NUEVAS RESPONSABILIDADES
Las primeras dos semanas fueron bastante agradables. Chávez corría cinco millas diarias sin cansarse, realizaba la cantidad exigida de flexiones y abdominales con sus hombres, y disparaba mejor, tan bien como la mitad de ellos, pero nunca como Connolly y el estadounidense Hank Patterson. Esos dos debían haber nacido con pistolas en las cunas, decidió Ding luego de disparar trescientas balas por día con la intención de igualarlos. Tal vez un armero pudiera mejorar su arma. Corrían rumores de que los SAS tenían un armero que había entrenado con el mismísimo Sam Colt. Tal vez convendría alivianar y ablandar un poco el gatillo. Puro orgullo herido. Las pistolas eran armas secundarias. Con sus H&K MP-10, esos hombres podían plantar el contenido de tres cargadores en una cabeza ubicada a cincuenta metros de distancia a la misma velocidad que la mente de Ding concebía la idea de hacerlo. Eran asombrosos, los mejores soldados que había conocido en su vida… o incluso por mentas, admitió para sus adentros, sentado en su escritorio y ocupándose del odiado papeleo. Gruñó. ¿Acaso había alguien en el mundo que no odiara el papeleo?
Los miembros del equipo pasaron una sorprendente cantidad de tiempo sentados frente a sus escritorios y leyendo, principalmente material de inteligencia: dónde se pensaba que estaba cada terrorista, según algún servicio de inteligencia, departamento de policía o informante pago. De hecho, la información que estaban estudiando era prácticamente inútil, pero era lo mejor que tenían para quebrar la rutina diaria. También había fotos de los terroristas internacionales sobrevivientes. Carlos el Chacal, ya en sus cincuenta años y encerrado en una cárcel francesa de máxima seguridad, era el preferido de todos. Sus fotos, modificadas por computadora para simular su aspecto actual, fueron comparadas con fotos recientes enviadas por los franceses. Los miembros del equipo dedicaron bastante tiempo a memorizar todas las fotos de los terroristas porque, tal vez, en una noche oscura y en un lugar desconocido, un rayo de luz podría revelar una de esas caras… y sólo tendrían unos segundos para decidir si volarle o no la tapa de los sesos. Además, si uno tenía la oportunidad de liquidar a otro Carlos Ilich Ramírez Sánchez, querría aprovecharla, porque en ese caso, caviló Ding, uno sería luego tan famoso que ya no podría beber una cerveza tranquilo en ningún bar de policías o agentes especiales, en ningún lugar del mundo. Lo malo era que esa pila de basura acumulada sobre su escritorio no era realmente basura después de todo. Si lograban atrapar al próximo Carlos, sería porque algún policía local de San Pablo, Brasil, o Bumfuck, Bosnia, o donde fuera habría obtenido datos de un informante, ido al lugar adecuado y echado un vistazo, y su cerebro habría hecho clic recordando los innumerables folletos y volantes que llenaban las estaciones de policía del mundo entero, y luego su sabiduría callejera lo habría llevado a decidir si atrapaba al terrorista in situ… o bien, si la situación parecía demasiado densa, se reportaría a su teniente, y en ese caso, un equipo especial como el de Ding se desplegaría discretamente y atraparía al maldito, vivo o muerto, frente a su esposa y sus hijos, si los tenía, todos ellos ignorantes de la peligrosa carrera de papá… y luego entraría en acción la CNN con sus cámaras procaces…
Ese era el problema del trabajo de escritorio. Uno empezaba a soñar despierto. Chávez miró su reloj, se levantó, entró en la oficina de al lado y entregó su pila de basura a Miss Moony. Estuvo a punto de preguntar si todos estaban listos, pero debían estarlo, porque la única persona que quedaba ya estaba en la puerta. En el camino recogió su pistola y su cartuchera. El próximo paso era lo que los británicos llamaban «sala de batas», excepto que no había batas sino ropa de fajina negro carbón y chalecos antibalas.
El Comando 2 ya estaba allí, la mayoría vestidos desde unos minutos antes para la práctica del día. Se los veía flojos, relajados, sonrientes. Algunos hacían bromas livianas. Una vez equipados fueron a retirar sus SMG a la sala de armas. Pasaron sobre sus cabezas el cabestrillo doble, verificaron que el cargador estuviera lleno, volvieron a colocarlo en la culata, pusieron el seguro, y revisaron el arma para garantizar su adaptación a las peculiaridades de cada tirador.
Las prácticas fueron interminables, o al menos las hicieron rendirlo más posible durante esas dos semanas. Había seis simulacros básicos que podían desarrollarse en diversos entornos. El que más odiaban sucedía en el interior de un avión comercial. Lo único bueno era el confinamiento forzoso de los chicos malos… obviamente no podían ir a ninguna parte. El resto era pésimo. Numerosos civiles en la línea de fuego, buenos escondites para los malos… y si uno de ellos realmente llevaba una bomba atada al cuerpo… casi siempre decían llevarla… bueno, en ese caso tendría que tener pelotas para detonarla tirando de la cuerda o tocando el interruptor, y entonces, si el miserable era medianamente competente, todos los que iban a bordo estarían perdidos. Afortunadamente, eran pocos los que elegían morir de esa manera. Pero Ding y su gente no podían pensar así. Los terroristas parecían temer más la captura que la muerte… de modo que el disparo debía ser rápido y perfecto, y el equipo debía ingresar al avión como un tornado de medianoche en Kansas, con los reflectores encendidos para reducir a los bastardos a imposibilidad de combate, de modo tal que las ametralladoras apuntaran a cabezas inmóviles, y rogar a Dios que los civiles que intentaba rescatar no se pararan y bloquearan el polígono de tiro en que se había transformado repentinamente el Boeing o Airbus.
—Comando 2, ¿estamos listos? —preguntó Chávez.
—¡Sí, señor! —respondieron a coro.
Ding los guio afuera y los hizo correr media milla hasta el edificio de tiro. Fue una carrera dura, distinta al jogging veloz de la práctica diaria. Johnston y Weber ya estaban en el teatro de operaciones, en rincones opuestos de la estructura rectangular.
—Comando a Rifle Dos-Dos —dijo Ding por el micrófono incorporado a su casco—. ¿Alguna irregularidad?
—Negativo, Dos-Seis. Absolutamente nada —informó Weber.
—¿Rifle Dos-Uno?
—Seis —replicó Johnston—, vi moverse una cortina, pero nada más. Los instrumentos indican entre cuatro y seis voces adentro, angloparlantes. Nada más.
—Entendido —respondió Ding. El resto del equipo se había escondido detrás de un camión. Echó un último vistazo al plano del interior del edificio. El comando ya estaba al tanto. Los tiradores conocían el interior de la estructura lo suficientemente bien para andar con los ojos cerrados. Con eso en mente, les hizo señas de avanzar.
Paddy Connolly tomó la delantera y corrió hacia la puerta. Apenas llegó, soltó su H&K y sacó el Primacord de su chaleco. Adhirió el explosivo al marco de la puerta y empujó la capucha contra el extremo superior derecho. Un segundo después dio cinco pasos a la derecha llevando el detonador en la mano izquierda. Con la derecha aferró su SMG y la apuntó al cielo.
OK, pensó Ding. Es hora de moverse.
—¡Adelante! —gritó.
Cuando los primeros hombres dieron la vuelta al camión, Connolly pulsó el detonador. El marco se desintegró y la puerta voló hacia adentro. El primer tirador, Mike Pierce, la siguió un segundo después, desapareciendo en el agujero humeante seguido por Chávez.
Adentro estaba oscuro, la única luz provenía del vano de la puerta destrozada. Pierce escrutó la habitación, comprobó que estaba vacía, y pasó a la siguiente. Ding se le adelantó, al frente de su equipo…
… ahí estaban, cuatro blancos y cuatro rehenes…
Chávez empuñó su MP-10 y disparó dos cargas silenciadas a la cabeza del blanco más alejado. Le dio exactamente entre los ojos pintados de azul. Luego cruzó a la derecha y vio que Steve Lincoln había eliminado a su hombre tal como está previsto. Menos de un segundo después se encendieron las luces generales. Todo había terminado, siete segundos después de la explosión del Primacord. Habían programado el simulacro en ocho segundos. Ding le puso el seguro a su arma.
—¡Carajo, John! —le dijo al comandante del Rainbow.
Clark se puso de pie sonriéndole al blanco de la izquierda, a menos de medio metro de distancia. Los dos agujeros del entrecejo significaban muerte segura e instantánea. No llevaba chaleco antibalas ni protección de ninguna clase. Stanley, sentado en el otro extremo de la fila, tampoco. Mrs. Foorgate y Mrs. Montgomery sí. Ellas ocupaban los asientos centrales. La presencia de las mujeres sorprendió a Chávez, hasta que recordó que ellas también integraban el equipo y probablemente querían demostrar su valentía. Tuvo que admirar el espíritu de las féminas, aunque no su sentido común.
—Siete segundos. Bastante bien, supongo. Cinco sería mejor —observó John, aunque las dimensiones del edificio habían determinado la velocidad del equipo para cubrir distancias. Revisó todos los blancos. El de McTyler tenía un solo orificio, aunque su forma irregular probaba que había disparado los dos cargadores según los parámetros de la práctica. Cualquiera de ellos se habría ganado un lugar seguro en el tercer SOG y todos eran tan buenos como él mismo lo había sido, pensó para sus adentros. Bueno, los métodos de entrenamiento habían mejorado notablemente desde su temporada en Vietnam, ¿no? Ayudó a Helen Montgomery a levantarse. Parecía un poco perturbada. No era para asombrarse. Uno no le pagaba a su secretaria por colocarse en la mira de un rifle.
—¿Se encuentra bien? —preguntó John.
—Oh, muy bien, gracias. Fue más bien excitante. Fue mi primera vez, ¿sabe?
—Y mi tercera —dijo Alice Foorgate, levantándose—. Siempre es excitante —agregó con una sonrisa.
Para mí también, pensó Clark. Por mucha confianza que les tuviera a Ding y sus hombres, contemplar el caño de una ametralladora liviana y parpadear bajo los reflectores le congelaba un poco la sangre. Y la falta de protección antibalas no era tan graciosa, aunque él la justificaba diciéndose que debía ver mejor para detectar posibles errores. No obstante, no había detectado ninguno. Esos tipos eran condenadamente buenos.
—Excelente —dijo Stanley desde su puesto—. Usted, eh… —prosiguió señalando a uno de ellos.
—Patterson, señor —dijo el sargento—. Ya sé, me retrasé un poco al entrar.
Se dio vuelta y vio que un fragmento del marco trababa la entrada. Había estado a punto de tropezar con él.
—Se recuperó muy bien, sargento Patterson. Su ánimo no se vio para nada afectado.
—No, señor —admitió Patterson, sin sonreír del todo.
El comandante del equipo se acercó a Clark.
—Conste que estamos en condiciones de enfrentar cualquier misión, Mr. C. —dijo Chávez con una sonrisa confiada—. Y dígale a los muchachos malos que se pongan en guardia. ¿Cómo anduvo el Comando 1?
—Dos décimas de segundo más rápido —replicó John, contento de ver desinflarse un poco al diminuto líder del 2—. Y gracias.
—¿Por qué?
—Por no matar a tu suegro.
John le palmeó el hombro y salió de la habitación.
—OK, muchachos —empezó Ding—, veremos la filmación y haremos críticas.
No menos de seis cámaras de TV habían grabado la misión. Stanley la analizaría cuadro por cuadro. El análisis sería festejado con unos tragos en el club del Regimiento 22. Ding ya se había dado cuenta de que los británicos tomaban muy en serio el tema de la cerveza… y Scotty McTyler podía arrojar dardos mientras Homer Johnston disparaba su rifle. Era una suerte de brecha en el protocolo que Ding, supuesto mayor, compartiera una cerveza con sus hombres, todos ellos sargentos. Lo explicó diciendo que había sido un humilde sargento líder de escuadrón hasta desaparecer en las fauces de la CIA y los entretuvo con historias de su vida con los ninjas… historias que sus subordinados escucharon con una mezcla de respeto y diversión. Por muy buena que fuera la 7.ª División de Infantería, nunca sería tan buena como el C-2. Hasta Domingo tuvo que admitirlo tras varios vasos de John Courage.
—OK, Al, ¿qué opinas? —preguntó John. La licorera de su oficina estaba abierta: un Scotch para Stanley, un Wild Turkey para Clark.
—¿De los muchachos? —Se encogió de hombros—. Muy competentes técnicamente. Puntería casi perfecta, preparación física adecuada. Buena respuesta a los obstáculos y lo inesperado… y, bien, cabe destacar que no nos mataron en la oscuridad, ¿verdad?
—¿Pero? —preguntó Clark con mirada inquisitiva.
—Pero uno no sabe nada hasta que pasa algo de verdad. Oh, sí, son tan buenos como los SAS, pero los mejores son ex SAS…
Pesimismo viejo mundo, pensó John Clark. Ese era el problema con los europeos. Carecían de optimismo y solían fijarse en lo que podía andar mal en lugar de bien.
—¿Chávez?
—Un tipo soberbio —admitió Stanley—. Casi tan bueno como Peter Covington.
—Concedido —admitió Clark, sin importarle que fuera su yerno. Pero Covington había pasado siete años en Hereford. En un par de meses Ding alcanzaría ese nivel. Ya estaba bastante cerca. Se trataba de comparar la cantidad de horas que habían dormido y pronto se trataría de lo que había desayunado cada uno. En suma, pensó John, tenía la gente adecuada, entrenada al nivel adecuado. Lo único que debía hacer era mantenerlos en forma. Entrenar. Entrenar. Entrenar.
Ninguno de ellos sabía que la cosa ya había comenzado.
—Entonces, Dimitri —dijo el hombre.
—¿Sí? —replicó Dimitri Arkadeyevich Popov, haciendo girar el vodka en el vaso.
—¿Dónde y cómo empezamos?
Ambos creían haberse conocido por una afortunada casualidad, aunque por muy diferentes razones. Había ocurrido en París, en un café de la calle, las mesas estaban muy cerca unas de otras, uno de ellos había advertido que el otro era ruso y deseó hacer unas pocas preguntas acerca de Rusia. Popov, exoficial de la KGB en busca de oportunidades para ingresar al mundo capitalista, había decidido rápidamente que ese estadounidense estaba lleno de dinero y que por lo tanto valía la pena conversar un poco con él. Respondió sus preguntas abierta y claramente, llevándolo a deducir rápidamente su anterior ocupación: sus habilidades lingüísticas (Popov hablaba fluidamente inglés, francés y checo) ayudaron mucho, al igual que su conocimiento de Washington DC. Popov no era diplomático y el hecho de expresar sus opiniones de manera abierta y franca había limitado su promoción dentro de la ex KGB soviética al rango de coronel… y él todavía se consideraba digno de la jerarquía de un general. Como de costumbre, una cosa llevó a la otra, primero el intercambio de tarjetas, luego un viaje a EE.UU. en primera clase (Air France) como consultor de seguridad y una serie de reuniones que avanzaron sutilmente en una dirección que sorprendió más al ruso que al estadounidense. Popov lo impresionó con sus conocimientos sobre temas de seguridad en las calles de ciudades extranjeras y luego la conversación se orientó a otras áreas de experiencia y destreza.
—¿Cómo sabe todo esto? —preguntó el estadounidense en su oficina de Nueva York.
La respuesta a su pregunta fue una ancha sonrisa, estimulada por tres vodkas dobles.
—Conozco a esta gente, por supuesto. Vamos, usted debe estar al tanto de lo que hice antes de abandonar mi país.
—¿Trabajó con terroristas? —preguntó sorprendido el estadounidense.
Popov tuvo que explicar sus actividades dentro del contexto ideológico apropiado:
—Seguramente recordará que para nosotros no eran terroristas. Eran camaradas creyentes en la paz mundial y el marxismo-leninismo, camaradas soldados en la lucha por la libertad humana… y, en honor a la verdad, idiotas útiles, demasiado dispuestos a sacrificar sus vidas a cambio de casi nada.
—¿En serio? —preguntó el estadounidense, nuevamente sorprendido—. Hubiera creído que los motivaba algo importante…
—Ah, claro que sí —aseguró Popov—, pero los idealistas son idiotas, ¿no le parece?
—Algunos lo son —admitió su anfitrión, indicándole que continuara.
—Se creen toda la retórica, todas las promesas. ¿No se da cuenta? Yo también fui miembro del Partido. Dije lo que debía decir, completé las respuestas, asistí a los mítines, pagué mis obligaciones con el Partido. Hice todo lo que tuve que hacer, pero en realidad pertenecía a la KGB. Viajé al extranjero. Vi cómo se vivía en Occidente. Me gustaba mucho más viajar al extranjero por cuestiones de, ah, «negocios» que trabajar en el número dos de la avenida Dzerzhinsky. Mejor comida, mejores ropas, mejor todo. A diferencia de esos jovencitos imbéciles, yo sabía cuál era la verdad —concluyó, levantando su vaso a medio vaciar.
—Entonces, ¿a qué se dedican ahora?
—Se esconden —respondió Popov—. Casi todo el tiempo. Se esconden. Algunos trabajan… probablemente en tareas menores, supongo, a pesar de su educación universitaria.
—Me pregunto… —La mirada soñolienta indicaba que el estadounidense estaba un poco ebrio, aunque tan obviamente que Popov dudó de su autenticidad.
—¿Qué se pregunta?
—Si sería posible contactarlos…
—Casi seguro, si hubiera motivos para hacerlo. Mis contactos —se tocó la sien—, bueno, esas cosas no se evaporan. ¿A dónde quería llegar?
—Bien, Dimitri, usted sabe, hasta los perros de ataque tienen sus costumbres… y su utilidad, e incluso bastante a menudo, bien —sonrisa embarazosa—, usted me entiende…
En ese momento, Popov se preguntó si las películas decían la verdad. ¿Los ejecutivos estadounidenses realmente planeaban asesinar a sus rivales y cosas por el estilo? Parecía una locura… pero tal vez las películas no carecieran de base…
—Dígame —prosiguió el estadounidense— ¿usted trabajó con esa gente… quiero decir, planeó algunas de las misiones que ejecutaron?
—¿Planear? No —replicó el ruso, negando con la cabeza—. Les brindé ayuda, sí, bajo directivas de mi gobierno. Casi siempre actué como correo.
No había sido su misión favorita. Esencialmente se había dedicado a entregar mensajes especiales a esos niños perversos, pero el papel de cartero se adaptaba perfectamente a sus impecables habilidades de campo y a su capacidad de razonar casi con cualquiera sobre cualquier cosa, ya que los contactos eran muy difíciles de manejar una vez que decidían hacer algo. Popov había sido agente encubierto, para utilizar la expresión vernácula occidental, un oficial de inteligencia realmente soberbio que jamás, hasta donde él sabía, había sido identificado por ningún servicio occidental de contrainteligencia. De otro modo, su ingreso al Aeropuerto Internacional JFK no hubiera sido tan fácil.
—Entonces, ¿sabe cómo entrar en contacto con esa gente?
—Sí, sé cómo —aseguró Popov.
—Notable —el estadounidense se puso de pie—. Bueno, ¿qué le parece si vamos a cenar?
Al terminar la cena, Popov ganaba 100 000 dólares anuales como consultor especial. El ruso no podía dejar de preguntarse en qué terminaría su nuevo trabajo, pero tampoco le importaba demasiado. Cien mil dólares no era una cifra despreciable para un hombre cuyos gustos sofisticados necesitaban atención.
Ya habían pasado diez meses de aquello y el vodka seguía siendo bueno.
—¿Dónde y cómo? —susurró Popov. Lo divertía ver a dónde había llegado, y lo que estaba haciendo. La vida era tan rara, y los caminos que uno tomaba, y sobre todo dónde lo llevaban esos caminos. Después de todo, sólo había estado esa tarde en París, matando el tiempo y esperando encontrarse con un ex «colega» del DGSE—. ¿Ya sabe cuándo?
—Sí, tiene la fecha, Dimitri.
—Sé a quién ver y a quién llamar para pautar la reunión.
—¿Debe hacerlo personalmente? —preguntó el estadounidense.
Popov la consideró una pregunta estúpida.
—Sí, mi querido amigo —risita amable—, cara a cara. Esas cosas no se arreglan por fax.
—Es un riesgo.
—Muy pequeño. Nos encontraremos en un lugar seguro. Nadie me tomará fotografías. Además, sólo me reconocerán por contraseña y nombre clave. Ah, y por el dinero, por supuesto.
—¿Cuánto?
Popov se encogió de hombros.
—Oh, ¿digamos quinientos mil dólares? En efectivo, por supuesto. Dólares estadounidenses, marcos alemanes, francos suizos, eso dependerá de la preferencia de… nuestros amigos —agregó para aclarar el panorama.
El estadounidense garrapateó algo sobre un papel.
—Con esto podrá conseguir el dinero —dijo entregándole la hoja.
Y así empezaron las cosas. La moral siempre había sido una estructura variable, ya que dependía de la cultura, las experiencias y los principios de cada individuo. En el caso de Dimitri, su cultura de origen tenía pocas reglas rígidas o inamovibles, sus experiencias habían aprovechado esa carencia, y su principio fundamental era ganarse la vida…
—Usted sabe que esto conlleva cierto grado de peligro para mí y también sabe que mi salario…
—Su salario acaba de duplicarse, Dimitri.
Sonrisa franca.
—Excelente.
Buen comienzo. Ni siquiera la mafia rusa era tan rápida en sus avances.
Tres veces por semana practicaban paracaidismo desde una plataforma a sesenta pies del suelo. Una vez por semana lo hacían de verdad, lanzándose desde un helicóptero del ejército británico. A Chávez no le gustaba demasiado. La escuela aérea era una de las pocas cosas que había evitado durante su estadía en el ejército… lo cual era bastante extraño, pensó. Había hecho la escuela Ranger como E-4 pero, por una u otra razón, Fort Benning no había entrado en su formación.
Pronto vendría lo mejor o lo peor. Sus pies descansaban sobre los patines. El helicóptero se acercaba al lugar de lanzamiento. Sus manos enguantadas aferraban la soga (de cien metros de largo, en caso de que el piloto se confundiera). Nadie confiaba demasiado en los pilotos, aunque la vida de todos solía depender de ellos. Este parecía muy bueno. Un poquito cowboy, tal vez: en la última parte del simulacro atravesaron una brecha entre los árboles y las hojas de sus copas rozaron el uniforme de Ding, suavemente claro, pero en su posición cualquier contacto era decididamente mal recibido. La nariz ascendió debido a una poderosa maniobra de freno dinámico. Chávez endureció las piernas y, cuando la nariz bajó nuevamente, saltó. El truco era detener el descenso a pique a poca distancia del suelo… y llegar allí lo suficientemente rápido para no ofrecerse como blanco colgante. Hecho, sus pies tocaron la tierra. Soltó la soga, aferró su H&K con ambas manos y avanzó hacia el objetivo. Había sobrevivido a su salto número 14 en paracaídas, el tercero desde un helicóptero.
Su nuevo trabajo tenía un aspecto deliciosamente gozoso, pensó mientras corría. Era nuevamente un soldado de cuerpo entero, algo que había aprendido a amar y que sus obligaciones en la CIA le habían negado. A Chávez le gustaba transpirar, disfrutaba los ejercicios físicos del entrenamiento y, más que nada, amaba estar con otros hombres que compartieran sus gustos. Era duro. Era peligroso: ese mes, todos los miembros del equipo habían sufrido heridas menores —excepto Weber, que parecía estar hecho de hierro— y tarde o temprano, según las estadísticas, alguno de ellos sufriría una herida mayor, probablemente una pierna rota durante las sesiones de paracaidismo. Delta rara vez contaba con un equipo completo debido a los accidentes y heridas menores durante el entrenamiento. Pero el entrenamiento duro facilitaba el combate. Tal era el lema de todos los ejércitos competentes del mundo. Era una exageración, pero no tanto. Miró hacia atrás desde su puesto cubierto y vio a todos los integrantes del Comando-2 en tierra y en movimiento… Vega incluido. Notable. Chávez siempre temía por los tobillos del Oso debido a la enorme masa de su cuerpo. Weber y Johnston corrían como flechas hacia sus puestos portando sus rifles de mira telescópica especialmente fabricados. Los radios incorporados a los cascos funcionaban por un sistema encriptado digitalizado que sólo los miembros del Comando 2 podían descifrar… Ding se dio vuelta y comprobó que todos estaban en sus puestos, listos para la próxima orden y/o movimiento…
La Sala de Comunicaciones estaba en el segundo piso del edificio que acababan de remodelar. Poseía la cantidad acostumbrada de teletipos para los distintos servicios mundiales de noticias, además de televisores para CNN, Sky News y algunas otras emisoras. Todos los aparatos eran supervisados por individuos a quienes los británicos llamaban «mentes», a su vez supervisados por un oficial de inteligencia de carrera. El que estaba de turno en ese momento era un estadounidense de la Agencia de Seguridad Nacional, un mayor de la Fuerza Aérea que solía vestir ropas civiles que no lograban disimular su nacionalidad ni su profesión.
El mayor Sam Bennett se había aclimatado a su nuevo medio ambiente. Su esposa e hijo no apreciaban excesivamente la televisión local pero aprobaban el clima, y había varias canchas de golf decentes bastante cerca. Todas las mañanas corría tres millas para que los chismosos locales supieran que no era un inútil total, y planeaba salir a cazar pájaros dentro de unas semanas. Por lo demás, prestar servicio allí era muy fácil. El general Clark —eso pensaban todos de él— parecía bastante decente como jefe. Propugnaba un estilo limpio y rápido, y esa era la especialidad de Bennett. Tampoco era un gritón. Bennett había trabajado para varios en sus doce años de servicio uniformado. Y Bill Tawney, jefe del equipo de inteligencia, era el mejor que había visto en su vida: sereno, reflexivo e inteligente. Había compartido varias cervezas con él en las últimas semanas, hablando de nada en el Club de Oficiales de Hereford.
Pero esta clase de servicio era aburrida la mayor parte del tiempo. Había trabajado en el subsuelo del Centro de Vigilancia de NSA, una sala enorme de techo bajo llena de minitelevisores e impresoras que producían un zumbido constante, capaz de enloquecer a cualquiera en las largas noches de vigilancia sobre el maldito mundo. Por lo menos los británicos no tenían esa política de encierro contra las abejas obreras. Le resultaba fácil levantarse y caminar un poco. El personal era joven. Sólo Tawney superaba los cincuenta, y a Bennett también le gustaba eso.
—¡Mayor! —llamó una voz desde una de las nuevas impresoras—. Tenemos un caso de rehenes en Suiza.
—¿Servicio? —preguntó Bennett, acercándose.
—Agencia France-Press. Es un banco, un maldito banco —informó el cabo. Bennett se inclinó para leer el impreso… pero no pudo: no sabía francés. El cabo sí sabía y tradujo al vuelo. Bennett levantó el teléfono y tocó un botón.
—Señor Tawney, tenemos un incidente en Berna. Un grupo de criminales tomó la casa central del Banco Comercial. Hay algunos civiles atrapados adentro.
—¿Qué más, mayor?
—Por el momento nada más. La policía ya está allí, evidentemente.
—Muy bien. Gracias, mayor Bennett —Tawney cortó la comunicación y abrió un cajón de su escritorio, del que retiró un libro muy especial. Ah, sí, conocía a ese tipo. Llamó a la embajada británica en Ginebra—. Con el Sr. Gordon, por favor —le pidió a la operadora.
—Habla Gordon —dijo una voz pocos segundos después.
—Dennis, soy Bill Tawney.
—Bill, hacía tiempo que no tenía noticias tuyas. ¿En qué te puedo ayudar? —preguntó Gordon con tono complacido.
—Banco Comercial de Berna, casa central. Aparentemente hay una situación de rehenes. Quiero que la evalúes y me informes.
—¿Cuáles son nuestros intereses, Bill?
—Tenemos un… un acuerdo tácito con el gobierno suizo. Si la policía local no puede manejar un caso, nosotros proveemos asistencia técnica parcial. ¿Quién tiene conexiones con la policía local en la embajada?
—Tony Armitage, ex Scotland Yard. Buen elemento para crímenes financieros y cosas por el estilo.
—Llévalo contigo —ordenó Tawney—. Infórmame en cuanto tengas algo —le dio su número.
—Muy bien —de todos modos, era una tarde bastante aburrida en Ginebra—. Me llevará unas horas.
Y probablemente no dará ningún resultado, ambos lo sabían.
—Estaré en este número. Gracias, Dennis.
Tawney cortó, salió de su oficina y fue arriba, a mirar TV.
Detrás del edificio donde funcionaban los Cuarteles Generales del Rainbow había cuatro antenas satelitales que recibían información de satélites de comunicación localizados sobre el Ecuador. Un simple chequeo les permitió averiguar cuál de ellos captaba las transmisiones satelitales de la TV suiza. Como en la mayoría de los países, también en Suiza era más fácil entrar y salir de un satélite que utilizar cables terrestres coaxiales. Pocos segundos después recibían noticias directas de la estación local. En ese momento sólo contaban con una cámara. La pantalla mostraba el exterior de un edificio institucional: los suizos tendían a diseñar sus bancos como si fueran castillos urbanos, aunque con un toque característicamente germánico que les otorgaba un aspecto poderoso y rechazante. El reportero estaba hablando a su estación, no al público. El intérprete se encargaba de traducir.
—«No, no tengo idea. La policía todavía no habló con nosotros» —prosiguió el intérprete con su aburrido tono monocorde. En ese momento apareció otra voz en la línea—. Camarógrafo —dijo el intérprete—. Parece un camarógrafo… hay algo…
La cámara se acercó y enfocó una forma, una figura humana que llevaba algo sobre la cabeza, una máscara…
—¿Qué clase de arma es esa? —preguntó Bennett.
—Checa 58 —respondió Tawney en el acto—. Eso parece. El camarógrafo es muy bueno.
—«¿Qué dijo?». Ese fue el estudio al reportero —prosiguió el intérprete, casi sin mirar la pantalla—. «No sé, el ruido me impidió escuchar. Gritó algo, no escuché qué». Oh, bueno: «¿Cuánta gente?». «No estoy seguro, el Watchmeister dijo que había más de veinte personas adentro entre empleados y clientes del banco. Afuera sólo estamos mi camarógrafo y yo, y aproximadamente quince policías». «Vendrán más en camino, supongo», respuesta de la estación.
La transmisión de audio enmudeció. La cámara se apagó y el zumbido en el audio les indicó que el camarógrafo estaba cambiando de lugar, hecho que fue confirmado por la imagen tomada desde otro ángulo que apareció en pantalla pocos segundos después.
—¿Qué pasa, Bill? —Tawney y Bennett se dieron vuelta y vieron a John Clark a sus espaldas—. Vine a hablar contigo, pero tu secretaria dijo que teníamos una situación en ciernes.
—Es posible —replicó Tawney—. La estación Six de Ginebra acaba de enviar dos hombres para evaluarla. Tenemos ese acuerdo con el gobierno suizo, en caso de que decidan invocarlo. ¿Esto está saliendo por televisión comercial, Bennett?
El aludido negó con la cabeza.
—No, señor. Por ahora lo mantienen en secreto.
—Buenísimo —opinó Tawney—. ¿Quiénes están al frente del equipo, John?
—Comando 2, Chávez y Price. En este momento están terminando una práctica liviana. ¿Cuánto tardaremos en declarar el estado de alerta?
—Podríamos hacerlo ya mismo —respondió Bill, aunque probablemente se tratara sólo de un asalto fracasado a un banco. En Suiza también había ladrones, ¿no?
Clark sacó una mini-radio del bolsillo y la activó.
—Chávez, aquí Clark. Price y tú deben reportarse a comunicaciones ahora mismo.
—Vamos en camino, Six —respondió Ding.
—No sé qué está pasando —le comentó Ding a su sargento mayor. En las últimas tres semanas había aprendido que Eddie Price era el mejor soldado que hubiera podido encontrar: sereno, inteligente, reposado y con mucha experiencia de campo.
—Pronto lo sabremos, señor —respondió Price. Sabía que los oficiales necesitaban hablar de ciertas cosas. Y acababa de comprobarlo.
—¿Cuánto tiempo ha estado en el ejército, Eddie?
—Casi treinta años, señor. Me enrolé muy joven… a los quince años. En el Regimiento de Paracaidismo —dijo, prosiguiendo para evitar la siguiente pregunta—. Me integré a SAS a los veinticuatro, y desde entonces estoy aquí.
—Bien, sargento mayor, me alegra tenerlo conmigo —dijo Chávez entrando en el auto para ir a los Cuarteles Generales.
—Gracias, señor —replicó Price. Este Chávez es un tipo decente, pensó, y tal vez un buen comandante… aunque eso está por verse. Él también tenía preguntas para hacer, pero no, eso no se acostumbraba ¿verdad? Bueno como era, Price todavía no sabía casi nada acerca de los militares estadounidenses.
Tendría que ser oficial, Eddie, pensó Ding, pero no lo dijo. En EE.UU. lo hubieran arrancado de su unidad —sin importarles que chillara o pataleara— para enviarlo al OCS, probablemente con una graduación universitaria adquirida por el ejército en el camino. Otra cultura, otras reglas, pensó Chávez. Bien, gracias a eso contaba con un sargento endiabladamente bueno a sus espaldas. Diez minutos después estacionó en la playa del fondo y entró al edificio, donde siguió las indicaciones para llegar a Comunicaciones.
—Eh, Mr. C. ¿qué pasa?
—Es probable que tengamos trabajo para tu equipo, Domingo. Berna, Suiza. Asalto frustrado a un banco, situación de rehenes. Es todo lo que sabemos por ahora.
Clark señaló las pantallas. Chávez y Price se hicieron de un par de sillas giratorias antes de acercarse.
Aunque más no fuera, serviría como práctica de alerta. Los mecanismos proyectados empezaban a funcionar. En el primer piso ya habían conseguido pasajes en no menos de cuatro vuelos desde Gatwick a Suiza, y dos helicópteros iban rumbo a Hereford para trasladar hombres y equipos al aeropuerto. British Airways ya sabía que debía aceptar carga sellada: inspeccionarla para el vuelo internacional sólo serviría para alterar a la gente. Si el alerta proseguía, los miembros del Comando 2 vestirían de civil: traje y corbata. A Clark le parecía un tanto excesivo. No era tan fácil lograr que los soldados parecieran banqueros, ¿verdad?
—En este momento no pasa nada —dijo Tawney—. Sam, ¿podrías pasar las filmaciones previas?
—Sí, señor.
El mayor Bennett seleccionó una y la activó por control remoto.
—Checa 58 —dijo Price inmediatamente—. ¿Ninguna cara?
—No, eso es lo único que tenemos de los sujetos —replicó Bennett.
—Arma extraña para ladrones —comentó Price. Chávez giró la cabeza. Esa era una de las cosas que le faltaban aprender sobre Europa. Bueno, allí los delincuentes no usaban rifles de asalto.
—Eso pensaba yo —dijo Tawney.
—¿Arma terrorista? —le preguntó Chávez a su XO.
—Sí, señor. Los checos entregaron muchas. Muy compacta, como puede ver. Sólo veinticinco pulgadas de longitud, fabricada por Uhersky. Cargador soviético Siete-punto-seis-dos/treinta-nueve. Totalmente automática, con selector. Es raro ver esa arma rara en manos de un bandido suizo —señaló Price una vez más.
—¿Por qué? —preguntó Clark.
—En Suiza fabrican armas mucho mejores que esa, señor… para que los civiles soldados las guarden en el ropero, ya ve. No sería difícil robar unas cuantas.
El edificio se sacudió por el sonido de los helicópteros que acababan de aterrizar. Clark miró su reloj y asintió complacido.
—¿Qué sabemos del vecindario? —preguntó Chávez.
—Estamos trabajando en eso, muchacho —respondió Tawney—. Hasta el momento, sólo lo que transmite la TV.
La pantalla mostraba una calle común, en ese momento sin tránsito vehicular debido a que la policía local había desviado coches y autobuses. Por lo demás, edificios ordinarios de mampostería bordeando una común y silvestre calle de ciudad. Chávez miró a Price, que no apartaba los ojos de las imágenes que estaban viendo… Ya eran dos, porque otra emisora suiza había enviado sus cámaras y ambas señales estaban siendo pirateadas por el satélite. El traductor siguió traduciendo los comentarios de camarógrafos y reporteros a sus respectivas estaciones. Decían muy poco, y la mitad eran tonterías semejantes a las que se dicen de un escritorio a otro en una oficina. De vez en cuando, alguna de las cámaras captaba el movimiento de una cortina, pero eso era todo.
—Probablemente la policía está intentando comunicarse por teléfono con nuestros amigos. Querrán hablar con ellos, hacerlos entrar en razón, lo de siempre —dijo Price, comprendiendo que era el que más experiencia práctica tenía entre los presentes. Los demás conocían la teoría, pero la teoría no siempre alcanzaba—. En media hora sabremos si es o no una misión para nosotros.
—¿Los policías suizos son buenos? —preguntó Chávez.
—Buenísimos, señor, pero no tienen mucha experiencia con situaciones serias de rehenes…
—Por eso tenemos un acuerdo con ellos —acotó Tawney.
—Sí, señor —Price se respaldó en la silla, metió la mano en el bolsillo y sacó su pipa—. ¿Les molesta si fumo?
Clark negó con la cabeza.
—Aquí no practicamos el nazismo sanitario, sargento mayor —dijo—. ¿Qué es, a su entender, una situación de rehenes «seria»?
—Criminales comprometidos, terroristas —Price se encogió de hombros—. Tipos lo suficientemente estúpidos como para poner sus vidas sobre la mesa de juego. La clase de tipos capaces de matar a los rehenes para demostrar lo resueltos que son —la clase de tipos a los que nosotros perseguimos y matamos. Price no tuvo necesidad de agregar esto último.
Era un desperdicio tanto cerebro reunido para no hacer nada, pensó John Clark. Especialmente en el caso de Bill Tawney. Pero careciendo de información era difícil emitir pronunciamientos pontificios. Todos los ojos estaban fijos en las pantallas de televisión, que mostraban muy poco, y Clark se descubrió extrañando la charla inane que uno espera de los periodistas televisivos, siempre prestos a llenar el silencio con palabras vacías. Lo único interesante fue cuando dijeron que estaban intentando hablar con la policía local, pero que los policías no decían nada, salvo que estaban tratando de entrar en contacto con los malos de la película, hasta el momento sin éxito. Debía ser mentira, pero supuestamente la policía debía mentirles a los medios y al público en casos como este… porque cualquier terrorista medianamente competente tendría un televisor consigo. Uno se enteraba de muchas cosas mirando la tele; de otro modo, Clark y sus subordinados jerárquicos no estarían paralizados frente a las pantallas, ¿no?
El protocolo era simple y complejo a la vez. Rainbow tenía un acuerdo con el gobierno suizo. Si la policía local no podía controlar una situación acudiría al gobierno del cantón, que a su vez decidiría si acudir o no al gobierno nacional central, cuyos funcionarios ministeriales llamarían a Rainbow llegado el caso. El mecanismo completo había sido establecido meses atrás como parte del mandato de la agencia que ahora dirigía Clark. El «llamado de ayuda» se realizaría a través del Ministerio del Exterior británico en Whitehall, junto a las orillas del Támesis en Londres. A John le parecía un infierno burocrático, pero no había manera de evitarlo. Una vez hecho el llamado las cosas se simplificaban un poco, por lo menos en el aspecto administrativo. Pero los suizos no les dirían nada hasta que se efectuara el bendito llamado.
Luego de una hora de vigilia televisiva, Chávez se retiró a poner en Alerta al Comando 2. Los soldados se lo tomaron con calma y prepararon el equipo necesario, que no era demasiado. Cada uno de ellos comenzó a recibir las imágenes televisadas en su escritorio y Chávez volvió a Comunicaciones mientras los helicópteros reposaban ociosos sobre el helipuerto próximo al área del Comando 2. El Comando 1 también entró en alerta, por si los helicópteros que trasladaban al C-2 a Gatwick se estrellaban. Los procedimientos habían sido exhaustivamente planeados… salvo por los terroristas, pensó John.
En la pantalla, los policías iban de un lado a otro, expectantes. Buenos policías o no, no estaban preparados para una situación como esa, y aunque habían considerado la posibilidad —todo el mundo civilizado lo había hecho—, la habían tomado tan en serio como los policías de —digamos— Boulder, Colorado. Jamás había pasado algo semejante en Berna, y hasta que no pasara no formaría parte de la cultura corporativa de la policía local. Eran puntos demasiado importantes para que Clark y sus hombres no los tuvieran en cuenta. La policía alemana —competente como pocas en el mundo— había impedido el rescate de los rehenes en Fürstenfeldbrück, no porque fueran malos policías sino porque era su primera vez, y debido a eso algunos atletas israelíes no habían vuelto de las Olimpiadas de Munich en 1972. El mundo había aprendido la lección, ¿pero hasta qué punto? Clark y sus hombres no dejaban de preguntárselo todo el tiempo.
Las pantallas mostraron poco más que una calle de ciudad vacía durante la siguiente media hora, pero luego apareció un policía de alto rango con un teléfono celular. Al principio su lenguaje corporal era plácido, pero luego empezó a cambiar. Apretaba el teléfono contra su oreja, como queriendo meterse adentro. Hacía gestos imperiosos con la mano libre, como si hablara cara a cara con su interlocutor.
—Algo anda mal —observó el Dr. Paul Bellow.
No fue una sorpresa para nadie, menos para Eddie Price, quien se irguió en su silla y chupó su pipa sin decir palabra. Negociar con tipos como los que controlaban el banco era una pequeña forma de arte, un arte que el superintendente de policía de la pantalla —cualquiera fuera su rango— todavía debía aprender. Malas noticias, pensó Price, para uno o más clientes del banco.
—«¿Eso fue un disparo?» —dijo el traductor, repitiendo las palabras de un reportero.
—Oh, carajo —comentó Chávez entre dientes. La situación había empeorado.
Menos de un minuto después, se abrió una de las puertas de vidrio del banco y un hombre vestido de civil arrastró un cadáver hasta la vereda. Aparentemente era un hombre, pero su cabeza —enfocada de cerca por ambas cámaras— se había transformado en una informe masa rojiza. El civil arrastró el cuerpo hasta la calle y se quedó un momento inmóvil.
Más a la derecha, a tu derecha, pensó Chávez para inducirlo. De algún modo lo logró, porque el desconocido de sobretodo gris se quedó quieto varios segundos mirando hacia abajo y luego —furtivamente— se dirigió a la derecha.
—«Se escuchan gritos en el interior del banco» —prosiguió el intérprete.
Pero, quienquiera que hubiera gritado, cometió un error. El civil giró a su derecha, alejándose de la puerta doble del banco, y se agachó junto a los enormes ventanales de vidrio polarizado. Era imposible verlo desde el interior del edificio.
—Buena movida, viejo —comentó Tawney serenamente—. Ahora, veamos si la policía puede hacerte salir.
Una de las cámaras enfocó al policía de mayor rango, parado en medio de la calle con su teléfono celular y haciendo señas frenéticas a los civiles para que se agacharan. Valiente o estúpido, imposible saberlo. Pero el policía regresó lentamente a la hilera de patrulleros… sin que nadie le disparara desde el banco. Las cámaras volvieron al civil escapado. Otros policías habían llegado al costado del edificio y le indicaron que siguiera agachado y se arrastrara hasta ellos. Los uniformados tenían ametralladoras. Su lenguaje corporal era tenso y frustrado. Uno de ellos contempló el cadáver tirado en la vereda y los de Hereford pudieron traducir fácilmente sus pensamientos.
—Señor Tawney, tiene un llamado por línea 4 —anunció el intercom. Tawney caminó hasta el teléfono y apretó el botón adecuado.
—Habla Tawney… ah, sí… Dennis…
—Sean quienes sean, acaban de asesinar a un tipo.
—Lo vimos por televisión pirata —lo cual significaba que el viaje de Gordon a Berna era una pérdida de tiempo… pero no, no lo era, ¿verdad?—. ¿Tienes contigo a Armitage?
—Sí, Bill, ahora mismo hablará con su policía.
—Excelente. Esperaré.
Como si le hubieran dado el pie, la cámara mostró a un hombre de civil acercándose al policía de mayor rango. Le mostró su identificación, habló brevemente con él y desapareció por la esquina.
—Aquí Tony Armitage. ¿Quién habla?
—Bill Tawney.
—Bueno, si conoce a Dennis, supongo que es un Six. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
—¿Qué le dijo la policía? —Tawney activó el speaker.
—Fueron a consultar al cantón.
—¿Mr. C.? —dijo Chávez sin moverse de su silla.
—Avisa a los helicópteros que enciendan los motores, Ding. Irán a Gatwick. Allí esperarán instrucciones.
—Entendido, Mr. C. Comando 2, en marcha.
Chávez bajó las escaleras seguido por Price. Saltaron al auto y llegaron al edificio del C-2 en menos de tres minutos.
—Muchachos, si miraron la tele ya saben qué sucede. Ensillen, vamos en helicóptero a Gatwick.
No habían llegado a la puerta cuando un valiente policía suizo rescató al civil sano y salvo y lo llevó hasta un coche que salió disparado. Nuevamente, lo importante fue el lenguaje corporal. Los policías, hasta el momento casi informales, modificaron su actitud. La mayoría se agachó detrás de los patrulleros, arma en mano, tensos pero todavía inseguros respecto a sus próximos pasos.
—A partir de ahora saldrán por la red de televisión —anunció Bennett—. Sky News lo transmitirá en unos segundos.
—Supongo —dijo Clark—. ¿Dónde está Stanley?
—En Gatwick —dijo Tawney. Clark asintió. Stanley viajaría con el Comando 2 en carácter de comandante de campo. El Dr. Paul Bellow también iría con ellos. Viajaría en el mismo helicóptero que Chávez y Stanley y los asesoraría sobre el aspecto psicológico de la situación táctica. Lo único que quedaba por hacer era pedir café y alimento sólido, cosa que hizo. Luego arrimó una silla y se sentó frente a los televisores.