Manejo entre la multitud en la calle Montgomery a una velocidad que es casi la mitad de la que conseguiría a pie. La gente se hace a un lado, pero de mala gana y sólo después de observarme con cuidado. Reviso nuevamente las puertas para asegurarme de que están cerradas. Aunque no es que los seguros vayan a detener a alguien que esté dispuesto a romper una de las ventanillas.
Por suerte, no somos los únicos que andan en coche. Hay una pequeña línea de autos que aguardan en el puesto de control, rodeados de una masa de personas que vienen a pie. Aparentemente, todos esperan cruzar al otro lado. Me acerco lo más que puedo y me detengo al final de la fila de coches.
Hay un porcentaje inusualmente grande de mujeres que esperan cruzar. Están limpias y vestidas como si fueran a una fiesta. Están paradas con sus tacones altos y sus vestidos de seda en medio de hombres harapientos, y todos se comportan como si fuera normal.
El punto de control es una brecha en un alto cerco de malla que bloquea las calles alrededor del distrito financiero. Con lo que queda del distrito, no sería muy difícil cercarlo permanentemente. Pero este es un cerco temporal que fabricaron con paneles que se sostienen solos. Los paneles están conectados para formar el cerco, pero no están pegados al asfalto.
No costaría mucho trabajo que un grupo de personas lo empujara y atravesara por encima de él. Aun así, la gente respeta la zona limítrofe como si estuviera electrificada.
Luego me doy cuenta de que, de algún modo, lo está.
Seres humanos patrullan el cerco desde el otro lado y golpean con un tubo de metal a cualquiera que intente acercarse. Cuando alguien es tocado por el tubo, emite un zumbido junto con una chispa azul de electricidad. Usan esa picana para mantener a la gente alejada. Todas las personas que cargan picanas, excepto una, son hombres de rostros sombríos que no muestran ninguna emoción mientras patrullan y ocasionalmente electrocutan a alguien.
La única mujer es mi madre.
Golpeo mi cabeza contra el volante al verla. No me hace sentir mejor.
—¿Qué pasa?
—Mi madre está ahí.
—¿Y eso es un problema?
—Probablemente —conduzco hacia delante unos cuantos metros, conforme se mueve la fila.
Mi madre parece más apasionada de su trabajo que los otros matones. Se estira lo más que puede para electrocutar a la mayor cantidad de gente posible. En una ocasión, incluso suelta una carcajada después de electrocutar a un hombre antes de que este pueda alejarse. No cabe la menor duda de que disfruta al infligir dolor a otras personas.
A pesar de las apariencias, reconozco el temor en mi madre cuando lo veo. Si no la conociera, pensaría que su júbilo viene de la malicia. Pero existe la posibilidad de que no reconozca a sus víctimas como personas.
Probablemente piensa que está atrapada en una jaula en el infierno, rodeada de monstruos. Quizá fue el pago por un trato que hizo con el diablo. Quizá sea que el mundo conspira contra ella. Probablemente piense que las personas que se acercan en realidad son monstruos disfrazados que acechan su jaula. Alguien milagrosamente le dio un arma para alejar a esos monstruos. De modo que está usando esta rara oportunidad para defenderse.
—¿Cómo acabó aquí? —pregunto en voz alta.
Tiene mugre en el rostro y el cabello grasiento, y su ropa está rasgada en los codos y rodillas. Parece que ha estado durmiendo en el suelo. Pero parece sana y bien alimentada, con un color rosado en las mejillas.
—Todos los que están en el camino acaban aquí, si no mueren en el trayecto.
—¿Cómo?
—No tengo la menor idea. Ustedes los humanos siempre han tenido una suerte de instinto de manada que parece unirlos. Y esta es la manada más grande de todas.
—Pueblo. No manada. Los pueblos son para las personas. Las manadas son para los animales.
Suelta una carcajada como respuesta.
Probablemente sea mejor dejarla ahí en vez de intentar llevarla al interior del nido. Es difícil ser sigilosa con mi madre alrededor. Eso podría costarnos la vida de Paige. No hay mucho que pueda hacer para tranquilizar su tormento cuando se pone así. La gente aprenderá que debe alejarse de ella mientras patrulla el cerco. Está más segura aquí. Todos estamos más seguros con ella aquí. Por ahora.
Mi justificación no me libera de la culpa que siento por dejarla. Pero no puedo pensar en una solución mejor.
Alejo la vista de mi madre y trato de enfocarme en mi entorno. No puedo distraerme si quiero que salgamos vivas de aquí.
Enfrente de mí, la multitud comienza a mostrar un patrón. Mujeres y adolescentes, todas vestidas y arregladas lo mejor que pudieron, esperan llamar la atención de los guardias. Muchas de las mujeres están rodeadas de personas que parecen sus padres o abuelos. Algunas están paradas al lado de sus hombres, a veces con hijos.
Los guardias sacuden la cabeza a casi todas las que solicitan entrar. De vez en cuando, una mujer o un grupo de mujeres se niegan a moverse después de que fueron rechazadas, y optan por llorar y rogar. Al ángel no parece importarle, pero a la gente sí. La turba empuja a las rechazadas hacia atrás con sus cuerpos, hasta que las perdedoras son expulsadas hasta el final de la multitud.
Ocasionalmente, el guardia deja entrar a alguna. Hasta donde puedo reconocer, las que logran entrar son siempre mujeres. Mientras nos acercamos a la puerta, dos de ellas son admitidas.
Ambas llevan vestidos ajustados y tacones altos, igual que yo. Una de ellas entra sin mirar atrás, taconeando con seguridad por el sendero vacío que está al otro lado de la puerta. La otra ingresa titubeante, dándose la vuelta para lanzar besos a un hombre y a dos niños mugrientos que se sujetan a la malla del cerco. Pero se alejan cuando ven venir al sujeto con la picana.
Después de que se les permite pasar, un grupo en la orilla de la multitud intercambia bienes. Me toma un minuto entender que están haciendo apuestas para ver quién entra y quién no. Un corredor de apuestas señala a varias mujeres cercanas a los guardias, luego acepta objetos de las personas a su alrededor. Los apostadores son en su mayoría hombres, pero también hay mujeres en el grupo. Cada vez que dejan pasar a una mujer, uno de los apostadores se va con un montón de cosas en las manos.
Quiero preguntar qué sucede, por qué los humanos querrían entrar en territorio de ángeles y por qué estas personas acampan aquí. Pero eso sólo comprobaría lo que Raffe dijo, que no soy más que una niña preguntona, así que me guardo mis preguntas y formulo la única que es operativamente relevante.
—¿Y qué pasa si no nos dejan entrar? —pregunto, tratando de no mover los labios.
—Sí lo harán —responde desde la profundidad recóndita del asiento trasero.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tienes la apariencia que ellos buscan.
—¿Qué apariencia es esa?
—Hermosa —su voz es como una caricia que viene desde las sombras.
Nadie nunca me había dicho que era hermosa. He estado tan preocupada lidiando con mi madre y cuidando de Paige que dejé de prestar atención a mi apariencia. Se me ruborizan las mejillas y espero no parecer un payaso cuando lleguemos al puesto de control. Si Raffe tiene razón y esta es la única manera de entrar, necesito verme lo mejor posible.
Cuando llegamos al frente de la caótica fila, varias mujeres están casi arrojándose contra los guardias. Ninguna de ellas entra. No me hace sentir mejor mi cabello grasiento mientras me acerco a los guardias.
Me echan una ojeada desinteresada. Son dos de ellos. Sus alas manchadas parecen pequeñas y gastadas comparadas con las de Raffe. El rostro de uno de los guardias está ligeramente salpicado de pintas verdes, igual que sus alas. La palabra «moteado» me entra en la mente, como un perro dálmata. Ver su rostro es un recordatorio doloroso de que no son humanos. De que Raffe no es humano.
El moteado me indica que me baje del coche. Dudo por unos segundos antes de bajar lentamente. No hizo eso con las chicas de los autos que venían enfrente de mí.
Bajo el diminuto vestido para asegurarme de que no se me vea el trasero. Los guardias me revisan de pies a cabeza. Resisto la tentación de encorvarme y de cruzar los brazos sobre mis pechos.
El moteado me pide que dé una vuelta. Me siento como una bailarina exótica y quisiera tirarles los dientes, pero giro lentamente frente a ellos en mis tacones inestables. «Paige. Piensa en Paige».
Los guardias intercambian miradas. Pienso frenéticamente qué podría decirles para convencerlos de dejarme entrar. Si Raffe dice que este es el camino para entrar, entonces debo encontrar la manera de convencerlos.
El moteado me hace una señal para que entre.
Me deja tan atónita que me quedo ahí parada.
Y luego, antes de que cambien de opinión, me subo al coche lo más casualmente posible.
Tengo la piel de gallina por la anticipación de que se escuche un silbatazo, o que alguien ponga su mano en mi hombro, o que de pronto lleguen unos pastores alemanes a husmear como en esas viejas películas de guerra. Después de todo, estamos en una guerra, ¿no es así?
Pero nada de eso sucede. Enciendo el motor y me dejan pasar. Eso me da otro poco de información. Los ángeles no ven a los seres humanos como una amenaza. ¿Qué peligro puede representar un grupo de monos que entren por algunas ranuras del cerco o se arrastren en pequeños autos en la base de su nido? ¿Qué tan difícil sería para ellos detenernos y contener a los animales intrusos?
—¿Dónde estamos? —pregunta Raffe desde atrás.
—En el infierno —le digo. Mantengo la velocidad a unos treinta kilómetros por hora. Las calles están vacías aquí, de modo que podría ir mucho más rápido, pero no quiero llamar la atención.
—Si esta es tu idea del infierno, eres muy inocente. Busca un ambiente como de club. Muchas luces, muchas mujeres. Estaciónate cerca, pero no demasiado.
Me pongo a buscar entre las calles extrañamente desoladas. Unas cuantas mujeres, que parecen heladas y tristes bajo el aullante viento de San Francisco, se tambalean por la acera rumbo a un destino que sólo ellas conocen. Luego veo a un grupo de personas salir de un edificio alto que está en una calle lateral.
Cuando me acerco, veo un grupo de mujeres alrededor de la entrada de un club nocturno como de la década de 1920. Deben estar congelándose en sus vestiditos entallados, pero se mantienen erguidas y atractivas. La entrada es un arco de estilo art déco y los guardias que cuidan la puerta están vestidos con smokings con rajaduras en la espalda para poder introducir las alas.
Estaciono el coche a unas cuadras del club. Pongo las llaves en el bolso del visor y dejo mis botas debajo del asiento del copiloto, donde pueda tomarlas rápidamente si es necesario. Cómo desearía poder meterlas en mi bolsita de lentejuelas, pero sólo hay espacio para una pequeña linterna y mi navaja de bolsillo.
Desciendo de la camioneta. Raffe se escabulle detrás de mí. El viento me golpea en cuanto salgo, batiendo mi cabello alrededor de mi cara. Me envuelvo con los brazos, deseando un abrigo.
Raffe coloca su espada alrededor de su cintura; parece un viejo caballero en un smoking.
—Siento no poder ofrecerte mi saco. Cuando estemos cerca, necesito que no parezca que tienes frío, para que nadie se pregunte por qué no te ofrezco el saco.
Dudo que alguien se pregunte por qué un ángel no le ofrece su saco a una chica, pero lo dejo pasar.
—¿Por qué ahora ya no importa que te vean?
Me ofrece una mirada de hastío, como si ya lo estuviera cansando.
—Está bien, está bien —levanto las manos en señal de rendición—. Tú mandas, yo sigo. Sólo ayúdame a encontrar a mi hermana —hago la mímica de la llave que cierra la boca y que luego aviento hacia atrás.
Se acomoda el saco, que ya estaba bien acomodado. ¿Acaso está nervioso? Me ofrece su brazo. Pongo mi mano en su brazo y caminamos por la acera.
Al principio, sus músculos están tensos y sus ojos revisan constantemente los alrededores. ¿Qué está buscando? ¿Tendrá tantos enemigos entre su propia gente? Sin embargo, después de unos pasos se relaja. No estoy segura de si es natural o forzado. De cualquier modo, ahora nos vemos ante el mundo como una pareja común y corriente que sale por la noche a divertirse.
Conforme nos acercamos a la gente, puedo ver más detalles. Varios de los ángeles que entran al club están vestidos con esos antiguos trajes de gánster estilo zoot suit, con todo y sombreros de fieltro y plumas vistosas. Largos relojes de cadena cuelgan de sus pantalones hasta sus rodillas.
—¿Qué es esto, una fiesta de disfraces? —pregunto.
—Es la moda actual en el nido —su voz suena un poco cortante, como si no estuviera de acuerdo.
—¿Y qué pasó con la regla de no fraternizar con las Hijas del Hombre?
—Una excelente pregunta —su quijada se aprieta hasta formar una línea rígida. Creo que no quiero estar presente cuando exija una respuesta a esa pregunta.
—Así que producir hijos con seres humanos te condena porque los Nephilim son un no definitivo —le digo—. ¿Pero más allá de eso…?
Se encoge de hombros.
—Aparentemente, decidieron que esa es una zona gris. Podrían arder por esto —luego añade, en un susurro, casi para sí mismo—: Pero el fuego puede ser tentador.
La idea de seres sobrehumanos con tentaciones humanas me produce escalofríos.
Caminamos más allá de la protección del edificio para cruzar una calle y nuevamente soy azotada sin misericordia por el viento.
—Trata de que no parezca que tienes frío.
Me mantengo firme aunque quisiera enroscarme por el frío glacial. Por lo menos mi falda no es tan larga como para levantarse con el viento.
La oportunidad para hacer más preguntas se acaba conforme nos acercamos a la gente. Toda la escena produce una sensación surrealista. Es como si estuviera huyendo de un campo de refugiados para internarme en un club de etiqueta, con smokings, mujeres de largo, cigarros costosos y joyas.
El frío parece no molestar a ninguno de los ángeles, que relajadamente sueltan el humo de sus cigarros en el viento. Ni en un millón de años hubiera imaginado que los ángeles fumaran. Estos tipos parecen más gánsteres que ángeles piadosos. Cada uno tiene por lo menos a dos mujeres procurando su atención. Algunos tienen cuatro o más amontonadas alrededor de ellos. De los trozos de conversación que escucho mientras pasamos a su lado, todas estas mujeres están haciendo lo imposible por llamar la atención de un ángel.
Raffe se dirige a la puerta. Hay dos ángeles parados como guardias, pero los ignora y sigue caminando. Su mano está enganchada a mi codo y yo solamente voy a donde él va. Uno de los guardias nos observa como si sus instintos le enviaran señales de alarma en torno a nosotros.
Hay un instante en el que estoy segura de que nos va a detener.
En cambio, detiene a dos mujeres. Pasamos a un lado de ellas, y las dejamos convenciendo al guardia de que su ángel simplemente las olvidó afuera y las está esperando dentro. El guardia sacude la cabeza con firmeza.
Por lo visto, necesitas a un ángel para entrar en el nido. Exhalo lentamente mientras entramos por las puertas.