GNOMOS Y ARMAS
El viaje en helicóptero duró exactamente veinticinco minutos, y depositó al Comando 2 y sus pertrechos en el sector general de aviación del aeropuerto internacional. Dos camionetas los estaban esperando. Chávez observó a sus hombres cargar los equipos en una de ellas para trasladarlos a la terminal de British Airways. Allí los esperaban algunos policías, quienes supervisaron el ingreso de la camioneta en un container de carga… que sería el primero en salir del avión apenas arribaran a Berna.
Pero primero debían esperar la orden de comenzar la misión. Chávez sacó su celular, lo abrió y apretó el número 1 de discado rápido.
—Clark —dijo una voz, una vez atravesado el encriptado software.
—Habla Ding, John. ¿Ya llegó el llamado de Whitehall?
—Todavía estamos esperando, Domingo. No creo que tarden mucho. El cantón pateó el problema hacia arriba. Ahora lo están analizando en el Ministerio de Justicia.
—Bien, diles a esos importantes caballeros que este vuelo cierra sus puertas en dos-cero minutos y que el próximo saldrá recién dentro de noventa minutos, a menos que quieras que viajemos por Swissair. En ese caso, hay uno en cuarenta minutos y otro dentro de una hora quince.
—Te entiendo, Ding. Tenemos que esperar.
Chávez maldijo en español. Ya lo sabía. Pero no tenía por qué gustarle.
—Entendido, Six, el C-2 esperará en Gatwick.
—Entendido, C-2, Rainbow Six, fuera.
Chávez cerró el teléfono y lo dejó caer en el bolsillo de su camisa.
—Bueno, gente —dijo sobre el rugir de los motores—, esperaremos aquí la orden de avanzar.
Los soldados asintieron. Estaban tan ansiosos como su jefe por empezar, pero igualmente impotentes frente a la situación. Los miembros británicos del equipo ya habían pasado antes por eso y lo tomaron mucho mejor que los estadounidenses y los demás.
***
—Bill, avisa a Whitehall que tenemos veinte minutos para sacarlos de aquí, o si no una hora de demora.
Tawney asintió y fue a llamar a su contacto en el Ministerio del Exterior desde el teléfono del rincón. Desde allí llamaron al embajador británico en Ginebra, quien fue informado de que el SAS había ofrecido una misión especial de asistencia técnica. Era extraño que el Ministerio del Exterior suizo supiera más que el hombre que había hecho el ofrecimiento. Pero, notablemente, la respuesta llegó en quince minutos: Ja.
—Han aprobado la misión, John —informó Tawney, bastante sorprendido.
—Perfecto —Clark abrió su celular y tocó el botón 2 de discado rápido.
—Chávez.
—Podemos iniciar la misión —dijo Clark—. Reconocimiento.
—Comando 2 copia inicio de misión. Comando 2 en marcha.
—Afirmativo. Buena suerte, Domingo.
—Gracias, Mr. C.
Chávez miró a sus hombres y levantó y bajó el brazo rápidamente, gesto conocido por todos los ejércitos del mundo. Todos entraron a la camioneta asignada para recorrer la rampa de Gatwick. El vehículo se detuvo frente a la puerta de carga del vuelo. Chávez le pidió a un policía que se acercara y permitió que Eddie Paz diera la orden de trasladar la carga especial al Boeing 757. Hecho esto, la camioneta avanzó unos metros hasta la escalera y el Comando 2 trepó al avión. Un oficial de policía sostenía abierta la puerta de la cabina de mando, desde donde abordaron normalmente el avión. Le entregaron sus pasajes a la azafata y ella los acompañó a sus asientos en primera clase.
El último en entrar fue Tim Noonan, el mago técnico del equipo. Para nada un envejecido nerd, Noonan había desempeñado un rol defensivo en Stanford antes de unirse al FBI y se entrenaba con armas para encajar en el equipo. Alto y pesado, era más corpulento que la mayoría de los tiradores de Ding aunque mucho menos rudo que cualquiera de ellos. Noonan habría sido el primero en admitirlo. No obstante, era un buen tirador con pistola y MP-10 y estaba aprendiendo el lenguaje. El Dr. Bellow ocupó su asiento junto a la ventana luego de sacar un libro de su equipaje de mano. Se trataba de un volumen de sociopatía escrito por un profesor de Harvard con quien había estudiado unos años atrás. El resto de los C-2 se recostaron en sus asientos, hojeando al descuido las revistas de a bordo. Chávez miró a su alrededor y comprobó que su equipo no parecía para nada tenso. Al mismo tiempo, lo sorprendía y avergonzaba estar tan nervioso. El capitán de la aerolínea hizo sus anuncios y el Boeing se alejó de la puerta y carreteó hacia la pista. Cinco minutos después despegó. El Comando 2 ya iba rumbo a su primera misión.
—En el aire —reportó Tawney—. La aerolínea espera un vuelo tranquilo y arribar a destino dentro de… una hora quince minutos.
—Grandioso —observó Clark. La cobertura televisiva había alcanzado su punto culminante. Las dos emisoras suizas transmitían constantemente imágenes matizadas por comentarios de periodistas in situ. Esto tenía aproximadamente la misma utilidad que un show de la NFL antes del partido, aunque los voceros de la policía habían empezado a hablar con la prensa. No, no sabían quiénes estaban adentro. Sí, habían hablado con ellos. Sí, las negociaciones estaban en marcha. No, no podían decir nada más al respecto. Sí, mantendrían a la prensa al tanto.
Al diablo, pensó John. Sky News transmitió la misma cobertura, y al poco rato las redes CNN y Fox emitieron breves reseñas al respecto, incluyendo por supuesto la primera víctima y la huida del que había arrastrado el cadáver a la calle.
—Negocio desagradable, John —dijo Tawney, bebiendo una taza de té. Clark asintió.
—Supongo que siempre lo son, Bill.
—Claro.
En ese momento entró Peter Covington, arrastró una silla giratoria y se sentó junto a ellos. Su rostro permanecía neutro, aunque debía estar molesto porque su comando no había ido, pensó Clark. Pero la disponibilidad rotativa de los comandos estaba grabada en piedra allí como en todas partes, tal como debía ser.
—¿Ideas, Peter? —preguntó Clark.
—No particularmente brillantes. Mataron a ese pobre tipo a la tarde temprano, ¿verdad?
—Adelante —dijo John, recordándoles que era nuevo en el negocio.
—Cuando uno mata a un rehén traspasa un límite grande y denso, señor. Una vez que lo traspasa, no puede retroceder fácilmente, ¿no?
—Entonces, ¿usted trataría de evitarlo?
—Trataría. Eso hace que para la otra parte sea muy difícil hacer concesiones, y uno necesita muchísimo esas concesiones si quiere salirse con la suya… a menos que usted sepa algo que sus oponentes desconocen. Bastante improbable en una situación como esta.
—¿Pedirán un vehículo para escapar… un helicóptero?
—Probablemente —asintió Covington—. Irán a un aeropuerto, un avión comercial los estará esperando, tripulación internacional… ¿pero a qué destino? Libia tal vez. ¿Pero Libia los dejará entrar? ¿A dónde más podrían ir? ¿A Rusia? No creo. El valle de Bekka en Líbano es un lugar posible, pero los aviones comerciales no aterrizan allí. Lo único sensato que han hecho hasta el momento es no revelar sus identidades a la policía. ¿Se molestaría en averiguar si el rehén que escapó logró verles las caras? —Covington sacudió la cabeza.
—No son amateurs —objetó Clark—. Sus armas indican cierto grado de entrenamiento y profesionalismo.
Covington asintió satisfecho.
—Es cierto, señor, pero para nada brillante. No me sorprendería enterarme de que han robado dinero como rateros vulgares. Terroristas entrenados, puede ser… pero no buenos terroristas.
¿Y qué demonios es un «buen» terrorista?, se preguntó John. Indudablemente, un término de arte que debería aprender.
El vuelo de British Airways aterrizó dos minutos antes de lo previsto y carreteó hasta la puerta de desembarco. Ding había hablado todo el viaje con el Dr. Bellow. La psicología del asunto era el agujero negro de su preparación y tendría que aprender a taparlo… pronto. Esto no era como ser soldado: la psicología de ese trabajo —imaginar qué pensaba hacer el enemigo con sus batallones— era manejada por los generales la mayor parte del tiempo. Esto era combate a nivel escuadrón pero con toda clase de elementos nuevos e interesantes, pensó Ding aflojando su cinturón de seguridad antes de que el avión dejara de moverse. Pero ambas cosas convergían en el último común denominador: acero contra el blanco.
Se desperezó y fue hacia la salida con expresión neutra. Salió entre dos civiles comunes que probablemente lo considerarían un hombre de negocios por el traje y la corbata que llevaba puestos. Tal vez debería comprar uno más elegante en Londres, pensó ociosamente, para encajar mejor en la identidad que sus hombres y él debían adoptar cuando viajaban. Una especie de chofer los estaba esperando con un cartel en alto. Chávez se acercó a él.
—¿Nos está esperando?
—Sí, señor. ¿Desean acompañarme?
El Comando 2 lo siguió por el anónimo pasillo e ingresó a lo que parecía una sala de conferencias con dos puertas. Junto a una de ellas había un policía uniformado… de alto rango, a juzgar por sus jinetas.
—Usted es… —empezó a decir.
—Chávez —Ding le tendió la mano—. Domingo Chávez.
—¿Español? —preguntó el policía, bastante sorprendido.
—Estadounidense. ¿Y usted, señor?
—Marius Roebling —replicó el otro cuando los miembros del comando terminaron de entrar y cerraron la puerta—. Acompáñenme, por favor.
Roebling abrió la puerta del fondo, que daba a una escalera. Un minuto después estaban en un minibús rumbo a la autopista. Ding se dio vuelta y vio un camión que probablemente trasladaba sus equipos.
—Bueno, ¿qué puede decirme?
—Son cuatro, hablan alemán, aparentemente es su lengua materna por la pronunciación y otros detalles lingüísticos. Utilizan armas checas y no parecen reacios a dispararlas.
—Sí, señor. ¿Cuánto tardaremos en llegar? ¿Mis hombres podrán cambiarse de ropa?
Roebling asintió.
—Todo está arreglado, mayor Chávez.
—Gracias, señor.
—¿Puedo hablar con el hombre que escapó? —preguntó Bellow.
—Tengo órdenes de cooperar con ustedes en todo… dentro de límites razonables, por supuesto.
Chávez se preguntó qué significaría eso, pero decidió averiguarlo a su debido tiempo. No podía culparlo por lamentar que un comando de extranjeros tuviera que hacer respetar las leyes en su país. Pero eran los proverbiales pros de Dover, y así era la cosa… su propio gobierno lo había dicho. Ding pensó que la credibilidad de Rainbow estaba ahora sobre sus espaldas. Se dio vuelta para mirar a su gente. Sería espantoso avergonzar a su suegro, a su comando y a su país. Eddie Price levantó los pulgares. ¿Acaso le habría leído el pensamiento? Bueno, pensó Chávez, al menos uno de nosotros piensa que estamos en condiciones de hacerlo. Años atrás había aprendido en las montañas de Colombia que era diferente en el campo. Cuanto uno más se acercaba a la línea de fuego, más diferente era. Allá afuera no había sistemas láser que informaran quién había muerto. La sangre derramada se encargaba de anunciarlo. Pero sus hombres eran entrenados y experimentados, especialmente el sargento mayor Edward Price.
Lo único que debía hacer era guiarlos en la batalla.
***
A una cuadra del banco había una escuela secundaria. El minibús y el camión estacionaron frente al edificio y el C-2 ingresó al área del gimnasio, protegida por diez policías uniformados. Los hombres se cambiaron de ropa en el vestuario y volvieron al gimnasio, donde Roebling los esperaba con una prenda adicional: pulóveres, negros como su vestimenta de asalto. Tenían impresa la palabra POLIZEI en letras doradas (no amarillas, como era costumbre) en la pechera y la espalda. ¿Sofisticación suiza?, pensó Chávez, sin la sonrisa que supuestamente debía acompañar semejante observación.
—Gracias —le dijo Chávez. Era un subterfugio útil. Hecho esto, los hombres recién pertrechados volvieron a abordar el minibús para el resto del viaje. Se detuvieron a la vuelta de la esquina del banco, invisibles para los terroristas y los noticieros. Los rifleros Johnston y Weber fueron dejados en posiciones preestablecidas: uno dominaba la parte trasera del edificio, el otro se hallaba en diagonal al frente. Ambos desplegaron los trípodes de sus armas y comenzaron a vigilar el blanco.
Sus rifles eran tan singulares como ellos mismos. Weber tenía un Walther WA2000 adaptado para cargador Winchester Magnum .300. El de Johnston había sido fabricado especialmente, adaptado al cargador ligeramente más pequeño pero también más rápido Remington Magnum de 7mm. En ambos casos, los tiradores determinaron antes que nada la distancia del blanco y la marcaban en sus miras telescópicas. Luego extendieron sus colchonetas. Su misión inmediata sería observar, reunir información, y reportarse.
El Dr. Bellow se sentía muy raro dentro de su uniforme negro, completo con chaleco antibalas y pulóver POLIZEI, pero serviría para evitar que fuera detectado por algún colega médico que viera el procedimiento por televisión. Noonan, similarmente vestido, encendió su computadora —una laptop Apple PowerBook— y comenzó a estudiar los planos del edificio para incluirlos en su sistema. Los policías locales fueron eficaces hasta la locura. En treinta minutos obtuvo un mapa electrónico completo del edificio-blanco. Todo… excepto la combinación de la bóveda, pensó con una sonrisa. Después desplegó una antena y transmitió las imágenes a las otras tres computadoras del equipo.
Chávez, Price y Bellow se acercaron al policía suizo de mayor rango. Saludos cordiales, apretones de manos. Price instaló su computadora e ingresó un CD-ROM con fotos de todos los terroristas conocidos —y fotografiados— del mundo.
El hombre que había arrastrado el cadáver a la vereda era Hans Richter, un alemán de Bonn que tenía negocios en Suiza.
—¿Pudo verles las caras? —preguntó Price.
—Sí —temblor de manos. Hasta el momento, Herr Richter había tenido un muy mal día. Price seleccionó conocidos terroristas alemanes y empezó a mostrarle las fotos.
—Ja, ja, ese. Él es el líder.
—¿Está completamente seguro?
—Sí, lo estoy.
—Ernst Model, anteriormente pertenecía a Baader-Meinhof, desapareció en 1989, paradero desconocido —siguió leyendo—. Sospechoso de cuatro operaciones hasta la fecha. Tres fracasadas. Estuvo a punto de ser capturado en Hamburgo en 1987, y mató a dos policías al escapar. De formación comunista, se sospecha que su último destino fue Líbano. Aparentemente muy delgado. Su especialidad era el secuestro. OK —pasó otras fotos.
—Ese otro… probablemente.
—Erwin Guttenach, también Baader-Meinhof, visto por última vez en Colonia en 1992. Robó un banco, antecedentes de secuestro y asesinato… ah, sí, este es el tipo que raptó y asesinó a un ejecutivo de la BMW en 1986. Se quedó con el rescate… cuatro millones de marcos alemanes. Un delincuente codicioso —agregó con sorna.
Bellow miró por encima de su hombro, tratando de pensar lo más rápido posible.
—¿Qué les dijo por teléfono?
—Tenemos la grabación —respondió el policía.
—¡Excelente! Pero necesitaré un intérprete.
—Doc, yo necesito un perfil de Ernst Model lo antes posible —intervino Chávez—. Noonan, ¿podremos tener cobertura del banco?
—No hay problema —replicó el tecnócrata.
—¿Roebling?
—¿Sí, mayor?
—¿Los de la TV cooperarán? Debemos asumir que esos sujetos tienen por lo menos un televisor.
—Cooperarán —replicó confiado el policía suizo.
—Bueno, gente, en marcha —ordenó Chávez. Noonan abrió su maleta de mago. Bellow dio la vuelta a la esquina con Herr Richter y un policía suizo que se encargaría de la traducción. Chávez y Price quedaron solos.
—¿Me olvido de algo, Eddie?
—No, mayor.
—OK. Número uno, mi nombre es Ding. Número dos, usted tiene más experiencia que yo en esto. Si tiene algo que decir, quiero escucharlo ahora mismo, ¿está claro? Esto no es una guardería. Necesito su cerebro, Eddie.
—Muy bien, señor… Ding —Price esbozó una sonrisa. Su comandante se estaba manejando muy bien—. Hasta el momento todo va bien. Tenemos contenidos a los sujetos, el perímetro es bueno. Necesitamos planos del edificio e información sobre lo que está ocurriendo adentro… eso es tarea de Noonan, y parece un tipo muy capaz. Y necesitamos tener idea de lo que piensa el enemigo… eso es tarea del Dr. Bellow, y él es excelente en lo suyo. ¿Cuál es el plan si el enemigo empieza a disparar repentinamente?
—Louis arrojará dos bengalas a la puerta principal, cuatro más adentro, e irrumpiremos como un tornado.
—Nuestros equipos protectores…
—No sirven para rechazar un siete-seis-dos ruso. Ya lo sé —admitió Chávez—. Nadie dijo jamás que fuera una misión segura, Eddie. Cuando sepamos un poco más podremos diseñar un plan de asalto eficaz —Chávez le palmeó el hombro—. Muévase, Eddie.
—Sí, señor —Price corrió a reunirse con el resto del comando.
Popov no sabía que la policía suiza tenía un escuadrón antiterrorista tan bien entrenado. El comandante permaneció agachado cerca del frente del edificio mientras otro hombre, probablemente su segundo a cargo, guiaba al resto del comando hacia la esquina. Allí se pusieron a hablar con el rehén escapado… alguien lo llevó fuera de la vista. Sí, los policías suizos estaban bien entrenados y bien pertrechados. Armas H&K aparentemente. Lo habitual en ese tipo de casos. Por su parte, Dimitri Arkadeyevich Popov se mezcló con la multitud de mirones. Su primera impresión de Model y su equipito de tres había sido acertada. El coeficiente intelectual del alemán dejaba mucho que desear… ¡incluso había querido discutir sobre marxismo-leninismo con su visitante! El muy idiota. Y ni siquiera era joven. Model tenía más de cuarenta años y no podía poner a la exuberancia juvenil como excusa de su fijación ideológica. Pero no le faltaba práctica. Pidió ver el dinero: 600 000 dólares en marcos alemanes. Popov sonrió al recordar dónde lo habían guardado. Era bastante improbable que Model volviera a verlo. La de matar al rehén tan pronto había sido una maniobra estúpida pero no inesperada. Era la clase de tipo que alardeaba de su resolución y su pureza ideológica ¡como si eso le importara a alguien en el mundo actual! Popov gruñó para sus adentros, encendió un cigarro, y se apoyó contra el edificio de otro banco para relajarse y observar las maniobras. Se bajó un poco el sombrero y se levantó el cuello del sobretodo, ostensiblemente para protegerse del frío del atardecer, pero también para oscurecer su rostro. Las precauciones jamás eran excesivas… Eso era algo que se les había pasado por alto a Ernst Model y sus tres Komraden.
El Dr. Bellow terminó de revisar las grabaciones de las conversaciones telefónicas y los hechos conocidos acerca de Ernst Johannes Model. Se trataba de un sociópata con una característica tendencia a la violencia. Sospechoso de siete asesinatos cometidos personalmente y algunos más en compañía de otros terroristas. Guttenach era un individuo menos brillante de la misma cepa, y de los otros dos no se sabía nada. El rehén escapado les había dicho que Model mató a la primera víctima disparándole en la nuca desde cerca y luego le ordenó arrastrarla hasta la calle. Entonces, tanto el asesinato como la demostración de su realidad a la policía habían sido erróneamente evaluados… y todo encajaba perfectamente en el mismo, preocupante perfil. Bellow activó su radio.
—Bellow a Chávez.
—Sí, doc, aquí Ding.
—Tengo el perfil preliminar de los sujetos.
—Dispare… Muchachos, ¿están escuchando? —Se oyó una inmediata cacofonía de respuestas superpuestas: «Sí, Ding». «Copiando, líder». «Ja» y cosas por el estilo—. Adelante, doc, diga lo que sabe —ordenó Chávez.
—Primero, no es una operación bien planeada. Eso encaja en el perfil del supuesto líder, Ernst Model, alemán, cuarenta y un años, exmiembro de la organización Baader-Meinhof. Tiende a ser impetuoso, muy dispuesto a usar la violencia si se siente acorralado o frustrado. Si amenaza matar a alguien, debemos tener en cuenta que no está bromeando. Su condición mental corriente es muy, repito, muy peligrosa. Sabe que la operación fracasó. Sabe que tiene muy pocas posibilidades de éxito. Los rehenes son su única ventaja y los considerará ventajas pasibles de ser gastadas. No esperen un síndrome de Estocolmo en este caso, muchachos. Model es demasiado sociópata para eso. Tampoco confiaría demasiado en las negociaciones. Lo más probable, en mi opinión, será una resolución de asalto esta misma noche o mañana.
—¿Algo más? —preguntó Chávez.
—Por ahora no —replicó Bellow—. Estaré monitoreando los pasos siguientes con la policía local.
Noonan se había tomado su tiempo para seleccionar las herramientas adecuadas y ahora se arrastraba junto a la pared exterior del edificio, bajo el nivel de las ventanas. Al llegar a cada ventana alzaba lentamente la cabeza para comprobar si había una brecha en las cortinas que permitiera ver el interior. En la segunda había una pequeña brecha y Noonan adosó al vidrio un diminuto sistema de visión. Se trataba de una lente en forma de cabeza de cobra, de apenas unos milímetros de ancho, que se comunicaba por cable de fibra óptica con una cámara de TV colocada dentro de su maleta negra a la vuelta de la esquina. Noonan colocó otro sistema en el extremo inferior de la puerta vidriada del banco y retrocedió arrastrándose trabajosamente hasta un lugar donde pudiera pararse. Una vez de pie, dio la vuelta a la manzana para repetir el procedimiento desde el otro lado del edificio. Allí pudo colocar tres sistemas: uno en la puerta y los otros dos en ventanas cuyas cortinas eran ligeramente más cortas de lo que debían. También instaló micrófonos para captar todos los sonidos posibles. Las enormes ventanas de vidrio debían tener muy buena resonancia, pensó, aunque eso valía tanto para los sonidos externos como para aquellos originados en el interior del edificio.
Mientras tanto, la gente de los canales de TV hablaba con el policía de mayor rango in situ, quien pasó bastante tiempo diciendo que los terroristas eran serios… el Dr. Bellow le había sugerido que se refiriera a ellos con respeto. Probablemente estarían mirando la televisión y alimentar su autoestima sería útil a los propósitos del Comando-2. En cualquier caso, impediría a los terroristas averiguar lo que había hecho Tim Noonan afuera.
—OK —dijo el tecno desde una calle lateral. Todos los sistemas de video estaban funcionando. Mostraban muy poco. La medida de las lentes no producía buena imagen a pesar del programa de ampliación que había instalado en su computadora—. Allí hay un tirador… y allá otro —se encontraban a diez metros del frente del edificio. El resto de las personas visibles se hallaban sentadas sobre el piso de mármol blanco, en el centro del salón para facilitar la vigilancia—. El tipo dijo cuatro, ¿no?
—Sí —respondió Chávez—. Pero no dijo cuántos rehenes, ni siquiera aproximadamente.
—De acuerdo, el que está detrás de las ventanillas es uno de los malos, creo yo… hmm… parece que está revisando los cajones de las cajas… y tiene una bolsa, o una valija. ¿Cree que visitaron la bóveda?
—¿Eddie? —preguntó Chávez.
—Codicia —coincidió Price—. Bien, ¿por qué no? Después de todo, es un banco.
—OK —Noonan pidió algunos documentos en su computadora—. Tengo los planos del edificio y este es el esquema.
—Cajas, bóveda, baños —Price apoyó el dedo sobre la pantalla—. La puerta de atrás. Parece bastante simple. ¿Acceso a pisos superiores?
—Aquí —dijo Noonan—. En realidad están fuera del edificio propiamente dicho, pero se puede acceder desde el subsuelo, que a su vez tiene salida individual al callejón de atrás.
—¿De qué está hecho el techo? —preguntó Chávez.
—Losa de concreto, cuatro centímetros de espesor. Sólido como la piedra. Lo mismo que las paredes y el piso. Este edificio fue construido para durar. —Por lo tanto, no habría ingreso «forzado por explosivos» a través de las paredes, el piso o el techo.
—Entonces podemos entrar por la puerta principal o por la puerta de atrás, y eso es todo. El chico malo número cuatro debe estar, por lógica, en la puerta de atrás —Chávez activó su radio—. Chávez a Rifle Dos-Dos.
—Ja. Aquí Weber.
—Dieter, ¿hay ventanas en el fondo, algo en la puerta, un agujero para espiar o algo semejante?
—Negativo. Aparentemente es una pesada puerta de acero y no hay nada visible en ella —dijo el alemán, rastreando nuevamente el blanco con su mira telescópica, nuevamente sin encontrar nada excepto acero pintado.
—OK, Eddie, volaremos la puerta de atrás con Primacord. Quiero tres hombres allí. Un segundo después volaremos las puertas vidriadas del frente, arrojaremos bengalas y entraremos cuando estén mirando hacia otro lado. De dos en dos, por el frente. Usted y yo por la izquierda. Louis y George por la derecha.
—¿Llevan chaleco antibalas? —preguntó Price.
—Herr Richter no vio nada —respondió Noonan— y tampoco se ve nada desde aquí… pero de todos modos no tienen protección en la cabeza, ¿no? —Sólo se necesitaría un disparo de diez metros, distancia fácil para las H&K.
—Bien —Price asintió—. ¿Quién comandará a los que entren por el fondo?
—Scotty, creo. Paddy se ocupará de los explosivos —Connolly era el mejor del comando para eso, y ambos lo sabían. Chávez tomó nota mentalmente de la necesidad de establecer con mayor claridad los subcomandos. Hasta el momento había metido a todos sus hombres en el mismo cajón. Eso tendría que cambiar en cuanto regresaran a Hereford.
—¿Vega?
—El Oso nos cubre, pero no creo que lo utilicemos mucho en esta misión —Julio Vega era el tirador de artillería pesada: tenía una ametralladora M-60 7.62 mm con visión láser para trabajos realmente serios que no sería muy útil en esta oportunidad… a menos que todo se fuera absolutamente al diablo.
—Noonan, envíele esta imagen a Scotty.
—Entendido —movió el mouse y empezó a transmitir toda la información a las diversas computadoras del comando.
—Ahora sólo debemos resolver cuándo —Ding miró su reloj—. Volvamos con Bellow.
—Sí, señor.
Bellow había pasado todo ese tiempo con Herr Richter. Las tres inyecciones sedantes lo habían calmado bastante. Incluso su inglés había mejorado notablemente. Cuando Chávez y Price aparecieron, Bellow lo estaba interrogando por sexta vez.
—Sus ojos son azules, como de hielo. Como de hielo —repetía Richter—. No es un hombre como tantos otros. Debería estar enjaulado con los animales del Tiergarten —el empresario sufrió un temblor involuntario.
—¿Tiene acento? —preguntó Price.
—Mezclado. Un poco de Hamburgo, pero también algo de Bavaria. Los otros… todos tienen acento bávaro.
—Estos datos serán muy útiles para la Bundes Kriminal Amt, Ding —comentó Price. La BKA era el equivalente alemán del FBI estadounidense—. ¿Por qué no hacemos que la policía revise el área en busca de un vehículo con patente alemana… de Bavaria? Tal vez tengan un chofer.
—Buen tiro —Chávez corrió hacia los policías suizos; el jefe dio la orden inmediatamente por radio. Probablemente otro agujero negro, pensó Chávez. Pero era imposible saberlo hasta no haberlo explorado. Necesariamente tenían que haber llegado de alguna manera. Otra nota mental. Chequear ese detalle en todas las misiones.
Roebling se acercó blandiendo su teléfono celular.
—Ya es hora —dijo— de volver a hablar con ellos.
—Yo, Tim —dijo Chávez por radio—. Ven al punto de reunión.
Noonan estuvo allí en menos de un minuto. Chávez señaló el celular de Roebling. Noonan lo tomó, lo destapó y le adosó un pequeño circuito verde del que pendía un cable delgado. Luego sacó otro celular del bolsillo y se lo entregó a Chávez.
—Ahí tienes. Escucharás todo lo que digan.
—¿Qué está pasando adentro?
—Caminan de un lado a otro, tal vez están un poco agitados. Dos de ellos estuvieron hablando hace unos minutos. Sus gestos indicaban bastante insatisfacción.
—OK. ¿Todo el mundo listo para entrar?
—¿Y el audio?
El tecno negó con la cabeza.
—Demasiado ruido de fondo. El edificio tiene un sistema de calefacción muy ruidoso que va en contra de los micrófonos de las ventanas. No estamos sacando nada en limpio, Ding.
—OK, mantennos informados.
—Claro —Noonan volvió a su puesto.
—¿Eddie?
—Si tuviera que apostar, diría que debemos irrumpir en el edificio antes del alba. Nuestro amigo pronto empezará a perder el control.
—¿Doc? —preguntó Ding.
—Es probable —asintió Bellow. Apreciaba la experiencia práctica de Price.
Chávez frunció el ceño. Por muy entrenado que estuviera, no estaba precisamente ansioso por entrar. Había visto las imágenes del interior. Debía haber veinte, quizás treinta personas adentro, rodeadas por tres individuos pertrechados con armas automáticas. Si uno de ellos decidía que todo se vaya a la mierda y empezaba el rock ‘n’ roll con su ametralladora checa, muchas de esas personas jamás regresarían a sus hogares. Eso se llamaba responsabilidad de comando, y aunque no era la primera vez que Chávez la experimentaba, la carga jamás se aligeraba… porque el precio del fracaso jamás se reducía.
—¡Chávez! —era el Dr. Bellow.
—Sí, doc —dijo Ding, yendo hacia él seguido por Price.
—Model se está poniendo agresivo. Dice que si no le conseguimos un auto que lo traslade a un helipuerto a pocas cuadras de aquí, y desde allí al aeropuerto, matará a otro rehén dentro de media hora. Luego, matará un rehén cada quince minutos. Dice que tiene suficientes rehenes para durar varias horas. Ahora está leyendo la lista de los más importantes. Un profesor de cirugía de la facultad de medicina local, un policía retirado, un reconocido abogado… bien, no está bromeando, Ding. Treinta minutos desde… OK, matará al primero a las ocho treinta.
—¿Qué le responden los policías?
—Lo que yo les dije que dijeran, que lleva tiempo conseguir todo lo que pide, que nos entregue uno o dos rehenes en prueba de su buena fe… pero eso disparó la amenaza de las ocho treinta. Ernst se está descontrolando.
—¿Habla en serio? —preguntó Chávez para asegurarse de haber entendido.
—Sí, muy en serio. Está perdiendo el control y se siente insatisfecho con el curso que tomaron las cosas. No se encuentra en estado racional. No bromea cuando dice que matará a alguien. Es como un niño mimado que no encuentra ningún regalo en el arbolito la mañana de Navidad, Ding. No hay influencia estabilizadora que pueda ayudarlo. Se siente muy solo.
—Súper —Ding activó su radio. Aunque no inesperadamente, la decisión había sido tomada por otro—. Comando, aquí Chávez. Preparados. Repito, preparados.
Sabía qué esperar. Una posibilidad era entregar el auto que pedían: sería demasiado pequeño para todos los rehenes y podrían eliminar a los muchachos malos con fuego cruzado de rifles. Pero sólo contaba con dos, cuyas balas, después de atravesar la cabeza de un terrorista, tendrían energía suficiente para matar a dos o tres personas más. Lo mismo podía decirse de las ametralladoras y las pistolas. Cuatro chicos malos eran demasiado para ese juego. No, debía entrar con su comando mientras los rehenes siguieran sentados en el piso, detrás de la línea de fuego. Esos bastardos ni siquiera conservaban el raciocinio necesario para pedir comida que él podría condimentar con droga… o tal vez conocían la pizza con sabor a Valium.
Tomó varios minutos. Chávez y Price gatearon hasta la puerta desde la izquierda. Louis Loiselle y George Tomlinson hicieron lo mismo del otro lado. En la parte de atrás, Paddy Connolly adosó una carga doble de Primacord al marco de la puerta, insertó el detonador y se alejó, secundado por Scotty McTyler y Hank Patterson.
—Comando de retaguardia en su puesto, Líder —anunció Scotty por radio.
—Entendido. Comando de avanzada en su puesto —replicó Chávez en voz baja.
—OK, Ding —la voz de Noonan resonó en el circuito de comando—, TV Uno enfoca a un tipo que blande un rifle y se pasea entre los rehenes sentados en el piso. Si tuviera que apostar, diría que es nuestro amigo Ernst. Hay otro a sus espaldas, y un tercero a la derecha, cerca del segundo escritorio de madera. Espera, ahora habla por teléfono… OK, está hablando con los policías, les dice que está listo para escoger la próxima víctima. Primero nos dirá su nombre. Muy amable de su parte —concluyó Noonan.
—OK, muchachos, todo será como en las prácticas —les anunció Ding a sus tropas—. Quiten los seguros a las armas. Alerta —levantó la vista y vio a Loiselle y Tomlinson intercambiar una mirada y un gesto. Louis entraría primero, seguido por George. Por su parte, Price tomaría la delantera seguido por Chávez.
—Ding, acaba de agarrar a un tipo, lo obliga a pararse… otra vez habla por teléfono, dice que van a matar primero al médico, es el profesor Mario Donatello. OK, lo tengo todo en Cámara Dos. La víctima está de pie. Creo que es hora de empezar el show —concluyó Noonan.
—¿Estamos listos? Comando de retaguardia, verificar.
—Listos —replicó Connolly por radio. Chávez podía ver a Loiselle y Tomlinson. Ambos asintieron brevemente y apretaron con fuerza sus MP-10.
—Chávez a comando, estamos listos para empezar. Alerta. Alerta. ¡Paddy, detone! —ordenó Ding con un grito. Lo último que haría sería bajar la voz en vísperas de una explosión.
El segundo siguiente pareció durar una eternidad. Luego, la mole del edificio se sacudió. Aun así lo escucharon, un sonoro clash metálico que hizo temblar el mundo entero. Price y Loiselle habían colocado sus bengalas explosivas bajo el borde de bronce de la puerta y las activaron apenas oyeron la primera detonación. Las puertas vidriadas se desintegraron instantáneamente en millares de fragmentos que volaron hacia el lobby de mármol y granito del banco en medio de una luz cegadora y un ruido infernal. Price, ya en el umbral de la puerta, entró como una flecha seguido por Chávez. Ambos se volcaron a su izquierda.
Ernst Model estaba allí mismo, apretando el caño de su arma contra la cabeza del Dr. Donatello. Se dio vuelta para mirar hacia el fondo del salón, donde había ocurrido la primera explosión, y, tal como estaba planeado, la segunda lo desorientó con su terrible ruido y su cegadora luz de magnesio. El médico cautivo también reaccionó y se alejó del terrorista con las manos sobre la cabeza, mirando a los intrusos con enorme gratitud. Price apuntó su MP-10 y destrozó la cara de Ernst Model.
A sus espaldas, Chávez detectó a otro terrorista. El tipo sacudía la cabeza como queriendo despejarse. Estaba mirando hacia otro lado, pero conservaba el arma, y las reglas eran las reglas. Chávez también le voló la cabeza. Volvió a apuntar su arma y vio al tercer terrorista caído sobre un charco de sangre.
—¡Despejado! —gritó Chávez.
—¡Despejado! ¡Despejado! ¡Despejado! —gritaron los demás. Loiselle corrió a la parte de atrás del edificio seguido por Tomlinson. Antes de que llegaran, las negras figuras de McTyler y Patterson emergieron con sus armas apuntadas al techo: ¡Despejado!
Chávez fue hacia las cajas y saltó sobre el mostrador en busca de refuerzos terroristas. Nadie.
—¡Despejado aquí! ¡Vigilen el área!
Uno de los rehenes empezó a levantarse y George Tomlinson lo derribó de un empujón. Uno por uno, fueron retirados del lugar por algunos integrantes del comando mientras otros los cubrían con armas cargadas: en ese momento no podían estar seguros de quiénes eran ovejas y quiénes lobos. Algunos policías suizos entraron al banco. Los rehenes fueron empujados en dirección a ellos: un montón de ciudadanos shockeados y perplejos, todavía desorientados respecto a lo ocurrido. A muchos les sangraban los oídos o las cabezas por las bengalas explosivas y los fragmentos de vidrio.
Loiselle y Tomlinson recogieron las armas de los terroristas, las vaciaron y se las colgaron del hombro. Recién entonces, y gradualmente, comenzaron a relajarse.
—¿Qué pasó atrás? —le preguntó Ding a Paddy Connolly.
—Venga a ver —sugirió el exsoldado SAS. Acompañó a su comandante al salón de atrás. Era un desastre. Probablemente el sujeto tenía la cabeza apoyada contra el marco de la puerta. Parecía una explicación lógica para la falta de cabeza y la presencia de un único hombro en el cadáver, arrojado hacia el interior con el rifle checo M-58 todavía aferrado en la mano que le quedaba. La carga doble de Primacord había sido demasiado contundente, tal vez… pero Ding no podía quejarse. La puerta de acero y el espesor del marco lo habían exigido así.
—OK, Paddy. Buen tiro.
—Gracias, señor —sonrisa de profesional que ha hecho bien su trabajo.
Hubo aplausos en la calle cuando salieron los rehenes. Entonces, pensó Popov, los terroristas que había reclutado eran ahora unos imbéciles muertos. No era para sorprenderse. El comando antiterrorista suizo había manejado bien la situación, tal como era de esperar tratándose de la policía suiza. Uno de ellos encendió su pipa apenas salió… ¡muy suizo, realmente!, pensó Popov. Era probable que escalara montañas sólo para entretenerse. Tal vez fuera el comandante. Un rehén se acercó a él.
—Danke schön, danke schön! —le dijo el director del banco a Eddie Price.
—Bite sehr, Herr Direktor —respondió el británico, agotando en el acto sus conocimientos de alemán. Le indicó el lugar donde la policía de Berna había reunido a los demás rehenes. Probablemente necesitaran un trago, pensó.
—¿Cómo estuvimos, Eddie? —preguntó Chávez, recién salido del infierno.
—Bastante bien, diría yo —chupada de pipa—. Fue un trabajo fácil a decir verdad. Fueron unos auténticos obcecados al elegir este banco y actuar como lo hicieron —sacudió la cabeza y dio otra chupada a su pipa. El IRA era mucho mejor que esto. Estúpidos alemanes.
Ding no le preguntó por qué los consideraba obcecados, y mucho menos auténticos. En cambio, sacó su teléfono celular y tocó el discado rápido.
—Clark.
—Chávez. ¿Lo vio por TV, Mr. C.?
—Ahora van a repetirlo, Ding.
—Liquidamos a los cuatro. No hay rehenes heridos, excepto el que mataron hoy temprano. Sin bajas en el comando. Entonces, jefe, ¿qué hacemos ahora?
—Volar a casa para reportarse, muchacho. Six, fuera.
—Genial —dijo el mayor Peter Covington. La TV transmitió los preparativos del comando durante los treinta minutos siguientes, hasta que finalmente desaparecieron por la esquina—. Tu Chávez parece conocer el negocio… y es importante que la primera prueba haya sido fácil. Cosas como esta alimentan la confianza.
Observaron la imagen computarizada que les había enviado Noonan por su sistema de teléfono celular. Covington había predicho como sería el rescate… y no se había equivocado.
—¿Hay alguna tradición que yo necesite conocer? —preguntó John relajándose un poco y aliviado al saber que no había habido víctimas innecesarias.
—Los invitaremos a beber unas cervezas en el club, por supuesto —Covington no pudo ocultar su sorpresa ante la supina ignorancia de Clark.
Popov, en su auto, intentaba atravesar las calles de Berna antes de que los patrulleros las bloquearan al regresar a sus estaciones. A la izquierda… dos semáforos, a la derecha, luego cruzar la plaza y… ¡allí! Excelente, incluso tenía lugar para estacionar. Dejó su Audi alquilado frente a la vivienda provisoria de Model. Violar la cerradura fue un juego de niños. Escaleras arriba, al fondo, cerradura igualmente fácil de violentar.
—Wer sind Sie? —preguntó una voz.
—Dimitri —replicó Popov honestamente, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta—. ¿Estuviste viendo televisión?
—Sí, ¿qué fue lo que falló? —preguntó la voz, siempre en alemán, seriamente contrariada.
—Eso no tiene importancia. Es hora de partir, mi joven amigo.
—Pero mis amigos…
—Están muertos y no puedes ayudarlos —vio al muchacho en la oscuridad: apenas veinte años y amigo devoto del imbécil difunto, Ernst Model. ¿Una relación homosexual quizás? Si así fuera, todo sería más fácil para Popov, que no tenía la menor simpatía por los hombres de esa orientación sexual—. Vamos, recoge tus cosas. Debemos irnos, y pronto.
Allí, allí estaba la maleta de cuero negro llena de marcos alemanes. El muchacho… ¿cómo diablos se llamaba? ¿Fabián algo?, le dio la espalda y fue a buscar su parca, que los alemanes llaman Joppe. No volvió a darse vuelta. Popov apuntó su pistola con silenciador y disparó una vez. Después otra, absolutamente innecesaria, desde tres metros de distancia. Una vez seguro de que el muchacho había muerto, abrió la maleta para verificar su contenido. Luego salió a la puerta, cruzó la calle y condujo hasta su hotel en el centro de Berna. Tenía un pasaje de regreso a Nueva York para el mediodía siguiente. Pero antes debía abrir una cuenta bancaria en una de las ciudades más aptas para hacerlo.
El grupo estuvo muy tranquilo durante el viaje de regreso. Habían pescado el último vuelo del día a Inglaterra… en este caso a Heathrow, no a Gatwick. Chávez se consiguió un vaso de vino blanco y fue a sentarse junto al Dr. Bellow, que hizo otro tanto.
—¿Y? ¿Cómo estuvimos, doc?
—¿Por qué no me lo dice usted, señor Chávez? —respondió Bellow.
—En cuanto a mí, el estrés está bajando. Sin temblequeos esta vez —replicó Ding, sorprendido por la firmeza de su pulso.
—Los «temblequeos» son perfectamente normales: liberan la energía estresante. El cuerpo tiene dificultades para soltarla y volver a la normalidad. Pero el entrenamiento atenúa esas dificultades. Igual que la bebida —observó el médico, bebiendo su propia «dosis» de buena cepa francesa.
—¿Podríamos haber hecho algo de otro modo?
—No creo. Tal vez, si hubiéramos llegado antes, podríamos haber evitado o al menos pospuesto el asesinato del primer rehén, pero esas cosas nunca pueden controlarse —Bellow se encogió de hombros—. No, en este caso, lo que me extraña es la motivación de los terroristas.
—¿Por qué?
—Actuaron de manera ideológica, pero sus exigencias no fueron precisamente ideológicas. Entiendo que, de paso, robaron el banco.
—Correcto —Loiselle y Ding habían registrado un bolso de tela tirado en el piso del banco. Estaba repleto de billetes, como ocho kilos. Era una manera rara de contar dinero, pero no habría podido hacerlo de otro modo. La policía suiza se encargaría de contarlo. Después de la acción venía el trabajo de inteligencia, supervisado por Bill Tawney—. Entonces… ¿eran unos vulgares ladrones?
—No estoy seguro —Bellow terminó su copa y la levantó para que la azafata volviera a llenarla—. Por el momento no tiene mucho sentido, pero no sale de lo común en casos como este. Model no era un gran terrorista. Mucho ruido… y pocas nueces. Mal planeado, mal ejecutado.
—Un miserable bastardo —comentó Chávez.
—Personalidad sociopática… más criminal que terrorista. Los otros —me refiero a los buenos— suelen ser más juiciosos.
—¿Qué diablos es un buen terrorista?
—Un hombre de negocios cuyo negocio es matar gente para sacar provecho político… casi como un publicista. Sirven a un propósito mayor, al menos eso piensan ellos. Creen en algo, pero no como niños en clase de catecismo sino como adultos que estudian razonadamente la Biblia. Es un ejemplo torpe, supongo, pero no se me ocurre otro. Ha sido un largo día, señor Chávez —concluyó Bellow mientras la azafata le llenaba el vaso.
Ding miró su reloj.
—Ni que lo diga, doc —y ahora les tocaba dormir. Chávez reclinó su asiento y perdió la conciencia en cuestión de segundos.