, por lo menos entendían el lenguaje y por lo tanto se podía confiar en que escribieran adecuadamente sus artículos. Pero siempre incluían el costado «basura» de la ciencia: sí, tal vez su posición tenga mérito, pero la ciencia aún no es lo suficientemente firme y los modelos de computadora no son lo suficientemente específicos para justificar esta clase de acción, decía el otro costado. A resultas de esto, la opinión pública —tan mesurada en las encuestas— se había estancado, o incluso revertido un poco. El presidente no tenía precisamente un perfil ecológico, pero el muy hijo de puta se estaba saliendo con la suya… utilizando al mismo tiempo a Carol Brightling como camuflaje político ¡o incluso como cubierta política! Eso la dejaba perpleja… o la hubiera dejado perpleja en otras circunstancias. Pero allí estaba, abrochándose la falda antes de ponerse la chaqueta, convertida en asesora jerárquica del presidente de Estados Unidos. Eso significaba que lo veía un par de veces por semana. Significaba que él leía sus informes y recomendaciones políticas. Significaba que ella tenía acceso a la gente del primer cajón de los medios y era libre para continuar con su propia agenda… dentro de lo razonable.

Pero era ella la que pagaba el precio. Siempre era ella, pensó Carol, agachándose para tirarle de las orejas a Jiggs antes de salir. El gato pasaría el día haciendo lo que fuera que hacía, principalmente durmiendo en el antepecho de la ventana, probablemente esperando que su ama regresara y le ofreciera su ración de Frisky. Pensó, no por primera vez, en comprarle un ratón vivo para que jugara y después se lo comiera. Era un proceso fascinante de observar, predador y presa, cada uno en su papel… tal como supuestamente era el mundo. Tal como había sido por incontables siglos hasta los últimos dos. Hasta que el Hombre había empezado a cambiarlo todo, pensó mientras encendía el motor. Miró los adoquines de la calle —los de ese barrio tradicional de Georgetown eran adoquines auténticos, recorridos por vías de tranvía— y los edificios de ladrillo que habían cubierto lo que probablemente había sido un bosque de robles menos de dos siglos atrás. Del otro lado del río era peor todavía, sólo Theodore Roosevelt Island se conservaba en estado prístino… aunque interferida por el rugido de los motores a retropropulsión. Un minuto después llegó a M Street y giró hacia Pennsylvania Avenue. Como de costumbre, se había adelantado a la hora pico. Atravesó tranquilamente la amplia avenida, dobló a la derecha y buscó su estacionamiento —no estaban reservados pero cada uno tenía el suyo, y el de ella estaba a unos metros de la Entrada Oeste. Como era empleada regular, no debió someterse al olfato de los perros. El Servicio Secreto usaba malinois belgas —parecidos a los pastores alemanes, pero marrones; de olfato agudo y cerebro rápido— para detectar explosivos en los automóviles. Su pase de la Casa Blanca le permitió ingresar al complejo, subir las escaleras que llevaban al OEOB y llegar finalmente a su oficina. Más que oficina era un cubículo, aunque mucho más grande que el de su secretaria y su asistente. Sobre su escritorio reposaban el Early Bird —selección de artículos de diversos periódicos nacionales considerados importantes por las personas que trabajaban en el edificio—, un ejemplar de Science Weekly, otro de Scientific American y varias publicaciones médicas. Las publicaciones medioambientalistas llegarían dos días después. Todavía no había alcanzado a sentarse cuando su secretaria Margot Evans hizo su aparición con la carpeta codificada sobre política de armas nucleares, documento que tendría que revisar antes de ofrecer al presidente un consejo que rechazaría. Lo más molesto era, por supuesto, que tendría que pensar para producir el informe que el presidente no vacilaría en rechazar. Pero no podía darle motivos para aceptar, con gran renuencia pública, su renuncia… rara vez alguien de ese nivel renunciaba por las suyas, aunque los medios hacían oídos sordos al asunto. ¿Por qué no dar un paso más allá de lo habitual y recomendar el cierre del reactor de Hanford, Washington? El único reactor estadounidense con el mismo diseño que Chernobyl, creado para producir plutonio (Pu 239) para armas nucleares, el peor artilugio inventado por la mente de los hombres guerreros. Había nuevos problemas en Hanford, habían descubierto nuevas filtraciones en los tanques de almacenamiento antes de que contaminaran el agua, pero la filtración seguía siendo una amenaza contra el medio ambiente y era muy costoso repararla. La mezcla química presente en esos tanques era horriblemente corrosiva y letalmente tóxica y radiactiva… y el presidente tampoco le prestaría atención en esto.

El aspecto científico de sus objeciones a Hanford era real, y hasta Red Lowell se preocupaba por eso… ¡pero igualmente quería construir un nuevo Hanford! ¡Ni siquiera este presidente podría tolerarlo!

Convencida de esto, la Dra. Brightling se sirvió una taza de café y empezó a leer el Early Bird mientras cavilaba acerca de su próxima y desahuciada recomendación al presidente.

—Entonces, Sr. Henriksen, ¿quiénes eran? —preguntó el comentarista de la mañana.

—Sólo conocemos el nombre del supuesto líder, Ernst Model. Model formó parte de la banda Baader-Meinhof, notorio grupo terrorista alemán de las décadas de 1970 y 1980. Salió de la escena pública hace aproximadamente diez años. Sería interesante averiguar dónde estuvo escondido.

—¿Usted tenía un archivo sobre Model cuando trabajaba con el Comando de Rescate de Rehenes del FBI?

Leve sonrisa para acompañar la definida respuesta.

—Oh, sí. Conozco su cara, pero el señor Model pasará a engrosar los archivos de inactivos.

—¿Fue un atentado terrorista o sólo un robo a un banco?

—Es imposible decirlo a partir de los informes de prensa, pero no desdeñaría la motivación del robo. Una de las cosas que la gente suele olvidar acerca de los terroristas es que ellos también necesitan comer… y para eso hay que tener dinero. Hay incontables precedentes de criminales supuestamente políticos que violaron la ley para mantenerse. Aquí, en Estados Unidos, los AEB —la Alianza, la Espada y el Brazo del Señor, como les gustaba autodenominarse— robaban bancos para mantenerse. En Alemania, los Baader-Meinhof raptaban personas para extorsionar a las familias y socios de las víctimas.

—Entonces, ¿en su opinión son vulgares criminales?

Asentimiento. Expresión seria y reconcentrada.

—El terrorismo es un crimen. Ese es el dogma del FBI, de donde yo provengo. Y los cuatro que murieron ayer en Suiza eran criminales. Desafortunadamente para ellos, la policía suiza ha reunido y entrenado un excelente equipo profesional para operaciones especiales.

—¿Cómo calificaría a la operación?

—Muy buena. La cobertura televisiva no mostró ningún error. Todos los rehenes fueron rescatados, y todos los criminales fueron eliminados. Eso no es excepcional en atentados de esta clase. En abstracto, uno preferiría atrapar a los criminales con vida de ser posible, pero no siempre es posible… y la vida de los rehenes tiene absoluta prioridad en casos como este.

—Pero los terroristas también tienen derechos…

—Por cuestiones de principios, sí, los tienen, tienen los mismos derechos que los demás criminales. También enseñamos eso en el FBI, y lo mejor que uno puede hacer como agente de la ley en un caso como este es arrestarlos, ponerlos frente a un juez y un jurado y condenarlos, pero recuerde que los rehenes son víctimas inocentes cuyas vidas corren peligro debido a las acciones de los criminales. Por consiguiente, uno intenta darles la oportunidad de rendirse… realmente, uno intenta desarmarlos si puede. Pero casi nunca puede darse el lujo de hacerlo —prosiguió Henriksen—. Basándome en lo que vi por televisión, el comando suizo actuó tal como nos enseñaron a hacerlo en Quantico. Uno utiliza la fuerza mortífera sólo cuando es necesario… pero, cuando es necesario, la utiliza.

—¿Y quién decide cuándo es necesario?

—El comandante toma esa decisión basándose en su entrenamiento, su experiencia y su destreza. —Y luego, pensó Henriksen para sus adentros, los tipos suspicaces como usted hacen especulaciones malintencionadas durante un par de semanas.

—Su compañía entrena a la policía local en tácticas SWAT, ¿verdad?

—Sí, así es. Tenemos numerosos veteranos del CRR del FBI, la Fuerza Delta y otras organizaciones «especiales», y podríamos utilizar esta operación suiza como ejemplo a seguir —dijo Henriksen… porque la suya era una corporación internacional que también entrenaba fuerzas policiales extranjeras, y el hecho de ser amable con los suizos no afectaría en nada su buen nombre.

—Bien, señor Henriksen, gracias por compartir sus opiniones con nosotros. William Henriksen, experto en terrorismo internacional, CEO de Global Security Inc., firma consultora internacional. Son las ocho veinticuatro minutos.

En el estudio, Henriksen mantuvo una expresión serena y profesional hasta cinco segundos después de que se apagara la cámara más próxima. En los cuarteles generales de su empresa habrían grabado la entrevista para agregarla a la vasta video-biblioteca sobre el tema. La GSI era conocida en el mundo entero y el video de presentación incluía fragmentos de entrevistas. El director del piso lo acompañó a la sala de maquillaje. Una vez liberado del polvo facial, caminó tranquilamente hasta su auto.

Había resultado bien, pensó, revisando su lista mental. Tendría que averiguar quién había entrenado a los suizos. Uno de sus contactos debería ocuparse de eso. Si se trataba de una compañía privada, sería competencia seria, pero era probable que fuera el mismo ejército suizo —tal vez integrantes de una formación militar disfrazados de policías— con asistencia técnica del GSG-9 alemán. Un par de llamadas telefónicas lo ayudarían a ponerse al tanto.

El Airbus A-340 de Popov aterrizó puntualmente en el aeropuerto internacional JFK. Uno siempre podía confiar en la puntualidad suiza. El comando policial seguramente tenía un plan preestablecido para las acciones de la noche anterior, pensó astutamente. Su asiento de primera clase estaba cerca de la puerta y fue el tercer pasajero en abandonar el avión, retirar su equipaje y pasar por la aduana. Sabía por experiencia que EE.UU. era el país más difícil para ingresar como extranjero… aunque con un mínimo equipaje y nada que declarar el proceso fue levemente más fácil esa vez. Los empleados de aduana fueron amables y le indicaron el camino a la parada de taxis donde, por la acostumbrada tarifa exorbitante, contrató a un chofer paquistaní para que lo llevara a la ciudad. Como de costumbre, no pudo evitar preguntarse si los taxistas tendrían un arreglo con el personal de la aduana. Pero el costo del taxi pasaría a su lista de gastos —lo cual significaba que necesitaría un recibo— y, además, llegaría el día en que no tendría que preocuparse por esas nimiedades, ¿verdad? Sonrió al contemplar la jungla urbana, cada vez más densa a medida que se acercaban a Manhattan.

El taxi lo dejó frente a su edificio. El piso era pagado por su empleador. Para él era un gasto deducible de sus impuestos (Popov empezaba a comprender las leyes impositivas estadounidenses). Pasó unos minutos arrojando ropa sucia en el canasto y colgando trajes. Luego bajó las escaleras y le pidió al portero que le consiguiera un taxi. Tardó otros quince minutos en llegar a la oficina.

—Entonces, ¿cómo anduvo la cosa? —preguntó el jefe. Había un zumbido extraño en la oficina, destinado a interferir posibles espionajes auditivos de empresas rivales. El espionaje entre corporaciones era un factor importante en la vida de la compañía de su patrón, y sus defensas eran tan eficaces como las de la desaparecida KGB. Y Popov había creído alguna vez que los gobiernos tenían los mejores equipos. Ciertamente, ese concepto era falso en EE.UU.

—Fue casi como esperaba. Eran tontos… en realidad un poco amateurs, a pesar de todo el entrenamiento que les dimos en la década del 80. Les dije que robaran el banco para encubrir su verdadera misión…

—¿Que era cuál?

—Hacer que los mataran —replicó en el acto Dimitri Arkadeyevich—. Al menos, creí que esas eran sus intenciones, señor —sus palabras provocaron una clase de sonrisa a la que Popov no estaba acostumbrado. Decidió chequear las acciones del banco. ¿Acaso el propósito de la «misión» había sido afectar el posicionamiento del banco? No parecía probable, pero aunque no necesitaba saber por qué hacía lo que hacía, su curiosidad natural acababa de despertarse. Ese hombre lo estaba tratando como a un mercenario, y aunque Popov sabía que se había transformado en eso al dejar de servir a su país, el concepto de mercenario ofendía de manera vaga y distante su sentido de profesionalismo—. ¿Necesitará mis servicios?

—¿Qué pasó con el dinero? —quiso saber el jefe.

Respuesta tímida:

—Estoy seguro de que los suizos le encontrarán utilidad —no le cabían dudas acerca de las habilidades de su banquero—. ¿Seguramente no esperaba que lo recuperara?

Gesto negativo del jefe.

—No, en realidad no. De todos modos, era una suma ínfima.

Popov asintió comprensivamente. ¿Suma ínfima? Ningún agente soviético había ganado tanto de una sola vez —la KGB siempre había sido tacaña en sus pagos, sin tener en cuenta la importancia de la información obtenida— ni la KGB había tratado con tanta negligencia su efectivo. Había que dar cuenta de cada rublo, ¡de otro modo los contadores de porotos de Dzerzhinsky 2 arrojarían el rayo del demonio contra el oficial de campo que se hubiera mostrado tan laxo en sus operaciones! Popov se preguntó cómo lavaría el dinero su empleador. Si uno depositaba o retiraba diez mil dólares en efectivo en EE.UU., el banco estaba obligado a consignarlo por escrito. Supuestamente esto iba en contra de los narcotraficantes, pero ellos se las ingeniaban para seguir con lo suyo. ¿Otros países tendrían regulaciones similares? Popov no lo sabía. Suiza no, estaba seguro, pero esa cantidad de billetes no se materializaba en la bóveda del banco, ¿no? Su jefe lo había manejado de algún modo, y muy bien. Ernst Model tal vez fuera un amateur, pero ese hombre no. Debería tenerlo en cuenta, pensó el exespía en grandes letras rojas mentales.

Hubo unos segundos de silencio. Y luego:

—Sí, necesitaré otra operación.

—¿Exactamente qué? —preguntó Popov, y obtuvo una respuesta inmediata—. Ah.

Asintió. Incluso había usado la palabra correcta: operación. Muy extraño. Dimitri se preguntó si debería informarse mejor acerca de su empleador. Después de todo, su propia vida estaba en sus manos… y la del empleador en las suyas, por supuesto, pero la vida del otro no lo preocupaba en lo más mínimo. ¿Sería muy difícil? Para alguien que tenía computadora y módem ya no era difícil… siempre y cuando tuviera tiempo. Por ahora, pasaría sólo una noche en su piso antes de volver a cruzar el océano. Bien, era una buena manera de curar el malestar provocado por los viajes en avión.

Parecían robots, pensó Chávez, observando la imagen generada por computadora. Los rehenes también, pero en ese caso los rehenes eran criaturas generadas por computadora, niñas con vestidos o jumpers a rayas rojas y blancas… Ding jamás reconocería la diferencia entre un vestido y un jumper. Se trataba claramente de un efecto psicológico programado en el sistema por la persona que había establecido los parámetros del programa llamado SWAT 6.3.2. Una empresa de California lo había producido por primera vez para la Fuerza Delta por contrato DOD supervisado por la Corporación RAND.

Era costoso de usar, principalmente por el traje electrónico que llevaba puesto. Pesaba lo mismo que el habitual traje negro de las misiones y estaba lleno hasta los guantes de cables y sensores de cobre que informaban a la computadora —una vieja Cray YMP— todo lo que hacía su cuerpo, y a su vez proyectaban imágenes generadas por computadora en sus lentes especiales. El Dr. Bellow leía los textos, desempeñando el rol de líder de los malos y asesor de los buenos en el juego. Ding giró la cabeza y vio a Eddie Price a sus espaldas. Hank Patterson y Steve Lincoln estaban en la otra esquina virtual… las figuras robóticas con números le permitían saber quién era quién.

Chávez levantó y bajó tres veces el brazo derecho para pedir bengalas explosivas y observó una vez más la esquina…

… Desde su silla, Clark vio aparecer una línea negra en el rincón blanco y apretó la tecla 7 en el teclado de su computadora…

… El malo n.º 4 apuntó su arma hacia el grupo de niñas…

—¡Steve! ¡Ahora! —ordenó Chávez.

Lincoln detonó la bengala explosiva. Era un simulador de granada con la suficiente carga explosiva para producir ruido y la suficiente cantidad de polvo de magnesio para provocar un resplandor cegador destinado a cegar y desorientar por el ruido de la explosión, lo suficientemente alto como para afectar el mecanismo de equilibrio del oído interno. El sonido se escuchó a través de los auriculares, aunque no tan fuerte, y el fulgor blanquecino penetró los lentes VR. El efecto conjunto los hizo saltar.

El eco no había desaparecido aún cuando Chávez entró en la habitación con el arma apuntada contra el terrorista n.º 1, supuesto líder enemigo, y disparó. Chávez pensó que había una falla en el sistema computarizado. Los miembros europeos de su equipo no disparaban como los estadounidenses. De hecho, extendían sus H&K hacia adelante antes de apretar el gatillo. Chávez y el resto de los estadounidenses tendían a acercarlas al hombro. Ding disparó la primera ronda antes de caer al suelo, pero el sistema no registró esa ventaja… cosa que le molestó muchísimo. No había errado jamás, tal como comprobó un tipo llamado Guttenach al encontrarse frente a San Pedro sin demasiados prolegómenos. Al tocar el suelo, Chávez rodó, repitió los disparos y apuntó su MP-10 contra otro blanco. Sus auriculares reprodujeron el ruido de los disparos (por alguna razón, el programa SWAT 6.3.2 no aceptaba armas con silenciador). A su derecha, Steve Lincoln y Hank Patterson disparaban contra los seis terroristas. Las ráfagas cortas y controladas retumbaron en sus oídos. Las cabezas enemigas volaron gloriosamente en pedazos en sus lentes VR…

… pero el muchacho malo n.º 5 apretó el gatillo, no contra el equipo de rescate sino contra los rehenes, que empezaron a caer hasta que tres Rainbow lo abatieron conjuntamente…

—¡Despejado! —gritó Chávez, parándose de un salto y avanzando hacia las imágenes de los chicos malos. Según la computadora, uno de ellos estaba vivo todavía, aunque desangrándose por la cabeza. Ding apuntó contra él, pero en ese instante la silueta del n.º 4 dejó de moverse.

—¡Despejado! ¡Despejado! —anunció Chávez a su equipo.

—Ejercicio concluido —anunció la voz de Clark. Ding y sus hombres se quitaron los lentes de Realidad Virtual y comprobaron que la habitación duplicaba el tamaño de una cancha de basketball y estaba totalmente vacía, como un gimnasio a medianoche. Les costó un poco acostumbrarse. El simulacro había recreado un atentado terrorista contra una escuela… de niñas evidentemente, para lograr un mayor impacto psicológico.

—¿Cuántas perdimos? —le preguntó Chávez al techo.

—Seis muertas y tres heridas, según la computadora —dijo Clark, entrando a la enorme habitación.

—¿Qué hicimos mal? —preguntó Ding, sospechando la respuesta.

—Te vi espiando por la esquina, nene —respondió Rainbow Six—. Eso alertó a los malos de la película.

—Carajo —respondió Chávez—. Eso es culpa del programa. En la vida real hubiera usado un espejo o me hubiera quitado este sombrero de Kevlar, pero el programa no lo permite. Y las bengalas explosivas hubieran funcionado mejor.

—Tal vez —admitió John—. Pero tu puntaje en este caso es B-minus.

—Bravo, gracias, Mr. C. —se burló el comandante del C-2—. ¿La próxima vez dirá que fallamos al disparar?

—Según la máquina, tú fallaste.

—¡Maldita sea, John! ¡Al programa le importan un bledo los tiradores, y no estoy dispuesto a entrenar a mi gente para que dispare como le gusta a una máquina en vez de acertarle al blanco!

—Tranquilízate, Domingo. Sé que tus hombres saben disparar. OK, sígueme. Veamos el replay.

—¿Por qué entró de esa manera, Chávez? —preguntó Stanley cuando todos se hubieron sentado.

—Esta puerta es más ancha y proporciona mejor línea de fuego…

—Para ambos bandos —observó Stanley.

—Así son los campos de batalla —contraatacó Ding—. Pero si uno cuenta con la sorpresa y la velocidad, eso es una ventaja. Puse el equipo de refuerzo en la puerta trasera, pero la configuración del edificio no les permitió participar en el operativo. Noonan llenó el edificio de cámaras y sensores. Tuvimos buena cobertura de los terroristas y organicé el asalto para atraparlos a todos en el gimnasio…

—Con las seis armas apuntadas a los rehenes.

—Era mejor eso que tener que buscarlos por todas partes. Tal vez uno de ellos podría arrojar una granada desde la esquina y matar a un montón de muñequitas Barbie. No, señor, pensé entrar por el fondo, o hacer un asalto a dos ejes, pero los factores distancia y tiempo no me parecieron propicios. ¿Está diciendo que me equivoqué, señor?

—En este caso, sí.

Mentira, pensó Chávez.

—OK, muéstreme lo que piensa.

Era tanto una cuestión de estilo personal como de acierto y error, y Ding sabía que Alistair Stanley había estado allí y lo había hecho millones de veces. De modo que observó y escuchó. Y vio que Clark hacía lo mismo.

—No me gusta —dijo Noonan cuando Stanley concluyó su presentación del caso—. Es demasiado fácil colocar un petardo de estruendo en el picaporte. Esas porquerías cuestan menos de diez dólares. Se pueden comprar en cualquier tienda de regalos del aeropuerto… la gente suele colocarlas en las puertas de los hoteles para disuadir a las visitas inoportunas. Tuvimos un caso en el FBI: un sujeto utilizó una y casi nos obligó a abortar la misión, pero por suerte la bengala explosiva de la ventana externa tapó el ruido.

—¿Y si tus sensores no hubieran transmitido la posición de todos los sujetos?

—Pero la transmitieron, señor —contraatacó Noonan—. Tuvimos tiempo de rastrearlos —de hecho, el ejercicio de entrenamiento había comprimido el tiempo por un factor de diez, pero eso era normal en los simulacros computarizados—. Estos simulacros son grandiosos para planear las misiones, pero en otras cosas se quedan cortos. Creo que lo hicimos muy bien —la última frase indicaba que Noonan quería ser un miembro más del Comando 2, no sólo su mago de la técnica, pensó Ding. Tim estaba pasando muchas horas en el polígono de tiro e igualaba en habilidades a cualquier miembro del comando. Bueno, había trabajado en el CRR del FBI bajo las órdenes de Gus Werner. Tenía credenciales para unirse al conjunto. Werner había sido considerado para el puesto de Six en Rainbow. Pero Stanley también.

—OK —dijo Clark—, veamos la filmación.

Fue una sorpresa verdaderamente desagradable. Según la computadora, el dedo del terrorista n.º 2 había seguido apretando el gatillo de su AK-74 cuando le volaron la cabeza, y una de sus ráfagas había atravesado prolijamente la cabeza de Chávez. La computadora Cray decía que Ding estaba muerto: la bala teórica había pasado por debajo de la visera de su casco Kevlar y transitado hasta su cerebro. Chávez quedó absolutamente perplejo. Aunque se trataba de un hecho azaroso generado por computadora también era real, porque la vida real incluía hechos azarosos. Habían hablado de utilizar visores Lexan en los cascos —que podían o no detener las balas— pero desistieron de hacerlo por la distorsión visual que producían… Tal vez debamos reconsiderar el tema, pensó Ding. La opinión de la computadora era simple: si era posible, podía suceder, y si podía suceder, tarde o temprano sucedería, y alguien del equipo tendría que ir a la casa de un compañero y decirle a su esposa que acababa de convertirse en viuda. Por obra del azar: mala suerte. ¿Cómo decirle eso a alguien que acababa de perder a su marido? Causa de muerte: mala suerte. Chávez sintió un escalofrío al pensarlo. ¿Cómo lo tomaría Patsy? Apartó el pensamiento de su cabeza. El nivel de probabilidad era muy bajo, matemáticamente idéntico al de ser fulminado por un rayo en un campo de golf o fallecer en un accidente aéreo, y la vida era riesgo puro, y la única manera de evitar los riesgos era estando muerto. O algo parecido. Giró la cabeza y miró a Eddie Price.

—Errores imperdonables, jefe —observó el sargento mayor con una amarga sonrisa—. Pero yo liquidé al tipo que lo mató, Ding.

—Gracias, Eddie. Me hace sentir muchísimo mejor. ¿La próxima vez disparará más rápido?

—Indudablemente, señor —prometió Price.

—Alégrese, Ding —comentó Price, notando el tono de la conversación—. Pudo haber sido peor. Todavía no he visto a nadie herido de gravedad por un electrón.

Y se supone que uno debe aprender en los ejercicios de entrenamiento, murmuró Ding para sus adentros. ¿Pero qué se podía aprender de esto? ¿Que la mierda existe? Tendría que reflexionar al respecto, supuso, y en cualquier caso, el Comando-2 quedaba ahora en compás de espera, ya que el C-1 de Peter Covington se haría cargo de la próxima misión. Mañana continuarían las prácticas de tiro e intentarían disparar un poco más rápido, tal vez. El problema era que no había muchas posibilidades de mejorar y si se esforzaban demasiado podían perjudicar los logros obtenidos. Se sentía como el entrenador de un equipo de fútbol particularmente bueno. Todos los jugadores eran excelentes y trabajadores… aunque no perfectos. ¿Pero acaso la falta de perfección podía corregirse con entrenamiento? ¿Y hasta qué punto meramente reflejaba el hecho de que el equipo contrario también jugaba? La primera misión había sido demasiado fácil. Model y su grupo pedían a gritos que los mataran. No siempre sería así.