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Mi cerebro se paraliza del miedo. Lo único que se me ocurre es distraer al ángel mientras mi madre se lleva a Paige a un lugar seguro.

—¡Corran!

El rostro de mi madre se congela con los ojos desorbitados de terror. En su pánico, da vuelta y sale corriendo sin Paige. Debió suponer que yo iba a empujar la silla de ruedas. Mi hermana me mira, con los ojos aterrorizados en su rostro de hada.

Gira su silla y arranca a toda velocidad detrás de mamá. Paige puede manejar su propia silla, pero no tan rápido como si hubiera alguien empujándola.

Ninguna de nosotras sobrevivirá sin una distracción. Sin tiempo para considerar los pros y los contras, tomo la decisión en milésimas de segundos.

Corro a toda velocidad en dirección al Quemado.

Apenas registro un rugido de furia lleno de agonía, en alguna parte en el fondo. Cortaron la segunda ala. Probablemente sea demasiado tarde. Pero estoy en el lugar donde yace la espalda del Nevado y no tengo suficiente tiempo para pensar en un nuevo plan.

Recojo la espada, que está casi debajo de los pies del Quemado. La tomo con ambas manos, esperando su peso. Pero se levanta en mis manos tan ligera como el aire. La arrojo hacia el Nevado.

—¡Oye! —grito a todo pulmón.

El Quemado se agacha, igual de sorprendido que yo mientras la espada sale disparada volando por encima de él. Es un plan desesperado y mal pensado de mi parte, especialmente porque es muy probable que el ángel blanco se esté muriendo desangrado en estos momentos. Pero la espada vuela más certeramente de lo que hubiera esperado y aterriza, con el mango primero, en la mano del Nevado, casi como si alguien lo hubiera guiado hasta ahí.

Sin tomar una pausa, el ángel sin alas dirige su espada hacia el Nocturno. A pesar de sus fuertes heridas, se mueve rápido y furioso. Puedo entender porqué los otros tenían que ser tantos para poder acorralarlo.

La espada atraviesa el estómago del Nocturno. Su sangre sale a borbotones y se mezcla con el charco que ya estaba en el camino. El Rayado da un salto hacia su jefe y lo atrapa antes de que caiga.

El Nevado tambaleándose para recuperar el equilibrio sin sus alas, sangra a chorros por la espalda. Logra atestar un nuevo golpe con su espada, haciendo un tajo profundo en la pierna del Rayado mientras él sale corriendo con el Nocturno en sus brazos. Pero eso no los detiene.

Los otros dos, que retrocedieron en cuanto vieron que las cosas se estaban poniendo feas, se apresuran a ayudar al Nocturno y al Rayado. Abren sus alas mientras corren por los heridos, dejando un rastro de sangre en el suelo mientras se pierden en la oscuridad.

Mi distracción fue un éxito rotundo. Me inunda la esperanza de que mi familia haya encontrado un nuevo escondite por el momento.

Pero luego mi mundo estalla en dolor cuando el Quemado me golpea con el dorso de la mano.

Salgo volando y caigo de golpe en el asfalto. Mis pulmones se contraen tanto que ni quisiera puedo pensar en respirar. Mi única reacción es enroscarme para tratar de lograr que un poco de aire entre en mi cuerpo.

El Quemado se dirige al Nevado, que ya no es blanco como la nieve. Titubea unos momentos con los músculos tensos, como si considerara sus posibilidades de ganarle a un ángel herido. El Nevado, sin alas y empapado de sangre, se sostiene débilmente sobre sus piernas, a penas capaz de mantenerse en pie. Pero su espada se mantiene firme, apuntando al Quemado. Los ojos del Nevado están encendidos con furia y determinación, que probablemente sean lo único que lo mantiene con vida ahora.

El ángel ensangrentado debe tener una reputación tremenda porque, a pesar de su condición, el Quemado, perfectamente sano y fornido, guarda de un golpe su espada en la funda. Me mira con desprecio y se va. Corre por la calle, sus alas abriéndose para emprender el vuelo después de unos pasos.

Al segundo que su enemigo le da la espalda y se va, el ángel herido cae de rodillas en medio de sus alas cortadas. Parece que se está desangrando rápido y estoy segura que será un cadáver más en unos cuantos minutos.

Por fin logro respirar profundo. El aire me quema un poco al entrar en mis pulmones, pero mis músculos se relajan conforme se oxigena de nuevo. Siento un fuerte alivio, relajo mi cuerpo y miro al fondo de la calle.

Lo que veo me sacude por completo.

Paige está alejándose penosamente por la calle. Arriba de ella, el Quemado detiene su ascenso, gira sobre ella como un buitre y comienza a descender.

Corro hacia ellos como una bala.

Mis pulmones gritan por un poco de aire, pero los ignoro.

El Quemado me mira con una expresión petulante. Sus alas despeinan mi cabello mientras corro.

Tan cerca, tan cerca. Más rápido. Es mi culpa. Lo hice enojar tanto que quiere herir a Paige por pura venganza. Mi culpabilidad hace que corra más frenéticamente a salvarla.

—¡Corre, mono! ¡Corre! —grita el Quemado.

Sus brazos se estiran y atrapan a Paige.

—¡No! —grito mientras me abalanzo hacia ella.

—¡Penryn! —grita ella mientras la levantan por el aire.

Logro atrapar el dobladillo de su pantalón, mi mano aferrándose al algodón con el destello amarillo cosido por mamá para protegerla contra el mal.

Por un momento llego a creer que puedo detenerla. Por un momento, la ansiedad de mi pecho comienza a relajarse con un alivio anticipado.

—¡No! —doy un salto para agarrar su pie. La puntas de mis dedos rozan sus zapatos—. ¡Tráela de vuelta! ¡No la necesitas! ¡Sólo es una niña! —mi voz se quiebra al final.

En un santiamén, el ángel está demasiado alto como para escucharme. De todos modos le grito, persiguiéndolos por la calle, incluso después de que los gritos de Paige dejan de escucharse. Mi corazón casi se detiene al pensar en la posibilidad de que él la suelte desde esa altura.

El tiempo se extiende mientras me paro resoplando en la calle, observando cómo esa mota en el cielo desaparece poco a poco.