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Algo golpea al ángel. Reconozco una visión de pelos y dientes, un animal que gruñe.

Algo cálido y húmedo salpica mi blusa.

La presión en mi garganta de pronto desaparece. Lo mismo el peso del ángel.

Doy un enorme y ardiente respiro. Me enrosco hasta quedar como una pelota, trato de no toser mucho mientras el aire fresco fluye hacia mis pulmones.

Escucho gruñidos salvajes. También el sonido de alguien que vomita.

El tipo de las entregas regurgita detrás de sus gavetas para cadáveres. A pesar de eso, sus ojos siguen fijos en un rincón detrás de mí. Son tan grandes que parecen más blancos que castaños. Mira hacia el lugar de donde provienen los sonidos. El origen de toda la sangre en mi ropa.

Siento una extraña resistencia a voltear hacia atrás, aunque sé que debo hacerlo.

Cuando finalmente volteo, tengo dificultades para comprender lo que está frente a mí. No sé cuál de las imágenes me debería conmocionar más, y mi pobre cerebro salta entre una y la otra.

La bata de laboratorio del ángel está empapada en sangre. Alrededor de él hay unos trozos de carne trémula, como pedazos de hígado arrancados y arrojados al suelo.

Un trozo de carne fue arrancado de su mejilla.

Se revuelca en el suelo de tal manera que parece como si estuviera a merced de una terrible pesadilla. Probablemente lo está. Probablemente yo también.

Paige se arrastra por encima de él. Sus manos pequeñas se aferran a su camisa para poder sostener mejor su cuerpo tembloroso. Tiene el cabello y la ropa cubiertos de sangre. También escurre de su cara.

Abre la boca y muestra hileras de dientes brillantes. Al principio, parece como si alguien le hubiera puesto frenos en los dientes. Pero no son frenos.

Son navajas.

Muerde la garganta del ángel. La sacude como lo haría un perro con un juguete. Se hace para atrás y jala la carne roída y sangrienta.

Escupe un pedazo de garganta. Aterriza con un golpe mojado al lado de otros pedazos de carne.

Escupe, nauseabunda. Es obvio que siente mucho asco, aunque no puedo identificar si la repulsión es por sus acciones o por el sabor. El recuerdo de la manera en que los pequeños demonios escupieron después de haber mordido a Raffe entra en mi cabeza.

«No deben comer carne de ángel». La idea cruza por las grietas de mi mente e instantáneamente la reprimo.

—¡Paige! —mi voz sale débil, llena de pánico, elevándose al final como si preguntara algo.

La niña que solía ser mi hermana se detiene frente al ángel moribundo y voltea hacia mí.

Sus ojos castaños se muestran amplios e inocentes. Unas gotas de sangre están suspendidas en sus largas pestañas. Me mira, atenta y dócil como siempre ha sido. No hay orgullo en su expresión, ni agresividad, ni horror por sus acciones. Me mira como si la hubiera llamado mientras ella desayuna un plato de cereal.

Mi garganta está adolorida por el estrangulamiento, y sigo tragándome las ganas de toser, lo cual es bueno porque así también trago mi cena de regreso. Los sonidos del vómito que suelta el tipo de las entregas no me ayudan mucho.

Paige deja tirado al ángel. Se pone de pie con sus propias piernas, sin recargarse en nada.

Luego da dos milagrosos pasos hacia mí.

Se detiene, como si de repente recordara que está lisiada.

No me atrevo a respirar. La miro atentamente, resisto el deseo de correr y atraparla en caso de que caiga.

Abre sus brazos hacia mí como si quisiera que la levantara, como solía hacer cuando era una bebé. Si no fuera por la sangre escurriendo por su cara y su cuerpo lleno de costuras, pensaría que su expresión es tan dulce e inocente como siempre ha sido.

—Ryn-Ryn —su voz está al borde del llanto. Es el sonido de una niña asustada, segura de que su hermana mayor podrá ahuyentar a los monstruos que están debajo de la cama. Paige no me había llamado Ryn-Ryn desde que era una bebé.

Veo las puntadas formando cruces en su cara y en su cuerpo. Veo los moretones, rojos, morados y azules en todo su cuerpo golpeado.

No es su culpa. Lo que sea que le hayan hecho, ella es la víctima, no el monstruo.

¿Dónde escuché eso antes?

La idea me dispara la imagen de las niñas masticadas que colgaban del árbol. ¿Acaso no dijo algo similar esa pareja enloquecida? ¿Comienza a cobrar sentido esa conversación de locos?

Otro pensamiento infecta mi cabeza como gas venenoso. Si Paige sólo puede alimentarse de carne humana, ¿qué voy a hacer? ¿Llegaré al extremo de usar seres humanos como carnada para atraerla, pensando que podré ayudarla?

Demasiado horrendo como para imaginarlo.

Y totalmente irrelevante.

No hay razón para pensar que Paige tenga que comer algo en específico. Paige no es un pequeño demonio. Es una niña. Vegetariana. Humanitaria desde su nacimiento. Una aspirante a Dalai Lama. Atacó al ángel para defenderme. Eso es todo.

Además, no se lo comió, nada más… lo mordió un poco.

Los trozos de carne tiemblan en el suelo. Mi estómago se revuelve.

Paige me mira con sus cálidos ojos castaños, enmarcados por unas pestañas de cervatillo. Me concentro en eso e ignoro a propósito la sangre que escurre de su barbilla y las enormes y crueles puntadas que corren de sus labios a sus orejas.

Detrás de ella, el ángel se convulsiona. Sus ojos dan vueltas, ahora completamente blancos, y su cabeza golpea el suelo de concreto. Está sufriendo un ataque. Me pregunto si podrá sobrevivir, con algunos trozos de carne arrancados y gran parte de su sangre en el suelo. Su cuerpo quizá intenta repararse frenéticamente. ¿Hay alguna posibilidad de que este monstruo se recupere del ataque?

Me empujo para levantarme, trato de ignorar los fluidos pegajosos en las palmas de mis manos. Mi garganta arde y me siento entumida y llena de golpes.

—Ryn-Ryn. —Paige todavía tiene sus brazos extendidos en un gesto desesperado, pero no me animo a abrazarla. En cambio, me arrastro hasta donde está la espada de ángel y la tomo. Retrocedo un poco más suavemente, acostumbrándome de nuevo a mi cuerpo.

Veo los ojos blancos del ángel, su boca sangrante. Su cabeza tiembla, golpeándose en el suelo.

Entierro la espada en su corazón.

Nunca antes había matado. Lo que me aterra no es que le he quitado la vida a alguien, sino lo sencillo que me resulta hacerlo.

La hoja de la espada se entierra como si ese cuerpo no fuera más que un trozo de fruta podrida. No siento ninguna compasión, como se siente cuando un alma o la esencia de una vida se desvanece. No hay culpa ni conmoción ni tristeza por la vida que fue y por la persona en la que me he convertido. Sólo siento la quietud de la carne trémula y el lento agotamiento de su último suspiro.

—Por todos los ángeles.

Levanto la mirada al escuchar la nueva voz. Es otro ángel vestido con bata de laboratorio. Miro su bata empapada en sangre fresca y sus manos ensangrentadas antes de que dos ángeles más entren por la puerta atrás de él. Estos dos también tienen sangre en sus batas y guantes.

Casi no reconozco a Laylah con el cabello dorado recogido en un moño apretado. ¿Qué hace aquí? ¿No se supone que debería estar operando a Raffe?

Todos me miran. Me pregunto por qué me ven a mí en vez de a mi hermana salpicada de sangre, hasta que me doy cuenta de que todavía sostengo el puño de la espada que está enterrada en el ángel de laboratorio. Estoy segura de que no tendrán problemas en reconocer la espada como lo que es. Tiene que haber por lo menos una docena de reglas en contra de que los humanos porten espadas de ángel.

Mi cerebro busca angustiosamente el camino para salir de esto con vida. Pero antes de que cualquiera de ellos pueda comenzar a hacer acusaciones, todos levantan su mirada al techo al mismo tiempo. Como el ángel de laboratorio, escuchan algo que yo no puedo oír. Sus miradas nerviosas no me reconfortan.

Luego, yo lo siento también. Primero, un estruendo; después, un temblor.

¿Ya pasó una hora?

Los ángeles voltean hacia mí otra vez, luego se dan la vuelta y salen disparados por las puertas dobles que utilizó el tipo de las entregas.

No pensaba que podría sentirme más desconcertada de lo que ya estaba.

La resistencia ha comenzado su ataque.