Mucho después de que Paige desapareciera entre las nubes, me doy la vuelta y busco a mi madre. No es que ella no me importe. Pero nuestra relación es más complicada que la típica relación madre-hija. El amor y la admiración que se supone que yo debería sentir por ella está manchado con negro y varios matices de gris.
No hay señales de ella. Su carrito está tirado, toda la chatarra que contenía está regada a un lado del camión en el que nos ocultábamos. Dudo un poco antes de girar.
—¿Mamá? —cualquier cosa o persona que pudiera ser atraída por el ruido ya estaría ahí, observando desde las sombras.
—¡Mamá!
Nadie se mueve en la calle desierta. Si los observadores silenciosos detrás de las ventanas oscuras a lo largo de la calle han visto hacia donde se fue, ninguno se anima a decirme. Trato de recordar si quizá vi a otro ángel llevársela, pero todo lo que puedo ver son las piernas muertas de Paige mientras es levantada desde su silla. Cualquier cosa podría haber pasado a mi alrededor en esos momentos y yo no me habría dado cuenta.
En un mundo civilizado, donde existen leyes, bancos y supermercados, ser paranoico-esquizofrénico es un grave problema. Pero en un mundo donde los bancos y supermercados son usados por pandillas como estaciones de tortura, ser un poco paranoico puede ser una ventaja. La parte esquizofrénica, sin embargo, sigue siendo problemática. No poder distinguir entre la realidad y la fantasía no es ideal.
Inspecciono la escena otra vez. Sólo veo edificios con ventanas oscuras y coches muertos. Si no hubiera pasado semanas asomándome en secreto desde una de esas ventanas, podría creer que soy el último ser humano del planeta. Pero sé que allá afuera, detrás del concreto y el acero, hay un por lo menos un par de ojos cuyos dueños consideran si valdría la pena salir a la calle para recolectar las alas del ángel, junto con alguna otra parte de él que pudieran cortar.
Según Justin, que fue nuestro vecino hace una semana, se dice que alguien ofrece una recompensa por recolectar alas de ángel. Toda una economía se está creando alrededor de pedazos de ángeles. La alas alcanzan los precios más altos, pero por las manos, los pies, y otras partes más sensibles, también pueden pagar una buena suma, si puedes comprobar que realmente son de un ángel.
Un gruñido suave interrumpe mis pensamientos. Mis músculos se tensan inmediatamente, listos para otra pelea. ¿Llegaron las pandillas?
Otro quejido bajo. El sonido no viene de los edificios, sino directamente de frente a mí. Lo único frente a mí es el ángel sangrando y tirado boca abajo.
¿Todavía está vivo?
Todas las historias que he escuchado dicen que si le cortas las alas a un ángel, este muere. Pero quizá es cierto del mismo modo que si le cortas el brazo a una persona, esta muere. Si la dejas abandonada, simplemente se desangrará hasta morir.
No hay muchas oportunidades para obtener un trozo de ángel. La calle podría llenarse de recolectores en cualquier momento. Lo más inteligente que yo podría hacer es huir mientras tengo posibilidades de hacerlo.
Pero si está vivo, es posible que sepa a dónde se llevaron a Paige. Camino hacia él, con el corazón latiendo fuerte con la esperanza de que así sea.
La sangre chorrea de su espalda y forma un charco en el asfalto. Lo volteo descuidadamente, sin pensar dos veces antes de tocarlo. Incluso en mi estado frenético, puedo notar su belleza etérea, la suave elevación de su pecho. Imagino que su rostro sería clásicamente angelical si no fuera por todas las heridas.
Lo sacudo. Yace ahí, inmóvil, como la estatua de dios griego a la que se parece.
Le doy una cachetada fuerte. Sus ojos parpadean y, por unos instantes, me miran. Lucho contra el pánico urgente de salir corriendo.
—¿A dónde se dirigen?
Él emite un gemido, sus párpados se cierran. Le doy otra cachetada, lo más fuerte posible.
—Dime a dónde se dirigen. ¿A dónde la llevan?
Una parte de mí odia a la Penryn en que me he convertido. Odio a la chica que cachetea a un ser moribundo. Pero guardo ese sentimiento en un rincón oscuro, donde pueda molestarme en otro momento, cuando Paige esté fuera de peligro.
Emite otro gemido, y me doy cuenta de que no será capaz de decirme nada si no detengo su sangrado y lo llevo a un lugar donde las pandillas no lleguen a cortarlo en pequeños trofeos. Está temblando, posiblemente en estado de shock. Lo vuelvo a poner boca abajo, y esta vez me sorprende su ligereza.
Me dirijo hacia donde quedó el carrito de mi madre. Busco entre el desastre algunos trapos para envolverlo. Un botiquín de primeros auxilios está oculto en la parte de abajo del carrito. Dudo unos segundos antes de tomarlo. No me gusta desperdiciar provisiones de primeros auxilios en un ángel que de todos modos morirá, pero parece tan humano sin sus alas que me permito usar unas cuantas vendas esterilizadas para cubrir sus heridas.
Su espalda está cubierta con tanta sangre y mugre que no puedo ver qué tan graves son sus heridas. Decido que no importa, siempre y cuando pueda mantenerlo vivo hasta que me diga a dónde llevaron a Paige. Envuelvo unas tiras de tela alrededor de su torso lo más fuertemente posible, tratando de poner la mayor presión posible en sus heridas. No sé si se puede matar a una persona con torniquetes demasiado apretados, pero si sé que desangrarse es una de las formas más rápidas de morir.
Siento la presión de ojos invisibles a mis espaldas mientras trabajo. Las pandillas supondrían que estoy cortando trofeos. Probablemente están considerando si los otros ángeles van a regresar y si tendrían el tiempo suficiente para correr y quitarme los trozos de las manos. Tengo que vendarlo y sacarlo de ahí antes de que pierdan el miedo. En las prisas lo amarro como muñeco de trapo.
Corro por la silla de ruedas de Paige. Es sorprendentemente ligero para su tamaño y subirlo a la silla resulta menos difícil de lo que pensaba. Supongo que tiene sentido, si lo piensas por unos momentos. Es más fácil volar cuando pesas veinte en ves de doscientos kilos. Pero saber que es más fuerte y más ligero que un ser humano no me hace sentir más empatía por él.
Hago todo un alarde al levantarlo y subirlo a la silla, gruñendo y tambaleándome, como si fuera muy pesado. Quiero que los que me observan piensen que el ángel es tan pesado como parece, porque quizá concluirían que yo soy más fuerte y ruda de lo que parezco, con mi hambriento cuerpo de medio y metro de estatura.
¿Acaso veo el inicio de una sonrisa formándose en el rostro del ángel?
Sea lo que sea, se transforma en una mueca de dolor cuando lo tumbo en la silla. Es demasiado grande como para caber cómodamente en el asiento, pero tendrá que bastar.
Rápidamente recojo las sedosas alas, envolviéndolas en una cobija enmohecida que estaba en el carrito de mi madre. Las plumas blancas con maravillosamente suaves, especialmente si las comparo con la áspera cobija. Incluso en este momento de pánico, me siento tentada a acariciar la suavidad de las plumas. Si las arranco y uso como moneda, una a la vez, una sola ala podría servirnos para tener alimento y alojamiento durante un año entero. Suponiendo que logro que las tres nos reunamos de nuevo.
Envuelvo las dos alas lo más rápido posible, sin detenerme mucho a asegurarme si las plumas se quiebran o no. Considero dejar una de las alas en la calle, para distraer a las pandillas y forzarlas a pelear entre ellas en vez de perseguirme. Pero necesito las alas para persuadir al ángel de que me diga lo que quiero saber. Tomo la espada, igual de ligera que las plumas, y la entierro descuidadamente en el bolso del asiento de la silla de ruedas.
Emprendo mi camino por la calle, mientras empujo al ángel lo más rápido que puedo, hasta perderme en medio de la noche.