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—Conmovedor —dice una voz clínica detrás de mí.

El ángel camina hacia nosotras con una expresión tan indiferente que nada humano podría detectarse detrás de ella. Es el tipo de expresión que un tiburón esbozaría frente a dos niñas que lloran.

—Esta es la primera vez que uno de ustedes entra a la fuerza en vez de intentar salir.

Detrás de él, el sirviente de las entregas se abre paso por las puertas dobles con otra carga de gabinetes. Su expresión es completamente humana. Sorpresa, preocupación, miedo.

Antes de que pueda responder, el ángel sube agitadamente su mirada hacia el techo y luego inclina la cabeza. Me recuerda a los perros que escuchan algo a lo lejos que sólo ellos pueden oír.

Me aferro al cuerpo roto de mi hermana, como si pudiera protegerla de esta monstruosidad. Es todo lo que puedo hacer para mantener mi voz funcionando, si no controlada.

—¿Por qué harían algo así? —susurro forzadamente.

Detrás del ángel, el hombre sacude la cabeza hacia mí, como si quisiera advertirme. Parece como si ansiara encogerse dentro de una de las gavetas.

—No necesito explicarle nada a un mono —dice el ángel—. Pon el espécimen de vuelta en donde estaba.

¿El espécimen?

Una explosión de coraje corre por mis venas y mis manos tiemblan por la necesidad de apretarle el pescuezo.

Sorprendentemente, me controlo.

Lo miro enfurecida, con ganas de hacerle mucho daño.

La meta es sacar a mi hermana de aquí, no obtener una satisfacción momentánea. Levanto a Paige con mis brazos y me tambaleo hacia él.

—Nos vamos de aquí —en cuanto salen las palabras, reconozco que no será tan fácil.

Deja su libreta y se para entre nosotras y la puerta.

—¿Con permiso de quién? —su voz es baja, profunda y amenazadora. Totalmente segura de sí misma.

Nuevamente inclina la cabeza mientras escucha algo que yo no puedo oír. El ceño fruncido arruina su piel lisa.

Doy dos respiros profundos, trato de sacar todo el coraje y el miedo de mi cuerpo. Cuidadosamente pongo a Paige debajo de una mesa.

Luego me lanzo hacia él.

Lo golpeo con todas mis fuerzas. Sin cálculos, sin pensarlo, sin plan. Sólo una furia enloquecida, épica.

No es mucho, comparado con la fuerza del ángel, incluso de un ángel pequeño como él. Pero tengo la ventaja de la sorpresa.

Mi golpe lo derriba en la mesa de exploración y me pregunto cómo es que sus huesos huecos no se rompen.

Desenfundo la espada. Los ángeles son mucho más fuertes que los humanos, pero pueden ser vulnerables en tierra. No existe ni un solo ángel que sea bueno para volar y que trabaje en un sótano, donde no hay ventanas por las cuales pueda entrar volando. Existe una buena posibilidad de que este no pueda subir a los cielos muy rápidamente.

Antes de que el ángel pueda recuperarse de su caída, lanzo la espada hacia él con todo mi cuerpo. La dirijo a su cuello.

O por lo menos lo intento.

Es más rápido de lo que pensaba. Me toma de la muñeca y la azota en la orilla de la mesa.

El dolor es insoportable. Mi mano se contrae y se abre, dejando caer la espada. Repiquetea en el suelo de concreto, lejos de mi alcance.

Se levanta fatigadamente mientras tomo un bisturí de una charola. Se siente endeble e inútil. Mido mis posibilidades de ganar, o incluso de herirlo, y veo que no hay ninguna.

Eso me hace enojar aún más.

Le aviento el bisturí. Corta su cuello, haciendo que la sangre salga a borbotones y manche su bata blanca.

Tomo una silla y se la arrojo antes de que se recupere.

Él la hace a un lado como si yo hubiera lanzado solamente un trozo de papel.

Antes de que me de cuenta de que viene directamente hacia mí, me aplasta contra el suelo y comienza a estrangularme. No sólo me está asfixiando, no está dejando pasar sangre a mi cerebro.

Cinco segundos. Ese es todo el tiempo que tengo antes de perder el conocimiento porque la sangre dejó de fluir hacia mi cabeza.

Aviento mis brazos hacia arriba y los meto entre los suyos, como para hacer una cuña. Luego los golpeo fuertemente contra sus antebrazos.

Debió funcionar. Siempre funcionaba en mi entrenamiento.

Pero ni siquiera siento que disminuya la presión. En mi pánico no tomé en cuenta su fuerza sobrehumana.

En un desesperado intento final, junto mis manos, entrelazando los dedos. Me hago para atrás y golpeo su antebrazo con mis puños con todas mis fuerzas.

Su codo se hace para atrás.

Pero luego vuelve a acomodarse.

Se acabó el tiempo.

Como una amateur, instintivamente clavo mis uñas en sus manos. Pero sus garras de hierro bien pudieran estar soldadas en mi garganta.

Mi corazón retumba en mis oídos, se vuelve cada vez más frenético. Mi cabeza está a punto de salir flotando.

El rostro del ángel es frío, indiferente. Unas manchas oscuras brotan en su cara. Mi corazón se detiene mientras me doy cuenta de que mi visión se desvanece.

Se nubla.

Las orillas se vuelven más oscuras.