Mi mente da vueltas con lo que acabo de escuchar. Ni siquiera los ángeles saben por qué están aquí. ¿Quiere esto decir que tenemos oportunidad de convencerlos de que deben irse? ¿Podría Raffe ser la clave para iniciar una guerra civil de ángeles? Mi mente se esfuerza por darle sentido a la política de los ángeles y a las oportunidades que puede representar.
Pero luego le pongo rienda a mis pensamientos. Nada de eso me ayudará a encontrar a Paige.
—¿Pasas todo este tiempo hablando con él y le haces solamente una pregunta acerca de mi hermana? —lo miro enfurecida—. Él sabe algo.
—Sólo lo suficiente como para ser cauteloso.
—¿Cómo lo sabrías? Ni siquiera lo presionaste para que te diera información.
—Lo conozco. Algo lo tiene asustado. Es lo más lejos que está dispuesto a llegar. Y si lo presiono, no hará siquiera eso.
—¿No crees que esté involucrado?
—¿En el secuestro de niños? No es su estilo. No te preocupes. Es casi imposible mantener un secreto entre los ángeles. Encontraremos a alguien dispuesto a decirnos.
Se dirige a la puerta.
—¿En serio eres un arcángel?
—¿Estás impresionada? —dice, lanzándome una sonrisa coqueta.
—No —le miento—. Pero sí quiero levantar una queja sobre tu personal.
—Habla con los mandos medios.
Lo sigo por la puerta mientras le dedico mi mirada más asesina.
En cuanto empujamos las puertas dobles del club, estamos fuera del calor sofocante y el ruido. Nos dirigimos al vestíbulo, que está más fresco, y hacia una hilera de ascensores. Tomamos el camino largo, cerca de las paredes, donde las sombras son más gruesas.
Raffe se detiene rápidamente en la recepción. Un recepcionista de cabello rubio está detrás del mostrador, vestido con traje y con pinta de robot, como si su mente estuviera en otra parte hasta que nos acercamos a él. En cuanto estamos a una distancia suficiente como para que nos sonría, su rostro se anima y se convierte en una máscara cortés y profesional.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —de cerca, su sonrisa parece un poco rígida. Sus ojos, aunque respetuosos cuando ven a Raffe, se vuelven fríos cuando me ven a mí. Bien por él. No le gusta trabajar para los ángeles y mucho menos que los humanos congenien con ellos.
—Dame una habitación —el nivel de arrogancia de Raffe está a tope ahora mismo. Se mantiene erguido y no se molesta en mirar al tipo mientras le habla. No sé si quiere intimidar al recepcionista para que no haga preguntas, o todos los ángeles se comportan así con los humanos y no quiere ser recordado como alguien distinto. Supongo que las dos cosas.
—Las habitaciones de los últimos pisos ya han sido reservadas, señor. ¿Está bien si lo ubico unos pisos más abajo?
—De acuerdo. —Raffe suspira como si eso fuera una imposición.
El recepcionista me mira, luego escribe algo en su vieja libreta de registro. Le da una llave a Raffe y dice que nuestra habitación será la 1712. Quiero pedir una extra para mí, pero me detengo antes de abrir la boca. Pienso en las mujeres que buscan acompañantes para entrar al edificio y tengo la sospecha de que los únicos humanos a los que se les permite moverse por cuenta propia son los sirvientes. La posibilidad queda descartada.
El recepcionista se dirige a mí y me dice:
—Siéntase segura de usar el ascensor, señorita. La energía eléctrica es confiable aquí. La única razón por la que usamos llaves en vez de tarjetas electrónicas es porque los amos lo prefieren así.
¿En verdad acaba de llamar a los ángeles sus «amos»? Mis dedos se ponen fríos con la idea. A pesar de mi determinación de encontrar a Paige y salir corriendo de ahí, no puedo más que preguntarme si hay algo que yo pueda hacer para derrotar a estos bastardos.
Es verdad que su control sobre lo que alguna vez fue nuestro mundo sigue dejándome atónita. Pueden tener energía eléctrica y ascensores y asegurarse de que haya un suministro constante de comida. Supongo que podría ser magia. Esa parece ser la única explicación en estos tiempos. Pero no estoy lista para tirar por la borda siglos de progreso científico para comenzar a pensar como una campesina medieval.
Me pregunto si, dentro de una generación, los humanos asumirán que todo lo que hay en este edificio es generado por magia. Aprieto los dientes al pensar en ello. A esto nos han reducido los ángeles.
Observo con detenimiento el perfil perfectamente formado de Raffe. No hay un ser humano que pudiera verse tan bien. Es sólo un recordatorio más de que no es uno de nosotros.
Veo de reojo el rostro del recepcionista. Sus ojos son más cálidos y entiendo que aprueba la amargura de mi rostro cuando miro a Raffe. Transforma de nuevo su cara en una máscara de profesionalismo y le dice a Raffe que puede llamarlo para lo que se le ofrezca.
El pequeño pasillo de los ascensores conduce a un área abierta y extendida. Echo un vistazo antes de presionar el botón del ascensor. Encima de mí hay hileras e hileras de balcones que llegan hasta el domo de cristal.
Hay ángeles circulando arriba, volando de piso en piso. Un anillo exterior de ángeles sube en espiral, mientras que un anillo interior de ángeles desciende en espiral.
Supongo que hacen esto para evitar choques, tal como nuestros patrones de tráfico se ven organizados desde arriba. Pero a pesar de sus orígenes prácticos, el efecto final es una colección asombrosa de cuerpos celestiales realizando una coreografía de ballet aéreo. Si Miguel Ángel hubiera visto esto a la luz del día, con el sol atravesando el domo de cristal, hubiera caído de rodillas y pintado hasta quedarse ciego.
Las puertas del ascensor se abren con el sonido de un timbre y mis ojos se apartan rápidamente, alejándose del esplendor encima de mí.
Raffe está a mi lado, observando a sus pares volar. Antes de que cierre los ojos, detecto algo que parece desesperanza.
O tristeza.
Me rehúso a sentirme mal por él. Me niego a sentir nada por él más allá de coraje y odio por las cosas que su gente ha hecho a la mía.
Pero el odio nunca llega.
En cambio, siento compasión. Aunque seamos diferentes, en muchas maneras somos espíritus afines. Sólo somos dos personas que luchan por recuperar sus vidas normales.
Pero luego recuerdo que él no es una persona.
Entro en el ascensor. Tiene el espejo, los paneles de madera y una alfombra roja que esperarías en un hotel costoso. Las puertas están a punto de cerrarse, pero Raffe sigue parado afuera. Coloco mi mano entre las puertas para evitar que se cierren.
—¿Qué pasa?
Mira a su alrededor, de manera insegura.
—Los ángeles no suben a los ascensores.
Claro, ellos vuelan a sus pisos. Tomo sus muñecas juguetonamente y le doy vueltas en un círculo embriagado, riéndome para beneficio de cualquiera que pueda estarnos observando. Luego, ingresamos bailando en el ascensor.
Presiono el botón para el séptimo piso. Mi estómago brinca junto con el ascensor, al pensar en tener que escapar de un lugar de esta altura. Raffe tampoco parece muy cómodo. Supongo que un ascensor sería como un féretro de acero para alguien acostumbrado a volar por los cielos.
Sale a toda prisa cuando se abre la puerta. Aparentemente, la necesidad de salirse de una máquina que parece un féretro es más fuerte que su miedo de ser visto saliendo de un ascensor.
El cuarto resulta ser una suite completa con una habitación, una sala y un bar. Todo está cubierto de mármol y de piel, hay una alfombra afelpada y unos ventanales. Hace dos meses, esa vista hubiera sido espectacular. Lo mejor de San Francisco.
Ahora, sólo me dan ganas de llorar ante la vista panorámica de destrucción y cenizas.
Camino hacia el ventanal como una sonámbula. Recargo mi frente y mis manos en el vidrio fresco, como lo habría hecho en la tumba de mi padre.
Las colinas negras están llenas de edificios inclinados, como dientes rotos en una quijada quemada. Los barrios Haight-Ashbury, Mission, North Beach, SOMA, el Parque Golden Gate, todos han desaparecido. Algo se rompe dentro de mí, como un vidrio aplastado debajo de unas botas.
Aquí y allá, columnas de humo suben hasta el cielo, como los dedos de un hombre que se ahoga y trata de subir a la superficie una última vez.
Aun así, hay zonas que no parecen completamente quemadas, áreas que pudieran servir para alojar pequeñas comunidades. San Francisco es conocido por sus barrios. ¿Quizá algunos de ellos pudieron sobrevivir el ataque de asteroides, incendios, masacres y enfermedades?
Raffe cierra las cortinas frente a mí.
—No sé por qué dejaron abiertas las cortinas.
Yo sé por qué. Las camareras son humanas. Quieren arruinar esta ilusión de civilización. Quieren asegurarse de que nadie olvide lo que los ángeles hicieron. Yo hubiera dejado las cortinas abiertas también.
Cuando me alejo de la ventana, Raffe está colgando el teléfono. Sus hombros se caen, como si el cansancio por fin se apoderara de él.
—¿Por qué no te das una ducha? Ordené comida.
—¿Servicio a la habitación? ¿Es real? ¿Vivimos el infierno en la Tierra y ustedes ordenan comida a la habitación?
—¿Lo quieres o no?
—Claro —me encojo de hombros. Ni siquiera me avergüenzo de mi doble estándar. Quién sabe cuándo podré tener otra comida—. ¿Qué pasa con mi hermana?
—En su debido momento.
—Yo no tengo tiempo y ella tampoco —«y tampoco tú». ¿Cuánto tiempo falta para que los luchadores de la libertad ataquen el nido?
Por más que quiera que la resistencia golpee a los ángeles lo más duro posible, la idea de que Raffe sea atrapado en el ataque me revuelve el estómago. Estoy tentada a decirle que vi a algunos miembros de la resistencia aquí, pero aplasto la idea en cuanto llega. Dudo que él guardaría silencio y no alertaría a su gente, no más de lo que yo podría si supiera que los ángeles atacarían el campamento de resistencia.
—Muy bien, Señorita-No-Tengo-Tiempo, ¿dónde te gustaría que buscáramos primero? ¿Quieres que comencemos en el octavo piso o en el número veintiuno? ¿Qué tal la azotea, o la cochera? Quizás puedas preguntarle al recepcionista dónde la tienen. Hay otros edificios intactos en este distrito. Quizás debamos comenzar con uno de ellos. ¿Qué opinas?
Me horroriza descubrir que mi determinación se derrite y se convierte en llanto. Mantengo los ojos abiertos para evitar que caigan las lágrimas. No lloraré enfrente de Raffe.
Su voz aligera su dureza y se vuelve gentil:
—Tomará tiempo encontrarla, Penryn. Mantenernos limpios nos ayudará a no ser detectados y alimentarnos nos dará energía para buscar. Si no te gusta, la puerta está ahí. Yo me ducharé y comeré algo mientras tú buscas.
Se dirige al baño.
Doy un suspiro.
—Está bien —encajo mis tacones al cruzar la alfombra y me adelanto a entrar en el baño—. Yo me ducharé primero —tengo la delicadeza de no azotar la puerta.
El baño es sutilmente lujoso, cubierto de piedra fósil y elementos metálicos. Podría jurar que es más grande que nuestra vieja casa. Me quedo de pie debajo del rocío caliente del agua y dejo que la mugre se disperse y caiga. Nunca pensé que una ducha y una lavada de cabello fueran algo tan lujoso.
Durante largos minutos debajo del agua, casi puedo olvidar lo mucho que ha cambiado el mundo e imagino que me gané la lotería y me he hospedado una noche en un penthouse en la ciudad. La idea no me trae el mismo confort que el recuerdo de nuestra pequeña casa en los suburbios, antes de mudarnos al condominio. Mi papá todavía cuidaba de nosotros y Paige todavía no perdía el uso de sus piernas.
Me envuelvo con una toalla afelpada tan grande como una cobija. Ya que no hay nada más disponible, vuelvo a ponerme el vestido, pero decido que las medias y los tacones se quedarán ahí hasta que los necesite.
Cuando salgo a la habitación, hay una charola con comida sobre la mesa. Corro hacia ella y levanto el domo que la cubre. Costillas sin hueso cubiertas de salsa, crema de espinacas, puré de papas y una generosa rebanada de pastel alemán de chocolate. El aroma casi me hace desmayar del placer.
Tomo unos trozos de comida antes de sentarme. El contenido de grasa debe ser tremendo. En los viejos tiempos, hubiera intentado alejarme de todos estos platillos, excepto quizá del pastel de chocolate, pero en la tierra de la comida de gato y los tallarines secos, este festín es para morirse. Es la mejor comida que recuerdo haber tenido.
—Por favor, no me esperes —dice Raffe mientras ve cómo devoro. Toma un trozo del pastel antes de entrar en el baño.
—No lo haré —balbuceo con la boca llena, a sus espaldas.
Cuando regresa, me he terminado mi parte y me resulta difícil no robar algo de la suya. Obligo a mis ojos a alejarse de la comida para mirarlo a él.
Me olvido por completo del manjar en cuanto lo veo.
Está parado en la entrada del baño, el vapor dispersándose lánguidamente a su alrededor, y no trae puesto nada salvo una toalla apenas amarrada a su cintura. Unas gotas de agua están suspendidas en su cuerpo como diamantes en un sueño. El efecto combinado de la luz suave que viene del baño a sus espaldas y el vapor que se enrosca en sus músculos me da la impresión de un mítico dios del agua que viene a visitar nuestro mundo.
—Puedes tenerlo todo —me dice.
Parpadeo un par de veces, tratando de comprender lo que dijo.
—Supuse que sería mejor tener una doble ración mientras podamos —alguien toca a la puerta—. Aquí viene mi orden —se dirige a la sala.
Se refiere a que las dos órdenes enfrente de mí son mías. Correcto. Claro que querría su comida caliente. No hay razón para dejarla enfriar mientras se ducha, de modo que ordenó primero la mía, luego la suya, justo antes de salir del baño. Claro.
Devuelvo mi atención a la comida, trato de recordar cuánto la deseaba hace unos momentos. La comida. Sí, la comida. Tomo un pedazo enorme de carne de costilla. La salsa cremosa es un recordatorio sensual de los raros lujos que en algún momento menospreciaba.
Camino hacia la sala y hablo con la boca llena:
—Eres un genio por haber ordenado esta cantidad de…
El ángel albino, Josiah, entra en la sala con la mujer más hermosa que yo jamás he visto. Finalmente puedo ver a una ángel de cerca. Sus rasgos son tan finos y delicados que es imposible no quedárselo viendo. Parece el molde de Venus, la diosa del amor. Su cabello, que cae hasta su cintura, brilla con la luz mientras se mueve, mezclándose con el plumaje dorado de sus alas.
Sus ojos color azul aciano serían el reflejo perfecto de inocencia y todo lo que es bueno, excepto que hay algo detrás de ellos. Algo que atisba la idea de que ella debería ser el ejemplo de la raza maestra.
Esos ojos me revisan desde la punta del cabello mojado hasta las puntas de mis pies descalzos.
Estoy agudamente consciente de que me entusiasmé de más cuando me metí ese trozo de carne en la boca. Mis mejillas están infladas y apenas puedo mantener la boca cerrada mientras mastico lo más rápido que puedo. La carne de costilla no es algo que pueda tragarme de un solo bocado. No me había preocupado por cepillarme ni secarme el cabello antes de sumergirme en el festín después de mi ducha, de modo que cuelga apelmazado y escurriéndose en mi vestido rojo. Sus ojos arios lo observan todo y me juzgan.
Raffe me lanza una mirada y talla su dedo en su mejilla. Me paso la mano por la cara, que estaba manchada con salsa. Perfecto.
La mujer ahora dirige su mirada a Raffe. Yo he sido descartada por insignificante. También le dedico una mirada de valoración, bebiendo sus hombros musculosos, su cabello mojado, su torso desnudo. Sus ojos se deslizan hacia mí como para formular una rápida acusación.
Da un paso para acercarse a Raffe y deja correr sus dedos en el pecho reluciente.
—Así que realmente eres tú —su voz es tan suave como una malteada. Una malteada con vidrio molido dentro—. ¿Dónde has estado todo este tiempo, Raffe? ¿Y qué has hecho para merecer que te cortaran las alas?
—¿Puedes volver a coserlas, Laylah? —pregunta Raffe, secamente.
—Directo al asunto —dice Laylah, trasladándose hacia el ventanal—. ¿Hago un espacio en mi ocupada agenda para atenderte y ni siquiera me preguntas cómo estoy?
—No tengo tiempo para juegos. ¿Puedes hacerlo o no?
—En teoría, puede hacerse. Claro, suponiendo que todas las estrellas se alineen. Y hay muchas estrellas que necesitan alinearse para que funcione. Pero la verdadera pregunta es ¿por qué debería hacerlo? —abre de golpe las cortinas, asombrando a mis ojos nuevamente con la vista panorámica de la ciudad destruida—. Después de todo este tiempo, ¿existe acaso la posibilidad de que te hayan atraído al otro lado? ¿Por qué debería ayudar a los caídos?
Raffe camina al mostrador, donde se encuentra su espada. La desliza de su funda, logrando que el gesto no sea amenazador, lo cual es todo un reto si consideramos la nitidez de su doble filo. La hace girar en el aire y la atrapa del mango. Con un movimiento vuelve a enfundar la espada, mientras observa a Laylah con expectación.
Josiah asiente con la cabeza.
—Bien. Su espada no lo ha rechazado.
—No significa que no lo hará —dice Laylah—. A veces se aferran a su lealtad más tiempo de lo que deberían. No quiere decir…
—Significa todo lo que se supone que debe significar —dice Raffe.
—No estamos hechos para estar solos —dice Laylah—. No más de lo que los lobos fueron creados para estar solos. No existe un ángel que pueda soportar tal soledad por mucho tiempo, incluyéndote a ti.
—Mi espada no me ha rechazado. Fin de la discusión.
Josiah se aclara la garganta:
—¿Qué hay de las alas?
Laylah fulmina a Raffe con la mirada.
—No tengo recuerdos bonitos de ti, Raffe, si es que lo has olvidado. Después de todo este tiempo, llegas de nuevo a mi vida sin avisar. Y luego me exiges cosas. Me insultas al presumir tu juguete humano en mi presencia. ¿Por qué debería hacer esto por ti, en vez de sonar la alarma y avisar a todos que decidiste regresar?
—Laylah —dice Josiah nerviosamente—. Sabrían que fui yo quien lo ayudó.
—Te mantendría fuera de esto, Josiah —dice Laylah—. ¿Y bien, Raffe? ¿Ninguna explicación? ¿Ni una súplica? ¿Ni una adulación?
—¿Qué es lo que quieres? —pregunta Raffe—. Dime tu precio.
Estoy tan acostumbrada a que él tome el control de una situación, tan acostumbrada a su orgullo, que es difícil para mí verlo así. Tenso y bajo el poder de alguien que se comporta como una amante despechada. ¿Quién dice que los seres celestiales no pueden ser mezquinos?
Sus ojos se deslizan hacia mí, como si quisiera decir que su precio es que me maten. Luego voltea hacia Raffe, sopesando sus opciones.
Alguien toca a la puerta.
Laylah se tensa en señal de alarma. Josiah parece como si lo acabaran de condenar al infierno.
—Es sólo mi cena —dice Raffe—. Abre la puerta antes de que alguien salga huyendo.
En la puerta está parado Dee-Dum, profesional y desinteresado, aunque no puede evitar vernos a todos de un solo vistazo. Sigue vestido de mayordomo, con el saco de cola y los guantes blancos. Enseguida de él está un carrito con una charola tapada con un domo plateado y cubiertos envueltos en una servilleta. El cuarto se impregna de nuevo con un aroma de carne y vegetales frescos.
—¿Dónde quiere que lo ponga, señor? —pregunta Dee-Dum. No muestra señales de reconocimiento, ni de juicio ante el cuerpo semidesnudo de Raffe.
—Yo lo llevo. —Raffe toma la charola. Tampoco muestra señas de reconocerlo. Quizá Raffe nunca notó a los gemelos en el campamento. No cabe duda de que los gemelos sí lo notaron.
Al cerrar la puerta, Dee-Dum hace una reverencia pero sus ojos no dejan de revisar la escena en el cuarto. Estoy segura de que captó cada detalle, cada rostro, memorizándolo.
Raffe nunca le da la espalda para mostrarle sus cicatrices, de modo que Dee-Dum seguirá pensando que se trata de un humano. Aunque me pregunto si vio a Raffe en el club con sus alas asomándose por las ranuras del saco. De cualquier modo, la gente de Obi no debe estar muy contenta de que dos «invitados» que se escaparon de su campamento terminaron en compañía de ángeles en el nido. Me pregunto: si Raffe abriera la puerta repentinamente, ¿nos encontraríamos a Dee-Dum con una oreja pegada a la puerta?
Laylah se relaja un poco y se sienta en un sillón de piel, como una reina que se sienta en su trono.
—Apareces de la nada, sin invitación, te comes nuestra comida, te sientes como en casa en nuestro lugar, como una rata, ¿y todavía tienes el descaro de pedir ayuda?
Quise guardar silencio. Recuperar sus alas es tan importante como rescatar a Paige lo es para mí. Pero verla apoltronarse enfrente de una vista panorámica de la ciudad en ruinas es demasiado para mí.
—No es tu comida y tampoco es tu lugar —prácticamente escupo las palabras.
—Penryn —dice Raffe con una voz de advertencia mientras coloca la charola en la barra.
—Y no te metas con nuestras ratas —mis manos se aprietan tanto que las uñas se quedan marcadas en mis palmas—. Ellas tienen derecho a estar aquí. A diferencia de ustedes.
La tensión es tan espesa que me pregunto si me ahogaré en ella. Es probable que haya arruinado la oportunidad de Raffe para recuperar sus alas. La aria parece estar a punto de partirme en dos.
—Tranquilos —dice Josiah con una voz que intenta suavizar las cosas—. Tomemos un descanso y enfoquémonos en lo importante —de todos ellos, es el que se va más maléfico, con sus ojos rojo sangre y ese blanco sobrenatural en el resto del cuerpo. Pero las apariencias no son todo—. Raffe necesita sus alas. Todo lo que necesitamos hacer es averiguar qué puede obtener la bella Laylah de todo esto y estaremos contentos. Eso es lo único que importa, ¿cierto?
Nos mira a cada uno de nosotros. Estoy a punto de decir que yo no estaré contenta, pero creo que ya he dicho suficiente.
—Muy bien, entonces, Laylah… —dice Josiah—. ¿Qué podemos hacer para que seas feliz?
Las pestañas de Laylah descienden tímidamente sobre sus ojos.
—Ya pensaré en algo —no tengo duda de que ya sabe su precio, ¿por qué ser evasiva al respecto?—. Ven a mi laboratorio en una hora. Me tomará tiempo preparar todo. Necesito las alas ahora mismo.
Raffe titubea un poco, como si estuviera a punto de firmar un pacto con el diablo. Luego se va a la habitación, y me deja sola para ser vista por Laylah y Josiah.
Al demonio con todo. Sigo a Raffe. Lo encuentro en el baño, envolviendo sus alas en unas toallas.
—No confío en ella —le digo.
—Te pueden escuchar.
—No me importa —me recargo en la orilla de la puerta.
—¿Tienes una mejor idea?
—¿Qué pasa si se queda con tus alas?
—Entonces me preocuparé por eso en su momento —pone un ala al lado y comienza a envolver la otra con una toalla que es prácticamente del tamaño de una sábana.
—No tendrás ventaja en ese momento.
—No tengo ventaja ahora.
—Tienes tus alas.
—¿Qué puedo hacer con ellas, Penryn? ¿Colgarlas en la pared? No me sirven de nada a menos que pueda cosérmelas de nuevo. —Raffe pasa su mano encima de los dos dobleces de las alas. Cierra sus ojos.
Me siento como una tonta. Sin duda, esto es lo suficientemente difícil como para que yo refuerce sus dudas.
Pasa a mi lado y se dirige a la puerta. Yo me quedo en el baño hasta que los dos ángeles se van y la puerta de la entrada se cierra.