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El cielo brilla con una mezcla de rojo sangriento y negro hollín. La luz le otorga un resplandor irreal a la ciudad en ruinas. Los soldados han dejado de disparar, aunque siguen inspeccionando el cielo, a la espera de que un ejército de demonios descienda sobre nosotros. En alguna parte, a la distancia, el sonido de las metralletas hace eco en las calles.

Seguimos nuestro camino esquivando coches abandonados. Las personas en nuestra camioneta hablan emocionadas en susurros. Están tan animados que cada uno suena preparado para atacar una legión entera de ángeles por sí mismo.

Se mantienen alejados de nosotras en un extremo de la camioneta. Es bueno que estén felices y emocionados; de lo contrario, me temo que nos quemarían en una hoguera. Entre charla y charla, voltean hacia donde estamos. Es difícil saber si es mi madre, enfrascada en uno de sus trances en una lengua desconocida, o mi hermana con sus grotescas costuras y su mirada vacua, o mi cadáver lo que hace que nos observen a cada rato.

El dolor se desvanece poco a poco. Comienza a sentirse más como si me hubiera atropellado un coche pequeño cuando atravesaba la calle, que un enorme camión de carga atravesando la carretera a toda velocidad. Comienzo a asumir poco a poco el control de mis ojos. Sospecho que algunos de mis otros músculos se están descongelando, pero mis ojos son los más fáciles de mover, si es que podemos llamarle movimiento a un leve giro de una fracción de milímetro. Pero es suficiente como para saber que los efectos del veneno se están disipando y que probablemente estaré bien.

Las calles están desoladas, ausentes de personas. Estamos fuera del distrito del nido y en la zona derruida. Kilómetros de autos incendiados y edificios derrumbados se encuentran a nuestro paso. El viento azota levemente mi cabello contra mi cara mientras transitamos a través del esqueleto de nuestro mundo, quebrado y en ruinas.

Ocasionalmente nos detenemos, mezclándonos con los otros coches muertos. De repente, Obi nos calla a todos. Sostenemos la respiración, con la esperanza de que nada nos encuentre. Supongo que unos ángeles fueron detectados en el cielo y nos hemos camuflado.

Cuando pienso que todo ha terminado, alguien grita:

—¡Cuidado!

Apunta hacia el cielo. Todos levantan la mirada.

En medio del firmamento herido, un ángel solitario circula arriba de nosotros.

No, no es un ángel.

La luz arroja destellos de los ganchos metálicos en las orillas de sus alas. No tienen la forma de las alas de un pájaro. Tienen la forma de alas gigantes de murciélago.

Mi corazón se acelera con el deseo de gritarle. ¿Podría ser él?

Vuela en círculos arriba de nosotros. Con cada vuelta desciende lentamente en espiral. Las espirales son amplias, lentas, casi titubeantes.

Para mí, se trata de una visita que no representa una amenaza. Pero para los otros, especialmente en sus estados llenos de adrenalina, es el ataque de un enemigo.

Preparan sus rifles y apuntan hacia el cielo.

Quiero gritarles que se detengan. Quiero decirles que no todos nos persiguen. Quiero chocar contra ellos para que fallen sus disparos. Pero lo único que puedo hacer es observar mientras ellos apuntan y disparan contra el aire.

Los círculos perezosos se convierten en maniobras evasivas. Está lo suficientemente cerca como para que yo vea que tiene el cabello oscuro, y ahora que está haciendo algo más que planear, el modo en que se mueve me resulta extraño. Como si apenas aprendiera a volar con sus nuevas alas.

Es Raffe. Está vivo.

¡Y está volando!

Quiero saltar de júbilo, quiero alzar los brazos y gritarle. Quiero animarlo. Mi corazón vuela con él, aunque también tiene miedo de que caiga del cielo.

Los soldados no son lo suficientemente expertos como para acertar a un blanco móvil a esa distancia. Raffe se aleja volando sin daño alguno.

Los músculos en mi cara se tuercen un poco en respuesta a mi felicidad interior.