CAPÍTULO 1

MEMO

El vuelo VC-20B carecía en cierto modo de comodidades —la comida consistía en emparedados y un vino inidentificable— pero los asientos confortables y el viaje sin altibajos permitieron que todos durmieran hasta que las ruedas se posaron sobre Northholt, un aeropuerto de la RAF localizado al oeste de Londres. Mientras el G-IV de la USAF carreteaba hacia la rampa, John destacó la antigüedad de los edificios.

—Esta base data de la Batalla de Bretaña —explicó Stanley desperezándose en su asiento—. También pueden utilizarla jets comerciales privados.

—En ese caso, vamos a pasar muchas veces por aquí —replicó Ding, restregándose los ojos y anhelando un café—. ¿Qué hora es?

—Poco más de las ocho, hora local… Hora zulú también, ¿no?

—Absolutamente —confirmó Stanley con un gruñido adormilado.

En ese momento empezó a llover y la lluvia fue una adecuada bienvenida al suelo británico. Caminaron cien yardas hasta la recepción, donde un oficial selló sus pasaportes y les dio oficialmente la bienvenida al país antes de volver a concentrarse en su desayuno y su diario.

Afuera los esperaban tres coches —limusinas Daimler negras— que abandonaron la base en dirección oeste y luego sur, hacia Hereford. Eso demostraba que era un burócrata civil, pensó Clark en el primer coche. En otro caso hubieran utilizado helicópteros. Pero Gran Bretaña no carecía de las delicias de la civilización. En la ruta, pararon en un McDonald’s para comer Egg McMuffins y beber café. Sandy protestó por el exceso de colesterol. Hacía meses que perseguía a John por ese tema. Luego recordó el episodio de la noche anterior.

—¿John?

—¿Sí, querida?

—¿Quiénes eran?

—¿Quiénes, los tipos del avión? —Sandy asintió—. No estoy seguro, probablemente separatistas vascos. Aparentemente buscaban al embajador español, pero cometieron un error garrafal. No era él quien estaba a bordo, sino su esposa.

—¿Intentaron secuestrar el avión?

—Sí, claro.

—¿No es horrible?

John asintió reflexivamente.

—Sí, lo es. Bien, hubiera sido más horrible de haber sido ellos competentes, pero por suerte no lo eran.

Sonrió para sus adentros. ¡Viejo, subieron al vuelo equivocado! Pero no podía reír abiertamente, menos con su esposa sentada junto a él, en el lado equivocado del camino… hecho que lo irritaba bastante, a decir verdad. Le parecía mal ir sobre el lado izquierdo del camino, a una velocidad de… ¿ochenta millas por hora? Maldición. ¿Acaso no tenían límite de velocidad en ese país?

—¿Qué pasará con ellos? —insistió Sally.

—Hay un tratado internacional. Los canadienses los devolverán a EE.UU., donde serán juzgados por la Corte Federal. Serán juzgados, condenados y encerrados por piratería aérea. Pasarán muchos años entre rejas.

Y no se atrevió a agregar que habían tenido suerte. Las leyes españolas probablemente no habrían sido tan benévolas.

—Hacía tiempo que no pasaba algo así.

—Sí —coincidió John Clark. Había que ser un verdadero imbécil para secuestrar un avión, pero evidentemente los imbéciles no eran una especie en peligro de extinción. Por ese motivo él era el Six de una organización llamada Rainbow.

Tenemos buenas y malas noticias, así comenzaba el memo que había escrito. Como de costumbre, no se había preocupado por cuestiones burocráticas: ese era un lenguaje que Clark jamás había logrado aprender a pesar de sus treinta años en la CIA.

Con la caída de la Unión Soviética y otros estados con posiciones políticas adversas a los intereses occidentales y estadounidenses, la probabilidad de una confrontación internacional importante es generalmente baja. Obviamente, esta es la mejor de las buenas noticias.

Pero también debemos encarar el hecho de que todavía quedan muchos terroristas internacionales experimentados y entrenados en el mundo, y que algunos de ellos tienen contacto ocasional con agencias nacionales de inteligencia. Cabe agregar que algunos países, si bien no quieren una confrontación directa con EE.UU. u otras naciones occidentales, podrían utilizar a estos «agentes libres» del terrorismo para metas políticas menos ambiciosas.

En todo caso es probable que este problema vaya en aumento, ya que en la situación mundial previamente mencionada las naciones más influyentes impusieron límites firmes a la actividad terrorista, vigentes por el acceso controlado a armas, fondos, entrenamiento y salvoconductos.

Es probable que la actual situación global modifique el «entendimiento» previo entre las naciones más poderosas. El precio del apoyo, las armas, el entrenamiento y los salvoconductos podría convertirse en actividad terrorista propiamente dicha, sin la pureza ideológica anteriormente exigida por las naciones patrocinantes.

La solución más obvia a este —probablemente— creciente problema sería la organización de un nuevo equipo antiterrorista multinacional. Propongo el nombre clave Rainbow. Propongo además que la organización tenga su base en el Reino Unido. Las razones son simples:

Por todas estas razones, el equipo para operaciones especiales propuesto, integrado por personal de EE.UU., RU y agentes selectos de la OTAN, con pleno apoyo de los servicios nacionales de inteligencia, coordinado in situ

Y lo había vendido, se dijo Clark con una sonrisa lavada. El respaldo brindado por Ed y Pat Foley, el general Mickey Moore y otros en la Oficina Oval había sido fundamental para lograrlo. La nueva agencia —Rainbow— era más negra que lo más negro: su financiamiento en EE.UU. era manejado por el Capitolio a través del Departamento del Interior, y luego a través de la Oficina de Proyectos Especiales del Pentágono, sin ninguna clase de conexión con la comunidad de inteligencia. Aproximadamente cien personas conocían en Washington la existencia de Rainbow. Ojalá hubieran sido menos, pero no se podía esperar demasiado al respecto.

La cadena de mando era un tanto barroca. No hubo manera de evitarlo. Sería difícil quitarse de encima la influencia británica: la mitad del personal de campo era británico, así como los expertos de inteligencia… pero Clark era el jefe. Sabía que esa era una concesión mayor por parte de sus anfitriones. Alistair Stanley sería su funcionario ejecutivo y eso no le representaba ningún problema. Stanley era rudo y, mejor aún, uno de los agentes especiales más inteligentes que había conocido. Sabía cuándo retener el juego, cuándo mezclar y cuándo dar las cartas. La única mala noticia era que él, Clark, había pasado a ser un REMF… peor, un trajeado. Tendría una oficina y dos secretarias en lugar de salir a correr con los perros grandes. Bien, debía admitirlo, tenía que pasar tarde o temprano, ¿no?

Mierda. Ya que no podía correr con los perros, jugaría con ellos. Tendría que hacerlo para demostrarles a sus subordinados que merecía su puesto. Sería coronel, no general, se dijo Clark. Estaría con la tropa el mayor tiempo posible; correría, practicaría tiro, hablaría con ellos.

Soy capitán, pensaba Ding en el coche de atrás mientras contemplaba la campiña inglesa. Sólo había estado en Gran Bretaña para cambiar de vuelo en Heathrow o Gatwick y hasta ahora jamás había visto el paisaje, tan verde como una postal irlandesa. Lideraría uno de los comandos bajo las órdenes de John (Mr. C) y eso le otorgaba rango de capitán, el más alto rango que uno podía obtener en el ejército: lo bastante alto para que los NCO obedecieran sus órdenes y lo bastante bajo para poder mezclarse con las tropas. Vio a Patsy cabeceando junto a él. Su embarazo comenzaba a manifestarse de las maneras más insólitas. A veces bullía de actividad; otras, vegetaba. Bueno, llevaba en el vientre un pequeño Chávez y eso hacía que todo fuera bueno… más que bueno. Un milagro. Casi tan grande como el milagro de que él volviera a ser aquello para lo que se había preparado: un soldado. Mejor aún, una suerte de agente independiente. Lo malo era que debía responder a más de un gobierno —funcionarios que hablaban varios idiomas— pero eso era inevitable y él se había ofrecido como voluntario para seguir con Mr. C. Alguien tenía que cuidar al jefe.

El episodio del avión lo había sorprendido bastante. Mr. C no tenía su arma a mano… Qué diablos, pensó Ding, uno se molesta en conseguir un permiso para portar armas en aerolíneas civiles ¿y luego deja el arma donde no puede alcanzarla en caso de necesidad? ¡Santa María bendita! Hasta John Clark estaba envejeciendo. Debió ser su primer error operativo en mucho tiempo… y luego intentó repararlo jugando al cowboy. Pero… lo había hecho bien. Sereno y frío. Aunque excesivamente rápido, pensó Ding, excesivamente rápido. Tomó la mano de Patsy. Últimamente estaba durmiendo mucho. El bebé minaba sus fuerzas. Se inclinó para besarla en la mejilla, muy suavemente… para no despertarla. Captó la mirada del chofer en el espejo retrovisor y lo miró con cara de póker. ¿Sería sólo un chofer o formaría parte del equipo? Pronto lo sabría.

La seguridad era más densa de lo que Ding había esperado. Por el momento, los cuarteles generales de Rainbow estaban en Hereford, base del Regimiento 22 del Servicio Aéreo Especial del ejército británico. De hecho, la seguridad era incluso más densa de lo que parecía, porque un hombre con un arma es siempre un hombre con un arma… y desde cierta distancia es imposible distinguir entre un policía alquilado y un experto entrenado. Mirándolos de cerca, Ding decidió que pertenecían a la segunda clase de hombres armados. Tenían otra mirada. El que registró su auto se ganó un gesto de reconocimiento, debidamente retribuido cuando les hizo señas de pasar. La base era igual a cualquier otra: los carteles eran diferentes, y también algunas siglas, pero los edificios tenían jardines prolijamente cortados y las cosas parecían más pulcras que en las áreas civiles. El automóvil se detuvo frente a una casa modesta pero prolija, con garaje para un vehículo que Patsy y Ding todavía no poseían. Vio que el coche de John siguió un par de cuadras y frenó junto a una casa más grande… bueno, los coroneles vivían mejor que los capitanes, y además no había que pagar el alquiler. Abrió la puerta, salió del auto y fue hacia el baúl para retirar su equipaje. Luego tuvo la primera gran sorpresa del día.

—¿Mayor Chávez? —preguntó una voz.

—Eh, ¿sí? —dijo Ding. ¿Mayor?, se preguntó.

—Soy el cabo Weldon, su asistente —el cabo era mucho más alto y corpulento que Ding. Esquivó al estadounidense y retiró hábilmente las valijas del baúl. A Chávez no le quedó otra cosa que decir:

—Gracias, cabo.

—Sígame, señor.

Ding y Patsy obedecieron.

A tres cuadras de distancia, John y Sandy estaban teniendo una experiencia similar, aunque sus asistentes eran un sargento y una cabo, esta última rubia y bonita al pálido estilo inglés. La primera impresión de Sandy respecto de la cocina fue que las heladeras inglesas eran diminutas y que para cocinar allí había que ser contorsionista. Por el momento no se había dado cuenta —debido al viaje en avión, seguramente— de que para tocar un solo implemento de esa cocina tendría que pasar sobre el cadáver de la cabo Anne Fairway. La casa no era tan grande como la que tenían en Virginia, pero estaba bien.

—¿Dónde está el hospital regional?

—A unos seis kilómetros de aquí, señora.

Fairway aún no sabía que Sandy Clark era una enfermera ER capacitada que ocuparía un puesto en el hospital.

John echó un vistazo a su estudio. El mueble más impresionante era el gabinete de licores… bien abastecido, comprobó, de Scotch y gin. Tendría que encontrar algunos borgoñas decentes. La computadora estaba en su lugar, orientada de manera tal que nadie pudiera pararse a unos metros y leer lo que él estaba escribiendo. De eso estaba seguro. Claro que acercarse tanto sería una proeza. Los guardias del perímetro le habían parecido muy competentes. Mientras los asistentes desempacaban sus pertenencias, John se metió en la ducha. Lo esperaba un largo día de trabajo. Veinte minutos después, enfundado en un traje azul a rayas acompañado por camisa blanca y corbata a rayas, salió por la puerta principal. Un automóvil oficial lo estaba esperando para trasladarlo a los cuarteles centrales.

—Que te diviertas, querido —dijo Sandy, dándole un beso.

—No lo dudes.

—Buen día, señor —dijo el chofer. Clark le estrechó la mano y averiguó que se llamaba Ivor Rogers y era sargento. El bulto en su cadera izquierda probablemente indicaba que se trataba de un MP. Maldición, pensó John. Los británicos tomaban muy en serio las cuestiones de seguridad. Pero bueno, estaban en territorio del SAS, probablemente una de las unidades antiterroristas menos populares dentro y fuera del RU. Y los verdaderos profesionales, los verdaderamente peligrosos, eran gente cuidadosa, consciente. Igual que yo, pensó Clark.

—Debemos ser cuidadosos. Extremadamente cuidadosos con cada paso que demos.

No fue precisamente una sorpresa para los demás, ¿verdad? Lo bueno era que comprendían la necesidad de cautela y discreción. La mayoría eran científicos y muchos de ellos manejaban rutinariamente sustancias peligrosas, Nivel 3 y superiores, de modo que la cautela era parte de su manera de ver el mundo. Y eso era bueno, decidió. Como también era bueno que entendieran, que realmente comprendieran la importancia de lo que tenían entre manos. Todos pensaban —sabían— que la suya era una misión sagrada. Después de todo trataban con vida humana, aunque fuera para quitarla. Sabía que muchos jamás comprenderían el carácter de su misión. Bien, era de esperar, ya que precisamente a ellos les quitarían la vida. Eso no era bueno, pero sí inevitable.

La reunión concluyó más tarde de lo habitual y los concurrentes fueron caminando a la playa de estacionamiento, donde algunos —tontos, pensó— montaron sus bicicletas para ir a sus casas, dormir unas horas, y luego volver al trabajo en bicicleta. Al menos eran Verdaderos Creyentes, aunque no demasiado prácticos… y, demonios, los viajes largos los hacían en avión, ¿no? Bien, en el movimiento había lugar para distinta clase de gente. Lo importante era crear un movimiento abarcativo. Caminó hasta su vehículo, un práctico Hummer, la versión civil del HMMWV amado por los militares. Encendió la radio, escuchó Pinos de Roma, de Respighi, y comprendió que extrañaría el NPR y su devoción por la música clásica. Bien, algunas cosas eran inevitables.

Duchado, afeitado y enfundado en un traje Brooks Brothers con corbata Armani al tono (comprados dos días atrás), Clark salió de su residencia oficial rumbo a su automóvil oficial. El chofer lo estaba esperando con la puerta abierta. Los británicos tenían muy en cuenta los símbolos de status y John se preguntó cuánto tardaría en volverse adicto a ellos.

Su oficina resultó estar a menos de dos millas de la casa, en un edificio de ladrillo de dos pisos rodeado de obreros. En la puerta de entrada había un soldado con la pistola en una cartuchera de cuero blanco. Hizo la venia cuando Clark se acercó.

—¡Buen día, señor!

John devolvió el efusivo saludo como si estuviera revistando tropas en la cubierta de un barco.

—Buen día, soldado —replicó casi mansamente, pensando que tendría que aprender el nombre del chico. Abrió la puerta por las suyas y encontró a Stanley leyendo un documento, muy sonriente.

—Tardarán una semana en terminar el edificio, John. Estuvo varios años desocupado, temo que es bastante viejo, e iniciaron las obras hace apenas seis semanas. Ven, te llevaré a tu oficina.

Y nuevamente Clark siguió a alguien, un tanto ovejunamente, primero a la derecha y luego por un pasillo hasta la oficina del fondo… que resultó, ella sí, terminada.

—El edificio data de 1947 —dijo Alistair al abrir la puerta. John vio dos secretarias, ambas casi cuarentonas, probablemente más informadas que él. Sus nombres eran Alice Foorgate y Helen Montgomery. Se pusieron de pie al verlo entrar y se presentaron con sonrisas cálidas y encantadoras. La oficina de Stanley era adyacente a la de Clark, amoblada con un enorme escritorio, un sillón cómodo y la misma clase de computadora que su oficina de la CIA: aquí también protegida para que nadie pudiera monitorearla electrónicamente. Incluso había un gabinete de bebidas en un rincón, indudablemente una costumbre británica.

John respiró hondo antes de probar el sillón giratorio y decidió quitarse el saco antes que nada. No disfrutaba estar sentado con el saco puesto. Eso hacían los «funcionarios trajeados», y ser un funcionario trajeado no era precisamente su idea de la diversión. Indicó a Stanley que se sentara.

—¿En qué estamos?

—Tenemos dos equipos completos. Chávez se hará cargo de uno. El otro será comandado por Peter Covington… recientemente ascendido a mayor. El padre fue coronel del 22 hace unos años y se retiró como brigadier. Es un chico maravilloso. Diez hombres por comando, tal como acordamos. El personal técnico se entiende muy bien. Tenemos un israelí a cargo, David Peled… me sorprende que nos lo hayan dado. Es un genio de la electrónica y los sistemas de vigilancia…

—Y todos los días se reportará a Avi Ben Jakob.

Sonrisa.

—Naturalmente —nadie se hacía ilusiones respecto a la absoluta lealtad de las tropas asignadas a Rainbow. Pero si no eran absolutamente leales, ¿de qué servirían?—. David trabajó intermitentemente con el SAS durante una década. Es un tipo asombroso, tiene contactos con todas las corporaciones electrónicas desde San José hasta Taiwan.

—¿Y los tiradores?

—Soberbios, John. Los mejores que he conocido. —Eso sí que era decir algo.

—¿Inteligencia?

—Excelentes, todos. El jefe del sector es Bill Tawney, Six durante treinta años, asistido por el Dr. Paul Bellow… era profesor en la Temple University de Filadelfia hasta que los del FBI lo reclutaron. Un tipo muy inteligente. Capaz de leer la mente, viajó por todo el mundo. Ustedes se lo prestaron a los italianos para el caso Moro, pero al año siguiente se negó a aceptar una misión en Argentina. También tiene principios, parece. Llegará mañana.

La señora Foorgate entró en la oficina con una bandeja con té para Stanley y café para Clark.

—La reunión con el equipo comenzará en diez minutos, señor —le recordó a John.

—Gracias, Alice —Señor, pensó. No estaba acostumbrado a ese trato. Otro indicio de que era un «funcionario trajeado». Maldición. Esperó que la pesada puerta a prueba de sonido se cerrara para hacer la siguiente pregunta—. Al, ¿cuál es mi jerarquía?

—General… por lo menos brigadier, tal vez dos estrellas. Yo aparentemente soy coronel… jefe de equipo, ya ves —dijo Stanley, bebiendo su té—. John, sabes que el protocolo es necesario —prosiguió razonablemente.

—Al, ¿sabes qué soy yo realmente… quiero decir, qué fui?

—Según creo, fuiste marino y obtuviste la Cruz de la Armada y la Estrella de Plata, dos veces. Estrella de bronce con Combate V y tres más, y tres Corazones Púrpura. Todo eso antes de que la Agencia te reclutara y te otorgara no menos de cuatro Estrellas de Inteligencia —Stanley sabía todo de memoria—. Brigadier es lo menos que podemos darte, viejo. Rescatar a Koga y eliminar a Daryaei fueron trabajos brillantes, por si no lo sabes. Sabemos un poco de ti y de tu joven Chávez… el chico tiene un enorme potencial, si es tan bueno como dicen. Va a necesitarlo, por supuesto. Su comando está integrado por verdaderas estrellas.

—¡Soy yo, Ding! —llamó una voz familiar. Chávez miró a la izquierda, genuinamente sorprendido.

—¡Oso! ¡Hijo de puta! ¿Qué diablos haces aquí?

Se abrazaron.

—Los Rangers empezaban a aburrirme, así que fui a Bragg para una temporada con el Delta, y después apareció esto en la mira y me decidí. ¿Eres el jefe del Comando 2? —preguntó el sargento primero (E-8) Julio Vega.

—Digamos que sí —replicó Ding, estrechando la mano de su viejo amigo y camarada—. No perdiste un gramo de peso, viejo. Santo Dios, Oso, ¿comes bulones?

—Debo mantenerme en forma, señor —replicó el hombre para quien cien abdominales matutinos no producían una gota de sudor. La camisa de su uniforme ostentaba la placa de Infantería de Combate y el «cucurucho» plateado que identificaba a los paracaidistas expertos—. Te ves bien, hermano. Sigues corriendo, ¿no?

—Sí, bueno, quiero conservar la capacidad de salir corriendo. No sé si soy claro.

—Entendido —rio Vega—. Vamos, te presentaré al equipo. Tenemos buenos soldados, Ding.

El Comando 2, Rainbow, tenía su propio edificio: de ladrillo, un solo piso, grande, con un escritorio para cada hombre y una secretaria para todos llamada Katherine Moony, lo suficientemente joven y bella para atraer a cualquier soltero del equipo, pensó Ding. El Comando 2 estaba integrado exclusivamente por NCO, principalmente superiores, cuatro estadounidenses, cuatro británicos, un alemán y un francés. De un solo vistazo comprobó que todos estaban entrenados en forma… lo suficiente para que empezara a preocuparse por su propia condición. Tenía que comandarlos, y para eso debía ser tan bueno o mejor que todos ellos en cualquier cosa que el comando tuviera que hacer.

El sargento Louis Loiselle era el que estaba más cerca. Bajo y de cabello oscuro, era un exmiembro de los paracaidistas franceses y unos años antes había sido destinado al DGSE. Loiselle era bueno para todo y especialista en nada. Como todos ellos experto en armas y, según su archivo, brillante tirador con pistola y rifle. Tenía una sonrisa fácil y relajada que denotaba confianza en sí mismo.

El siguiente era Feldwebel Dieter Weber, también paracaidista y graduado en el Burger Führer o Escuela de Mando Montañés del ejército alemán, una de las escuelas más exigentes físicamente de todos los ejércitos del mundo. Lo miró. Rubio de piel clara, podría haberse lucido en un afiche de reclutamiento de la SS sesenta años atrás. Ding comprobó en el acto que el inglés de Weber era mucho mejor que el suyo. Podría pasar por estadounidense… o inglés. Había llegado a Rainbow desde el GSG-9 alemán (parte de los ex Guardias de Frontera, el grupo antiterrorista de la República Federal).

—Mayor, escuchamos hablar mucho de usted —dijo Weber desde su metro noventa. Un poco alto, pensó Ding. Demasiado grandote, buen blanco. Daba la mano como alemán que era. Apretón rápido, no exento de calidez. Sus ojos azules eran interesantes, fríos como el hielo, inquisitivos desde un principio. Eran los ojos que uno solía encontrar detrás de un rifle. Weber era uno de los dos rifleros del equipo.

El otro era el SFC Homer Johnston. Montañés de Idaho, había cazado su primer ciervo a los nueve años. Competía amistosamente con Weber. Común en todos los aspectos, Johnston era claramente un corredor antes que un tirador. De poca estatura y liviano. Había empezado su carrera en Fort Campbell, Kentucky, y rápidamente se había abierto paso en el mundo del ejército.

—Mayor, encantado de conocerlo, señor —era un ex Boina Verde y miembro Delta, como el viejo amigo de Chávez, el Oso Vega.

Los tiradores —los tipos que entraban a los lugares a hacer negocios, según la óptica de Ding— eran estadounidenses y británicos. Steve Lincoln, Paddy Connolly, Scotty McTyler y Eddie Price eran del SAS. Todos habían hecho lo suyo en Irlanda del Norte y otros lugares. Mike Pierce, Hank Patterson y George Tomlinson no, porque la Fuerza Delta estadounidense no tenía la experiencia del SAS. También era cierto, recordó Ding, que Delta, SAS, GSG-9 y otros supercomandos internacionales se entrenaban y conocían al punto de que todos podrían haberse casado con las hermanas de sus compañeros. Todos eran más altos que el «mayor» Chávez. Todos eran recios. Todos eran inteligentes. Ding tuvo la aplastante sensación de que, a pesar de toda su experiencia en acción, tendría que ganarse el respeto de sus hombres, y rápido.

—¿Quién es el de más rango?

—Yo, señor —dijo Eddie Price. Era el más viejo del equipo, cuarenta y un años, exsargento del Regimiento 22 del Servicio Aéreo Especial ascendido a sargento mayor. Como el resto de los hombres, no vestía uniforme… aunque todos llevaban exactamente la misma ropa, sin marcas de rango.

—De acuerdo Price, ¿hicimos nuestro PT hoy?

—No, mayor, lo esperábamos a usted —replicó el sargento mayor con una sonrisa diez por ciento educada y noventa por ciento desafiante.

Chávez aceptó el reto, también sonriente.

—Sí, bien, estoy un poco entumecido por el vuelo, pero tal vez me ayude a aflojarme. ¿Dónde puedo cambiarme? —preguntó Ding, esperando que su entrenamiento de las últimas dos semanas bastara para enfrentar el desafío… Además, el vuelo lo había dejado ligeramente exhausto.

—Sígame, señor.

—Mi nombre es Clark y supongo que soy el jefe aquí —dijo John desde la cabecera de la mesa de conferencias—. Todos ustedes conocen la misión y todos han sido convocados para formar parte de Rainbow. ¿Alguna pregunta?

Quedaron estupefactos. Bueno. Algunos no dejaron de mirarlo. La mayoría bajó la vista y comenzó a revisar sus anotadores.

—Bueno, para responder las preguntas obvias les diré que nuestra doctrina operativa no diferirá en mucho de la de las organizaciones que ustedes integraron. La estableceremos durante el entrenamiento, que comenzará mañana. Se supone que debemos estar listos para actuar desde ahora —les advirtió John—. Eso significa que el teléfono puede sonar en cualquier momento y nosotros debemos responder. ¿Estamos en condiciones de hacerlo?

—No —respondió Alistair en nombre de los demás—. Tu postura no es realista, John. Según mis estimaciones, necesitaremos tres semanas para estarlo.

—Entiendo esas razones… pero el mundo real no suele adaptarse a nuestros deseos. Lo que haya que hacer… habrá que hacerlo, y rápido. El próximo lunes comenzaré con los simulacros. Muchachos, no soy un tipo difícil para trabajar. Estuve en el campo y sé lo que pasa allá afuera. No espero perfección, pero sí espero que siempre la busquemos. Si fracasamos en una misión, eso significa la muerte de gente que merece vivir. Va a pasar más de una vez. Ustedes lo saben. Yo también lo sé. Pero evitaremos la mayor cantidad posible de errores y aprenderemos de cada error que cometamos. El mundo del antiterrorismo es un mundo darwiniano. Los tontos ya están muertos, pero los que quedan han aprendido muchas lecciones. Nosotros también y, tácticamente hablando, probablemente los aventajamos en el juego, pero tendremos que correr mucho para seguir donde estamos. Correremos.

—De todos modos —prosiguió—, ¿qué tenemos y qué no tenemos en materia de inteligencia?

Bill Tawney tenía la misma edad que John, tal vez uno o dos años más, cabello pardo y quebradizo y pipa permanentemente apagada en la boca. Era un Six: eso significaba que era un exmiembro del Servicio Secreto de Inteligencia británico, un agente encubierto que había entrado a las oficinas luego de pasar diez años patrullando calles detrás de la Cortina de Hierro.

—Nuestros sistemas de comunicaciones están instalados y funcionando. Tenemos relaciones personales con todos los servicios amistosos, aquí y en las demás capitales.

—¿Buenas?

—Buenas —concedió Tawney. John se preguntó cuánto «sobreentendido británico» habría tras su respuesta. Una de sus tareas más importantes, y más sutiles, sería decodificar lo que cada integrante de su equipo quería decir cuando hablaba, tarea obviamente dificultada por las diferencias lingüísticas y culturales. Tawney parecía un verdadero profesional de mirada serena y actitud decidida. Su archivo decía que había trabajado en relación directa con el SAS los últimos cinco años. Dado el récord del SAS en acción, era evidente que no los había perjudicado con mala inteligencia muy a menudo, por no decir jamás. Bueno.

—¿David? —preguntó John. David Peled, jefe israelí de la rama técnica, parecía muy católico, casi un personaje de una pintura de El Greco, un fraile dominico tal vez, del siglo XV, alto, enjuto, de pómulos hundidos y cabello oscuro (corto), con cierta intensidad en la mirada. Bien, había trabajado mucho tiempo para Avi Ben Jakob, a quien Clark conocía, si no bien, al menos lo suficiente. Peled estaba allí por dos razones: primero, para servir en el Rainbow y ganar aliados y prestigio para su servicio de inteligencia de origen (el Mossad israelí), y segundo, para aprender todo lo que pudiera y transmitirlo a su jefe.

—Estoy armando un buen equipo —dijo David, dejando su taza de té sobre la mesa—. Necesitaré entre tres y cinco semanas para ensamblar todo lo que necesito.

—Tendrá que ser más rápido —respondió Clark en el acto.

David negó con la cabeza.

—Imposible. Muchos ítem electrónicos pueden comprarse en una tienda, por así decirlo, pero otros deben ser fabricados especialmente. Ya hice todos los pedidos —le aseguró a su jefe— con stickers de prioridad urgente… y a los proveedores habituales. TRW, IDI, Marconi, ya sabe quiénes son. Pero no pueden hacer milagros, ni siquiera por nosotros. De tres a cinco semanas para piezas cruciales.

—El SAS está dispuesto a proporcionarnos lo que sea necesario —aseguró Stanley desde la otra punta de la mesa.

—¿Para propósitos de entrenamiento? —preguntó Clark, molesto por no haber adivinado la respuesta a su pregunta.

—Tal vez.

Ding interrumpió la carrera al llegar a las tres millas, cosa que habían hecho en veinte minutos. Buen tiempo, pensó, un tanto extenuado. Se dio vuelta y vio a sus diez hombres casi tan frescos como al comienzo. Uno o dos sonreían solapadamente a sus compañeros burlándose de la fragilidad del nuevo jefe.

Maldición.

La carrera había terminado frente al polígono de tiro. Las armas y los blancos ya estaban listos. Chávez había cambiado la selección de su equipo. Aficionado desde siempre a la Beretta, había decidido que sus hombres usaran la nueva Beretta .45 como arma de refuerzo personal además de la ametralladora Hechler & Koch MP-10 (nueva versión de la venerable MP-5 que utilizaba el cartucho 10mm Smith & Wesson desarrollado en la década del 80 por el FBI estadounidense). Sin decir palabra, Ding tomó su arma, se colocó los protectores auditivos y enfiló hacia las siluetas-blanco, colocadas a cinco metros de distancia. Ahora sí, pensó, le abrí ocho agujeros en la cabeza. Pero Dieter Weber, a su lado, había metido sus ocho balas en un mismo agujero desprolijo, y Paddy Connolly había abierto un agujero no tan desprolijo de menos de una pulgada entre los ojos del blanco, sin tocar los ojos. Como la mayoría de los tiradores estadounidenses, Chávez creía que los europeos no sabían nada de pistolas. Evidentemente, el entrenamiento había corregido ese defecto.

Acto seguido, sus hombres eligieron sus H&K, armas que podían ser disparadas casi por cualquiera gracias a sus soberbios visores. Ding recorrió la línea de fuego, observándolos perforar planchas de acero con forma y tamaño de cabeza humana. Sostenidas por aire comprimido, caían instantáneamente con un metálico clang. Se detuvo detrás del sargento primero Vega, quien terminó su cargador y se dio vuelta.

—Te dije que eran buenos, Ding.

—¿Hace cuánto que están aquí?

—Oh, casi una semana. Estamos acostumbrados a correr cinco millas, señor —agregó con una sonrisa—. ¿Recuerdas el campamento de verano al que íbamos en Colorado?

Lo más importante de todo, pensó Ding, era la firmeza de ánimo a pesar de la carrera (cuyo objetivo era estimular a la gente y provocar el estrés de una genuina situación de combate). Pero esos bastardos eran tan firmes como estatuas de bronce. Ex líder de escuadrón en la Séptima División de Infantería Liviana, él mismo había sido uno de los más rudos, mejor entrenados y más eficaces soldados que vistieron el uniforme de su país, y por esa razón John Clark lo había elegido para trabajar en la Agencia… y gracias a su capacidad había ejecutado algunas misiones tensas y sumamente rudas en el campo. Ciertamente hacía mucho tiempo que Domingo Chávez no se sentía apto para alguna cosa. Pero ahora, ciertas voces solapadas le susurraban al oído.

—¿Quién es el más rudo? —le preguntó a Vega.

—Weber. Escuché muchas historias de la escuela alemana de montañeses. Bien, son ciertas, manito. Dieter no es totalmente humano. Bueno en el cuerpo a cuerpo, buena pistola, condenadamente bueno con el rifle, y creo que podría correr y doblegar a un ciervo si quisiera, y luego destriparlo con sus propias manos.

Chávez se obligó a recordar que ser considerado «bueno» en habilidades de combate por un graduado de la escuela Ranger y las escuelas de operaciones especiales de Fort Bragg no era lo mismo que ser considerado «bueno» por un tipo cualquiera del bar de la esquina. Julio era un tipo recio y exigente, como todos ellos.

—¿Y el más inteligente?

—Connolly. Esos tipos del SAS son lo más. Los estadounidenses les vamos un poco en zaga. Pero aprenderemos —le aseguró Vega—. No te preocupes, Ding. Te pondrás a tono con nosotros en una semana o poco más. Igual que en Colorado.

Chávez no quería que le recordaran ese trabajo. Demasiados amigos perdidos en las montañas de Colombia haciendo un trabajo que su país jamás había reconocido. Ver a sus hombres concluir el entrenamiento le dijo mucho acerca de ellos. Si alguno había errado un disparo, él no se había dado cuenta. Cada uno disparó exactamente cien balas (era el régimen diario estándar para hombres que disparaban quinientas por semana de trabajo en los entrenamientos de rutina). Mañana comenzarían los ejercicios más específicos.

—Está bien —concluyó John—, todas las mañanas a las ocho quince tendremos una reunión de equipo para tratar asuntos de rutina, y todos los viernes por la tarde una más formal. Mi puerta está siempre abierta… y eso incluye la de mi casa. Muchachos, si me necesitan, tengo teléfono hasta en la ducha. Ahora quiero salir y ver a los tiradores. ¿Algo más? Bueno. Seguimos en contacto.

Todos se pusieron de pie y salieron en fila india. Stanley se quedó.

—Estuviste bien —observó, sirviéndose otra taza de té—. Especialmente tratándose de alguien no acostumbrado a la vida burocrática.

—¿Di un buen espectáculo? —preguntó Clark con una mueca triste.

—Uno es capaz de aprender cualquier cosa, John.

—Eso espero. ¿A qué hora empieza el PT de mañana?

—Oh, a las seis cuarenta y cinco. ¿Piensas correr y sudar la gota gorda con los chicos?

—Pienso intentarlo —respondió Clark.

—Estás demasiado viejo, John. Algunos de ellos corren maratones para divertirse y tú estás más cerca de los sesenta que de los cincuenta.

—Al, no puedo estar al mando de esa gente si no lo intento, y tú lo sabes.

—Claro —admitió Stanley.

Despertaron tarde, de uno en uno, durante un período de aproximadamente una hora. La mayoría se quedaron acostados en las camas y algunos fueron al baño. Allí encontraron Tylenol y aspirinas (para calmar la jaqueca que todos, sin excepción, padecían) y también duchas. La mitad de ellos decidió ducharse, la otra mitad prefirió pasarlo por alto. En la habitación de al lado había un desayuno que los sorprendió: bandejas llenas de huevos fritos, panqueques, salchichas y panceta. El personal de monitoreo comprobó que algunos incluso recordaban cómo usar la servilleta.

Conocieron a su captor después de tomar el desayuno. Les ofreció ropa limpia, siempre y cuando se higienizaran.

—¿Qué es este lugar? —preguntó uno de ellos, identificado por el equipo como Número 4. Obviamente no era una de esas misiones Bowery con las que estaba tan familiarizado.

—Mi compañía está realizando un estudio —dijo el anfitrión tras su ajustada mascarilla—. Y ustedes, caballeros, serán parte de ese estudio. Permanecerán con nosotros durante un tiempo. Tendrán camas limpias, ropas limpias, buena comida, buena atención médica, y —deslizó un panel en la pared— todo lo que quieran beber.

En un hueco de la pared (que, notablemente, los huéspedes aún no habían descubierto) había tres estantes repletos de toda clase de vinos, cervezas y bebidas espirituosas comprados en la licorería local. Además había vasos, aguas, mezcladores y hielo.

—¿Quiere decir que no podemos irnos? —preguntó Número 7.

—Preferiríamos que se quedaran —dijo el anfitrión un tanto evasivamente. Señaló la profusión de alcohol; sus ojos sonreían sobre la mascarilla—. ¿Alguno de ustedes necesita un trago para abrir los ojos?

Resultó que no era demasiado temprano para ninguno de ellos: los costosos bourbons y whiskys desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. La droga agregada al alcohol era absolutamente insípida y todos los huéspedes se dirigieron a sus camas. Cada cama tenía un televisor cerca. Otros dos decidieron utilizar las duchas. Tres de ellos se afeitaron y salieron del baño con aspecto de seres humanos. Por el momento.

En la sala de monitoreo, localizada a medio edificio de distancia, la Dra. Archer manipulaba las múltiples cámaras televisivas para obtener primeros planos de cada «huésped».

—Todos entran en el perfil —observó—. Los análisis de sangre deben ser desastrosos.

—Oh, sí, Barb —coincidió el Dr. Killgore—. Número 3 se encuentra en muy malas condiciones. ¿Crees que podremos limpiarlo antes de que…?

—Creo que podemos intentarlo —dijo Barbara Archer, M.D.—. No podemos jugar demasiado con el criterio del test, ¿no?

—Sí, y la moral caerá al piso si dejamos morir a uno de ellos demasiado pronto —prosiguió Killgore.

—«El hombre es una obra de arte» —citó Archer con un bostezo.

—No todos lo somos, Barb —sonrisita—. Me sorprende que no hayan encontrado una o dos mujeres para el grupo.

—A mí no —replicó la feminista Dra. Archer para solaz del cínico Killgore. Pero no valía la pena discutir. Apartó los ojos de la batería de pantallas televisivas y recogió el memo de los cuarteles generales de la corporación. Los huéspedes debían ser tratados como tales: había que higienizarlos, alimentarlos y ofrecerles toda la bebida que pudieran tolerar sin alterar la continuidad de sus funciones corporales. Al epidemiólogo lo preocupaba un poco que todos sus huéspedes-conejillos de Indias fueran alcohólicos callejeros seriamente perturbados. La ventaja residía, claro está, en que nadie iba a echarlos de menos, ni siquiera sus supuestos amigos. Muy pocos tenían familiares que supieran dónde buscarlos. Casi ninguno tenía a alguien que fuera a sorprenderse si no lo encontraban. Y ninguno, juzgó Killgore, tenía a nadie que fuera a notificar su desaparición a las autoridades pertinentes… y aunque milagrosamente eso sucediera ¿a la policía de Nueva York le importaría? Bastante improbable.

No, todos sus «huéspedes» habían sido borrados por su sociedad, menos agresivamente pero tan definitivamente como los judíos eliminados por Hitler, aunque con mayor sentido de justicia, pensaban Archer y Killgore. ¿El hombre era una obra de arte? Estos ejemplares de la especie que se autodefinía hecha a imagen y semejanza de Dios eran más inútiles que los animales de laboratorio a los que habían reemplazado. Y también menos atractivos para Archer, que tenía simpatía por los conejos y hasta por las ratas. A Killgore le parecía divertido. No le importaban ratas ni conejos, al menos como ejemplares individuales. Lo que verdaderamente importaba era la especie en su totalidad, ¿no? Y en lo que concernía a los «huéspedes»… bien, ni siquiera eran buenos especímenes de humanos, inferiores al estándar de los que la especie podía perfectamente prescindir. Killgore sí lo era. Archer también, a pesar de sus ramplonas opiniones político-sexuales. Una vez esclarecido al respecto, retomó sus anotaciones y luego revisó sus papeles. Mañana realizarían los exámenes físicos. Sería divertido, de eso sí estaba seguro.