Cuando salgo de la oficina de la esquina, me doy cuenta de que el tipo muerto en el vestíbulo ha sido ultrajado. Parece haber perdido toda la dignidad desde la última vez que lo vi.
Alguien lo ha acomodado de tal manera que una mano está puesta en su cintura mientras que la otra está encima de su cabello. Sus cabellos largos y despeinados están modelados en picos, como si se hubieran electrocutado, y sus labios están embarrados con lápiz labial. Sus ojos están abiertos, con líneas negras pintadas como rayos de sol que salen de sus cuencas. En medio de su pecho, un cuchillo de cocina, que hace una hora no estaba ahí, se asoma como si fuera un asta de bandera. Alguien acuchilló un cadáver por razones que sólo los locos podrían entender.
Mamá me ha encontrado.
La condición de mi madre no es tan consistente como algunos pudieran pensar. La intensidad de su locura va y viene sin un itinerario o detonante predecible. Claro, no ayuda que no tome sus medicamentos. Cuando todo está bien, nadie podría detectar que algo está mal en ella. Esos son los días en los que la culpa que me provocan mi coraje y frustraciones me come por dentro. Pero cuando tiene un mal día, puedo salir de mi cuarto y encontrarme a un cadáver convertido en juguete tirado en el suelo.
Debo ser justa. Mamá nunca había jugado con cadáveres antes, por lo menos, no que yo haya visto. Antes de que el mundo se desmoronara, ella siempre había estado al borde de la locura, a veces unos pasos más allá. Pero el abandono de mi padre, y luego los ataques, lo intensificaron todo. La parte racional que la protegía de sumirse en la oscuridad simplemente se disolvió.
Pienso en enterrar el cuerpo, pero una parte fría de mi mente me dice que este sigue siendo el mejor repelente que puedo encontrar. Cualquier persona en su sano juicio que mirara a través de las puertas de vidrio correría muy, pero muy lejos. Así que ahora que jugamos una partida permanente de yo-estoy-más-loco-y-doy-más-miedo-que-tú, mi madre es nuestra arma secreta.
Camino curiosamente hacia los baños, donde se escucha el agua que cae de la regadera corriendo. Mamá canturrea una melodía inquietante, una melodía que, creo, ella inventó. Solía cantárnosla cuando se encontraba en su estado medio lúcido. Una tonada sin letra que es al mismo tiempo triste y nostálgica. Quizá tuvo letra en un tiempo, porque cada vez que la escucho, me evoca una puesta de sol en el océano, un castillo antiguo y una hermosa princesa que se arroja desde la torre y cae en las furiosas olas.
Me quedo parada fuera de la puerta de baño, escuchándola. Asocio esta canción con las veces que ella regresa de una fase particularmente desagradable. Era frecuente que nos canturreara la tonada mientras nos curaba los golpes o heridas que ella misma nos había ocasionado.
En esos momentos, nos trataba con delicadeza y parecía genuinamente arrepentida. Esa era su especie de disculpa. No era suficiente, obviamente, pero quizá era su manera de volver a la luz, de hacernos saber que estaba resurgiendo de la oscuridad y que se dirigía a una zona gris.
Canturreaba esa melodía incesantemente después del «accidente» de Paige. Nunca supimos con exactitud lo que ocurrió. Sólo Mamá y Paige estaban en casa ese día, y sólo ellas saben la historia verdadera. Mi madre lloró durante meses, culpándose de lo ocurrido. Yo también la culpé. ¿Cómo no podría hacerlo?
—¿Mamá? —la llamo a través de la puerta cerrada del baño.
—¡Penryn! —contesta, por encima del ruido del agua.
—¿Estás bien?
Sí. ¿Y tú? ¿Has visto a Paige? No la puedo encontrar en ninguna parte.
—Daremos con ella, ¿de acuerdo? ¿Cómo me encontraste?
—Bueno, sólo lo hice —mi madre no acostumbra mentir, pero sí tiene el hábito de evadir respuestas.
—¿Cómo me encontraste?
Deja correr el agua por un tiempo antes de responder.
—Me lo dijo un demonio —su voz está llena de reticencia, llena de vergüenza. Podría creerle estos días, después de todo lo que ha pasado, pero nadie más que ella puede ver o escuchar a sus demonios personales.
—Qué amable de su parte —le digo. Mi madre generalmente culpa a los demonios por todas las locuras y cosas malas que hace. Rara vez se les da crédito por hacer algo bueno.
—Tuve que prometerle que haría algo por él —una respuesta honesta. Y una advertencia.
Mi madre es más fuerte de lo que parece, y puede hacer mucho daño cuando llega por sorpresa. Toda su vida ha estado a la defensiva, meditando cómo escapar de un ataque imaginario, cómo esconderse de La Cosa que Vigila, cómo desterrar al monstruo de vuelta al infierno antes de que se robe las almas de sus hijas.
Considero las posibilidades mientras me recargo contra la puerta del baño. Lo que sea que le prometió a su demonio seguro no será placentero. Quizá sea muy doloroso. La única pregunta es a quién se le infligirá el dolor.
—Voy a recolectar unas cosas y me encerraré en la oficina de la esquina —le digo—. Es posible que esté ahí un día o dos, pero no te preocupes, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—No quiero entres en la oficina. Pero no te vayas del edificio, ¿está bien? Hay agua y comida en la cocina —considero decirle que tenga cuidado, pero me resulta ridículo. Ha tenido cuidado por décadas: de las personas y los monstruos que intentan matarla. Ahora que sí hay monstruos tratando de matarnos a todos, mamá es la reina de tener cuidado.
—¿Penryn?
—¿Sí?
—No olvides ponerte las estrellas —se refiere a los asteriscos amarillos que nos cosió en la ropa. Están en toda la ropa que tenemos. No hay forma que pueda no ponerme las estrellas.
—Muy bien, mamá.
A pesar de su comentario sobre las estrellas, mamá suena lúcida. Tal vez no sea lo más saludable después de profanar un cadáver.
No soy tan indefensa como una adolescente promedio.
Paige tenía dos años, mi padre y yo llegamos a casa para encontrarla lisiada y rota. Mi madre estaba parada frente a ella, completamente perturbada. Nunca supimos exactamente lo que sucedió o cuánto tiempo estuvo ahí congelada frente a Paige. Mi madre lloró y se arrancó casi todo el cabello sin decir una palabra durante varias semanas.
Cuando finalmente salió de su mutismo, lo primero que dijo fue que yo necesitaba tomar lecciones de defensa personal. Quería que yo aprendiera a pelear. Me llevó a una escuela de artes marciales e hizo un prepago, en efectivo, equivalente a cinco años de entrenamiento.
Habló con el sensei y descubrió que había distintos tipos de artes marciales: taekwondo para pelear cuando estás a poca distancia, jiu-jitsu cuando estás muy de cerca y esgrima para las peleas con cuchillos. Me llevó por todos los rincones de la ciudad, inscribiéndome en todas las clases y unas cuantas más. Lecciones de disparo, defensa personal para mujeres, lecciones de tiro con arco, todo lo que se le fuera ocurriendo, todo lo que pudiera encontrar.
Cuando mi padre se enteró unos cuantos días después, Mamá había gastado miles de dólares que nosotros no teníamos. Mi padre, quien estaba gris de preocupación por las deudas del hospital de Paige, perdió todo el color en su cara cuando descubrió lo que ella había hecho.
Tras su desplante de actividad desenfrenada, mi madre pareció olvidar que me había inscrito en todas esas clases. La única vez que me preguntó al respecto fue un par de años después, cuando descubrí su colección de artículos de periódico. Había visto que los recortaba de vez en cuando, pero nunca me pregunté qué eran. Los guardaba en un álbum fotográfico rosa que decía El Primer Álbum del Bebé. Un día, estaba sobre la mesa, abierto e invitándome a hojearlo.
El encabezado con letras grandes del artículo que estaba cuidadosamente pegado en la página abierta decía «Mamá asesina dice que el diablo la obligó a hacerlo».
Doy vuelta a la siguiente página, «Madre arroja a sus hijos a la bahía y se queda mirando mientras se ahogan».
Luego el siguiente, «Esqueletos de niños encontrados en el jardín de una mujer».
En una de las historias del periódico, un niño de seis años fue encontrado a unos pasos de la puerta de entrada de su casa. Su madre lo había acuchillado una docena de veces antes de subir las escaleras para hacer lo mismo con su hermana menor.
La historia citaba a un pariente que decía que la madre intentó desesperadamente dejar a los niños en casa de su hermana unas cuantas horas antes de la masacre, pero la hermana tenía que ir a trabajar y no podía cuidar de los niños. El pariente dijo que fue como si la madre tuviera miedo de lo que fuera a suceder, como si presintiera que la oscuridad se aproximaba. Describió cómo después de que la madre volvió a tomar conciencia y se dio cuenta de lo que hizo, casi se desgarró en mil pedazos por el horror y la angustia.
Pero yo sólo podía pensar en lo que debió sentir ese niño que intentó con todas sus fuerzas salir de la casa en busca de ayuda.
No sé cuánto tiempo estuvo observándome mientras leía esos artículos, antes de preguntarme:
—¿Sigues tomando tus clases de defensa personal?
Asentí con la cabeza.
No dijo nada. Simplemente pasó de lado, con un montón de libros apilados en un estante de madera que traía en sus brazos.
Los encontré después sobre la tapa del asiento del inodoro. Durante dos semanas, ella me insistió en dejarlos ahí para impedirles a los demonios que se subieran por la tubería. Era más fácil dormir así, decía, cuando el diablo no estaba susurrándole al oído toda la noche.
Nunca falté a ninguna de mis clases.