Al principio, Raffe se tambalea un poco, siempre al borde del colapso. No puedo distinguir si se tambalea porque se recupera de la cirugía o por la falta de adrenalina después de su desplante.
Las cortadas en su cuello y orejas han dejado de sangrar. Se cura prácticamente frente a mis ojos. Debería incrementar su fuerza con cada paso, pero su respiración se siente cargada y desigual.
En un punto, se recarga en el pasamanos de la escalera y me jala para abrazarme.
—¿Por qué no corriste como te lo pedí? —susurra contra mi cabello—. Sabía desde el principio que tu lealtad te mataría. Es sólo que nunca pensé que sería tu lealtad hacia mí.
Otra explosión agita las escaleras y seguimos nuestro camino. Pasa por encima de un barandal que está tirado en los escalones. Ha sido arrancado de la pared. Los muros en ambos lados tienen grietas, golpes y trozos desmoronados.
Finalmente llegamos hasta arriba. Raffe se recarga en la puerta y salimos de un empujón al primer piso.
Es una zona de guerra.
Todos los que no están disparando esquivan las balas.
Hay ángeles que se arrancan los sacos en una salida del vestíbulo, corren desde la puerta de entrada y saltan por los aires en cuanto están afuera. Pero uno de cada tres sale con las alas ensangrentadas, ya que las balas dan con sus blancos. Es como dispararle a los ángeles dentro de un barril, pues sólo hay una salida.
Trozos de mármol y cableado eléctrico caen al suelo después de una explosión.
Polvo y escombros nos bañan mientras el edificio queda completamente acribillado.
La gente corre en todas direcciones. Muchas de las mujeres con tacones altos resbalan y tropiezan con los vidrios rotos. Podría jurar que algunas de las personas que hace un minuto corrían para un lado ahora corren para el otro. Tienen que pasar por encima de humanos y de ángeles que yacen inmóviles en el suelo.
Raffe es mucho más notorio ahora. Sus nuevas alas están abiertas, para evitar que nos corten. Incluso en medio del pánico, todos se nos quedan viendo mientras huyen.
Más de unos cuantos ángeles se detienen para mirarnos, particularmente los guerreros. Veo la luz de reconocimiento y de asombro en algunas de sus caras. Sea cual sea la campaña que Uriel emprendió en contra de Raffe, le está dando un fuerte impulso en las encuestas ahora mismo. Raffe y yo somos como un cartel demoníaco andante. Me preocupo por lo que le pueda pasar a él, por cómo será tratado cuando salgamos de esta locura.
Trato de buscar a mi familia, pero es difícil ver en medio de este caos, sobre todo cuando ni siquiera puedo mover los ojos.
Algunos ángeles deciden arriesgarse a ser atrapados adentro y se alejan de las entradas. Probablemente se dirigen a la zona de los ascensores, para intentar salir desde una parte más alta del edificio. Me causa satisfacción que la fiesta se haya desintegrado y ver a estos seres extraños quitarse sus ropas finas y correr por sus vidas.
Lo que queda de las puertas de entrada termina destrozado por una nueva explosión.
Todo queda apagado después de eso. El suelo está cubierto de vidrios rotos, y a las personas que corren con los pies descalzos les cuesta trabajo desplazarse.
Quiero correr hacia las puertas y gritar que somos humanos. Decirles que dejen de disparar, para que podamos salir de ahí, como hacen los rehenes en la televisión. Pero aunque pudiera, no hay una sola célula en mi cuerpo que piense que la resistencia van a poner en pausa su ataque sólo para que podamos escapar. Los días de hacer hasta lo imposible por preservar la vida humana terminaron hace unas semanas. La vida humana es ahora la mercancía más barata, con una sola excepción. Los ángeles yacen al lado de los humanos, como muñecos de trapo esparcidos en el suelo.
Nos movemos hacia las entrañas del edificio. Todos nos evitan al pasar.
En el vestíbulo del ascensor hay una alfombra de sacos y vestidos convertidos en harapos. Sin duda pueden volar mejor sin ropa, aun si esta fue confeccionada para sus cuerpos.
Arriba de nosotros, el aire está plagado de ángeles. Las majestuosas espirales aéreas de gracia angelical no son más que aleteos desesperados ahora.
Veo nuestros reflejos quebradizos en una pared llena de espejos rotos. Hacen que el entorno resulte aún más caótico. Raffe, con sus alas de demonio y una chica muerta en sus brazos, domina el vestíbulo mientras se desliza en medio del pandemonio.
Observo mi reflejo en los espejos. Aunque siento que me han arrancado la garganta, apenas puedo ver la marca roja donde el aguijón me perforó. Supuse que habría jirones de carne ensangrentada donde el escorpión dio el pinchazo, pero no parece peor que cualquier piquete de mosquito.
A pesar del caos, comienzo a ver un patrón a mi alrededor. Los ángeles corren generalmente en una dirección, mientras que la mayoría de los humanos se dirigen a otra parte. Seguimos el flujo de los humanos. Como una cremallera, la multitud se hace a un lado a nuestro paso.
Entramos con un empujón por unas puertas batientes en una enorme cocina llena de acero inoxidable y aparatos industriales. Un humo oscuro revolotea en el aire. Las paredes cerca de las estufas están en llamas.
El humo lastima mi garganta y hace llorar mis ojos. No poder toser y parpadear es una tortura en estos momentos. Pero lo tomo como una señal de que el veneno del pinchazo debe estar disminuyendo.
Al fondo de la cocina, un grupo de personas se abren paso a la fuerza por la puerta de entregas. Algunos se pegan a la pared para dejarnos pasar.
Raffe se mantiene en silencio. No puedo ver su expresión, pero los humanos lo ven como si fuera el diablo en persona.
Otro estallido cae sobre el edificio y los muros se mueven. La gente grita detrás de nosotros.
—¡Salgan! ¡Salgan! ¡El gas va a explotar!
Salimos por la puerta hacia la noche fresca.
Los gritos y las explosiones son más fuertes conforme nos acercamos a la zona de combate. Todos mis sentidos se llenan con el ruido de los disparos. Los olores acres de la maquinaria sobrecalentada y el humo de las armas invaden mis pulmones.
Delante de nosotros, hay una caravana de camiones rodeada de una multitud de civiles y soldados. Más allá, puedo ver el verdadero Apocalipsis.
Ahora que los ángeles han emprendido el vuelo, la batalla ha dado un giro. Los soldados siguen arrojando granadas desde los camiones, pero el edificio ya está en llamas y las granadas sólo añaden ruido al tumulto.
También disparan sus metralletas hacia los enemigos que vuelan, pero al hacerlo corren el riesgo de ser blanco de sus ataques. Un grupo de ángeles levanta dos de los camiones militares en el aire y los arrojan contra otros dos que tratan de escapar a toda velocidad.
Los humanos están esparcidos por los callejones, tanto a pie como dentro de los coches. Los ángeles descienden, aparentemente al azar, y despedazan a soldados y civiles por igual.
Raffe no disminuye su paso conforme se aleja del edificio y se dirige hacia el grupo de personas que se amontonan alrededor de los camiones.
¿Qué hace? Lo último que necesitamos es que algún enloquecido soldado o civil nos dispare con su metralleta porque ve algo que lo pone nervioso.
Los soldados meten a los civiles en las partes traseras de los camiones militares. Soldados de la resistencia, con sus uniformes camuflados, están de rodillas en las cajas de los vehículos con sus armas apuntando hacia arriba. Disparan al aire, hacia los ángeles que vuelan en círculos. Uno de los soldados ha dejado de gritar órdenes y nos ve. Las luces de otro camión pasan y lo iluminan, lo que me permite reconocer su cara. Es Obi, el líder de la resistencia.
Los disparos y los gritos cesan de la misma manera en que una conversación se detiene en una fiesta cuando alguien llega con un oficial de policía. Todos nos miran fijamente. Sus caras reflejan el brillo del fuego mientras la cocina detrás de nosotros arroja llamas por la puerta y las ventanas.
—¿Qué demonios es eso? —pregunta uno de los soldados. Hay un temor profundo en su voz. Otro soldado se persigna, completamente inconsciente de la ironía de un gesto como ese, pues es un humano peleando contra ángeles.
Un tercer hombre levanta su arma y la apunta hacia Raffe y yo.
Los soldados en las cajas de las camionetas, aparentemente asustados y nerviosos, mueven sus metralletas para dirigirlas a nosotros.
—Alto al fuego —dice Obi. Las luces de otro camión pasan por su rostro y puedo ver su curiosidad luchando contra su adrenalina. Hasta ahora, la curiosidad nos mantiene con vida, pero sólo detendrá las balas un momento más.
Raffe sigue moviéndose en torno a ellos. Quiero gritarle que se detenga, que hará que nos maten, pero no puedo. Él piensa que estoy muerta, y en cuanto a su seguridad, es como si ya no le importara.
Una mujer grita, completamente histérica. Algo en su alarido me hace pensar en mi madre.
Luego veo a la mujer que grita. Y claro, es mi madre. Su rostro brilla enrojecido por la luz del fuego y me muestra toda la fuerza de su horror. Grita y grita y parece que no se detendrá.
Casi puedo imaginar lo que parecemos ante sus ojos. Las alas de Raffe están desplegadas como un murciélago demoníaco que viene del infierno. Estoy segura de que la luz del fuego enfatiza los ganchos afilados en sus puntas. Detrás de él, el edificio arde con llamas malévolas contra el cielo negro y humeante, ocultando su rostro con sombras titilantes. No dudo que parece oscuro y amenazador, con la figura clásica de un demonio.
Mi madre no sabe que tiene las alas extendidas de ese modo para evitar que nos cortemos. Para ella, debe parecerse al demonio que la acecha. Su peor pesadilla se volvió realidad esta noche. Aquí está el diablo, que sale de las llamas, cargando a su hija muerta en sus brazos.
Mamá debe haberme reconocido por mi ropa, pues comenzó a gritar antes de poder ver mi rostro. O quizá ha imaginado esta escena tantas veces que simplemente no tiene duda de que soy yo la que está en los brazos de este demonio. Su horror es tan genuino y tan profundo que me estremezco en mi interior al escucharlo.
Un soldado se crispa con su arma apuntando hacia nosotros. No sé cuánto tiempo más se contendrán. Sé que si ellos disparan, ni siquiera podré cerrar los ojos.
Raffe se arrodilla y me coloca en el asfalto. Me levanta el cabello de un lado y lo deja correr por sus dedos para caer sobre mi hombro.
Su cabeza tiene un halo de fuego, su rostro está lleno de sombras. Pasa sus dedos sobre mis labios con una caricia lenta y delicada.
Luego se aparta rígidamente, como si cada músculo de su cuerpo peleara con él.
Quiero rogarle que no me deje. Decirle que todavía estoy aquí. Pero me quedo ahí, inmóvil. Todo lo que puedo hacer es mirarlo mientras se pone de pie.
Y desaparece de mi vista.
Luego, no veo más que el cielo vacío reflejando las luces del fuego.