9

Por debajo de la puerta veo una luz moviéndose en medio de la oscuridad.

Las luces fluorescentes estaban encendidas cuando me quedé dormida, pero ahora está oscuro, sólo la luz de la luna se filtra por la ventana. La luz que se mueve en la ranura debajo de la puerta parece una linterna que se mueve de un lado a otro. Podría ser un intruso que entró con una linterna, o mi madre que encendió una cuando se apagaron las luces. Como sea, es una señal segura de que hay alguien afuera.

No es que mi madre no esté consciente de los riesgos. Está muy lejos de ser estúpida. Pero su tipo de paranoia la hace temer a predadores sobrenaturales más que a los reales. Entonces, iluminar la oscuridad para ahuyentar a los demonios es más importante que evitar ser detectada por simples mortales. Vaya suerte la mía.

El ángel, por su lado, se mueve tan silencioso como un gato hacia la puerta, aunque está encadenado y jalando el carrito.

Unas manchas oscuras se filtran por sus vendas blancas, como manchas de tinta de Rorschach. Podrá ser lo suficientemente fuerte como para romper un rollo de cinta adhesiva, pero sigue herido y sigue sangrando. ¿Qué tan fuerte es en realidad? ¿Lo suficiente como para pelear contra media docena de pandilleros, tan desesperados como para estar merodeando por la noche?

Por un momento, deseo no haberlo encadenado. Puedo apostar lo que sea a que, sea quien sea el intruso, no está solo. No de noche.

Hooo-laaa —se escucha una voz juguetona en la oscuridad—. ¿Hay alguien aquí?

El lobby está alfombrado y no puedo distinguir cuántos pudieran ser hasta que algunas cosas comienzan a estrellarse. El ruido viene de distintas direcciones. Suena como si hubiera por lo menos tres de ellos.

¿Dónde está Mamá? ¿Habrá tenido tiempo para esconderse?

Le echo un vistazo a la ventana. No será fácil de romper, pero si los pandilleros pudieron hacerlo, yo también puedo. Es suficientemente grande como para yo pueda saltar a través de ella. Agradezco a quién sabe qué cielo que estamos en el primer piso.

Empujo el cristal para poner a prueba su dureza. Tomará tiempo romperlo. Además, el ruido hará eco por todo el edificio.

Afuera puede escucharse que los pandilleros hablan entre ellos. Ríen y gritan mientras dan de golpes y quiebran cosas. Están actuando para nosotros, para asegurarse de que tengamos miedo para cuando nos descubran. Calculo que pueden ser unos seis.

Miro de nuevo hacia donde está el ángel. Él está escuchando, probablemente trata de calcular su siguiente maniobra. Herido y encadenado a un carrito de metal, sus posibilidades de huir de una pandilla son aproximadamente cero.

Por otro lado, si los pandilleros vinieran a la oficina de la esquina por el sonido de la ventana quebrándose, tendrían las manos llenas con el ángel. Él es como una mina de oro y ellos serían los afortunados mineros. Mamá y yo podríamos huir en medio del caos. Pero ¿y luego qué? El ángel no podrá decirme dónde encontrar a Paige si está muerto.

Pienso que, si tengo suerte, la pandilla sólo romperá unas cuantas cosas, se robará la comida en la cocina y se irá.

El grito de una mujer corta de tajo la noche.

Mi madre.

Voces de hombres gritan y se burlan. Suenan divertidos y excitados, como una jauría de perros frente a un gato acorralado.

Tomo una silla, la estrello contra la ventana. Hace un ruido horrible y se dobla, pero el vidrio no se rompe. Quiero causar la mayor distracción posible, con la esperanza de que el ruido los haga olvidarse de mi madre. La estrello de nuevo. Y luego otra vez. Trato de romper la ventana con todas mis fuerzas.

Ella grita nuevamente. Escucho voces que vienen directo hacia mí.

El ángel toma su carrito y lo arroja a la ventana. El vidrio explota en todas direcciones. Yo me agacho para protegerme. Una parte distante de mi mente está consciente de que el ángel se ha volteado, y usa su cuerpo para cubrirme de los vidrios rotos.

Algo golpea fuertemente la puerta cerrada de la oficina. La puerta se sacude pero la cerradura se sostiene.

Tomo el carrito y lo coloco debajo del alféizar de la ventana, intentando ayudar al ángel a salir.

La puerta se abre de un golpe y rebota en la pared, con las bisagras rotas.

El ángel me lanza una mirada dura y rápida.

—Huye —me ordena.

Salto por la ventana.

Aterrizo corriendo. Corro alrededor del edificio, busco una puerta trasera o una ventana rota por donde pueda entrar otra vez. Mi mente está llena de imágenes de lo que pudiera estar ocurriéndole a mi madre, al ángel, a Paige. Tengo una necesidad casi irresistible de ocultarme detrás de un arbusto y enroscarme como una pelota. De apagar mis ojos, mis oídos, mi cerebro, y de quedarme ahí hasta que todo deje de existir.

Empujo esas horribles imágenes estridentes hacia ese lugar oscuro y silencioso en mi mente, que se vuelve más profundo y más abultado cada día que pasa. Un día, pronto, todas las cosas que acumulo ahí explotarán e infectarán el resto de mi mente, mi cuerpo, mi alma. Quizás sea el día en que la hija se transforme en su madre: una loca. Hasta que llegue ese momento, sigo teniendo el control.

No tengo que desplazarme mucho para encontrar una ventana rota. Pienso en las veces que tuve que golpear mi ventana sin poder romperla siquiera. No quiero imaginar lo fuerte o excitada que estará la persona que rompió esta ventana. Eso no me hace sentir mejor de regresar al edificio.

Corro de oficina en oficina, de un cubículo a otro, y entre susurros y gritos ahogados llamo a mi madre.

Me encuentro con un hombre tirado en el pasillo que lleva a la cocina. Su pecho está descubierto, su camisa hecha pedazos. Tiene clavados seis cuchillos para untar mantequilla, de esos que no tienen filo, formando un gran círculo. Alguien ha dibujado una estrella color rosa con lápiz labial sobre él y colocado los cuchillos en las puntas de los picos. Un charquito de sangre burbujea en el mango de cada uno de los cuchillos. El hombre contempla la ruina en su pecho con ojos desorbitados, como si no fuera capaz de creer que eso le esté sucediendo a él.

Mi madre está a salvo.

Pero no sé si eso es bueno. Miro lo que le hizo a ese hombre. Ella evitó acuchillarle el corazón a propósito, para que el sujeto muera desangrado más lentamente.

Si estuviéramos en el viejo mundo, en el mundo de antes, hubiera llamado a una ambulancia a pesar de que ese vándalo acababa de atacar a mi madre. Los doctores lo habrían curado y él tendría todo el tiempo en el mundo para recuperarse en la cárcel. Pero desafortunadamente para todos nosotros, este es el mundo de después.

Paso a su lado y lo dejo padecer su lenta muerte.

Por el rabillo del ojo, logro ver una sombra con forma de mujer deslizándose por una puerta. Se detiene antes de que la puerta se cierre y me mira. Mi madre agita una mano frenéticamente, pidiéndome que vaya. Debo reunirme con ella. Doy algunos pasos en su dirección, pero no puedo ignorar los gritos y golpes de la pelea colosal que se está llevando a cabo en la parte posterior del edificio.

El ángel está rodeado por una pandilla de hombres con apariencia desaliñada, pero mortífera.

Debe haber unos diez. Tres de ellos están tirados en el suelo, inconscientes o muertos, más allá del círculo de la pelea. Dos más reciben una golpiza del ángel, mientras él gira el carrito a su alrededor como si fuera una maza gigante. Pero incluso desde aquí, aún bajo la ligera luz de luna que se filtra a través de las puertas de cristal, puedo ver las manchas rojizas que se filtran por sus vendas. Ese carrito debe pesar unos cincuenta kilos. El ángel parece agotado y los otros se aproximan, listos para acabar con él.

He peleado contra muchos contrincantes en el dojo, y el verano pasado fui una de las instructoras asistentes en un curso avanzado de defensa personal llamado «Asaltantes Múltiples». Aun así, nunca he peleado contra más de tres personas al mismo tiempo. Y ninguno de mis contrincantes ha querido asesinarme de verdad. No soy lo suficientemente estúpida como para pensar que puedo contra siete tipos desesperados con la ayuda de un ángel mutilado. Mi corazón trata de salir galopando de mi pecho tan sólo de pensarlo.

Mi madre me llama de nuevo, invitándome a ir con ella hacia la libertad.

Algo se estrella en un extremo del lobby, seguido de un quejido de dolor. Con cada golpe asestado al ángel, siento cómo Paige se aleja más y más de mí.

Con un ademán le digo a mi madre que se aleje, susurrándole «vete».

Me llama de nuevo, esta vez más insistente.

Sacudo mi cabeza y la alejo con un gesto.

Se pierde en la oscuridad y desaparece detrás de una puerta que se cierra.

Salto de prisa hasta el archivero a un lado de la cocina. Rápidamente sopeso los pros y contras de usar la espada del ángel y decido en contra. Es posible que pueda destazar a una persona con ella, pero no sin haber entrenado antes. Seguramente me la quitarían en un santiamén.

En vez de ello, tomo las alas y la llave para el candado de la cadena del ángel. Guardo la llave en el bolsillo de mis pantalones y rápidamente desenvuelvo las alas. Mi única esperanza es que el miedo y el deseo de supervivencia de los miembros de la pandilla estén de mi lado. Antes de que mi cerebro pueda intervenir y decirme lo alocada y peligrosa que es mi idea, corro hacia el pasillo, apenas iluminado, donde la luz de la luna es lo suficientemente brillante como para mostrar mi silueta, pero no tanto como para poder iluminarme con detalle.

La pandilla tiene al ángel acorralado.

Él se defiende, da una buena pelea, pero se han dado cuenta de que está herido —además de que está encadenado a un pesado carrito— y no se rendirán ahora que han olido la sangre.

Cruzo los brazos detrás de mí y sostengo las alas a mis espaldas. Comienzan a bambolear, perdiendo el equilibrio. Es como si sostuviera un asta con las manos contorsionadas. Espero hasta lograr sostenerlas con firmeza, luego doy un paso hacia delante.

Con la esperanza desesperada de que las alas se vean bien en las sombras, pateo una mesita que sostiene un florero sorprendentemente intacto. El sonido del florero estrellándose en el suelo llama su atención.

Por un segundo, todos se quedan mirándome en silencio, observando mi silueta en la oscuridad. Espero por todos los santos y no santos que piensen que soy el Ángel de la Muerte. Si el lugar estuviera bien iluminado, verían a una adolescente flacucha que trata de sostener unas alas enormes detrás de su espalda. Pero está oscuro y tengo la esperanza de que vean la única cosa que puede dejarlos fríos de miedo.

—¿Qué tenemos aquí? —pregunto, con un tono que espero parezca de diversión asesina—. Miguel, Gabriel, vengan a ver esto —llamo por detrás de mí, como si hubiera más de nosotros. Miguel y Gabriel son los únicos nombres de ángeles que se me ocurren en ese momento—. Ahora resulta que estos monos creen que pueden atacar a uno de nosotros.

Los hombres se quedan paralizados. Todos me miran.

En ese momento, mientras sostengo la respiración, las posibilidades giran alrededor del cuarto como si fueran una ruleta.

Y entonces sucede algo realmente malo.

Mi ala derecha se tambalea, luego cae unos centímetros hacia abajo. Al apresurarme para enderezarla, me muevo para tomarla con más firmeza, pero eso sólo llama más la atención hacia ella mientras se bambolea hacia arriba y hacia abajo.

En ese largo segundo antes de que todos asimilen lo que acababa de suceder, veo cómo el ángel dirige los ojos hacia el cielo, como un adolescente en presencia de una torpeza sobrecogedora. Algunas personas simplemente no tienen el menor sentido de gratitud.

El ángel es el primero en romper el silencio. Eleva su carrito y lo lanza hacia los tres tipos que están frente a él, golpeándolos como si este fuera una bola de boliche.

Los otros tres vienen corriendo hacia mí.

Suelto las alas y brinco hacia la izquierda. El truco para lidiar con múltiples contrincantes es evitar pelear con todos al mismo tiempo. A diferencia de como hacen en las películas, los atacantes no hacen fila para patearte el trasero; quieren golpearte todos al mismo tiempo, como una jauría de lobos.

Bailo en semicírculo alrededor de ellos, hasta que el más cercano a mí se coloca enfrente de los otros dos. En un segundo, corren a ponerse a un lado de su amigo, pero es suficiente para que yo pueda darle una buena patada en la entrepierna. El tipo se dobla, y aunque muero de tentación de darle un rodillazo en la cara, sus amigos son más importantes ahora.

Bailo hacia el otro lado del tipo doblegado, haciendo que los otros se tengan que formar en una línea para pasar alrededor de él. Pateo los pies del pandillero herido, y este cae encima del matón número dos. El tipo que queda salta sobre mí y nos revolcamos en el suelo, cada uno luchando por quedar arriba del otro.

Termino abajo. Pesa unos cincuenta kilos más que yo, pero esta es una posición que he practicado una y otra vez.

Los hombres tienden a pelear distinto con las mujeres que con otros hombres. La gran mayoría de las peleas entre hombres y mujeres comienzan con el hombre atacando por detrás, y casi instantáneamente terminan en el suelo con la mujer abajo. De modo que una buena peleadora tiene que aprender a pelear desde una posición de desventaja en el suelo y boca arriba.

Mientras forcejeamos, logro zafar mi pierna de debajo de él para usarla como palanca. Me preparo. Luego giro mi cadera con violencia y lo empujo hacia un lado.

Él cae boca arriba. Antes de que pueda reponerse, aplasto mi talón en su entrepierna con toda mi fuerza.

Me levanto de un salto y antes de que se recupere le doy una patada en la cabeza. Lo pateo tan fuerte que su cabeza da un latigazo hacia delante y hacia atrás.

—Vaya —el ángel está de pie, observándome con la luz de la luna detrás de su carrito ensangrentado.

Alrededor de él se encuentran los cuerpos quejumbrosos de nuestros intrusos. Algunos de los cuerpos están tan quietos que no puedo distinguir si están vivos. El ángel asiente satisfecho, mirándome con admiración. Me doy cuenta de que su aprobación me hace sentir bien y quiero darme una patada a mí misma.

Uno de los tipos se tambalea para ponerse de pie y corre hacia la puerta. Sostiene su cabeza como si tuviera miedo de que se le fuera a caer. Y como si esa fuera una señal, tres tipos más se levantan y salen tropezándose por la puerta sin mirar atrás. El resto está tirado y jadeando en el suelo.

Escucho una risa débil y me doy cuenta de que se trata del ángel.

—Te veías ridícula con esas alas —dice. Su labio está sangrando, así como una cortada arriba de uno de sus ojos. Pero parece relajado y una sonrisa ilumina su rostro.

Saco la llave del candado de mi bolsillo con las manos temblorosas y se la arrojo. Él la atrapa aunque sigue encadenado.

—Salgamos de aquí —digo. Suena menos frágil de lo que me siento. La adrenalina posterior a la pelea me ha dejado temblando. El ángel se quita la cadena, se estira, truena sus muñecas. Luego arranca una chaqueta de mezclilla a uno de los sujetos quejumbrosos en el suelo y me la lanza. Me la pongo de inmediato, aunque es aproximadamente diez tallas más grande que yo.

El ángel regresa a la oficina mientras yo envuelvo sus alas en la cobija sucia. Corro hacia el archivero para recuperar su espada, luego me encuentro con él en el lobby cuando regresa cargando mi mochila. Amarro la cobija en la mochila, intentando no apretarla demasiado bajo su mirada penetrante. Luego me dedico a rellenar la mochila. Me gustaría tener una mochila extra para él, pero, de todos modos, no podría cargarla a sus espaldas por las heridas.

Cuando ve la espada, su rostro esboza una gloriosa sonrisa, como si fuera un viejo amigo muy querido en vez de un bonito pedazo de metal. Su mirada de felicidad pura me deja sin aliento unos momentos. Es una mirada que no creía que volvería a ver en ninguna otra cara. Me siento más ligera por el hecho de estar cerca de ella.

—¿Tenías mi espada todo este tiempo?

—Es mi espada ahora —mi voz resulta más dura de lo que debió ser. Su felicidad es tan humana que olvidé por unos instantes lo que él es realmente. Entierro mis uñas en las palmas de mis manos para recordarme que no debo dejar que mis pensamientos se salgan de control.

—¿Tu espada? Ya lo veremos —dice. Lo que deseo es que deje de sonar tan estúpidamente humano—. ¿Tienes idea de lo fiel que ella ha sido conmigo todos estos años?

—¿Ella? No eres de esos tipos que les ponen nombre a sus coches o a sus tazas de café, ¿o sí? Es un objeto inanimado. Supéralo.

Trata de alcanzar la espada. Doy un paso atrás, pues no tengo intención de entregársela.

—¿Qué vas a hacer, pelear conmigo por ella? —pregunta. Suena como si estuviera a punto de reírse.

—¿Y qué vas a hacer tú con ella?

Él suelta un suspiro, parece cansado.

—Usarla como muleta. ¿O qué se te ocurre que voy a hacer con ella?

En ese momento, la decisión quedó suspendida en el aire como una pregunta. La verdad es que el ángel no necesitaba la espada para derrotarme ahora que estaba libre y en pie. Simplemente podría tomarla, y ambos lo sabíamos.

—Yo te salvé la vida —le digo.

Arquea una ceja.

—Eso es cuestión de puntos de vista.

—Dos veces.

Finalmente deja caer la mano que había extendido para arrebatarme la espada.

—No me vas a devolver mi espada, ¿verdad?

Tomo la silla de Paige y pongo la espada en el bolso trasero del asiento. Mientras él esté demasiado cansado para discutir conmigo, estaré en mejores condiciones para mantener el control. O está realmente exhausto, o ha decidido dejarme cargarla por él, como si fuera su pequeño escudero. Por la forma en que mira la espada, con una sonrisa que trata de esconder, llego a la conclusión de que es lo segundo.

Giro la silla de Paige y la empujo hacia la salida.

—Creo que ya no necesitaré la silla —dice el ángel. Suena exhausto y apuesto a que no me diría que no si me ofreciera a empujarlo en ella.

—No es para ti. Es para mi hermana.

El ángel guarda silencio mientras caminamos por la noche y yo sé que piensa que Paige no volverá a ver su silla.

Puede irse directo al infierno.