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—Shhh —murmura Raffe, meciéndome en sus brazos.

La luz alrededor de su cabeza se oculta de pronto bajo una sombra.

Detrás de él, la forma oscura de Beliel entra en mi campo de visión.

Una de sus nuevas alas esta casi completamente arrancada y cuelga de un par de puntadas. Su rostro se retuerce de coraje mientras levanta lo que parece ser un refrigerador por encima de Raffe, del mismo modo en que Caín dejó caer la roca sobre la cabeza de Abel.

Trato de gritar. Trato de advertir a Raffe con mi expresión.

Pero sólo sale una leve exhalación.

—¡Beliel!

Beliel se da la vuelta para ver quién le grita. Raffe también voltea para apreciar la escena, aunque sigue sosteniéndome entre sus brazos.

Parado en la entrada está el Político. Lo reconozco incluso sin las aterrorizadas mujeres trofeo que lo escoltaban.

—¡Deja eso ahora mismo! —el rostro amigable del Político se convierte en un ceño fruncido, mientras observa al ángel gigante.

Beliel respira pesadamente, con el refrigerador arriba de su cabeza. No me queda muy claro si obedecerá.

—Tuviste oportunidad de matarlo en la calle —dice el Político al entrar en el cuarto—. Pero te distrajeron ese par de hermosas alas, ¿no es así? Y ahora que ha sido visto y corren rumores de que ha vuelto, ¿ahora quieres matarlo? ¿Estás loco?

Beliel avienta el refrigerador al otro lado del cuarto. Parece como si quisiera arrojárselo al Político. Se estrella fuera de nuestra vista.

—¡Él me atacó! —Beliel apunta con el dedo a Raffe como un niño enloquecido con esteroides.

—No me importa si derramó ácido en tus pantalones. Te dije que no lo tocaras. Si muere ahora, sus hombres lo convertirán en un mártir. ¿Tienes idea lo difícil que es organizar una campaña en contra de un mártir angelical? Estarán por siempre inventando historias sobre cómo él se hubiera opuesto a esta u aquella política.

—¿Y qué me importan a mí tus políticas de ángel?

—Te importan porque yo te lo digo —el Político ajusta los puños de su traje—. Ah, ¿para qué me desgasto? Nunca serás más que un demonio mediocre. Simplemente no tienes la facultad de comprender la estrategia política.

—Oh, pero sí lo entiendo, Uriel —Beliel enrosca su labio como un perro que gruñe—. Lo has convertido en un paria. Todo en lo que ha creído, todo lo que haya dicho no serán más que los desvaríos de un ángel caído con alas de demonio. Lo comprendo mucho más de lo que tú puedas concebir. He pasado por ello, ¿recuerdas? Simplemente no me importa si eso te da la ventaja.

Uriel se coloca frente a Beliel, aunque tiene que voltear hacia arriba para mirarlo enfurecidamente.

—Sólo haz lo que te digo. Ya tienes tus alas como pago por sus servicios. Ahora, lárgate.

El edificio tiembla al sentirse una explosión arriba.

Escapa de mí el último gramo de voluntad y simplemente ya no puedo mantener la cabeza erguida. Caigo como una flor marchita en los brazos de Raffe. Mi cabeza cuelga, mis ojos están abiertos pero desenfocados, mi respiración es imperceptible.

Como un cadáver.

—¡No! —Raffe se aferra a mí como si pudiera amarrar mi alma a su cuerpo.

Una vista invertida de la entrada se muestra en mi campo visual. Puedo ver cómo flota una nube de humo que viene de afuera.

Aunque el dolor oscurece la calidez de Raffe, siento la presión de su abrazo, cómo se mecen nuestros cuerpos mientras él repite «No».

Su abrazo me reconforta y el miedo se desvanece un poco.

—¿Por qué está tan afligido? —pregunta Uriel.

—Su Hija del Hombre —dice Beliel—. Una de tus mascotas la mató.

—No —Uriel suena gozosamente escandalizado—. ¿Podría ser? ¿Una humana? ¿Después de todas sus advertencias de que nos mantuviéramos alejados de ellas? ¿Después de todas sus cruzadas en contra de sus maléficos engendros híbridos?

Uriel rodea a Raffe como un tiburón.

—Mírate, Raffe. El gran arcángel, de rodillas y con un par de alas de demonio colgando a tu alrededor. ¿Y sosteniendo a una Hija del Hombre en tus brazos? —comienza a reír—. Vaya, Dios sí me ama después de todo. ¿Qué ocurrió, Raffe? ¿La vida en la Tierra se volvió muy solitaria para ti? ¿Siglo tras siglo, sin ningún acompañante salvo los Nephilim que tan noblemente cazaste?

Raffe lo ignora y sigue acariciando mi cabello y meciéndome delicadamente, como si pusiera a un niño a dormir.

—¿Cuánto resististe? —pregunta Uriel—. ¿La alejaste de ti? ¿Le dijiste que no significaba más que cualquier otro animal? Ay, Raffe, ¿acaso murió pensando que no te importaba? Qué trágico. Debes estar destrozado por dentro.

Raffe voltea hacia arriba, con la muerte en los ojos.

—No. Hables. De. Ella.

Uriel da un paso involuntario hacia atrás.

El edificio se estremece de nuevo. Cae polvo sobre los escorpiones moribundos. Raffe me suelta y me pone cuidadosamente en el suelo.

—Ya terminamos aquí —dice Uriel a Beliel—. Puedes matarlo después de que sea conocido como Rafael el Ángel Caído —sus hombros están rígidos, autoritarios, pero sus piernas muestran una necesidad de salir apresuradamente. Beliel lo sigue con su ala rota arrastrándose en el polvo. En verdad me parte el corazón ver las alas blancas de Raffe en ese estado.

Raffe se toma unos momentos para hacer a un lado mi cabello, para que no se jale debajo de mi cabeza, como si ello importara.

Luego, sale corriendo tras ellos. Lanza un rugido de furia mientras abre las puertas a golpes y sube las escaleras como un ciclón.

Dos pares de pies suben los escalones delante de Raffe.

Una puerta se cierra de golpe al final de las escaleras.

Se escucha el eco de impactos en las puertas y paredes. Algo se estrella, luego cae por las escaleras. Raffe brama su furia y suena como si estuviera atravesando las paredes con sus golpes; enfurecido como un perro amarrado. ¿A qué está atado? ¿Por qué no va tras ellos?

Baja a tumbos las escaleras y se para en la entrada, con la respiración pesada. Voltea a verme, tirada en el suelo de cemento, y se arroja contra un tanque de escorpión.

Prácticamente aúlla de cólera. Arremete contra otro tanque. El vidrio se hace añicos. El agua cae.

Los engendros de escorpión revolotean y chillan en el suelo mientras son separados de sus víctimas. No puedo distinguir entre las explosiones y gritos que vienen desde arriba y los que vienen de la locura de Raffe mientras desmantela el laboratorio.

Finalmente, cuando no queda nada más por destruir, se queda parado sobre los escombros que lo rodean, con el pecho jadeante, mientras busca a su alrededor si hay más cosas que destrozar.

Patea los trozos de vidrio roto y algunos objetos de laboratorio, los hace a un lado y observa algo en el suelo. Se agacha para recogerlo. En vez de levantarlo, lo arrastra hasta donde yo estoy.

Es su espada. Me mueve para poder acomodarla en su funda, que todavía está a mis espaldas. Espero que el peso de la espada recaiga en mi cuerpo, pero es casi imperceptible mientras se desliza en la funda.

Luego, me toma en sus brazos. El dolor se ha estabilizado, pero estoy completamente paralizada. Mi cabeza y mis brazos cuelgan de los suyos, como un cadáver fresco.

Se abre paso empujando la puerta que da a las escaleras y nos dirigimos hacia las explosiones.