8

Una vez en la cocina de la oficina, tomo los tallarines instantáneos, algunas barras energéticas, cinta adhesiva y la mitad de las barras de chocolate. Llevo la bolsa de regreso a la oficina de la esquina. El ruido no parece molestar al ángel, quien de nueva cuenta disfruta dormido como un muerto.

Regreso a la cocina justo cuando el sonido de la regadera cesa. Rápidamente llevo algunas botellas con agua a la oficina. A pesar de que siento alivio porque Mamá me encontró, no quiero verla. Basta con saber que está a salvo en el edificio. Necesito enfocarme en encontrar a Paige. No puedo hacerlo bien si estoy constantemente preocupada por las ocurrencias de mi madre.

Evito ver el cuerpo en el vestíbulo y me recuerdo a mí misma que mi madre sabe cómo cuidarse sola. Entro en la oficina de la esquina, cierro la puerta y le pongo el cerrojo. Quien tuviera esta oficina seguro disfrutaba de su privacidad. A mí me funciona.

Me sentía segura con el ángel cuando estaba inconsciente, pero ahora que ha despertado no. El hecho de que esté herido y débil no es suficiente para garantizar mi seguridad. En realidad no sé qué tan fuertes sean los ángeles. Al igual que los demás, no sé absolutamente nada sobre ellos.

Amarro sus muñecas y tobillos a sus espaldas con la cinta adhesiva, de la manera más incómoda posible. Es lo mejor que puedo hacer. Pienso que quizá debería usar una cuerda para reforzar, pero la cinta es resistente y supongo que si puede con ella, la cuerda no podrá hacer mucho para sujetarlo. De todos modos, estoy casi segura de que apenas tiene la energía para levantar la cabeza. Pero nunca se sabe. Estoy tan nerviosa que uso todo el rollo de cinta adhesiva.

Cuando por fin termino y levanto la vista hacia su rostro, que me doy cuenta de que me está mirando. Seguramente lo desperté con tanto movimiento. Sus ojos son tan azules que casi parecen negros. Doy un paso hacia atrás y trago saliva, llena de culpa. Siento como si me hubieran descubierto haciendo algo malo. Pero no hay duda de que los ángeles son nuestros enemigos. No hay duda de que son mis enemigos, mientras tengan secuestrada a mi hermana Paige.

Me mira con ojos de reproche. Me trago la disculpa que estuve a punto de ofrecerle, porque no le debo ninguna. Mientras él me observa, despliego una de sus alas. Tomo unas tijeras del cajón del escritorio y las acerco a las plumas.

—¿A dónde se llevaron a mi hermana?

Noto un destello de emoción en sus ojos, pero se desvanece tan rápido que no logro identificarla.

—¿Cómo diablos voy a saberlo?

—Porque tú eres uno de esos bastardos apestosos.

—Vaya. Sí que sabes cómo herir a una persona —parece aburrido, y casi me da vergüenza no tener un insulto más fuerte para él—. ¿No te diste cuenta de que yo no fui muy amigable con esos chicos?

—Ellos no son «chicos». No son humanos. No son nada más que unos sacos asquerosos de larvas mutantes, como tú —en apariencia, él y los otros ángeles que he visto parecen Adonis, con el rostro y el aplomo de dioses griegos. Pero por dentro, estoy segura de que están podridos y llenos de larvas.

—¿Sacos asquerosos de larvas mutantes? —levanta una ceja perfectamente arqueada, como si yo acabara de reprobar mi examen de insultos verbales.

Como respuesta, corto varias plumas de su ala con un cruel tijeretazo. Las plumas color nieve caen sobre mis botas. En vez de satisfacción, siento una oleada de pánico ante la expresión de su rostro. Su mirada feroz me recuerda que hace unos días había enfrentado a cinco de sus enemigos y casi les había ganado. Incluso así, maniatado y sin alas, logra intimidarme con una sola mirada.

—Corta una pluma más y te parto en dos antes de que sepas lo que te pasó.

—Fuertes palabras para alguien que está amarrado como un pavo. ¿Qué vas a hacer, arrastrarte hasta aquí como una tortuga para partirme en dos?

—La logística de matarte es sencilla. La única pregunta es cuándo.

—Seguro. Si pudieras hacerlo, ya lo hubieras hecho.

—Tal vez me diviertes —me dice con seguridad, como si tuviera el control de la situación—. Eres un monito con muy mal temperamento y un par de tijeras —se relaja y descansa la barbilla en el sillón.

Un torrente de coraje enciende mis mejillas.

—¿Piensas que estoy jugando? ¿No sabes que ya estarías muerto si no fuera por mi hermana? —grito la última parte. Corto unas cuantas plumas más. La exquisita perfección que alguna vez presumió el ala ahora está hechas jirones.

El ángel levanta la cabeza una vez más. Los tendones de su cuello se tensan tanto que me pregunto qué tan débil está realmente. Se flexionan los músculos de sus brazos y comienzo a preocuparme por la resistencia de sus ataduras.

—¿Penryn? —escucho la voz de mi madre flotando al otro lado de la puerta—. ¿Estás bien?

Miro hacia la puerta, para asegurarme que esté bien cerrada.

Cuando volteo de nuevo hacia el sillón, el ángel ya no está, y sólo quedan unas tiras de cinta adhesiva donde él estaba acostado hace un momento.

Siento un aliento en mi nuca mientras las tijeras son arrebatadas de mi mano.

—Estoy bien, Mamá —contesto con toda tranquilidad. Tenerla cerca sólo la pondría en peligro. Decirle que huya probablemente la asustaría. No lo sé. Su respuesta, como de costumbre, sería impredecible.

Un brazo musculoso se desliza alrededor de mi cuello por detrás y comienza a apretar.

Empujo con fuerza su brazo y aprieto lo más que puedo mi barbilla hacia abajo, tratando de pasar la presión hacia mi barbilla en vez de mi garganta. Tengo como veinte segundos para salir de este aprieto antes de que mi cerebro se apague o mi tráquea colapse.

Me agacho lo más posible y brinco hacia atrás, golpeándonos a los dos contra la pared. El impacto es mucho más fuerte porque el ángel pesa la mitad que un hombre de su tamaño.

Escucho un «ufff» y el golpeteo de unos marcos colgados. Me imagino que las heridas en su espalda deben estar punzando de dolor al golpearse con los filos de esos marcos.

—¿Qué es ese ruido? —pregunta mi madre.

El brazo se aprieta con furia alrededor de mi garganta y decido que el término «ángel de la misericordia» es una contradicción. Sin perder mi energía tratando de luchar contra el brazo que me ahorca, reúno todas mis fuerzas para otro brinco contra la pared. Lo menos que puedo hacer es causarle mucho dolor antes de que acabe conmigo.

Esta vez, su gemido es más fuerte. Eso me hubiera causado una enorme satisfacción si mi cabeza no comenzara a sentirse aligerada y nebulosa.

Un brinco más y unas manchas oscuras nublan mis ojos.

Justo cuando me doy cuenta de que mi visión se desvanece por completo, aligera la presión de su brazo. Caigo de rodillas, aspirando bocanadas de aire por mi garganta cerrada. Mi cabeza se siente pesada en mi cuello, apenas logro no irme de frente contra el suelo.

—¡Penryn Young, abre la puerta en este mismo instante! —la perilla de la puerta se mueve. Mi madre seguramente había estado gritando todo este tiempo, pero yo no la podía escuchar.

El ángel se queja como si estuviera sufriendo en serio. Se arrastra a mi lado y comprendo por qué le duele tanto. Su espalda sangra a través de las vendas, donde crecen unas manchas rojas que parecen heridas de cuchillo. Volteo a mis espaldas, hacia la pared. Dos enormes clavos que sostenían las fotos de Yosemite gotean sangre desde los extremos.

El ángel no es el único que está en mal estado. Yo no puedo respirar sin sufrir violentos ataques de tos.

—¿Penryn? ¿Estás bien? —mi madre suena preocupada. No me puedo imaginar lo que piensa que está pasando aquí dentro.

—Sí —logro decir, aunque me quema la garganta—. Todo está bien.

El ángel se arrastra al sillón y se recuesta boca abajo con otro gemido lastimero. Le arrojo una sonrisa maliciosa.

—Tú —me dice con ojos llenos de furia— no mereces la salvación.

—Como si tú pudieras dármela —le gruño—. ¿Por qué querría irme al cielo si está lleno de asesinos y secuestradores como tú y tus amigos?

—¿Quién dice que vengo del cielo? —es cierto que la mueca espantosa que me lanza parece más de un demonio que de un ser celestial. Pero su mirada diabólica sólo dura un segundo y se transforma en una mueca de dolor.

—¿Penryn? ¿Con quién hablas? —mi madre suena casi frenética por la inquietud.

—Es mi demonio personal, Mamá. No te preocupes. Es un debilucho.

Débil o no, ambos sabemos que él me podía haber matado si lo hubiera querido. Pero no le doy la satisfacción de mostrarle que le tengo miedo.

—Ah —de pronto suena más calmada, como si eso lo explicara todo—. Muy bien. No los subestimes. Y no les hagas promesas que no puedas cumplir —puedo notar por cómo se desvanece su voz que se siente más tranquila y se retira.

La mirada incrédula que el ángel dirige a la puerta me hace reír. Entonces me lanza una mirada de tú-estás-más-loca-que-tu-mamá.

—Toma —le lanzo un rollo de vendas que guardo en mis provisiones—. Es probable que necesites ponerle un poco de presión a eso.

Lo atrapa con tranquilidad, mientras cierra los ojos.

—¿Y cómo voy a vendarme yo mismo la espalda?

—Ese no es mi problema.

Relaja su mano con un suspiro y la venda cae al suelo, desenrollándose en la alfombra.

—No te vas a dormir otra vez, ¿verdad?

Su única respuesta es un suave «mmm», y su respiración se vuelve profunda y regular, como la de un hombre profundamente dormido.

Maldita sea.

Me quedo ahí, de pie, observándolo. Supongo que es una especie de sueño curativo, por cómo sanaron sus otras heridas mientras descansaba. Si no estuviera tan cansado y gravemente herido, sin duda alguna me hubiera pateado el trasero hasta el infinito y de vuelta, aunque eligiera no matarme. De todos modos me irrita que me vea como tan pequeña amenaza, como para quedarse completamente dormido en mi presencia.

La cinta adhesiva fue una mala idea, tenía sentido sólo cuando pensaba que el ángel estaba tan débil como un trozo de papel mojado. Ahora que entiendo mejor la situación, ¿cuáles son mis opciones?

Me pongo a buscar en los cajones de la cocina y en el cuarto de almacén, pero no encuentro nada. Luego reviso el bolso de gimnasio de una persona debajo de un escritorio y encuentro un viejo candado de bicicleta, de los que tienen una cadena pesada envuelta en plástico, con una llave en el candado. Nunca me había parecido tan fantástica la manía humana de encadenar las cosas.

No hay nada en la oficina a lo que pueda encadenarlo, así que uso un carrito de metal que está a un lado de la máquina copiadora. Le quito los montones de papel que tiene encima y me lo llevo a la oficina. No veo a mi madre por ningún lado. Sólo puedo suponer que me está dando espacio para lidiar con mi «demonio personal» en privado.

Acerco el carrito al hombre dormido —ángel, quise decir ángel—. Cuidando de no despertarlo, enredo la cadena fuertemente alrededor de sus muñecas, después la enredo varias veces alrededor de una de las patas metálicas del carrito, hasta que queda muy tensa. Luego cierro el candado con un clic que me causa gran satisfacción.

La cadena se puede deslizar hacia arriba y hacia abajo por la pata del carrito, pero no podrá zafarse de ella. Esta es una idea mucho mejor de lo que parecía al principio, porque ahora puedo mover al ángel de un lado a otro sin correr peligro de que se escape. A donde sea que vaya, tendrá que arrastrar el carrito.

Envuelvo sus alas con la cobija y las guardo en uno de los archiveros grandes de metal que están enseguida de la cocina. Me siento como una especie de saqueador de tumbas mientras saco los expedientes del cajón y los coloco arriba del gabinete. Paso mis dedos por la pila de expedientes. Cada uno de estos expedientes significaba algo. Una casa, una patente, un negocio. El sueño de alguna persona, olvidado, recolectando polvo y abandonado en una oficina.

Como una ocurrencia tardía, guardo la llave del candado en el cajón donde guardé la espada del ángel la primera noche.

Camino de vuelta al lobby y entro en la oficina. El ángel sigue dormido, o en coma, ya no estoy segura cuál de los dos. Cierro la puerta con cerrojo y me siento a descansar en la silla ejecutiva.

El hermoso rostro del ángel se desvanece mientras mis párpados se ponen pesados. No he dormido en dos días, con el temor de perder la oportunidad de hablar con el ángel si despertara y muriera en seguida. Dormido, tiene la apariencia de un príncipe encantado sangrante encadenado en un calabozo. Cuando era más pequeña soñaba con ser Cenicienta, pero supongo que en realidad soy la bruja malvada.

Pero Cenicienta no vivía en un mundo postapocalíptico invadido por ángeles vengadores.

Antes de despertar, me doy cuenta de que algo anda mal. En el umbral entre la vigilia y el sueño, oigo el ruido de cristales quebrándose. Estoy tensa y alerta antes de que el ruido se desvanezca.

Una mano me tapa la boca.

El ángel me calla con un susurro más ligero que el aire. Lo primero que veo en la tenue luz de la luna es el carrito de metal. Seguro saltó y lo jaló hasta aquí en la milésima de segundo que le tomó al cristal quebrarse.

Llego a la conclusión de que, si por este momento el ángel y yo estamos del mismo lado, entonces alguien más es una amenaza para los dos.