AAR
Chávez y la mayoría del Comando 2 despertaron cuando el avión aterrizó en Heathrow. El recorrido hasta la puerta de salida pareció durar una eternidad. Una vez abajo fueron recibidos por la policía, que los escoltó hasta el helipuerto para el vuelo de regreso a Hereford. Camino a la terminal, Chávez espió el titular de un tabloide vespertino. Decía que la policía suiza había resuelto un incidente de robo y terrorismo en el Banco Comercial de Berna. Era un poco decepcionante que otros se llevaran los laureles de su exitosa misión, pero se obligó a recordar que precisamente esa era la esencia de Rainbow. Probablemente recibirían una bonita carta de agradecimiento del gobierno suizo… que terminaría guardada en el archivo confidencial. Los dos helicópteros militares aterrizaron en Hereford y las tropas fueron trasladadas a su edificio en camionetas. Eran más de las once de la noche y todos estaban exhaustos luego de un día que había comenzado con el tradicional PT y concluido con el estrés de una misión real.
Pero todavía no era momento de descansar. Al entrar al edificio encontraron todas las sillas giratorias dispuestas en círculo, con una gran pantalla de TV a un costado. Clark, Stanley y Covington estaban allí. Había llegado el momento de la revisión post-acción o AAR.
—OK, muchachos —dijo Clark en cuanto se sentaron—. Buen trabajo. Todos los muchachos malos están muertos y no hubo bajas entre los buenos durante la operación. OK, ¿en qué nos equivocamos?
Paddy Connolly se puso de pie.
—Usé demasiado explosivo en la puerta de atrás. De haber habido un rehén cerca, lo habría matado —dijo honestamente—. Supuse que el marco de la puerta sería más resistente de lo que era en realidad —explicó. Luego se encogió de hombros—. Si hay una manera de corregir eso, yo no la conozco.
John se quedó pensando. Connolly estaba padeciendo un ataque de honestidad ultra escrupulosa, señal segura de que era un buen hombre. Asintió y lo dejó pasar.
—Yo tampoco. ¿Qué más?
Tomlinson fue el próximo en hablar, sin pararse.
—Señor, tenemos que trabajar mejor para acostumbrarnos a las bengalas explosivas. Estaba bastante atontado cuando crucé el umbral. Fue una suerte que Louis entrara primero. No sé si yo podría haberlo hecho.
—¿Y una vez adentro?
—Funcionaron muy bien sobre los sujetos. El que vi yo —dijo Tomlinson— quedó fuera de combate.
—¿Podríamos haberlo atrapado con vida? —tuvo que preguntar Clark.
—No, mon general —dijo el sargento Louis Loiselle enfáticamente—. Tenía el rifle en la mano y apuntaba en dirección a los rehenes.
No se discutiría la posibilidad de volarle el arma a un terrorista. Se suponía que esos sujetos tenían más de un arma, y el refuerzo era generalmente una granada de fragmentación. La cabeza del terrorista atravesada por los disparos de Loiselle encajaba perfectamente con la política de Rainbow.
—De acuerdo. Louis, ¿cómo se manejó usted con las bengalas explosivas? Estaba más cerca que George.
—Tengo esposa —replicó el francés con una sonrisa—. Me grita todo el tiempo. En realidad —prosiguió cuando amainaron las bromas— tenía una mano sobre la oreja, la otra contra el hombro y los ojos cerrados. También controlé la detonación —agregó. A diferencia de Tomlinson y los demás, Loiselle había podido prever el ruido y el resplandor. Ventaja menor, pero decisiva.
—¿Algún otro problema al entrar? —preguntó John.
—Lo de siempre —dijo Price—. Montones de vidrios en el piso, ruido de pisadas… ¿tal vez deberíamos usar suelas más suaves? De ese modo nuestros pasos serían más silenciosos.
Clark asintió mientras Stanley tomaba nota.
—¿Problemas al disparar?
—No —respondió Chávez—. El interior estaba iluminado y no tuvimos que usar nuestros NGV. Los terroristas estaban de pie y ofrecían un buen blanco. Disparar fue fácil —Price y Loiselle asintieron.
—¿Los rifleros? —preguntó Clark.
—No veía nada desde mi puesto —se quejó Johnston.
—Yo tampoco —dijo Weber. Su inglés era asombrosamente perfecto.
—Ding, usted mandó a Price al frente. ¿Por qué? —preguntó Stanley.
—Eddie es mejor tirador y tiene más experiencia. Confío un poco más en él que en mí… por ahora —agregó Chávez—. La misión parecía simple. Todos teníamos el plano del interior y era sencillo. Dividí el objetivo en tres áreas de responsabilidad. Sólo podía ver dos. En la tercera había un solo sujeto… fue una suposición de mi parte, pero toda nuestra información la refrendaba. Tuvimos que entrar rápido porque el sujeto principal, Model, estaba a punto de matar a otro rehén. No había motivo para permitirle hacerlo —concluyó.
—¿Alguien tiene algo que decir respecto de esto último? —preguntó John al grupo.
—Habrá ocasiones en que deberán permitir que un terrorista mate a un rehén —dijo sobriamente el Dr. Bellow—. No será agradable, pero ocasionalmente será necesario.
—OK, doc. ¿Sugerencias?
—John, necesitamos seguir la investigación policial de estos sujetos. ¿Eran terroristas o ladrones? No lo sabemos. Creo que necesitamos averiguarlo. No pudimos negociar con ellos. En este caso probablemente no importó, pero en el futuro sí importará. Necesitaremos más intérpretes. Mis habilidades lingüísticas no alcanzan el nivel requerido y necesito traductores que hablen mi idioma y conozcan mi especialidad —Clark vio que Stanley tomaba nota de eso. Luego miró su reloj.
—Bueno. Mañana por la mañana analizaremos los videos. Por ahora, los felicito por su trabajo de hoy. Hasta luego.
El Comando 2 salió a una noche que empezaba a tornarse neblinosa. Algunos miraron hacia el Club NCO, pero ninguno se dirigió allí. Chávez fue caminando a su casa. Al abrir la puerta encontró a su esposa sentada frente al televisor.
—Hola, querida —saludó.
—¿Estás bien?
Chávez esbozó una sonrisa, levantando las manos y dándose vuelta para que lo viera.
—No hay agujeros ni arañazos por ninguna parte.
—El que salió por la tele eras tú… en Suiza, ¿no es cierto?
—Sabes que no puedo hablar de esos temas.
—Ding, a los doce años supe lo que hacía mi padre —acotó la Dra. Patricia Chávez, M.D.—. Ya sabes, agente secreto, igual que tú.
No tenía sentido seguir ocultándolo, ¿verdad?
—Bueno, Patsy, sí, éramos mis hombres y yo.
—¿Quiénes eran los otros… los malos?
—Tal vez terroristas, tal vez ladrones de bancos. No estoy seguro —respondió Chávez, quitándose la camisa y yendo al dormitorio.
Patsy lo siguió.
—La TV dijo que los habían matado a todos.
—Sí —se quitó los pantalones y los colgó en el placard—. No hubo opción. Estaban a punto de matar a un rehén cuando entramos. Así que… tuvimos que evitarlo.
—No estoy segura de que me guste eso.
Ding miró a su esposa.
—Yo sí estoy seguro. No me gusta. ¿Recuerdas a ese chico al que le amputaron la pierna cuando ibas a la facultad de medicina? No te gustó asistir en la cirugía, ¿no?
—No, para nada —había sido un accidente automovilístico. La pierna estaba demasiado estropeada y fue imposible salvarla.
—Así es la vida, Patsy. Nunca te gustan todas las cosas que debes hacer —dicho eso, Chávez se sentó en la cama y arrojó sus medias en el canasto de ropa sucia. Agente secreto, pensó. Supuestamente debería servirme un martini con vodka y estar conmovido pero no exhausto. Pero, el héroe de las películas nunca tiene necesidad de dormir, ¿no? ¿Y quién quiere acostarse luego de haber matado a alguien? Eso merecía un suspiro irónico. Se dejó caer sobre el cubrecama. Bond. James Bond. Seguro. Apenas cerró los ojos vio la imagen del banco y revivió el momento. Volvió a levantar su MP-10 y a apuntar la mira hacia quien diablos fuera… se llamaba Guttenach, ¿no? No lo había averiguado. Ver la cabeza del sujeto en la mira y sencillamente disparar… tal como uno se levanta el cierre del pantalón luego de haber meado. Puf puf puf. Rápidamente, en silencio, y zap, quienquiera que fuese el sujeto… estaba tan muerto como el pescado de ayer. Model y sus tres amigos no habían tenido mucha opción. De hecho, no habían tenido ninguna opción.
Pero el tipo al que habían asesinado tampoco había tenido ninguna opción, recordó Chávez. Un pobre desafortunado que había ido al banco a hacer un depósito, o a pedir un préstamo, o quizás a conseguir cambio para cortarse el pelo. Ahorra tu simpatía para ese, pensó. Y el médico que Model iba a asesinar probablemente estaría ahora en su casa, con su esposa y sus hijos, tal vez medio borracho, o sedado, probablemente temblando como una hoja, probablemente pensando en hablar con un amigo psicólogo para superar el estrés. Probablemente sintiéndose espantosamente mal. Pero era necesario estar vivo para sentir algo, y si hubiera muerto, su esposa e hijos estarían sentados en ese mismo living de su casa, en las afueras de Berna, secándose las lágrimas y preguntando por qué papá no volvería jamás a estar con ellos.
Sí. Había eliminado una vida y salvado otra. Con eso en mente, recordó la primera ronda de disparos que atravesó la cabeza del miserable. En ese mismo momento supo que estaba muerto, aun antes de disparar la segunda y tercera ronda en un círculo de menos de dos pulgadas de ancho, volándole los sesos a varios metros de distancia, su cuerpo desplomándose como una bolsa de porotos. La manera en que el arma del tipo golpeó el piso, en ángulo. Gracias a Dios no se había disparado y herido a alguien, y por suerte los disparos en la cabeza no le habían provocado espasmos en los dedos haciéndolo apretar el gatillo desde la tumba… eso sí que era un peligro, lo había aprendido en el entrenamiento. Pero igual se sentía insatisfecho. Hubiera sido mejor atraparlos con vida y arrancarles todo lo que sabían. Y preguntarles por qué actuaban como lo hacían. De esa manera habrían obtenido información útil para la próxima vez, o podrían haber encontrado al bastardo que daba las órdenes y haberle llenado el culo de balas de diez milímetros.
Chávez tuvo que admitir para sus adentros que la misión no había sido perfecta. Pero había recibido la orden de salvar una vida, y la había salvado. Y eso tendría que bastarle por ahora. Un momento después sintió que la cama se movía: su esposa acababa de acostarse a su lado. Se estiró para darle la mano, y Patsy la apoyó sobre su vientre. El pequeño Chávez volvía a pegar patadas. Eso bien valía un beso, pensó Ding, y giró para dárselo.
Popov también estaba metido en la cama. Se había bajado cuatro vodkas mirando los noticieros de la TV suiza, seguidos por un panegírico a la eficiencia de la policía local. Hasta el momento se desconocía la identidad de los ladrones… Popov se desilusionó un poco al escuchar definir así a los criminales, aunque no sabía por qué. Había demostrado su bona fides a su empleador… y embolsado una considerable suma de dinero gracias a ese negocio. Unos cuantos más como ese y podría vivir a cuerpo de rey en Rusia… o como un príncipe en otros países. Disfrutaría en carne propia el confort que tantas veces había visto y envidiado mientras trabajaba como oficial de inteligencia de la desaparecida KGB. En aquel entonces se preguntaba cómo diablos haría su país para derrotar a esas naciones que gastaban billones en diversión, a los que había que sumar billones más en hardware militar muy superior al que producía su país… ¿por qué, si no, le habrían encomendado tantas veces descubrir los secretos técnicos del enemigo? A eso se había dedicado durante los últimos años de la Guerra Fría, y ya entonces sabía quién ganaría y quién perdería.
Pero la deserción nunca había sido una opción para él. ¿Qué sentido tenía vender a su país por un estipendio mínimo y un trabajo ordinario en Occidente? ¿Libertad? Apenas una palabra que Occidente aún fingía respetar. ¿Qué tenía de bueno ir de un lado a otro en libertad si uno no tenía el automóvil apropiado para hacerlo? ¿O un buen hotel donde dormir cuando uno llegaba a destino? ¿O dinero para comprar la comida y la bebida que uno necesitaba para disfrutar de la vida? No, su primer viaje a Occidente como oficial de campo «ilegal» sin cobertura diplomática había sido a Londres, donde había pasado mucho tiempo contando los autos caros y los eficientes taxis negros que tomaba cuando no tenía ganas de caminar… Los traslados importantes los hacía en subte porque era conveniente, anónimo y barato. Pero «barato» era una ventaja por la que sentía escaso aprecio. No, el capitalismo tenía la peculiar virtud de recompensar a la gente que elegía los padres apropiados o tenía suerte en los negocios. Los recompensaba con lujos, conveniencias y comodidades que los propios zares no habían soñado jamás. Y era eso lo que Popov había codiciado instantáneamente. E incluso entonces se había preguntado cómo conseguirlo. Un lindo auto caro —siempre le habían gustado los Mercedes— y un piso amplio y luminoso cerca de buenos restaurantes, y dinero para viajar a lugares de arena caliente y cielo azul diáfano. Eso atraía a las mujeres. Estaba seguro de que ese había sido el secreto del seductor Henry Ford. ¿Qué sentido tenía ostentar esa clase de poder si uno no estaba dispuesto a usarlo?
Bien, se dijo Popov, estaba más cerca que nunca de hacer realidad sus sueños. Todo lo que debía hacer eran unos trabajitos similares al de Berna. Si su empleador estaba dispuesto a pagar tanto dinero por unos tontos… Bien, «el tonto y su dinero se separan pronto»: ese aforismo occidental siempre le había gustado. Y él no era ningún tonto. Satisfecho con la sola idea, levantó el control remoto y apagó el televisor. Mañana despertaría, desayunaría, haría un depósito en el banco y tomaría un taxi hasta el aeropuerto para tomar el vuelo de Swissair con destino a Nueva York. Primera clase. Por supuesto.
—¿Y bien, Al? —preguntó Clark bebiendo un vaso de cerveza negra británica. Estaban sentados en el reservado del fondo.
—Tu Chávez es tal como dicen los informes. Fue muy inteligente de su parte permitir que Price tomara la delantera. No deja que el orgullo se interponga en su camino. Me gusta eso en los oficiales jóvenes. El timing fue correcto. La división de la planta también, y los disparos fueron inmejorables. Funcionará. El grupo también. Fue una suerte que la primera misión fuera tan fácil. Ese tipo Model no era un científico atómico, como dicen ustedes.
—Miserable bastardo.
Stanley asintió.
—Absolutamente. Los terroristas alemanes solían serlo. Deberíamos recibir una linda carta del BKA acerca de este.
—¿Lecciones aprendidas?
—La del Dr. Bellow fue la mejor. Necesitamos más y mejores intérpretes si queremos hacer negociaciones. Mañana me ocuparé de eso. En Century House debe haber gente útil para nosotros. Ah, sí, ese muchacho Noonan…
—Agregado de último momento. Era tecnócrata del FBI. Lo usaban en el Comando de Rescate de Rehenes para apoyo técnico. Es agente, sabe disparar y tiene experiencia en investigación —explicó Clark—. Es una especie de comodín y creo que es bueno tenerlo con nosotros.
—Hizo un buen trabajo colocando el video de vigilancia. Ya vi las filmaciones. No son malas. En síntesis, John, debo felicitar al C-2 —Stanley alzó su jarra de John Courage.
—Es agradable ver que las cosas funcionan, Al.
—Hasta la próxima.
Largo suspiro.
—Sí.
Clark sabía que la mayor parte del éxito pertenecía a los británicos. Él había utilizado sus sistemas de apoyo y dos tercios de los hombres que lideraron el operativo eran británicos. Louis Loiselle era tan bueno como habían jurado los franceses. El pequeño bastardo disparaba como Davy Crockett, pero con actitud, y era tan impasible como una piedra. Bueno, los franceses tenían experiencia con terroristas, y en cierta oportunidad Clark había colaborado con ellos. Entonces, la de hoy sería registrada como una misión exitosa. Rainbow había pasado la prueba de fuego. Y él también.
La Sociedad de Cincinnatus era propietaria de una enorme casa en Massachusetts Avenue frecuentemente utilizada para cenas semioficiales vitales para la escena social de Washington, ya que permitían a los poderosos cruzar armas y convalidar su status entre tragos y charlas superficiales. El nuevo presidente dificultaba un poco las cosas, por supuesto, con su… estilo excéntrico de gobierno, pero nadie podía cambiar de raíz a la ciudad y la nueva cosecha del Congreso debía aprender «cómo funcionaba Washington en realidad». No era muy diferente de otros lugares de EE.UU., claro, y para muchos esas reuniones en la antigua residencia de alguien rico e importante eran simplemente una nueva versión de las cenas del country donde habían aprendido las reglas de la sociedad cortés y poderosa.
Carol Brightling era una de las nuevas personas importantes. Divorciada hacía más de diez años, jamás se había vuelto a casar, tenía no menos de tres doctorados —Harvard, CalTech y Universidad de Illinois, cubriendo de ese modo ambas costas y tres estados importantes—, lo cual era un logro relevante en Washington. Todas estas virtudes le garantizaron la atención inmediata, sino el afecto automático, de seis senadores y varios congresistas, todos ellos dueños de votos y comités.
—Qué tal las noticias —le preguntó un joven senador por Illinois levantando su copa de vino blanco.
—¿Cuáles noticias?
—Suiza. Atentado terrorista o asalto al banco. Buen trabajo de los policías suizos.
—Los muchachos y sus armas —comentó despectivamente Brightling.
—Fue un buen programa de TV.
—El fútbol también lo es —susurró Brightling con una sonrisa amable y acaso maliciosa.
—Es cierto. ¿Por qué el presidente no la apoya en la cuestión del Calentamiento Global? —preguntó el senador, decidido a superar su desventaja inicial.
—Bien, no es que no me apoye. El presidente opina que necesitamos mayor respaldo científico al respecto.
—¿Y usted no?
—Sinceramente, no, creo que tenemos el respaldo científico necesario. La información está muy clara. Pero el presidente no está convencido y no se siente a gusto tomando medidas que afecten la economía sin estar personalmente seguro —tendré que trabajarle un poco más la cabeza, pensó pero no agregó Brightling.
—¿Y usted está satisfecha con eso?
—Comprendo su visión —replicó la Asesora de Ciencia, sorprendiendo al senador de la tierra de Lincoln.
Entonces, pensó el joven, todos los que trabajan en la Casa Blanca estaban en sintonía con el presidente. Por muy respetada que fuera dentro de la comunidad científica por sus preocupaciones ecológicas, el nombramiento de Carol Brightling había sido una verdadera sorpresa… ya que su política difería completamente de la del presidente. Había sido una hábil maniobra política —probablemente orquestada por el director de Staff Arnold van Damm, indudablemente el mejor operador político en esa ciudad de comodines— que había asegurado al presidente el apoyo del movimiento ecologista, que últimamente se había transformado en una fuerza política de magnitud nada desdeñable en Washington.
—¿Le molesta que el presidente esté en Dakota del Sur masacrando gansos? —preguntó el senador con una sonrisa mientras el camarero le servía otra copa.
—El Homo Sapiens es predador por naturaleza —replicó Brightling, buscando otras personas con quienes conversar.
—¿Sólo los hombres?
Sonrisa.
—Sí, las mujeres somos mucho más pacíficas.
—Oh, ese que está allá es su exmarido, ¿verdad? —preguntó el senador, sorprendido por el cambio repentino en el rostro de la asesora.
—Sí —respondió ella con voz neutra y desapasionada, mirando hacia otro lado. Ya lo había visto, no necesitaba nada más. Ambos conocían las reglas. No acercarse demasiado, no mirarse demasiado, y ciertamente no dirigirse la palabra.
—Hace dos años tuve ocasión de poner dinero en la Horizon Corporation. Desde entonces me maldije más de una vez.
—Sí, John hizo muchísimo dinero.
Y eso fue después del divorcio, así que ella no sacó ni un centavo. Probablemente no era un buen tema de conversación, pensó el senador. Era nuevo en el ambiente y no se destacaba por su conversación política.
—Sí, le fue muy bien desvirtuando la ciencia como lo ha hecho.
—¿No aprueba sus experimentos?
—Reestructurar el ADN en plantas y animales… no. La naturaleza ha evolucionado sin nuestra ayuda durante por lo menos dos mil millones de años. Dudo que nos necesite para salir adelante.
—«¿Hay ciertas cosas que el hombre no está destinado a conocer?» —preguntó el senador con una mueca. Era contratista profesional: se dedicaba a abrir agujeros en el suelo y erigir cosas que la naturaleza no quería allí, pero su sensibilidad sobre temas ecológicos se había transformado en amor a Washington y deseo de conservar un puesto de poder, pensó la Dra. Brightling. Otro caso de Fiebre Potomac, enfermedad de fácil contagio y difícil curación.
—El problema, senador Hawking, es que la naturaleza es al mismo tiempo compleja y sutil. Cuando modificamos las cosas no podemos predecir fácilmente las ramificaciones de los cambios que producimos. Eso se llama Ley de Consecuencias No Queridas, algo con lo que el Congreso está muy familiarizado, ¿no cree?
—Usted está diciendo…
—Estoy diciendo que tenemos una ley federal sobre impacto medioambiental porque es mucho más fácil estropear las cosas que arreglarlas. En el caso de reestructuración del ADN, es más fácil modificar el código genético que evaluar los efectos de esos cambios a largo plazo, dentro de un siglo. Esa clase de poder debería utilizarse con el mayor de los cuidados posibles. No todo el mundo parece comprender un hecho tan simple.
Ese era un punto imposible de discutir y el senador tuvo que deponer las armas. Dentro de una semana Brightling expondría el caso ante su comité. ¿Eso habría acabado con el matrimonio de John y Carol Brightling? Muy triste. El senador se excusó y fue a reunirse con su esposa.
—No hay nada nuevo en ese punto de vista —John Brightling se había doctorado en biología molecular en la Universidad de Virginia—. Se originó hace unos siglos con un tipo llamado Ned Ludd. Él temía que la Revolución Industrial acabara con la economía granja-industria en Inglaterra. Y tenía razón. Ese modelo económico no servía más. Pero fue reemplazado por algo mejor para el consumidor ¡y por eso lo llamamos progreso! —No era para sorprenderse que Brightling, billonario en camino al trillón, estuviera rodeado por una pequeña corte de admiradores.
—Pero la complejidad… —empezó a objetar alguien del público.
—Sucede cada día… cada segundo, a decir verdad. Lo mismo que las cosas que intentamos dominar. El cáncer, por ejemplo. No, señora, ¿acaso está dispuesta a poner fin a nuestro trabajo si eso significa que no habrá cura para el cáncer de mama? Esa enfermedad afecta al cinco por ciento de la población humana mundial. El cáncer es una enfermedad genética. La clave de su curación está en el genoma humano. ¡Y mi compañía va a encontrar esa clave! Con el envejecimiento pasa lo mismo. El equipo de Salk en La Jolla descubrió el gen «mátame» hace más de quince años. Si encontramos la manera de desactivarlo, la inmortalidad humana será un hecho. Señora, ¿la idea de vivir eternamente en un cuerpo de veinticinco años le resulta atractiva?
—¿Y la superpoblación? —La segunda objeción de la congresista fue menos ruidosa que la primera. Era una idea demasiado vasta, demasiado bien expuesta, como para incitar a la objeción inmediata.
—Una cosa por vez. La invención del DDT mató enormes cantidades de insectos transmisores de enfermedades y eso provocó un aumento de la población mundial, ¿verdad? OK, ahora estamos superpoblados, ¿pero quién quiere de vuelta al mosquito anófeles? ¿La malaria les parece un buen método de control de población? Nadie quiere que haya guerras, ¿no? También las utilizamos para controlar la población. Pero ya superamos esa etapa, ¿no les parece? Diablos, controlar la población no es tan difícil. Se llama control de la natalidad y los países desarrollados ya han aprendido a hacerlo. Y los países atrasados también pueden aprender, si tienen una buena razón para hacerlo. Podría llevarles una o dos generaciones —bromeó John Brightling—, ¿pero acaso hay alguien aquí que no desearía volver a tener veinticinco años… con todo lo que ha aprendido en el camino, por supuesto? ¡A mí me encantaría! —prosiguió con una cálida sonrisa. Con salarios por las nubes y promesas de compartir los avances, su compañía había convocado un increíble grupo de talentos para buscar ese gen particular. Las ganancias que devendrían de su control eran imposibles de estimar ¡y la patente estadounidense tenía diecisiete años de validez! La inmortalidad humana, el nuevo Santo Grial de la comunidad médica… Por primera vez se lo estaba investigando seriamente y ya no era un tema de ciencia ficción.
—¿Cree que podremos lograrlo? —preguntó otra congresal, esta vez de San Francisco. Mujeres de todo tipo se sentían atraídas por ese hombre. Dinero, poder, buen aspecto y buenos modales: inevitable miel para los labios de las damas.
John Brightling sonrió abiertamente.
—Pregúnteme lo mismo dentro de cinco años. Conocemos el gen. Debemos aprender a desactivarlo. Tenemos que descubrir muchas cuestiones básicas y en el ínterin esperamos aprender muchas cosas útiles. Es como zarpar con Magallanes. No sabemos qué vamos a encontrar, pero sí sabemos que será interesante —nadie recordó que Magallanes no había vuelto de su viaje.
—¿Y lucrativo? —preguntó un nuevo senador por Wyoming.
—Así funciona nuestra sociedad, ¿no? Le pagamos a la gente por hacer trabajos útiles. ¿Esto le parece lo suficientemente útil?
—Si consigue lo que se propone, supongo que sí —el senador era un médico de familia que conocía los rudimentos de la profesión pero ignoraba las complejidades científicas.
El concepto, el objetivo de la Horizon Corporation iba mucho más allá de eso, pero no quería discutirlo con ellos. Les había ido muy bien con las drogas contra el cáncer y los antibióticos sintéticos, y eran la compañía privada líder en el Proyecto Genoma Humano, un esfuerzo global destinado a decodificar los fundamentos de la vida humana. Siendo un genio, a John Brightling le resultaba fácil atraer a otros individuos de su misma condición. Era más carismático que cien políticos juntos y —a diferencia de estos últimos, tuvo que admitir el senador en su fuero íntimo— realmente tenía con qué respaldar su show personal. Con su porte de estrella cinematográfica, su sonrisa fácil, su soberbia capacidad de escuchar y su asombrosa mente analítica, el Dr. John Brightling tenía eso que vulgarmente se denominaba knack. Lograba que cualquiera que se acercara a él se sintiera interesante… y el hijo de puta podía enseñar, podía transmitir sus lecciones a quienes lo rodeaban. Simples para los legos y altamente sofisticadas para los especialistas en su campo, del que él era único soberano. Oh, tenía algunos pares. Pat Reily en el Harvard-Mass General. Aaron Bernstein en el Johns Hopkins. Jacques Elisé en el Pasteur. Tal vez Paul Ging en la U.C. Berkeley. Pero eso era todo. El senador pensó que Brightling hubiera sido un clínico excepcional, pero no, era demasiado bueno para desperdiciarlo con gente afectada por la última versión de gripe.
Sólo había fallado en su matrimonio. Bien, Carol Brightling también era muy inteligente, pero más política que científica, y tal vez su ego se había visto afectado por los dones intelectuales superiores de su marido. Aquí sólo hay lugar para uno de los dos, pensó el médico de Wyoming sonriendo para sus adentros. Pasaba muy a menudo en la vida real, no sólo en las películas viejas. Y Brightling, John parecía manejarse mejor al respecto que Brightling, Carol. El primero tenía una bella pelirroja colgada del brazo que bebía cada una de sus palabras como si fuera un néctar. La segunda, en cambio, había llegado sola y regresaría sola a su departamento de Georgetown. Bueno, pensó el senador, así es la vida.
Inmortalidad. Maldición, conseguiría muchos antílopes, pensó el médico de Cody yendo a reunirse con su esposa. La cena estaba por empezar. Había concluido el proceso de vulcanización del pollo.
El Valium ayudó. Killgore sabía que no era exactamente Valium. Esa droga se había convertido en una suerte de nombre genérico para los sedantes suaves, y el que habían aplicado era fabricado por Smith Kline con otro nombre comercial y el beneficio adicional de combinar bien con el alcohol. Por tratarse de personajes callejeros —generalmente tan pendencieros y territoriales como jaurías desatadas—, ese grupo de diez estaba notablemente tranquilo. La buena bebida había ayudado. El trago más popular era evidentemente el bourbon, servido en vasos baratos y con hielo, o con mezclas diversas para aquellos que preferían no beberlo solo. La mayoría no lo prefería así, para gran sorpresa de Killgore.
La cuestión física iba sobre rieles. Todos eran individuos saludablemente enfermos: exteriormente vigorosos pero interiormente con toda clase de problemas físicos que iban desde la diabetes a las fallas hepáticas. Uno de ellos padecía cáncer de próstata, pero eso no tendría importancia para esta prueba en particular, ¿no? Otro era HIV positivo, asintomático por el momento, cosa que tampoco tenía importancia. Probablemente se había contagiado por uso de drogas, aunque extrañamente sólo necesitaba alcohol para mantenerse en forma. Interesante.
Killgore no debía estar allí —el hecho de observarlos tanto le traía problemas de conciencia—, pero eran sus ratas de laboratorio y se suponía que debía vigilarlas. Eso estaba haciendo, precisamente, detrás del espejo, mientras terminaba el papeleo y escuchaba a Bach en su CD player portátil. Tres de ellos eran —decían ser— veteranos de Vietnam. De modo que habrían matado su cupo de asiáticos —en la entrevista los denominaban «gooks»— antes de quebrarse y terminar como vagabundos borrachos. Bueno, la sociedad había acuñado para ellos el término «gente sin techo» o «los sin techo». Era un poco más digno que vagos, término que, recordó vagamente Killgore, solía utilizar su madre. No eran precisamente grandes ejemplares humanos. Pero el Proyecto había logrado cambiarlos un poco. Ahora todos se bañaban regularmente, vestían ropa limpia y miraban televisión. Algunos incluso leían libros de vez en cuando… Killgore había pensado que una biblioteca, por barata que fuera, sería una flagrantemente estúpida pérdida de tiempo y dinero. Pero siempre bebían, y la bebida reducía su capacidad de conciencia absoluta a seis horas por día. Y el Valium los sedaba, limitando los posibles altercados que habrían causado problemas al personal de seguridad. Había dos guardias permanentes en la habitación de al lado, cuya sola tarea era vigilar al grupo. Los micrófonos ocultos en el cielorraso les permitían escuchar sus conversaciones. Uno de los diez era una especie de autoridad en béisbol y hablaba todo el tiempo de Mantle y Maris a quien quisiera escucharlo. La mayoría hablaba de sexo, tanto que Killgore se preguntó si no debía reclutar algunas «sin techo» de sexo femenino para el experimento… Tendría que consultarlo con Barb Archer. Después de todo, necesitaban saber si el género tenía o no efecto sobre el experimento. Ella tendría que aceptarlo, ¿no? Y no habría nadie de solidaridad femenina con ellas. No podía haberlo, ni siquiera una de las feminazis que colaboraban con él en ese experimento. La ideología de Archer era demasiado pura para tolerar eso. Killgore se dio vuelta al escuchar que golpeaban la puerta.
—Hola, doc —era Benny, uno de los muchachos de seguridad.
—Hola. ¿Cómo va eso?
—Se están durmiendo —replicó Benjamin Farmer—. Los chicos se están portando muy bien.
—Sí, claro que sí —era tan fácil. A la mayoría había que persuadirlos a salir de la habitación al patio para caminar una hora todas las tardes. Pero debían mantenerse en forma… es decir, reproducir la cantidad de ejercicio que realizaban en un día normal en Manhattan yendo de una esquina a otra.
—Maldita sea, doc, ¡nunca conocí a nadie que pudiera tragar tanto alcohol como estos tipos! Hoy traje una caja entera de Grand-Dad y sólo quedan dos botellas.
—¿Ese es su favorito? —preguntó Killgore. No había prestado mucha atención a eso.
—Aparentemente sí. Yo soy hombre de Jack Daniel’s… pero en mi caso, puedo beber dos por noche, a lo sumo, mientras miro el partido los lunes, y sólo si juegan bien. Ni siquiera soy capaz de beber agua en la proporción en que estos muchachos beben bebidas blancas —sonrisa del ex marine que comandaba el turno noche de seguridad. Era un buen tipo ese Farmer. Cuidaba animales heridos en el refugio rural de la compañía. A él se le había ocurrido llamar chicos a los sujetos del experimento. El mote había pasado al resto del personal de seguridad y luego a todos los demás. Killgore hizo una mueca. De alguna manera había que llamarlos, y la expresión «ratas de laboratorio» no sonaba demasiado respetuosa. Después de todo, eran seres humanos, y muy valiosos por el lugar que ocupaban en el experimento. Se dio vuelta para mirar a uno de ellos: Número 6 se sirvió otro trago, volvió a la cama y se acostó a mirar TV antes de dormirse como un tronco. Se preguntó qué soñaría el pobre tipo. Algunos soñaban y hablaban en voz alta durante el sueño. Tal vez podría interesarle a un psiquiatra o a alguien especializado en estudios oníricos. Todos roncaban, al punto tal que cuando dormían producían un sonido semejante al de una vieja locomotora a vapor.
Chuf, chuf, pensó Killgore releyendo la última hoja del papeleo. Diez minutos más y podría volver a su casa. Demasiado tarde para acostar a sus hijos. Demasiado mal. Bien, a su debido tiempo despertarían a un nuevo día y un nuevo mundo. Ese era el mejor regalo que podía ofrecerles, por muy desagradable y pesado que fuera el precio que debía pagar por ello. Humm, pensó, yo también podría beberme un whisky.
***
—El futuro nunca fue tan brillante como ahora —anunció John Brightling a su público. Su carisma había aumentado luego de dos copas de selecto Chardonnay californiano—. Las ciencias biológicas están derribando fronteras que ni siquiera sabíamos que existían hace quince años. Cien años de investigaciones fundamentales están floreciendo ahora mismo, mientras hablamos. Estamos construyendo sobre la obra de Pasteur, Ehrlich, Salk, Sabin y muchos otros. Si hoy alcanzamos a ver tan lejos es porque estamos parados sobre los hombros de aquellos gigantes.
—Bien —prosiguió Brightling—, ha sido un largo ascenso, pero la cima de la montaña está a la vista, y llegaremos a ella dentro de pocos años.
—Es hábil —le comentó Liz Murray a su esposo.
—Muy —murmuró Dan Murray, director del FBI—. También inteligente. Jimmy Hicks dice que es el mejor del mundo.
—¿Qué es lo que busca?
—Por lo que dijo antes, evidentemente quiere ser Dios.
—Tendrá que dejarse crecer la barba.
Murray estuvo a punto de soltar la carcajada, pero lo salvó la vibración de su teléfono celular. Discretamente abandonó su asiento y se dirigió al foyer de mármol del edificio. Abrió el aparato y el sistema de encriptado tardó quince segundos en sincronizar con la estación base donde se originaba la llamada: los cuarteles generales del FBI.
—Murray.
—Director, soy Gordon Sinclair del Centro de Vigilancia. Los suizos terminaron su parte en la identificación de los otros dos. Las huellas van camino al BKA para que les echen un vistazo —pero si no habían tocado algo antes tendrían un nuevo agujero negro y les llevaría mucho tiempo identificar a los dos compañeros de Model.
—¿No hubo víctimas adicionales?
—No, señor, sólo murieron los cuatro malos. Todos los rehenes están a salvo y fueron evacuados. En este momento deben estar en sus respectivos hogares. Ah, Tim Noonan participó en la operación, es el genio electrónico del equipo.
—Entonces… Rainbow funciona, ¿verdad?
—En esta oportunidad funcionó, director —opinó Sinclair.
—Asegúrese de que nos envíen el informe de la operación por escrito.
—Sí, señor. Ya se lo pedí por correo electrónico —menos de treinta funcionarios del FBI conocían la existencia de Rainbow, aunque muchos la sospechaban. Especialmente los miembros HRT que habían advertido la desaparición de Tim Noonan, agente de tercera generación, de la faz de la Tierra—. ¿Cómo va la cena?
—Prefiero Wendy’s. Lo de siempre. ¿Algo más, señor?
—El caso OC en New Orleans está a punto de cerrarse, según Billy Betz. Quedan tres o cuatro días. Aparte de eso, no ha ocurrido nada importante.
—Gracias, Gordy —Murray apretó el botón END y guardó su celular. Luego regresó al salón, saludando en el camino a dos de sus custodios. Treinta segundos después, cuando volvió a sentarse, su Smith & Wesson automática hizo un ruido sordo contra la madera.
—¿Algo importante? —preguntó Liz.
Gesto negativo.
—Rutina.
El affaire concluyó cuarenta minutos más tarde, cuando Brightling terminó su discurso y recibió su plaqueta. No obstante siguió rodeado de su corte, ahora formada por un pequeño grupo de fans que lo acompañaron hasta la puerta. Allí lo esperaba su lujoso automóvil. Tardó sólo cinco minutos en llegar al Hotel Hay-Adams, sobre Lafayette Park. Tenía la suite de la esquina en el último piso y el personal del hotel había dejado una botella de blanco de la casa en un balde con hielo junto a la cama para él y su acompañante. Es muy triste, pensó el doctor Brightling mientras descorchaba la botella. Iba a extrañar esa clase de cosas, de verdad iba a extrañarlas. Pero hacía mucho tiempo que había tomado su decisión… y en aquel entonces no sabía cómo marcharían las cosas. Ahora sabía que funcionaban, y las cosas que extrañaría eran en definitiva mucho menos importantes que las que obtendría. Y por el momento, pensó, mirando la piel clara y la impactante figura de Jessica, obtendría algo verdaderamente hermoso.
Las cosas eran muy diferentes para Carol Brightling. A pesar de su trabajo en la Casa Blanca, condujo su automóvil sin la presencia de un solo custodio hasta su departamento de Wisconsin Avenue, Georgetown. Su única compañía allí era un gato llamado Jiggs, que al menos salió a recibirla a la puerta, restregando su peludo cuerpo contra sus piernas y ronroneando para demostrar su placer de verla. Jiggs la siguió al baño y la observó cambiarse de ropa, interesado y distante al mismo tiempo como buen gato que era, y sabiendo lo que vendría después. Vestida con una bata corta, Carol Brightling entró en la cocina, abrió la alacena, sacó una bolsa de alimento balanceado y le dio de comer a Jiggs en la mano. Luego se sirvió un vaso de agua helada con dos aspirinas. Había sido idea suya. Lo sabía perfectamente bien. Pero, después de tantos años, seguía siendo tan duro como al principio. Había dejado tantas cosas. También había conseguido el trabajo que anhelaba… para su sorpresa, pero tenía su oficina en el lugar correcto y participaba en las decisiones políticas concernientes a los temas que tanto le importaban. ¿Pero valía la pena?
¡Sí! Tenía que creer que sí, y sinceramente lo creía así, pero el precio que había debido pagar era muchas veces difícil de soportar. Se agachó para alzar a Jiggs, lo acunó como al bebé que jamás había tenido y volvió al dormitorio. Nuevamente, el gato sería su única compañía. Bueno, los gatos eran mucho más fieles que los hombres. Había aprendido esa lección con los años. Unos segundos después la bata estaba sobre la silla, junto a la cama, y Carol descansaba bajo las cobijas con Jiggs entre las piernas. Esperaba poder dormirse más rápido que otras noches. Pero sabía que no sería así, porque su mente no dejaría de pensar en lo que estaba ocurriendo en otra cama, a menos de tres millas de distancia.