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Contemplo las ventanas oscuras que dan a la ciudad en ruinas.

—Cuéntame del Mensajero —esta es la primera oportunidad que he tenido de darle sentido a la conversación que sostuvo anteriormente con Josiah.

—Dios manda a Gabriel. Él es el Mensajero. Gabriel es el que nos dice al resto lo que Dios quiere. —Raffe toma una cucharada enorme de su puré de papas recalentado—. Por lo menos, esa es la teoría.

—¿Y Dios no habla con ninguno de los otros ángeles?

—Ciertamente no habla conmigo —Raffe corta una rebanada de su bistec término medio—. Pero no he sido muy popular últimamente.

—¿Nunca ha hablado contigo, ni una sola vez?

—No. Y dudo que lo haga.

—Pero según Josiah, al parecer tú podrías ser el próximo Mensajero.

—Sí, ¿no sería ese el mejor de los chistes? Aunque no es imposible. Técnicamente, estoy en la lista de sucesores.

—¿Por qué sería un chiste?

—Porque, mi querida Señorita Entrometida, soy agnóstico.

He tenido muchas sorpresas este último par de meses. Pero esta casi me tira al suelo.

—¿Eres… agnóstico? —lo miro fijamente, para ver si hay señas de humor—. ¿Te refieres a que no estás seguro de la existencia de Dios? —está siendo completamente serio—. ¿Cómo puede ser eso? ¡Eres un ángel!

—¿Y qué?

—Que eres una criatura de Dios. Él te creó.

—Supuestamente te creó a ti también. Pero algunos de ustedes también dudan de su existencia.

—Bueno, pues, sí, pero él no nos habla a nosotros. Digo, por lo menos no me habla a mí —de repente me acuerdo de mi madre—. Hay personas que dicen que hablan con Dios o al revés. Pero ¿cómo puedo saber si es cierto?

Mi madre ni siquiera habla con Dios en español. Lo hace en una lengua inventada que sólo ella entiende. Su creencia religiosa es fanática. O más precisamente, su creencia en el diablo es fanática.

¿Y yo? Incluso ahora, con el mundo lleno de ángeles, no logro creer en su Dios. Aunque debo admitir que a veces temo a sus demonios. Supongo que en conclusión también me considero agnóstica. ¿Quién sabe? Estos ángeles podrían ser una especie alienígena de otro mundo tratando de obligarnos a rendirnos sin pelear. No lo sé. No creo que llegue el momento en que sepa la verdad acerca de Dios, los ángeles, o la mayoría de las preguntas de la vida. Lo he llegado a aceptar.

Pero, por lo pronto, me he topado con un ángel agnóstico.

—Me duele la cabeza —me siento a su lado en la mesa.

—La palabra del Mensajero se acepta como la palabra de Dios. Nosotros la obedecemos. Siempre ha sido así. Lo que cada uno crea o no en su interior, incluso el mismo Mensajero, es otra historia.

—Entonces, si el siguiente Mensajero dice que hay que destruir a los humanos que quedan, ¿los ángeles lo harían?

—Sin duda alguna —le da una mordida al último trozo de carne.

Dejo que mi cabeza absorba todo eso mientras Raffe se prepara para ir a su cirugía.

Se pone la mochila. Está envuelta con toallas blancas para dar la impresión de que sus alas están dobladas debajo del saco.

Me levanto para ajustarla.

—¿Esto no es sospechoso?

—No habrá muchas miradas a donde voy.

Camina hacia la puerta de entrada y hace una pausa.

—Si no regreso al amanecer, busca a Josiah. Él te ayudará a salir del nido.

Se me comprime el pecho.

Ni siquiera sé a dónde va. Probablemente con algún carnicero de la calle que trabaja con instrumentos de cirugía sucios bajo una luz tenue.

—Espera —apunto a la espada en el mostrador—. ¿Qué pasará con tu espada?

—Ella no querrá ver todos esos bisturís y agujas cerca de mí. No me puede ayudar en la mesa de operación.

Mis entrañas se retuercen intranquilas ante la imagen de Raffe recostado en una mesa de operación rodeado de ángeles hostiles. Sin mencionar la posibilidad de un ataque de la resistencia humana durante su cirugía.

¿Debería advertirle?

¿Y correr el riesgo de que le diga a su gente? ¿A sus viejos amigos y soldados leales?

De todos modos, ¿qué haría si supiera? ¿Cancelar la operación y dar por vencida su esperanza de recuperar sus alas? Por nada en el mundo.

Raffe sale por la puerta sin una palabra de advertencia de mi parte.